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J.M. Ruiz Soroa.
Abril 2.011.
MODELOS DE CIUDADANIA
En esta exposición (que es deliberadamente esquemática y sucinta) se pretende
establecer, en primer lugar, cuáles son los principios básicos en que se
fundamenta el modelo democrático de ciudadanía, así como los diversos planos en
que esa ciudadanía se articula y lleva a cabo en la realidad. Como continuación
lógica de lo anterior, también se busca subrayar las diferencias existentes entre las
dos versiones de ciudadanía a que el modelo básico da lugar: la versión liberalconservadora del modelo de ciudadanía democrática y su versión liberal-socialista
o igualitaria.
Por otro lado, interesa también describir los dos modelos que se presentan como
alternativos al tipo de ciudadanía democrático constitucional que actualmente
están en el eje del debate teórico y político, a saber, el modelo comunitarista (con
su variante nacionalista) y el republicano. Con respecto a estos dos modelos
alternativos intentaremos describir: a) el contenido de la crítica peculiar que dirige
cada uno de ellos al modelo democrático liberal; b) su propuesta característica
sobre el contenido de la ciudadanía; c) sus aciertos y limitaciones.
En todo caso, interesa desde ahora subrayar que ninguno de estos otros modelos
puede entenderse como una alternativa global al democrático liberal, sino tan sólo
como una puesta en cuestión o crítica parcial de alguno de sus elementos o
principios característicos. Lo que significa que, hablando con propiedad, no existe
hoy por hoy ningún modelo de ciudadanía capaz de presentarse como una
alternativa completa al democrático. Sólo en la democracia entendida como
sistema institucional de gobierno puede darse una ciudadanía que merezca el
nombre de tal, puesto que, en último término, el de ciudadanía es un concepto
normativo y crítico que expresa el ideal de que todo ciudadano ha de ser un
participante pleno e igualitario del proceso político.
Anticipo desde ahora por mor de claridad (aunque este es un aspecto que se irá
construyendo analíticamente al hilo de la exposición posterior) que cuando hablo
de democracia liberal o democracia constitucional me estoy refiriendo,
indistintamente con ambos términos, a un régimen institucional de gobierno de una
comunidad política en el que concurren los siguientes elementos: a) El gobierno y
sus decisiones responden al consentimiento de unos ciudadanos que son
considerados iguales entre sí (principio de autogobierno); b) Existe un núcleo de
derechos individuales protegidos de las decisiones del gobierno (principio liberal);
1
c) El gobierno de la unidad política busca garantizar a los individuos la capacidad
suficiente para poder optar por su propio plan de vida (principio social).
I.- EL MODELO DE CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA.
El estatus básico de ciudadanía en una comunidad democrática se puede construir
perfectamente derivándolo de unos principios subyacentes básicos que luego se
articulan en una serie de planos diversos. Tanto los principios como los planos
proceden, tanto histórica como genéticamente, de diversas tradiciones de
pensamiento (la liberal clásica, la democrática radical, la socialista, etc), pero esta
procedencia diversa no significa que no puedan hoy ser articulados y reconstruidos
como un conjunto único dotado de la necesaria coherencia.
Veámoslo.
I-1.- LOS PRINCIPIOS BÁSICOS SUBYACENTES A LA DEMOCRACIA LIBERAL
O CONSTITUCIONAL.
Los tres principios básicos que citaré a continuación revisten un valor substantivo
desde un punto de vista ético. Este valor los convierte en auténticas verdades para
la ordenación de la vida social, que no pueden ser cuestionadas en el proceso
político democrático sin poner en riesgo a éste mismo puesto que operan como
asunciones implícitas necesarias para este proceso. Lo cual no quiere decir que se
trate de verdades previas y exógenas al proceso democrático mismo, que por tanto
se impondrían a éste desde una instancia anterior y superior (la divinidad, la
naturaleza humana, la pura razón, u otras). En efecto, sin entrar ahora en ese
debate, puede afirmarse que estas verdades pueden derivarse del mismo proceso
político democrático entendiéndolas como los requerimientos estructurales
imprescindibles a que responde.
1.- Individualismo: la democracia se funda sobre la consideración de que el único
agente moral relevante a la hora de determinar los derechos y los bienes valiosos
del proceso político es el individuo. Por eso, queda excluida de raíz cualquier
comprensión organicista o colectivista de la sociedad que ponga a ésta o alguno
de sus elementos componentes (la clase o la nación, por ejemplo) como si fuera un
ente real de valor igual o superior al individuo y lo convierta en titular de unos
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intereses colectivos que impongan a los individuos deberes contrarios a sus
derechos fundamentales.
Conviene resaltar, sin embargo, que el individualismo que funda la democracia es
un individualismo moral, no uno ontológico; quiere decirse con ello que el
liberalismo reconoce que la vida social tiene una textura comunitaria, y que la
persona se construye en relación con las demás y mediante la introyección del otro
generalizado, de manera que la existencia y preservación de una buena sociedad
es algo que interesa al individuo como condición de posibilidad de su propia
existencia. Por otra parte, el individualismo moral no se opone a la consideración
de lo colectivo como el marco de agencia más útil y conveniente para resolver
determinadas cuestiones o alcanzar determinados bienes compartidos (bienes que
son individuales pero que deben perseguirse socialmente). El individualismo
democrático no supone, por ello, aceptar la idea que sería mucho más parcial y
restringida de un individualismo atomístico y posesivo que concebiría al individuo
como un ser insolidario y para el cual sus relaciones sociales serían sólo límites o
restricciones externos.
2.- Autonomía individual: la libertad del ser humano tiene por consecuencia que
sea la persona humana la única capacitada para optar y decidir por el plan de vida
buena que prefiere, pues si no fuera así no sería libre. En una sociedad
acusadamente pluralista, en la que coexisten valores, marcos culturales, e
intereses diversos e irreductibles entre sí, es la persona individual la que opta entre
ellos con el único límite de no causar daño a los demás (aunque la noción de daño
es susceptible de ser modulada de manera muy diversa).
Se rechaza de esta forma cualquier clase de tutelaje, paternalismo o
perfeccionismo por parte del gobierno, incluso el benevolente: el individuo es el
mejor juez de sus intereses y nadie puede substituirle en esa función. Ahora bien,
la autonomía no tiene solamente una cara negativa (la de excluir cualquier
interferencia en la propia libertad), sino que posee otra activa o positiva (la que
exige crear las condiciones educacionales, morales y materiales que permitan a las
personas ser autónomas).
