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Prólogo
Hasta hoy no me había atrevido a prologar una obra de ficción,
y no acabo de considerarme calificado para hacerlo. Dudo por
ello que la novela de Manuel Juan Somoza tenga el prólogo que
en realidad merece. Sin embargo, el ejercicio de prologar no me
es ajeno, y Crónica desde las entrañas es un relato testimonial,
montado sobre una realidad histórica cercana y actual, que
conozco muy bien; y consigue una lectura coherente y crítica,
donde lo que se revela tras el ingenio creativo del autor pienso
que me permite la osadía de hacerlo. Por eso acepté con gusto
el reto.
Estamos ante un recuento de cincuenta y un años de glorias
y agonías vividas por los cubanos desde el 1º de enero de 1959.
Es el testimonio del cubano de carne y hueso, encarnado en el
protagonista, José Antonio Ballester, concebido con un sello
autobiográfico que descubre al autor, como podrá inferir muy
rápidamente el lector. Un testimonio que atraviesa el trayecto
de Revolución que ha compartido hasta nuestros días la mayoría
que optó por el curso que había aceptado identificar como socialista desde abril de 1961 en el entronque de 23 y 12, en El Vedado. La novela de los que se quedaron con alma militante, por
su cubanía, con resignación o por simple inercia, que somos la
mayoría de la nación.
Hábilmente narrada en tres tiempos, que comienzan cada vez
con el presente, situado a partir del Período Especial, transmitido en primera persona, con una actualidad en la cual late con
fuerza la incertidumbre, que abre la obra, y que al final la cierra,
si así se puede decir, con una frase lapidaria por su veracidad:
“Le dediqué a este país lo mejor de mi vida y ahora a veces ni
entiendo lo que está pasando”.
Le siguen con sistematicidad, en estos breves trípticos, los episodios que regresan a la epopeya que sobrevino de manera inme7
diata a la victoria. En ellos logra evadir la tentación de la narración lineal, para centrarse primeramente en revelar el encantamiento que trajo aquel enero, que de alguna manera crecía con
los meses, hasta transformarse de alegría en devoción de entrega. Y que atrapan al protagonista, en plena adolescencia, en el
seno de una familia de clase media. La euforia y el optimismo de
los Ballester al comienzo del 1959 son representativos de su clase social y su desvanecimiento hacia 1961, también. El lastre de
una formación anticomunista en las generaciones que abrieron
los 60 estaba generalizado más allá de las clases privilegiadas.
Un mundo íntimo que condicionaba el balance de significados
de la duda, la vacilación, el cambio de postura, la traición. Y que
también tendría que descubrir, en su ruta de incorporación al
proceso –como solemos decir– el desaliento que dejan los golpes
infligidos por la simulación y la práctica de enmascarar actividades en beneficio propio, que cobraron espacio muy rápidamente, como contracara de las expresiones socializadas de entrega
revolucionaria.
El tercer tiempo coloca a José Antonio al final de aquella
década, distante ya de sus padres que decidieron emigrar, como
un trabajador especializado de una empresa estatal, donde ve
madurar su compromiso y encuentra en el aula universitaria la
vocación que trazará el rumbo profesional de su vida. Es el tiempo de la Zafra de los Diez Millones, emprendida, para unos, como
cruzada de un socialismo audaz a todo riesgo; o como intento
desesperado en el propósito de mantener para Cuba una cuota
de independencia deseable del sistema soviético, para otros. Un
espejismo tal vez para la mayoría, con el que se ponía a prueba
la firmeza de la fe frente a la razón, más allá de la devastación
del saldo económico de los primeros momentos; otro episodio de
la saga necesaria, para todos los que creíamos. Y desde entonces,
entre pasajes históricos como la apoteosis de solidaridad de más
de diez años en que se convirtió la respuesta cubana al llamado
angolano, que llevó al pueblo de un país pequeño y distante a dar
una contribución definitiva a la abolición del apartheid, además
de la consolidación de la independencia de Angola y la obtención
de la de Namibia.
Desconozco las motivaciones de Somoza al escoger estos tres
tiempos –para cronometrar a través de ellos su relato– pero
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me satisface el resultado, y comparto su división, a mi manera. Haber crecido con la Revolución triunfante, vivir el aura de
libertad que impregnó la experiencia irrepetible de la generación
que tuvo sobre sus hombros el desafío de desmontar estructuralmente la vieja sociedad y levantar otra, y al final mantenerse
activa hasta el siguiente desafío: el de descubrir los desatinos del
modelo que estalló a escala mundial. E iniciar, en un dramático
retorno a los comienzos, la búsqueda de otro socialismo. Comunicar esta historia heroica y disparatada, asediada por rencores y
repudios, por calumnias y condenas, por obstáculos desde afuera
y confusión desde adentro. Y a pesar de eso, no dejar de resistir y
de flotar sobre la espuma de nuestros errores y los de otros que,
inevitablemente, tal vez, nos transfundieron.
Somoza logra el misterio de hacer vivir al lector la intensidad del tiempo de Revolución, el de los años iniciales, con toda
la desgarradora experiencia marcada por el conflicto que implicaba tener que romper con los valores aprendidos y sostenidos
en el medio familiar y parte del círculo de los amigos. Y cómo, en
algún momento imposible de definir, sin darnos cuenta, nos volvimos otra cosa distinta de lo que habíamos sido, e incluso cómo
perdimos parte de lo que habíamos ganado mientras nos obligábamos a creer que madurábamos, y en el fondo maduramos,
aunque después hayamos vuelto a dudarlo.
De este modo recorrerá a través del personaje y de sus compañeros de escuela y de barrio la Campaña de Alfabetización,
Girón, la Crisis de Octubre, las acciones terroristas contra el
cambio revolucionario, las arbitrariedades y las virtudes en la
sociedad que cambiaba. Cómo al desarmarse un negocio ante
la nacionalización se desencadenaba la tragedia del propietario
expropiado, paralela a la epopeya del cambio.
Sin omitir los episodios personales, sublimes como el descubrimiento del amor en la alcoba de la joven sirvienta del amigo
rico, el que había detonado la bomba en el cine del barrio, preso
por conspirar; y patéticos, como el desenlace de la aventura con
la prostituta en Belgrado años más tarde. La lealtad hacia el
amigo que también le ocasionó ser detenido como sospechoso. La
diferencia que revela la detención de José Antonio después de
Girón es que marca un punto de cambio, tanto para el detenido
como para el interrogador, que descubre que “la Revolución se
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iba haciendo desconfiada, y en ocasiones sobrepasaba cualquier
límite para justificar su defensa, mientras los que la desafiaban
iban dejando de ser los pudientes de antaño”.
El protagonista exhibe virtudes y defectos y el autor nos ha
invitado a compartir con él “el irrepetible instante de sentirse
hombre sin serlo, de soñar con ser héroe, diferente a los demás”.
Ha de ser también parte de esa libertad que pudo experimentar la juventud cubana de los años 60 y que buena parte de la
población cubana adulta de hoy podría reconocer todavía como
un ingrediente de nuestra experiencia.
La sensación de fracaso en conseguir que las transformaciones en la agricultura lograran consolidarse en revolución agraria no es un tema recurrente, pero se asoma como ilusión en las
políticas de los 60 y como tragedia en las lagunas sacadas a flote
treinta años después por la crisis. La imagen agónica del “programa alimentario” asentado en la ilusión voluntarista del llamado
y el compromiso político, donde se confunden ya el sentido de la
responsabilidad y la percepción creciente del fracaso del proyecto revolucionario mismo en sintonía con el derrumbe del modelo
en el propio país de los soviets. La convicción de que algo se trabó
en el diseño de socialización de la producción agrícola que la hizo
inviable, comenzando por las estrategias. “Esas movilizaciones
agrícolas no resuelven absolutamente nada. Debemos cambiar la
economía y permitir que se desarrolle la iniciativa individual o
esto se hundirá –repite ella en la reunión a la que solo asisten los
militantes del Partido y donde el que dirige parece ser el único
que anda por otro rumbo, aunque él también deberá someterse
al desafío de la calle al terminar este y otros encuentros que le
falta por tener para transmitir las orientaciones llegadas desde
arriba”.
La crisis saca a flote algunos males que antes se pasaban por
alto o no se querían ver. Y el drama migratorio, que escindió a la
familia desde los años iniciales, regresa de otro modo a la agenda desde los 90 montado entre dos conceptos que antes hubieran
sido inaceptables y hoy son al menos polémicos, pero reconocidos: reunificación y reconciliación. “Los revolucionarios juraban
luchar por la democracia, la igualdad social, la libertad, pero
los que optaban por irse de Cuba en esas circunstancias, porque no tenían otra opción, eran tratados como enemigos de esa
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democracia selectiva, de la proclamada igualdad social y de una
libertad cada vez más politizada”. No se trata solamente de que
las condiciones hayan cambiado, como suele decirse con vaguedad, sino de reconocer la incoherencia del manejo de la opción de
migrar como traición, y del castigo al ostracismo como conducta
obligada para los que se quedan.
En el fondo es este un tema central en la novela de Somoza, cuyo personaje lo sufre como un verdadero desgarramiento,
y que se comienza a ver problematizado hacia la mitad de la obra
cuando el Chino, uno de los amigos revolucionarios de José Antonio, decide quedarse en Canadá, porque “el que vive todos los
días aquí también tiene derecho a cansarse”: “El que sigue aquí,
mi hermano, es por convicción, por conveniencia, por miedo a lo
que no conoce (...) pero al que decide irse y probar suerte por ahí,
en este momento, tú no lo haces cambiar de opinión ni aunque lo
metas preso”. Aquí se expresa una nueva toma de conciencia.
Al final, el propio protagonista restablecerá la comunicación
y visitará a sus padres en Miami, y se muestra atravesado por la
emoción, sin que ello altere el sentido opuesto de su opción personal de quedarse. Para Ballester el saldo no será el del regodeo
confortable, sino un inmenso desafío para el cual no están aún a
la vista todas las respuestas posibles. Se ha hecho evidente que
“aumentan los que se resignan automáticamente con una suerte
estrecha, hay quienes han aprendido a vivir a cualquier precio
en medio de la crisis, cuentan los que comienzan a remontarla
y suman asimismo quienes ni siquiera se acuerdan de que las
penurias existen para la mayoría de la gente”.
Estamos ante un relato bien escrito, desde una militancia
libre de esquemas y de maniqueísmo, con un mensaje que alcanza a todas las generaciones que hemos vivido este medio siglo.
Aurelio Alonso
25 de octubre de 2012
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A ustedes: sangre y vida;
a los amigos que creyeron,
y a los otros,
aunque dejaran de serlo.
Aclaración,
por si fuera necesario
No sé muy bien por qué me metí en camisa de once varas cuando comencé a escribir por allá por 1996, pero en la medida en
que aumentaban las cuartillas sentí que iba en pos de algo que
valía la pena, toda vez que el protagonista principal de esta
obra es uno de los acontecimientos sociales más radicales que
ha registrado el quehacer americano.
Este no es un testimonio regido por la interpretación oficial
de medio siglo de sueños, luchas y desgarramientos. Es una
narración de amigos y de familia, o de familias en el centro
de un huracán. Ojalá que haya otras, ojalá que esta clasifique
entre muchas, en el necesario intento de aproximarnos a esa
verdad que cada quien defiende a su manera. No existe una
sola fórmula cuando se tiene la necesidad de conocer y no queremos conformarnos con lo que nos han dicho hasta ahora.
La familia Ballester no es una ficción y probablemente desde que surgió en estas tierras lo hizo para dar cuerpo a una
historia que ilustrara muchas. Por ello, repartí 50 años en tres
tiempos, que capítulo a capítulo transcurren de forma paralela,
describiendo épocas distintas.
Nada de esto habría sido posible sin el respaldo permanente de mi compañera de vida y del más joven de mis hijos, los
dos con sugerencias certeras, pese a la marcada diferencia de
edad entre ambos. Tampoco, sin la primera revisión crítica de
la argentina Amalia Sanmartino; sin la opinión experimentada de Marilyn Bobes, casi al concluir los años 90, cuando
muchos nos preguntábamos cuál sería el futuro del país; sin las
sugerencias de Helena Núñez; el ánimo de Leonardo Padura
tras leer los primeros capítulos; la ayuda de Carlitos Amat; la
apuesta de Víctor Casaus a favor de la memoria, y el aporte de
decenas de cubanas y cubanos de tres generaciones.
El autor
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I
El final de una hipnosis colectiva
(Primer tiempo)
Una vez más, tumbado en la cama, busco respuesta a la misma pregunta que me taladra a cualquier hora desde hace varios
meses. De nuevo, el cigarrillo se consume imperturbable y el
humo se pierde en la habitación de puntal alto. “¿Valió la pena?”,
me interrogo en silencio, sin sobresalto alguno, aunque intuyo
que la respuesta puede ser desgarradora.
Los años desfilan en serie por obra de la memoria: la Revolución, demasiados matrimonios, dos guerras, el más pequeño de
mis hijos; rupturas, sueños, verdades, manipulaciones, mentiras. Tres décadas son bastante tiempo para cualquiera, y pesan
todavía más cuando lo que le falta por vivir a Cuba es una incógnita tan indescifrable como la de aquel lejano 1959, cuando todo
comenzó. ¿Qué les guarda el futuro a mis hijos y a los nietos que
tendré? ¿Por qué no fue suficiente el sacrificio de tantos hombres y mujeres de esta tierra para despejar el horizonte?
Ariel abre la puerta de golpe. Vulnera mi intimidad como
suele hacerlo habitualmente y el silencio se oculta. Aquí está el
quinto de mis descendientes directos, el que me hace sacar energías a cualquier hora para enseñarlo a montar la bicicleta vieja
o a batear la pelota de goma, el que no da tregua a las reflexiones ermitañas. El mismo que una tarde me llevó del orgullo al
susto al afirmar categórico, en uno de sus arranques expresivos
ante el mayor de sus hermanos: “No te preocupes, papi, que yo
seré igual que tú”. Aquí está con la lógica despreocupación de la
niñez, con su cara comunicativa en busca del consenso necesario para que el acto diario de realizar los trabajos de la escuela
sea pospuesto hasta después del apagón que ahora padecemos
cotidianamente la mayor parte de los cubanos.
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–Oye, como gané el concurso de español, mami está de acuerdo en estudiar después. ¿Está bien? –Mientras conversa, cambia el uniforme de camisa blanca y pantalón color mostaza de la
escuela pública de segunda enseñanza, por uno corto y desteñido y una camiseta roja, porque espera la respuesta afirmativa.
Por mi parte, presumo que la nación en la que le tocará actuar
a él poco o nada tendrá que ver con la que yo y otros como yo
imaginamos.
Un “está bien” sin mayores comentarios es mi respuesta.
Ariel desaparece por donde entró, a fin de sumarse en la calle al
trajín con los amigos, y todo vuelve a quedar como antes. Pero
en el patio de la vieja casona herida por el paso del tiempo, Silvia lava a mano la ropa amontonada con un ojo puesto en las
nubes amenazantes, la suegra sexagenaria anda por tercera
vez en busca de los cuatro panes del tamaño de un puño que el
racionamiento vigente reserva diariamente a las familias, y yo
también me sumo a la lucha diaria con los míos.
Es 1990 e irrumpe en la Isla, sin clemencia y casi sin aviso
previo, el Período Especial en Tiempo de Paz, como se denomina
oficialmente a esta etapa contradictoria y convulsa de la vida
nacional, que se proyectará hasta los albores del siglo xxi, aunque hoy nadie lo imagine. Ha comenzado el final de una hipnosis colectiva.
1959
(Segundo tiempo)
Todo arrancó en La Habana el Primero de Enero de 1959 y no
14 años antes, cuando José Antonio Ballester Guerra abrió los
ojos en la misma capital cubana. Suponía que el antecedente de
su niñez acomodada carecía de importancia. No podía entender
entonces lo que esos años representan para cualquiera y lo que
en especial significaron para María y Manuel en el empeño de
desarrollar una familia a partir de cero, en una república que
se jugaba cada día en el mercado estadounidense con las ventas
de azúcar, tabaco y ron. Y así, como si de verdad todo hubiera
arrancado con el despuntar del año 59, una mañana salió de las
manos de sus padres a dar la bienvenida a Fidel Castro y a sus
guerrilleros en las afueras de la ciudad, para no olvidar nunca
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las imágenes de cientos, de miles, de decenas de miles de cubanos bailando en las calles y en las plazas, y gritando de emoción
en una fiesta nacional, espontánea e irrepetible. Pudientes y
menesterosos, creyentes y ateos, honradas e impuras, blancos,
negros y mestizos, adultos y niños... Fuera del jolgorio solo quedaron con nostalgia y rabia los partidarios del régimen vencido
de Fulgencio Batista, que al finalizar el 31 de diciembre de 1958
–o en ese mismo momento, mientras la mayoría festejaba– partían hacia Miami, muchos de ellos repitiendo aquello de que los
20 000 compatriotas asesinados durante la dictadura no era
más que “otra patraña de los fidelistas”.
Fue imposible mantener sosiego en el “Año de la Liberación”,
y constituyó un privilegio ser joven, cuando estos parecían
haber sido elegidos para acariciar el cielo con las manos. Jóvenes fueron los combatientes rebeldes que bajaron de las sierras
envueltos en la leyenda, los milicianos que tomaron sin disparar un tiro las dependencias policiales rendidas tras la huida de
los jefes. Los adolescentes eran instados por las circunstancias
a crecer y rebelarse contra lo tradicional, y golpearon con fuerza
las puertas pidiendo su lugar.
–Creo que llegó nuestra oportunidad –dijo Manuel Ballester a su esposa una noche de sábado, luego de culminar otra
jornada de trabajo en la pequeña empresa dedicada a producir
y comercializar artículos de escritorio. Del nacionalismo que
encarnaba Fidel Castro había surgido la consigna de “Consuma
productos cubanos” y, si bien el joven comandante alertó que a
partir del Primero de Enero comenzaría lo más difícil para la
nación, el alcance del pronóstico se perdió entre muchos otros.
María, pequeña de estatura y de alma casera, había escuchado la misma afirmación de su esposo otras veces, pero corría
1959 y también a ella la vida la pareció distinta. –Pienso igual
que tú –fue su respuesta y acotó luego–. Por cierto, el niño me
dijo que él y los demás muchachos del barrio se van a meter en
una organización de exploradores, o algo así, que está preparando un capitán del nuevo ejército.
–Eso es bueno, Jose ya debe ir saliendo del cascarón –aprobó
el padre mientras se acomodaba en una de las butacas de la
sala, a la espera de que la cena fuera servida, como a él le gustaba disfrutarla los fines de semana en la nueva casa.
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El despegue de la familia había comenzado en 1957, cuando
los Ballester Guerra pudieron superar otro de los estadios de la
sociedad cubana. La confortable residencia situada en la parte
alta de la barriada de Santos Suárez pasó a ser propia ese año.
Al viejo auto marca Dodge lo reemplazó un moderno Plymouth
climatizado, nada excepcional si se comparaba con los Chrysler, los Buick y los Cadillac que rodaban los encumbrados, pero
que daba cierto grado de distinción a la familia, y José Antonio,
sin ser un alumno de notas brillantes, ocupaba mes tras mes
el Cuadro de Honor de su escuela, la instalación que los Hermanos Maristas tenían en la zona. Pero la familia Ballester
Guerra era mucho más numerosa. La línea materna se repartía entre niveles sociales poco agraciados: camioneros, desocupados y campesinos en algunas tierras arrendadas, en tanto
los Ballester, en términos generales, bordeaban la prosperidad
sin opulencia, a partir de una estirpe enteramente citadina.
En Nochebuena y Año Nuevo todos se reunían o buscaban la
posibilidad de hacerlo alrededor de los abuelos, sin importar
lo que ocurriera en la calle y sin que contaran las diferencias
sociales. Así era el mundo particular de José Antonio Ballester
Guerra, quien hasta 1959 repartió su vida entre visitas a la
abuela Ángela, en la humilde localidad de Mantilla, estudios
en la rigurosa escuela católica y juegos en Santos Suárez.
…
El capitán Bernardo Martínez no se asombró cuando los cuatro
muchachos lo abordaron a la entrada del Quinto Distrito de La
Habana y mucho menos cuando José Antonio inició el diálogo:
–Capitán, nos interesa ser parte de la tropa.
Martínez observó uno a uno a los recién llegados y vio en ellos
una ilusión parecida a la de los otros adolescentes incorporados
a la Tropa Tres. A José Antonio lo acompañaban Róger, hijo de
un arquitecto con buena estrella, y los hermanos Sánchez –Tico
y Taco–, flacos e intranquilos como la madre de origen estadounidense, residente en Cuba. El capitán les dio las instrucciones
de rigor, les habló de acampadas, solidaridad, amor a la naturaleza, y para terminar invitó a los muchachos a un recorrido
por el cuartel, donde por primera vez vieron de cerca la vida en
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uniforme. Del Quinto Distrito, situado en una de las colinas que
rodean la ciudad, los muchachos volvieron a sus casas cargados
de mochilas, cananas, cantimploras, polainas y hasta con dos
bayonetas, similares a las que habían visto muchas veces en las
películas norteamericanas sobre la guerra de Corea.
En los días que siguieron todo fueron preparativos y la primera reunión de scouts a la que asistieron tuvo lugar en el patio
de la iglesia de Jesús del Monte, hasta donde llegaron en ómnibus urbanos, exhibiendo con orgullo los uniformes nuevos, sin
quitarse los sombreros de ala ancha y plana, y sin dar crédito a
los comentarios callejeros con que se cubanizaba a la organización: “Ahí van los boicagaos”.
Era un momento de proliferación de organizaciones juveniles. Los boy scouts existían en la Isla desde hacía mucho tiempo,
pero surgieron también las Patrullas Juveniles –organizadas
por la flamante Policía Nacional Revolucionaria–, los Exploradores –versión nacionalista de los scouts–, y la Asociación de Jóvenes Rebeldes –auspiciada por el nuevo ejército. Se multiplicaba
el esplendor juvenil y de cada arrancada dependía mucho el porvenir. Tachi, el más pequeño de los Becerra, criado en la penuria de una barriada agobiante, optó por los Jóvenes Rebeldes,
escaló casi todas las sierras del país, se unió a las fuerzas armadas, guerreó en muchas partes y décadas después llegó a figurar
entre las generaciones más jóvenes de la alta oficialidad cubana.
Navarro, nacido en una ciudadela de la Habana Vieja, vistió la
camisa amarilla de las patrullas y en ellas lo atrapó la muerte
al intervenir en una refriega de borrachos. Guillermo, quien prefirió los exploradores a los scouts porque según su padre “es una
organización más próxima a la Revolución”, nunca se adaptó a
los sacrificios de la vida de campaña y al llegar a adulto brilló en
la burocracia estatal que comenzaba a gestarse.
En el Año Uno, Fidel Castro ocupó el cargo de Primer Ministro del gobierno, en tanto el empresariado nacional de mediano
alcance bullía y como parte de él, La Única, pequeña empresa
donde el viejo Ballester trabajaba como gerente de ventas, que
iniciaba el ensayo de producir papel “óptico” empleando como
pulpa el subproducto principal de la caña de azúcar.
La vida transcurría sin que muchos comprendieran que todos
los cubanos eran actores de una trama que se tejía a golpe de coti21
dianidad, aunque familias completas como los Ballester Guerra
se consideraran apolíticas y los políticos tradicionales todavía no
entendieran que las reglas del juego variaban en la Isla. Incluso
los campesinos de los lugares remotos, en las sierras y en las ciénagas, eran parte de aquel rompecabezas fragmentado en millones de partículas que tendían a buscar su posición definitiva.
Con semejante telón de fondo, José Antonio supo lo que es
dormir sobre una lona a cielo descubierto, cocinó con leña,
aprendió a escudriñar las noches mientras hacía guardia, vio
por primera vez en grandes fotos que pasaban de unas manos a
otras a las hembras voluptuosas que lo mostraban todo disfrutando con sus machos, sintió encendida la virilidad y se cuestionó la existencia de esa escuela estrictamente masculina y
aquella Tropa Tres en la que no había mujeres. En el Carnaval
de la Libertad fue custodio del desfile y parte de un espectáculo
que hasta esa fecha únicamente había visto con sus padres y
sus tíos desde las tribunas protegidas. Sintió de cerca el olor
inconfundible de las negras, las mulatas y las blancas sudando
y contoneándose al ritmo de la tumba y la trompeta; observó a
los blancos, a los mulatos y a los negros marcando el paso con
sensualidad y creyó que crecía un poco más, en otra madrugada que lo sorprendió despierto, en aquella, su ciudad. Más allá
no existía nada. El capitán Martínez se había convertido en un
ídolo que enseñaba a los muchachos a arreglárselas solos y que
los conducía de un acontecimiento a otro. Dirigieron el tránsito
cuando la ciudad vivió las más coloridas fiestas de fin de año
en medio siglo; mantuvieron el orden en gigantescas colectas
públicas para comprar armas y aviones de combate; participaron una noche fría en la primera reunión pública que la jerarquía católica organizó en la Plaza Cívica, antes de que fuera
bautizada como Plaza de la Revolución, a fin de orar por la paz
y la concordia entre todos los cubanos, según dijeron los presentes al Primer Ministro del gobierno; acamparon varios días
en la playa de Cojímar, donde todavía deambulaba el espíritu
de Ernest Hemingway, y su presencia quedó registrada en uno
de los diarios de la época: “En esta gran combinación gráfica
vemos en primer término a un grupo de boy scouts que desde
hace varios días han acampado en la residencia del doctor Fidel
Castro, en Cojímar... todos se ven saludables, robustos, seguros
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de que la doctrina scout prepara hombres para lograr la gran
nación que soñara Martí”.
“Están llamados a hacerse hombres de honor para reconstruir la patria”, repetía el capitán Martínez a los muchachos
siempre que la ocasión se presentaba.
–Este tipo tiene una historia del carajo. Escuché que fue sargento de Batista, que los guardias lo metieron preso por conspirar contra la dictadura, que se escapó y fue a parar a una selva
en no sé qué país, donde organizó varias expediciones para volver a Cuba –comentó Tico a Róger y a José Antonio, una tarde
en que los tres se fugaron del campamento de Cojímar a fin de
llegar a una caleta distante en la costa de arrecifes.
–Es un pingú –replicó Róger, con sus dientes cuadrados y
exagerados, mientras José Antonio asentía con un gesto y lanzaba piedras planas al mar para contar cuántas veces saltaban
sobre el espejo de agua tibia.
En el Año Uno las leyendas se multiplicaron y nadie tuvo la
exclusividad. A Batista lo enfrentaron desde los políticos desplazados del poder hasta la llamada Generación del Centenario, en
la que despuntó Fidel Castro, y en la que coincidieron edades y
militancias políticas dispares. Martínez había formado parte de
una frustrada conspiración antibatistiana de militares jóvenes
que comandó un coronel vinculado al depuesto presidente Carlos
Prío Socarrás, quien mantuvo vínculos desde su exilio en Miami
con autoridades de Costa Rica y con una agrupación conspirativa en Cuba llamada la Triple A. Por eso Martínez era un capitán
sin barbas cuando estas identificaban a los oficiales guerrilleros,
y por eso nunca se le vio con el uniforme verde olivo del nuevo
ejército, sino con el de la policía, cuerpo armado más abierto en
aquel momento a filiaciones distantes, distintas y algunas veces
opuestas al mayoritario Movimiento Revolucionario 26 de Julio
que comandó Fidel desde la Sierra Maestra.
–¿Se acuerdan del cuento de la selva? –continuó Tico.
–Sí. Coño, eso sí fue del carajo, comer monos y desafiar serpientes. Menos mal que aquí no hay animales salvajes.
–No me digas, Jose, ¿y los alacranes? –apuntó Róger.
–No jodas, compadre, ¿qué alacranes ni un carajo? Si esos
bichos lo más que hacen es defenderse si los joden mucho –replicó José Antonio.
23
…
En la escuela la vida transcurría signada por la rigurosidad.
José Antonio cursaba el Bachillerato después de varios años
en los Hermanos Maristas y se sentía bien, entre amigos, aunque el cambio de la primera a la segunda enseñanza hizo de
su generación un grupo revoltoso. Muchas veces padeció el
sol ardiente de la una de la tarde, de pie, mientras los demás
compañeros entraban a las aulas, y en ocasiones hasta María
tuvo que presentarse allí para recibir las fuertes reprimendas
del hermano director, el cura Francisco. Solo en el equipo de
fútbol las cosas marcharon sin problemas. José Antonio era
un centrodefensa duro, capaz de romperse las rodillas en un
simple lance de entrenamiento. A su padre debía el apego por
ese deporte, así como la constancia y un machismo por el cual
más de una vez peleó sin ganas y otras muchas le partieron la
cara. De la madre quedó en él, para siempre, una sensibilidad
especial y una ingenuidad peligrosa, y probablemente por ese
contraste de su personalidad desde que comenzó en la escuela
percibió cierta preferencia por parte de los religiosos y nunca
comprobó las mil historias truculentas que se hacían de curas
que sobaban a los varones o se emborrachaban con el vino de la
misa. Al Tucán, maestro de Inglés, o a Tobi, profesor de Física, los llevó a la exasperación, y otros se hicieron de la vista
gorda cuando fumaba en la misma puerta de la institución o
cuando las monjas de la escuela cercana se quejaron porque él
y su amigo Alberto Oñate fueron sorprendidos entrando en la
instalación para encontrarse con las novias de la adolescencia
precoz.
Nada había cambiado en los Hermanos Maristas, salvo advertencias cada vez más insistentes sobre el peligro comunista y
referencias sistemáticas al linchamiento de religiosos durante la
Guerra Civil en España.
–¡Ballester!
–Diga, hermano.
–Únicamente espero que el año próximo haga un curso más
tranquilo.
Fue todo lo que escuchó del cura Francisco, quien al terminar la fiesta de fin de curso, en el amplísimo patio central, buscó
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la forma de acercarse a despedirlo. El sacerdote, quien ejercía
como director de los Maristas, pocas veces reía y entonces tampoco lo hizo, ni despegó sus manos de la posición habitual en
que siempre las unía, los brazos descolgados por la espalda hasta más abajo de la cintura. Francisco conocía a cada uno de los
muchachos que estudiaban allí, pero no a todos los distinguía
con tan áspero “hasta luego”.
Había comenzado el ciclo hirviente del Caribe, el verano
sudoroso en el que las putas y los chulos hacían cosecha con
los turistas de lujo y hasta Marlon Brando se paseaba por La
Habana. Etapa en la cual los moradores de la parte vieja buscaban siempre en el Malecón el soplo de aire que faltaba en
sus cuartuchos, y no regresaban nunca a dormir antes de la
madrugada. Se ponían en marcha las vacaciones añoradas,
los clubes privados de las playas se llenaban de pudientes y el
resto de las costas abrasaba con salitre picante a los demás.
Era la inundación del coñac, el aguardiente y el ron en todas
sus mezclas, de la cerveza helada, de la rumba y el guaguancó, de las negras con sus nalgas redondas y los muslos jugosos. Período anual de la bronca y el barullo, de la caza callejera. De Celia Cruz cantando a Babalú, y de Celeste Mendoza y
Benny Moré haciendo bailar a cualquiera. Ni los barbudos de
las sierras escaparon de aquel verano y sus embrujos. También los estudiantes de escuelas públicas y privadas se adueñaban de las calles para hacer lo suyo, porque era 1959 y la
guerra había terminado.
–Jose, ¿te contó tu mamá?
–No.
–Iremos quince días a Boca Ciega.
–Coño, papi, pero este año tengo otros compromisos.
–¿Otros compromisos?
–Claro, ¿se te olvidó la tropa?
–¡Qué tropa ni ocho cuartos! ¿No ves que me costó mucho
trabajo alquilar esa casa a buen precio para que tú la desperdicies? –Manuel vociferó y se acercó amenazante al hijo mientras
el joven daba un paso atrás.
–De nuevo discutiendo –terció María–. Yo pienso, mijo, que
con tanto tiempo de vacaciones 15 días no son nada y, además, a
ti siempre te gustó la playa. ¿No?
25
La partida fue sellada cuando padre e hijo, casi al unísono,
se dieron las espaldas: Manuel en busca de la habitación climatizada y José Antonio en dirección a la calle.
–Viejo, Jose ya va creciendo.
–No me vengas tú también con eso ahora, María.
–Nuestro hijo nunca ha sido fácil, pero debes tener un poco
más de paciencia. Esta es una discusión sin sentido. ¿Cómo no
va a ir a la playa si es lo que más le gusta en la vida?
Manuel no hizo comentario adicional. Su mujer siempre
había sido así cuando el hijo estaba por el medio. Muchas veces
la acusó airado de malcriarlo y no pensaba ponerse a discutir de
pedagogía con ella, menos cuando le había costado tanto trabajo
encontrar un espacio para dejar el negocio y darse una escapada a la playa a descansar.
José Antonio razonó de otra forma mientras caminaba cabizbajo hacia el parque cercano. Comprendía que desafiar al padre
era difícil pero sentía unos deseos tremendos de enfrentarlo.
Era cierto, nunca, desde que tuvo uso de razón, había pasado
algún verano sin disfrutar del mar. Desde muy niño su padre lo
enseñó a nadar y ahora recordaba aquella tarde en que caminaban juntos por un muelle en las aguas profundas del Mariel, y
afloró la controversia sobre su indecisión a bracear si no sentía
el fondo del mar con los pies. Una vez más, María comentó que
ya tendría tiempo para nadar en mar profundo y, de pronto, el
padre, sin que mediara una palabra ni lo detuvieran los cuatro
metros de altura sobre el nivel del mar en que se encontraban,
agarró a José Antonio por un brazo y lo lanzó. Cayó de pie como
un saco cargado de piedras en dirección al fondo de las aguas
azul-verdosas, pero en fracciones de segundos, por instinto,
piernas y manos se pusieron en acción. Sacó la cabeza, abrió los
ojos y escuchó que a lo lejos los padres lo instaban a nadar hasta
una plataforma cercana y comenzó a bracear, primero con desespero, después con estilo, y por último rió.
Era cierto, le encantaba el mar y a los 14 años conocía todos
los rincones del distante balneario de Varadero y la mayoría de
las muchas playas de la costa este de La Habana. Sabía que
en Boca Ciega lo esperaban esas mismas aguas refrescantes,
la pesca de jaibas en el río, las tardes montando a caballo por
entre las ruinas españolas, los paseos en lancha. Podía imagi26
nar sin dificultad la felicidad cercana, pero en aquel momento,
sentado en el parque, lo que deseaba, lo que añoraba era encarar al padre y darle la respuesta que quedó inconclusa: “Papi, yo
no iré a Boca Ciega por la sencilla razón de que ¡NO ME SALE
DE LOS COJONES!”.
Yugoslavia
(Tercer tiempo)
El cuatrimotor de Cubana de Aviación despegó perezoso aquella noche de 1969 en un largo itinerario con escalas técnicas en
Halifax, Shanon y Praga. En el aeropuerto internacional de la
capital checoslovaca la espera fue de dos horas, a lo que se sumó
el extravío de una maleta, para luego proseguir hasta Belgrado,
“donde alguien los estará esperando”, de acuerdo con la última
instrucción que les dio en La Habana Samuel Fontán, el director
de la Empresa Portuaria.
–Bencomo, dígame sinceramente: ¿qué coño hago yo aquí?
El mulato de pelo canoso respondió primero con una carcajada que rebotó en las paredes y asombró a más de uno de los
europeos presentes, y después repitió lo mismo que Fontán dijo
cuando designó a José Antonio para el pomposo cargo de Jefe de
Operaciones Navales de la empresa.
–Jose, conmigo estás aprendiendo el negocio de las dragas, te
lo he dicho muchas veces.
–Bencomo, pero si yo de esto no sé absolutamente nada.
–¿Y tú crees que yo sabía algo cuando comencé?
–Pero usted comenzó como se debía: fue marinero, patrón de
areneros y después de dragas.
–Sí, es verdad, pero ocurre que la Revolución también se hizo
para que ustedes los jóvenes no pasen el mismo trabajo que nosotros. ¿Estoy equivocado?
Los dos llevaban media hora sentados en la misma sala y
Bencomo, gordo, fumador empedernido de tabacos, mantenía
imperturbable su buen humor, aunque sabía que en ese momento
su única maleta de viaje volaba en otra dirección. Un año antes
le situaron a José Antonio como ayudante y cada día se identificaba más con él. Tenía la convicción de que a este le importaba
poco su destino naval, pero a pesar de ello le enseñaba cuanto
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sabía, con la esperanza contribuir, a la larga, a que el joven se
encaminara definitivamente en la vida.
Una cubana treintona los identificó cuando José Antonio
comenzaba a inquietarse y después de los saludos, un Peugeot
con placas diplomáticas los trasladó por el tráfico enloquecedor
de Belgrado hasta el hotel Slava, donde los tres volvieron a separarse. Ella se encargaría de reclamar la maleta perdida, de cambiar en dinares los cheques de viajeros y los recogería tarde en la
noche, a fin de que cenaran con su familia. Ellos, entretanto, se
acomodarían en sendas habitaciones del quinto piso del hotel y
tratarían de reponer fuerzas después del largo viaje y el cambio
de horario.
Él y Bencomo llegaban a Yugoslavia con una misión importante: un comprador del ministerio cubano de Comercio Exterior insistía en invertir un millón cien mil dólares en una draga
yugoslava. La oficina comercial cubana en Belgrado aprobaba
la transacción, pero el director de la Empresa Portuaria, a la
cual iría a parar finalmente el equipo para su explotación, tenía
información detallada de una entidad británica que vendía con
mayores avales de tecnología y mercado, y a menor precio. Por
esa razón, el director Fontán habló personalmente con el Ministro y logró que el acuerdo con los yugoslavos no se cerrara hasta
que sus especialistas, Bencomo y José Antonio, dictaminaran
la conveniencia de la compra. En momentos en que el comercio
exterior cubano estaba herméticamente centralizado por el Estado, muy contadas veces los destinatarios de las importaciones
podían participar en la gestión de compra en el mercado mundial y todo era posible, hasta la adquisición de una barredora
de nieve en algún “país hermano” de Europa, que terminaría
engrosando el anecdotario nacional desde cualquier oscuro almacén de la Isla, como tributo caribeño a la estupidez. De ahí que
Fontán seleccionara al mejor de sus especialistas y le indicara
que llevara a su ayudante. Bencomo asumió la encomienda sin
reparos y José Antonio con gusto, aunque otros directivos de la
empresa trataron de torpedear su viaje, alegando que él llevaba
muy poco tiempo en el cargo. No obstante, cuando fue designado,
José Antonio prácticamente acababa de regresar a La Habana
luego de participar en la zafra azucarera en la zona pantanosa
de Camagüey, donde logró destacarse como jefe de un batallón
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de macheteros, y ese hecho, más que todo de trascendencia política, fue manejado muy bien por Fontán para neutralizar a los
directivos inconformes con su viaje.
