J.M. Ruiz Soroa. Abril 2.011. MODELOS DE CIUDADANIA En esta exposición (que es deliberadamente esquemática y sucinta) se pretende establecer, en primer lugar, cuáles son los principios básicos en que se fundamenta el modelo democrático de ciudadanía, así como los diversos planos en que esa ciudadanía se articula y lleva a cabo en la realidad. Como continuación lógica de lo anterior, también se busca subrayar las diferencias existentes entre las dos versiones de ciudadanía a que el modelo básico da lugar: la versión liberalconservadora del modelo de ciudadanía democrática y su versión liberal-socialista o igualitaria. Por otro lado, interesa también describir los dos modelos que se presentan como alternativos al tipo de ciudadanía democrático constitucional que actualmente están en el eje del debate teórico y político, a saber, el modelo comunitarista (con su variante nacionalista) y el republicano. Con respecto a estos dos modelos alternativos intentaremos describir: a) el contenido de la crítica peculiar que dirige cada uno de ellos al modelo democrático liberal; b) su propuesta característica sobre el contenido de la ciudadanía; c) sus aciertos y limitaciones. En todo caso, interesa desde ahora subrayar que ninguno de estos otros modelos puede entenderse como una alternativa global al democrático liberal, sino tan sólo como una puesta en cuestión o crítica parcial de alguno de sus elementos o principios característicos. Lo que significa que, hablando con propiedad, no existe hoy por hoy ningún modelo de ciudadanía capaz de presentarse como una alternativa completa al democrático. Sólo en la democracia entendida como sistema institucional de gobierno puede darse una ciudadanía que merezca el nombre de tal, puesto que, en último término, el de ciudadanía es un concepto normativo y crítico que expresa el ideal de que todo ciudadano ha de ser un participante pleno e igualitario del proceso político. Anticipo desde ahora por mor de claridad (aunque este es un aspecto que se irá construyendo analíticamente al hilo de la exposición posterior) que cuando hablo de democracia liberal o democracia constitucional me estoy refiriendo, indistintamente con ambos términos, a un régimen institucional de gobierno de una comunidad política en el que concurren los siguientes elementos: a) El gobierno y sus decisiones responden al consentimiento de unos ciudadanos que son considerados iguales entre sí (principio de autogobierno); b) Existe un núcleo de derechos individuales protegidos de las decisiones del gobierno (principio liberal); 1 c) El gobierno de la unidad política busca garantizar a los individuos la capacidad suficiente para poder optar por su propio plan de vida (principio social). I.- EL MODELO DE CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA. El estatus básico de ciudadanía en una comunidad democrática se puede construir perfectamente derivándolo de unos principios subyacentes básicos que luego se articulan en una serie de planos diversos. Tanto los principios como los planos proceden, tanto histórica como genéticamente, de diversas tradiciones de pensamiento (la liberal clásica, la democrática radical, la socialista, etc), pero esta procedencia diversa no significa que no puedan hoy ser articulados y reconstruidos como un conjunto único dotado de la necesaria coherencia. Veámoslo. I-1.- LOS PRINCIPIOS BÁSICOS SUBYACENTES A LA DEMOCRACIA LIBERAL O CONSTITUCIONAL. Los tres principios básicos que citaré a continuación revisten un valor substantivo desde un punto de vista ético. Este valor los convierte en auténticas verdades para la ordenación de la vida social, que no pueden ser cuestionadas en el proceso político democrático sin poner en riesgo a éste mismo puesto que operan como asunciones implícitas necesarias para este proceso. Lo cual no quiere decir que se trate de verdades previas y exógenas al proceso democrático mismo, que por tanto se impondrían a éste desde una instancia anterior y superior (la divinidad, la naturaleza humana, la pura razón, u otras). En efecto, sin entrar ahora en ese debate, puede afirmarse que estas verdades pueden derivarse del mismo proceso político democrático entendiéndolas como los requerimientos estructurales imprescindibles a que responde. 1.- Individualismo: la democracia se funda sobre la consideración de que el único agente moral relevante a la hora de determinar los derechos y los bienes valiosos del proceso político es el individuo. Por eso, queda excluida de raíz cualquier comprensión organicista o colectivista de la sociedad que ponga a ésta o alguno de sus elementos componentes (la clase o la nación, por ejemplo) como si fuera un ente real de valor igual o superior al individuo y lo convierta en titular de unos 2 intereses colectivos que impongan a los individuos deberes contrarios a sus derechos fundamentales. Conviene resaltar, sin embargo, que el individualismo que funda la democracia es un individualismo moral, no uno ontológico; quiere decirse con ello que el liberalismo reconoce que la vida social tiene una textura comunitaria, y que la persona se construye en relación con las demás y mediante la introyección del otro generalizado, de manera que la existencia y preservación de una buena sociedad es algo que interesa al individuo como condición de posibilidad de su propia existencia. Por otra parte, el individualismo moral no se opone a la consideración de lo colectivo como el marco de agencia más útil y conveniente para resolver determinadas cuestiones o alcanzar determinados bienes compartidos (bienes que son individuales pero que deben perseguirse socialmente). El individualismo democrático no supone, por ello, aceptar la idea que sería mucho más parcial y restringida de un individualismo atomístico y posesivo que concebiría al individuo como un ser insolidario y para el cual sus relaciones sociales serían sólo límites o restricciones externos. 2.- Autonomía individual: la libertad del ser humano tiene por consecuencia que sea la persona humana la única capacitada para optar y decidir por el plan de vida buena que prefiere, pues si no fuera así no sería libre. En una sociedad acusadamente pluralista, en la que coexisten valores, marcos culturales, e intereses diversos e irreductibles entre sí, es la persona individual la que opta entre ellos con el único límite de no causar daño a los demás (aunque la noción de daño es susceptible de ser modulada de manera muy diversa). Se rechaza de esta forma cualquier clase de tutelaje, paternalismo o perfeccionismo por parte del gobierno, incluso el benevolente: el individuo es el mejor juez de sus intereses y nadie puede substituirle en esa función. Ahora bien, la autonomía no tiene solamente una cara negativa (la de excluir cualquier interferencia en la propia libertad), sino que posee otra activa o positiva (la que exige crear las condiciones educacionales, morales y materiales que permitan a las personas ser autónomas). 