3.- Igualdad: todos los individuos cuentan por igual y todos son sujetos de idénticos
derechos morales y deben ser tratados como seres dotados de una igual dignidad.
Conviene subrayar, para evitar caer en un frecuente equívoco, el carácter
performativo y no descriptivo del término igualdad: en efecto, la proclamación
democrática de la igualdad de todos no pretende describir un hecho empírico, sino
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fundar una exigencia de trato. Al decir que “todos son iguales” no se ignoran las
substanciales y profundas diferencias que existen entre los seres humanos
(condición, riqueza, sexo, raza, ideas, etc.), sino todo lo contrario: lo que se dice es
que esas diferencias no justifican un trato desigual. El contrario de la igualdad es la
desigualdad, no la diferencia.
Por otro lado, la exigencia de igualdad plantea una pregunta inmediata: ¿igualdad
de qué? ¿Sólo de derechos, o también de bienes primarios o de capacidades
vitales ante el riesgo y la necesidad? Como veremos, es posible, para ser
congruentes con el modelo, defender en este punto una simple igualdad de
derechos pero siempre que entendamos éstos en un sentido substantivo: como
títulos que capacitan a las personas para resolver sus necesidades (chances), y no
como mera igualación jurídica abstracta.
I-2.- LA CIUDADANÍA Y SUS DIVERSOS PLANOS.
El ser humano vive actualmente en comunidades políticas limitadas (no
universales), que poseen un origen histórico o contingente, lo cual genera
inevitablemente un “nosotros” social para el individuo que es distinto del “ellos” de
otras comunidades. Estas comunidades limitadas requieren forzosamente de un
gobierno, que debe inspirarse en los principios señalados anteriormente, lo cual
significa que debe integrar armónicamente tres planos distintos:
1.- La protección del mayor ámbito posible de libertad individual necesario
para que la persona ejercite su autonomía (principio liberal del coto
vedado).
2.- Un sistema de adopción e implementación de las decisiones colectivas
en el que todos tengan derecho a participar como iguales (principio
democrático o de autogobierno).
3.- Una orientación de las políticas públicas que, respetando el ámbito de
libertad, tienda a capacitar igualmente a todos los ciudadanos para el más
pleno ejercicio de su autonomía (principio de justicia).
Si estas mismas exigencias se contemplan desde el prisma del estatus de
ciudadanía tendremos los tres componentes que clásicamente se han asignado a
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ésta: a) Los derechos civiles necesarios para la libertad personal. b) Los derechos
políticos a participar en el gobierno. c) Los derechos sociales relativos a la
seguridad económica y al bienestar.
Aunque se ha criticado que esta construcción de la noción de ciudadanía se realice
sobre la idea de “derechos”, y se ha intentado articularla sobre nociones diversas
(tales como la pertenencia, la virtud cívica, los deberes, etc.), creo que la
construcción inspirada en derechos sigue siendo la que mejor expresa la intuición
democrática fundamental, la de que es el individuo el sujeto de derechos. La
intuición que expresaban las “Declaraciones de Derechos” revolucionarias. Y, al
mismo tiempo, es la que mejor recoge la capacidad crítica y exigente del concepto
de ciudadanía, puesto que incorpora una perspectiva de constante revisión,
exigencia y ampliación de la ciudadanía en su devenir histórico (la ciudadanía
como noción expansiva).
Ahora bien, conviene observar que la articulación efectiva de estos diversos planos
analíticamente diferenciables no está en absoluto exenta de tensiones y
contradicciones prácticas, sino más bien todo lo contrario. Como muchos de los
conceptos fundamentales de la filosofía política, el de ciudadanía es un concepto
esencialmente conflictivo porque resume unos principios que se encuentran en un
equilibrio siempre inestable entre sí. Las que hemos denominado “verdades
políticas” son siempre en su realización práctica unas verdades parciales,
tentativas y conflictivas.
A continuación hacemos referencia a algunas de las tensiones más características
que surgen en la articulación de los derechos que integran la noción de
ciudadanía. Antes de ello, sin embargo, queremos subrayar que estas tensiones,
aunque son siempre frustrantes, son al mismo tiempo fructíferas, porque en gran
parte expresan precisamente el pluralismo ideológico y político consustancial a una
sociedad moderna. Por ello no debe pretenderse como objetivo razonable el de su
supresión o su superación unilateral.
En efecto, no debe perderse de vista que el pluralismo social, político y cultural (la
“irreductible variedad de la autoexpresión humana”) no es un mero dato de hecho
(la pluralidad), sino también es un valor constitutivo de la sociedad democrática,
precisamente porque el pluralismo razonable es consecuencia del ejercicio de la
libertad y porque enriquece la personalidad humana, por lo que debe conservarse
como tal valor positivo.
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I-3.- LAS TENSIONES IRREPRIMIBLES.
Aunque estas tensiones conflictivas aparecen en cada concreta situación histórica
bajo uno u otro ropaje o en forma de uno u otro conflicto concreto, pueden
describirse con carácter más general de la siguiente manera.
1.- La tensión entre la privacidad y la publicidad: para muchos, los derechos de la
persona son algo genéticamente preexistente a la sociedad, son algo que el
individuo posee antes de entrar en ella; por ello, la misión de la sociedad sería ante
todo la de respetar y conservar esos derechos previos: la visión de la democracia
que deriva de ello es la de una democracia protectora (demoprotección). Para
otros, sin embargo, los derechos individuales sólo se realizan plenamente a través
de la participación en el autogobierno ciudadano: los derechos fundamentales son
co-originarios con el proceso democrático mismo. De esta visión deriva una de la
democracia como un sistema de gobierno que desarrolla algunas potencialidades
humanas valiosas y, en su extremo, de una que considera que es la participación
la que realiza plenamente la excelencia del ser humano (republicanismo cívico).
2.- La tensión entre el principio del coto vedado y la fidelidad a la democracia: la
democracia entendida como autogobierno popular encaja mal con la existencia de
un ámbito reservado o coto vedado de derechos sobre los que el demos no puede
decidir porque ya están decididos de antemano. Se trata de la tensión práctica
entre el polo constitucional que existe en todo sistema democrático moderno (con
su estela de instituciones contramayoritarias), y el polo del autogobierno según el
cual no deberían existir campos excluidos para la decisión de unos ciudadanos
conscientes y deliberantes.