En 78 horas Bencomo y José Antonio recuperaron la maleta
extraviada y asistieron a largas y tediosas reuniones con ejecutivos yugoslavos, recorrieron algunos de los muchos lugares bellos
y repletos de historia de la ciudad y solo les faltaba observar las
dragas en operaciones.
–Esas máquinas no tienen nada que ver con el Mar Caribe.
–Eso quiere decir que nada de compra.
–No te precipites, muchacho, vamos a verlas trabajar en su
medio natural. –El viejo marino había conformado su criterio inicial examinando planos y escuchando a los empresarios,
y se había percatado de que el funcionario cubano de la oficina
comercial en Belgrado, que siempre los acompañaba, se inclinaba a favor de la oferta yugoslava. En realidad, los comerciantes
isleños en Belgrado estaban interesados en cerrar algún contrato para prestigiar su trabajo y atenuar las críticas permanentes
de sus camaradas diplomátícos.
En tres días, los recién llegados conocieron a todos sus compatriotas y hasta les alcanzó el tiempo para escuchar algunas
de sus confidencias. Los diplomáticos criticaban a los funcionarios comerciales por considerar que se “pasan la vida vacilando”,
y los otros eran del criterio de que sus compañeros “en vez de
estrechar relaciones con el gobierno yugoslavo, lo que hacen es
complicarlas todavía más”. Solo Luis Navas, médico de profesión
y embajador por circunstancia, lograba mantener el equilibrio.
Para José Antonio, nada justificaba una división como aquella,
que trascendía a los yugoslavos, mientras Bencomo escuchaba a
todos, asentía a unos y a otros, paseaba con ellos, pero no tomaba partido por bando alguno. Él sabía perfectamente lo que Fontán esperaba, y lo único que le preocupaba, 78 horas después de
su llegada a Belgrado, era el sentido de uno de los comentarios
escuchados.
–Fíjate, Jose, lo que vinimos a hacer aquí está claro, los líos de
esta gente no nos interesan. Fidel dice que el socialismo yugoslavo nada tiene que ver con nosotros y sus razones tendrá.
–Sí, si yo estoy de acuerdo. Lo que me parece jodío es que
existan tantos líos entre tan poca gente.
29
–La vida es así y los cubanos somos muy especiales, pero no
te pongas a apoyar a ninguno de los bandos, que nos quedan
cuatro días en este país y vale la pena disfrutarlos.
–Bueno, yo no sé usted, porque desde que le devolvieron la
maleta con la ropa supuse que iba a moverse más por Belgrado,
pero en lo que a mí respecta, no quisiera ni dormir.
–Por cierto –agregó Bencomo– anoche Alberto...
–¿Cuál es Alberto?
–El del bigotón.
–Ah, sí, el que se puso a tirarle fotos a la embajada americana
desde el carro –dijo José Antonio y mordió una manzana fresca
comprada poco antes por su jefe.
–Ese mismo. Anoche me estaba comentando, no sé si en broma o en serio, que tú andas muy suelto por ahí.
–¿Y eso qué tiene que ver?
–No sé, me pareció que el tipo es un poco policía o tiene complejo de eso. –Bencomo extendió la mano hasta el paquete de frutas y cogió otra manzana.
–Coño, pero a mí nadie me dijo en La Habana que para salir
a la calle aquí tenía que hacerlo con alguien. ¿O es que ese tipo
tiene miedo de que me quede en Yugoslavia?
–No, no, él no dijo nada de eso, solo te alerto porque aquí nosotros representamos también a la Revolución.
–¿Y qué? ¿He hecho algo incorrecto? ¿No estoy haciendo todo
lo que usted me indicó?
–Sí, es verdad, pueden ser cosas de viejo –respondió Bencomo
desde el umbral de la puerta.
En la Isla se había sobrepasado la etapa de los sabotajes callejeros diarios y de los grupos armados en las montañas, pero el
hostigamiento desde la Florida no cesaba y mucho más desde
que el gobierno de La Habana se transformó en pieza clave de la
confrontación Este-Oeste, apoyando a Moscú. “¡La CIA actúa en
cualquier parte!”, “Silencio: ¡el enemigo escucha!”, eran algunas
de las consignas oficiales y parecía inevitable, cuando abandonaban temporalmente la enorme ostra en que se había transformado su país, que muchos cubanos se sintieran siempre vigilados. Era un hecho probado: la Agencia Central de Inteligencia
(CIA) de Estados Unidos había hecho de Fidel y su Revolución
una obsesión, y los cubanos, por su parte, eran obsesivos con la
30
CIA. “Ellos acuden a todo para minarnos por dentro”, insistía la
prensa nacional y siempre, en la propaganda omnipresente de la
Revolución, se hablaba de que en el exterior la CIA solía reclutar
utilizando como medio a mujeres rubias y seductoras. Y allí, en
Belgrado, muchísimas mujeres eran rubias.
…
Corría el domingo y aquello no podía ser casualidad. La primera vez que notó las miradas de aquella mujer fue durante uno
de los desayunos con Bencomo en la cafetería del hotel. En la
segunda oportunidad se sentó en el salón principal frente a él.
Estaba acompañada por un matrimonio cuarentón, lo observó
varias veces y al levantarse los tres entre risas y en dirección al
bar, ella dejó como al descuido, sobre la mesa de patas cortas y
cristal grueso, la inconfundible llave de una habitación. Pasó un
par de minutos y solo después José Antonio reaccionó, tomó la
llave, leyó el número 707 y se encaminó al bar.
–Señorita.
–¿Sí? –respondió ella.
–Olvidó esta llave.
–Oh. Muchas gracias, soy bastante distraída –respondió en
un español con acento–. Pero... ¿quiere acompañarnos?
–No, gracias. Debo marcharme ahora. –Iba a decir “otra vez
será”, pero no se atrevió.
Pasaron los días, la buscó con discreción por todas partes
cuando se quedaba solo en el hotel, y en la tercera ocasión que se
encontraron ella lo abordó.
–Déjeme adivinar: usted es dominicano –comentó a modo de
buenas tardes. El domingo resultaba monótono y al fin Bencomo
se había decidido a caminar por la ciudad.
–No. Soy cubano.
–¿De Fidel Castro?
–Sí, de Fidel Castro. Y tú, ¿eres yugoslava? –preguntó José
Antonio pasando de la cortesía a la confianza.
–Sí, nací aquí, en la ciudad.
–Eres la tercera yugoslava que escucho hablar español –continuó él, y casi sin darse cuenta se hallaron sentados, uno al lado
del otro, en el confortable salón principal del Slava.
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Pidieron cerveza alemana que él pagó, hablaron como dos
viejos amigos que se reencuentran, y en un giro cuidadoso que
ella imprimió a la conversación, lo invitó a caminar por las
calles de la ciudad. Juntos se adentraron en la avenida repleta de comercios que desciende desde un costado del hotel, ella
como guía turística complacida y él satisfecho de su hombría.
En poco más de una hora de andar despacio y de repetir las
rondas de cervezas en dos cafetines, las manos se rozaron, las
piernas se tocaron y las miradas y los gestos se cargaron de
intención. La lluvia los sorprendió en el camino y los obligó a
protegerse como pudieron, a apretarse con delicadeza y ocurrió
lo inevitable: una mano de ella buscó la suya y sus pechos sueltos pugnaron por atravesar el pulóver de algodón negro empapado por la lluvia, en contraste maravilloso con la piel blanca
y tersa. Después sobrevino la locura. El regreso en taxi, el vestíbulo del hotel, ella solicitando la llave número 707, él con las
dos manos en los bolsillos del pantalón para ocultar lo inevitable, el ascensor pequeño y lento, la habitación oscura y algo
fría, la cama tendida, y al final un desahogo animal. La vio en
todo su esplendor: los pechos terminaban en enormes pezones
rosa-oscuro, las piernas eran largas pero llenas, el triángulo
frondoso de rubia legítima, los labios finos y los ojos grandes,
de un chispeante color azul-celeste. Hablaron, fumaron, rieron
y cuando ella volvió a acariciarlo lentamente en el comienzo
de una masturbación que nunca terminó, las palabras entrecortadas de los dos brotaron, unas en la más lujuriosa lengua
de Cervantes y las otras en eslavo. La noche se adueñó de todo
y ella se ocupó de prender la lámpara mientras ambos lucían
exhaustos. Fue exactamente en ese momento cuando cogió el
pasaporte de José Antonio, que estaba sobre la mesa, e hizo un
gesto que sorprendió a su amante.
–Eh. ¿Qué haces, Mireya?
–Cobro mi trabajo –respondió con la billetera en sus manos,
con el mismo desenfado con el que hablaba y se movía desnuda y
felina por la pequeña alcoba.
La luz era tenue, la penumbra se hizo insoportable y desde lo
más hondo de su ingenuidad José Antonio gruñó como un niño
desconcertado: –¡¿Qué tú dices?!
–¡Que cobro mi trabajo, hombre!
32
–¡Coño, si solo eres una puta! No vas a cobrar ni cojones. Voy
a llamar a mi embajada –dijo, al tiempo que ella se dejó caer en
la cama cubierta solo por un ataque de risa que lo confundió primero y después lo ruborizó.
Mireya recostó la cabeza en la almohada sin dejar de reír,
porque aunque no era la primera vez que enfrentaba algún problema a la hora del cobro y nunca le había dedicado tanto tiempo
a un cliente, tampoco había tenido que responder a una reacción como aquella. José Antonio hizo un gesto como para hacerse
del teléfono y ella le atrapó los testículos con una mano. –Llama, hombre, llama y di también que te traigan unos güevos de
repuesto. –Sin soltarlo, rió todavía más y fue entonces cuando,
lentamente, José Antonio comenzó a regresar a aquella habitación pequeña, se dejó caer al lado de la compañera de ocasión y
durante largos minutos permaneció inmóvil, con la vista clavada en un lugar imaginario.
–¿Por qué te pones así? –preguntó ella con un tono de súplica
al que siguieron varias confesiones. Ni se llamaba Mireya, ni
vivía en Belgrado. Buscaba sus clientes a partir de un acuerdo
verbal con los empleados del hotel y, si bien estudiaba lenguas
romances en un instituto estatal, todos los fines de semana y en
vacaciones se trasladaba de su pueblo a la ciudad a buscar los
dólares que necesitaba para consumar el sueño de viajar a Alemania Federal a encontrarse con su novio. Irina tenía 27 años de
edad, tres más que José Antonio, y desde que él y Bencomo llegaron al hotel supo que eran cubanos y que pagaban sus cuentas
en dinares, pero no obstante la pobre solvencia decidió acercarse
porque él tenía un perfil parecido al de su novio, emigrante griego, y porque nunca había conocido a un cubano y sobre ellos se
hablaba mucho en Yugoslavia. –Me gustas –concluyó la joven y
prendió un cigarrillo.
–Pásame otro, ¿quieres? –respondió él sin reparar en el cumplido y presentó sus cartas credenciales. En Cuba, ellos, quiso
decir los revolucionarios, habían acabado con la prostitución, pese
a que su Isla había sido conocida como el “prostíbulo del Caribe”
y él, en particular, se había jurado que nunca le pagaría a una
mujer para llevarla a la cama. Se identificó con ella porque le gustó, de ahí su confusión y su ridículo–. Yo no conozco tu país, Irina, pero nosotros queremos otra cosa para Cuba –apuntó, y luego
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desgranó un rosario de comentarios políticos acerca del bloqueo
estadounidense, la independencia de la patria, la igualdad social
entre hombres y mujeres, la lucha de clases, la dictadura del proletariado y la sociedad nueva.
Ella lo escuchó en silencio y con asombro, como si tuviera a
su lado a un ser escapado de una galaxia lejana. Le gustaba verlo gesticular, apasionarse cuando hablaba y la incitaba todavía
más su cuerpo delgado, fuerte y ágil. Él siguió con su discurso y
ella le acarició el pelo, lo besó muchas veces en el cuello, llevó las
manos del joven a la maraña rubia que imperaba entre sus piernas y cuando las amarras de la ideología volvieron a ser rotas,
José Antonio la poseyó por delante y por detrás, hasta que tarde,
muy tarde, debieron despedirse.
…
Bencomo y José Antonio finalizaron su misión el día previsto,
pero permanecieron en Yugoslavia dos más para combinar vuelos. Pudieron ver en operaciones a los pequeños equipos, aspirando arena en ríos apacibles, y después de esa demostración el
marino no tuvo duda alguna de que la compra sería una locura.
En la Isla se necesitaban dragas sólidas para labores en el mar
y las bahías, y así lo informó al embajador Navas y a González,
el funcionario comercial. El primero no presentó reparos. Sabía
que Bencomo no contaba con estudios universitarios, pero sí con
una larga experiencia en el negocio. González se quedó insatisfecho y durante seis meses consecutivos, a espaldas de Navas,
empleó todo tipo de argumentos ante su ministerio en La Habana a fin de que la adquisición se realizara en su plaza.
Los días extras en Belgrado sobraron para que Bencomo y
su asistente se dedicaran de lleno a un nuevo rito que practicaba cada cubano que podía viajar al exterior en misión oficial
o de trabajo, con independencia de la edad, el sexo o el rango
que tuviera, desde que los almacenes en la Isla comenzaron a
vaciarse y la libreta de abastecimiento hizo su aparición. Fueron
de tienda en tienda y de almacén en almacén, acompañados por
la traductora de la embajada, a fin de comprar para ellos y sus
familias algunas de las muchas cosas que empezaban a escasear
en el país.
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A José Antonio le alcanzaron los dinares gracias al desprendimiento final de Mireya-Irina, a quien no habría podido pagarle de ningún modo tantas horas de deleite. A Dora, su esposa,
le compró cuanto pudo y a su hijo Abel le llevó zapatos, ropa de
invierno y hasta un simpático muñecón inflable que encontró en
ofertas de liquidación.
Por la solidaridad de sus compatriotas, no obstante la controversia entre los bandos, el tiempo se les multiplicó, y de Belgrado llegaron a verlo casi todo, sin descontar los contrastes de
un socialismo singular en el que florecían la propiedad estatal,
cooperativa y privada, mientras el gobierno de Josip Broz Tito
condenaba la guerra norteamericana en Vietnam y al mismo
tiempo convocaba a su pueblo a recibir en las calles a astronautas estadounidenses.
Pero todavía les faltaban cosas por conocer en el país europeo. El mismo día que los dos se disponían a regresar a Praga,
Alberto, el diplomático del bigote espeso, citó a José Antonio a su
oficina, sin comunicarle nada a Bencomo.
–Creo que te fue muy bien por aquí. ¿Verdad? –comentó sin
preámbulo cuando tuvo al joven en su despacho.
–Sí. En realidad no tengo quejas, he aprendido mucho y todos
ustedes han sido un gran apoyo, tanto para Bencomo como para
mí –respondió José Antonio algo preocupado ante la perspectiva
de llegar tarde al aeropuerto.
–Lo sé, pero no quería que te fueras sin comentarte algo: los
revolucionarios cubanos no vamos por el mundo templándonos
putas. –Alberto habló sin alterar el tono de su voz, pero con la
fuerza suficiente para impactar al joven e indagar después si
Mireya-Irina se había interesado en el trabajo de él y Bencomo,
en la labor de la embajada cubana o en cualquier otro tema que
pudiera servir al enemigo.
Una vez más, José Antonio había sido sorprendido, y respondió con frases cortas al interrogatorio.
–Que lo que pasó aquí te sirva de experiencia para que no se
repita –concluyó el funcionario, sin dar la más mínima explicación sobre la forma en que había conocido el romance coyuntural
del cubano en la humedad de un domingo de Belgrado.
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II
El túnel
(Primer tiempo)
Jadeo, transpiro a chorros. La camisa de mezclilla azul de contiendas anteriores se funde con el torso empapado, el pantalón
enfangado me pesa y siento como si quisiera caerse por el tirón de
una fuerza de gravedad multiplicada. Me falta menos. Voy en la
vanguardia junto con el viejo Serafín y no quiero quedarme atrás,
donde viene el resto de la gente y desde donde ahora se sienten
menos risas y jaranas porque el cansancio agota, porque llevamos
20 días en lo mismo, porque estamos hasta el último pelo de fango
y madrugones, de levantarnos a esa hora cuando el aire frío lacera los huesos y dispara el deseo de seguir durmiendo.
Llegamos a lo último de la plantación y casi al mismo tiempo
el viejo y yo nos sentamos sobre la hierba verde y el suelo arcilloso de la granja estatal, a la cual cientos de habaneros hemos
venido como peones voluntarios en uno de los planes de emergencia diseñados por las autoridades para hacer frente a la crisis. De
nuevo secretarias, ingenieros, médicos, periodistas, panaderos
y tenderos volvemos al campo siguiendo otra consigna de Fidel
Castro, aunque ahora no se palpa el entusiasmo de los años 60,
cuando casi todo estaba por hacer y se soñaba con un país distinto, de igualdad social, libertad, justicia y bonanza.
Serafín y yo hemos hecho esto y mucho más en plantaciones
de caña de azúcar, en cafetales sombreados, en espinosos y tupidos campos de marabú, que se reproducen con mayor velocidad
que las buenas plantas. En el tabaco, en la papa, la malanga, el
boniato, en la siembra de pangola, cuando un sabio francés dio a
los cubanos su técnica para ahorrar pienso y dinero en la alimentación del ganado, y muchos muchachos comenzamos a sembrarla a mano, riéndonos del sol y de la lluvia, quemando juventud,
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sin sospechar que después otros hombres que no eran científicos
ni franceses le quitarían la razón al sabio y, poco a poco, lentamente, como si cumplieran un plan endemoniado, dejarían que
todo se malograra.
–Esta gente pierde mucho tiempo hablando y haciendo chistes –comenta Serafín una vez más y se empina la botella con
agua tibia que solo sirve para humedecer la garganta.
Ambos hemos cumplido con el ritual del agua y yo prendo un
cigarrillo de la caja que mantengo bien guardada entre mis pelos y
la gorra militar verde olivo que me acompaña siempre en jornadas
similares. No respondo porque lo he escuchado comentar lo mismo
cada minuto, y porque estoy cansado y en estos días he hablado
contadas veces. Me he transformado en una especie de asceta.
Prefiero escuchar, reírme en ocasiones y sobre todo, pensar.
–Ustedes sí son vanguardias –dice con ironía la pequeña y
negra Patria cuando el grupo de rezagados se nos une.
Todos llegan sudorosos. Todos se dejan caer sobre la hierba y
todos cumplen el ritual del agua tibia. Norberto pela una naranja con los dedos y Clara se tumba sobre el suelo y suelta un suspiro filosófico: “Ay, como perdemos el tiempo”.
–Chica, no pienses en eso que ya terminamos –replica Patria,
la más joven del grupo, la más llamativa de frente, de espalda y
de costado. Norberto ha terminado de pelar su naranja y ella le
pide la mitad. La brigada está completa ahora en la parte norte de la plantación de yuca, que se pierde entre la mala hierba.
Hemos hecho lo posible, pero la amenaza se mantiene.
–Es que para esto hay que ser campesino y resulta que los
cabrones, como buenos empleados del Estado, a esta hora ya
están bañaditos y sonrientes en el parque del pueblo porque se
ganaron el salario del día. Eso nada más se ve en Cuba –interviene el viejo.
–Coño, Serafín, pero esa historia es antigua y la conoce todo
el mundo. ¿No llevamos 30 años en lo mismo? ¿No se ha demostrado que quien solo puede trabajar por un salario toda la vida
sin otros horizontes se vuelve autómata? –replica Norberto y
propicia el regreso a los mismos comentarios de días anteriores.
Aquí, en la finca estatal del sur de La Habana estamos nosotros, como parte de un ejército de habaneros que ha dejado sus
casas y sus oficinas por períodos de 15, 20 o 30 días para ir a las
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cosechas de viandas. Atrás volvieron a quedar familias, costumbres, comodidades. El país está paralizado y hay que alimentarse. De la Unión Soviética, que dejó de existir, no llegarán más
las carnes enlatadas que antes sobraban, ni el petróleo en abundancia, ni la manteca en toneles. No hay dinero para importar
alimentos, ni para comprar leche ni zapatos. Crece una crisis
profunda y ninguno de nosotros puede descartar que mañana,
al regresar a la ciudad, el almuerzo en familia sea sustituido
por una olla colectiva. Pero seguimos aquí. Serafín, militante
del Partido Comunista, dio el paso porque le tocaba el turno en
la lista que hizo su organización de base. Dijo presente porque
le dio la gana, porque nunca se quedó en la casa cuando pensó que la Revolución necesitaba de él. Está aquí “porque es un
come-en-cubo”, como le decimos sus compañeros, siempre que en
el almuerzo y en la cena disputa una segunda ración, algo que
solo se puede hacer en estos campamentos improvisados. Pero
también está Patria, integrante de la Juventud Comunista, que
vino porque le correspondía, porque hay que hacerlo, porque es
un atributo del momento. Y están Norberto, Clara y los demás,
comunistas o no, que llegaron a la granja por razones similares, y porque no quieren permanecer acoquinados ante lo que les
depara el presente y el futuro inmediato, porque no se sienten
bien a la caza de una justificación para no ir al campo. También
cuentan los que intentan preservar sus puestos de trabajo ante
presiones y riesgos políticos, e incluso aquellos a los que les gusta la vida de albergue, aunque todos, desde el viejo Serafín hasta
la pequeña Patria, sabemos, intuimos o sospechamos que perdemos el tiempo. Es mucho más lo que se deja de hacer en los campos que lo que se hace. Es mucho más lo que roba la gente ahora
que un plato de papas cocidas es manjar de lujo, que lo que se
distribuye en los mercados estatales. El gobierno asegura, jura
que con ese esfuerzo de miles de mujeres y hombres en todo el
país, las viandas y sobre todo los plátanos llegarán a ser tantos
que alcanzarán para satisfacer la demanda interna y exportar.
Pero aquí, en esta granja, pocos creen en la promesa.
Emprendemos la caminata de regreso al campamento y no dejo
de preguntarme adónde conducirá tanta contradicción. Recuerdo
los comentarios burlones de algunos amigos, para quienes estas
movilizaciones “son otra manera de mantener a la gente entre38
tenida”. Rememoro la tarde en que mi amiga Delia preguntó
horrorizada si yo pensaba que cuando cayera la Revolución a los
revolucionarios nos iban a concentrar en el Parque Latinoamericano para matarnos, como hizo el régimen de Pinochet en Chile y
decía un periódico Miami Herald que ella tenía entre sus manos.
Me he vuelto un hombre de pocas palabras y de muchas preguntas por responder cuando los 50 años de edad están al alcance de las manos y mi familia, mis amigos, mis conocidos, mi país
y yo nos adentramos en un túnel peligrosamente oscuro.
El último verano
(Segundo tiempo)
Transcurrió el verano sin que los Ballester Guerra alcanzaran a
comprender que con él se había ido para siempre la etapa de las
órdenes paternas a José Antonio, y cuando recomenzaron las clases, muchos y definitorios acontecimientos afloraron en la Isla. El
muchacho no llegó a rebelarse contra la decisión de viajar a Boca
Ciega porque las circunstancias obraron a su favor. El padre decidió no apartarse de los negocios ni para descansar pues las ventas
crecían aunque el acontecer nacional se caldeaba.
El gobierno de transición saltó en pedazos luego de que Fidel
Castro anunciara su decisión de renunciar como Primer Ministro porque funcionarios del gabinete, en su opinión, “impedían la
adopción de las leyes revolucionarias” que reclamaba el momento. El anuncio de la renuncia fue suficiente para que miles de
personas se lanzaran a las calles a demandar la continuidad del
líder.
–Es la chusma la que sigue a esta gente –escuchó decir
José Antonio al médico de la familia, después de un almuerzo.
Domínguez y los Ballester Guerra eran viejos amigos y resultaban habituales las tertulias en Santos Suárez o en las residencias que el eminente cirujano tenía en El Vedado y en la playa
privada La Veneciana, al este de La Habana.
–Yo pienso que estás equivocado. Es perfectamente lógico que la gente siga a Fidel, es como si él fuera la esperanza
–replicó Manuel, acariciando con suavidad el habano que pronto encendería. María servía café fuerte en el portal y José
Antonio escuchaba.
39
Las conversaciones en las capas medias de la sociedad se
inclinaban a favor de las transformaciones y más aún cuando la
alternativa a los cambios era el contraataque de los batistianos,
refugiados en la Florida y en Santo Domingo, bajo la protección del general Rafael Leónidas Trujillo. Con la constitución
del segundo gobierno disminuyeron en 30 % las tarifas eléctricas y comenzó el entrenamiento militar de civiles. Los de a
pie se entregaban al llamado de los rebeldes y los encumbrados
se escindían entre quienes actuaban para detener el torrente
de leyes nacionalistas y los que se esforzaban por interpretar
el porvenir sin disminuir el respaldo al gobierno, en la misma
medida en que ampliaban estratégicamente sus cuentas bancarias en el exterior.
…
En el patio interior de los Maristas, los aspirantes a bachilleres hicieron filas y crearon un mosaico de uniformes de camisas
color azul añil, corbatas blancas y pantalones caqui. Al frente de
los jóvenes se situó cada profesor-hermano-cura con las sotanas
negras de diario y crucifijos también negros ribeteados en dorado. La bienvenida fue sobria y la entrada a las aulas, silenciosa. En el Quinto Año todo transcurrió con relativa normalidad.
Los alumnos sabían que pronto estarían listos para continuar
cursos superiores en la universidad católica de Villanueva, en la
pública de La Habana o en cualquier casa de altos estudios fuera
del país. En Cuarto y Tercer años se registraron unas cuantas
deserciones académicas, casi todas por “viaje imprevisto al exterior”, según decía la documentación docente, y en los dos primeros, el nivel de matrícula resultó aceptable para la institución,
que tenía dependencias en varias localidades más. La preocupación principal de la dirección se proyectaba en otro sentido.
El hermano Francisco seguía al detalle los acontecimientos
fuera de los altos muros que enmarcaban la escuela. Estaba a
gusto en el Caribe y de la Guerra Civil en España casi nunca
hablaba, pese a haber participado en el bando de los vencedores, al igual que buena parte del clero católico radicado en Cuba.
Francisco hasta contaba con una especie de itinerario pormenorizado de las acciones y desplazamientos del Primer Ministro.
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Pensaba que conociendo al líder podría saber con anticipación el
rumbo del país.
–¿Qué tal de vacaciones, Ballester?
–¿Cómo está, hermano? Bien, la pasé muy bien, aunque fueron distintas a las anteriores.
Otra vez el director se acercaba a alguno de los alumnos que
atraían su atención. José Antonio se disponía a emprender el
regreso a su casa y la presencia de Francisco lo tomó por sorpresa. –¿Y por qué fueron distintas?
–Me dediqué más a los scouts. Por primera vez no fui a la playa con mis padres y vi incluso a Fidel de muy cerca.
–¡No me diga!, y respóndame: ¿qué le parece a usted el señor
Castro?
–Bueno, hermano, en casa se le respeta y a mí me parece que
está haciendo cosas buenas con la gente más pobre. Seguro que
usted sabe que piensa traer a los guajiros para que conozcan La
Habana.
Francisco se mantuvo inmutable y no consideró oportuno proseguir con el tema. –Sí, parece que está haciendo cosas interesantes –respondió, y volvió a instar a José Antonio a aprovechar
el tiempo de estudio. Le dio una palmada en el hombro derecho
en señal de despedida y reemprendió su andar por la institución.
Al director le había parecido un signo positivo que el segundo viaje al exterior de Fidel fuera a Estados Unidos, pero no le
daba buena espina la frialdad con que lo acogió el gobierno norteamericano. Estaba convencido de que de los vínculos entre los
revolucionarios y Washington dependía otra clave del futuro.
Durante el régimen de Batista, a Francisco no le resultó difícil
mantener la neutralidad de la escuela. Algunos conatos de huelga, la suspensión de una jornada de estudios cuando comandos
universitarios asaltaron el Palacio Presidencial, varios maestros
laicos simpatizantes de los rebeldes y la intranquilidad de algunos estudiantes de los años superiores, pero nada que realmente
violentara la política de la entidad. En los institutos públicos los
acontecimientos fueron distintos, turbulentos, y por ello el director se ufanaba del control que pudo mantener en los Maristas,
aunque le preocupaba el porvenir. Vio como José Antonio se alejó
en compañía de otros alumnos y supuso que, si fuera necesario,
con la ayuda de Dios y la experiencia acumulada, podría hacer
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frente a cualquier huracán. “Por suerte –pensó– los alumnos
que opinan como Ballester en cuanto a Castro son contados y
los estudiantes de los años superiores no tienen la costumbre de
sostener largas batallas políticas en el interior de la escuela”.
…
Al sol reverberante y a las rumbas del verano se adicionaron
otros atributos llegados con los fusiles rebeldes. Ingredientes destinados a cuajar con el ejercicio más generalizado de la política,
semillas que fueron sembradas en el alma de la nación y germinaron entre guarachas y risas, en largas caminatas de entrenamiento militar, en trincheras abiertas a pico y pala, en los cortes
de caña con machetes que rajaron manos de escribanos y señoritas, en el sexo puro u ocasional en la maraña del monte, en el
aguardiente repartido entre muchos. El verano se ensanchó, se
resquebrajaron clubes y playas privadas, empleadas domésticas
y oficinistas salieron a las calles a hacer algo distinto, bancarios,
telefónicos y jóvenes universitarios se sumergieron en el aprendizaje del armamento viejo del que se disponía a fin de defender la
gestación de una utopía, amas de casa y flautistas coincidieron en
las manifestaciones públicas, y hasta los campesinos sin tierra,
los guajiros de los chistes urbanos, trascendieron la manigua.
–Mañana a las seis los espero a todos en el patio de carga
de la Terminal Central de Trenes. Habrá mucho que hacer, así
que quiero la mayor puntualidad –ordenó el capitán Bernardo
Martínez a la tropa de scouts, formada en esa ocasión en la Fortaleza de La Cabaña, donde Ernesto Che Guevara mantenía su
comandancia y decenas de militares batistianos esperaban juicios sumarios.
El gobierno había convocado a los campesinos a reunirse en
la capital para dar una demostración de fuerza y el comandante
Camilo Cienfuegos tenía la responsabilidad de que la concentración popular cumpliera su cometido. Fue la primera vez en medio
siglo de República que se vio algo igual: hombres de manos callosas y vejez prematura, a caballo, con fusiles o machetes en mano,
dando vivas a la Revolución, y también por primera vez, cientos
de familias habaneras poniendo sus casas, amplias o estrechas,
a disposición de los recién llegados.
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–Jose, yo no entiendo bien. ¿Qué tienen que hacer ustedes?
–Mami, ayudar al traslado de los guajiros.
–Pero si para eso hay cantidad de gente del ejército, del 26 de
Julio...
–Sí, pero no alcanza la gente. Date cuenta de que la mayoría
de los guajiros van a poner un pie aquí por primera vez –respondió él.
María, con el instinto especialísimo de las madres, sentía
inquietud por la manera en que la tropa se apartaba de sus orígenes naturalistas y se insertaba en el acontecer nacional. Había
discutido varias veces con su esposo, pero Manuel Ballester no
veía motivo alguno de alarma, ni contaba con el tiempo suficiente
para dedicarle al hijo. Las ventas en La Única subían y la utilización de una tecnología ciento por ciento cubana para hacer papel a
partir del bagazo de la caña de azúcar debía ser perfeccionada.
A las seis de la mañana, entre los pocos miembros de la tropa
que se encontraron con el jefe en el lugar señalado estaban José
Antonio, Tico, Taco y Róger. A las siete las patrullas pudieron
ser formadas, pero no fue hasta después de las 12 del día que
llegaron los primeros convoyes con su excitada carga humana. A
partir de esa hora la jornada transcurrió febril, auxiliando a los
recién llegados para que abordaran los camiones y ómnibus que
los transportarían hasta las residencias eventuales.
–¿Almorzaron? –preguntó Martínez a José Antonio y sus
compañeros, quienes no descansaron un segundo tras la llegada
del primer vagón. El capitán vestía el uniforme de la policía y
reflejaba cansancio.
–No, capitán –respondió Tico.
–Bueno, pues apúrense, allí están entregando algo.
La reacción de los muchachos fue rápida y los jugos de frutas enlatados y varios emparedados resultaron suficientes para
reponer las fuerzas.
–Señores, esto es de pinga, estos guajiros son más brutos que
el carajo –Róger abrió la conversación.
–Les voy a decir una cosa –replicó Tico–, a mí esta comemierdá de guajiros y camiones no me gusta nada, así que en cualquier momento me voy pa’l carajo.
–Caballeros, pero no estamos perdiendo el tiempo, estamos
ayudando a esta gente –intervino José Antonio.
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–Yo pienso igual que Tico –dijo el hermano–, aquí hay más
gente de la cuenta. Hay un calor insoportable y lo único que
hacemos es llevar a los guajiros hasta los camiones y los muy
maleducados ni te lo agradecen.
No obstante las desavenencias, el grupo se mantuvo trabajando hasta las cinco de la tarde, cuando Tico propuso cambiar
de aires sin consultar al capitán. Caminaron en dirección a los
muelles y media hora después andaban con los ojos bien abiertos
por entre las decenas de bares y prostíbulos que bordeaban la
Avenida del Puerto, la mayoría de ellos vacíos a esa hora. Llegaron hasta la Alameda de Paula y allí se consumó la ruptura.
–¿Qué vamos a hacer? Nos estamos alejando demasiado de la
terminal –dijo José Antonio.
–Yo me voy para la casa. ¿Vienes Róger? –Tico fue el primero
en decidir y como ocurría siempre sus palabras resultaron sagradas para el de los dientes grandes. Taco, quien por lo general le
llevaba la contraria a su hermano, esa vez aceptó la decisión.
–Está bien, pero yo me quedo.
–Jose, no le digas nada al capitán.
–Coño, qué pasa Tico –respondió José Antonio, y el grupo
se fragmentó. Volvió sobre sus pasos por la misma avenida y de
regreso a la Estación Central se sumó a otros scouts. Las deserciones habían sido numerosas en la tropa, pero el capitán no se
percató porque en el lugar reinaba una algarabía de locos. Regresaron los jugos de frutas enlatados, los emparedados y cuando la
noche se impuso, José Antonio se las arregló para que lo aceptaran en los grupos que iban hasta la Universidad de La Habana.
En el mismo camión hizo varios viajes desde la terminal hasta el principal centro de altos estudios del país, que parecía más
impresionante que de costumbre. Vio, majestuosa, la empinada
escalinata por la que muchas veces descendieron los estudiantes
a desafiar a la policía, y acogedores sus salones espaciosos. Esos
eran los predios de la Federación Estudiantil Universitaria y el
Directorio Revolucionario 13 de Marzo, y José Antonio se mantuvo allí hasta cerca de la medianoche.
–¡Jose, Jose! –El llamado atrajo su atención hacia la Plaza de
los Laureles, de entre cuya penumbra emergió una figura escuálida, con boina negra, uniforme verde olivo y un brazalete rojoblanco-azul del Directorio anudado en el antebrazo.
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–¡Guille, qué sorpresa! –respondió José Antonio cuando Guillermo Fernández salió de la penumbra con la sonrisa de siempre. Había cumplido 16 años, pero con sus casi dos metros de
estatura y su indumentaria parecía a lo lejos un universitario
más–. ¿Dejaste los exploradores?
–Más o menos. Tú sabes que conmigo no va eso del campo y
las caminatas. A mí me gusta más esto, y como el viejo es responsable de la movilización aproveché y ya llevo una semana en
esta bobería. –El padre de Guillermo, empleado telefónico, figuraba en una lista de presos políticos destinados a ser asesinados
en los días de la fuga de Batista. Por eso todo el tiempo le parecía
poco para dedicárselo a la Revolución y siempre que podía cargaba con su hijo, quien pese a estudiar en el Instituto Édison, rival
de los Maristas en todas las competencias deportivas, había
hecho amistad con José Antonio sin saber que sus destinos estaban llamados a cruzarse con frecuencia–. Y tú, ¿qué haces aquí?
Eres el único boicagao que he visto por la universidad.
–Es verdad. A nosotros nos asignaron la terminal de trenes,
pero me aburrí y aquí me tienes, con un cansancio del carajo y
listo para la partida.
Con el amigo, José Antonio pasó un rato agradable. Escuchó
sus historias burlonas de los campesinos y hasta se interesó en
conocer si él podía unirse también a la federación estudiantil y a
las milicias que comenzaban a ser organizadas en la universidad.
–Jose, eso lo veo difícil. Yo estoy aquí por mi padre, pero en
cualquier momento termina la fiesta. Sabes, los otros días me
prestaron una pistola y pasé bastante rato con ella al cinto.
–Coño, Guille, has tenido suerte, porque la verdad es que a
nosotros, después de las excursiones, todo lo que nos ha tocado
ha sido trabajo y trabajo.
–Tú sabes que unos amigos de mi padre me dijeron que ese
capitán Martínez que los dirige a ustedes es tremendo descarado.
–No, no digas eso, si ese tipo tiene una historia que no la brinca un chivo.
–Yo no lo conozco, solo te digo lo que me contaron, porque
parece que él es miembro de la Triple A, que según los amigos de
mi padre no es otra cosa que un grupo armado que nunca le tiró
ni un hollejo a un chino cuando Batista, y ahora hace méritos
para ver si ocupa algún lugar en el gobierno.
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Por primera vez José Antonio escuchó un criterio adverso de su
ídolo y no dudó en defender la imagen del capitán. Todavía muchos
políticos tradicionales opuestos a Batista esperaban alguna señal
favorable del Palacio Presidencial, aunque ya corrían rumores de
que comandantes claves del Ejército Rebelde propiciaban un pacto entre todos los revolucionarios que incluyera a los comunistas,
contra los cuales había un sentimiento tanto entre los políticos
profesionales, como entre organizaciones armadas que enfrentaron a la dictadura. Se decía incluso que Fidel Castro había pedido la renuncia a la dirección del 26 de Julio en la provincia de
Las Villas, precisamente por el resquemor de esos líderes locales hacia los comunistas. Miembros del Directorio 13 de Marzo
dudaban de la alianza concebida en México en 1954 y fraguada
después en la guerra con el Ejército Rebelde. El Segundo Frente Nacional del Escambray, que bajo la jefatura del comandante
Eloy Gutiérrez Menoyo nunca se subordinó al mando del 26 de
Julio, tenía vedadas las posiciones decisivas en el nuevo gobierno,
y hasta uno de los lugartenientes de Fidel en la Sierra Maestra,
el comandante Hubert Matos, comenzaba a poner en guardia a
sus hombres ante el denominado peligro rojo.
–Guille, en realidad no conozco nada de la Triple A y de todo eso
que tú dices, pero chico, Martínez ha tenido una actuación correcta con nosotros y lo único jodío, bueno ya te lo comenté, es que en
vez de divertirnos como al principio, todo se hace demasiado serio.