3.- Igualdad: todos los individuos cuentan por igual y todos son sujetos de idénticos derechos morales y deben ser tratados como seres dotados de una igual dignidad. Conviene subrayar, para evitar caer en un frecuente equívoco, el carácter performativo y no descriptivo del término igualdad: en efecto, la proclamación democrática de la igualdad de todos no pretende describir un hecho empírico, sino 3 fundar una exigencia de trato. Al decir que “todos son iguales” no se ignoran las substanciales y profundas diferencias que existen entre los seres humanos (condición, riqueza, sexo, raza, ideas, etc.), sino todo lo contrario: lo que se dice es que esas diferencias no justifican un trato desigual. El contrario de la igualdad es la desigualdad, no la diferencia. Por otro lado, la exigencia de igualdad plantea una pregunta inmediata: ¿igualdad de qué? ¿Sólo de derechos, o también de bienes primarios o de capacidades vitales ante el riesgo y la necesidad? Como veremos, es posible, para ser congruentes con el modelo, defender en este punto una simple igualdad de derechos pero siempre que entendamos éstos en un sentido substantivo: como títulos que capacitan a las personas para resolver sus necesidades (chances), y no como mera igualación jurídica abstracta. I-2.- LA CIUDADANÍA Y SUS DIVERSOS PLANOS. El ser humano vive actualmente en comunidades políticas limitadas (no universales), que poseen un origen histórico o contingente, lo cual genera inevitablemente un “nosotros” social para el individuo que es distinto del “ellos” de otras comunidades. Estas comunidades limitadas requieren forzosamente de un gobierno, que debe inspirarse en los principios señalados anteriormente, lo cual significa que debe integrar armónicamente tres planos distintos: 1.- La protección del mayor ámbito posible de libertad individual necesario para que la persona ejercite su autonomía (principio liberal del coto vedado). 2.- Un sistema de adopción e implementación de las decisiones colectivas en el que todos tengan derecho a participar como iguales (principio democrático o de autogobierno). 3.- Una orientación de las políticas públicas que, respetando el ámbito de libertad, tienda a capacitar igualmente a todos los ciudadanos para el más pleno ejercicio de su autonomía (principio de justicia). Si estas mismas exigencias se contemplan desde el prisma del estatus de ciudadanía tendremos los tres componentes que clásicamente se han asignado a 4 ésta: a) Los derechos civiles necesarios para la libertad personal. b) Los derechos políticos a participar en el gobierno. c) Los derechos sociales relativos a la seguridad económica y al bienestar. Aunque se ha criticado que esta construcción de la noción de ciudadanía se realice sobre la idea de “derechos”, y se ha intentado articularla sobre nociones diversas (tales como la pertenencia, la virtud cívica, los deberes, etc.), creo que la construcción inspirada en derechos sigue siendo la que mejor expresa la intuición democrática fundamental, la de que es el individuo el sujeto de derechos. La intuición que expresaban las “Declaraciones de Derechos” revolucionarias. Y, al mismo tiempo, es la que mejor recoge la capacidad crítica y exigente del concepto de ciudadanía, puesto que incorpora una perspectiva de constante revisión, exigencia y ampliación de la ciudadanía en su devenir histórico (la ciudadanía como noción expansiva). Ahora bien, conviene observar que la articulación efectiva de estos diversos planos analíticamente diferenciables no está en absoluto exenta de tensiones y contradicciones prácticas, sino más bien todo lo contrario. Como muchos de los conceptos fundamentales de la filosofía política, el de ciudadanía es un concepto esencialmente conflictivo porque resume unos principios que se encuentran en un equilibrio siempre inestable entre sí. Las que hemos denominado “verdades políticas” son siempre en su realización práctica unas verdades parciales, tentativas y conflictivas. A continuación hacemos referencia a algunas de las tensiones más características que surgen en la articulación de los derechos que integran la noción de ciudadanía. Antes de ello, sin embargo, queremos subrayar que estas tensiones, aunque son siempre frustrantes, son al mismo tiempo fructíferas, porque en gran parte expresan precisamente el pluralismo ideológico y político consustancial a una sociedad moderna. Por ello no debe pretenderse como objetivo razonable el de su supresión o su superación unilateral. En efecto, no debe perderse de vista que el pluralismo social, político y cultural (la “irreductible variedad de la autoexpresión humana”) no es un mero dato de hecho (la pluralidad), sino también es un valor constitutivo de la sociedad democrática, precisamente porque el pluralismo razonable es consecuencia del ejercicio de la libertad y porque enriquece la personalidad humana, por lo que debe conservarse como tal valor positivo. 5 I-3.- LAS TENSIONES IRREPRIMIBLES. Aunque estas tensiones conflictivas aparecen en cada concreta situación histórica bajo uno u otro ropaje o en forma de uno u otro conflicto concreto, pueden describirse con carácter más general de la siguiente manera. 1.- La tensión entre la privacidad y la publicidad: para muchos, los derechos de la persona son algo genéticamente preexistente a la sociedad, son algo que el individuo posee antes de entrar en ella; por ello, la misión de la sociedad sería ante todo la de respetar y conservar esos derechos previos: la visión de la democracia que deriva de ello es la de una democracia protectora (demoprotección). Para otros, sin embargo, los derechos individuales sólo se realizan plenamente a través de la participación en el autogobierno ciudadano: los derechos fundamentales son co-originarios con el proceso democrático mismo. De esta visión deriva una de la democracia como un sistema de gobierno que desarrolla algunas potencialidades humanas valiosas y, en su extremo, de una que considera que es la participación la que realiza plenamente la excelencia del ser humano (republicanismo cívico). 2.- La tensión entre el principio del coto vedado y la fidelidad a la democracia: la democracia entendida como autogobierno popular encaja mal con la existencia de un ámbito reservado o coto vedado de derechos sobre los que el demos no puede decidir porque ya están decididos de antemano. Se trata de la tensión práctica entre el polo constitucional que existe en todo sistema democrático moderno (con su estela de instituciones contramayoritarias), y el polo del autogobierno según el cual no deberían existir campos excluidos para la decisión de unos ciudadanos conscientes y deliberantes. 3.