3.- La tensión entre el universalismo de los principios y el carácter particular (no
universal) de la comunidad política: los principios democráticos tienen una
irrefrenable tendencia al cosmopolitismo, es decir, a considerar como iguales
sujetos del proceso democrático a todos los seres humanos (ciudadania universal
o transnacional). Pero esos principios se plasman y realizan en unas comunidades
particulares que piden considerar como ciudadanos sólo a sus miembros
(ciudadanía nacional o por pertenencia), reservando sólo para ellos la titularidad de
los derechos que la componen. Es la tensión que se plantea ante el hecho del
extranjero en general: para unos, la exclusión del extranjero se funda sólo en
razones contingentes derivadas de la imposibilidad material de incluirles en el
proceso democrático sin arruinar las propias bases de éste. Para otros, en cambio,
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esa exclusión obedece a razones substantivas, al dato de que los lazos comunales
se fundan en un “nosotros” distinto que tiene un valor propio. De aquí se deducirá
también una política de acogida al inmigrante diversa, pues bien se le pedirá sólo
que acepte el esquema ideológico institucional de la sociedad democrática para
ser integrado, o bien se le exigirá que se asimile también a un marco cultural
definitorio de la comunidad.
4.- La tensión entre la abstracción de los principios y la concreción de los marcos
grupales y culturales en que aquellos se realizan: los principios de autonomía e
igual libertad resultan de un esfuerzo constructivista racional que opera mediante la
abstracción de las particulares circunstancias de grupo o marcos culturales en que
habita el ser humano (y se plasman en concreto en la neutralidad estatal). Estos
marcos, sin embargo, pueden reclamar una consideración particular y concreta
porque, en muchas ocasiones, son los que definen algunas características
consideradas como valiosas para las personas. Por ello, una consideración
abstracta de todas las personas como libres e iguales puede ser inadecuada para
reconocer a ciertas personas en toda su complejidad y puede llevar a ignorar la
existencia de minorías que tienen derecho a ver reconocidos sus particulares
condiciones y marcos en cuanto al género, la religiosidad, la etnia, el sentimiento
nacional o la cultura (políticas del reconocimiento), precisamente para poder hacer
efectiva su igualdad de trato.
5.- La tensión entre una concepción densa de la ciudadanía y otra meramente
instrumental: la primera es la defendida por una tradición de pensamiento de cuño
aristotélico que concibe al ser humano como un ser cuya virtud propia se alcanza
en la participación política. Prefiere construir el concepto de ciudadanía más sobre
la virtud y los deberes del individuo que sobre sus derechos. Para ella, el
sentimiento de vinculación con la propia comunidad política, la participación directa
en los procesos deliberativos o decisorios, la preocupación del ciudadano por lo
común, son ingredientes necesarios de una ciudadanía consciente sin la cual no
puede existir una buena sociedad. La consideración instrumentalista, por el
contrario, rechaza que la política sea la dimensión única y obligada para la
excelencia humana y cree que existen muchas otras dimensiones (privadas) para
la autorrealización digna de la persona. El interés por lo político es por tanto
conveniente en tanto en cuanto sirve para no dejar la protección de la libertad en
manos del poder o de los poderosos, pero es sólo instrumental para el ciudadano.
6.- La tensión entre una concepción expansiva y otra limitada de la esfera
democrática: existe una postura intelectual que tiende a aplicar
indiscriminadamente los conceptos y exigencias propios de la política democrática
a todas las instituciones que componen la vida social, desde la familia a las
empresas, desde la economía a la educación. Todas las instituciones sociales
surgidas de la interacción humana –se piensa- deberían adaptarse a los principios
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democráticos en lo esencial de su funcionamiento. Sin embargo, este tipo de
pensamiento no tiene en cuenta que las lógicas a que obedecen cada uno de los
subsistemas sociales son distintas, y que por ello lo son también sus valores
centrales y códigos de funcionamiento. El valor de “igual libertad” es central en la
política, pero no lo es en la educación (donde lo es “la autoridad”) o en la economía
(“el beneficio”), de ahí que haya que ser muy precavido a la hora de extender
indiscriminadamente las intuiciones democráticas básicas fuera del subsistema
político.
7.- La última tensión es la que existe entre la igualdad personal y política (jurídica)
y la desigualdad social (social y económica), según se entienda la exigencia de
igualdad como algo referido exclusivamente a los derechos personales y políticos,
o se incluya en su objeto una igualdad de posiciones de partida en la vida, o de
capacidades, o de resultados. En este punto se refleja la fractura ideológica más
clásica y perdurable en las sociedades modernas (el paradigma de la distribución),
que ha opuesto clásicamente a quienes se centran en el ser humano sólo como
sujeto de libertades (liberalismo clásico) con quienes contemplan a la persona
como sujeto de necesidades (socialismo). De esta tensión se han derivado dos
submodelos de ciudadanía, el liberal-conservador y el liberal-socialista o igualitario,
que exponemos por separado.
I-4.- LAS VERSIONES CONSERVADORAS E IGUALITARIAS DEL MODELO DE
CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA.
La versión liberal más clásica o conservadora reduce enormemente el campo de
acción del gobierno de cara a los aspectos sociales de la ciudadanía. Para ella, el
gobierno debe garantizar la esfera privada de libertad del ciudadano, así como su
intervención en el autogobierno de la comunidad, pero su intervención en el campo
de las reales desigualdades económicas existentes en la sociedad debe ser lo más
limitada posible, puesto que –según este pensamiento- una intervención en ese
campo no produce a la larga sino distorsiones que son contraproducentes para la
prosperidad de la sociedad que, además, exigen para realizarse una severa
limitación de la libertad individual. Esta postura está casi siempre asociada a una
ingenua creencia en los beneficios de la espontaneidad social y en un cierto
darwinismo natural del mercado (pensamiento neoliberal), aunque también puede
conectarse a tipos de pensamiento político más clásicamente conservadores, los
que dudan de la capacidad de los gobiernos para producir reformas sociales útiles
mediante un planeamiento excesivamente racionalista.
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Para esta tendencia ideológica, los derechos de ciudadanía que hemos
denominado sociales no constituyen verdaderos derechos en el mismo sentido y
con la misma fuerza que los derechos personales y políticos, sino son todo lo más
guías de orientación práctica y prudencial. Por ello, cuando la realización concreta
de alguno de estos derechos sociales invade el ámbito de libertad privado,
consideran que el conflicto debe resolverse a favor del segundo, que es el
auténtico derecho exigible.