–Mira, Jose, en el país están pasando cosas grandes y hay
que abrir bien los ojos. Yo oigo a mi padre y a sus amigos, y por
eso me gusta andar con ellos en el corre pa’quí y el corre pa’llá.
En definitiva, aprendo cosas y me divierto.
La conversación se extendió y los muchachos no volvieron a
separarse hasta bien entrada la madrugada, cuando Guillermo,
su padre y José Antonio regresaron juntos a Santos Suárez en el
auto de Fernández. La calle revuelta seguía ejerciendo su influjo
sobre todos los cubanos.
Azúcar y Britannia
(Tercer tiempo)
Al caer la tarde arribaron nuevamente al aeropuerto de Praga,
una de esas ciudades que parecen inmutables al paso del tiempo,
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con sus cúpulas ancestrales y su gente apacible. Llegaron para
una estancia de 35 horas y se trasladaron en taxi a un hotel
macizo, totalmente distinto al moderno y alegre Slava de Belgrado, donde tenían reservada una habitación para dos. Regresaban a la capital de la República Socialista de Checoslovaquia
un año después de que las tropas soviéticas desembarcaran en la
ciudad, y ese fue el tema que dominó la conversación.
–La operación resultó perfecta. Un comando ocupó la terminal aérea y a partir de ese momento, con precisión cronométrica,
ocurrió el desembarco aerotransportado. Los vehículos artillados
salían disparados a controlar los puntos claves y en poquísimo
tiempo lo dominaron todo. –Mirabal hablaba sin dirigirse a nadie
en particular, como si estuviera viendo de nuevo lo que relataba.
Él era el funcionario designado por la embajada cubana para atender a Bencomo y a José Antonio, gracias a la gestión personal del
embajador Navas, desde Belgrado. A causa del cerco norteamericano, hasta para viajar a Sudamérica en muchísimas ocasiones
los cubanos debían atravesar el Atlántico, llegar a Praga, cambiar
de avión y volver a cruzar el océano en dirección contraria. México era el único país latinoamericano que mantenía relaciones con
Cuba y no siempre podía utilizarse como punto de tránsito. Praga estaba superpoblada de isleños y los acontecimientos de 1968
resultaban de especial interés para ellos.
–¿Hubo muchos muertos, Mirabal? –preguntó Bencomo,
mientras José Antonio seguía la conversación, alternando con
el segundo café de la sobremesa y un cigarrillo Partagás. Ambos,
como muchos de sus compatriotas, compartían el punto de vista
de Fidel Castro, quien respaldó la invasión soviética. La concepción del dirigente cubano partía del criterio de que era preferible
el riesgo de la ocupación al peligro de que Checoslovaquia pudiera ser desgajada del bloque socialista europeo y ello afectara la
correlación internacional de fuerzas a favor del principal enemigo de La Habana, el gobierno de Washington. La Guerra Fría
estaba en su apogeo y ningún oráculo era capaz de presagiar
la victoria de Occidente, la caída del llamado “socialismo real”
en Europa y el unilateralismo estadounidense que se impondría
después.
–Hubo algún que otro muerto, creo. Fueron momentos muy
difíciles, aunque los soviéticos actuaron de una forma cuidadosí47
sima –respondió Mirabal, quien trabajaba como diplomático en
ese país desde 1966.
Después de la sobremesa, los tres hombres se dirigieron al
lobby del hotel y coincidieron con la llegada de la tripulación que
al día siguiente los conduciría de regreso a la Isla.
–¡Semidey! –José Antonio había reconocido al jefe del grupo,
quien al identificarlo avanzó hacia el joven, apartándose de sus
compañeros.
–Jose, ¡qué sorpresa! ¿Qué haces aquí?
–Mira, este es mi jefe y este, el compañero Mirabal, de la
embajada. Bencomo y yo regresamos mañana a La Habana.
–Bueno, pues volaremos juntos –respondió el capitán Alberto
Semidey, toda una leyenda de la aeronáutica civil cubana, quien
conocía a la familia Ballester Guerra desde que José Antonio era
un niño. A los 40 años de edad, él era uno de los pilotos de sólida formación que renunció a varias ofertas para emigrar cuando
un éxodo masivo de médicos, ingenieros, arquitectos y especialistas de otras muchas ramas dejó el país carente de profesionales.
Era además un artífice en el manejo de los viejos aviones modelo Britannia, mientras en todo el mundo pasaba la época de los
aparatos de hélice en viajes trasatlánticos y la Empresa Cubana
de Aviación, por no contar con dinero para comprar otros, seguía
empleando en sus operaciones de larga y corta distancia aquellos
tubos metálicos, incómodos y ruidosos, que al taxear en cualquier
aeropuerto internacional motivaban obligatoriamente asombro y
burla, pero que jamás tuvieron un accidente fatal, aunque dieran
muchos sustos. Esos cuatrimotores que Semidey piloteaba como
un adulto conduce una carriola eran un verdadero reto a la seguridad aérea y en más de una oportunidad dejaron pasmados a
los entendidos. En un avión parecido, comandado por Semidey,
Ernesto Che Guevara hizo en 1964 el periplo africano que se convirtió en antesala de su desembarco como guerrillero en el Congo de Patricio Lumumba. Un Britannia de Cubana le facilitó el
Che al primer presidente de Argelia, Ahmed Ben Bella, y cuando
ocurrió el golpe militar en su contra encabezado por el coronel
Hoauri Boumédiène, a fin de evitar que se perdiera la aeronave,
sin autorización de la torre de control del aeropuerto argelino de
Dar El Beida, y para sorpresa de la terminal moscovita en la que
hizo escala, Semidey condujo el aparato de regreso a La Habana.
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De esas y otras historias de los Britannia, el parco capitán tenía
mucho que contar, aunque pocas veces lo hacía.
Al reencuentro en el hotel de Praga siguió un intercambio
entre el piloto y José Antonio acerca de los estudios universitarios que el joven tenía pendientes, un tema de familia del cual
Bencomo y Mirabal, con discreción, se apartaron. A la mañana
siguiente, la tripulación salió en vehículo propio hacia el aeropuerto y José Antonio y su jefe lo hicieron en ómnibus para
turistas, sin pasar por alto que en el trayecto la checoslovaca
que hacía de guía indicaba con marcada intención, apoyándose
en un español que hablaba perfectamente, las muchas fachadas de la ciudad en las que todavía se observaban los impactos
de proyectiles soviéticos disparados durante la ocupación.
La rubiecita no hacía comentarios adicionales, ni enjuiciaba la
ocupación, solo señalaba e invitaba a mirar a los viajeros, como
para subrayar que no todos los habitantes de la tranquila ciudad
de calles adoquinadas y múltiples plazas repletas de palomas
compartían la invasión, contrariamente a lo que decía la prensa
cubana, aunque Bencomo y su auxiliar estaban más interesados
en regresar a La Habana que en interpretar el mensaje.
Con varias horas de retraso, el cuatrimotor de fuselaje brillante emprendió la carrera obligatoria por la pista principal,
se elevó majestuoso y luego de 12 horas de vuelo, la mayor parte sobre el Atlántico, aterrizó en Gander, Canadá, donde José
Antonio y su amigo Semidey volvieron a encontrarse. El capitán
no tuvo tiempo para invitarlo a la cabina de mando y él no se
atrevió a solicitarlo. Sentía tanto respeto como admiración por
aquel hombre de bigote bien poblado.
A pie, en medio de un frío seco e insoportable, los pasajeros atravesaron la pista del aeropuerto local en dirección a la
pequeña terminal, donde cada cual se acomodó como pudo, porque todos eran cubanos y ninguno llevaba en sus bolsillos dinero que tuviera valor de cambio fuera del socialismo europeo.
El capitán buscó a José Antonio entre los pasajeros y juntos
pasaron al bar. –No te invité a la cabina –dijo– porque este vuelo ha sido muy tenso. A la mitad del viaje por poco tengo que
regresar a Praga.
–No jodas –respondió el joven, sin saber que aquello era algo
rutinario.
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–Por suerte todo lo resolvimos en el aire y ahora los mecánicos hacen lo suyo en tierra y seguiremos hacia La Habana, más
o menos, en un par de horas.
–¿Cambiará la tripulación aquí?
–No. Hoy no. ¿Quieres comer algo?
–No, compadre, ustedes dan tanta comida en el vuelo que me
siento lleno.
–Es una táctica, ¿sabes? Así si se cae el bendito aeroplano,
todos morimos felices –respondió el capitán y ambos rieron.
…
El Consejo de dirección había sido convocado con carácter
urgente en la oficina de amplios ventanales con vista al mar,
sede de la Empresa Portuaria, en la barriada de El Vedado.
La meta de producir diez millones de toneladas de azúcar
en la nueva cosecha era la principal preocupación del país
y desde los líderes políticos hasta los incrédulos estaban al
corriente. El descomunal propósito implicaba la movilización
de millares de personas. Nunca antes en la historia nacional
el sector azucarero había sido lanzado a una aventura comparable. Con ella, el gobierno pretendía garantizar mediante sus intercambios con la Unión Soviética una acumulación
de recursos que a mediano plazo posibilitara incrementar las
producciones de leche, carne y otros renglones de alimentos,
así como aumentar el ritmo anual de construcción de viviendas para dar respuesta a las necesidades de una población
que se multiplicaba. Después de la zafra se esperaba una avalancha de buenas noticias.
Fontán, el director, examinó una por una las obras y proyectos que ejecutaba el grupo bajo su mando y cuando habló no dio
posibilidades a réplicas. –Solo mantendremos trabajando el proyecto de Matanzas. El resto para. Ahora lo fundamental para la
Revolución es producir azúcar.
–Samuel, entonces nuestros compromisos para este año serán
letra muerta –dijo Sierra, el ingeniero principal, quien se debatía entre su formación técnica, la cual le decía que aquella zafra
sería un fracaso económico, y su confianza casi ciega en la audacia política de Fidel Castro.
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–¿No te das cuenta, Sierra, que lo que demanda el país ahora
es producir bastante azúcar y eso no lo logramos sin movilizar
a la mayor cantidad posible de gente? –respondió Fontán haciendo su gesto característico de cogerse las manos por detrás de la
cabeza y mantenerse de esa manera algunos segundos. Poco
antes, le había hecho una pregunta similar al Ministro y este le
explicó no solo la importancia de la meta, sino que la cosecha no
marchaba al ritmo que Fidel esperaba por falta de macheteros y
una pésima organización de la gente que se movilizaba.
De los diez millones hablaban los niños en las escuelas, las
abuelas en la intimidad de los hogares, e incluso los bares y cantinas fueron cerrados, y movilizados hacia los cañaverales los
empleados que pudieran participar. La televisión y las radioemisoras estatales transmitían constantemente spots publicitarios,
el Consejo de Ministros evaluaba la marcha de la zafra día a día
y hasta una orquesta de música popular surgida entonces y que
después impactó en el resto del mundo tomó su nombre de una
consigna repetida sin cesar sobre el reto de los diez millones: “...y
de que Van, ¡Van!”.
–Reynaldo –prosiguió Fontán dirigiendo la mirada al Jefe de
Personal, el único de los presentes que no había hecho comentario alguno sobre el tema de la movilización–, yo iré al frente de
la gente. Deja con los compañeros de Matanzas a todos los que
no puedan ser movilizados, fundamentalmente a las mujeres, y
si cuando regrese Bencomo te dice que irá a la caña, le respondes de mi parte que no. Está muy viejo para esas andanzas y
bastante se ha jodido en su vida.
Reynaldo tomaba notas. Comprendía que la zafra, además de
ser un asunto de estrategia económica, se había transformado
en rasero político, en un país donde todo era una cuestión política. Sabía que especialistas que cuestionaron la validez del proyecto de los diez millones fueron tachados de flojos y separados
de sus cargos, y había aprendido a cuidar su imagen con esmero
de orfebre. –¿Cerramos también la unidad de dragas?
–Sí, es la gente que más puede ayudar, incluso con los camiones y los yipis. También quiero que lleven plantas de soldar y
todo lo necesario para enfrentar cualquier eventualidad técnica.
Además, dile a José Antonio cuando llegue a La Habana que se
presente en mi oficina.
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–Pero él sale de vacaciones la próxima semana.
–Coño, Reynaldo, ¿qué pasa?, ¿todavía no te has dado cuenta
de que esto es una emergencia? Es como si volviéramos a estar en
guerra. Entonces, ¡qué vacaciones, ni vacaciones! Le dices lo que
te digo –replicó el director de la empresa, surgida de la unión de
varias entidades privadas, de donde habían quedado en la plantilla Sierra, Reynaldo, Bencomo y algunos trabajadores calificados.
Fontán era estudiante de Derecho en la Universidad de La Habana cuando se sumó a las oleadas de jóvenes antibatistianos. Al
triunfo de la Revolución lo situaron en el sector de la construcción
y después lo asignaron a la institución que ahora dirigía. Pero
más que un administrador, como por lo general ocurría dada la
indigencia de profesionales en la Isla, Samuel Fontán era un político de nuevo tipo, con la carrera de Derecho por terminar.
Al finalizar el Consejo todos volvieron a sus puestos de trabajo y también la Empresa Portuaria se sumó al delirio que
recorría La Habana. En las terminales de trenes y de ómnibus
nadie descansaba, el movimiento de vehículos por las carreteras resultaba constante y las Fuerzas Armadas Revolucionarias
pusieron a disposición de la zafra a 54 000 militares. Quienes
quedaron en los cuarteles tuvieron que responsabilizarse con
suplir a los movilizados en la custodia de la nación, cuando aviones y lanchas bien artilladas, siempre procedentes de la Florida,
hacían de los centrales azucareros y los campos de caña objetivos de batalla. En las ciudades, la CIA había preservado algunos comandos a los que ordenó igualmente sabotear la cosecha y
aunque buena parte de estos hombres y mujeres fueron detenidos antes de consumar sus actos, porque los fidelistas se habían
organizado cuadra por cuadra, hubo resultados dramáticos como
el de Alejandro Martínez, quien reventó en su casa al manipular
una granada, matando a tres niños e hiriendo a otro.
Fontán había definido la Zafra de los Diez Millones como otra
batalla, como otra guerra en la cual no quedaba lugar para posiciones intermedias, y esa interpretación se aproximaba bastante
a una realidad en la cual también estaban llamados a actuar
muchos de los pasajeros del vuelo CU-525, que en esos momentos se aproximaba a La Habana procedente de Gander.
52
III
Guerra sin tiros
(Primer tiempo)
Un silencio pastoso irrumpe y se apodera de todo. El ventilador
detiene sus aspas y oleadas de mosquitos agresivos ocupan las
posiciones donde batía el viento artificial. Los perros no dejan de
ladrar y las casas, a oscuras, se transforman en convites de fantasmas y crujidos. Los minutos transcurren en forma machacona. Transpiran los cuerpos semidesnudos, y es Silvia la primera
en tener conciencia de que el ciclo de apagones en la barriada de
Playa ha comenzado este lunes de agosto.
Ella se resiste a abrir los ojos, pero suda a mares, y yo, por
reflejo, retiro la almohada que me cubre la cara y la lanzo al
piso. El pelo, el cuello, las paredes, las ventanas, todo suda y los
mosquitos atacan las piernas y los pies.
–¿Qué hora es?
–Las cuatro de la mañana y me voy para el portal porque
aquí no hay quien esté –responde ella.
Por tercer mes consecutivo, en La Habana se cumple la fatídica combinación de alumbrones y apagones, que en ocasiones suman
hasta 16 horas diarias sin servicio. El gobierno reitera que “no hay
divisas” para comprar en el mercado mundial el petróleo que antes
la Unión Soviética enviaba a precios preferenciales. Otros estiman
que la crisis abierta en 1990 reafirma “el fracaso de la Revolución”.
No obstante, una cosa es conocer las causas de la crisis, teorizar,
imaginarlas, manipularlas o explicarlas, y otra muy distinta es
padecer esta realidad sobrecogedora e irritante hora a hora, día a
día, en el mes más caliente del verano tropical. Las fábricas están
paralizadas, descompuesta sin llegar a su destino la leche que solo
alcanza para los viejos y los niños de corta edad, no son suficientes
las velas y aquí, en casa, los fósforos escasean.
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Salgo también al portal, descalzo, y observo en silencio cómo
ella busca una posición cómoda que nunca encuentra sobre el
piso de lozas color vino y negro. Cheché, mi suegra, se balancea
con los ojos cerrados en un sillón del portal y solo Ariel es capaz
de desafiar a los mosquitos y al calor sin moverse de su cama. La
noche se mantiene cerrada como si intentase recrear el ambiente
de una guerra sin tiros. Enciendo un cigarrillo y advierto que
escenas similares se repiten en todas las casas vecinas. “Quizás la gente del campo logre habituarse, pero coño, qué trabajo
me cuesta a mí”, pienso, y por asociación de ideas me pregunto
cómo nos sentiremos cuando amanezca y Silvia y yo tengamos
que emprender, en bicicletas, el camino a la oficina.
La crisis se siente dondequiera. En Miami hay cubanos convencidos de que regresarán pronto y triunfantes a La Habana.
Algunos en la Isla se lanzan como pueden a desafiar las olas
enormes y las corrientes rápidas del Estrecho de la Florida en
busca de otra suerte, pero la mayoría resiste o se resiste todavía
a abandonarlo todo.
Crece la tensión
(Segundo tiempo)
–¿Manolo, qué vamos a hacer? –preguntó María aprovechando la
quietud del día y la llegada a buena hora de su esposo. A la mujer
muchas piezas no le encajaban en el rompecabezas nacional. No
seguía los discursos de los nuevos dirigentes, no evaluaba la significación de que uno de los colaboradores de Fidel, el comandante
Hubert Matos, hubiera ido a prisión tras juicio sumario acusado de
preparar un golpe de Estado, ni le interesaba conocer quiénes eran
los buenos y los malos en el escenario político. Su única preocupación verdadera radicaba en la suerte de la familia que forjaba.
–Hasta ahora las cosas van saliendo bien. Las ventas suben y
si logramos un mejor secado del papel óptico a mediano plazo recuperaremos la inversión. –Ballester también estaba inquieto por el
torbellino social, pero el trabajo le robaba la mayor parte de las
energías–. Además –continuó en alta voz dirigiéndose a su esposa,
que se había desplazado hacia un salón próximo a la sala de la
casa–, en algún momento las aguas tendrán que coger su nivel. Así
ha sido siempre en Cuba y ahora no tiene por qué ser distinto. Los
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americanos tampoco están muy contentos con lo que está pasando
y creo que Fidel no está loco como para meterse con ellos.
–No sé. Los negocios irán bien y todo eso que tú dices de los
americanos puede que sea así, pero a mí me preocupa Jose. Se
está volviendo muy testarudo, no para en la casa y tiene una
edad peligrosa.
–Es lógico. Jose se está convirtiendo en un hombre y a ti lo que
te ocurre es lo que les pasa a todas las madres cuando el hijo se
les empieza a ir de entre las manos –concluyó Manuel sin mucha
convicción, porque la preocupación de su mujer la compartía la
mayoría de sus amigos y él no se atrevía a ser categórico en cuanto a que lo que ocurría en el país no influyera en su hijo.
En tal desasosiego llegó un embarazo no esperado de María
que transformaría el rumbo de la familia, mientras José Antonio, sin proponérselo, siguió su andar por caminos nuevos.
…
El espectáculo había sido un éxito y Manuel Artime y Humberto Sorí Marín, en uniforme verde olivo, permanecían sonrientes
junto a la plana mayor de los Hermanos Maristas y de la escuela
de señoritas de Nuestra Señora de Lourdes, que se dio cita en la
Ciudad Deportiva de La Habana a fin de presidir la ceremonia.
La recaudación monetaria sería entregada a Artime en representación de la Revolución, aunque ya a esas alturas Sorí Marín
y él conspiraban contra Fidel.
–Dame tu dirección y mañana paso por tu casa –dijo José
Antonio a su compañera de coreografía, vestida todavía como una
granjera de Arizona, mientras él, en jeans azul, camisa a cuadros
de mangas largas, sombrero negro de fieltro y un ancho cinturón
de cuero, la tomaba de las manos para ayudarla a ponerse de pie.
Betty fue más práctica y solo le dio su número de teléfono. –Vivo
a tres cuadras de El Gallito, llámame y nos ponemos de acuerdo,
aunque en casa ni te imagines que vamos a vernos porque papá
está de muy mal humor con todo lo que está pasando en el país.
Se conocieron algunos meses antes, en la misma cafetería de El
Gallito, donde José Antonio y sus amigos acostumbraban a merendar los más sabrosos cheeseburger de La Habana. Betty cursaba el
bachillerato en la escuela de monjas y le agradaba aquel muchacho
55
delgado y orgulloso, con un corte de pelo al estilo de Elvis Presley. Nunca habían pasado de las miradas comunicativas y de las
sonrisas compartidas, pero la suerte los puso uno al lado del otro
cuando las de Lourdes y los Maristas se unieron en un espectáculo
gigantesco para recaudar dinero y ayudar al país.
–¿Tus padres también están aquí? –preguntó José Antonio
mientras intentaba adivinarlos en el público.
–Mamá sí. Mira, es esa que viene hacia nosotros –respondió
Betty indicando a una mujer alta, rubia como la hija, delgada y
de apariencia señorial. Beatriz, que así se llamaba la madre, no
tenía más de 35 años y una serenidad que en nada recordaba a
la Betty inquieta, buena bailadora y espontánea.
–Buenas tardes. Los felicito, la mejor coreografía fue la de ustedes.
–Mira, mamá, él es Jose.
El saludo fue cortés pero frío, y en pocos minutos madre e hija
se fueron caminando lentamente. José Antonio salió al encuentro de sus padres que lo esperaban junto al auto. Los elogios
paternos llovieron y en el camino de regreso a Santos Suárez
la conversación se centró en lo concurrida que estuvo la Ciudad
Deportiva y en la presencia de Sorí Marín y Artime.
–Tu escuela está muy activa en eso de ayudar a la Revolución
–afirmó el padre.
–Sí, es verdad, aunque el ambiente está raro, ya te lo he dicho.
Yo no sé por qué tanta insistencia con lo del comunismo.
–Mijo, si eso es lo peor que podría pasarle a este país.
–Yo lo sé, papi, pero qué tiene que ver el comunismo con Fidel.
¿Ustedes no se fijaron que Artime repitió como cinco veces que
hay que defender que la Revolución siga siendo tan verde como
las palmas?
–Es que los comunistas son tremendos, Jose, ellos se cuelan
por cualquier parte. Además, ¿qué sabes tú de revolución? Fíjate,
la política no sirve para nada. Dedícate a sacar el bachillerato,
estudia y deja todo lo demás, que no da nada –dijo la madre.
En ese mismo momento, pero todavía en el coliseo techado,
el único de su tipo en el país, Artime y el hermano Francisco
conversaban apartados de los demás, en el reluciente vestíbulo.
Se conocían desde comienzos de los años 40 y aunque todavía
el director lo trataba como si fuera un muchacho, Artime hacía
mucho tiempo que había dejado de serlo.
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–Hermano, esto está muy difícil. Castro lo quiere controlar
todo, lo respalda el Ejército Rebelde y mucha gente, pero yo no
tengo la menor duda de que vamos hacia una dictadura totalitaria –dijo Artime, quien al hablar en público una hora antes, en
la ceremonia, había insistido mucho en el color de la Revolución,
evocando similares conceptos expresados antes por Fidel, precisamente porque consideraba que el rojo iba a predominar.
–No eres el primero que me dice eso, pero todavía no estoy
muy seguro. En este país se han cometido errores tremendos,
hay mucha corrupción, se le ha perdido el respeto a la democracia y Castro es un líder nato que está dando respuesta a muchos
años de frustración.
–Ahí precisamente está el peligro, en que no hay quien diga
que lo que hace es impopular, pero los comunistas se mueven, él
los utiliza, fortalece su control personal en todo, y los americanos están cada vez más furiosos –replicó Artime.
La conversación quedó inconclusa. Desde unos dos metros de
distancia Sorí Marín, con grados de comandante en cada hombrera del uniforme, hizo un gesto a Artime indicándole que se retiraban y casi al mismo tiempo saludó al religioso. Francisco se despidió también y en compañía de otros curas partió hacia la escuela.
Había insistido mucho para que se realizara el acto. Lo consideraba un gesto importante dirigido a las autoridades revolucionarias
y, una vez consumada su idea, temía haber perdido el tiempo.
Esa noche rezó más de lo acostumbrado en la capilla de los
Maristas, se paseó por los pasillos vacíos y al regresar a su
pequeña habitación concluyó que las consideraciones de Artime
no eran como para pasarlas por alto. Sentado sobre la cama se
quitó lentamente los zapatos negros y lustrosos, se recostó sin
despojarse de la sotana y se quedó dormido entre sobresaltos,
mientras muchos recuerdos incompletos e irracionales de la
Guerra Civil en España se adueñaron de su mente.
…
En la calle los acontecimientos se sucedían como guiados por
una ansiedad patológica, impredecible. Washington suspendió
la compra de azúcar, lo que equivalió a eliminar de un tajo una
de las principales fuentes de ingresos de la nación. Un barco car57
gado de armas y explosivos estalló en el Puerto de La Habana,
y el Viceprimer Ministro de la Unión Soviética, Anastas Mikoyan, viajó a la Isla y suscribió el primer acuerdo comercial con el
gobierno revolucionario.
–Los he reunido aquí para comunicarles que nuestra tropa no
participará en la exposición rusa. Eso es cosa del comunismo y
nosotros no somos comunistas. –El capitán Martínez estaba frente a los scouts, formados en patrullas, en el patio de la iglesia de
Jesús del Monte–. Tampoco nos reuniremos más en La Cabaña.
Nuestro punto de concentración será siempre este a partir de
ahora –dijo y dio la palabra a uno de sus ayudantes. La jornada
transcurriría entre el aprendizaje de nuevos nudos corredizos y
la confusión de algunos muchachos, entusiasmados con el rumor
de que ellos custodiarían la primera exposición comercial que la
URSS presentaba en la capital del país. La unidad mayoritaria
en torno a la Revolución se fraccionaba. El 5 de febrero, estudiantes del colegio católico de La Salle intentaron condenar en el Parque Central la presencia de Mikoyan y la alianza que La Habana
comenzaba a forjar con Moscú.
La tarde era clara y desde la colina en que se encontraba la
iglesia, Tico y José Antonio divisaban un paisaje en el que predominaban pequeñas casas de madera, cartón y latas. Lo que
ocurría a sus espaldas no les interesaba, ellos eran de los entusiasmados con la posibilidad de volver a salir a las calles de La
Habana.
–¿Y ahora qué? –Tico rompió el silencio.
–No sé, compadre, esto me aburre.
–Todo el mundo habla de lo mismo. El viejo piensa que pronto tendremos que viajar a Nueva York y nosotros contentos. Te
imaginas, yo no veo Nueva York desde hace seis años y aquello sí
es una ciudad, no la mierda esta llena de churre.
–No jodas, Tico. ¿Qué coño tú eres, cubano o americano?
–Oye no te confundas, Jose, Taco y yo somos ciudadanos americanos –Roberto Sánchez había vuelto a tocar uno de sus temas
predilectos, una de las razones por las cuales siempre se consideró una persona importante.
–Bueno, pues váyanse pa’l carajo, siempre estás con la misma
bobería. A mí qué me importa lo que tú seas. Lo que me jode es
tener que estar metidos aquí. El capitán exagera.
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–Jose, no exagera. Los comunistas se están metiendo por
todos lados.
–Ah, yo no sé, lo que sí sé es que me voy de aquí. Me voy a
casa de Betty, ¿quieres venir? –preguntó José Antonio convencido de que Tico le diría que no. Eran amigos del barrio, pero
por esa misteriosa química que une o desune a los humanos, la
amistad entre ellos era relativa.
José Antonio descendió en busca de la calzada de Jesús del Monte, divisó un teléfono público, se dirigió hacia él y se quedó con las
ganas de hablar con Betty. Nadie respondió a sus llamadas, y sin
rumbo definido se dirigió a la parada de ómnibus más cercana.
Ni la Calzada de Jesús del Monte, ni el barrio de Santos Suárez, ni el resto de La Habana habían cambiado. En cada esquina alguien vendía fritas, o pan con tomate y bistec, o frituritas
de bacalao desbordadas de grasa, o guarapo bien frío tocado con
gotas de limón o jugo de piña. Otros lustraban zapatos, arreglaban cualquier cosa, sacaban música de una guitarra y una armónica. Las casas y las gentes casi eran las mismas de siempre, y
los autos, norteamericanos de preferencia, grandes, confortables
y gastadores de gasolina, se movían raudos en cualquier dirección. Los ómnibus, repletos. Nada parecía haber cambiado en la
ciudad, cabecera de una nación de poco más de seis millones de
mortales, que con la entrada de los guerrilleros se había abierto
a un mar de ciudadanos nuevos: unos en la condición de soldados
rebeldes llegados del Oriente, otros como familias de los vencedores que descubrían la tierra prometida, y muchos convocados
a superarse técnica o profesionalmente en aquella urbe que concentraba las principales instituciones docentes del país.
José Antonio se sentía a gusto en La Habana. La conocía
mejor tras deambular muchas noches y madrugadas por sus
callejuelas. Por eso echó a andar, todavía sin rumbo fijo, al ver
que el ómnibus demoraba más de lo que su paciencia permitía.
Caminó largo rato en dirección a la avenida Porvenir, indiferente a las miradas sarcásticas que provocaba el uniforme de
pantalón corto, y al llegar a la calle San Mariano, instintivamente, giró a la derecha y se internó en el barrio en busca de
Guillermo Fernández. Llegó a un edificio multifamiliar de cuatro plantas, subió despacio las escaleras y dio dos golpes sólidos
sobre la puerta.
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–Carajo, ha llegado el boicagao más importante de La Habana.
–Guille, menos mal que estás aquí.
–¿Qué te pasa, mi hermano? ¿Qué haces a esta hora, en un
día tan hermoso, comiendo mierda con ese uniforme ridículo?
–Guillermo lo condujo a la sala, lo acomodó en el sofá de tres plazas y se sentó frente a él sin ánimo de condolencias.
–Lo de siempre. El comunismo por aquí, los rusos por allá.
Martínez, que ahora es más papista que el Papa y yo, que pensé pasar un sábado entretenido, embarcado. –Como disparos de
ametralladora salieron los razonamientos de José Antonio.
–Yo te alerté que ese tipo es un oportunista –respondió Guillermo haciendo referencia una vez más a las impresiones que el
capitán generaba en los amigos de su padre, quien como de costumbre no estaba en la casa–. Me cogiste de casualidad. Vivi me
invitó a oír música y estaba a punto de salir. Dale, ven conmigo.
José Antonio aceptó y ambos salieron en dirección al apartamento diminuto de Vivian Álvarez Plana, alumna brillante del
Instituto de La Víbora, quien con sus 17 años sobresalía como
activista de los grupos revolucionarios creados en la institución
pública. Caminaron pocas cuadras, José Antonio en su indumentaria verde olivo y Guillermo con pulóver blanco y jeans negro.
Guillermo tampoco figuraba entre los alumnos estelares del Instituto Édison, pero contaba con el aval académico básico para en
poco tiempo emprender el camino del comercio y, además, gozaba de la ventaja que da un carácter extrovertido y jocoso que lo
hacía sobresalir en cualquier parte donde estuviera.
Cuando respondió al llamado y abrió la puerta, Vivian no
pudo evitar el desconcierto al ver que Guillermo llegaba acompañado. –Pensé que íbamos a escuchar música –dijo a modo de
saludo. Guillermo sonrió y José Antonio cambió de color.
–Vivi, este es Jose, mi amigo de los Maristas, de quien te he
hablado –replicó él sin inmutarse por la observación de su amiga–. Lo único malo que tiene es que le encanta hacer el ridículo con los pantaloncitos cortos. –La réplica surtió efecto. Vivian
cambió el semblante, estalló en una risa franca, y José Antonio,
más que reír hizo una mueca, y más que entrar a la casa por sus
propios medios, se dejó llevar por el amigo.
Se sentaron en una sala microscópica y calurosa y fue Amanda, la madre de Vivian, quien acabó de distender el ambiente
60
con la invitación a refrescar con gaseosa fría y realizó una posterior y discreta retirada a fin de que los tres jóvenes se sintieran cómodos.
–Vivi, ¿es cierto eso de los Jackets negros?
–Claro que es cierto, Guille. Es un grupo de hijitos de papá, en
motos, que les ha dado por asustar a la gente como si no hubiera
cosas más importantes que hacer en La Habana. Ayer golpearon
a una compañera del Instituto...
–¡No fastidies! –interrumpió él, mientras José Antonio asistía
sorprendido a la conversación.
–Sí, eran tres, blancos todos y vestidos con jackets negros en
esta época. ¿A ustedes no les han dicho nada? –indagó Vivian
dirigiéndose en particular a José Antonio.
–No. Me entero ahora.
–Pues mira, a todas las organizaciones de la zona las han
puesto en alerta...
–Es que el jefe de esta gente es medio raro –terció Guillermo
antes de volver a preguntar–: ¿y les dieron así, por gusto?
–No. Ella y otra compañera estaban colgando carteles a favor
de la Revolución. Parece que las estaban cazando, aprovecharon
que era un poco tarde y las atacaron.
No hubo música en toda la jornada y la conversación abarcó
temas nada banales. Vivian llevaba la voz cantante, daba la
impresión de saber de todo, de ser superior a los dos jóvenes.
Era locuaz, precisa y, quizás porque abordaba los temas con un
enfoque distinto al que José Antonio estaba acostumbrado, o
porque no se había sobrepuesto al agravio de un saludo que en
realidad nunca fue ofensivo, o porque no era el centro de aquella conversación, o por todo ello al mismo tiempo, el muchacho
estaba incómodo, distante. Vivian y Guillermo compartían el
mismo punto de vista y hablaban un idioma político similar.
También en la escuela Édison los jóvenes estaban organizados
y coordinaban sus acciones con los alumnos del Instituto de La
Víbora. Los Maristas y las de Lourdes eran cosa aparte.
–Hay que cogerlos y partirlos. Eso es contrarrevolución, no
niñería de bitongo –siguió Guillermo.
–Mi grupo y yo estamos de patrulla mañana, desde que caiga la tarde hasta que nos cansemos. ¿Quieres venir? –Vivian se
dirigió a Guillermo exclusivamente y José Antonio lo entendió.
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–Sí, me gusta la idea –respondió el aludido antes de mirar a
su amigo y añadir por cortesía–, embúllate y ven, Jose.
–Bueno, no sé. Mañana tengo otros planes...
–Vamos Guille, recuerda que él será tu amigo, pero los curas
no dejan que sus muchachitos se metan en la Revolución.
La respuesta hizo el efecto de un trueno en el interior de José
Antonio, quien volvió a enrojecer y reaccionó explosivo: –Oye,
Vivian, ¿quién tú te crees que eres, madre coraje, la súper mujer?
¿Qué te pasa?
–Suave, campeón, suave –intervino Guillermo. Vivian se
expresaba cortante, directa, y él sabía que su amistad con José
Antonio era algo excepcional entre alumnos de escuelas tradicionalmente rivales. –Vivi, creo que te equivocas con Jose.
–Es más, mira Vivian, no voy mañana porque no me interesa
nada de eso –volvió a decir José Antonio sin escuchar a Guillermo.
–¿Y qué te interesa entonces? Digo, si se puede saber –replicó
la muchacha, quien tampoco escuchaba al Guille.
–Para mí eso de los Jackets negros es un abuso, pero para eso
está la policía. –José Antonio hablaba sin pensar, airado y en
dos direcciones–. Además, Guille, ahora resulta que todo lo que
pasa en La Habana es contrarrevolución...
–Espérate, Jose, que empiezas a hablar boberías...
–No, no es bobería, es que así piensan en su escuela –intervino Vivian.
El tono de la conversación se amplificó. Amanda intervino
para calmar los ánimos sin tomar partido a favor de nadie y
Guillermo comprendió que era el momento de una retirada honrosa. La despedida fue rápida y de nuevo en la calle, caminando uno al lado del otro, el Guille rompió el silencio: –Te pasaste,
mi socio.
–Coño, pero es que tu amiga se cree Dios, se las sabe todas, y
arriba de eso me juzga.
–Está bien, compadre, pero tampoco era para ponerte como te
pusiste. Además ¿cómo vas a decir que eso de las pandillas no es
contrarrevolución? No jodas.
–A mí me parece que Vivian es comunista.
–No lo sé, pero si lo fuera qué, o tú también te crees eso de
que los comunistas son diablos, que se comen a los niños y hacen
jabón con los viejos –argumentó Guillermo.
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–Yo no sé por qué todo es política, contrarrevolución, comunismo, cuando el único problema es que este sábado salí con la pata
equivocada a la calle –José Antonio se desahogaba, aunque cada
vez que pensaba en la muchacha le deba rabia–. Dime una cosa,
Guille, ¿Vivian es tu novia?
–Me gusta cantidad, está riquísima, pero es demasiado seria.
–A mí me cayó como una patada en los cojones.
–No, y tú a ella parece que le diste una tremenda impresión.
A esa altura de la conversación ambos jóvenes fueron sorprendidos por un claxonazo inconfundible para Guillermo. –Viejo, ¡qué bueno que regresaste!
El padre, de completo uniforme verde olivo, algo ajado por el
uso, con pistola automática al cinto y rostro cansado, los invitó a
subir al auto. –¿Cómo van las cosas? –preguntó cuando Guillermo se sentó a su lado y José Antonio ocupó uno de los asientos
posteriores.
–Estábamos en casa de Vivi. Oye, viejo, ¿por qué no empujamos a Jose hasta su casa y damos una vueltecita?
Fernández quiso responder con un no irrevocable, pero el
pedido llegaba de su único hijo varón, de su preferido, y ello pudo
más que el agotamiento de dos días sin dormir. José Antonio, en
tanto, se mantuvo en silencio todo el tiempo. No acaba de entender que la violencia política había regresado a la ciudad y se
manifestaba con muchas caras. La conversación en el auto solo
fue entre padre e hijo, porque giró en torno al mismo tema y él
no se sentía en condiciones de opinar.
De regreso a La Habana
(Tercer tiempo)
De regreso a La Habana durmió cuanto quiso, y para que él disfrutara del descanso Dora se dedicó, como hacía siempre, al cuidado de la casa y de Abel. Estaban casados tras una tormentosa
etapa de novios-amantes y hasta ese momento no se había cumplido el augurio paterno de que el matrimonio era otra locura de
José Antonio. La madre fue cuidadosa al abordar el sentimiento
que Dorita despertó en su hijo, pero el padre hizo lo contrario.