- La tensión entre el universalismo de los principios y el carácter particular (no universal) de la comunidad política: los principios democráticos tienen una irrefrenable tendencia al cosmopolitismo, es decir, a considerar como iguales sujetos del proceso democrático a todos los seres humanos (ciudadania universal o transnacional). Pero esos principios se plasman y realizan en unas comunidades particulares que piden considerar como ciudadanos sólo a sus miembros (ciudadanía nacional o por pertenencia), reservando sólo para ellos la titularidad de los derechos que la componen. Es la tensión que se plantea ante el hecho del extranjero en general: para unos, la exclusión del extranjero se funda sólo en razones contingentes derivadas de la imposibilidad material de incluirles en el proceso democrático sin arruinar las propias bases de éste. Para otros, en cambio, 6 esa exclusión obedece a razones substantivas, al dato de que los lazos comunales se fundan en un “nosotros” distinto que tiene un valor propio. De aquí se deducirá también una política de acogida al inmigrante diversa, pues bien se le pedirá sólo que acepte el esquema ideológico institucional de la sociedad democrática para ser integrado, o bien se le exigirá que se asimile también a un marco cultural definitorio de la comunidad. 4.- La tensión entre la abstracción de los principios y la concreción de los marcos grupales y culturales en que aquellos se realizan: los principios de autonomía e igual libertad resultan de un esfuerzo constructivista racional que opera mediante la abstracción de las particulares circunstancias de grupo o marcos culturales en que habita el ser humano (y se plasman en concreto en la neutralidad estatal). Estos marcos, sin embargo, pueden reclamar una consideración particular y concreta porque, en muchas ocasiones, son los que definen algunas características consideradas como valiosas para las personas. Por ello, una consideración abstracta de todas las personas como libres e iguales puede ser inadecuada para reconocer a ciertas personas en toda su complejidad y puede llevar a ignorar la existencia de minorías que tienen derecho a ver reconocidos sus particulares condiciones y marcos en cuanto al género, la religiosidad, la etnia, el sentimiento nacional o la cultura (políticas del reconocimiento), precisamente para poder hacer efectiva su igualdad de trato. 5.- La tensión entre una concepción densa de la ciudadanía y otra meramente instrumental: la primera es la defendida por una tradición de pensamiento de cuño aristotélico que concibe al ser humano como un ser cuya virtud propia se alcanza en la participación política. Prefiere construir el concepto de ciudadanía más sobre la virtud y los deberes del individuo que sobre sus derechos. Para ella, el sentimiento de vinculación con la propia comunidad política, la participación directa en los procesos deliberativos o decisorios, la preocupación del ciudadano por lo común, son ingredientes necesarios de una ciudadanía consciente sin la cual no puede existir una buena sociedad. La consideración instrumentalista, por el contrario, rechaza que la política sea la dimensión única y obligada para la excelencia humana y cree que existen muchas otras dimensiones (privadas) para la autorrealización digna de la persona. El interés por lo político es por tanto conveniente en tanto en cuanto sirve para no dejar la protección de la libertad en manos del poder o de los poderosos, pero es sólo instrumental para el ciudadano. 6.- La tensión entre una concepción expansiva y otra limitada de la esfera democrática: existe una postura intelectual que tiende a aplicar indiscriminadamente los conceptos y exigencias propios de la política democrática a todas las instituciones que componen la vida social, desde la familia a las empresas, desde la economía a la educación. Todas las instituciones sociales surgidas de la interacción humana –se piensa- deberían adaptarse a los principios 7 democráticos en lo esencial de su funcionamiento. Sin embargo, este tipo de pensamiento no tiene en cuenta que las lógicas a que obedecen cada uno de los subsistemas sociales son distintas, y que por ello lo son también sus valores centrales y códigos de funcionamiento. El valor de “igual libertad” es central en la política, pero no lo es en la educación (donde lo es “la autoridad”) o en la economía (“el beneficio”), de ahí que haya que ser muy precavido a la hora de extender indiscriminadamente las intuiciones democráticas básicas fuera del subsistema político. 7.- La última tensión es la que existe entre la igualdad personal y política (jurídica) y la desigualdad social (social y económica), según se entienda la exigencia de igualdad como algo referido exclusivamente a los derechos personales y políticos, o se incluya en su objeto una igualdad de posiciones de partida en la vida, o de capacidades, o de resultados. En este punto se refleja la fractura ideológica más clásica y perdurable en las sociedades modernas (el paradigma de la distribución), que ha opuesto clásicamente a quienes se centran en el ser humano sólo como sujeto de libertades (liberalismo clásico) con quienes contemplan a la persona como sujeto de necesidades (socialismo). De esta tensión se han derivado dos submodelos de ciudadanía, el liberal-conservador y el liberal-socialista o igualitario, que exponemos por separado. I-4.- LAS VERSIONES CONSERVADORAS E IGUALITARIAS DEL MODELO DE CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA. La versión liberal más clásica o conservadora reduce enormemente el campo de acción del gobierno de cara a los aspectos sociales de la ciudadanía. Para ella, el gobierno debe garantizar la esfera privada de libertad del ciudadano, así como su intervención en el autogobierno de la comunidad, pero su intervención en el campo de las reales desigualdades económicas existentes en la sociedad debe ser lo más limitada posible, puesto que –según este pensamiento- una intervención en ese campo no produce a la larga sino distorsiones que son contraproducentes para la prosperidad de la sociedad que, además, exigen para realizarse una severa limitación de la libertad individual. Esta postura está casi siempre asociada a una ingenua creencia en los beneficios de la espontaneidad social y en un cierto darwinismo natural del mercado (pensamiento neoliberal), aunque también puede conectarse a tipos de pensamiento político más clásicamente conservadores, los que dudan de la capacidad de los gobiernos para producir reformas sociales útiles mediante un planeamiento excesivamente racionalista. 