Por otro lado, el principio de que la libertad personal sólo está limitado por el daño
que cada uno pueda causar a los demás es entendido en una forma muy estricta o
restringida por quienes profesan esta visión liberal conservadora. Puesto que
consideran que sólo se choca con el límite del daño a tercero cuando una acción
positiva del sujeto causa un perjuicio valuable a ese tercero, pero no cuando se
trata de una omisión del sujeto (no actuar pudiendo hacerlo individual o
colectivamente) o cuando lo ocasionado no es un perjuicio sobrevenido, sino sólo
la privación de un bien posible (la perpetuación de una carencia no sería para ellos
un daño).
Por el contrario, el pensamiento subyacente a los modernos “Estados de bienestar”
entiende que los sociales son verdaderos derechos, y que su justificación plena se
puede encontrar en los propios principios de la democracia sin necesidad de acudir
a otras doctrinas distintas. En efecto, la reivindicación de la autonomía personal
incluye necesariamente la exigencia de liberar a las personas de las constricciones
que la necesidad (en forma de situaciones históricamente heredadas) o el puro
azar (heredado o sobrevenido) les impone: no puede existir libertad si el ser
humano se encuentra en una situación de dominación por parte de otro, pero
tampoco si se encuentra en una de privación, o de carencia de los requisitos
materiales imprescindibles para ejercitarla. De manera que el gobierno debe
necesariamente remover o reformar los obstáculos para la más plena realización
de la libertad, la igualdad y la participación. Este sería el modelo de liberalismo
igualitario o socialista.
Naturalmente que este planteamiento básico del liberalismo más progresista deja
abiertas incógnitas notables en lo que se refiere al criterio u objetivo finales de esa
intervención pública, según se entienda que la acción gubernamental debe
establecer una real igualdad de puntos de partida para todas las personas
(removiendo los obstáculos que existen para algunos seres humanos), o más bien
una real igualdad de puntos de llegada o de resultados, doctrina ésta última que
probablemente no puede ser democráticamente mantenida si se refiere a
situaciones materiales puesto que implica necesariamente el uso de un alto grado
de dirigismo atentatorio a la autonomía privada. Pero los matices que caben en
esta materia son numerosos.
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El esquema intelectual más difundido en este punto entre los liberales igualitarios
defiende el principio de igualdad final pero entendido no tanto como igualdad de
resultados, sino de igualdad de los bienes primarios necesarios para
autoconstituirse como persona, lo que incluye desde luego la libertad personal, la
autoestima y los recursos materiales. O tal como lo propone otro pensador, se trata
de dotar a todas las personas de las capacidades necesarias para trazar su propio
plan de vida, de manera que la acción del Estado debe ir removiendo o
compensando las limitaciones de esta capacidad derivadas de la herencia, el azar,
la discapacidad o el marco cultural de cada uno. Este principio conlleva un fuerte
intervencionismo reformista a favor de quienes se encuentren en peor situación,
así como el establecimiento de las bases de un estable y amplio Estado de
bienestar.
Por otro lado, el centrar la igualdad en las capacidades permite incluir en ella no
solamente las cuestiones referentes a recursos materiales, sino también aquellas
referentes al reconocimiento de las diferencias valiosas de cada grupo o colectivo
social. En efecto, la capacidad para desarrollar el propio plan de vida exige no sólo
recursos tan elementales como la alimentación, la salud, o el poder evitar la muerte
prematura, sino también el poder ser feliz, participar en la vida de la comunidad o
ver reconocida efectivamente la propia dignidad.
La crítica a los modelos de ciudadanía bienestarista no sólo proviene de la derecha
política (que acusa al Estado de Bienestar de ser un mastodonte ineficaz,
disfuncional e insostenible a la larga), sino también de parte de la izquierda política
que señala criticamente que un excesivo énfasis en los derechos sociales de la
ciudadanía termina por generar unos ciudadanos clientelares, desinteresados por
lo público, que se conciben a sí mismos como meros consumidores de
prestaciones estatales y carentes de cualquier obligación o deber para con sus
conciudadanos, lo que se traduce a la larga en un déficit de legitimación para el
propio Estado. Este tipo de críticas está asociado normalmente con la exigencia de
un cierto republicanismo cívico, por lo que nos remitimos al apartado sobre este
modelo de ciudadanía.
II.- EL MODELO COMUNITARISTA
De partida, la crítica comunitarista al liberalismo se centra sobre todo en las notas
de abstracción y universalismo que caracterizan a toda la teoría de los derechos
humanos. Los comunitaristas critican al liberalismo político el hecho de que –según
ellos- parte de una concepción abstracta e irreal del ser humano, aceptando algo
así como que puede existir un yo que sería anterior a sus fines, un yo abstracto,
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universal y desarraigado. Por el contrario, ellos subrayan que el yo humano es en
todo caso un yo que sólo encuentra su propio sentido dentro de una particular
tradición y ámbito cultural: la persona es siempre parasitaria de la sociedad
respecto a la imagen que tiene de sí misma, incluso cuando se concibe como
individuo.
Señalan los comunitaristas que el individuo no hace sus elecciones en el vacío,
sino que las hace dentro de un marco social concreto, que es el que las dota de
sentido. El individuo sólo puede comprenderse a sí mismo dentro de una tradición
cultural particular. Es la antigua crítica de Hegel a Kant, al que acusaba de ignorar
que sin la inserción del individuo dentro del acervo cultural de una comunidad
concretada a lo largo de la historia (la Sittlichkeit o eticidad), no existe moralidad
alguna: el individuo es un universal determinado, lo que significa que si bien todo
ser humano es ser humano, no existe como un ser humano sino como …ser judío,
católico, vasco, etc.
De esta forma, la comunidad en la que está situado el ser humano tendría un valor
constitutivo para él, pues sin ella no podría siquiera autoconstituirse como elector
autónomo: no existe el “elector radical” en que piensa el liberalismo abstracto, sino
un “elector situado”, colocado inevitablemente dentro de una comunidad cultural y
política concreta. Los seres humanos necesitan de una comunidad moralmente
homogénea como un trasfondo conceptual necesario para una vida moral y ética.