No sabía reaccionar de otra manera y tampoco encontraba la
forma de mantener al muchacho junto a ellos. “Eso es una locu63
ra, tienes que conocer otras mujeres, vivir otras experiencias,
no casarte así. Además, tú te aburres rápido de todo y después
te pesará”, le había dicho en uno de los intercambios difíciles y
esporádicos entre ellos, y el hijo reaccionó como lo hacía siempre
desde que comenzó a sentirse un hombre: hizo exactamente lo
opuesto a lo que Manuel Ballester le sugería.
Cuando el pequeño reloj-despertador marcó las 11 y 30 de la
mañana, José Antonio tomó conciencia de que estaba entre los
suyos. Reconoció la habitación cálida, divisó la camita vacía del
hijo y de un salto, totalmente desnudo, se puso de pie y se dirigió
al baño.
–¿Vas a desayunar o a almorzar? –preguntó Dora desde la
cocina. Ella había pedido el día de permiso en su trabajo y disfrutaba de la presencia del esposo. Juntos habían sorteado las
incomprensiones paternas y enfrentaron los desgarramientos
que sobrevinieron después. Estudiaron en un Instituto Tecnológico, y querían llegar juntos a la vejez en un país donde pocos
pensaban en esa etapa. Abel llegó sin que lo hubieran planificado, y aunque fue una bendición para ambos, multiplicó la carga
del día a día sobre ella.
A las cinco de la tarde, después de un almuerzo generoso
en el que combinaron con exquisitez arroz con pollo, ensalada
de tomates y aguacates, plátanos fritos, coco rallado y cerveza, el ambiente era agradable. El niño haciendo murumacas con el muñecón de colores en el centro del portal, y él y
ella, disfrutando, tendidos sobre el piso de lozas frías. José
Antonio relató su primer viaje al exterior, obviando a la rubia
yugoslava, y Dora habló de su quehacer, aunque sus vivencias
no iban más allá de la dura cotidianidad de una joven-esposamadre-trabajadora.
–¿Cómo va lo de tu traslado? –preguntó él, seguro de haber
escogido bien a la compañera de su vida, pese a que muy contadas veces podían estar juntos.
–En menos de dos semanas estaré en la Empresa de Abastecimientos. Claro, después vendrán los problemas con las guaguas, porque la combinación para trasladarme a la Avenida de
Boyeros no es fácil.
–Puedo ayudarte con el yipi. Además, ahora voy a salir de
vacaciones.
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–Sí, no me digas, y yo voy a estar pendiente de ti y del yipi
cuando tú no paras en la casa. Mira, con tal de que puedas recoger y llevar a Abelito al círculo infantil, es suficiente.
Era cierto. Ese año había estado abultado de trabajo para José
Antonio. Primero fueron los desplazamientos hasta la profunda
Bahía de Matanzas. Siguieron las labores de investigación en
la costa sur de La Habana, después en la Bahía de Ortigosa, y
como si no fuera suficiente para que las semanas transcurrieran
una detrás de otra lejos de los suyos, partió también hacia la
región de Camagüey en la Operación Esfuerzo Decisivo, con la
cual el gobierno cubano preparaba la Zafra de los Diez Millones,
ahora en marcha. Era un movimiento permanente, una experiencia sin parangón en el hemisferio occidental, en la que no
contaban ni el dinero, ni el tiempo y, a veces, ni la familia. Casi
nadie se quejaba en las filas de los que creían en la alternativa
de una sociedad libre y distinta, y la juventud pasaba irremediablemente entre trabajo y trabajo, entre desvelo y desvelo. En
las esferas intelectuales surgían de cuando en cuando las discordias ideológicas, pero el resto de la muchachada comprometida a
cambiarlo todo no se inclinaba hacia las disquisiciones teóricas.
Las familias se quebraban por una emigración politizada y en
ascenso o por los constantes desplazamientos de padre, madre
o hijo para contribuir en lo que hiciera falta en cualquier parte.
Aumentaban las cifras de divorcios, de madres solteras y el promedio de hijos por uniones no oficiales, y también se consolidaban las posiciones de quienes al triunfo de la Revolución debían
hasta el pan y no conocían la luz eléctrica.
…
Como de costumbre, José Antonio llegó temprano a la oficina
gracias al todoterreno que le habían asignado y que le permitía
desplazarse sin complicaciones hasta la zona costera de Regla,
donde radicaba la Unidad de Dragas que encabezaba Bencomo.
Una nave pequeña para oficinas, otras destinadas a talleres y
almacenes, y un muelle en las negras aguas de la bahía daban
forma a aquel trozo importante de su vida.
–El viejo te está esperando –le dijo Zunilda y él entró en el
despacho de Bencomo sin anunciarse.
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–Hombre, José Antonio el yugoslavo. –Como todas las semanas, como todos los días, Bencomo estaba de buen humor, con un
tabaco humeante entre los dedos, la tacita de café por saborear y
posesionado de la silla más cómoda de la oficina. No había mucho
espacio allí para reuniones extensas porque una mesa redonda
lo ocupaba casi todo.
–¿Qué tal, Bencomo? De nuevo en la pelea.
–Bueno, muchachón, en la pelea nunca hemos dejado de estar.
Por cierto, y para ir ganándole tiempo al tiempo, hoy mismo quiero el informe del viaje, porque ya mandaron a decir de la empresa que debes estar allí mañana y me imagino que sea para eso.
–Hacer un informe para Bencomo era toda una complicación,
pero tener claras las ideas fundamentales constituía un hábito,
por ello le indicó a su auxiliar lo que no podía faltar en el reporte
y hasta el orden de importancia de los temas.
Zunilda llegó con otra taza de café para José Antonio, y jefe y
subordinado retrocedieron en el tiempo hasta llegar a la cercana
experiencia yugoslava, a la espera de que media hora después se
pusiera en marcha la primera reunión para programar el trabajo del día y enterarse de lo que ocurrido durante su ausencia.
Todavía Reynaldo, el Director de Personal, no había comunicado
la orden de movilización hacia la zafra.
–Bencomo, ¡cómo he aprendido cosas en ese viaje! Sabe, a
veces me parecía que era un sueño.
–Te entiendo perfectamente, porque a mí también me resultó
interesante. No es lo mismo ir como marinero a América Central, con cuatro centavos en el bolsillo y sin conocer a nadie, que
visitar un país europeo como ese y saber que hay mucha gente
pendiente de lo que tú digas, y que el país puede beneficiarse.
–Yo también me sentí importante. Ahora hay que ver si nos
hacen caso, aunque quien no comparta las conclusiones suyas es
porque no le da la gana, están más claras que el agua.
–Te voy a decir, Samuel siempre tuvo la sospecha de que el negocio era malo y él es cabezón. Si alguien sigue con la jodedera esa de
la draga yugoslava la bronca va a ser grande, pero ahora lo que
hace falta es que el informe esté rápido y lo hagas bien claro.
–Es lo menos que puedo hacer, porque con todo lo que usted
me diga, a mí me parece que yo no pintaba nada en ese viaje.
–Y vuelve el hombre con la misma cosa...
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–Espérese, espérese, no me meta la misma descarga que yo lo
entiendo. Lo que ocurre es que me cuesta trabajo aceptar que se
haya invertido tanta plata en mí, solo para que aprendiera.
–Coño, Jose, ¿qué tienes en la cabeza? Claro que para que
alguien aprenda hay que gastarse la plata y yo pienso que en
este caso se gastó bien. Ojalá siempre fuera así y no fueran a
hacer compras por ahí gentes que ni saben lo que compran, gastándole el dinero a Liborio.
La conversación fluyó entre dos amigos, no entre jefe y subordinado. Bencomo estaba identificado con su auxiliar, y el joven
tenía una disposición especial hacia los viejos. Le fascinaban
las historias de esos hombres que vivieron otros tiempos, otras
luchas, otras penurias, y siempre buscaba la forma de ir del presente al pasado para escudriñar la psiquis de quienes encontraron fuerzas y enfrentaron una de las dictaduras más sangrientas que padeció el país, y se preguntaba con frecuencia si nunca
le llegaría a él la hora de hacer de héroe, como tantos de sus
compatriotas.
La mañana y la tarde transcurrieron a buen ritmo. El día se
mantenía soleado, fresco. José Antonio había concluido el borrador del informe y en sus trajines no volvió a ver a Bencomo ni a la
hora del almuerzo, aunque sí hizo una visita al patrón del mayor
arenero de la empresa para conversar sobre las maniobras que
implicaban enderezar por la bahía de La Habana a esa mole de
hierro y madera. Y fue precisamente allí, junto al patrón, donde
Zunilda lo localizó para comunicarle que el jefe quería verlo con
urgencia.
–¿Tú le entregaste el informe, Zunilda?
–Mijito, el informe está mecanografiado y listo para que lo
lleves mañana a la empresa.
José Antonio miró su reloj de pulsera mientras acompañaba
a Zunilda a la pequeña oficina e instintivamente pensó que la
jornada laboral volvería a extenderse y ello le impediría llegar
a tiempo al círculo infantil para recoger a su hijo. Eran las seis
de la tarde cuando se detuvo ante la puerta y golpeó una vez,
porque solo bien temprano en la mañana accedía a la oficina de
Bencomo sin solicitar permiso.
–Siéntate –le dijo el jefe con una expresión rara en el rostro,
mientras proseguía la conversación telefónica. Zunilda entró,
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puso dos tacitas de café humeante y un pequeño termo sobre la
mesa redonda, y con un gesto le indicó al jefe que se retiraba.
Este siguió hablando por teléfono y con un movimiento de cabeza dio las buenas tardes a la secretaria. Al terminar la conversación, Bencomo sabía que la empresa iría a la zafra sin él pero
no hizo comentarios al respecto. Bebió un poco de café, aspiró su
habano y miró fijo a los ojos del joven, que se sorprendió.
–Eh... ¿Qué pasa?
–Pasa algo desagradable. Esta tarde me visitó Orlando para
conocer los pormenores del viaje y me preguntó si tú habías establecido comunicación con alguien en Estados Unidos o si yo había
notado algo raro en tu conducta.
–¿Cómo que algo raro?
–Sí, quiero decir, si habías establecido relaciones o contactos
con alguna persona no vinculada a nuestra misión, que pudiera
trabajar para el enemigo.
José Antonio sintió un escalofrío y enmudeció. Sabía que
Orlando era un oficial de la contrainteligencia. En varias ocasiones debió coordinar con él la protección de embarcaciones
para prevenir fugas hacia Miami o sabotajes, y cuando dirigió
el estudio en la Ortigosa tuvo que darle previamente la lista de
los empleados que lo acompañarían en la lancha plana que trasladaron desde la Bahía de La Habana hasta la base naval de
Bahía Honda. –Bueno –tartamudeó– yo en realidad lo único que
hice fue templarme a una puta que no sabía que era puta...
–¡No jorobes! –lo increpó Bencomo con una risa atronadora–.
Coño, cabrón, qué callado te lo tenías, pero ningún policía va a
perder el tiempo porque tú te tiemples a una puta. ¿No crees?
–Está bien, es verdad, pero no hice nada más. Es decir, no
hablé con nadie de Estados Unidos, ni hablé de nada que estuviera vinculado a nuestro trabajo. Ese debe ser el hijo de puta
ese de los bigotes, ¿se acuerda?
–¿Quién?
–Aquel tipo que usted me dijo en Belgrado que le hacía preguntas sobre mí. Nunca le conté que antes de irnos me llamó a
la oficina, me dijo lo de esa muchacha y me metió una descarga.
Bencomo volvió a aspirar su tabaco y sin dejar de mirar a los
ojos de José Antonio se hizo diversas preguntas en silencio. La
confiabilidad política, la lealtad a la Revolución eran requisitos
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indispensables en Cuba, lo mismo para ser ministro que barbero, y el viejo marino devenido jefe de empresa sabía de cuántas
formas podía desaparecer la confiabilidad.
–Coño, ¿qué pasa, Bencomo? ¿Usted no cree lo que le digo?
–Jose, vamos a hablar claro. Primero, di de ti el mejor de los
criterios, el que mantengo, pero ahora me entero de lo de la puta,
la conversación con el diplomático y me pregunto si no hay más
cosas que yo no sepa. Es mucha coincidencia lo de las preguntas
de Orlando casi el mismo día que llegamos a La Habana y la historia esa de tu romance de pacotilla.
José Antonio había cambiado definitivamente de color. Trataba de controlar sus manos sudorosas lejos de la vista de su jefe
y no encontraba explicación lógica a lo que ocurría. Le relató a
Bencomo su encuentro con Mireya-Irina, sin revelar el ridículo que hizo, y rememoró la conversación con el funcionario de
Belgrado. –Ahora usted piense lo que quiera, pero no pasó nada
más ni entiendo nada de esto.
Bencomo apagó lo que le quedaba de tabaco en el cenicero de
bronce repleto de colillas y sintió sincera la respuesta del joven.
–¿Y por qué no me contaste todo eso?
–¿Y por qué tenía que contarle algo tan íntimo?
–¿Acaso no somos amigos?
–Claro que somos amigos, pero a mí de esos temas no me gusta ir hablando por ahí.
–Jose, todo lo que me dices reafirma el criterio que le di a
Orlando, pero nunca sé lo que piensa esa gente y además ellos
nunca te dejan ver lo que tienen en la mano. Así que no sé, tampoco me explico a qué viene todo esto. De todas formas, consideré mi deber decírtelo y creo que actué bien. –Bencomo hizo
un gesto como para indicarle a José Antonio que todo había
terminado.
–Esto me jode con cojones, porque no entiendo nada, pero óigame, no me va quitar el sueño. Si no tiene nada más que decirme
por hoy, me voy para la casa. –José Antonio se puso de pie, estrechó la mano de su jefe y, sin hacer más comentarios, emprendió
el regreso. Una vez más se le había hecho tarde para recoger a
su hijo en el círculo infantil.
69
IV
Los rumores
(Primer tiempo)
La noticia me llega temprano a través de una de las principales
cadenas de radio. En este país, contadas veces los medios van
más allá de propagar metas laborales sobrecumplidas en la Isla,
éxitos científicos, proezas médicas cubanas, penurias en el resto
del Tercer Mundo o nuevos desafíos del gobierno de Washington. Una de las figuras más destacadas y queridas del deporte
amateur, todo un símbolo nacional, lucha contra la muerte tras
sufrir graves quemaduras en su residencia. Escucho la información una y otra vez, repetida por locutores con voces exaltadas
y cronistas deportivos reconocidos, aunque todos omiten un elemento básico. Por ello, al comenzar la mañana de este sábado
constato que la pregunta va de boca en boca y cada quien se da
a la tarea de indagar y especular sobre las causas del acontecimiento: ¿accidente?, ¿intento de suicidio?
Atleta corajuda, ella cuenta con la popularidad casi siempre limpia del deporte no rentado, sector del cual se enorgullece Cuba. Primer lugar en los Juegos Panamericanos de 1991 y
siempre un buen puesto en cada Olimpiada, son resultados a los
que esta deportista ha dado su aporte tejiendo una leyenda a golpe de constancia.
Es media mañana. La noticia sigue castrada, mantiene la
misma intensidad y muchos colegas me aseguran que se engrandece en cientos de tertulias en calles, caseríos o dondequiera que
coincidan dos personas, porque a la mujer gravemente herida el
rumor callejero la sitúa como eje de un triángulo amoroso.
–¿Te enteraste de lo de La Reina, Jose?
–Guille, toda La Habana sabe eso, lo que nadie sabe es por
qué pasó. –Pocas veces Guillermo me llama en horario de traba70
jo, pero un símbolo, en un país donde todavía cuentan los símbolos de carne y hueso, lo ha hecho romper la rutina. Le comento
la hipótesis del triángulo y es él quien me aporta las precisiones
que todavía faltan en los informes oficiales.
–Esas son bolas, rumores sin fundamento y bien jodíos. Un
compañero mío, que es su amigo, se llegó hasta la casa y averiguó que todo fue un accidente.
Ocho de la noche: 24 horas después de ocurrido el hecho la
noticia es transmitida técnicamente completa en el espacio informativo estelar de la televisión. La Reina “sufrió un accidente... y
coopera con el tratamiento médico”. Se automatizan los partes,
Fidel visita a la paciente en medio de una absoluta discreción y,
al final, el peligro mayor pasa.
No obstante, la hipótesis del drama pasional de cierta forma
sigue en la calle, quizás, supongo, porque desde la primera nota
oficial la información nació incompleta o porque para el hombre
de a pie ni los símbolos son ajenos a un triángulo amoroso, o por
una tendencia al rumor desarrollada durante décadas de secretos. Por un rumor, pasé mañana y tarde en una extensa fila de
automovilistas tan ansiosos como yo a la espera de comprar 30
litros de gasolina racionada. Llegué al lugar con las últimas onzas
de combustible en el tanque, porque el rumor decía que “en breve”
comenzaría la venta en el garaje de Línea y Malecón, y de allí no
pude moverme. En el resto de La Habana tampoco había combustible y la alternativa era dejar el auto a su suerte, a diez kilómetros de casa, o arrastrarlo hasta allá por llanos y colinas. Por no
hacer caso a otro rumor estuve más de un mes con el auto inmóvil.
El parte oficial llegó mucho después que el alerta callejero.
Más que nunca ahora, en esta crisis generalizada que las
autoridades circunscriben a la economía, el rumor se adueña de
La Habana, y de él no escapan ni La Reina, ni tantos plebeyos
como yo, ni la propia estabilidad de la nación.
Un otoño impactante
(Segundo tiempo)
Las jugadas impredecibles de la vida trastocaron a los Ballester
Guerra a las puertas de 1961. El segundo hijo nació en medio
de los preparativos más esmerados, pero la alegría de una hem71
bra que venía a completar la pareja se esfumó tras el inequívoco veredicto científico. María Victoria nació con el síndrome de
Down a causa de una rubeola benigna durante la gestación de
su madre que el médico de la familia pasó por alto. Nadie pudo
escapar al zarpazo, ni José Antonio con su ingenuidad. –Qué
linda es, ¿verdad, papi?
–Pero Jose, mijo, ¿no te das cuenta de que tu hermanita no es
normal?
El muchacho se detuvo en seco, devolvió a su interlocutor
una mirada incrédula y sintió que empequeñecía aplastado
por una noticia enorme. Ni el padre ni la madre habían tenido tiempo de pensar cómo decirle la verdad y entonces, cuando
Ballester tuvo ante él a su hijo mudo, inmóvil y aturdido, sintió
una lástima infinita. Pasó uno de sus brazos sobre los hombros
del muchacho, lo apretó con una ternura poco común y, silenciosos, caminaron juntos en busca del auto.
Ese día, por tercera vez consecutiva, José Antonio se había
vestido como para una fiesta: chaqueta de sport color gris metálico, pantalón negro de corte estrecho y pulóver negro. Todo el
tiempo que estuvo en la habitación de la clínica con la madre y
la hermana había transcurrido sin que se percatara del drama
que escondía la alegría aparente. Ella estaba allí, recién llegada,
rosada, bella, y él la imaginaba así para toda la vida.
De regreso a Santos Suárez, el padre debió hacer acopio de
ánimo para insuflárselo al hijo. Le habló mucho más de lo que
normalmente acostumbraba y diseñó un futuro idílico a fin de
aplacar las penas del muchacho. A los 41 años de edad, Manuel
Ballester miraba hacia delante con menos romanticismo que
antaño. Todo lo ocurrido le parecía una mala señal en los tiempos que corrían, y tenía plena conciencia de que solo él y José
Antonio podrían dar a madre e hija el sostén que requerían.
Curtido en muchas horas de trabajo, luchador infatigable y sexto
hijo de una familia de emigrantes gallegos que siempre se mantuvo unida como un clan, Manuel no podía imaginar que las preocupaciones de su hijo eran otras. José Antonio no había llegado
ni a la mitad del ciclo del cuestionamiento perenne, de la negación de casi todos los patrones familiares, del más lacerante de
los egoísmos. Vivía el irrepetible instante de sentirse hombre sin
serlo, de soñar con ser héroe, diferente a los demás.
72
Cuando la madre y la hermana regresaron a la casa, el muchacho fue incapaz de sentir que María se le aproximaba mucho
más. Su mundo era la calle, los amigos, los scouts, aunque los
acontecimientos en la calle se tornaban explosivos, los amigos se
dividían y la Tropa Tres resultaba cada vez más tediosa debido
a las prolongadas ausencias del capitán Martínez, quien cuando
reaparecía en la iglesia de Jesús del Monte lo hacía en compañía
de gente hosca y silenciosa, y siempre para hablar de política y
condenar al comunismo.
…
El hombre fornido respiró profundo cuando se percató de que
el miliciano, con el fusil colgado del hombro por una correa, lo
había reconocido. Sus cuatro acompañantes se mantuvieron en
un silencio de sepulcro y el miliciano, muy joven y muy flaco, se
aproximó al centro del círculo de luz con la despreocupación de
quien va al encuentro de un amigo.
–Eh, ¿qué haces por...? –fue lo único que alcanzó a decir el
joven que llevaba la camisa de mezclilla azul y el pantalón verde olivo, porque a sus espaldas otros dos hombres habían saltado para propinarle un golpe descomunal en la nuca. No hizo
ruido al desplomarse. Cayó en brazos de uno de los atacantes,
quien lentamente lo arrastró fuera del alcance de la luz artificial para depositarlo a un costado del piso húmedo del muelle.
–¡Ni se te ocurra! –dijo impetuoso uno de los agresores al otro,
que sacaba del interior de su chaqueta impermeable un revolver
de cañón largo–. Ni se te ocurra –insistió–, porque si suena un
tiro aquí, entonces sí se complica esto.
–Calma, señores, ¿qué está pasando? Si el pobre infeliz ya está
dominado –susurró el hombre fornido de barba rala, mientras
cogía de una de las bolsas que cargaba las cuerdas seleccionadas
previamente para amarrar los pies y las manos del vigilante.
Tubal guardó el revólver y Bernardo se encargó de amordazar
al miliciano. La noche no dejaba ver nada fuera de los círculos de
luz que dibujaba cada farola, situada a 40 metros de la otra, y
aunque en jornadas como esas los sonidos sí traspasan las tinieblas, los tres hombres que actuaban sobre el cuerpo inmóvil lo
hacían en silencio y con precisión de profesionales.
73
–Arriba, señores –dijo de nuevo el hombre fornido dirigiéndose a las otras dos sombras que entraron con él al muelle. A paso
rápido, pero sin tropel, el grupo se dirigió hacia La Margarita, la
lancha que piloteaba desde hacía varios años el de la barba rala.
Subir a bordo, soltar amarras, encender el motor y enrumbar
a marcha lenta por el canal fue cuestión de pocos minutos. La
Margarita estaba equipada para lanzarse a las aguas profundas
en dirección a Miami y aunque Miguel no había hecho una travesía tan larga, estaba seguro de que llegaría.
Bernardo se sentó al lado del piloto, encendió un cigarro y
observó cómo la costa iba quedando atrás. Tubal se abalanzó
sobre uno de los bultos ocultos en la embarcación y extrajo una
subametralladora marca Thompson y dos cargadores adicionales, repletos de cartuchos cortos, voluminosos y mortíferos. Rebeca, una de las sombras, se acurrucó a su lado como una gatica
enferma y Baldomero, el quinto del grupo, trató de imaginar en
la distancia la posición de la que nunca más volvería a ser su
casa.
Cuando el miliciano fue encontrado por sus compañeros, La
Margarita estaba bien lejos del territorio cubano con su carga
heterogénea.
A los 50 años de edad, Miguel, el hombre fornido, cumplía
otra de las muchas exigencias de su patrón, quien desde enero
de 1959 se encontraba exiliado en Miami. Baldomero, el último hijo que le quedaba al dueño en la Isla, abandonaba todo y
salía clandestinamente del país llevando con él a Bernardo, un
conspirador a punto de ser detenido. Tubal se había sumado a la
expedición por su antigua amistad con el piloto de La Margarita
y cargaba con él a su concubina, así como un temor incontenible
que también lo acompañaba desde que sus jefes lo abandonaron
en La Habana tras la caída de Batista, sin tomar en cuenta que
él era de los que daba la cara en los trabajos sucios de la policía.
Desde enero del 59, Tubal se había mantenido oculto en la ciudad y utilizaba a Rebeca como sus ojos y oídos.
El grupo llegó a la Florida, donde era esperado, y únicamente
Baldomero y Rebeca quedaron fuera de las mil conspiraciones
que siguieron desde entonces. Miguel, al poco tiempo, pasó a
pilotear una lancha rápida en misiones de infiltración de comandos armados por la costa norte de Cuba y murió en el mar. El
74
sargento Tubal Cuesta fue llevado a entrenarse como oficial de
una tropa de asalto que se preparaba bajo la dirección de la CIA,
y Bernardo, el capitán Martínez, se integró al alto mando de la
Triple A, de nuevo en el exilio.
–¡Jose, Jose! –gritaban Tico y Taco mientras corrían de la
calle hacia el portal de la casa de los Ballester–. El capitán se
fugó en una lancha... Lo estaban buscando los comunistas para
matarlo... Se jodió la tropa –gritaban, se quitaban la palabra uno
al otro, los jimaguas estaban descontrolados.
–¿Quién dijo eso?
–Mi mamá lo escuchó por la radio de onda corta... La vieja está segura de que ahora el capitán se alzará contra Fidel...
El viejo dice que tenemos que irnos de aquí porque esto se va a
poner muy malo –siguieron interrumpiéndose los hermanos.
José Antonio debió calmar a los amigos a fin de que uno dejara hablar al otro, aunque lo que había escuchado le bastaba para
captar la esencia del anuncio.
La emisora no había dado detalles adicionales y los criterios
sobre el hipotético alzamiento de Martínez y la amenaza de
muerte contra él eran especulaciones de los jimaguas y sobre
todo de la madre de estos, empeñada en regresar a su ciudad
natal y a punto de conseguirlo.
–Coño, creo que de verdad vamos hacia el comunismo –comentó José Antonio preocupado. A diferencia de Tico y Taco, a él
le dolía la fuga del capitán porque a pesar de todo lo que había
dicho Guillermo, para él Martínez era el único símbolo de Revolución con el que convivía, un exponente de historias y leyendas
épicas, de las cuales podía beber sin que nadie se interpusiera.
Al padre de Guillermo lo veía muy contadas veces y de su familia solo un primo había luchado contra Batista en la provincia
de Matanzas, pero ahora mantenía también una posición contraria al Gobierno Revolucionario por el auge político y administrativo que se le daba en su pueblo, Agramonte, a militantes
del Partido Socialista Popular (comunistas) que, en su opinión,
nunca enfrentaron a la dictadura. Por la Isla corría el rumor de
que Fidel estaba dando a los comunistas puestos de importancia
para neutralizar a sectores de su Movimiento 26 de Julio que
hicieron la guerra contra el batistato en las ciudades, aunque
siempre tuvieron reservas hacia su liderazgo, a diferencia de la
75
incondicionalidad de los guerrilleros de las montañas, mayoritariamente campesinos de extracción muy humilde.
Cuatro días después de conocida en Santos Suárez la fuga de
Martínez, los jimaguas, Róger, José Antonio y otros muchachos
del barrio tuvieron una reunión informal en la residencia de los
Sánchez. La tropa era una ficción.
–¡Al carajo los boicagaos! –dijo Róger en tono de conclusión
risueña y nadie se manifestó en contra. El 21 de octubre de 1960,
las organizaciones juveniles surgidas al calor de la Revolución se
habían fundido en la Asociación de Jóvenes Rebeldes y la Asociación de Scouts de Cuba desapareció definitivamente.
…
A las ocho de la mañana, como de costumbre, las filas de estudiantes silenciosos se pusieron en movimiento en dirección a
las aulas. Los de Primer Año ocuparon la planta baja y el resto comenzó el ascenso a los pisos superiores. Subían lentamente
por la escalera ancha con la modorra matutina colgada de cada
cuerpo, cuando en el primer recodo la marcha se detuvo momentáneamente y un murmullo juguetón descendió entre los muchachos. José Antonio y sus acompañantes llegaron al recodo y todo
se hizo evidente. En la pulcra pared, escrita con grandes trazos
en negro, sobresalía una consigna: “Revolución sí, Comunismo
no. MRR”. En el segundo piso, otro grupo se encaminó a las
aulas entre risas y comentarios a media voz, y los alumnos de
los años superiores prosiguieron el ascenso y descubrieron otra
pintada: “Fidel, traidor. MRR”.
Ni José Antonio ni sus amigos lograron concentrarse aquella
mañana en la primera clase de la jornada, aunque el cura-profesor de Física parecía no percatarse de ello. En voz baja, el joven
le preguntó a su compañero de pupitre qué estaba pasando, y
Alberto Oñate le respondió que esperara al receso. El timbre que
marcaba el primer descanso del día llegó puntual, pero con el
sonido metálico el director Francisco irrumpió en el aula.
–Manténganse en sus puestos. Hermano, por favor, quédese
en el aula –Francisco hablaba en tono grave–. No voy a permitir
que nadie –dijo sin rodeos– convierta a esta escuela en un ring
de la política. Voy a saber quién o quiénes escribieron eso que
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ustedes leyeron en la escalera y adoptaré medidas drásticas. No
sé si entre ustedes está el culpable, pero de ser así lo invito a que
me vea en la dirección y todo será mejor.
Nunca José Antonio prestó tanta atención a alguien que le
hablara desde la tarima de los profesores. Oñate estaba tranquilo, pero Jose no hacía más que moverse en su pupitre de la misma manera nerviosa con que enfrentaba los exámenes difíciles.
El cura-profesor de Física tenía la cara encendida y a esa misma
hora otros directivos de la escuela visitaban las aulas restantes
a fin de extender la advertencia de Francisco, mientras empleados de limpieza borraban las pintadas.
–Hoy no habrá receso. Nadie sale del aula, ni para ir al baño.
Aquí esperan al profesor del otro turno. ¿Está claro?
El director salió como un bólido, sin esperar respuesta de los
alumnos. El cura-profesor comenzó a guardar en un maletín
negro el compás grande de madera y dos libros de texto, todavía
sin saber con precisión lo que ocurría, y se mantuvo de pie y en
silencio hasta que llegó el otro maestro.
Cerca de las dos de la tarde la normalidad había vuelto a los
Maristas, pero el autor o los autores de las consignas seguían
en el anonimato. Nadie había visto nada, nadie sabía nada, y el
director estaba convencido de que la institución se encontraba
al borde de algo grave. Conocía a los alumnos, a sus padres, y
mucho mejor a sus compañeros de sotana. Sabía perfectamente
que entre ellos unos cuantos serían capaces de estimular cualquier acción contra la Revolución, al costo que fuera.
El cura Daniel entró en silencio. –¿Me mandó a llamar, hermano director?
–Sí, siéntese, por favor –respondió Francisco desde su butaca–, ¿tiene usted alguna idea de lo que está ocurriendo?
–Hermano, ocurre lo que tiene que ocurrir cuando nuestra fe
está amenazada. –Daniel era sin dudas el más carismático de los
curas-profesores, el más popular entre los alumnos y el de mayor
consistencia doctrinal.
–Entonces, usted está al corriente de todo y no me había
informado.
–No, hermano director. Me limité a responder su pregunta.
Comparto su preocupación por la disciplina de la escuela. Estoy
de acuerdo con lo que dijo en las aulas, pero no puedo impedirle
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a uno de mis alumnos que reaccione de la misma forma que lo
haría yo de estar en su lugar.
Se hizo el silencio. Los dos religiosos se miraban directamente a los ojos. Ninguno lucía inquieto.
–Yo también lo comprendo, hermano Daniel, pero bajo ningún
concepto podemos dejarnos arrastrar por los acontecimientos en
la calle. El principal riesgo son los alumnos, y apelo a su responsabilidad e influencia sobre ellos para que me ayude a detener
esto. –El director no pudo proseguir. Del otro lado de los muros
que delimitaban la institución, por la calle San Mariano en
dirección al parque Juan Delgado, varias decenas de personas,
probablemente dos centenares, marchaban a pie en medio de un
gran alboroto. De cuando en cuando alguien con un megáfono
instaba a los vecinos a sumarse a la marcha de apoyo a la Revolución. Sonaban arrítmicas tumbadoras y tambores, y también
de cuando en cuando coros improvisados gritaban: “¡Pin, pon,
fuera, abajo la gusanera! ¡Pin, pon, fuera, abajo la gusanera!”. La
marcha pasaba por un costado de la escuela y los coros subían el
tono: “¡Abajo la gusanera!”, repetían una y otra vez en alusión a
la forma que acuñó Fidel Castro en público para referirse a sus
adversarios.
En aquel preciso momento, cuando los gritos de la calle pusieron fin al intercambio entre Francisco y Daniel, los alumnos de
bachillerato habían finalizado su jornada y todos corrieron a presenciar lo que ocurría. Eran miradas de asombro o indiferencia.
Nadie se sumó a la marcha.
–¿Quieres vivir una emoción fuerte? –le preguntó Oñate a José
Antonio, mientras se encontraban, uno al lado del otro, junto con
decenas de alumnos en la puerta principal de los Maristas.
–Sí.
–Entonces vamos, pero dale rápido –dijo Oñate y los dos salieron en busca de la calle paralela a San Mariano, para después
correr en dirección al parque.
La distancia era corta. La residencia de los Oñate estaba en
los alrededores de aquel lugar bien conocido. A sugerencia de su
amigo, José Antonio se quitó la camisa y la corbata del uniforme
y se quedó en pulóver blanco. Dejó también la carpeta escolar y
alcanzó a tomar un jugo de naranja traído por una joven y coqueta sirvienta. Oñate, por su parte, se perdió momentáneamente
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en la residencia y reapareció sonriente en la amplia sala, vestido
con una camisa descolorida. Le indicó que lo siguiera. Volvieron
a la calle, bordearon el parque, desde donde un hombre hacía
uso de la palabra, y llegaron hasta una casa medio en ruinas,
que quedaba detrás de la tribuna improvisada, del otro lado de
la calle Juan Delgado.
–Oye, Albertico, ¿qué vas a hacer?
–No te preocupes, sígueme y vas a pasar un momento de película –replicó él, mientras indicaba al amigo cómo entrar a un pasillo
solitario. Después treparon varias rejas carcomidas por el óxido y
ganaron la azotea de la casona abandonada. Desde allí divisaban
el parque y la manifestación. Estaban a unos 60 metros del lugar
en el que la gente daba vivas a Fidel.
Oñate indicó a José Antonio que no se dejara ver. Se sentaron
de espaldas a un pequeño muro y entonces Alberto, con un gesto frío, sacó del bolsillo del pantalón un revólver calibre 38 con
cañón recortado.
–¡Qué coño es eso! ¡Te volviste loco!
–Cálmate mi socio, que esto lo que tiene son balas de salva y
lo único que vamos a hacer es ver correr a todos estos comemierdas –respondió Oñate, y sin pensarlo dos veces, siempre con la
espalda pegada a la pared, dirigió el cañón de la pistola al aire e
hizo un primer disparo.
La gritería que llegaba del parque pareció aminorar, pero el
orador prosiguió su discurso. Un aire fuerte e intermitente batía
contrario al lugar donde los dos muchachos se mantenían ocultos. Oñate martilló tres veces seguidas sobre igual número de
cargas explosivas. Se hizo silencio en el parque, tiró dos veces
más y se levantó lentamente para comprobar el efecto de la sorpresa, pero lo hizo sin la precaución que requería el momento.
–¡Miren, allí hay un tipo! –se escuchó gritar a alguien desde
el parque y los dos muchachos salieron disparados. Se descolgaron por otra pared en ruinas, llegaron a un patio congestionado de arbustos, saltaron una cerca, corrieron por otro pasillo
y salieron a la calle lateral, mientras los de la manifestación,
algunos con pistolas y otros desarmados, buscaban la forma de
llegar a la azotea.
En la calle, distantes de la gritería, los dos muchachos continuaron su retirada. José Antonio estaba excitado, nervioso y
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de nuevo en la residencia de los Oñate quedó solo en la amplia
sala hasta que Alberto reapareció vestido con una camisa amarilla de pintas color crema. Le sugirió que volviera a ponerse la
camisa del uniforme y juntos salieron al espléndido patio de la
residencia, infranqueable detrás de enormes rejas en forma de
lanzas, todas pintadas de negro.
–¿Bueno, qué te pareció? Te cagaste igual que esos maricones
del parque. –Oñate estaba junto a José Antonio desde el cuarto
grado de la enseñanza primaria en los Maristas. Le llevaba solo
un par de meses y se diferenciaba de él por una constitución más
robusta.
–Estás loco de remate, Albertico. La próxima vez me dices
antes lo que piensas hacer. ¿Qué hubiera pasado si hieres a
alguien con esa mierda? –respondió José Antonio, a quien aún le
sonaban en los oídos los seis disparos y el griterío que se formó
después.
Alberto echó una carcajada y se dejó caer de espaldas sobre el
césped recién cortado. –¡Qué herir, ni herir!, si el revólver no tenía
balas de verdad. Pero, ¿viste cómo corrieron los muy cabrones?
–¿Tú también estás metido en eso de las pintadas en la escuela? –inquirió José Antonio, menos tenso, aunque prendía el tercer cigarrillo que fumaba en menos de 30 minutos.
–No, pero me parece muy bien.
–¿Y qué es eso de MRR?
–Movimiento de Rescate Revolucionario, una organización
dispuesta a acabar con Fidel y que cuenta con tremendo respaldo
de los americanos –respondió Oñate con la mirada refulgente.
Transcurrida media hora de conversación, a José Antonio no
se le quitaba de la mente el riesgo que había corrido, y cuando se
despidió de su amigo tuvo la sospecha de que Oñate no disponía
de un arma de fuego ni había actuado de la forma que lo hizo
contra los fidelistas solo por apego a las emociones fuertes.
Los diez millones
(Tercer tiempo)
La caravana se detuvo en el valle arenoso donde desembarcaron todo lo transportado desde La Habana, incluidos los componentes para levantar una nave que sirviera de albergue y alma80
cén. El sol calentaba con la intensidad que solo tiene en la árida
región oriental de Camagüey, y como si nadie sintiera el cansancio o como si fueran colonizadores del distante desierto del oeste
estadounidense, que se movían en vehículos automotores y no en
diligencias ni caballos, los hombres estacionaron los equipos en
torno al pozo y se pusieron a levantar lo que sería su casa colectiva durante el tiempo que durara la zafra azucarera. En el Puesto de Mando les indicaron la ubicación del valle y en poco tiempo la nave quedó más o menos montada, aunque debieron pasar
algunos días para poner en marcha el equipo de extracción de
agua, razón por la cual el líquido vital fue cargado a mano.