8 Para esta tendencia ideológica, los derechos de ciudadanía que hemos denominado sociales no constituyen verdaderos derechos en el mismo sentido y con la misma fuerza que los derechos personales y políticos, sino son todo lo más guías de orientación práctica y prudencial. Por ello, cuando la realización concreta de alguno de estos derechos sociales invade el ámbito de libertad privado, consideran que el conflicto debe resolverse a favor del segundo, que es el auténtico derecho exigible. Por otro lado, el principio de que la libertad personal sólo está limitado por el daño que cada uno pueda causar a los demás es entendido en una forma muy estricta o restringida por quienes profesan esta visión liberal conservadora. Puesto que consideran que sólo se choca con el límite del daño a tercero cuando una acción positiva del sujeto causa un perjuicio valuable a ese tercero, pero no cuando se trata de una omisión del sujeto (no actuar pudiendo hacerlo individual o colectivamente) o cuando lo ocasionado no es un perjuicio sobrevenido, sino sólo la privación de un bien posible (la perpetuación de una carencia no sería para ellos un daño). Por el contrario, el pensamiento subyacente a los modernos “Estados de bienestar” entiende que los sociales son verdaderos derechos, y que su justificación plena se puede encontrar en los propios principios de la democracia sin necesidad de acudir a otras doctrinas distintas. En efecto, la reivindicación de la autonomía personal incluye necesariamente la exigencia de liberar a las personas de las constricciones que la necesidad (en forma de situaciones históricamente heredadas) o el puro azar (heredado o sobrevenido) les impone: no puede existir libertad si el ser humano se encuentra en una situación de dominación por parte de otro, pero tampoco si se encuentra en una de privación, o de carencia de los requisitos materiales imprescindibles para ejercitarla. De manera que el gobierno debe necesariamente remover o reformar los obstáculos para la más plena realización de la libertad, la igualdad y la participación. Este sería el modelo de liberalismo igualitario o socialista. Naturalmente que este planteamiento básico del liberalismo más progresista deja abiertas incógnitas notables en lo que se refiere al criterio u objetivo finales de esa intervención pública, según se entienda que la acción gubernamental debe establecer una real igualdad de puntos de partida para todas las personas (removiendo los obstáculos que existen para algunos seres humanos), o más bien una real igualdad de puntos de llegada o de resultados, doctrina ésta última que probablemente no puede ser democráticamente mantenida si se refiere a situaciones materiales puesto que implica necesariamente el uso de un alto grado de dirigismo atentatorio a la autonomía privada. Pero los matices que caben en esta materia son numerosos. 9 El esquema intelectual más difundido en este punto entre los liberales igualitarios defiende el principio de igualdad final pero entendido no tanto como igualdad de resultados, sino de igualdad de los bienes primarios necesarios para autoconstituirse como persona, lo que incluye desde luego la libertad personal, la autoestima y los recursos materiales. O tal como lo propone otro pensador, se trata de dotar a todas las personas de las capacidades necesarias para trazar su propio plan de vida, de manera que la acción del Estado debe ir removiendo o compensando las limitaciones de esta capacidad derivadas de la herencia, el azar, la discapacidad o el marco cultural de cada uno. Este principio conlleva un fuerte intervencionismo reformista a favor de quienes se encuentren en peor situación, así como el establecimiento de las bases de un estable y amplio Estado de bienestar. Por otro lado, el centrar la igualdad en las capacidades permite incluir en ella no solamente las cuestiones referentes a recursos materiales, sino también aquellas referentes al reconocimiento de las diferencias valiosas de cada grupo o colectivo social. En efecto, la capacidad para desarrollar el propio plan de vida exige no sólo recursos tan elementales como la alimentación, la salud, o el poder evitar la muerte prematura, sino también el poder ser feliz, participar en la vida de la comunidad o ver reconocida efectivamente la propia dignidad. La crítica a los modelos de ciudadanía bienestarista no sólo proviene de la derecha política (que acusa al Estado de Bienestar de ser un mastodonte ineficaz, disfuncional e insostenible a la larga), sino también de parte de la izquierda política que señala criticamente que un excesivo énfasis en los derechos sociales de la ciudadanía termina por generar unos ciudadanos clientelares, desinteresados por lo público, que se conciben a sí mismos como meros consumidores de prestaciones estatales y carentes de cualquier obligación o deber para con sus conciudadanos, lo que se traduce a la larga en un déficit de legitimación para el propio Estado. Este tipo de críticas está asociado normalmente con la exigencia de un cierto republicanismo cívico, por lo que nos remitimos al apartado sobre este modelo de ciudadanía. II.- EL MODELO COMUNITARISTA De partida, la crítica comunitarista al liberalismo se centra sobre todo en las notas de abstracción y universalismo que caracterizan a toda la teoría de los derechos humanos. Los comunitaristas critican al liberalismo político el hecho de que –según ellos- parte de una concepción abstracta e irreal del ser humano, aceptando algo así como que puede existir un yo que sería anterior a sus fines, un yo abstracto, 10 universal y desarraigado. Por el contrario, ellos subrayan que el yo humano es en todo caso un yo que sólo encuentra su propio sentido dentro de una particular tradición y ámbito cultural: la persona es siempre parasitaria de la sociedad respecto a la imagen que tiene de sí misma, incluso cuando se concibe como individuo. Señalan los comunitaristas que el individuo no hace sus elecciones en el vacío, sino que las hace dentro de un marco social concreto, que es el que las dota de sentido. El individuo sólo puede comprenderse a sí mismo dentro de una tradición cultural particular. Es la antigua crítica de Hegel a Kant, al que acusaba de ignorar que sin la inserción del individuo dentro del acervo cultural de una comunidad concretada a lo largo de la historia (la Sittlichkeit o eticidad), no existe moralidad alguna: el individuo es un universal determinado, lo que significa que si bien todo ser humano es ser humano, no existe como un ser humano sino como …ser judío, católico, vasco, etc. De esta forma, la comunidad en la que está situado el ser humano tendría un valor constitutivo para él, pues sin ella no podría siquiera autoconstituirse como elector autónomo: no existe el “elector radical” en que piensa el liberalismo abstracto, sino un “elector situado”, colocado inevitablemente dentro de una comunidad cultural y política concreta. Los seres humanos necesitan de una comunidad moralmente homogénea como un trasfondo conceptual necesario para una vida moral y ética. El liberalismo –acusan los comunitaristas- ha generado sociedades secularizadas y plurales con un estilo de vida asociativo, burocratizado