El liberalismo –acusan los comunitaristas- ha generado sociedades secularizadas y
plurales con un estilo de vida asociativo, burocratizado y desintegrador en que los
individuos viven “un mundo sin hogar”. De esta manera, se concibe a la comunidad
cultural y política como algo que forma parte del ser humano mismo (forma parte
de su “autenticidad” como persona) y que, por ello, merece ser respetado y
conservado: no tanto por tratarse de una instancia ajena y separada del individuo
mismo como por formar parte necesaria de éste. En este sentido, el comunitarismo
no se opone al individualismo moral típico del pensamiento democrático, sino que
simplemente exige completarlo con la dimensión comunitaria del individuo.
En efecto, la existencia de la comunidad sería un bien primario para el individuo y
éste no puede considerarse ajeno o desinteresado a su existencia sino, por el
contrario, debe estar activamente comprometido con su perpetuación y
conservación. Es preciso por ello una “política del reconocimiento” que no
considere a todas las personas como abstractamente iguales en dignidad, sino que
contemple los marcos comunitarios grupales en que aquellas viven como algo
digno de protección.
El liberalismo democrático ha fallado –dice el comunitarismo-, al defender una
imagen de ciudadanía abstracta e igual, puesto que ello le ha conducido a no ser
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capaz de reconocer los lazos necesarios que unen al individuo con su comunidad,
unos lazos que le demandan activamente obligaciones y lealtades para con ella.
El comunitarismo subraya así que sólo dentro de esas comunidades “fuertes”, en
las que los individuos se sientan religados por lazos de lealtad y pertenencia
común, pueden llevarse a la práctica efectivamente las políticas de redistribución y
progresistas de asignación de recursos y de bienes, con las cargas y obligaciones
que inevitablemente suponen. Se considera, en este sentido, que el individuo sólo
está motivado para soportar sacrificios en aras del bien común cuando puede
sentir como próximos o compatriotas a sus demás beneficiarios. De forma que,
finalmente, los lazos comunitarios e identitarios trabajan a favor de la cohesión
social y son un presupuesto de los lazos políticos entre los ciudadanos.
El comunitarismo mantiene necesariamente una concepción densa de lo que es la
comunidad, entendiéndola como un conjunto unificado e identificable de
tradiciones y valores particulares con perfiles y fronteras definidas, y considera que
la comunidad debe ser defendida por una política del bien común: es decir, que
existen realmente intereses colectivos cuyo titular no es el individuo sino la
comunidad y cuya satisfacción justifica la adopción de determinadas políticas
públicas, la imposición de deberes a los particulares e incluso la eventual
subordinación de los derechos de éstos a la satisfacción de aquellos intereses.
Así las cosas, el comunitarismo defiende que para salvaguardar el bien común
consistente en la preservación de la comunidad pueden imponerse restricciones a
la libertad y autonomía de sus miembros, tales como limitar su capacidad de
elección en materia de lengua o enseñanza, puesto que una libertad plena y
atomística en estas materias podría poner en riesgo la conservación de la
comunidad. El individuo puede y debe ser socializado en el marco obligatorio de
una comunidad porque ello es finalmente un bien para él mismo. Las comunidades
o grupos no son sólo titulares del derecho a la protección frente a otros grupos
mayoritarios distintos (derecho a mantener su diferencia ad extra), sino que son
también titulares de derechos sobre sus propios miembros (derecho a perpetuar
sus diferencias ad intra).
De esta forma, el modelo comunitario de ciudadanía no llega a impugnar los
elementos esenciales del democrático-liberal, sino que más bien los matiza en
ciertos aspectos y añade consiguientemente una serie de requerimientos
adicionales para con el ciudadano.
1.- El ciudadano comunitario contempla su comunidad como un marco
cultural a la vez imprescindible y valioso, que provee de sentido a sus
elecciones y que le hace más sencillo cumplir con los deberes de
solidaridad y participación en derechos y deberes comunes.
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2.- La comunidad es un marco culturalmente denso y básicamente
homogéneo que puede ser identificado en unos pocos rasgos diacríticos por
lo que se refiere a sus miembros individuales.
3.- La comunidad tiene un derecho (colectivo) a la conservación y
perpetuación de sus rasgos diferenciales (una especie de derecho a la
legítima defensa o a la supervivencia en el plano cultural). Este derecho
impone a sus miembros cargas y restricciones que limitan su autonomía
individual a favor de su autenticidad.
4.- El Estado (o en general el poder público) no es ciego o neutral ante las
diferencias comunitarias de la sociedad sino que, por el contrario, y una vez
definidas éstas, puede y debe desarrollar activamente políticas públicas de
afianzamiento y conservación de esas diferencias.
5.- Ante la convivencia con el inmigrante procedente de otros marcos
culturales diversos, el ciudadano comunitario oscilará entre dos posibles
soluciones:
A) Si su talante es liberal y respetuoso, defenderá un modelo
multiculturalista en el que cada cultura se mantenga separada e
incontaminada dentro de un marco político democrático común,
dotando a cada una de los recursos institucionales adecuados para
su conservación. La nación se convierte así en una especie de
“federación de comunidades culturales diversas” más que en una
colectividad de seres humanos que viven juntos con múltiples clases
de diferencias entre sí. En ella, los individuos son asignados y
repartidos desde su nacimiento en el marco cultural y educativo que
les corresponde por su nacimiento, y se desalienta la revisión
individual de esos marcos o la mezcla.
B) Por el contrario, si es partidario de una defensa cerrada de su
propia cultura como la única con derecho a existir en su marco
territorial (lo que sucede cuando al comunitarismo se le suma el
nacionalismo) será defensor de la asimilación obligatoria del
inmigrante en sus rasgos diacríticos o diferenciales (obligación de
aprender la lengua, de aceptar las tradiciones, etc.).
6.- Al final, la idea misma de ciudadanía viene definida por la pertenencia,
puesto que es la participación de una cultura comunitaria común la que
determina los sujetos de la unidad política.
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En esta reivindicación comunitarista para tener en cuenta la textura social y
comunitaria de la vida humana hay una evidente parte de verdad, y es útil como
llamada de atención para evitar los excesos cometidos por algún liberalismo, que
tiende fácilmente a desconocer las situaciones concretas de naturaleza grupal o
cultural en que habita la persona en aras de una visión que se predica a sí misma
como abstracta e igualitaria. Sobre todo, cuando esta visión pretendidamente
abstracta e igualitaria (la neutralidad del gobierno) no hace en el fondo sino
responder a las condiciones culturales y grupales de la mayoría social o nacional
de un país.