Un pequeño camión y un todoterreno formaban el parque
automotor de la empresa allí, y solo una mujer, Zunilda, la secretaria de Bencomo, se negó a cumplir la orientación del director
de que las damas se quedaran en la capital. Por su parte, el
viejo jefe no pudo convencer a Fontán, porque en realidad su
salud no lo acompañaba para la vida en campaña, pero Zunilda
desbarató todos los argumentos del director y se convirtió en
auxiliar de cocina, especialista en primeros auxilios, secretaria ejecutiva de campaña y princesa indiscutible de la veintena
de colegas de trabajo que formarían la jefatura del batallón de
cortadores de caña, cuyos efectivos, en ese momento, todavía no
habían salido de la ciudad.
La primera noche fue una cena inolvidable para los mosquitos, que disfrutaron hasta hartarse de la sangre capitalina,
y el primer despertar en la estepa supo a polvo. Casi nadie,
incluso José Antonio, que gustaba de la naturaleza, disfrutó
el amanecer. A las siete y media de la mañana habían desayunado cereal ruso caliente, con panes traídos desde La Habana.
El director, con su pistola automática al cinto, comandaba la
jefatura y a las ocho de la mañana reunió a los hombres. Para
él era un privilegio estar fuera del rigor de la oficina y de una
responsabilidad empresarial sobre la cual poco conocía. Quizás
por ello, ese día en Camagüey, fue el único hombre distendido de la pequeña tropa. Repartió responsabilidades tal como
lo concibió en la capital, a partir del conocimiento de cada uno
de sus colaboradores, y a José Antonio le asignó la jefatura de
abastecimiento del batallón que crearía la empresa cuando llegara el resto de los trabajadores.
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–Tu responsabilidad, por encima de cualquier cosa, es que a
la gente no le falte la comida. Tú sabes lo que es cortar caña con
la barriga vacía y las jodederas que se forman en estas movilizaciones, así que mira a ver si aprovechas tu experiencia y salimos airosos como la vez anterior –dijo el director al joven, quien
como el resto de los miembros de la jefatura portaba una pistola
al cinto.
Estaban en tierras de antiguos latifundios, en una provincia
en la que brilló la aristocracia ganadera y de la que salieron los
primeros desafíos a la Revolución luego de una radical reforma
agraria. Volvían a la región de menor densidad poblacional del
país, donde habitualmente la zafra nunca lograba las metas propuestas y hacia la cual se dirigía siempre el grueso de los hombres movilizados como cortadores voluntarios cuando comenzaba
la contienda, porque también había quedado atrás la época de los
macheteros profesionales reclutados con pagos de miseria entre
un ejército de desempleados, en el que abundaban emigrantes
haitianos y jamaiquinos. Regresaban al polvo y a la aridez, a las
nubes de mosquitos, a las cañas con sus hojas filosas, a la abstinencia de hembras, al colectivismo forzoso, a los madrugones y a
los anocheceres en plena faena con o sin luna llena. Al reto permanente de la hombría en una nación de machismo arraigado.
…
–Te dije que no hay más bacalao. –Reynaldo Mendieta, el Director de Personal de la Empresa Portuaria tuvo que sustituir al
jefe de retaguardia del Puesto de Mando a las dos semanas de
comenzados los cortes y tanto Fontán como José Antonio supusieron que el ascenso fortuito les convendría.
–Cojones, Reynaldo, si ahí tienes más bacalao y tú mejor que
yo sabes que ese es el plato fuerte de los domingos –replicó José
Antonio en la arboleda que servía de entorno al almacén principal de todos los batallones dispersos por los cañaverales de la
zona norte de Camagüey.
–Esa es la reserva y no la toco –Reynaldo finalizó la conversación y a él le quedó claro que su compañero de trabajo allá en
La Habana no iba a tener aquí la más mínima consideración con
su gente.
82
Terminó de cargar unas cuantas cajas de bacalao noruego,
arroz y otros productos, y cuando comenzó el regreso al valle
árido en el que se encontraba su jefatura para descargar, almacenar y después distribuir por compañías, a José Antonio se le
escapó en alta voz: “¡Qué tipo más berraco!”.
–Recuerda que en La Habana es director de la empresa y que
Fontán lo lleva cómodo –alertó Marcos, el tipo flaco, alto y tan
joven como José Antonio, que habían puesto bajo su mando en
condición de chofer.
–Me importa un carajo. No voy a dejar a la gente mal comida
porque este imbécil engorde a su antojo las partidas de reserva
que después manda al comedor de los jefes en el Puesto de Mando, donde todo el mundo dice que se come como en un restaurante cinco estrellas de La Habana.
Cada vez que iban al almacén central, las discusiones de
Reynaldo y José Antonio se repetían. En la medida que la zafra
avanzaba, los alimentos disminuían y Reynaldo los manejaba
con toda intención, movido por el deseo de satisfacer a sus jefes,
encabezados por el Ministro. Era un ciclo. José Antonio discutía con Reynaldo para que cumpliera las entregas pactadas y
los jefes de abastecimiento de cada compañía discutían con él,
porque no era capaz de mantener las cuotas mínimas de alimentos. Fontán no podía hacer nada para ayudarlo debido a que
el Ministro tenía el mejor criterio de Reynaldo y en los demás
batallones de la zona el abastecimiento alcanzaba. Ni Fontán, ni
José Antonio sabían que cada una de esas empresas mantenía
un suministro adicional, encubierto, constante y muy costoso
desde sus almacenes en La Habana. Se trataba de una práctica
que ya comenzaba a acentuarse en todo el país, mediante la cual
las entidades estatales enmascaraban actividades que iban contra los reglamentos o la simple lógica económica.
El punto crítico se presentó cuando el camioncito de José
Antonio explotó pese al mantenimiento de campaña al que Marcos lo sometía religiosamente y Reynaldo tampoco encontró solución para este nuevo inconveniente.
–Coño, José Antonio, la gente se nos va a alzar. La comida no
alcanza y ahora ustedes jodieron el camión –dijo Fontán.
–No, director, nosotros no jodimos nada. Se partieron unos
aros del motor, como puede pasar en La Habana, pero ocurre
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que no tendrá solución hasta dentro de una semana y Reynaldo
dice que no tiene cómo reponernos el transporte por ese tiempo
porque no va a tocar los camiones de reserva, y yo me pregunto
para qué son los camiones de reserva. –José Antonio estaba alterado. Llevaba varios días sin dormir tratando de encontrar soluciones a los muchos problemas que ponían en crisis su capacidad
de organización y ahora el conflicto implicaba que los macheteros de su empresa no se mantuvieran entre los mejores cortadores, porque trabajar en los cañaverales, a veces sin desayuno, es
un suicidio.
–Voy a hablar con el Ministro. Reynaldo ya me tiene un poco
cabrón. Coge mi yipi y mira a ver qué puedes hacer –respondió
Fontán.
Pasaron 24 horas sin que el asunto encontrara solución y,
para colmo de las paradojas, en el instante en que los suministros para el batallón de José Antonio se amontonaban en el almacén central por falta de transporte, Reynaldo decidió aumentar
todas las cuotas de alimentos para ellos.
–Este tipo es un hijoeputa –comentó Marcos, el chofer, cuando la noche comenzaba a señorear en aquella estepa, mientras él
y su jefe, tirados sobre unos sacos vacíos de arroz como dos vagabundos liquidados por la vida, fumaban inmunes a las picadas
de los mosquitos y al jugueteo permanente de las ratas.
–Oye, Marquitos, ¿te la juegas conmigo?
–Pa’ lo que sea, Jose –respondió el mulato larguirucho.
–Búscate dos gentes que estén dispuestos a cargar toda la
noche.
–¿Qué vas a hacer?
–Nos llevamos un camión de la reserva y que salga el sol por
donde salga. El Ministro está para La Habana, regresa dentro
de dos días y en las compañías no hay nada que comer, así que
haz lo que te digo y andando.
Encontrar otros dos hombres para la aventura no fue difícil y
al llegar al Puesto de Mando se dirigieron al estacionamiento de
camiones de la reserva, que eran pocos, y escogieron un armatoste ruso de hierro que tenía las llaves puestas en el dispositivo
de arranque.
–Espérenme aquí –dijo José Antonio al resto de sus compañeros que como él bordeaban los 25 años de edad, y se dirigió a la
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persona que hacía de oficial de guardia. Le enseñó unas facturas
para recoger abastecimientos en el almacén central y sin más ni
más se dirigió al camión seleccionado, dio la orden de abordaje, se
sentó al volante del equipo petrolero, pese a que nunca en su vida
había conducido algo parecido, y a trompicones, sin luces en los
faros, salieron del lugar. Durante toda la noche cargaron alimentos y al amanecer de otro día sin dormir habían repletado todas
las bodegas de las compañías bajo su jurisdicción. Cargaron cuanto era necesario y aunque él sabía que después vendría la tormenta, cuando a las diez de la mañana regresó al campamento hizo
sonar la trompeta de aire de la bestia rusa en señal de victoria.
A las dos de la tarde sintió agua fría que caía sobre su cara.
Abrió los ojos con dificultad e imaginó a Dora, su esposa, pero
fue Zunilda quien terminó por despertarlo. –Dale, Samuel tiene
tremendo encabronamiento contigo. Quiere verte.
Se lavó la cara, comprobó que Marcos seguía durmiendo profundamente, y con la misma ropa con que se había acostado salió
en busca del director.
–¡Te robaste un camión anoche y el Ministro pide sangre!
–tronó Samuel Fontán.
–¿El Ministro no estaba en La Habana? –preguntó él sin alterarse, indiferente y más que sentado, tirado en la silla rústica de
la habitación-oficina.
–Llegó esta mañana. Le dijeron que anoche te llevaste un
camión por tus santos cojones del Puesto de Mando y dice que
aquí el jefe es él y no tú.
–Está bien, ¿y qué? –respondió José Antonio, quien sentía
que los párpados se le cerraban–. ¿Usted sabe cómo amaneció
hoy nuestra gente?
–¿Qué?
–Que en estos momentos todos los almacenes de nuestras compañías tienen hasta el abastecimiento extra que ese hijo de puta
de Reynaldo nos asignó cuando sabía que no teníamos con qué
cargarlo. Que hoy la gente va a sentirse mejor y mañana estarán
cortando a buen ritmo. Que estoy cansado, muy cansado, y me
importa un carajo lo que diga el Ministro –hablaba en letanía,
casi sin moverse de la posición de depauperación in tremens en
que se encontraba y el director, al instante, cambió de tono.
–¿Quieres café?
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–Samuel, lo que quiero es dormir.
–¡Entonces le tocaste el culo a Reynaldo! –dijo Fontán mientras apoyaba por primera vez la espalda en su silla, se cogía las
manos por detrás de la cabeza y dejaba entrever una sonrisilla
traviesa. –Le tocaste las nalgas al cabrón de Reynaldo –repitió
sin que José Antonio diera mayor importancia a lo que decía y,
finalmente, lo mandó a dormir.
…
Eran la viva estampa de lo que hace la caña de azúcar con los
hombres que se empeñan en segarla. Reflejaban agotamiento
en el rostro, en la espalda, en los pies, en los codos y hasta en
cada cabello de las barbas puestas de moda desde 1959. Los
que cortaban desde el pitazo de arrancada caminaban envueltos en una especie de túnicas despedazadas, llenas de sudor y
mugre, que al comienzo de la zafra fueron camisa y pantalón.
Los sombreros magullados, las caras cortadas por las hojas
filosas, las manos convertidas en garrotes y las botas desfondadas. Caía la tarde y todos regresaban al campamento luego
de una faena que puso en marcha la salida del sol, tuvo un
paréntesis en el almuerzo llevado hasta la misma plantación y
recomenzó sin pérdida de tiempo. Y así, día a día, en el inicio
de otro mes.
José Antonio caminaba entre ellos sin ánimo para alzar el
porrón, llevarlo a la boca y calmar la sed que le quemaba. Ahora
era el jefe de aquella compañía integrada por pintores de brocha
gorda, porque a los ministros, incluidos los del Gobierno Revolucionario, no les agrada que sus subordinados incumplan las
órdenes que dan y, además, porque Durrutí, el jefe anterior de
los pintores, regresó sancionado a La Habana luego de fingir una
crisis de hipertensión arterial para no ir a los cortes. El médico
del Puesto de Mando comprobó el engaño cuando los trabajadores se negaron a cumplir la férrea disciplina de los cañaverales
si su jefe no estaba al frente. El doctor Jiménez consideró que el
cuarentón Durrutí quizás no se sintió en condiciones de asumir
el desgaste físico de la zafra y temió decirlo, pero el Puesto de
Mando concluyó que era “un flojo” y le ordenó regresar a la capital para examinar su militancia en el Partido Comunista y su
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permanencia como jefe de sección de la empresa de los pintores
cuando terminara la contienda.
Al llegar a la compañía junto con Marcos, el chofer, quien
tampoco escapó a la ira del Ministro, y con Dagoberto, buzo de
profesión asignado como refuerzo al mando del destacamento de
cortadores, José Antonio no conocía a nadie y tuvo que ganarse
la confianza de los hombres a base de trabajo. El día era una rutina doblemente agotadora para él: de pie a las tres de la mañana
cuando los demás dormían a fin de garantizar que los carreteros
y sus bueyes estuvieran listos antes de empezar el corte y a partir de ahí, seguía la jornada, hoy con un grupo de macheteros
y mañana con otro, alternando las noches con las reuniones de
chequeo de la zafra. A veces se daba el lujo de dormir cinco horas
en las mañanas o las tardes y siempre que lo hacía, porque las
fuerzas no daban para más, el fantasma de Durrutí se empeñaba en darle vueltas.
–¡Tenemos médicos, tenemos médicos y son mujeres! –gritaba
Marcos por el camino de tierra en dirección al grupo–. ¡Compañeros, tenemos dos mujeres en la compañía! –repetía con euforia
al tiempo que se acercaba.
Una semana antes, en el Puesto de Mando, José Antonio se
quejó al mismo doctor Jiménez de que la compañía de pintores
no tenía sanitario y aunque el galeno no quiso comprometerse
en dar respuesta definitiva a su demanda, a la larga logró lo
que quería. Era imposible cumplir la orden de que en los campamentos solo quedaran sin ir al campo los enfermos y era
más que un riesgo atender a alguien que de noche se quejara,
pues el médico más cercano estaba a decenas de kilómetros
y a la compañía tampoco le habían asignado el todoterreno
prometido.
Jadeante, pero ya en el grupo, Marcos detalló lo que gritaba.
–Compañeros, al fin nos mandaron médicos y un yipi. Son dos
chiquitas lindísimas, estudiantes de cuarto año de Medicina.
Bastó el anuncio para que el ánimo reapareciera entre los
hombres encorvados por el cansancio. En aquel momento a nadie
le importó que fueran estudiantes y que poco o nada conocieran de medicina. Lo que realmente importaba era que casi tres
meses después de caña, sudor y esfuerzos tendrían no una, sino
dos mujeres para que los cuidaran.
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El doctor Jiménez en persona llevó a las universitarias. Alertó que de momento estarían las dos en la compañía, aunque
al final una sería trasladada a otro campamento. Subrayó que
ambas eran de la Juventud Comunista y se mostró satisfecho
al comprobar el lugar en que radicarían. El campamento estaba
integrado por tres largas naves de ladrillo y techo de guano, que
eran los dormitorios de los macheteros. Otra más pequeña hacía
las funciones de comedor, cocina y almacén. Las letrinas quedaban en el extremo este, y algo apartado de todas las instalaciones anteriores había una especie de cajón con cuatro ventanas
y una puerta, pero con techo y piso de cemento, que era la jefatura-dormitorio. Allí solo vivían José Antonio, Marcos y Dagoberto. El espacio sobraba, pero hubo que dividirlo con tablas y
hacerle otra entrada independiente. Jiménez trajo lo elemental
para montar el dispensario. Dejó en manos de José Antonio el
todoterreno asignado a la compañía y al cabo de una semana la
habanera Verónica y la pinareña Blanquita estaban instaladas
y en funciones.
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V
El ultimátum
(Primer tiempo)
Conduzco por instinto, en una nebulosa. Desciendo por la
Avenida 26 en dirección a Santos Suárez. Llego a la Ciudad
Deportiva y, por reflejo, tomo el carril de la derecha. Martilla el
ultimátum de mi suegra Cheché, la reflexión sin afeites de mi
esposa Silvia y el conocimiento de que Ariel lleva una semana
desayunando infusiones de hojas de naranja agria, porque la
crisis aumenta, la leche no alcanza para los niños de su edad y
él rechaza el “cerelac”, una alternativa nacional de emergencia
como suplemento alimentario que no conquista el gusto ni de
sus propios creadores.
Me detengo en el semáforo de la fábrica de gaseosa. A la
izquierda, la antigua sede principal de Coca Cola y frente a ella
el campo de fútbol donde jugué muchas veces en la distante adolescencia. Pero hoy no estoy para recuerdos.
La luz verde da vía y vuelvo a ponerme en marcha. Me estremecen el ultimátum de la suegra, la reflexión de Silvia y las hojas
de naranja agria. Ni en las movilizaciones militares y civiles en
la Isla, ni en las guerras del Sahara Occidental y Angola sentí
una sensación como esta, que comparto ahora con el resto de mi
familia. De noche sueño con comida y de día me convenzo de que
todavía estamos lejos del hambre ancestral que observé muy de
cerca en África, aunque no sé cómo ni cuándo las cosas volverán
a enderezarse en mi país.
Manejo con movimientos automáticos, como he hecho mil veces
durante más de 30 años, en jornadas en las que el tiempo no
alcanzaba para dormir, o como hice en el quinto aniversario de
mi matrimonio con Silvia, cuando en una de las primeras mesas
del cabaret Parisién me bebí solo una botella y media de ron añe89
jo, porque el Guille y su mujer no llegaron como habían prometido y mi esposa únicamente disfruta de los jugos.
Conduzco el vetusto auto que conozco al detalle y en el semáforo siguiente, por reflejo, esquivo a un ciclista, trato de pasar
entre otro auto y un camión pesado del ejército, contra el cual me
impacto finalmente. Gritos, abolladuras, el parabrisas partido y,
sin abandonar el timón, constato que soy el único afectado.
Vuelvo a ponerme en marcha en el auto magullado. Sobrepaso la intersección, estaciono y prendo otro cigarrillo. “No hay
nada que comer hoy en casa, ni nos queda un centavo”. Vuelve a
taladrarme el ultimátum de la suegra, pienso igual que Silvia,
“hay que hacer algo”, y me pregunto qué.
La antesala
(Segundo tiempo)
La aparente contradicción comunismo-Revolución alcanzaba una
dimensión extraordinaria. Los opositores al nacionalismo radical
enarbolaban su bandera cada vez con mayor fuerza y desenfado,
aunque muy pocos conocieran los fundamentos teóricos marxistas o su expresión práctica en Europa y Asia. Entre los seguidores de Fidel Castro ocurría lo mismo, pero el carisma magnético
del líder y el impacto social de las decisiones de su gobierno ejercían un poder de atracción impresionante sobre la mayoría de los
cubanos. El fidelismo sobrepasaba prejuicios ideológicos arraigados durante 50 años y hacía confluir de manera espontánea a
gentes de variadas extracciones sociales y militancia política.
Washington rompió relaciones diplomáticas y La Habana
profundizó alianzas con la URSS. Grupos armados se infiltraron por las costas, se alzaron en todas las montañas y
cientos de milicianos y soldados salieron a combatirlos. Por
comunista fue colgado de un árbol un maestro voluntario, que
de marxismo no sabía absolutamente nada, y 100 000 muchachos respondieron a la convocatoria de ir adonde fuera necesario para alfabetizar compatriotas. El ojo por ojo y el diente
por diente sepultaba la otra prédica ancestral de la mejilla
fresca a la nueva bofetada. “Tu hijo será patriota o traidor:
¡de ti depende!”, constaba en una colorida pegatina repartida
por millares por los revolucionarios, mientras otra de idéntico
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diseño concebida por líderes católicos decía: “Tú hijo será creyente o ateo: ¡de ti depende!”.
Un remolino de tamaña envergadura cambiaba hasta el
contexto de la guaracha y la rumba, y entonces la rumba y la
guaracha, la jarana y el chiste se hacían sentir en momentos
solemnes y definitorios. Hubo jugadores profesionales de “bolita” que se transformaron en milicianos y murieron combatiendo,
chulos que se sumaron al bando contrario para proteger a sus
putas, curas vascos que se rebelaron contra la jerarquía católica, militantes socialistas asustados al ver lo que ocurría en el
país, y empresarios que contra la lógica generalizada aceptaron
la nacionalización de sus negocios.
–Quiero que sepan que para todos nosotros esta será probablemente la reunión más importante de nuestras vidas. –De esa
forma Amadeo Seoane se dirigió a sus tres socios. Cómodamente
sentado en el butacón mullido de piel negra, Panchito saboreaba
un tabaco H.Upmann. Estaba bien vestido y oloroso, como siempre, y el patetismo del momento no parecía afectarlo. Manuel
Ballester, con una combinación de chaqueta, pantalón y zapatos de colores crema y marrón, se mecía en uno de los sillones
que Seoane mantenía en su despacho, mientras Lucio, vestido de
miliciano, aguzaba los sentidos–. Tengo informaciones seguras
de que pronto el gobierno nacionalizará La Única.
–¡¿Cómo dices!? –interrumpió Ballester.
–Como lo oyes, Manolo. Van a nacionalizarlo todo. Están valorando los negocios para pagarnos en bonos o en moneda nacional
y nos permitirán seguir trabajando en posiciones claves si queremos. –Amadeo se levantó de su butaca y fue hasta una mesita
auxiliar situada al costado del buró. Cogió uno de los vasos de
cristal y se sirvió agua fresca–. No sé cuándo ocurrirá, pero se
los advierto para que estén preparados y puedan organizar sus
vidas. –Se sentó lentamente en el puesto, puso los codos sobre la
mesa, juntó las manos a la altura de la barbilla y sus ojos azules
claros se posaron en Panchito, mientras desde la calle llegaba el
estruendo de un aguacero indetenible.
–Pa’l carajo, y tú lo dices con una calma que le zumba el mango –replicó Panchito Meneses, sin dejar de saborear su habano.
–Bueno, yo lo digo como tengo que decirlo, porque para mí
no cuenta eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor, y tú lo
91
sabes. Para mí todas las épocas pasadas fueron malas y considero que hasta vale la pena ver si este país se endereza un poco...
–Coño, Amadeo –volvió a interrumpir Ballester–, no me vengas a decir que estás de acuerdo con que nos lo quiten todo.
–No, no es que esté de acuerdo, o que sea tan necio que no sepa
la diferencia que hay entre un patrón y un empleado. No es eso,
lo que ocurre, Manolo, es que hay momentos en que uno tiene que
saber aceptar lo inevitable.
–¿Y tú qué piensas hacer, Amadeo? –intervino el único de los
gerentes que vestía de miliciano.
–Tengo algunos fondos en el banco, pienso que lo que nos
paguen sea aceptable y a Galicia no regreso, ni voy a volver a
empezar de cero trabajando como un burro. Así que lo más probable es que me dedique a disfrutar un poco la vida, si es que a
esta Isla la dejan algún día en paz.
Amadeo era el dueño de La Única, Panchito el socio de mayor
jerarquía y Manuel Ballester y Lucio tenían el mismo nivel en la
gerencia, por disponer de un pequeño y similar número de acciones. Los cuatro conformaban un buen equipo de dirección y aunque las diferencias de carácter, estatus social y aspiraciones eran
muchas, habían encontrado la manera de mantenerse unidos
para hacer que el negocio prosperara en medio de la competencia.
La reunión se extendió durante dos horas. Cada cual improvisó en voz alta su estrategia personal, luego de insistir hasta
la saciedad en la eventualidad de que la información de Seoane
no fuera exacta, y solo Lucio dejó entrever que en caso de nacionalización él se mantendría en la empresa. Aquello disgustó a
Panchito tanto como la noticia de la intervención y al finalizar el
intercambio invitó a Ballester a tomar algunos tragos. El aguacero había terminado y solo quedaba su presencia en las callejuelas inundadas.
No era difícil tomarse un trago en La Habana, pero Panchito no solía disfrutar en cualquier esquina. Hijo de buena cuna,
con una personalidad criolla hecha para flotar como el corcho en
cualquier agua, Meneses se transformaba en un ser muy selectivo si de mujeres, tabaco y tragos se trataba, por eso caminaron
indiferentes a la humedad que se les colaba por los pies, hasta el bar-cafetería La Marina y solo cuando se acomodaron en
el ambiente refrigerado del lugar, Panchito dejó aflorar lo que
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sentía. –Amadeo tiene cada cosa que le ronca. Yo sabía que a la
larga la intervención podía llegar, pero lo que me jode es con la
gandinga que él lo asume –dijo luego de disfrutar de un largo
y tibio trago de whisky escocés–. Por suerte –prosiguió– tengo
alguna plata en Estados Unidos y si los americanos se demoran
mucho en acabar con este loco de Fidel, lo vendo todo y me voy
de aquí hasta que pase el huracán. –Meneses se desahogaba y
Ballester lo que más quería era estar solo, de ahí que la conversación siguiera de un solo lado–. Además, ¿te fijaste en el cabrón
de Lucio? Ni es revolucionario ni una mierda, pero anda con la
ropita de miliciano todo el día y ahora resulta que piensa seguir
trabajando con los comunistas. –Pidió unos pastelitos de ensalada de pollo, la especialidad de la casa, y otros tragos. Volvió
a beber y ni reparó en las cortas respuestas de su socio–. Yo no
sé qué vas a hacer, Manolo, aunque a ti las posibilidades no te
faltan, pero por lo que a mí respecta, de ahora en lo adelante La
Única me importa un carajo.
El intercambio se prolongó el tiempo indispensable para que
Meneses disfrutara de otros tragos de escocés. Ballester había
preferido tomar cerveza Hatuey.
–Panchito, si nos van a meter mano, los únicos que pueden
impedirlo son los americanos y si ellos no hacen nada, que sigan
aquí los que tengan alma de carneros.
Se despidieron de pie, sin percatarse de que había llovido
torrencialmente, y Ballester salió en busca de su auto. Muchas
veces pensó en la posibilidad de emigrar a Estados Unidos, pero
su apego a la familia y su ascenso social sostenido siempre lo
llevaron a postergar la decisión. Como otros dos de sus hermanos varones, se había graduado de Comercio en la escuela católica de La Salle y antes de llegar a ser gerente debió trabajar
muchísimo como encuadernador, cortador de imprenta y después
como vendedor. En 1957, la fusión de los negocios de Panchito y
Amadeo para constituir La Única, unido a una pequeña acumulación de capital a base de ahorro, trabajo y créditos, les permitieron alcanzar el estatus que estaba a punto de venirse abajo.
Ballester pertenecía a una época que desaparecía en Cuba, sin
que nadie hubiera contado con él, y en sus planes nunca estuvo
envejecer como asalariado. Todavía le quedaban esperanzas de
que algo impidiera la nacionalización de la empresa, le preocupa93
ba muy en especial el futuro de la segunda de sus hijos, María
Victoria, y aunque tenía mucha experiencia en la esfera mercantil, le molestaba que la decisión de emigrar se viera forzada por
una combinación de circunstancias que no imaginó que viviría
cuando rayaba los 42 años de edad.
…
Era la cuarta vez que Vivian Álvarez hacía la lista de todo lo que
consideraba necesario llevar a la nueva aventura en la que se
había enrolado, pese al disgusto de su padre, Braulio, a quien le
costaba lidiar con la decisión de la joven que se disponía a marchar a las montañas del extremo oriente de la Isla a alfabetizar
campesinos. Ella hacía y volvía a hacer la lista de blusas, ropa
íntima, cosméticos, cantimplora, botas, libros y lápices, y Amanda, la madre, acopiaba cuanto medicamento podía imaginar
para el botiquín de campaña, sin dejar de rezar noche a noche a
fin de que la mestiza Virgen de la Caridad del Cobre protegiera
a la niña de la casa. A Braulio le incomodaban, sobre todas las
cosas, los mil kilómetros de distancia que lo separarían de la
hija, pero no podía ocultar su admiración por ella. El orgullo de
padre superaba los temores.
Cientos de jóvenes se enrolaban en la Campaña Nacional de
Alfabetización y otros cientos, entre los que figuraba Guillermo
Fernández, aprendían sobre la marcha el manejo del armamento
llegado de la Unión Soviética y Checoslovaquia: morteros, fusiles,
subametralladoras y cañones que pelearon en la Segunda Guerra Mundial, algunos hasta vencedores en Stalingrado y Berlín.
Guillermo se iba destacando como tirador de “cuatrobocas”, como
llamaban los muchachos a las ametralladoras antiaéreas acabadas de llegar. Lo único que le molestaba era la vida en campaña y
la disciplina militar que poco a poco se apoderaba del país. Hacía
varias semanas que faltaba del barrio y sentía un deseo mayúsculo
de volver a ver a la trigueña de sus sueños más agitados. Por ello no
lo pensó dos veces cuando su compañía fue autorizada a pasar dos
días de descanso y sin quitarse el uniforme mugriento ni lustrar las
botas, se presentó de cuerpo entero en el apartamento diminuto.
–¡Guille! –La alegría de ella fue contundente y cuando ambos
se abrazaron en el umbral de la puerta, el joven sintió provocado94
res los pechos redondos y robustos de la muchacha, quien lo besó
sin pensar primero y sintió también después cómo un escozor
dulce y excitante surgía alborotado desde sus entrañas.
–Vivi, ¡qué deseos tenía de verte! –dijo él embelesado en una
atmósfera tan romántica como cualquier otra, pero al mismo
tiempo única e inigualable, que Amanda se encargó de romper
con su presencia, la tradicional invitación a gaseosa fría y un
interrogatorio cargado de admiración que a ellos les pareció
interminable. Todo se convirtió en un recuento de historias de
soldado, hasta que Guillermo se interesó por José Antonio.
–Lo vi ayer y me preguntó por ti, aunque veo raro a Jose desde que desaparecieron los scouts. Además, esa escuela de él se ha
convertido en un nido de gusanos.
A la misma hora del reencuentro de Guillermo y Vivian, en
el mismo Santos Suárez, pero en la parte alta del barrio, Betty y
José Antonio disfrutaban de otras emociones. La familia de ella
se disponía a viajar a New Jersey.
–Papá dice que en los próximos meses todo se arreglará en
Cuba, pero que la solución puede ser muy dura y que lo mejor es
estar lejos.
Conversaban uno al lado del otro, apacibles, mientras la tarde
paseaba por el parque del barrio.
–¿Qué harás con los estudios?
–Dejarlos y continuar cuando regresemos –respondió ella y,
sin titubeos, tomó una de las manos de su amigo, la apretó suavemente y añadió–: ¿Estarás aquí cuando regrese?
–Por supuesto. Mis padres también están muy preocupados
con lo que ocurre, pero yo no pienso irme –dijo con determinación.
La miró a los ojos, le pareció que centellaban y aunque estaban
al alcance de todas las miradas del parque, la atrajo hacia él sin
encontrar resistencia y la besó. Se sentían a gusto, y a los besos
iniciales, cortos, tiernos, siguió un abrazo profundo que los perdió
definitivamente en la inmensidad de otro beso.
–Oye, oye, aguanta, aguanta, que si alguien de casa me ve no
me dejarán salir más sola hasta que nos montemos en el avión
–advirtió ella mientras alejaba a José Antonio, pero sin soltarle
las manos.
No eran novios, ni le daban demasiada importancia a la separación anunciada, ni tenían plan de vida alguno. Se gustaban,
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por coyuntura estaban juntos y poco importaba lo que pasara
hoy o mañana. Dieron riendas sueltas a una conversación sin
temática preconcebida. Caminaron tomados de las manos en
busca de un banco menos expuesto a las miradas, que no encontraron, y bajo el estímulo de una tarde como esa, decidieron lo
mejor que podía decidir un adolescente en La Habana de 1961.
Descendieron entre risas hasta la Avenida Santa Catalina, giraron hacia el este al amparo de los framboyanes, se soltaron las
manos al pasar por la cafetería El Gallito, situada en la esquina
de la escuela de Betty, y cuando solo faltaban dos cuadras para
llegar al cine Alameda, casi chocan con otra pareja que descendía por una de las calles que atraviesan la avenida.
–¡Eh, qué sorpresa! –dijo Guillermo y Vivian sonrió.
–¡Oh, gente ilustre a la vista! –respondió José Antonio y Betty
se sorprendió.
Los cines de barrio en La Habana, como en cualquier otra
ciudad de los años 60, eran parajes de amoríos tempranos u ocultos, templos de fumadores primerizos, lugares de masturbación
arrebatada. Ellos soñaban con poseer a Brigitte Bardot y ellas
suspiraban, sin saber por quién lo hacían, con Rock Hudson llenando la pantalla. No importaba el peligro de las bombas puestas en los baños, que comenzaban a aumentar en la ciudad, ni la
rigidez ortopédica de las butacas en los salones más baratos, ni
el hecho de ver hasta tres veces la misma película.
–A ver si adivino. Van para el Alameda –Guillermo mantuvo
la iniciativa.
–Claro –respondió José Antonio, mientras los cuatro reemprendían la marcha en la misma dirección.
Betty solo conocía de oídas a los recién llegados y le inspiró
temor el uniforme de Guillermo. A Vivian tampoco le agradó el
encuentro porque habían dejado su casa para estar solos. Sin
embargo, cuando entraron en el salón oscuro y subieron a la
planta alta, cada pareja tomó un rumbo independiente.
Transcurrieron apenas 20 minutos cuando José Antonio creyó identificar en la penumbra, levantándose de una de las butacas próximas al pasillo tres filas por delante de aquella donde se
encontraba abrazado a Betty, una silueta que le pareció conocida.
Se hizo silencio en la trama que se proyectaba, escuchó el ruido
de un cristal partido y un olor a amoníaco desbordó el cine. En la
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oscuridad alguien gritó aterrado “¡UNA BOMBA!”, y el efecto fue
multiplicador. Como lanzados por resortes ocultos en cada butaca, los espectadores se abalanzaron hacia los pasillos. Una anciana fue despedida contra la barra que remata la parte alta del
balcón. Un hombre rodó por las escaleras mientras otros lo pisoteaban sin querer. Varias mujeres comenzaron a gritar histéricas
y José Antonio haló a Betty por una mano y a codazos y empujones avanzó en el tumulto en busca de la calle. En poco tiempo
la gente llegó a la acera y la mayoría se mantuvo de pie allí, con
miradas de asombro o miedo clavadas en las puertas abiertas del
cine, paralizados. Pasaron unos minutos, quizás tres o cinco, y
alguien gritó “Paredón pa’ los gusanos” y como respuesta otras
decenas de voces respondieron: “Pa’ los gusanos ¡paredón!, pa’ los
gusanos ¡paredón!”, dando vida a una algarabía que sumó a otras
gentes que pasaban por el lugar. Betty sollozaba y temblaba como
con convulsiones, José Antonio la mantenía abrazada y protegida sin importarle que lo vieran, y Guillermo y Vivian llegaron
hasta ellos sin dejar de corear las consignas. Algunos milicianos, pistolas en manos, volvieron a entrar al salón vacío, y otras
personas les gritaban que no lo hicieran. “Pa-re-dón, pa-re-dón”,
seguía coreando la gente cada vez más enardecida, con aquella
referencia al castigo capital establecido para los terroristas. Veinte minutos después de la salida tumultuosa, nada más había ocurrido, salvo el hecho de que varios autos patrulleros acordonaron
el lugar. La mayoría de la gente seguía en la calle sin parar de
gritar y fue entonces cuando a José Antonio le volvió a la mente
la figura conocida que se levantó en la penumbra del cine mientras él y Betty se decían que se amaban entre besos húmedos y
palabras entrecortadas al oído.
…
Comenzó la búsqueda desde que llegó al perímetro en que los
estudiantes acostumbraban a remolonear. No estaba en el comercio de la esquina, ni con los fumadores sentados frente a la puerta
principal de los Maristas. Buscó sin éxito en las canchas, a un
costado del tabloncillo de básquet, entre las barras y las paralelas
de los gimnastas espontáneos, y en el aula solo encontró algunos
maletines escolares en los puestos que ocuparían sus dueños al
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comenzar la jornada. Salió al pasillo del tercer piso, se inclinó
sobre la baranda, escudriñó en el enjambre de uniformes azulblanco-caqui que se desplazaba a sus pies y, junto a la nevera
automática de Pepsi-Cola, vio a la persona que buscaba. Entonces se precipitó por las escaleras, ganó el patio y corrió hacia él.
–¡Tú fuiste el de la locura de ayer en el cine, maricón! –gritó
con la sangre golpeándole las sienes y el grupo de cuatro alumnos, entre los que se encontraba Alberto Oñate, reaccionó sorprendido.
–¡Cállate la boca, comemierda! –respondió Oñate.
–¡Comemierda el-coño-tu-madre! –volvió a gritar él, en el mismo momento en que le propinaba un empujón a su amigo. Este
perdió el balance cuando descargaba con su mano derecha un
golpe que rebotó sin fuerza en el hombro de José Antonio, quien
le saltó al cuello, lo atenazó, con mucho esfuerzo se dejó caer de
espaldas, sin soltarlo, y ya en el piso giró a la izquierda y logró
inmovilizarlo.
La gritería se adueñó del patio, unos a favor de él y otros de
Alberto, aunque solo los tres acompañantes de Oñate conocían
exactamente lo que ocurría. Desde el primer piso, el cura Daniel
avanzó hacia el lugar de la pelea y otros profesores hicieron lo
mismo desde posiciones distantes, cuando Dionisio cogió a José
Antonio por las axilas y lo levantó en peso, como si fuera el brazo
mecánico de una grúa de dos toneladas de fuerza, mientras Luisín y Miguel Ángel mantuvieron inmovilizado a Alberto, quien
desde el piso no dejaba de insultar al atacante.
–Muchachos, muchachos, ¿qué pasa? Esto no conviene –afirmó el cura Daniel incorporándose al grupo, justo cuando el timbre de entrada a las aulas era accionado con anticipación.
–Hermano, aquí no ha pasado nada, es una bronca entre amigos –intervino Dionisio, y solo entonces José Antonio y Alberto
comenzaron a tomar conciencia de la gravedad del momento.
–¡Vamos a la dirección! –vociferó el hermano responsable ese
día de la disciplina del patio. Cogió con cada mano el brazo de un
alumno y a paso largo los llevó ante la presencia de Francisco,
seguido de cerca por Dionisio, Miguel Ángel y Luisín, en tanto el
cura Daniel se quedaba en el mismo escenario de la pelea.
Oñate había llegado nervioso a la escuela porque temía haber
sido visto por algún conocido en el cine, cuando partió el fras98
co que le había entregado Dionisio. Su misión formaba parte de
las acciones que su grupo realizaría en un mismo día en Santos Suárez. A esas alturas, las organizaciones contrarrevolucionarias contaban con un equipamiento de primera calidad,
en la antesala de lo que esperaban fuera una invasión militar
norteamericana, como había ocurrido en otros momentos de la
historia nacional. En sus arsenales disponían de explosivos perfectamente enmascarados en cajetillas de cigarros marca Edén,
pegatinas propagandísticas de buenos diseños, armamentos de
todos los calibres y parque en abundancia, introducidos sigilosamente por aire o por mar y hasta en alguna valija diplomática. También contaban con los niples tradicionales, mechas, otras
variedades de explosivos, instrucciones para su manipulación y
unos envases pequeños que al ser partidos desprendían un olor
insoportable, parecido al amoníaco, con el propósito de crear
terror en lugares cerrados.