y desintegrador en que los individuos viven “un mundo sin hogar”. De esta manera, se concibe a la comunidad cultural y política como algo que forma parte del ser humano mismo (forma parte de su “autenticidad” como persona) y que, por ello, merece ser respetado y conservado: no tanto por tratarse de una instancia ajena y separada del individuo mismo como por formar parte necesaria de éste. En este sentido, el comunitarismo no se opone al individualismo moral típico del pensamiento democrático, sino que simplemente exige completarlo con la dimensión comunitaria del individuo. En efecto, la existencia de la comunidad sería un bien primario para el individuo y éste no puede considerarse ajeno o desinteresado a su existencia sino, por el contrario, debe estar activamente comprometido con su perpetuación y conservación. Es preciso por ello una “política del reconocimiento” que no considere a todas las personas como abstractamente iguales en dignidad, sino que contemple los marcos comunitarios grupales en que aquellas viven como algo digno de protección. El liberalismo democrático ha fallado –dice el comunitarismo-, al defender una imagen de ciudadanía abstracta e igual, puesto que ello le ha conducido a no ser 11 capaz de reconocer los lazos necesarios que unen al individuo con su comunidad, unos lazos que le demandan activamente obligaciones y lealtades para con ella. El comunitarismo subraya así que sólo dentro de esas comunidades “fuertes”, en las que los individuos se sientan religados por lazos de lealtad y pertenencia común, pueden llevarse a la práctica efectivamente las políticas de redistribución y progresistas de asignación de recursos y de bienes, con las cargas y obligaciones que inevitablemente suponen. Se considera, en este sentido, que el individuo sólo está motivado para soportar sacrificios en aras del bien común cuando puede sentir como próximos o compatriotas a sus demás beneficiarios. De forma que, finalmente, los lazos comunitarios e identitarios trabajan a favor de la cohesión social y son un presupuesto de los lazos políticos entre los ciudadanos. El comunitarismo mantiene necesariamente una concepción densa de lo que es la comunidad, entendiéndola como un conjunto unificado e identificable de tradiciones y valores particulares con perfiles y fronteras definidas, y considera que la comunidad debe ser defendida por una política del bien común: es decir, que existen realmente intereses colectivos cuyo titular no es el individuo sino la comunidad y cuya satisfacción justifica la adopción de determinadas políticas públicas, la imposición de deberes a los particulares e incluso la eventual subordinación de los derechos de éstos a la satisfacción de aquellos intereses. Así las cosas, el comunitarismo defiende que para salvaguardar el bien común consistente en la preservación de la comunidad pueden imponerse restricciones a la libertad y autonomía de sus miembros, tales como limitar su capacidad de elección en materia de lengua o enseñanza, puesto que una libertad plena y atomística en estas materias podría poner en riesgo la conservación de la comunidad. El individuo puede y debe ser socializado en el marco obligatorio de una comunidad porque ello es finalmente un bien para él mismo. Las comunidades o grupos no son sólo titulares del derecho a la protección frente a otros grupos mayoritarios distintos (derecho a mantener su diferencia ad extra), sino que son también titulares de derechos sobre sus propios miembros (derecho a perpetuar sus diferencias ad intra). De esta forma, el modelo comunitario de ciudadanía no llega a impugnar los elementos esenciales del democrático-liberal, sino que más bien los matiza en ciertos aspectos y añade consiguientemente una serie de requerimientos adicionales para con el ciudadano. 1.- El ciudadano comunitario contempla su comunidad como un marco cultural a la vez imprescindible y valioso, que provee de sentido a sus elecciones y que le hace más sencillo cumplir con los deberes de solidaridad y participación en derechos y deberes comunes. 12 2.- La comunidad es un marco culturalmente denso y básicamente homogéneo que puede ser identificado en unos pocos rasgos diacríticos por lo que se refiere a sus miembros individuales. 3.- La comunidad tiene un derecho (colectivo) a la conservación y perpetuación de sus rasgos diferenciales (una especie de derecho a la legítima defensa o a la supervivencia en el plano cultural). Este derecho impone a sus miembros cargas y restricciones que limitan su autonomía individual a favor de su autenticidad. 4.- El Estado (o en general el poder público) no es ciego o neutral ante las diferencias comunitarias de la sociedad sino que, por el contrario, y una vez definidas éstas, puede y debe desarrollar activamente políticas públicas de afianzamiento y conservación de esas diferencias. 5.- Ante la convivencia con el inmigrante procedente de otros marcos culturales diversos, el ciudadano comunitario oscilará entre dos posibles soluciones: A) Si su talante es liberal y respetuoso, defenderá un modelo multiculturalista en el que cada cultura se mantenga separada e incontaminada dentro de un marco político democrático común, dotando a cada una de los recursos institucionales adecuados para su conservación. La nación se convierte así en una especie de “federación de comunidades culturales diversas” más que en una colectividad de seres humanos que viven juntos con múltiples clases de diferencias entre sí. En ella, los individuos son asignados y repartidos desde su nacimiento en el marco cultural y educativo que les corresponde por su nacimiento, y se desalienta la revisión individual de esos marcos o la mezcla. B) Por el contrario, si es partidario de una defensa cerrada de su propia cultura como la única con derecho a existir en su marco territorial (lo que sucede cuando al comunitarismo se le suma el nacionalismo) será defensor de la asimilación obligatoria del inmigrante en sus rasgos diacríticos o diferenciales (obligación de aprender la lengua, de aceptar las tradiciones, etc.). 6.- Al final, la idea misma de ciudadanía viene definida por la pertenencia, puesto que es la participación de una cultura comunitaria común la que determina los sujetos de la unidad política. 