En este sentido, las llamadas “políticas de reconocimiento” y “políticas de la
diferencia” entrañan una reivindicación justa que es plenamente asumible dentro
de los esquemas democrático-liberales, puesto que en último término sólo exigen
que el gobierno tome en consideración todas las circunstancias que afectan a la
capacidad de las personas para hacer opciones valiosas, incluidas las de carácter
grupal o cultural.
Si se quiere verlo así, se trataría de añadir a los tres planos que antes se
señalaban como integrantes de la ciudadanía (personal, político y social) uno
cuarto, el de la pertenencia e identificación cultural, aunque en puridad éste último
puede entenderse englobado en el tercero, puesto que la igualdad democrática,
como antes señalamos, no está reñida con las diferencias, sino que más bien las
presupone. La crítica comunitarista ha sido especialmente útil para que se
reconozcan los “derechos de las minorías” o “derechos diferenciados” en función
del grupo de identificación personal, como medio para obtener un trato realmente
igual.
Dicho lo anterior, lo que no cabe en una concepción democrática de la ciudadanía
son las exigencias “fuertes” del comunitarismo respecto a las políticas de
conservación o supervivencia identitaria, debido a varias razones:
1.- En primer lugar, el comunitarismo arranca de una concepción de la
comunidad cultural que es altamente implausible por presentarla con un
carácter cerrado y homogéneo que no se da en la realidad. Las culturas no
son mónadas cerradas y bien delimitadas (inconmensurables), sino
conjuntos mezclados y borrosos de creencias, valores, intereses y puntos
de vista dentro de los cuales coexisten personas muy diversas y variadas.
En manera abusiva y deformante, el comunitarismo singulariza una sola de
entre las muchas identidades que componen la completa personalidad
humana real, de manera que lo que comenzó siendo una teoría para valorar
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el “contexto social” del individuo tomado en su integridad termina por
convertirse en una concepción muy restrictiva de los seres humanos, que se
ven reducidos a una filiación singular y única. Por esta deformación
comprensiva en que incurre, al comunitarismo se le ha calificado de
constituir un caso de “denigración singularista de la identidad humana”.
2.- Por otro lado, la consideración de la comunidad o la cultura como un
ente colectivo capaz de poseer derechos sobre y contra sus propios
ciudadanos para imponerles planes de vida concretos es una aberración
peligrosa e incompatible con la teoría democrática.
3.- Pero la crítica mayor que puede dirigirse a la visión comunitarista es la
de que no reconoce el carácter inevitablemente pluralista de su propia
cultura, sino que incurre en el mismo defecto que ella denunciaba en las
concepciones del liberalismo “ciego a la diferencia”: es decir, que no
reconoce las diferencias internas de su propia cultura sino que pretende
ahormarlas en una homogeneidad totalizadora. El reconocimiento de los
comunitaristas no es un reconocimiento recíproco sino unilateral, reconoce
a los colectivos pero no a los individuos que los componen.
4.- Al arrancar de esa concepción, el comunitarismo propicia políticas que
incurren en graves violaciones de la autonomía individual de sus propios
ciudadanos, a los que les restringe su capacidad de optar por planes de
vida culturales que no sean los de la mayoría.
5.- En lo que se refiere a la convivencia, lealtad y cohesión dentro de la
comunidad política, el comunitarismo confunde la cuestión de la justificación
de las obligaciones recíprocas de solidaridad interindividual con la cuestión
de la motivación para cumplirlas. En efecto, si bien es cierto que cuanta
mayor proximidad (familiar, amical, vecindad, etc) sea sentida entre los
beneficiarios de esas obligaciones será más fácil encontrar motivaciones
anímicas para cumplirlas, no lo es menos que las obligaciones morales no
se justifican ni fundamentan en la proximidad misma, sino en exigencias
universales de justicia para con todo ser humano. De un puro hecho como
es el sentimiento de proximidad o afinidad no puede derivarse una norma
ética y política que, entonces, limitaría las obligaciones de solidaridad a
esos ámbitos concretos. Máxime cuando, además, esa afinidad entre los
miembros de la comunidad se funda en una reconstrucción imaginada de
sus caracteres y límites que es el mismo comunitarismo o nacionalismo
quien la ha construido socialmente.
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III.- EL MODELO NACIONALISTA
Se ha dicho con cierta razón que el nacionalismo no es sino la variedad europea
del comunitarismo, pero ello no parece del todo exacto. El comunitarismo no
conduce necesariamente al nacionalismo, como lo muestran muchos de los
intelectuales que lo patrocinan que critican al nacionalismo, aunque sí es cierto que
le proporciona muchos de sus argumentos. Y también es cierto que el
nacionalismo comparte muchas de las críticas que plantea el comunitarismo a la
concepción democrática de la ciudadanía.
El nacionalismo como doctrina política (a no confundir con el simple “sentimiento
nacional”) se concentra en un aspecto que desconocen o desdeñan todas las
demás ideologías políticas propias de la modernidad: en concreto, en la cuestión
del origen y justificación de las unidades políticas en que está repartida la
humanidad. Para las demás ideologías, la unidad política es algo que está ya dado
en su existencia y a lo que se aplican es a justificar las normas de la justicia dentro
de ellas. El nacionalismo se ocupa, en cambio, precisamente del origen de la
unidad, y establece al respecto una doctrina muy simple: sólo está justificada y
legitimada aquella unidad política que coincide en sus límites territoriales y
personales con una previa nación. La nación es el hecho originario que precede a
la comunidad política, la justifica y la legitima. Aceptado este principio, es
indiferente para el nacionalismo el tipo de gobierno que se establezca en la
comunidad.
Expuestos de manera sintética, la doctrina nacionalista reposa sobre los siguientes
pasos argumentativos sucesivos: a) la humanidad se reparte en unas entidades
discretas, cuyos rasgos definitorios son variables y no esenciales al concepto, y
que se denominan naciones; b) la única unidad política legítima es la que coincide
con una nación preexistente; c) la nación es la depositaria de la soberanía
entendida ésta como fuente del poder legítimo; d) el gobierno de la unidad tiene
como misión obligada la de conservar a la nación; e) toda nación tiende
inevitablemente a la estatalidad.