Los depósitos pequeños estaban hechos de un vidrio sumamente resistente y el olor que desprendían tenía un efecto inmediato.
Por ello, cuando Oñate situó el frasco en el piso para partirlo con
el pie al levantarse en la sala oscura, el ruido que hizo, amplificado por el silencio momentáneo en la película que se proyectaba,
se escuchó varios metros a la redonda y el olor de la sustancia fue
tan penetrante que al llegar a su casa debió quemar los zapatos
y toda la ropa que vestía la tarde anterior. De puro milagro, solo
fue identificado por su amigo y, en el trayecto a su residencia,
aunque olía muy desagradable, nadie lo reconoció como ejecutor
del sabotaje. Ese mismo día, en Santos Suárez, explotaron bombas en dos cines y tres cadenas lanzadas a los cables de alta tensión dejaron parcialmente sin luz a una zona de la barriada.
–¿Puedo saber qué pasa entre ustedes? –preguntó el director.
–Mire, hermano, el problema es que Alberto y yo discutíamos
por una muchacha que nos gusta a los dos y yo perdí el control
–dijo José Antonio.
–Sabemos que metimos la pata, hermano director, pero son
cosas que pasan y que no se repetirán –apuntó Oñate.
Francisco los sermoneó, pero aceptó que la riña era expresión
de juventud y en consecuencia actuó, aunque no le encajaba José
Antonio en el grupo que integraban Oñate, Dionisio, Luis de la
Cuesta y Miguel Ángel. El director sabía que los cuatro pertene99
cían a un comando del MRR y suponía que eran los principales
instigadores de la ola de propaganda antifidelista que recorría la
escuela sin que él pudiera impedirlo como supuso, porque hasta el
obispo auxiliar de La Habana, monseñor Eduardo Boza Masvidal,
se había transformado en un activista político y su conducta marcaba una posición irrevocable en el clero. José Antonio no encajaba en el grupo de Oñate y sus tres amigos inseparables, pero
nada estaba ocurriendo en los Hermanos Maristas de La Víbora
como él imaginó. Temía que el resultado de todo aquello pudiera
ser dramático y probablemente por todas esas consideraciones fue
más benigno que lo habitual al sancionar a los alumnos, quienes
abandonaron el despacho sin preocupaciones mayores.
–Jose, apretaste –dijo Oñate de nuevo en el patio.
–El que está apretando eres tú, Albertico. No sabes la clase
de rollo que armaste en el cine...
–¡Cómo no lo voy a saber si no me dio tiempo ni para salir!
Antes de llegar a la escalera la gente se mandó a correr como
loca –respondió el amigo y ambos dirigieron sus pasos hacia las
canchas, vacías a esa hora en que todos los alumnos, menos ellos,
estaban en clase.
–Por eso mismo, ahí debe haber habido hasta gente herida por
el corre-corre y la histeria. A Betty le dio un ataque de nervios,
unos amigos de los padres la vieron conmigo en esas condiciones,
y ahora no la dejan salir de la casa ni al portal. Anoche no pude
dormir del susto que me llevé, y estaba cabrón, seguro de que era
otra de tus locuras de mierda, porque te vi.
–Y ¿qué te piensas? Esto es una guerra, mi hermano. Los
americanos se han decidido a meterse aquí y hay gente nuestra
entrenándose afuera para acabar con Fidel.
–Buenos cabrones son los americanos también.
–Jose, ¿con quién tú estás, con los indios o con los cowboys?
–Yo estoy contra el comunismo, no me jodas, pero también por
Cuba. Aquí se están haciendo cosas buenas para la gente más
jodía y hay muchos batistianos metidos ahora a anticomunistas
y esos mataron gente con cojones en este país.
Oñate sacó una cajetilla azul de cigarros Partagás, le brindó
uno a su amigo y como si no estuvieran en la que fue una escuela de estricta disciplina, ambos fumaron en silencio. Alberto
era de los convencidos de que nadie en los Maristas terminaría
100
el curso escolar que corría, porque antes se decidiría el futuro
de la nación, mientras José Antonio, aspirando en silencio el
humo de su cigarrillo, sentía una sensación de inquietud muy
particular cuando el timbre de la escuela volvió a escucharse
y cientos de aspirantes a bachilleres inundaron todos los espacios del patio, las canchas, las gradas, el tabloncillo de básquet
y hasta las barras y las paralelas.
La recta final
(Tercer tiempo)
Verónica y Blanca formaban parte de un destacamento de estudiantes de Medicina que también se incorporó al propósito de producir diez millones de toneladas de azúcar. Su responsabilidad
era velar por la salud de los movilizados y ambas calaron pronto
en la compañía de pintores, porque siempre daban más de lo que
se esperaba de ellas. Cada mañana pasaban visita por los dormitorios y determinaban quiénes necesitaban un descanso adicional por tener complicaciones de salud y en los casos contrarios,
que no escaseaban, advertían a Dagoberto, el buzo de profesión,
quien se encargaba de enviar a los cañaverales a los supuestos
enfermos. Las complicaciones las atendían hasta donde dieran
sus conocimientos y el medicamento de que disponían, y trasladaban al hospital de campaña del Puesto de Mando a quienes
clasificaran en la condición estricta de pacientes. Pero además,
Blanca y Verónica encontraban tiempo para buscar flores silvestres y adornar el comedor. A más de un machetero enfermo le
lavaron alguna ropa y hasta se dieron vueltas por los cañaverales
para, solamente con su presencia, levantar el ánimo.
Resultaba inevitable que aquellos hombres, la mayoría jóvenes como las “doctoras”, buscaran la forma de llegar más allá del
compañerismo, la solidaridad humana o la atención profesional
de las dos muchachas. Quien abusara sexualmente de alguna
campesina se tenía que casar y quedarse en Camagüey por el
resto de su vida, pero Blanca y Verónica eran personas de ciudad
y si alguna accedía a las galanterías masculinas, el acto añorado era una decisión bilateral, sin mayor trascendencia.
Fueron muchos los que trataron de tender algún lazo de intimidad con las universitarias, pero solo uno, Dagoberto, estableció
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una relación fluida con Blanca, la estudiante de Los Palacios, en
la región de Pinar del Río. Ni Dagoberto ni Marcos iban diariamente a los cortes, porque sus funciones abarcaban desde atender al campamento hasta trasladar mercancías y realizar otros
movimientos que, cada noche, José Antonio les asignaba. Por eso
el buzo de la empresa permanecía la mayor parte del tiempo cerca de las muchachas, lo cual facilitó la relación.
–Bueno, ya logré cogerle las manos. Es una mujer tierna
–comentó Dagoberto, mientras los tres hacían el recuento del
día, sentados a pocos metros de la pared de tablas que los separaba del espacio donde Blanca y Verónica se disponían a dormir
en sus camas siempre pulcras.
–Oye, Dago, no te desesperes y metas la pata con alguna de
las doctoras, porque entonces lo que se va a formar aquí es muy
grande.
–No sapees, Jose, ¿no ves que Blanquita está puesta pa’ este?
¿No te fijas en las miradas que le echa la muy cabrona? –intervino Marcos.
–Ven acá, ¿tú estás seguro de que Hernán el fuerte no está
con ella? –preguntó José Antonio haciendo alusión a uno de los
pintores-macheteros de peor carácter en la agrupación.
–Nananina, mi socio, el fuerte quedó al campo. Blanquita
está puesta pa’ mí y mañana veré hasta dónde llegamos.
Del otro lado de la improvisada pared de madera sin pintar,
Blanca dormía y Verónica leía algunos de los periódicos dejados
esa misma mañana en la jefatura. La pinareña, de largo pelo
negro, se destacaba por una piel trigueña y brillosa como si
estuviera bendecida siempre por algún tipo de crema encerada,
mientras Verónica, mulata de ojos achinados y extremidades largas, tenía una figura muy común, que la haría perder en cualquier comparación que entre ellas hiciera un observador sereno.
De mediana estatura las dos, Verónica era la más comunicativa. Nacida en una ciudadela de La Habana, la mulata resultaba
también la más prometedora de las estudiantes. No obstante,
para aquellos hombres en campaña desde hacía demasiado tiempo las dos eran “esculturales mujeres” y “magníficas doctoras”.
La agobiadora rutina de la zafra siguió su curso. Ellas dedicadas a lo suyo, sin desatender los detalles de las flores, los
macheteros sacando el extra en la recta final y los tres varones
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de la jefatura de un lado para el otro, a veces sin ocasión para el
intercambio entre amigos al que se entregaban cuando podían.
Dagoberto no hizo más revelaciones y un domingo, también de
noche, el tema de Blanquita salió de boca de Marcos.
–Ven acá, Dago, ¿y Blanquita qué?
–Compañeros, vamos a dejar el tema...
–Lo plancharon –dijo Marcos en voz alta, mientras José Antonio, que fumaba en su camastro, sonrió.
–Habla bajito –replicó Dagoberto.
–No, ellas no están aquí. El negro Casimiro tiene tremendo
dolor de cabeza y fueron a verlo –acotó José Antonio.
–Compañeros, no quiero chivadera ni bobería con lo que les
voy a decir...
–¡Andaaaaá, Hernán el fuerte se te adelantó, y quieto en
base! Deja, mi socio, ni me cuentes, perdiste legal –volvió a interrumpir Marcos.
–Compadre mire que usted es sopla-tubo. Cállese un momento la boca o es que...
–Coño, ¿acabarás de hacer el cuento? –dijo intrigado José
Antonio.
La noche se acercaba irremediablemente a la madrugada.
Habían apagado la planta eléctrica y los tres hombres hablaban
en la penumbra, iluminados por el brevísimo fulgor de alguno de
los tres cigarrillos prendidos o por los destellos de la luna.
–Miren, por allá vienen las doctoras –retomó el tema Marcos, indicando hacia uno de los dos caminos interiores del campamento, por donde dos figuras inconfundibles se movían en
dirección al dormitorio, al que llegaron sin percatarse de que
eran observadas.
–Bueno, Dago, ¿cuentas o no cuentas lo que te pasó? –José
Antonio reanimó el intercambio, cuando del otro lado de la pared
de tablas el quinqué de las muchachas iluminó el lugar.
–Que las doctoras son tortilleras, compañeros –respondió
Dagoberto, dejando ir un suspiro amargo que sorprendió a los
amigos.
–¡¿Cómo dices?!
–Así como te lo cuento, flaco, que son lesbianas, pan con pan,
invertidas, tortilleras, compadre, tor-ti-lle-ras –repitió Dagoberto, esa vez con sorna.
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–Espera, espera –intervino José Antonio–, mira que las dos
son militantes de la Juventud Comunista. ¿No será que Blanquita te puso en tu lugar porque le gusta otro?
Marcos, el más extrovertido de los tres amigos, todavía estaba bajo los efectos de la revelación, no porque no conociera o porque escuchara hablar de lesbianas por primera vez, sino porque
ni Blanca ni Verónica clasificaban en el estereotipo que él tenía
de las homosexuales. Dagoberto, por su parte, parecía curado de
espantos y sin que nadie hiciera más preguntas relató cómo una
tarde, cuando el campamento estaba casi sin un alma, él las vio
desnudas, con sus pechos apetitosos al aire, exhorbitadas sobre el
piso de cemento, disfrutando del rito incomparable de los sexos.
Costó trabajo que José Antonio y Marcos creyeran lo que narraba el amigo. Comprobaron el lugar de la pared de tablas desde
donde Dagoberto dijo haber visto las escenas, y desde allí observaron a las dos jóvenes dormidas, tapadas con sus respectivas sábanas blancas e indiferentes a los trajines de los tres hombres.
El quehacer continuó imperturbable en el campamento y luego de la confesión de Dagoberto nada sustancial cambió ni en las
“doctoras” ni en la actitud hacia ellas de los tres integrantes de
la jefatura, aunque el buzo se mantuvo a distancia de Blanca.
En tales circunstancias, llegó la anunciada orden del doctor Jiménez para que Verónica fuera trasladada a la inhóspita
región de Manga Larga y al día siguiente, también en una tarde
de las pocas apacibles en el campamento, José Antonio se despertó debido a unos sonidos persistentes. Abrió los ojos y volvió a
imaginar al fantasma del anterior y destituido jefe de la brigada
rondando por la habitación. No había tenido descanso desde la
mañana del día anterior hasta que regresó al cajón de cemento que servía de jefatura-dormitorio y se lanzó en su camastro.
Miró el reloj de pulsera y supuso que su regreso del mundo de
los sueños lo debía al ruido proveniente de la cocina, donde a
esa hora comenzaban los preparativos de la comida. Se quedó
mirando el techo de cemento sin pintar y volvió a escuchar unos
sonidos que llegaban del lado opuesto de la pared de tablas. Sintió que el corazón latía con más intensidad porque imaginó lo
que ocurría, y se mantuvo inmóvil hasta que al fin la curiosidad
de ver lo nunca visto fue mayor que el temor de ser descubierto o
el deber de respetar la intimidad ajena.
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Se levantó sigiloso, cerró la puerta para evitar una sorpresa,
se detuvo unos segundos a confirmar si no eran su imaginación
y la abstinencia las que ordenaban sus impulsos y, sin escuchar
nada más del otro lado, ocupó el discreto ángulo de observación
de Dagoberto. Verónica, en camiseta color pastel, ancha, fresca
a simple vista, en la que se marcaban dos senos cada vez más
puntiagudos, de perfil al lugar desde el cual él espiaba, peinaba
el largo cabello acabado de lavar de su amiga. Estaba sentada
a la espalda de Blanca y con la mano derecha cepillaba el pelo
de la otra mujer, quien permanecía totalmente desnuda, sentada
sobre sus piernas, y se acariciaba extasiada llevando sus dedos
ensalivados de la boca a sus pezones.
José Antonio tragó en seco y sintió el arrebato de atravesar
la imperceptible ranura entre las tablas para ver en dimensión
completa el acto que escenificaban las “doctoras”. Entonces Verónica dejó caer el cepillo, besó y mordió a Blanca varias veces en
el cuello, la abrazó por la espalda y con un movimiento tierno
la acostó en el piso, ante ella. Se apoyó en las rodillas de sus
dos piernas flexionadas y abiertas. Estaba desnuda también de
la cintura a los pies, y miró a la cara de Blanca, quien llevó lentamente sus dos manos a la parte posterior de su cabeza, a fin de
que hicieran de almohada natural. La mulata se acomodó en el
vientre de la trigueña y con ambas manos le acarició los pechos
suavemente, sin dejar de mirarla, después los frotó lujuriosa, los
lamió desesperada, mordió cada pezón y, por último, con un gesto hacia atrás de las caderas, hundió su cara hasta el paroxismo
entre los muslos abiertos de la amante, quien gimió desorbitada.
Unos golpes secos llegaron de la puerta y la voz inconfundible
de Dagoberto lo trajo de regreso al campamento.
–Jose, Jose, despierta socio que son las seis y media.
Bajó silencioso y aturdido del lugar de observación, se echó
agua en la cabeza y cuando recobró el control, que abrió la puerta y vio ante él el rostro de su amigo, se sintió decepcionado.
…
La perspectiva implicaba que en una semana podían terminar
el campo en que se encontraban cortando, y de hacerlo no solo
habría terminado para ellos la Zafra de los Diez Millones, sino
105
que la agrupación, que comenzó rezagada y zigzagueante la contienda, tendría el honor de finalizar en los primeros lugares de
la zona.
No obstante, José Antonio se sentía inseguro por dos razones
entre muchas. La zafra había sido agotadora y ellos estaban extenuados. No tenía dudas de que el anuncio de que a lo sumo en
siete días todo habría terminado elevaría el entusiasmo de la gente, pero temía que el entusiasmo no bastara y que la lluvia los
sorprendiera como había ocurrido en otras regiones. Por ello se
encontraba allí Troadio, uno de los campesinos del lugar comprometidos con la cosecha, quien en más de una ocasión fue decisivo
para perfeccionar el corte y agilizar la transportación. El hombre
tenía una edad indefinida y en las manos y en su cara, en el hablar
y el pensar, el sello de un sabio en los menesteres de la caña.
Junto a José Antonio estaban Marcos, Dagoberto y Canel, el
secretario del Partido en la compañía, Hernán el fuerte y hasta
Blanca, la doctora, quien desde el traslado de Verónica a Manga
Larga se unió más a sus tres vecinos de la jefatura. Él expuso
sus preocupaciones sin rodeo, y Canel fue el primero en intervenir. Dudaba de que en una semana terminaran, porque en su
opinión la gente no podía dar más. Marcos no opinó y Dagoberto
coincidió con la referencia al agotamiento generalizado.
–¿Y usted qué piensa, Troadio? –intervino José Antonio.
–Bueno, la cosa está dura, dura, porque naide puede asegurar
que el agua no llegue, pero a mi entender esa puede ser la única
retranca. La caña no mata a naide, si se le sabe partir pa’rriba
y aquí hay habaneros que lo han hecho bien, bien. Entonce, si no
llueve y se puede apurar la mocha, y la gente entiende la importancia de cortarlo toito, entonce, ganamos.
–No sé, yo pienso igual que usted, que la lluvia es lo único que
puede joder sin remedio y que quizás la gente entusiasmada por
terminar saque el resto, pero así y todo, a mí no me da la cuenta.
Blanca sirvió café y comentó que hasta la cocina había llegado el rumor de que a lo sumo en siete días todo terminaba. Canel
intervino nuevamente a fin de reforzar su punto de vista y Marcos, Dagoberto y Hernán el fuerte callaron.
–Vamos a ver –replicó Troadio– hablen ustedes con los demás
habaneros, hablen bien, como hay que hablarle a los hombres y
vamos a ver qué pasa en los días que vienen, porque si no hay
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agua, pa’llá pa’ la recta final podemos cargar por la madrugá
todo lo que se quede cortao en el campo y hasta empezar el corte
ante de que cante el gallo.
–¡De madrugada! –Marcos saltó prácticamente de su taburete
al escuchar la propuesta de Troadio–. Óigame, ¡le ronca! ¿Usted
sabe lo que hay qué hacer para sacar la caña de madrugada?
El campesino no se sintió aludido por la pregunta. Blanca se
mantuvo sentada en el piso. Dagoberto estaba pensativo y José
Antonio pidió mayores precisiones a Troadio.
–Miren ustedes, si vemos que no cae el agua y la gente mueve
la mocha ligero, pa’ ese momento podemos pensar en la madrugá, no antes pa’ no matar a la gente, sino en el momento indicao.
Además, por la madrugá to’ se hace mejor, porque hay fresco.
La reunión finalizó con el acuerdo de mantener la propuesta
de Troadio como una salida de emergencia y al día siguiente
Marcos y Dagoberto se sumaron a los cortes, hasta que por la
noche cada albergue sirvió de sede a la reunión entre la jefatura y los macheteros, a fin de definir la etapa final que les
quedaba.
Los dormitorios eran naves de unos 50 metros de largo y ocho
de ancho. A ambos lados literas con colchones hechos de saco y
sobre ellos, los hombres recién bañados, sin afeitar y sin poder
evitar el vaho agrio que emanaba de las ropas de trabajo humedecidas por el uso. Los dormitorios eran tres, todos similares, y
en cada uno se efectuó la reunión, tras la cual se obtuvo el mismo
acuerdo en cada caso: echar el resto para terminar la zafra. A
partir del pacto se hizo un poco más en el corte y el tiempo fue
benigno, pero aun así, cuando faltaban 72 horas para cumplir o
no con la meta propuesta, nadie podía asegurar que lo lograrían.
–Marquitos, búscame a Troadio. No queda más remedio que
probar su teoría.
–Oye, Jose, mira que ese viejo está medio loco –replicó el
mulato, quien se acababa de integrar a los cortes y padecía
un agotamiento multiplicado y el ardor de las manos llagadas.
Dagoberto dormía.
–Búscame a Troadio y no jodas, compadre, ¿no te das cuenta
de que no tengo fuerzas ni para discutir contigo? –volvió a hablar
José Antonio y su amigo partió a cumplir la orden blasfemando
en voz baja.
107
Cuando Marcos y Troadio regresaron no se habló más de lo
necesario, ni se tomó café. La última jornada de la zafra para
los pintores-macheteros comenzaría a las tres de la mañana, con
los hombres que pudieran ponerse a cargar a mano toda la caña
cortada en la jornada anterior, y para esa hora Troadio y Marcos
debían garantizar que los carreteros con sus bestias estuvieran
en el campo y el operador de la pesa en su puesto, aunque para
ellos la jornada comenzaría a las 12 de la noche. A Dagoberto le
correspondió preparar el apoyo logístico con los faroles, el agua,
el café y el alimento extra de que se pudiera disponer. A los
macheteros se les comunicaría la decisión a la mañana siguiente, cuando hicieran un alto para almorzar, y él, José Antonio,
tenía la obligación de garantizarlo todo y sería el principal responsable si el descomunal esfuerzo no pasaba de ser una locura.
A las dos de la tarde del penúltimo día de cosecha, José Antonio se reunió con los hombres en medio del cañaveral, mientras
Dagoberto acopiaba todo lo necesario para aplicar la idea de
Troadio. Cuando explicó lo que se proponían hubo un murmullo
generalizado y desaprobatorio. Muchos de aquellos hombres no
estaban en condiciones de dar más físicamente, ni compartían
la idea de cortar toda la caña que quedaba, en un día, por el
honor de figurar entre los primeros lugares de los macheteros
de la zona. Sin embargo, su prestigio entre ellos, las apelaciones políticas de Canel a “romperse el lomo por la dignidad de
la nación” y hasta una intervención de Hernán el fuerte, quien
interrumpió con voz de trueno el último murmullo de desacuerdo, lograron que la correlación de fuerzas variara a favor de la
idea de la madrugada.
–Si la cosa es terminar y ganar, a partirnos los cojones que pa’
eso también los tenemos –concluyó Hernán en términos poco doctrinales pero suficientemente convincentes en aquel momento.
Dagoberto, Marcos, Troadio y José Antonio no durmieron
más y a las tres de la mañana todos los carreteros y el operador
de la pesa estaban en sus puestos, coincidiendo con la llegada al
campo húmedo de una columna de sombras fatigadas, encabezadas por Canel, Hernán, Dagoberto y la doctora. Los hombres llevaban algunos faroles, el todoterreno fue dispuesto en posición
de iluminar con sus luces las áreas de faena y en el campamento
solo quedaron los más fatigados, que dos horas después tendrían
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que sobreponerse al cansancio y partir también hacia lo que quedaba de cañaveral.
Cuando amaneció, el campo se resistía ante los hombres
decididos a acabar con él, mientras aumentaba el sonido de los
machetes y las mochas derribando, deshojando y ayudando a
lanzar hacia el bulto los largos y gruesos tubos amarillo-verdosos repletos de dulzor, que después tendrían que cargar.
Blanca repartía agua entre la gente y ayudaba a llenar las
carretas cuando uno de los grupos consideraba llegado el momento de hacerlo, y en cada una de esas ocasiones el ritmo cambiaba,
la cintura dolía todavía más y poco a poco las carretas completas
partían hacia la pesa.
A la hora de almuerzo, el escepticismo de alcanzar lo que querían estaba latente y a la tarde la intensidad del corte, poco a
poco, volvió a subir. La gente sudaba, los pantalones raídos se
enredaban torpes con la mala hierba, las fuerzas se acababan. A
Gilberto, la doctora debió prestarle los primeros auxilios por un
tajo que se hizo con la mocha en la mano izquierda. Él cortaba
medio dormido, porque era de los que comenzó a picar a las tres
de la mañana. Casimiro, el negro retinto que hablaba solo, se
desmayó en medio del campo. Cayó de espaldas mirando al cielo,
y para reanimarlo le dieron agua con azúcar, café y Casimiro se
volvió a levantar. No cortó más, pero ayudó a cargar. A las seis
y media de la tarde no había caña en pie. José Antonio se dejó
caer en el piso repleto de pajas y, de manera automática, como si
corriera entre ellos la más clara y precisa de las órdenes, nadie,
ni Canel, ni Hernán el fuerte, siguió trabajando. En fracciones
de segundos el campo se transformó en un paisaje después de la
batalla porque los hombres, como muertos, estaban tirados por
cualquier parte.
–Marquitos –dijo José Antonio– coge el yipi, llévate a Troadio,
lléguense al chucho y miren a ver lo que hemos pesado. –La caña
había sido cortada, pero para cumplir la meta debían sobrepasar
las arrobas previstas en el Puesto de Mando y ello se lograba,
solamente, después del dictamen del operador de la pesa–. Deja
a Troadio allá y regresa tú para saber si llegamos o no al peso
–puntualizó él en medio del silencio generalizado.
Media hora después, Marcos regresó con la noticia: con tres
carretas más terminaban la zafra y cumplían la meta.
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–¡Arriba, compañeros, tres carretas más y acabamos con esta
mierda! –gritó José Antonio poniéndose de pie y sacando fuerzas
de esos lugares recónditos que el ser humano reserva para los
momentos trascendentes.
“¡Arriba, arriba!”, dijeron también Dagoberto y Marcos,
casi arrastrándose hacia los montones de caña. “¡Arriba, compañeros, arriba!”, vocearon Canel y Hernán, en otro intento
desesperado porque la mayoría de los hombres reaccionara.
No obstante, grupos completos, silenciosos, emprendieron el
camino de regreso al campamento. Otros se mantuvieron tendidos, como moribundos, y solo una decena, incluida la doctora,
recomenzó la carga. Cargaban como autómatas convencidos de
que no podrían terminar sin la participación de los demás. Lo
hacían por honor, por hombría, por tozudos. Cargaban pero no
avanzaban.
–¡Arriba, coño, que hay que terminar! ¡Arriba, cojones, que
no vamos a dejar sola a esta gente! –se oyó decir de pronto a
una voz con don de mando y todo el mundo reconoció a Mimo,
el mulato más esquivo de la agrupación, el menos trabajador y
más cuentista en el día a día, el que Blanca y Verónica tuvieron que levantar muchas veces de la cama donde fingía estar
enfermo. El mismo Mimo a quien José Antonio más de una vez
pensó botar del campamento, se había puesto de pie y mientras
caminaba hacia los hombres que cargaban no dejaba de gritar–:
¡Arriba, coño, que me quiero bañar temprano! –Y como si sus
palabras tuvieran magia, otros hombres se pararon y le siguieron en dirección a las carretas.
Casimiro, el orate, de quien se decía que era esquizofrénico,
también saltó a los gritos de Mimo y mirando en la distancia,
dijo con una voz autoritaria que nadie nunca había escuchado en
todos los meses de cosecha: –¡Eh, ustedes, partía de pendejos, la
cosa es aquí, así que no me jodan y echen pa’cá! –Y de nuevo el
milagro, porque los macheteros que se iban, sin que mediaran
más palabras, volvieron sobre sus pasos.
La compañía de pintores estaba completa en la carga final.
Hasta los cocineros llegaron del campamento dejándolo absolutamente vacío. Cargaban, el sudor corría por los cuerpos aunque
el sol estaba a punto de desaparecer y cuando faltaba muy poco
para la entrada de la noche, desde lejos Troadio y otros viejos se
110
pusieron a gritar: “¡Acabamos, habaneros, ni una más que cumplimos, cumplimos!”.
Casimiro, sin pensarlo, comenzó a entonar una jerigonza
rítmica que supo a rumba. Marcos y Dagoberto se abrazaron.
Blanca se sumó a la conga improvisada como si no estuviera
muerta de cansancio. Canel y Hernán comenzaron a gritar enloquecidos las mayores palabrotas oídas en campamento alguno.
Y José Antonio lanzó al viento la mejor de sus sonrisas, todavía
sin creer lo que veía: la Zafra de los Diez Millones había terminado para ellos.
111
VI
Las tinieblas crecen
(Primer tiempo)
Mi suegra conmueve, sin que sea su propósito. Ha cumplido 70
años, estamos sentados ante el televisor y la conversación acaba
de iniciarla ella, porque siente la necesidad de compartir desesperanzas. Dice comprender las causas de la crisis, es la única de
los cuatro que aprueba con los ojos cerrados las medidas adoptadas a fin de que la Revolución no caiga, pero la abaten la imposibilidad de alimentar al nieto y las enfermedades que amenazan
a una población hasta ahora sana. El dinero que entra en casa no
alcanza. Todo escasea y hay quienes se enriquecen al amparo de
la bolsa negra sin que el Estado esté en condiciones de evitarlo.
Fidel Castro habla y ella está entre los que creen. Es de los que
todavía se emocionan y asienten con la cabeza, con la mirada y
con el puño cerrado. Cheché vive orgullosa de sus luchas contra
Batista en los poblados de Consolación del Sur y Artemisa, de
ser fundadora del Partido Comunista que creó Fidel, de las condecoraciones entregadas con solemnidad, las cuales cuida como
lo que son, el único tesoro de su vida. –¿Qué ocurrirá? –pregunta sin mirar a nadie, sin concentrarse en la TV–. Ya no sé que
voy a hacer en la cocina para que este niño se alimente –agrega
sin preocuparse por su diabetes y únicamente entonces mira a
Ariel, sumergido en la pantalla chica–. Yo me acuerdo de la crisis de los años 30, pero esto es muchísimo peor, casi nada que
comer y todo a sobreprecio.
Cheché habla con el alma en pena y Silvia y yo, al unísono,
encendemos los respectivos cigarrillos. La hija la comprende. La
sabe dura, bordeando los extremos en los momentos difíciles de
la nación, y el abatimiento actual de la anciana la aflige. Nosotros también nos hemos preguntado lo mismo cada día, cada
112
noche transformada en meditación compartida y sin salida a la
vista, como no sea rebelarnos contra nosotros mismos, renegar
y cruzar la frontera para probar fortuna en lugares distantes o
cercanos de la Isla, viviendo de una forma que nunca compartimos. –Lo más terrible, mami, no es la crisis, sino que nada
indica que movilizando gente para la agricultura y sembrando
plátanos vamos a salir de ella –responde Silvia en el mismo tono
íntimo y dramático.
–Mi vieja –intervengo– vamos a encontrar dinero para
enfrentar esto. Usted verá que salimos. Silvita y yo tenemos preparadas algunas ropas y otras cosas para ver si podemos cambiarlas por alimentos. Dice la gente que en el campo hacen falta
botas, ropa de trabajo, jabón...
–Pero es que aquí nadie viene a proponer nada. Tocan a la
puerta de al lado, en la del frente, pero aquí nadie toca. –La
anciana echa el torso hacia adelante y me busca con la mirada.
Ella ocupa el extremo izquierdo de una especie de semicírculo
que forman los cuatro sillones desplegados en la saleta, enmarcada por libreros repletos de textos de filosofía, ensayos, enciclopedias, cuentos, poesías y novelas. El nieto está sentado a su
lado y sigue indiferente a la preocupación de los mayores, aunque algo cala en su conciencia.
–Claro, mami, no nos vamos a morir. Y nadie toca a nuestra
puerta porque saben que nunca hemos comprado en bolsa negra...
–¡Por supuesto! –interrumpe inquieta la mujer de pelo blanco–. Esos son unos bandidos, siempre han sido unos bandidos...
–Es verdad, pero es la única solución que tenemos. Botas por
leche, ropa por carne de puerco, y buscar otras maneras de que
entre más dinero –digo yo, sin revelar mi fracaso en los primeros
intentos de encontrar ingresos adicionales en el oficio. La legislación salarial en el sector sigue orientada como antes, cuando
el esfuerzo extra se entregaba sin pensar en el dinero. Muchos
cubanos quizás fueron los únicos pobladores del planeta que creyeron en la hipótesis de vivir sin preocuparse por eso y entre ellos
estábamos nosotros, y el padre y el hermano de Silvia: Regino,
campesino, maestro, aviador sin ejercer jamás, combatiente del
26 de Julio; y Felipe, piloto de cazas artillados, guerrero muchas
veces en Angola, a quien un batacazo inesperado le tronchó la
vida en una maniobra de entrenamiento.
113
–Tú no te preocupes –habla la hija nuevamente–. Quédate
tranquila y cumple tu plan del médico. Jose y yo resolveremos, y
encontraremos quien nos cambie leche por algo que tengamos o
nos venda alguna que otra proteína, primero para Ariel y para
ti, y después para nosotros.
–Pero tengan cuidado con lo que hacen –alerta la anciana,
quien conoce del sálvese el que pueda que tiende a generalizarse.
Está presionada y ansiosa, pero no quiere que nadie en su familia cambie principios por dinero y por comida.
Los más optimistas apuestan a que en cinco años serán sobrepasadas las penurias, pero ninguno sabe cómo. Es un vaticinio
con una base irracional, la emoción de una esperanza. Nosotros
consideramos que serán necesarios diez años a fin de que el país
reoriente una economía totalmente estatificada y subvencionada y la conecte con un mundo en el que imperan la oferta y la
demanda, y en contraposición a la resistencia que ofrecemos los
isleños, los cubanoamericanos enriquecidos en Miami hablan de
salvar a la nación a su manera, después de pasar la cuenta. Sin
embargo, en tales condiciones de ahogo son imperceptibles las
acciones internas de la nueva contrarrevolución, de los disidentes, como comienza a ser llamada. Los desencantados, que sí se
multiplican, no encuentran razones que justifiquen más política ni tanta espera. “Ni cinco, ni diez, ni un año más valen la
pena”, dicen y se entregan a buscar soluciones individuales, indiferentes al destino de la nación. Se dispara la tendencia a una
indolencia que crecerá con el paso de los años y gradualmente
aumenta el segmento poblacional que se vuelve insensible, tanto
a los llamados del gobierno como a los de sus contrarios.
Los aliados europeos de Cuba son ficción. La soga del bloqueo
norteamericano se cierra y el cambio de colores políticos –rojo
por rosado o por azul o amarillo– se vuelve un hábito universal. El país sigue paralizado, confundido en la medida que se
despega de 1990 y se hunde en un profundo hueco. Hay quienes
comentan que líderes de la Revolución hablan de liberalizar la
economía, de abrirla al turismo y al capital extranjero, de autorizar la libre circulación del dólar, que todavía está penada, y de
normalizar las relaciones con una parte de la diáspora que a lo
único que aspira es a auxiliar a los familiares que quedaron en
la Isla. Pero todo eso está por ver. Cuentan los dirigentes que no
114
están de acuerdo con esa alternativa porque la consideran peligrosa para mantener el poder, y las tinieblas crecen, mientras mi
familia reducida busca subsistir, al igual que muchísimas otras.
La invasión
(Segundo tiempo)
Como un suspiro transcurrió el tercer mes de 1961. Las semanas, las horas y los días se sucedían para dejar cada vez menos
tiempo al descanso, al deleite o la simple meditación, y costaba
trabajo encontrar en alguno de los dos grandes bandos en que
se había dividido la nación a alguien que no percibiera la proximidad de un enfrentamiento estremecedor. Otro comandante de
la lucha guerrillera contra Batista, Eloy Gutiérrez Menoyo, se
había exiliado en la Florida para desde allí reanudar la conspiración, esta vez contra Fidel, y un ministro del primer gabinete
revolucionario, Manuel Ray, creaba en el exilio el Movimiento
Revolucionario del Pueblo.
En los barrios que se cubanizaban en Miami, el criterio generalizado en las charlas de cafetines y en los intercambios de
sobremesa giraba en torno a la convicción de que “la caída de
Castro es cuestión de días”. En Washington, los centros de poder
estaban al tanto del golpe que se gestaba, aunque algunos altos
funcionarios desconocían los detalles de la operación montada.
En Nicaragua y Guatemala, los regímenes de ambos países se
sentían satisfechos de su aporte al empeño norteamericano, y en
La Habana los servicios de inteligencia sabían que una invasión
sería despachada en breve por la CIA, aunque desconocían el día
exacto, el lugar o los lugares de los desembarcos y lo fundamental, hasta qué punto la Casa Blanca estaba dispuesta a llegar en
su maniobra. Radioemisoras situadas en islotes y embarcaciones
que rodeaban a Cuba saturaban el éter con informaciones ciertas
y falsas acerca de sabotajes, combates y otras acciones, mientras
en el aeropuerto de la capital cubana los vuelos internacionales
partían repletos e ininterrumpidos.
–Manolo, buenas noches.
–¿Cómo estás, Panchito?
–Oye, finalmente viajo mañana a Madrid y de ahí a Miami,
con mi mujer y las niñas. –Panchito Meneses hablaba por telé115
fono con Ballester desde la biblioteca de su residencia en la zona
de Miramar, luego de decidir que esa noche no abandonaría a la
familia, como por lo general hacía al concluir la cena.
–¿Ya se lo comunicaste a Amadeo? –preguntó Manuel desde
su alcoba refrigerada, sin mostrar sorpresa alguna por la noticia, porque su amigo lo había mantenido al tanto de los preparativos que sí ocultó a los restantes socios de La Única.
–Lo pienso llamar ahora, aunque creo que estaré fuera poco
tiempo.
–Ojalá, ojalá Dios te oiga, hombre.
–De verdad. Estoy seguro de que regresaré muy pronto. Esto
está al venirse abajo. Claro que la que no regresará hasta que
todo vuelva a estar bien controlado es mi familia –puntualizó
Meneses, quien desde el día que Amadeo comunicó la posible
nacionalización de la empresa había aumentado sus contribuciones monetarias a la oposición y en este punto había llegado a la
conclusión de que estaba de más en su país.
Cuando terminó la conversación telefónica, Manuel Ballester
permaneció inmóvil. Volvía a meditar sobre la decisión adoptada en momentos en que muchos de sus conocidos abandonaban
Cuba. Esa misma semana había rechazado una oferta de trabajo que implicaba su traslado a Caracas. Consideraba que si era
forzado a emigrar debía hacerlo hacia un país estable, que prometiera, y no estimaba que en Venezuela u otro lugar de América Latina estaría a salvo de complicaciones como las que ahora
padecía. Tampoco disponía del capital que tenía Panchito para
viajar con la familia, ni quería dejar atrás a sus padres y a sus
hermanos, quienes se mantenían expectantes ante la evolución
de los acontecimientos, pero sin hacer planes de viaje.
María entró silenciosa a la habitación y se percató de que
su esposo buscaba nuevamente un camino que no acababa de
encontrar. Observó que el tabaco H.Upmann se mantenía entre
sus dedos finos quemando de forma pareja las hojas bien torcidas
y divisó en la frente ancha por la calvicie que avanzaba cuatro
rayas paralelas y profundas que lo decían todo. –La niña se quedó dormida –dijo ella y tomó asiento en otro butacón, situado a la
derecha de la lámpara alta de estructura metálica, que propiciaba una iluminación agradable.