13 En esta reivindicación comunitarista para tener en cuenta la textura social y comunitaria de la vida humana hay una evidente parte de verdad, y es útil como llamada de atención para evitar los excesos cometidos por algún liberalismo, que tiende fácilmente a desconocer las situaciones concretas de naturaleza grupal o cultural en que habita la persona en aras de una visión que se predica a sí misma como abstracta e igualitaria. Sobre todo, cuando esta visión pretendidamente abstracta e igualitaria (la neutralidad del gobierno) no hace en el fondo sino responder a las condiciones culturales y grupales de la mayoría social o nacional de un país. En este sentido, las llamadas “políticas de reconocimiento” y “políticas de la diferencia” entrañan una reivindicación justa que es plenamente asumible dentro de los esquemas democrático-liberales, puesto que en último término sólo exigen que el gobierno tome en consideración todas las circunstancias que afectan a la capacidad de las personas para hacer opciones valiosas, incluidas las de carácter grupal o cultural. Si se quiere verlo así, se trataría de añadir a los tres planos que antes se señalaban como integrantes de la ciudadanía (personal, político y social) uno cuarto, el de la pertenencia e identificación cultural, aunque en puridad éste último puede entenderse englobado en el tercero, puesto que la igualdad democrática, como antes señalamos, no está reñida con las diferencias, sino que más bien las presupone. La crítica comunitarista ha sido especialmente útil para que se reconozcan los “derechos de las minorías” o “derechos diferenciados” en función del grupo de identificación personal, como medio para obtener un trato realmente igual. Dicho lo anterior, lo que no cabe en una concepción democrática de la ciudadanía son las exigencias “fuertes” del comunitarismo respecto a las políticas de conservación o supervivencia identitaria, debido a varias razones: 1.- En primer lugar, el comunitarismo arranca de una concepción de la comunidad cultural que es altamente implausible por presentarla con un carácter cerrado y homogéneo que no se da en la realidad. Las culturas no son mónadas cerradas y bien delimitadas (inconmensurables), sino conjuntos mezclados y borrosos de creencias, valores, intereses y puntos de vista dentro de los cuales coexisten personas muy diversas y variadas. En manera abusiva y deformante, el comunitarismo singulariza una sola de entre las muchas identidades que componen la completa personalidad humana real, de manera que lo que comenzó siendo una teoría para valorar 14 el “contexto social” del individuo tomado en su integridad termina por convertirse en una concepción muy restrictiva de los seres humanos, que se ven reducidos a una filiación singular y única. Por esta deformación comprensiva en que incurre, al comunitarismo se le ha calificado de constituir un caso de “denigración singularista de la identidad humana”. 2.- Por otro lado, la consideración de la comunidad o la cultura como un ente colectivo capaz de poseer derechos sobre y contra sus propios ciudadanos para imponerles planes de vida concretos es una aberración peligrosa e incompatible con la teoría democrática. 3.- Pero la crítica mayor que puede dirigirse a la visión comunitarista es la de que no reconoce el carácter inevitablemente pluralista de su propia cultura, sino que incurre en el mismo defecto que ella denunciaba en las concepciones del liberalismo “ciego a la diferencia”: es decir, que no reconoce las diferencias internas de su propia cultura sino que pretende ahormarlas en una homogeneidad totalizadora. El reconocimiento de los comunitaristas no es un reconocimiento recíproco sino unilateral, reconoce a los colectivos pero no a los individuos que los componen. 4.- Al arrancar de esa concepción, el comunitarismo propicia políticas que incurren en graves violaciones de la autonomía individual de sus propios ciudadanos, a los que les restringe su capacidad de optar por planes de vida culturales que no sean los de la mayoría. 5.- En lo que se refiere a la convivencia, lealtad y cohesión dentro de la comunidad política, el comunitarismo confunde la cuestión de la justificación de las obligaciones recíprocas de solidaridad interindividual con la cuestión de la motivación para cumplirlas. En efecto, si bien es cierto que cuanta mayor proximidad (familiar, amical, vecindad, etc) sea sentida entre los beneficiarios de esas obligaciones será más fácil encontrar motivaciones anímicas para cumplirlas, no lo es menos que las obligaciones morales no se justifican ni fundamentan en la proximidad misma, sino en exigencias universales de justicia para con todo ser humano. De un puro hecho como es el sentimiento de proximidad o afinidad no puede derivarse una norma ética y política que, entonces, limitaría las obligaciones de solidaridad a esos ámbitos concretos. Máxime cuando, además, esa afinidad entre los miembros de la comunidad se funda en una reconstrucción imaginada de sus caracteres y límites que es el mismo comunitarismo o nacionalismo quien la ha construido socialmente. 15 III.- EL MODELO NACIONALISTA Se ha dicho con cierta razón que el nacionalismo no es sino la variedad europea del comunitarismo, pero ello no parece del todo exacto. El comunitarismo no conduce necesariamente al nacionalismo, como lo muestran muchos de los intelectuales que lo patrocinan que critican al nacionalismo, aunque sí es cierto que le proporciona muchos de sus argumentos. Y también es cierto que el nacionalismo comparte muchas de las críticas que plantea el comunitarismo a la concepción democrática de la ciudadanía. El nacionalismo como doctrina política (a no confundir con el simple “sentimiento nacional”) se concentra en un aspecto que desconocen o desdeñan todas las demás ideologías políticas propias de la modernidad: en concreto, en la cuestión del origen y justificación de las unidades políticas en que está repartida la humanidad. Para las demás ideologías, la unidad política es algo que está ya dado en su existencia y a lo que se aplican es a justificar las normas de la justicia dentro de ellas. El nacionalismo se ocupa, en cambio, precisamente del origen de la unidad, y establece al respecto una doctrina muy simple: sólo está justificada y legitimada aquella unidad política que coincide en sus límites territoriales y personales con una previa nación. La nación es el hecho originario que precede a la comunidad política, la justifica y la legitima. Aceptado este principio, es indiferente para el nacionalismo el tipo de gobierno que se establezca en la comunidad. Expuestos de manera sintética, la doctrina nacionalista reposa sobre los siguientes pasos argumentativos sucesivos: a) la humanidad se reparte en unas entidades discretas, cuyos rasgos definitorios son variables y no esenciales al concepto, y que se denominan naciones; b) la única unidad política legítima es la que coincide con una nación preexistente; c) la nación es la depositaria de la soberanía entendida ésta como fuente del poder legítimo; d) el gobierno de la unidad tiene como misión obligada la de conservar a la nación; e) toda nación tiende inevitablemente a la estatalidad. El ciudadano nacionalista puede perfectamente adoptar una posición liberal conservadora, demócrata radical o socialista en lo que se refiere al gobierno de su comunidad, pero anteponiendo siempre a cualquier otro valor político el que entraña su