El ciudadano nacionalista puede perfectamente adoptar una posición liberal
conservadora, demócrata radical o socialista en lo que se refiere al gobierno de su
comunidad, pero anteponiendo siempre a cualquier otro valor político el que
entraña su nación, lo cual significa que:
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a) Cree fervientemente que existe un ente denominado nación que posee
unos rasgos etnoculturales determinados y que esa entidad precede
necesariamente a la comunidad política.
b) Ese ente llamado nación no es sólo un puro hecho histórico, sino
también es un valor normativo para la comunidad política.
c) El gobierno debe llevar a efecto una política de conservación o
supervivencia cultural de la nación.
d) Los ciudadanos están obligados personalmente a adquirir los rasgos
culturales definitorios de la nacionalidad.
La doctrina política del nacionalismo ha sido una asunción implícita subyacente a
toda la teoría del Estado durante los dos últimos siglos, puesto que los Estados se
han organizado y legitimado en una supuesta nación subyacente, de rasgos
variables, a veces más culturales a veces más políticos. Sin embargo, los
problemas derivados de la plurinacionalidad de muchas unidades políticas han
hecho que las asunciones del nacionalismo deban ser reexaminadas y criticadas
desde las exigencias de la democracia pluralista, con los resultados que a
continuación se exponen.
Desde un punto de vista general, la doctrina de la existencia de la nación como
entidad exógena y previa al proceso político, que se le impone forzosamente como
hecho externo y como fuente de valor, contradice de raíz las exigencias del
proceso democrático. En efecto, éste no puede ser compatible con una fuente de
legitimidad y autoridad previa y externa al propio proceso, no construida
políticamente por los ciudadanos en la libre discusión, sino anterior y superior a
ésta, y de la cual se derivarían normas concretas a respetar en ese proceso. El
nacionalismo, en este sentido, es un “análogo funcional de la religión dogmática” y
tropieza con la misma imposibilidad que ésta para constituirse como origen de la
unidad política. Pero es que, además, la concepción densa y homogénea de la
nación que aporta el nacionalismo contradice en la práctica el pluralismo
democrático y provoca inevitables distorsiones de la autonomía individual y de la
igualdad ciudadana.
En efecto, el nacionalismo tiende a desconsiderar y tratar como “ciudadanos
incompletos” o “ciudadanos desviados” a todos aquellos miembros de la
comunidad que no participan del sentimiento nacional colectivo, máxime cuando
poseen otro distinto. Su actitud para con estos ciudadanos variará según sea el
grado de liberalismo del nacionalista, desde su expulsión hasta su asimilación
coactiva, pasando por su tolerancia resignada. Pero en todo caso, esta actitud
conlleva un no reconocimiento de las personas afectadas como ciudadanos
plenos.
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El nacionalismo conlleva inevitablemente un cierto grado de “perfeccionismo” o
“paternalismo” políticos y jurídicos: en efecto, partiendo de una definición previa de
lo que se entiende por “nacional” –que se deriva directamente de la nación
“soñada”- el nacionalismo intentará infundir esa identidad cultural en todos los
miembros de la sociedad, utilizando al efecto políticas públicas de obligación o
incentivo. En este sentido, y llevado por su propio celo, el poder público
nacionalista intenta “perfeccionar” a sus ciudadanos, inmiscuyéndose
inevitablemente en su autonomía para definir su propio plan de vida buena.
Por último, el nacionalista tiende inevitablemente a fragmentar el mundo político en
unidades políticas soberanas que atiendan por separado a una homogeneidad
nacional considerada esencial. Homogeneidad hacia dentro y soberanía hacia
fuera. Ambas orientaciones contradicen a los valores de la democracia actual. La
homogeneidad contradice el pluralismo y el respeto a la diferencia. La exigencia de
soberanía va contra la tendencia al cosmopolitismo de la idea democrática, que
reclama diluir la soberanía entre muchos niveles en lugar de fragmentarla y
multiplicarla.
IV.- EL MODELO REPUBLICANO
El modelo republicano de ciudadano es en gran parte el fruto de la crítica moderna
al funcionamiento real de las democracias existentes, funcionamiento que se
considera insatisfactorio en sus resultados y que lleva a apreciar que existe en las
sociedades actuales un generalizado desencanto por la política. La democracia no
habría sido capaz de cumplir con sus promesas fundacionales y estaría derivando
en la práctica hacia sistemas de gobierno muy alejados de la ciudadanía y sus
problemas, dominados por elites partidistas y por intereses opacos.
Esta insatisfacción o desencanto lleva a los republicanos a formular un diagnóstico
global: si los sistemas democráticos funcionan cada vez peor en la modernidad es
porque en ellos se ha ignorado demasiado y durante demasiado tiempo el valor
esencial de la democracia, que es para ellos el del autogobierno. La democracia es
sobre todo y ante todo –dicen- el gobierno de y por los ciudadanos que toman en
sus manos el destino de la ciudad y que al hacerlo plasman su propia virtud (la de
“virtud” es una palabra clave en el discurso republicano). Por el contrario, las
democracias liberales, ya desde el primer momento de su temprana implantación
en las revoluciones americana y francesa, acentuaron su mirada desconfiada para
con los ciudadanos, cuya participación directa nunca quisieron. No fomentaron la
virtud del ciudadano, sino el interés del individuo. Las democracias liberales están
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basadas –dicen- en una amplia panoplia de instituciones que persiguen apartar a
la ciudadanía del ejercicio del poder. Así, el sistema de representación indirecta
mediante electos (en lugar de la democracia directa); la prohibición de mandatos
vinculantes y de la revocabilidad directa de los cargos; la selección por elección y
no por sorteo; la creación de amplias zonas de materias en las que la ciudadanía
no puede tomar decisiones porque todo está ya decidido previamente –los “cotos
vedados” constitucionales-; la proliferación de “consejos” reguladores que
substituyen con unas opiniones supuestamente “expertas” a la decisión ciudadana;
la supremacía política de los tribunales constitucionales sobre las asambleas
representativas.
Estos sistemas tan imperfectamente democráticos serían los responsables de un
fenómeno sociológico generalizado: el del desinterés ciudadano por la política. A
fuerza de no dejarle participar, el ciudadano se ha desentendido de la política. En
el lugar de los valores ciudadanos de solidaridad y altruismo, ha adoptado como
valores guía los propios de la privacidad: el intimismo, el hedonismo, la satisfacción
inmediata de los deseos, la insolidaridad, el consumismo y la contemplación de la
sociedad como si fuera toda ella un mercado para la satisfacción de sus intereses
privados. Asistimos a un declive del modelo antropológico de persona derivado
precisamente de la falta de práctica de las virtudes republicanas: la abnegación, la
solidaridad, la entrega, el altruismo, el sentido del deber para con uno mismo y los
demás.