–¿Y Jose?
116
–Está viendo la televisión.
–Estoy preocupado. Panchito se decidió a viajar mañana,
Amadeo está resignado a que nos quieten el negocio, la situación en el país es cada vez más peligrosa, y aunque tú sabes que
muchas veces he querido viajar a Estados Unidos para probar
suerte, ahora no me imagino cómo podrá ser la vida de nosotros allá.
–Viejo, no podemos desesperarnos. Hasta ahora estamos bien
y siempre, en los momentos más duros, con la ayuda de Dios,
hemos encontrado una salida.
–Esto es distinto –dijo él antes de hacer una aspiración profunda del tabaco que hasta ese momento quemaba entre sus
dedos–. No se trata de que estemos en otras vacas flacas, ni de
que Batista vuelva a matar gente por ahí, ni de más o menos
gánsters en la vida pública. Se trata de que si la nación sigue por
donde la están llevando, nosotros lo perderemos todo, hasta los
sueños, y pasaremos a ser carneros de los comunistas. El asunto
es complicado y, para colmo de males, cada vez que hablo con
Jose la posibilidad de irnos, tu hijo me responde que no ve razón
para ello.
–Jose es un romántico, un niño. No le hagas mucho caso, porque a la larga él siempre hace lo que nosotros decimos. Además,
desde que se acabaron los scouts ha vuelto a ser como era antes,
a andar con su gente, está más tiempo en casa y me siento mucho
más tranquila.
–No sé, María, no sé. Me han dicho que Albertico Oñate está
metido hasta el cuello en la conspiración contra Fidel y Jose no
sale ahora de esa casa.
Lejos quedaba el optimismo de 1959, cuando los Ballester
Guerra dieron también las gracias a Fidel Castro por el triunfo revolucionario, y aunque la inminencia de un enfrentamiento
ensordecedor era avistado igualmente en aquella residencia de
Santos Suárez, tampoco Manuel compartía la euforia de los exiliados y de Panchito en cuanto al futuro inmediato, porque el
hecho de mantenerse en el país con la frialdad que había aprendido en los negocios a la hora del balance, lo llevaba a calibrar de
otra manera el respaldo con que contaba el gobierno y el compromiso que el ciudadano común contraía con él. El concepto patriaRevolución, algo abstracto en 1959, parecía arraigarse hasta el
117
tuétano en uno de los bandos, dejando a los contrarios el tridente
exclusivista de anticomunismo-contrarrevolución-anexión.
…
Corría la brisa. Descansaba el molesto viento de cuaresma y
Dionisio encabezaba el grupo reunido en la sala de aquel apartamento que fuera propiedad de su abuelo.
–¿Le propusiste a José Antonio que se uniera a nosotros?
–preguntó a Alberto Oñate, mientras Luisín y Miguel Ángel
esperaban la respuesta.
–No.
–Alberto, mira que a ti te gusta hacer lo que te da la gana
–dijo, y al echarse hacia atrás, molesto, corrió con él la silla de
madera tallada, que terminaba en cuatro impecables tacos de
goma para silenciar sus movimientos sobre el piso bien pulido–.
Hace más de una semana que te dije que hablaras con Jose.
–Es que Alberto le cogió miedo –intervino Luisín y Miguel
Ángel sonrió.
–Ah, no digan boberías. Mira, Dionisio, a Jose lo conozco
mejor que tú, porque estamos juntos desde cuarto grado. Por eso,
lo que hice fue pedirle a Elena que lo pusiera a recoger medicinas y a vender bonos, para ver cómo se comporta.
–¿Pero por qué?
–Porque no me convence su posición. Se explota por cualquier
cosa y lo mismo va pa’llá que pa’cá, dice que es anticomunista,
pero titubea a la hora del cuajo.
–Yo pienso igual –comentó Luisín–. El G-2 está infiltrando
gentes por todas partes. Mira lo que está pasando en las lomas
del Escambray: ya no se sabe quiénes son los alzados y quiénes
los agentes de Fidel haciéndose pasar por hombres nuestros.
Dioniso era el jefe natural del grupo, no solo por su personalidad seria, ni por la fortaleza que emanaba de sus seis pies de
estatura y sus muchas libras de peso compacto, sino porque oía,
más que imponer sus decisiones.
–Bien, bien, tiene lógica eso. Es verdad, Alberto, tú eres quien
mejor conoce a Jose. ¿Y qué pasó con Elena?
–No sé. No la he visto en los últimos días.
–Llámala ahora. Llámala y pregúntale que por fin qué.
118
Alberto aceptó la sugerencia. Estableció la comunicación telefónica y luego de algunos segundos de espera una voz femenina le
respondió. –Elena, soy yo, Alberto... Sí, ¿cómo estás...? Bien, bien,
gracias. Oye, dime una cosa, ¿por fin viste a Jose...? ¿Cómo...? Ah,
está ahí ahora... Bueno, bueno, te vuelvo a llamar mañana y me
cuentas. ¿Está bien...? Sí, sí, despreocúpate. Hasta mañana.
Oñate colgó el teléfono, comentó a sus amigos los pormenores
del intercambio y todos pasaron a debatir otros asuntos relacionados con la conspiración en que participaban, en tanto Elena
Muñoz se dispuso a sostener una conversación que consideraba trascendental. A los 30 años de edad, ella era esposa de un
pediatra de prestigio nacional y había sido designada por Dionisio y el MRR para almacenar medicamentos con vistas a prestar los primeros auxilios cuando la guerra estallara, al tiempo
que vendía bonos de diversas denominaciones para contribuir al
financiamiento del movimiento.
–Jose, te pedí que vinieras porque tengo algo muy serio que
hablar contigo. –Elena engolaba la voz para subrayar la oferta que pensaba hacer al joven. Había aceptado la propuesta de
Alberto Oñate porque le hacía falta una persona de confianza
cuando parecía inminente la victoria y porque así, suponía, salía
de aquel anonimato compartido con los tres compañeros de Dionisio. Ni su marido conocía de su labor conspirativa y ella necesitaba que la gente supiera que Elena Muñoz, la rubia pequeña e
insignificante, era algo más que la esposa de un pediatra distinguido de La Habana.
–Bueno, Elena, tú dirás. –José Antonio había acudido a la
casa de la mujer otras veces, en ocasiones con la madre y en otras
oportunidades haciendo las funciones de mensajero de la familia
en busca de algún medicamento, porque el pediatra, además de
prestar servicios en el hospital Hijas de Galicia y contar con una
consulta privada en la calle Infanta, nunca cerraba sus puertas
a vecinos y amigos.
–Jose, el país está viviendo momentos decisivos. Los comunistas quieren apoderarse de la Revolución y nosotros tenemos que
impedirlo. –Elena se detuvo como para escuchar lo que acababa
de decir, y le pareció bien, convincente–. Yo he pensado que tú
puedes ayudar. Te conozco casi desde niño, conozco a tu familia
y me parece que tienes edad para ocupar un lugar en la lucha.
119
José Antonio no pudo ocultar su sorpresa. La falsa contradicción comunismo-Revolución estaba ante él y aguardaba respuesta. Nunca imaginó una propuesta similar hecha por Elena,
una invitación que incluso sonó teatral a sus oídos, pero que al
mismo tiempo lo hizo sentirse importante y lo llevó a pensar que
era convocado a realizar algo que conmovería al país. –Elena, no
entiendo muy bien, pero puedes contar conmigo si de lo que se
trata es de enfrentar a los comunistas y salvar la Revolución.
–Lo sabía –respondió ella con visible agrado, y nerviosa se
llevó un cigarrillo a los labios–. De lo que se trata ahora es,
sobre todo, de vender algunos bonos del MRR. Tú sabes que la
lucha se extiende por todo el país y hay que ayudar a la gente
que combate.
–¿Pero eso nada más?
–Para empezar sí –replicó ella y se perdió en una larga explicación sobre los rigores de la clandestinidad, que José Antonio
prácticamente no escuchó. A la sorpresa inicial y al orgullo posterior siguió la frustración.
…
El convoy inició la marcha lentamente y en cada vagón los “maestros” dieron rienda suelta a la alegría juvenil, sin preocupación
alguna por los malos presagios. La euforia se mantendría a lo
largo de los 900 kilómetros que separan a La Habana de Santiago de Cuba, desde donde decenas de ómnibus trasladarían a
los muchachos hasta las entradas de la Sierra Maestra, para que
luego siguieran en camiones de doble tracción, en burros o a pie
hacia los lugares donde alfabetizarían.
Vivian tampoco dejaba de gritar y apoyada sobre el marco de
la ventanilla del vagón que le asignaron se despedía con ambas
manos de sus padres y de Guillermo, a quien le habían concedido un pase especial en el batallón, a fin de que estuviera presente en el acontecimiento. Reía nerviosa y no dejaba de agitar
sus manos, al tiempo que los padres le lanzaban besos en la distancia que crecía y Guillermo le recordaba una vez más que le
escribiera. El convoy se perdió de la vista de los suyos y pasó una
larga semana antes de que ella pudiera comunicar que estaba
en el corazón de las montañas más altas del país y que enseña120
ba a leer y a escribir a una familia completa, con la cual vivía
en una casita de techo de guano y paredes hechas con tablas
de palma. En el telegrama, la joven prometía una carta extensa y detallada, y el anuncio hizo el efecto de un calmante entre
muchos dolores de cabeza. Braulio, el padre, volvió a sus obligaciones de camionero y a las marchas nocturnas en el batallón de
milicianos organizado en el barrio. Amanda, la madre, aumentó
los rezos para que el huracán que presentía no se cebara con su
familia y su país. Y Guillermo, sin tiempo para pasar algunas
horas de descanso en su casa, volvió al aprendizaje de urgencia,
a las insoportables guardias de madrugada y al rumor permanente de que pronto habría guerra.
“¡De pie, alarma de combate!”. “¡Arriba, arriba, alarma de
combate!”. “¡Andando, moviéndose a sus puestos!”. Las voces de
mando y el ulular de las sirenas recorrían cada rincón. Los oficiales de guardia no dejaban de vociferar y los soldados, con gestos maquinales, se lanzaban sobre las armas y los equipos personales de campaña para luego ocupar fortificaciones defensivas
preestablecidas. En poquísimos minutos el batallón de defensa
antiaérea estuvo listo para combatir. Cada muchacho-soldado
ocupó su posición con la ansiedad de quien quiere someter lo
aprendido a la más difícil de las pruebas. Todo era movimiento y
expectativa. No obstante, la tranquilidad reapareció después de
las explosiones escuchadas hacia el suroeste. Entonces, solo un
puñado de personas dentro y fuera de Cuba sabía exactamente
lo ocurrido y lo que estaba por suceder.
Fidel Castro no vaciló en convocar al día siguiente de las explosiones a una manifestación popular para rendir tributo póstumo
a quienes murieron cuando aviones con insignias apócrifas de la
Fuerza Aérea Revolucionaria inmovilizaron en tierra a una parte
de las aeronaves con las cuales el gobierno contaba para defender
los cielos de la nación. Los ataques aéreos dieron la impresión de
ser precisos y el despliegue propagandístico en el exterior estuvo
tan bien montado por la CIA que hasta el secretario norteamericano de Estado, Aldai Stevenson, creyó en lo que le ordenaron
repetir en el Consejo de Seguridad de la ONU, convocado de
urgencia, donde el diplomático mostró fotos trucadas de los aparatos atacantes y aseguró que lo ocurrido en Cuba era “una sublevación de pilotos inconformes con el régimen de Castro”.
121
“¡Arriba, arriba, a los camiones!”. Volvieron las órdenes al
batallón de Guillermo, que debió desplazarse hacia una posición
situada en las colinas del este de La Habana, mientras otras
unidades, sobre todo de infantería, participaban en el sepelio de
los muertos por los bombardeos.
–Parece que esto sí va en serio, Guille –comentó Juan Chong,
cuando ambos ocupaban sus puestos en el camión que los trasladaría hacia un nuevo destino.
–Sí, Chino, esto va en serio y yo estoy desesperado por disparar de verdad –respondió Guillermo en el preciso momento en
que un fuerte tirón indicó que estaban en marcha. Cada camión
remolcaba uno de aquellos engendros, con los cuales los artilleros estaban seguros de que aniquilarían a cuanta nave enemiga
se les pusiera a tiro.
La marcha hacia las colinas del este fue rápida. El país se
ponía en pie de guerra y todas las unidades se movilizaban
hacia los lugares convenidos para defender la ciudad. Estudiantes, camioneros, ingenieros y hasta empleadas domésticas convertidos en soldados ocupaban trincheras, protegían lugares claves o acudían al llamado de Fidel hasta colapsar la intersección
capitalina de la Avenida 23 y la calle 12, a la vista del pórtico
empedrado del Cementerio de Colón, donde asentían con gritos
roncos mientras el líder proclamaba el giro definitivo de la Revolución hacia el marxismo y daba a los cubanos la orden formal de
combate.
A la mañana siguiente no quedaban dudas. Se cumplían los
estimados, los temores. Se combatía en la Ciénaga de Zapata y
hacia allí, a toda máquina, se pusieron en marcha los muchachos-artilleros. Iban a combatir por vez primera. No se trataba
de un juego ni de un entrenamiento más. Marchaban a defender
la patria, según afirmaban convencidos. Se disponían, incluso
sin saberlo, a hacer historia, aunque simplemente fueran a la
guerra, como otros partieron a alfabetizar o a enfrentar grupos
armados en casi todas las montañas de la Isla. Iban sin imaginar qué les esperaba y cuándo volverían. Y contra ellos, otros
cubanos que se sentían respaldados y seguros de antemano de
que vencerían, ocupaban posiciones, hacían sentir la fuerza de la
sorpresa y de las potentes armas, y repetían convencidos que lo
hacían también por la patria.
122
Frustraciones
(Tercer tiempo)
Marcos, el mulato larguirucho, bebió lo suficiente como para
caer en las reiteraciones nostálgicas. –Coño, compañeros, no lo
logramos. –Por séptima vez repetía lo mismo, trasladándose y
trasladando a quienes lo rodeaban hacia los campos de Camagüey, donde había terminado la zafra más significativa y voluminosa de toda la historia, desde que el azúcar se transformó en
pasión, comercio y centro de la vida económica nacional–. No, no
lo logramos por culpa de la cantidad de gente que perdió el tiempo –repitió Marcos irritado.
–Dago, por favor, dale un café sin azúcar al mulato porque si
no, lo meto en el baño de cabeza y le doy una ducha de dos horas
para ver si deja la letanía –dijo Fontán, quien estaba sentado
muy cerca del ingeniero Sierra, mientras José Antonio rellenaba su vaso con más cerveza y el viejo Bencomo, acomodado en
el butacón de la sala-comedor, disfrutaba de un tabaco. El tema
estaba en la conciencia de todos y Marcos lo había reavivado.
–Es que duele no haber logrado los diez millones, Samuel
–razonó José Antonio.
–Claro que sí, duele, duele mucho, pero de todas formas hicimos tremenda zafra. –Samuel Fontán se levantó en busca de la
botella de ron descorchada sobre la mesa y se sirvió otro trago. El director de la empresa no fumaba ni en momentos como
aquellos, cuando en compañía de los amigos trataba de pasarlo
lo mejor posible.
Dagoberto, el buzo, regresó con una taza de café caliente
y amargo, forzó a Marcos para que bebiera y auxiliado por la
esposa de Fontán llevó al mulato hasta la habitación del director para que se acostara un rato. Consumado el procedimiento
antialcohólico, la mujer se internó en la cocina y se dispuso a
transformar en chicharrones la piel grasienta que quedaba del
cerdo comprado entre todos y Dagoberto regresó a la sala-comedor con la zafra metida en la cabeza. –Compañeros, lo que pasó,
pasó. Nosotros hicimos lo que teníamos que hacer, y lo hicimos
bien –dijo y los demás aplaudieron, medio ebrios, medio sobrios.
–¡Cooooñó!, habló la conciencia de la tropa –proclamó José
Antonio desde su silla, levantando su vaso de cerveza, y los
123
amigos lo imitaron con lo que tenían en la mano. Llevaban
varias horas en aquel apartamento, y aunque en La Habana de
los años 70 era difícil reunir unas cuantas cajas de cervezas sin
marca, unas veces aguadas y otras espumosas, y resultaba más
complicado acceder a cuatro botellas de ron cuando todavía la
red de bares, clubes y otros comercios estaba desarticulada por
la movilización general que motivó la zafra, trataban de desquitarse de los agotadores meses de campaña en Camagüey.
–Con el mayor respeto por Fidel y por todos ustedes que trabajaron muy duro, a mí nunca me pareció realizable una zafra
tan grande –consideró Bencomo desde su butaca y el ingeniero
asintió con la cabeza.
–La derrota es huérfana –volvió a intervenir José Antonio, y el tema puesto sobre la mesa por la reiteración ebria de
Marcos terminó por establecerse en el diálogo sin rumbo de los
amigos. Fidel había anunciado que no se alcanzarían los diez
millones de toneladas de azúcar durante un acto público, en el
cual miles de cubanos recibieron a un grupo de pescadores que,
según dijo el gobierno, habían sido secuestrados por la organización Alpha 66, obligada a dejarlos en libertad en la islas de
Bahamas, cuando la Fuerza Aérea Revolucionaria los detectó,
ocho días después de su captura. Fue otro discurso enardecido, en un escenario bien montado, en el cual el líder trató de
atenuar el impacto de no alcanzar, más que una meta económica, un propósito convertido durante casi dos años en desvelo nacional, una cosecha transformada en batalla, en función
de la cual trabajaron y vivieron decenas de miles de personas.
Algunos cubanos en la Isla, a partir de ese momento, consideraron con sorpresa que el Primer Ministro podía equivocarse y
que en los predios de la economía no bastaban la voluntad, la
perseverancia y las consignas políticas. La elaboración en 1970
de 8.535.281 toneladas de azúcar implicó para los proyectos
oficiales quedar por debajo de las cifras previstas. No era un
pequeño fracaso. Esos incrementos estaban llamados a garantizar una mayor disponibilidad de alimentos y la construcción
de viviendas, en tiempos en que las familias aumentaban sin
tomar en cuenta los patrones más aconsejables de crecimiento
poblacional. La esperada avalancha de buenas noticias nunca
llegó después de la cosecha.
124
Fontán volvió a levantarse en busca de otro trago y, como solía
hacer en circunstancias similares, evocó a Ernesto Che Guevara. –En una revolución se gana o se pierde –dijo el director en
una interpretación libérrima del pensamiento de Guevara, quien
tras caer combatiendo en Bolivia se había transformado en una
especie de símbolo al que muchos cubanos acudían con devoción
mística en momentos complicados.
Terminaron con el ron y las cervezas. Se cansaron de tararear
poemas de Silvio Rodríguez, trovador prolífero y excomulgado
entonces por sectores radicales. Se agotaron las anécdotas, los
chistes y los planes pasados por demasiadas copas de más. Dieron
vueltas entre mujeres imaginarias o inalcanzables mientras la
esposa de Fontán dormitaba en el segundo cuarto porque Marcos
lo hacía en el mayor, y con el café vuelto a colar haciendo efecto en
cada uno de ellos, el ingeniero se acercó a José Antonio, quien se
había trasladado al balcón y permanecía silencioso y solitario.
–Jose, ten cuidado con Mendieta –comentó, apoyando sus
codos sobre la baranda de hierro y dejando que la brisa le refrescara el rostro enjuto–. Ayer estuvo en casa y no sé a qué se debe
la obsesión que tiene contigo –puntualizó, mirando como José
Antonio en dirección a la enorme mancha negra que formaban el
mar y el cielo en aquella madrugada de luna nueva.
–Sierra, mi socio, Reynaldo Mendieta me toca los cojones
–respondió José Antonio despreocupadamente. El sentimiento
de rechazo entre el Director de Personal de la empresa, el controvertido jefe de retaguardia en los campos de Camagüey, y él
era recíproco–. Me toca los cojones –replicó José Antonio con la
euforia inconfundible que genera el alcohol, sin dejar de observar
el mar sereno, inmenso y al alcance de su visita desde el sexto
piso del apartamento de Fontán.
–Compañeros, levantemos a Marquitos que esto se acabó
–dijo Dagoberto desde la sala-comedor. Bencomo se había retirado mucho antes, Samuel dormía profundamente en el sillón con
los pies puestos sobre una silla, el apartamento era todo desorden y únicamente José Antonio, el buzo y el ingeniero principal
se mantenían de pie.
Con esfuerzo despertaron al mulato, abandonaron el apartamento y lo acomodaron como un fardo en la parte posterior del
todoterreno de José Antonio, y mientras Sierra se dirigía hacia
125
su VW, los tres jóvenes rodaron por una Habana que dormía.
José Antonio dejó a cada amigo en su casa y al regresar a Santos
Suárez le costó trabajo abrir la puerta.
–¡Oye, tú piensas que soy tu esclava! –Eran las cuatro de la
mañana y Dora estaba sobresaltada y enfurecida. Al día siguiente recomenzaría la rutina de madre-trabajadora en el empleo
nuevo, y de ninguna manera podía asimilar la vida de pareja con
un hombre al que veía contadas veces que, para colmo, regresaba ebrio a la casa–. ¡Esto es lo último que me faltaba! Resulta
que además de no estar nunca conmigo, de no poder contar contigo para nada, te tengo que aguantar borracho. –Él terminó de
cerrar la puerta principal, se acercó a ella en busca de la hembra
y Dora lo rechazó–. Mira a ver qué tú haces, porque así no podemos seguir. Estoy muy cansada –afirmó la joven y regresó a su
habitación, sin que el esposo atinara a otra cosa como no fuera
acostarse sobre el piso de la sala, donde se quedó dormido.
…
A Reynaldo Mendieta le preocupaba su exclusión del intercambio festivo en casa de Fontán. Consideraba que los jefes siempre
son jefes y que al estar cerca de Samuel prosperaría con menos
complicaciones en un país donde la política lo saturaba todo, sin
que importara demasiado la experiencia profesional que atesoraban hombres como él. Pensó incluso en crear alguna razón para
aproximarse al director de la empresa y conocer indirectamente
el motivo de su omisión, sabía que su conducta en la zafra había
molestado a Fontán, pero descartó la idea por temor a una de
las respuestas ríspidas que el jefe acostumbraba a dar cuando
estimaba que le hacían perder el tiempo y prefirió esperar por
una coyuntura favorable, sin descubrirle a nadie el malestar que
lo corroía. Al día siguiente de la fiesta en el apartamento de El
Vedado supo los nombres de todos los participantes y se molestó
todavía más por su exclusión. Sierra “no se rompió el lomo como
yo en la Zafra de los Diez Millones”, pensó. “Bencomo es un viejo
decadente, pero protegido por Fontán”, siguió su elucubración.
“Marquitos y Dago estarían allí para servir los tragos”, supuso.
Y al llegar a José Antonio concluyó meditabundo: “Y este siempre está atravesado”.
126
Durán abrió la puerta del despacho sin que él se percatara,
absorto como estaba en sus maquinaciones, con los espejuelos
puestos sobre una montaña de papeles que cubría parte de la
amplia mesa de trabajo. –Reynaldo, te felicito –dijo extendiéndole la mano derecha, que quedó en el aire–. Te felicito, fuiste
seleccionado militante del Partido –repitió elevando el tono de la
voz al comprender que el Director de Personal no se había enterado de su presencia.
–¿¡Cómo!? ¡No me digas! Cuéntame, ¿es oficial lo que me estás
diciendo?
–Claro que es oficial. Mañana habrá una asamblea para
informar al resto de los trabajadores –confirmó Durán, secretario del núcleo del Partido Comunista en la empresa, que ocupaba varias plantas en el edificio coronado por la oficina de
Fontán y algunas dependencias técnicas anexas a la dirección
general.
En un gesto que solo hacía cuando buscaba halagar a sus
interlocutores, Mendieta abandonó su butaca, se trasladó a una
mesa pequeña situada cerca de la única ventana de cristales que
había en el salón e invitó a Durán a ocupar uno de los restantes
asientos. –¿Todos los propuestos quedaron militantes? –indagó y
seguidamente ordenó a su secretaria que sirviera té.
–No –respondió Durán antes de enumerar a los propuestos,
cómodamente sentado en una de las sillas tapizadas con colores
sobrios, que daban un toque de distinción a la oficina.
Mientras uno de los dos hombres enumeraba y hacía breves
comentarios acerca de los nuevos ingresos al Partido, el otro
pasaba revista a los que no resultaron aceptados y su rostro
redondo se iluminó brevemente cuando identificó a José Antonio entre ellos. Sin embargo, no dejó trascender esa satisfacción
adicional y, sin perder la compostura, esperó pacientemente a
que su compañero terminara. –Durán –indagó cuando este hizo
silencio–, ¿por qué Ballester no quedó militante, si ese muchacho es buenísimo?
La secretaria sirvió té en dos tazas y se retiró cuando Durán
dio una respuesta escueta. –Porque se incorporó tarde a la
Revolución.
–Pero si ese muchacho es una fiera, es infatigable en el trabajo. ¿Cómo que se incorporó tarde? –volvió a preguntar Mendieta
127
sin mostrar la picardía que llevaba su curiosidad, pero deseoso
de conocer detalles.
–José Antonio es bueno, pero tú sabes que para ingresar al
Partido hay que cumplir todos los requisitos y el muchacho –se
detuvo Durán brevemente– tuvo algún problemita allá por los
años 60.
–¿Qué problemas? –Mendieta se había dejado atrapar por
la importancia de la noticia. Cualquier “problemita allá por los
años 60” sería suficiente para poner fin al cargo administrativo
que tenía José Antonio.
–No te molestes, Reynaldo, pero eso no es para tratar ahora.
–Despreocúpate, despreocúpate. Te hacía la pregunta porque
José Antonio me inspira confianza y lamento que no quede militante siendo Jefe de Operaciones, pero él es joven y seguro que
en el próximo crecimiento del Partido se incorpora. Digo, si los
problemas no son graves. –Cuando terminó sus consideraciones,
Mendieta había recuperado el autocontrol y observó atentamente las reacciones de Durán.
–Por supuesto. Lo importante ahora es que fortalecimos
el núcleo aquí en la empresa. Samuel está contentísimo con tu
ingreso y ahora solo falta que mañana por la mañana estés en
la asamblea donde serás presentado con los demás nuevos militantes.
Cuando Durán lo abandonó, Mendieta estaba eufórico. Había
olvidado su preocupación tras ser excluido de la fiesta en el apartamento de El Vedado y hasta el rechazo que sentía por José
Antonio desde que lo situaron en el cargo de Jefe de Operaciones
Navales y muy poco tiempo después lo enviaron con Bencomo a la
misión yugoslava. Sonriente, proyectó su mirada por el ventanal
de cristales, divisó parte del Malecón con su tránsito disminuido, y radiante telefoneó a Laura para darle la noticia. Esa noche
cenarían en el lujoso restaurante 1830, en la desembocadura
del río Almendares, como solían hacer en las grandes ocasiones.
Reynaldo Mendieta experimentaba la satisfacción inconfundible
de los triunfadores.
En el 1830, exponente de elegancia, pasaron una noche agradable. Él vistió la más fina de sus guayaberas de hilo, el pantalón color carmelita de las ocasiones supremas, los zapatos de piel
labrada y llevó en la muñeca el reloj de oro que ganó trabajando
128
para los norteamericanos como administrador de eficiencia probada, cuando “sí contaba la eficiencia”, como le gustaba repetir
en determinadas ocasiones. Él fue también de los profesionales
que rechazaron la oferta de los patrones de abandonar el país
cuando la Revolución intervino sus negocios. –Laura, tú no sabes
lo que significa la militancia del Partido para mí –comentó, al
tiempo que degustaba el primer trago en una corta y barrigona
copa de cristal.
–Rey, cómo no lo voy a saber, cuando sé lo duro que trabajas
por esto –respondió ella, maquillada y bien vestida para la ocasión. Se habían conocido cuando Laura era una joven secretaria
de larga cabellera negra, ojos claros y cintura estrecha, que trabajaba en la empresa norteamericana a la cual llegó Mendieta
con linaje de victoria tras graduarse en la Universidad de La
Habana–. Yo considero que solo Fidel trabaja más que tú. Desde
que comenzó la Revolución no has tenido un momento de descanso. Por supuesto que sé lo que representa para ti la militancia
en el Partido. Te la mereces, te la merecías desde hace mucho
tiempo.
Habían cenado cóctel de camarones con mayonesa, sopa tártara y carne asada, pero debieron prescindir de los panecillos
con mantequilla, del vino y del cake Alaska, porque hasta en el
1830 fallaban los suministros. Los panecillos fueron sustituidos
por galleticas de sal, la cerveza sin marca reemplazó al vino y
una mermelada de guayaba con queso amarillo cerró parte de la
velada, para dar paso al café y, de nuevo, al ron añejo.
–Yo estaba un poco molesto con Samuel debido a que no me
invitó a una fiestecita que organizó en su casa al terminar la
zafra, pero ahora comprendo que eso no tuvo importancia. Sé
que se puso contentísimo cuando se enteró de que me dieron la
militancia –dijo a la esposa mientras un violinista vestido de etiqueta reforzaba con su arte la significación del momento.
–Rey, los negros son negros aunque sean directores, no te
olvides. Si no la hacen a la entrada, la hacen a la salida, y tú me
pareces que le das demasiada importancia al Fontán ese. Además, alégrate de que no te invitara, porque conmigo no ibas a ir
a la dichosa fiestecita.
–Los tiempos cambian, Laura. Deja a un lado los prejuicios.
Vivimos en tiempos de cambios...
129
–Hombre –lo interrumpió ella– eso no tienes que decirlo, nada
más hay que vivir en el país para darse cuenta de que todo lo
están desbaratando, aunque a mí me parece que va siendo hora
de que nosotros vivamos un poquito mejor. ¿No crees?
Mendieta miró a los ojos de la esposa y respondió pausadamente, convencido de lo que pensaba. –Después de la tormenta
llega la calma. Es una ley natural, y para cuando llegue la calma nosotros estaremos en el lugar que merecemos. Ahora es el
momento de trabajar duro y de ocupar posiciones. –La respuesta
de Reynaldo no la convenció enteramente. Ella nunca estuvo de
acuerdo con sacrificar el porvenir que le prometieron los norteamericanos, para dedicarse enteramente a la Revolución. No
obstante, quiso suponer una vez más que su marido no estaba
equivocado.
130
VII
El Seiko 5
(Primer tiempo)
He hecho muchas cosas en la vida, desde limpiar pisos hasta
dialogar con presidentes y generales. Reconozco el mérito de
cualquier oficio y al mismo tiempo soy un perfecto incapaz en
el arte universal de la compra y venta. Nunca he regateado un
centavo, ni en los mercados europeos y africanos en los que ello
es parte de un quehacer comercial casi folclórico. En la economía planificada, centralizada y subvencionada de mi país se
prohibió el regateo y hasta se consideró satánica la propina al
gastronómico capaz. Tengo amigos con las habilidades necesarias que han encontrado variantes salariales como eventuales
chóferes de alquiler, pese a no estar autorizados todavía por las
leyes y cometer una especie de pecado mortal a la vista de los
principios de una sociedad que tiende a transformarse. Médicos, ingenieros, periodistas, arquitectos o traductores trilingües sortean la crisis de esa forma, pero yo no soy capaz de
hacerlo. No sé cómo hacerlo, tengo miedo de hacerlo y me da
rabia. Nunca he cobrado un centavo por prestar algún servicio
y aunque fríamente considero que ese es un recurso, porque en
la casa queda poco por vender, no alcanzo a llevar a la práctica lo que pienso. No acabo de entender que yo, como los otros,
debemos replantearnos la vida por completo, porque espontáneamente yo, como los otros, cambiamos al compás enajenante
de la vida, aunque los ideólogos oficiales digan lo contrario o
eludan profundizar en el tema.
–Está bueno. Me gusta, pero lo que más puedo darte son tres
o cuatro libras de carne de puerco.
–No jodas, Miguel, si este reloj es un Seiko 5, automático,
sumergible...
131
–Sí, es verdad, pero no me da negocio. –Miguel está cómodamente sentado en la sala del garaje convertido en casa que viene a
ser su centro de operaciones. Aquí vive una familia amiga y hasta
aquí traslada tres veces por semana los productos que compra a
los campesinos en los alrededores de La Habana y luego vende en
la capital a cinco, diez o veinte veces su valor, tras moverse como
puede en una y otra dirección sorteando controles de la policía y,
a veces, sobornando. Se traslada en ómnibus, si lo encuentra, en
camiones, en autos de alquiler, en carretones tirados por caballos y camina muchas leguas cada día con sus maletines en las
manos o a la espalda. Miguel todavía no clasifica en la categoría
de los “macetas”, como los cubanos hemos bautizado a los compatriotas que se enriquecen a la sombra de la crisis. Es un viejo que
adelantó la jubilación “para salir a la calle con el cuchillo en la
boca”, como dice, a hacer dinero a fin de subsistir con los suyos.
Le he comprado las viandas y los granos más baratos, al menos
para festejar algún fin de semana. La carne de cerdo es un lujo
inalcanzable por ahora. Un vecino nos suministra leche, también
a sobreprecio, gracias a una vaca famélica de su propiedad que
ordeña bien temprano antes de irse para el trabajo en una cafetería estatal que no tiene nada que vender, a la cual acude todos los
días y cobra puntualmente su salario de dependiente. Las finanzas en casa van en picada. No alcanza la suma de la pensión de la
suegra, generosa y por encima de la media, con las entradas mensuales de Silvia y mías, salarios de profesionales conceptualizados antes de 1990 entre los mayores del país. La canasta familiar subvencionada por el Estado se mantiene, pero su contenido
apenas dura cinco o siete días. No obstante, somos privilegiados:
contamos con una pequeña ración adicional de leche descremada
y proteínas en cantidades microscópicas para aliviar la diabetes
de la suegra, quien comparte con Ariel el miserable privilegio.
–Bueno, viejo, entonces me jodí –respondo a Miguel y salgo en
busca de otra opción. Sé que el reloj que propongo vale un poco
más. Aprendo con los días a calibrar un mercado que es voluble y
despiadado, y busco otros compradores, pero al final regreso a la
casa con el Seiko en la muñeca, el mismo ingenio japonés que me
regaló Silvia en Argel con su primer salario, el que debí esconder
con urgencia para que sus destellos no nos delataran, tendidos
en medio del desierto mientras un F-5 marroquí nos disparaba
132
desde el aire, cuando ella y yo nos estrenábamos como corresponsales de guerra en el Sahara Occidental. Aquel que una
tarde nos hizo llegar puntuales al búnker que servía de sede al
general Wojciec Jaruzelski, en la Varsovia crispada de los años
80. Estoy decidido a desprenderme de un recuerdo y solo alcanzo
a sentirme un perdedor.
Playa Girón
(Segundo tiempo)
–¡Tira, coño, tira! –El Chino no paraba de gritar, mientras Guillermo trataba de hacer blanco en un enorme avión de transporte que, en la distancia, parecía inmóvil–. Apunta bien, cojones...
¡Túmbalo, Guille, túmbalo! –gritaba Juan Chong y los demás
componentes de la dotación hacían lo debido para que por los
cuatro cañones no dejaran de brotar los proyectiles, en tanto sus
vainas doradas e hirvientes caían desprendidas sobre el suelo.
Estaban en los alrededores del Central Australia con la misión
de proteger aquel lugar donde se instalaba el alto mando de la
contraofensiva fidelista. Mil 500 hombres bien armados, entre
cuyos jefes figuraba Manuel Artime, habían ocupado posiciones
en las cercanas Playa Larga y Playa Girón para hacerse fuertes
entre los bosques fangosos y recibir a los integrantes de un llamado gobierno en armas, reunido en ese instante en una casa de
la CIA bien distante del territorio cubano. El gobierno en armas
sería trasladado por aire hacia la Bahía de Cochinos y desde allí
solicitaría ayuda militar a Estados Unidos, que mantenía en estado de alerta a parte de sus unidades de tierra, mar y aire a la
espera de las nuevas órdenes del presidente John F. Kennedy.
Guillermo apretaba insistentemente el pedal-gatillo. El fuego
era constante y los amunicionadores no sentían ni el calor que desprendía la pieza antiaérea, pero el avión se desplazaba inmune a
los disparos. Humo, metralla, olor picante y un corre-corre frenético caracterizaban el punto desde el cual Guillermo y los demás
hacían su guerra. El Chino estaba ronco de gritar y maldecir. Las
vainas se amontonaban en el suelo. Todos sudaban sin misericordia y el bimotor, en la distancia, se reía de los artilleros.
–¡Coño, qué malo eres, Guille! –dijo el Chino y Guillermo
escupió, en tanto los restantes soldados atinaron a sentarse como
133
pudieron al ver que el enorme aparato, imperturbable y victorioso, emprendía la retirada en dirección al mar tras descargar en
la zona otra formación de paracaidistas.
–Prende un cigarro, Chino –dijo él.
–Compañeros, se nos fue el muy cabrón –apuntó uno de los
amunicionadores, acostado sobre el suelo con la mirada puesta
en el cielo.
En la distancia se escucharon rugidos estrepitosos acompañados por el inequívoco resplandor artificial que únicamente es
capaz de crear la artillería pesada, pero Guillermo y sus compañeros desconocían si los cañonazos eran de su gente o de los contrarios. Ignoraban que hasta un hombre-leyenda, el comandante
Efigenio Ameijeiras, y un batallón de la policía ya estaban en
combate. Desde la posición que defendían solo alcanzaban a ver
el movimiento de cañones, tanques y hombres hacia el frente.
–¡De pinga! Nunca pensé que nos costaría tanto trabajo el
elefante volador ese y que al final se nos iba a ir entre las manos
–replicó el Chino, obsesionado, sin acabar de comprender que el
objetivo siempre estuvo fuera del alcance de sus “cuatrobocas”.
–No sigas, Chino, eso es así –comentó otro de los soldados,
mientras lo disponía todo para un próximo combate.
La noche no los sorprendió. La esperaban con la ansiedad de
comer algo de las latas que llevaba cada uno. Después organizaron la defensa de la batería antiaérea para evitar sorpresas por
tierra, porque suponían que los paracaidistas lanzados tendrían
la misión de infiltrarse en sus líneas y no querían volver a fallar.
Sin embargo, el agotamiento dispuso y al llegar la madrugada
todos, aparentemente, estaban en guardia, aunque en realidad
dormían.
El amanecer en el Central Australia no fue apacible. Llegó
con el tronar de decenas de cañones que descargaban su metralla en dirección a las playas ocupadas. Andanada tras andanada
pregonaban una ofensiva terrestre, mientras el cielo permanecía
despejado.