nación, lo cual significa que: 16 a) Cree fervientemente que existe un ente denominado nación que posee unos rasgos etnoculturales determinados y que esa entidad precede necesariamente a la comunidad política. b) Ese ente llamado nación no es sólo un puro hecho histórico, sino también es un valor normativo para la comunidad política. c) El gobierno debe llevar a efecto una política de conservación o supervivencia cultural de la nación. d) Los ciudadanos están obligados personalmente a adquirir los rasgos culturales definitorios de la nacionalidad. La doctrina política del nacionalismo ha sido una asunción implícita subyacente a toda la teoría del Estado durante los dos últimos siglos, puesto que los Estados se han organizado y legitimado en una supuesta nación subyacente, de rasgos variables, a veces más culturales a veces más políticos. Sin embargo, los problemas derivados de la plurinacionalidad de muchas unidades políticas han hecho que las asunciones del nacionalismo deban ser reexaminadas y criticadas desde las exigencias de la democracia pluralista, con los resultados que a continuación se exponen. Desde un punto de vista general, la doctrina de la existencia de la nación como entidad exógena y previa al proceso político, que se le impone forzosamente como hecho externo y como fuente de valor, contradice de raíz las exigencias del proceso democrático. En efecto, éste no puede ser compatible con una fuente de legitimidad y autoridad previa y externa al propio proceso, no construida políticamente por los ciudadanos en la libre discusión, sino anterior y superior a ésta, y de la cual se derivarían normas concretas a respetar en ese proceso. El nacionalismo, en este sentido, es un “análogo funcional de la religión dogmática” y tropieza con la misma imposibilidad que ésta para constituirse como origen de la unidad política. Pero es que, además, la concepción densa y homogénea de la nación que aporta el nacionalismo contradice en la práctica el pluralismo democrático y provoca inevitables distorsiones de la autonomía individual y de la igualdad ciudadana. En efecto, el nacionalismo tiende a desconsiderar y tratar como “ciudadanos incompletos” o “ciudadanos desviados” a todos aquellos miembros de la comunidad que no participan del sentimiento nacional colectivo, máxime cuando poseen otro distinto. Su actitud para con estos ciudadanos variará según sea el grado de liberalismo del nacionalista, desde su expulsión hasta su asimilación coactiva, pasando por su tolerancia resignada. Pero en todo caso, esta actitud conlleva un no reconocimiento de las personas afectadas como ciudadanos plenos. 17 El nacionalismo conlleva inevitablemente un cierto grado de “perfeccionismo” o “paternalismo” políticos y jurídicos: en efecto, partiendo de una definición previa de lo que se entiende por “nacional” –que se deriva directamente de la nación “soñada”- el nacionalismo intentará infundir esa identidad cultural en todos los miembros de la sociedad, utilizando al efecto políticas públicas de obligación o incentivo. En este sentido, y llevado por su propio celo, el poder público nacionalista intenta “perfeccionar” a sus ciudadanos, inmiscuyéndose inevitablemente en su autonomía para definir su propio plan de vida buena. Por último, el nacionalista tiende inevitablemente a fragmentar el mundo político en unidades políticas soberanas que atiendan por separado a una homogeneidad nacional considerada esencial. Homogeneidad hacia dentro y soberanía hacia fuera. Ambas orientaciones contradicen a los valores de la democracia actual. La homogeneidad contradice el pluralismo y el respeto a la diferencia. La exigencia de soberanía va contra la tendencia al cosmopolitismo de la idea democrática, que reclama diluir la soberanía entre muchos niveles en lugar de fragmentarla y multiplicarla. IV.- EL MODELO REPUBLICANO El modelo republicano de ciudadano es en gran parte el fruto de la crítica moderna al funcionamiento real de las democracias existentes, funcionamiento que se considera insatisfactorio en sus resultados y que lleva a apreciar que existe en las sociedades actuales un generalizado desencanto por la política. La democracia no habría sido capaz de cumplir con sus promesas fundacionales y estaría derivando en la práctica hacia sistemas de gobierno muy alejados de la ciudadanía y sus problemas, dominados por elites partidistas y por intereses opacos. Esta insatisfacción o desencanto lleva a los republicanos a formular un diagnóstico global: si los sistemas democráticos funcionan cada vez peor en la modernidad es porque en ellos se ha ignorado demasiado y durante demasiado tiempo el valor esencial de la democracia, que es para ellos el del autogobierno. La democracia es sobre todo y ante todo –dicen- el gobierno de y por los ciudadanos que toman en sus manos el destino de la ciudad y que al hacerlo plasman su propia virtud (la de “virtud” es una palabra clave en el discurso republicano). Por el contrario, las democracias liberales, ya desde el primer momento de su temprana implantación en las revoluciones americana y francesa, acentuaron su mirada desconfiada para con los ciudadanos, cuya participación directa nunca quisieron. No fomentaron la virtud del ciudadano, sino el interés del individuo. Las democracias liberales están 18 basadas –dicen- en una amplia panoplia de instituciones que persiguen apartar a la ciudadanía del ejercicio del poder. Así, el sistema de representación indirecta mediante electos (en lugar de la democracia directa); la prohibición de mandatos vinculantes y de la revocabilidad directa de los cargos; la selección por elección y no por sorteo; la creación de amplias zonas de materias en las que la ciudadanía no puede tomar decisiones porque todo está ya decidido previamente –los “cotos vedados” constitucionales-; la proliferación de “consejos” reguladores que substituyen con unas opiniones supuestamente “expertas” a la decisión ciudadana; la supremacía política de los tribunales constitucionales sobre las asambleas representativas. Estos sistemas tan imperfectamente democráticos serían los responsables de un fenómeno sociológico generalizado: el del desinterés ciudadano por la política. A fuerza de no dejarle participar, el ciudadano se ha desentendido de la política. En el lugar de los valores ciudadanos de solidaridad y altruismo, ha adoptado como valores guía los propios de la privacidad: el intimismo, el hedonismo, la satisfacción inmediata de los deseos, la insolidaridad, el consumismo y la contemplación de la sociedad como si fuera toda ella un mercado para la satisfacción de sus intereses privados. Asistimos a un declive del modelo antropológico de persona derivado precisamente de la falta de práctica de las virtudes republicanas: la abnegación, la solidaridad, la entrega, el altruismo, el sentido del deber para