Quienes defienden el republicanismo insisten en que existe en la historia de la
política en Occidente una especie de tradición oculta y olvidada: la de aquellos
filósofos o autores que defendieron la virtud ciudadana como medio de conseguir
una sociedad más libre de dominación y más justa, y no simplemente para
conseguir una vida privada de cada uno más protegida de los abusos del poder.
Los autores liberales –acusan ellos- han pensado siempre en cómo proteger a la
persona del poder y de sus abusos, han tenido siempre una visión negativa del
gobierno como tal, sólo han visto al individuo como portador de derechos contra los
demás. Por el contrario, aunar los esfuerzos individuales para formar poder y
utilizar éste para corregir las situaciones de injusticia es una tarea virtuosa: se trata
de ver al individuo como portador de deberes sociales
En el fondo, los republicanos actuales se inspiran en las noción de Aristóteles
sobre la ciudad y los ciudadanos: nadie puede realizarse plenamente como
persona si no es precisamente en su dimensión política, tomando parte activa en
los problemas colectivos. La excelencia de la persona humana es ser ciudadano, y
nadie puede llegar a esa excelencia si abandona la dimensión pública política en
manos de terceros o de expertos. Quien tal hace es un idiota, no una persona
completa.
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Ahora bien, lo que suelen hacer los republicanos actuales es rebajar las ideas de
Aristóteles a un plano puramente instrumental: lo que vienen a afirmar es que si las
personas abandonan el gobierno de la comunidad en manos de expertos, de
representantes o de políticos profesionales, lo que sucederá con toda probabilidad
es que se reproducirán situaciones de dominación encubierta, de abusos de los
poderosos y de explotación injusta. De manera que, incluso si lo que desean es
poder realizarse como personas privadas porque ponen en ello su excelencia, no
pueden abandonar el gobierno sino que deben tomar parte activa en él. La
participación política es necesaria, en último término, para poder ser una persona
libre.
El republicano actual, en este sentido, defiende su modelo en un doble plano de
ideas:
a) En el plano antropológico, el republicano defiende y reclama un cambio
profundo del ser humano actual, que sólo puede conseguirse
fomentando las prácticas participativas y deliberativas en la toma de
decisiones sobre temas públicos –por un lado-, y mediante un cambio de
valores substancial –por otro-.
b) En el plano político concreto, el republicano defiende la introducción de
ciertos cambios en las instituciones democráticas (aunque en este punto
concreto sus aportaciones son más bien desilusionantes). Los
republicanos actuales no desconocen la importancia de las que
podríamos denominar “cautelas liberales” ante el poder (Estado de
Derecho, limitaciones constitucionales a la voluntad popular) ni
pretenden suprimirlas, pero sí pretenden desarrollar al lado de ellas
todas aquellas posibilidades institucionales de participación ciudadana
directa en la deliberación y decisión de las políticas públicas.
El principal problema del pensamiento republicano es el de su falta de concreción
en cuanto a los cambios institucionales que efectivamente propone. Hay una
característica descompensación entre la altura del discurso republicano (henchido
de buenas intenciones y propuestas virtuosas) y sus propuestas concretas de
reformas en el plano institucional de las democracias realmente existentes.
En lo que se refiere a la participación ciudadana directa en el proceso político, el
republicanismo pretende desde luego aumentarla e incentivarla, pero no tanto
mediante la instauración de procesos directos de decisión referendataria de
cuestiones políticas (de los que desconfía por sus riesgos plebiscitarios y
demagógicos), como de mejora de los procesos de deliberación pública de las
políticas. El republicanismo está íntimamente asociado hoy a la idea de
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democracia deliberativa, como modelo de toma de decisiones que no sólo produce
resultados óptimos sino que también mejora la competencia cívica de los
participantes y les ayuda a refinar su comprensión ilustrada del interés colectivo.
Ahora bien, esta deliberación se lleva a efecto de una manera imperfecta e
indirecta porque la esfera pública está dominada por los intereses corporativos, las
élites políticas y los medios. Se trata entonces de mejorar esa deliberación
mediante la ampliación del número de quienes participan y el establecimiento de
más y mejores cauces de expresión ciudadana.
En este mismo espíritu, el pensamiento republicano marca una cierta desconfianza
y reserva para con todas las instituciones de los actuales sistemas democráticos
que podríamos denominar “contramayoritarias” y a través de las cuales –según élse hurta a los ciudadanos o a sus representantes la capacidad de decisión sobre
ciertas materias o asuntos: los tribunales constitucionales, los consejos
reguladores supuestamente expertos e imparciales en determinados ámbitos, los
bancos centrales, etc.
Por último, los republicanos son partidarios de mejorar el funcionamiento de la
representación política limitando el poder de los partidos al respecto (listas
abiertas, prohibición de la disciplina de voto) e introduciendo una mayor
participación de los ciudadanos en la exigencia de dación de cuentas de los
políticos.
Como puede apreciarse, no puede hablarse en puridad de un “modelo republicano
de ciudadanía” como algo substancialmente diverso del modelo democrático
estándar. Más bien, el republicanismo es tan sólo un movimiento de radicalismo
democrático que propone cambios limitados en las democracias liberalconstitucionales existentes, muchos de los cuales no son sino mejoras de los
mecanismos ya existentes. Puede decirse, en este sentido, que la radicalidad del
republicanismo está mucho más en su discurso de legitimación que en sus
propuestas concretas.
Pues bien, en lo relativo al discurso como tal puede señalarse que el
republicanismo incurre en una idealización exagerada del valor de la política como
mundo adecuado para la realización de la persona humana. La política no es ya en
las sociedades complejas modernas la única instancia –ni siquiera la más
importante- para la realización del ser humano, y la participación ciudadana en la
política no es un valor en sí mismo más allá de ciertos límites mínimos
prudenciales. El republicanismo incide en un moralismo exagerado cuando critica a
las sociedades actuales, y es demasiado dependiente de modelos tomados del
pasado de unas sociedades más simples. Por otro lado, el republicanismo es
demasiado entusiasta al valorar fundamentalmente los aspectos creativos del
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poder popular, y tiende a olvidar la importancia de las cautelas liberales ante todo
poder –incluido el del pueblo- como límites para la protección de la persona.
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