con uno mismo y los demás. Quienes defienden el republicanismo insisten en que existe en la historia de la política en Occidente una especie de tradición oculta y olvidada: la de aquellos filósofos o autores que defendieron la virtud ciudadana como medio de conseguir una sociedad más libre de dominación y más justa, y no simplemente para conseguir una vida privada de cada uno más protegida de los abusos del poder. Los autores liberales –acusan ellos- han pensado siempre en cómo proteger a la persona del poder y de sus abusos, han tenido siempre una visión negativa del gobierno como tal, sólo han visto al individuo como portador de derechos contra los demás. Por el contrario, aunar los esfuerzos individuales para formar poder y utilizar éste para corregir las situaciones de injusticia es una tarea virtuosa: se trata de ver al individuo como portador de deberes sociales En el fondo, los republicanos actuales se inspiran en las noción de Aristóteles sobre la ciudad y los ciudadanos: nadie puede realizarse plenamente como persona si no es precisamente en su dimensión política, tomando parte activa en los problemas colectivos. La excelencia de la persona humana es ser ciudadano, y nadie puede llegar a esa excelencia si abandona la dimensión pública política en manos de terceros o de expertos. Quien tal hace es un idiota, no una persona completa. 19 Ahora bien, lo que suelen hacer los republicanos actuales es rebajar las ideas de Aristóteles a un plano puramente instrumental: lo que vienen a afirmar es que si las personas abandonan el gobierno de la comunidad en manos de expertos, de representantes o de políticos profesionales, lo que sucederá con toda probabilidad es que se reproducirán situaciones de dominación encubierta, de abusos de los poderosos y de explotación injusta. De manera que, incluso si lo que desean es poder realizarse como personas privadas porque ponen en ello su excelencia, no pueden abandonar el gobierno sino que deben tomar parte activa en él. La participación política es necesaria, en último término, para poder ser una persona libre. El republicano actual, en este sentido, defiende su modelo en un doble plano de ideas: a) En el plano antropológico, el republicano defiende y reclama un cambio profundo del ser humano actual, que sólo puede conseguirse fomentando las prácticas participativas y deliberativas en la toma de decisiones sobre temas públicos –por un lado-, y mediante un cambio de valores substancial –por otro-. b) En el plano político concreto, el republicano defiende la introducción de ciertos cambios en las instituciones democráticas (aunque en este punto concreto sus aportaciones son más bien desilusionantes). Los republicanos actuales no desconocen la importancia de las que podríamos denominar “cautelas liberales” ante el poder (Estado de Derecho, limitaciones constitucionales a la voluntad popular) ni pretenden suprimirlas, pero sí pretenden desarrollar al lado de ellas todas aquellas posibilidades institucionales de participación ciudadana directa en la deliberación y decisión de las políticas públicas. El principal problema del pensamiento republicano es el de su falta de concreción en cuanto a los cambios institucionales que efectivamente propone. Hay una característica descompensación entre la altura del discurso republicano (henchido de buenas intenciones y propuestas virtuosas) y sus propuestas concretas de reformas en el plano institucional de las democracias realmente existentes. En lo que se refiere a la participación ciudadana directa en el proceso político, el republicanismo pretende desde luego aumentarla e incentivarla, pero no tanto mediante la instauración de procesos directos de decisión referendataria de cuestiones políticas (de los que desconfía por sus riesgos plebiscitarios y demagógicos), como de mejora de los procesos de deliberación pública de las políticas. El republicanismo está íntimamente asociado hoy a la idea de 20 democracia deliberativa, como modelo de toma de decisiones que no sólo produce resultados óptimos sino que también mejora la competencia cívica de los participantes y les ayuda a refinar su comprensión ilustrada del interés colectivo. Ahora bien, esta deliberación se lleva a efecto de una manera imperfecta e indirecta porque la esfera pública está dominada por los intereses corporativos, las élites políticas y los medios. Se trata entonces de mejorar esa deliberación mediante la ampliación del número de quienes participan y el establecimiento de más y mejores cauces de expresión ciudadana. En este mismo espíritu, el pensamiento republicano marca una cierta desconfianza y reserva para con todas las instituciones de los actuales sistemas democráticos que podríamos denominar “contramayoritarias” y a través de las cuales –según élse hurta a los ciudadanos o a sus representantes la capacidad de decisión sobre ciertas materias o asuntos: los tribunales constitucionales, los consejos reguladores supuestamente expertos e imparciales en determinados ámbitos, los bancos centrales, etc. Por último, los republicanos son partidarios de mejorar el funcionamiento de la representación política limitando el poder de los partidos al respecto (listas abiertas, prohibición de la disciplina de voto) e introduciendo una mayor participación de los ciudadanos en la exigencia de dación de cuentas de los políticos. Como puede apreciarse, no puede hablarse en puridad de un “modelo republicano de ciudadanía” como algo substancialmente diverso del modelo democrático estándar. Más bien, el republicanismo es tan sólo un movimiento de radicalismo democrático que propone cambios limitados en las democracias liberalconstitucionales existentes, muchos de los cuales no son sino mejoras de los mecanismos ya existentes. Puede decirse, en este sentido, que la radicalidad del republicanismo está mucho más en su discurso de legitimación que en sus propuestas concretas. Pues bien, en lo relativo al discurso como tal puede señalarse que el republicanismo incurre en una idealización exagerada del valor de la política como mundo adecuado para la realización de la persona humana. La política no es ya en las sociedades complejas modernas la única instancia –ni siquiera la más importante- para la realización del ser humano, y la participación ciudadana en la política no es un valor en sí mismo más allá de ciertos límites mínimos prudenciales. El republicanismo incide en un moralismo exagerado cuando critica a las sociedades actuales, y es demasiado dependiente de modelos tomados del pasado de unas sociedades más simples. Por otro lado, el republicanismo es demasiado entusiasta al valorar fundamentalmente los aspectos creativos del 21 poder popular, y tiende a olvidar la importancia de las cautelas liberales ante todo poder –incluido el del pueblo- como límites para la protección de la persona. 22