–Patria o Muerte, compañeros... Patria o Muerte –proclamó
a modo de contraseña particular un miliciano de 40 años salido como de la nada, avanzando a paso rápido hacia el grupo de
artilleros. Cargaba un largo fusil belga, en la mano izquierda
un bulto, y alrededor del cuello tres collares hechos con semi134
llas de arbustos serranos, de los que pendían corazones tallados
en frutas secas, duras y color marrón–. Muchachos, les traigo
las últimas. Arriba, vengan a escucharlas –repetía el hombre de
piel áspera y barba espesa en un remolino de cabellos negros y
blancos–. Vaya, café para ustedes –dijo cuando estuvo en el centro del grupo, y extendió una cantimplora que, una vez abierta,
desprendió un aroma inconfundible–. Me dejan café, que de aquí
tengo que seguir y quiero que alcance para todos. –No hubo más
presentación. El miliciano se sentó sobre la tierra reseca y ellos
lo hicieron en torno a él–. Preparen los bártulos, que el camión
viene por ustedes. Pasó el peligro aquí y ahora irán hacia la costa. ¡Ah! Dice el teniente que ustedes han gastado más proyectiles que todo el batallón junto. ¡Cojones!, no tiren más hasta que
estén seguros de tener al objetivo al alcance. ¿Entienden?
–Dígale al teniente...
–Cállate la boca, Chino, deja que el compañero termine –Guillermo interrumpió a su temperamental amigo.
La reacción del Chino iba a ser agresiva e irrespetuosa, pero el
miliciano barbudo no se dio por aludido. Sabía que todos los artilleros eran novatos, como él también lo fue, y no le daba la mayor
importancia al hecho de que, en el primer combate, la ansiedad les
hiciera fallar el tiro. Con serenidad, el hombre aprovechó la airada interrupción de Juan Chong para prender un cigarrillo y sacar
del bulto varias cajas que repartió. –Los mercenarios empezaron
a echar pa’trás. La gente nuestra avanza. Hay bastantes bajas de
las dos partes, pero ellos reculan hacia el mar.
–¿Qué se sabe del resto del país? –preguntó uno de los soldados.
–Parece que el golpe principal es por aquí. Han desembarcado con todos los hierros, pero hasta ahora no he escuchado en el
Estado Mayor que se hable de otro foco de guerra. Pero, bueno,
dejé lo mejor para el final. Fidel está en el Australia y dice que
esto hay que acabarlo ya para que los americanos no se metan.
¿Entienden? ¡Ya!
…
Pensó detenerse, pero mantuvo el paso indiferente ante los desconocidos que hacían guardia. Ella, con uniforme de las milicias
universitarias, portaba al cinto un revólver calibre 22. Él, con
135
camisa de mezclilla azul y pantalón verde olivo, jugueteaba con
una subametralladora de fabricación checoslovaca. A la altura
del dúo, apostado a la entrada de la casa de Elena Muñoz, recordó que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón el paquete de
bonos del MRR que días antes le entregó la esposa del pediatra
y sintió un sobresalto que contuvo a tiempo. Siguió de largo, sin
desviarse de la acera por donde caminaba y dirigió sus pasos a
la residencia de los Oñate. Se movía apesadumbrado. Buscaba
un lugar en la guerra recién comenzada e imaginaba que llegaría tarde a las muchas aventuras heroicas con las que soñó después de su conversación con la pequeña rubia de mirada acuosa,
deseosa de sobresalir al común estatus de esposa de un médico
de fama. Dobló a la derecha, descendió cuatro cuadras y cuando
tenía la esquina del parque Juan Delgado al alcance de su vista, constató que otra escena similar a la vivida en casa de Elena
lo aguardaba, aunque frente a la residencia de Oñate el despliegue era mayor. Un auto de la policía, con tres uniformados
bien armados y dispuestos a actuar, se mantenía estacionado
a menos de 50 metros del portón, frente al cual aguardaba un
Ford verde olivo con las siglas visibles de G-2. Una de las cuatro
puertas estaba abierta y solo el chofer permanecía sentado al
volante. Continuó su rumbo por la acera contraria y alcanzó a
ver cómo Alberto Oñate, cabizbajo y sin esposas, era conducido
hacia el Ford, escoltado por un militar a cada lado, en tanto el
tercero, que parecía ser el jefe, cerraba el paso.
Los combates no desgarraban físicamente a Santos Suárez,
pero por todas partes se registraba un despliegue militar inusitado y la gente se movía con rapidez, como si tuviera muchas
cosas pendientes e impostergables por hacer. No se sentía la
bulla cotidiana en cada esquina, ni era visible el tradicional
enjambre de vendedores ambulantes con sus pregones contagiosos. No había marcas de guerra en La Habana, a excepción
de los aeropuertos militares bombardeados, pero sí una tensión
creciente que se empeñó en acompañar también a José Antonio
hasta que se vio ante el muro de los Maristas, por el que trepó
para dejarse caer a la altura del tabloncillo de básquet. Buscaba
a algún amigo. Necesitaba alguien con quien hablar. Deseaba
escuchar otras ideas que no fueran las que martillaban su conciencia.
136
–¿Qué hace usted aquí, Ballester? –Nuevamente el director lo
sorprendía con su rostro impenetrable y su sotana negra.
–Hermano director, ¿cómo andan las cosas? –respondió él,
con una mezcla evidente de alivio y sorpresa.
–Por aquí todo está bien, tranquilo, pero considero que usted
no debería estar en la calle. No es el primer alumno que salta
hoy por ese muro y a todos sus compañeros les he dicho lo mismo, que vuelvan a sus casas y estén tranquilos hasta que todo se
aclare.
–Pero, hermano, hay gente nuestra presa. Acabo de ver cómo
se llevaban a Albertico Oñate.
–Lo sé, hijo, lo sé. También detuvieron a Dionisio, a Luisín, a
Miguel Ángel y a otros alumnos de Quinto Año –dijo el religioso
e invitó a José Antonio a que lo siguiera hasta su oficina. –Hágame un favor. Llame ahora mismo a su casa, dígales a sus padres
que está aquí y que de aquí vuelve a su casa. ¿Me hace usted ese
favor?
Sin replicar, José Antonio respondió a la invitación. Luego ocupó una de las sillas de la oficina y aunque sintió grandes
deseos de fumar, no se atrevió. –Hermano, ¿qué cree usted que
está pasando?
–Hay mucha confusión. Unos dicen que Castro está muerto,
otros que pidió asilo en la embajada rusa. Hay quienes aseguran que se pelea en muchas partes, pero yo tengo la impresión
de que todo es un fracaso. ¡Qué Dios bendiga a este país!
–¿Por qué, hermano?
–Mire usted, una cosa es frenar a los comunistas y otra desconocer que Castro mueve multitudes mediante un liderazgo como
no he visto otro en mi vida. Es muy peligroso subestimar eso y
tengo la impresión de que mucha gente, con la mejor fe posible,
subestima lo que está pasando en este país. –El director respondía e instintivamente, con dos dedos de su mano derecha, daba
vueltas en una y otra dirección al crucifijo que colgaba a la altura de su pecho. Sus reflexiones volaban y únicamente cuando él
se movió inquieto en la silla, Francisco volvió al lugar en que
ambos conversaban por primera vez de un tema tan sensible–.
Dígame una cosa: ¿no ha pensado en la posibilidad de seguir sus
estudios fuera?
–¿Fuera de Cuba?
137
–Sí, fuera de Cuba, en otra de nuestras escuelas.
–No, no, hermano, yo nací aquí, mi familia está aquí. No, no
veo esa necesidad –respondió el adolescente sin comprender que
con aquella discreta sugerencia el director le anticipaba sus predicciones acerca de lo que ocurriría en el país y la forma en que
él podría salvarse.
La conversación continuó hasta que Francisco le recordó a su
discípulo que era hora de que regresara a su casa para que no se
expusiera a las redadas de la policía y, otra vez en la calle, José
Antonio continuó su camino más confundido que antes y sin pensarlo volvió a girar, esta vez a la izquierda, hasta detenerse frente
a una conocida puerta de madera sobre la cual golpeó dos veces.
–¡Jose, qué bueno! Entra muchacho, entra. –Vilma, la hermana mayor de Guillermo, era la única que se encontraba en la
casa.
–¿Cómo estás, Vilma? ¿Has sabido del Guille?
–Ay, Jose, nada de nada. Dicen que está en Playa Girón y
estamos muy preocupados. Hay muchos muertos por allá.
La conversación transcurrió fluida, porque entre la familia
Fernández y José Antonio existía una amistad. Vilma le llevaba
a su hermano cuatro años de edad y estaba nerviosísima. Presentía lo peor, y el amigo, como pudo, trató de calmarla y darle
ánimo. Allí tomó café, fumó a sus anchas y cuando volvió a la
calle sintió que definitivamente estaba perdido en un laberinto
que se abría a sus pies.
…
El hombre sin barbas pese a los días que llevaba sin afeitarse y
sin bañarse, no dejó que su subordinado recobrara fuerzas después de las piruetas hechas para burlar el bombardeo insoportable. –Dime, ¿qué dicen?
–Capitán, dicen que resistamos, que el apoyo aéreo está al
llegar, que no demos ni un paso atrás.
–¡Qué cojones tienen! Ni un paso atrás... ¡Cómo se ve que
están lejos de la candela!
–Capitán, yo pienso que...
–Tú piensas. Ah, no me jodas, chico. –El capitán Cuesta estaba irritado. Desde hacía muchas horas él y sus hombres resis138
tían el fuego de la artillería enemiga–. ¡Cómo se ve que tú no
tienes cuentas pendientes, muchachito! Mira, dile a Artime y a
San Román que si en dos horas no llega la aviación ordeno la
retirada y que se salve el que pueda.
El comunicador partió a cumplir la orden y Cuesta se percató
de que el ablandamiento artillero disminuía, por lo que supuso
que una vez más los fidelistas tratarían de avanzar por el terraplén que su destacamento controlaba. Salió del refugio, llegó al
último recodo del camino que ocupaban, saludó a la dotación de
una tanqueta bien enmascarada y preservada como carta fuerte en el juego de la guerra, y al llegar a la primera línea volvió
a lamentarse de estar donde estaba. –Chucho, ¿todavía no ha
comenzado el jaleo por aquí?
Chucho estaba tendido muy cerca de una de las dos ametralladoras situadas en lugares bien seleccionados, a cada lado de
la vía arcillosa. Las calibre 50 marcaban las únicas posiciones
firmes que existían en los bordes del terraplén, y a partir de
cada una de ellas la ciénaga se abría con sus olores, sus vapores,
las aguas enlodadas y el impenetrable monte de mangles duros.
–No, Cuesta, pero comenzará pronto. Ellos están al volver a asomar la cabeza. Están ahí mismo –respondió e indicó con el dedo
índice de su mano derecha un punto a muy corta distancia–.
Oye, ¿y la aviación qué, cuándo llega?
–Ten paciencia, socio, ten paciencia –respondió el capitán y
desde la izquierda, del otro lado del camino, la segunda ametralladora comenzó a disparar para dar paso a una sinfonía
macabra.
En pocos segundos, el trozo de ciénaga se transformó en un
pandemonio de gritos, heridos y metralla. De un lado, la cadencia mortífera de las ametralladoras pesadas, las descargas de
la fusilería automática y los disparos intermitentes de dos lanzacohetes crearon un volumen de fuego suficiente como para
que los fidelistas no pudieran ni moverse. Aun así, desde el
fondo de los milicianos varios morteros se sumaron a la sinfonía en una acción riesgosa, porque las explosiones las sentían
casi en sus narices, pero gracias a ello el impacto de las descargas hizo un efecto irreparable entre los hombres del capitán Cuesta: la ametralladora de la izquierda saltó en pedazos.
A partir de ese instante, el fuego de los que pretendían llegar
139
a la playa se multiplicó, comenzó el avance y el capitán ordenó
un primer repliegue hasta el recodo que quedaba a sus espaldas, a fin de reorganizar la defensa. Los dos bandos se fajaban
palmo a palmo.
Sobre las seis de la tarde no había aparecido la aviación ni los
revolucionarios lograban sobrepasar la posición que dos horas
antes defendían las ametralladoras pesadas. Acercarse al recodo era virtualmente imposible. Había que hacerlo a trote sobre
el terraplén, debido a que a partir de los puntos que defendieron
las calibre 50 a los lados del camino señoreaban el agua, el fango
y los mangles salvajes.
Los morteros dejaron de actuar desde la retaguardia de los
milicianos y fue entonces que Cuesta dio la orden de fuego a la
tanqueta, con la cual puso en juego su última carta. Mientras,
desde el Central Australia, la primera formación de tanques
pesados de los fidelistas se puso en marcha con la orden de no
parar hasta llegar a las playas. El capitán intuía que el desenlace era cuestión de poco tiempo. Sin el apoyo aéreo prometido
y sin desembarcos por otros lugares del país no había forma de
detener el avance de sus adversarios, y mucho menos cuando
estos acumulaban fuerzas y estaban enardecidos.
–Chucho, esto se acabó.
–Pero... ¿y la aviación?
–No sé qué pasa. Hace mucho rato que debía estar aquí. La
otra gente no ha desembarcado y esto es lo más parecido que hay
a una ratonera.
–¿Qué vamos a hacer? –volvió a preguntar el compañero de
aventura, el único de los subordinados con el que Cuesta se permitía un trato de confianza.
–Fíjate, voy ahora hacia mi puesto de mando y si no recibo
de la jefatura una orientación que me convenza, doy la orden de
retirada y me voy pa’l carajo. Resiste con todo y si en una hora
no tienes noticias mías, repliégate.
El momento era tan dramático que Chucho no hizo más preguntas y una ira terrible tomó el mando de sus actos. Cuando se
entrenaba para el desembarco y cuando saltó sobre tierra cubana supuso como muchos de sus compañeros que los revolucionarios se desmoronarían al primer embate de sus fuerzas, con la
escuadra norteamericana a la vista de las costas, e imaginó que
140
le tocaría hacer justicia con quienes confiscaron los aserríos de
su padre.
La CIA, por su parte, consideraba que toda la aviación cubana estaba destruida en tierra. La Fuerza Aérea Revolucionaria,
en realidad, había sido herida, pero contra toda lógica militar,
un irrisorio puñado de pilotos se creció al extremo de llegar a
controlar el cielo de la ciénaga, en tanto que esa sorpresa, unida
a la fulminante contraofensiva terrestre de los fidelistas, hizo
titubear al presidente Kennedy, quien nunca dio la esperada
orden de que la fuerza aérea y la marina de guerra norteamericanas entraran en combate para auxiliar a la brigada que peleaba en Playa Larga y Playa Girón, posibilitar los otros desembarcos previstos y trasladar al gobierno en armas que seguía consumiéndose en la impaciencia en una residencia bien distante del
lugar donde Cuesta, Chucho y los demás comenzaban a sentirse
traicionados.
Con la llegada de la noche, el capitán irrumpió en su puesto
de mando, que encontró completamente destruido por las descargas artilleras. Los heridos se quejaban, a los sanitarios no les
quedaba plasma y nadie podía precisar por qué aumentaba la
cifra de desaparecidos.
–Ronaldo, comunícame con Artime.
–Capitán, estamos sin comunicaciones.
–¡Me cago en Dios, cojones! Oye, muchachito, búscame ahora
mismo a todos los jefes que queden. A todos los quiero aquí, pero
ya –dijo Cuesta visiblemente descontrolado por una realidad que
se transformaba veloz y peligrosamente para él y sus hombres.
En menos de 30 minutos fue dada la orden de retirada hacia
las playas, solo que el capitán se desplazó en otra dirección, asegurándose de hacerlo en solitario. Desde que desembarcó en las
proximidades de Bahía de Cochinos, Cuesta había fijado cada
lugar de aquel paraje, como el marino experto que por precaución
estudia de antemano la forma de salvarse si llegara a hundirse el
barco. El capitán nunca regresó a los puntos de desembarco como
la mayoría de sus hombres, ni vivió allí las escenas grotescas de
una huida arrebatada. Los aviones fidelistas cortaban desde el
aire cualquier posibilidad de que los hombres se reembarcaran,
tiraban a matar, y los tanques pesados, tripulados por soldados
inexpertos, eran imparables en su avance hacia la costa.
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Distintivos
(Tercer tiempo)
La puesta en práctica de un proyecto de construcción de viviendas que llegaría a involucrar a decenas de miles de mujeres y
hombres se había convertido en novedad para los cubanos cuando los distintivos de una sociedad diferente a la conocida durante
poco más de medio siglo, una especie de Segunda República, afloraban espontáneos por todas partes. Al este del túnel que cruza
la Bahía de La Habana, trabajadores industriales acababan de
terminar dos edificios multifamiliares, a partir de los cuales la
centenaria ciudad se ensancharía hacia el suburbio de Alamar
mediante un movimiento constructivo sui géneris en el que estarían vinculados el gobierno y los sindicatos. Era impostergable
la búsqueda de respuestas a las necesidades de una población
crecida, que hacía aumentar el número de hijos por parejas que
pocas veces alcanzaban a consolidar familias. Los adolescentes
de 1959 maduraron haciendo revolución sin saber a ciencia cierta cómo hacerlo, incondicionalmente, sin que nunca pensaran en
la posibilidad de disentir o discutir una orden, marcados por la
necesidad de defenderse de los ataques persistentes que seguían
llegando de la Florida, y convocados cada minuto a la creación
de un “hombre nuevo” que sería altruista y pensaría en plural.
La palabra “compañero” que sustituyó a “señor”, la conjugación
generalizada de “nosotros” en lugar de “yo”, la propagación de
términos como “consolidado” para identificar a las flamantes
agrupaciones de empresas estatales y hasta el surgimiento de
las “microbrigadas” y los “microbrigadistas”, exponentes de un
movimiento constructivo que dejaría huellas, caracterizaban el
lenguaje coloquial y oficial. Eran distintivos cargados de contenido ideológico en una sociedad que se ideologizaba ante los
embates reiterados de un enemigo con poder.
El reloj marcaba las once de la noche y el sábado transcurría
agradable. Dora se había retirado con el propósito de dormir a
Abelito y José Antonio y Guillermo, sentados en el portal de la
casa de los Ballester, proseguían su habitual pase de revista a
los acontecimientos nacionales y en especial a un ataque perpetrado la noche anterior contra un caserío costero con el saldo
de dos civiles muertos y cuatro heridos. –Lo peor, Guille, es que
142
todo el mundo sabe dónde están las bases de la contrarrevolución, pero no pasa nada.
Guillermo fumaba, escuchaba al amigo y pensaba que en
Europa, de donde acababa de regresar, poco se decía acerca de
ataques y matanzas como las ocurridas en el caserío costero. La
prensa parecía más interesada en el papel de Cuba en la confrontación Este-Oeste o en la colaboración del gobierno con los
movimientos armados de la izquierda latinoamericana e incluso,
cuando profundizaba en ambos asuntos, la influencia del punto
de vista norteamericano era determinante. –Jose, mi hermano,
no hay más remedio que seguir pa’lante hasta que los gusanos se
cansen. Ellos saben que con los tiroteos no acaban con la Revolución, pero joden, provocan terror para ver si Fidel ataca sus
bases y se forma la guerra con los yanquis que es lo que siempre
han querido.
–Pero el mundo tiene que darse cuenta de lo que está pasando
en Cuba. ¿Tú no crees? –respondió José Antonio desde una posición netamente isleña, que de las interpretaciones que se hacían
del fenómeno cubano en el exterior del país solo tomaba en cuenta lo que reflejaba la prensa nacional, a esa altura casi toda bajo
control estatal. En la práctica, no existía otro punto de vista ni
más análisis, salvo los que Fidel hacía en público.
–En el mundo hay muchos problemas, y de lo que de verdad
pasa aquí se sabe o se dice lo que quieren los grandes. –Desde
hacía más de un año, el mismo tiempo que llevaba sin hablar con
José Antonio, Guillermo se entrenaba en el extranjero como parte
de su trabajo de especialista en comercio exterior. Su visión del
tema que trataban era cosmopolita y hasta en su apariencia física
reflejaba la modernidad imperante en el resto de Occidente, mientras que la Isla seguía cerrada a tales influencias, pese a que su
posición geográfica y sus tradiciones la mantenían en esa parte
del planeta–. No te creas que lo que estamos haciendo nosotros se
sabe por ahí. En París, por ejemplo, solo el periódico de los comunistas dice algo de la Revolución y también nos critican muchas
cosas –terminó su razonamiento Guillermo e instintivamente, con
los dedos de su mano derecha sacudió una motica de hollín que se
posó en los bajos del pantalón azul oscuro de patas de elefante,
que llevaba combinado con una camisa estampada y estrecha, y
unos zapatos de sport color negro comprados en Madrid.
143
El acontecer nacional dominó la conversación. La noche continuó acogedora y al omnipresente asunto de la contrarrevolución
siguió la novedosa idea de las microbrigadas.
–Yo pienso que si se hace como está previsto, en muy poco
tiempo disminuirá la falta de casas, al menos en La Habana
–opinó José Antonio, quien llevaba la voz cantante por considerarse más actualizado que el amigo, aunque solo repetía lo que
decía la propaganda oficial.
–Imagínate, si todos nos ponemos a construir apartamentos no habrá quien nos pare. Ahora, Jose, habrá que ver si los
edificios soportan el paso del tiempo, porque ninguno de nosotros es constructor. –El proyecto era atrevido, desestimaba las
soluciones individuales y marcaba el colectivismo que se iría
imponiendo en el país. El gobierno entregaba terrenos confiscados, suministraba el soporte técnico y material, pero la gente,
sin importar raza ni edad, tendría que levantar cada edificio de
cinco plantas, diseñados así para ahorrar por la importación de
ascensores. La uniformidad y la contranatura de la arquitectura moderna estaban a punto de parir–. ¿Ustedes piensan hacer
alguna micro en la empresa?
José Antonio puso la silla dejada por Dora al alcance de sus
pies y sin abandonar el sillón de aluminio y tiras de nylon estiró
las piernas sobre ella, antes de responder: –En eso están el sindicato y la administración –contó que las brigadas no las integrarían únicamente los necesitados de casas, porque algunos
tenían problemas de salud y otros no podían ser reemplazados
por la calificación de sus funciones laborales.
–¿Qué pasa si tú necesitas vivienda y no integras la micro?
–Todos nosotros vamos a apoyar la construcción del edificio
con trabajo voluntario y cuando lo terminemos nos reunimos en
asamblea y distribuimos los apartamentos entre los que necesiten, aunque no estén en la microbrigada.
–Pa’l carajo, eso suena bien, pero no quiero estar en una
asamblea de esas para repartir casas.
–Sí, será difícil, pero si tú te pones a dar los materiales y los
terrenos para que cada cual construya una casita por aquí y
por allá, no alcanzan ni los terrenos ni los materiales –respondió José Antonio, al tiempo que se levantaba del sillón. –Espérame un momento, vuelvo ahora –dijo y se adentró en la casa
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hasta llegar al dormitorio, donde la lamparita de mesa dejaba
entrever a Dora recostada junto a Abel sobre la cama grande.
Cerró la puerta con cuidado, buscó en la cocina el termo con
café, dos tazas y regresó al portal cuando el amigo, también
con los pies puestos sobre otra silla, lo esperaba con una nueva
interrogante.
–Cambiando de tema –comentó Guillermo. –¿Por fin quedaste militante del Partido? –La respuesta negativa de José Antonio llegó arropada por la más galopante ingenuidad–. No sé,
compadre, pero a mí me parece que tú idealizas demasiado la
militancia.
–No, Guille, nada de eso, ahí están los mejores revolucionarios...
–Así debería ser, pero con un carné rojo en el bolsillo también puedes encontrar cualquier cosa. Me parece que debes
poner los pies en la tierra, idealizarlo todo es malo. –Guillermo
extendió sus manos hasta el termo, lo abrió y sirvió café para
los dos.
José Antonio había narrado sus aventuras por Yugoslavia y
Camagüey, y al abordar la cuestión del Partido se retrotrajo a
la primera y desagradable conversación con Bencomo al regresar de Belgrado, a partir de las indagaciones del oficial de la
contrainteligencia. –Coño, ahora que hablo de este asunto, claro, Orlando se interesó tanto en saber si yo tuve relaciones con
extranjeros en Yugoslavia porque seguro que me estaba investigando para el Partido. Nunca me ha vuelto a hablar del asunto y
hemos coincidido muchas veces.
–Es lógico. Tu vida ha sido un zigzagueo del carajo.
–¿Qué culpa tengo yo?
–No. Claro que no es tu culpa, ni es asunto para dramatizar.
Es la vida, que es dura, y si uno no echa pa’lante ella mismita se
encarga de aplastarte–. Guillermo había llegado a la casa de su
amigo a las cinco de la tarde. Cenaron juntos, juguetearon con
Abelito hasta cansarlo, cosa que era difícil, Dora y José Antonio
disfrutaron de sus cuentos de París y de Madrid, y ahora que
el anfitrión descubría sus sentimientos, nadie mejor que él para
interpretarlos. –Jose, mi socio, yo a ti te admiro, y te lo digo sin
melodramatismo. Te admiro porque has sido un tipo consecuente toda la vida, incluso con los boicagaos y con los curas.
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José Antonio se pasó la mano derecha por los cabellos, cortados al estilo militar, y prendió otro cigarrillo. –Guille, ¿tú sabes
que a ti no te queda bien la filosofía?
–Claro, compadre, para ser filósofo tendría que ser tan comemierda y tan romántico como tú y eso, créeme, es difícil.
–¿No has pensado casarte y tener familia? –la pregunta sorprendió a Guille.
–¿Casa cuánto? No hombre, no. Mírate a ti y a Dorita, embarcados con un hijo. ¿Estás loco?, si estoy disfrutando del mejor
momento de mi vida.
Hablaban, indiferentes a todo lo que los rodeaba. El domingo
marcaba sus primeras horas y Dora se sentó silenciosa en la sala
luego de dejar profundamente dormido al hijo. Iba alejándose
gradualmente de su esposo y pese a que todavía no tenía conciencia plena de hasta dónde llegaba el resentimiento, prefirió
escuchar en la distancia y volver a preguntarse por qué tenía
que subordinar su vida a la de aquel hombre, a quien situaron
a su lado las circunstancias de una juventud enloquecida. Se
conocieron demasiado jóvenes y cuando decidieron casarse asumieron de manera festinada una responsabilidad muy seria. Los
mayores de ambas familias les advirtieron, pero ellos hicieron
poco caso y como si el matrimonio fuera deleite de muchachos,
partieron juntos hacia las trampas del día a día hasta llegar al
primer hijo, aunque ahora ella consideraba que en lo adelante no
tendría por qué seguir siendo una especie de apéndice de él. De
la sala pasó al cuarto de baño, y la conversación de los hombres
se hizo cada vez más inaudible. Dora se observó detenidamente
al espejo y descubrió a la mujer joven que seguía siendo. Volvió
a su cama, descansó la cabeza sobre la almohada sin calmar la
inquietud que la poseía, y concluyó que sería a ella a quien le
correspondería enmendar las cosas. El marido estaba permanentemente a la caza de sus fantasías, incapaz de reconocer lo
que ocurría entre ellos. Fumaba pocas veces pero la intranquilidad la llevó a prender uno de los cigarrillos que él guardaba en
cualquier parte de la casa. Miró al hijo en su camita y percibió
un sobresalto muy especial al recordar que llevaba demasiado
tiempo sin menstruar. De la misma forma la sorprendió el primer embarazo y debió actuar con rapidez para evitar el segundo.
“A los 22 años se es demasiado joven y casi siempre lo mejor está
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por comenzar”, pensó, y al influjo de sus meditaciones y de un
entorno social donde las mujeres sobresalían como nunca antes
pudieron hacerlo, la muchacha puso la vista lejos, muy lejos y
también ella comenzó a soñar.
…
Siempre que Bencomo lo solicitaba a esa hora de la tarde, José
Antonio suponía que tendría que extender la jornada, así que
dejó a Dagoberto con la palabra en la boca en el taller de soldadura y salió hacia la pequeña oficina de mesa redonda. El domingo anterior había dedicado todo el tiempo a su hijo y a Dora, y
pretendía mantener lo más posible el ambiente de felicidad que,
según creyó, reverdecía en la familia.
–No toques. Entra, que te está esperando –dijo Zunilda.
–Usted dirá.
–Ortigosa.
–¿De nuevo? –preguntó haciéndose el ingenuo, aunque ya
Zunilda, extraoficialmente, le había comentado que tendría que
posponer una vez más las vacaciones sin precisarle por qué.
–De nuevo. La marina quiere que terminemos el estudio. Tú
sabes que les urge mantener esa bahía como alternativa de refugio, y no solo solicitaron que completemos el trabajo, pidieron que
tú volvieras a dirigir el grupo –Bencomo enfatizó sus últimas
palabras.
–Coño, Bencomo, ¿y mis vacaciones?
–Es verdad que tienes acumulados demasiados días de vacaciones, pero te propongo hacer esto: terminar la Ortigosa y después te coges unos días. –El café se había terminado y el jefe sirvió té frío en dos vasos. Por primera vez observaba en su auxiliar
cierta reticencia–. ¿Qué pasa, Jose? Aunque ellos no te hubieran
pedido yo te habría mandado.
José Antonio saboreó el té y no ocultó su orgullo por la solicitud, que en los términos planteados representaba un reconocimiento a su trabajo. –El problema es que estoy un poco complicado en casa. Mi mujer está como celosa, quiere que pase más
tiempo con ella, tiene que hacerlo todo sola en la casa.
–Es lógico. Ustedes son demasiado jóvenes y no cuentan con
retaguardia familiar. No obstante, esto hay que hacerlo, tú lo
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sabes, y mientras más rápido, mejor. –Bencomo puso el vaso
vacío sobre la mesa y se dedicó a limpiar con meticulosidad extrema los cristales de sus gafas, aunque en realidad su atención era
otra. –Mira, vete ahora, recoge a tu mujer y a tu hijo, llévatelos
por ahí, a pasear, a comer algo, y no hoy, pero mañana o pasado
le das la mala noticia y le dices que yo garantizo que, al regreso
de la Ortigosa, tendrás vacaciones, pase lo que pase.
José Antonio confirmó el aprecio de su jefe y el hecho de que
siempre, en las decisiones que de una manera u otra lo afectaban, llegaba más allá del compañerismo. –Bencomo, usted es
un genio. Gracias, ahora mismo llamo a Dorita –respondió, y de
la misma oficina se comunicó con la esposa para anunciar que
pasaría por ella.
Luego de despedirse, salió en busca del todoterreno y sin detenerse a limpiar el parabisas repleto de polvo se puso en marcha
hacia la Avenida de Boyeros, en la parte opuesta de la ciudad,
a donde llegó con tiempo suficiente para permanecer largo rato
sentado al volante, a la espera de que la esposa terminara su
trabajo. Sonriente y en compañía de una amiga tan joven como
ella, Dora llegó a su lado, le dio un beso y los tres continuaron el
camino. Dejaron a la amiga y cuando se quedaron solos, como
ocurría pocas veces desde el nacimiento de Abel, él siguió al pie
de la letra las recomendaciones del jefe. –¿Por qué no vamos esta
noche a un restaurante?
–¿Con el niño?
–Claro. Así estrena el trajecito verde –respondió él sonriente, poniendo proa hacia la guardería infantil a recoger al hijo.
El trayecto, que a ella le consumía hora y media en ómnibus, lo
hicieron en 20 minutos, y cuando Abel los vio juntos se esmeró
en mostrar lo que sentía. El resto de la tarde pasó entre preparativos: ella seleccionando la combinación de vestido, zapatos
y cartera que más le gustaba a él, luego de escoger la ropa de
Abelito, y José Antonio afeitándose, entusiasmado con la idea
de conocer el restaurante La Roca.
Los restaurantes de La Habana habían pasado a manos del
Estado y el buen trato y la eficiencia desaparecieron. Muchos
administradores, seleccionados por su militancia política,
jamás imaginaron que desempeñarían tales responsabilidades
y casi siempre descansaban o se apoyaban en gastronómicos de
148
mayor experiencia, que igualmente se consideraban los nuevos
dueños de cada negocio, aunque en realidad no lo fueran. Pero
La Roca mantenía cierto prestigio, pese a que no podía evitar
las extensas filas de clientes a sus puertas, otro distintivo de la
nueva época, que se reeditaba en todos los restaurantes y cafeterías de la Isla. El pleno empleo era un hecho, una conquista, el
poder adquisitivo aumentaba, pero en la misma forma crecían
la escasez y la ineficiencia en los servicios, hasta generar las
extensas “colas” de consumidores inquietos. Dora, Jose Antonio
y Abelito pasaron hora y media a la espera de su turno y cuando se sentaron a la mesa, el niño parecía sacado del parque del
barrio. El trajecito verde parecía una caricatura si se le comparaba con la elegancia que le había incorporado al niño cuando
salieron de Santos Suárez, pero el acontecimiento de estar juntos, de ser jóvenes y de disfrutar de aquel salón bien decorado,
arrullados por la magia que Frank Emilio creaba con su piano,
hizo la velada inolvidable. Pidieron los únicos platos fuertes que
quedaban: carne con papa y picadillo a la habanera. Los tres
tomaron cremas de entrante y a la hora del postre el sueño cautivó a Abelito para complicarlo todo un poco más, aunque nunca
lo suficiente como para impedir que el amor pareciera rebrotar
entre sus padres.
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VIII
El necio
(Primer tiempo)
Para no hacer de mi ícono pedazos,
para salvarme entre únicos e impares,
para cederme lugar en su Parnaso,
para darme un rinconcito en sus altares
me vienen a convidar a arrepentirme,
me vienen a convidar a que no pierda,
me vienen a convidar a indefinirme,
me vienen a convidar a tanta mierda.
Yo no sé lo que es el destino:
caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
yo me muero como viví.
Toca la guitarra. Echa sus reflexiones a la cara de cualquiera.
Es Silvio Rodríguez. Y Silvia y yo nos agarramos de las manos,
enaltecidos como la primera vez que lo escuchamos cantar “El
necio”. Ahí está el mismo poeta escuálido y prolífero, al que
algunos tildaron de contrarrevolucionario y otros apostaron por
que terminaría sus días en Miami, cuando no mostró interés por
ingresar al gobernante Partido Comunista. Nadie le ha pedido
que diga lo que siente, cuando abundan quienes tratan de reconciliarse con un futuro que presumen llegará del norte.
Yo quiero seguir jugando a lo perdido,
yo quiero ser a la zurda más que diestro,
yo quiero hacer un congreso del Unido,
yo quiero rezar a fondo un hijonuestro.
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Dirán que pasó de moda la locura,
dirán que la gente es mala y no merece,
mas yo partiré soñando travesuras
(acaso multiplicar panes y peces).
Yo no sé lo que es el destino:
caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
yo me muero como viví.
Prosigue su canto. Desgrana el poema con los ojos casi cerrados
y la televisión transmite desde el distante Teatro Heredia, en
Santiago de Cuba, adonde lo invitaron y acudió sin imaginar
que seguiría trascendiendo al tiempo. Silvia lo recuerda políticamente excomulgado, improvisando en la Biblioteca Nacional José Martí. Yo lo admiro desde que le cantó a la Era que
paría un corazón, a los pescadores del Playa Girón, con los que
compartió durante un viaje definitorio, y a los que desafiaron
las cañas en el Columna Juvenil del Centenario, cuando el sol
parte hasta el alma.
Dicen que me arrastrarán por sobre rocas
cuando la Revolución se venga abajo,
que machacarán mis manos y mi boca,
que me arrancarán los ojos y el badajo.
La televisión emite en vivo. El artista canta como invitado de
último momento, sin que figurara en el programa concebido
desde mucho tiempo antes, y las cámaras hacen un paneo desde sus manos huesudas que tocan la guitarra hasta el rostro de
Fidel.
Será que la necedad nació conmigo,
la necedad de lo que hoy resulta necio:
la necedad de asumir al enemigo,
la necedad de vivir sin tener precio.
Yo no sé lo que es el destino:
caminando fui lo que fui.
151
Allá Dios, que será divino:
yo me muero como viví.
Yo me muero como viví.
Termina la tonada y todos los asistentes al IV Congreso de los
comunistas cubanos, de pie, aplauden en estruendo. El cónclave
está a punto de finalizar en medio de esta crisis pavorosa. Es
1991 y los líderes del país insisten en mantener el mismo rumbo
seguido hasta hoy con algunos matices: buscar inversión extranjera para despegar en el turismo internacional, autorizar cierta
actividad privada en los servicios hasta ahora públicos, aceptar
en el Partido a los creyentes, recomendar que el voto directo y
secreto en las elecciones llegue por primera vez a influir en la
composición del parlamento unicameral. El Congreso, dicen los
medios locales, vuelve a rechazar la reimplantación de mercados
agropecuarios en los que rijan la oferta y la demanda, y aún no
alcanza a despejar el camino para reformar la economía. Hay
quienes afirman que el “modelo político y social desarrollado por
la Revolución en 1959 se ha agotado y es hora de un replanteo a
fondo”, pero Fidel no piensa así.
Yo no sé lo que es el destino: / caminando fui lo que fui. /
Allá Dios, que será divino: / yo me muero como viví, resume
el estribillo y nosotros seguimos sin soltarnos las manos aunque el Congreso diga poco. Nos mantenemos sentados uno al
lado del otro en la saleta, mientras Ariel pregunta qué significa lo que ha cantado Silvio, y la suegra permanece un poco
más allá, en el semicírculo que formamos siempre en torno al
televisor.
El desenlace
(Segundo tiempo)
Se desplazaba soportando en un hombro el peso de la derrota y en el otro un miedo escalofriante a la muerte. Durante
algún tiempo había sido el capitán Cuesta, un hombre severo,
de experiencia militar, que en las sesiones de entrenamiento
inspiró respeto y luego del desembarco por Bahía de Cochinos
logró que muchos de sus subordinados le temieran. Había sido
uno de los capitanes de la Brigada 2506 y ahora era nuevamen152
te un perseguido que descansaba de día y caminaba de noche
rumbo a la meridional ciudad de Cienfuegos, con la esperanza
de que allí un viejo conocido le tendiera la mano. En las caminatas demoledoras evadía a los humanos y los ladridos de los
perros, aplacaba la sed en los arroyos, atenuaba el hambre con
frutas silvestres que encontraba en ocasiones, no pensaba en
otra cosa que en llegar a la ciudad y por momentos suponía que
lo lograría. La invasión había sido convertida en capitulación
después de tres días de combates, y él llevaba casi ese mismo
tiempo caminando y ocultándose, resistiéndose a la pesadilla
de una detención. Cuando el sol calentaba buscaba los lugares
intrincados para dormir, pero entonces el pesimismo se apoderaba de él, de sus sueños, de su respiración, de la circulación
arterial, y volvía a ser lo que siempre fue, un habanero con cara
de niño bueno y ganas de vida fácil a quien, un día, cuando el
gobierno de Batista comenzó a matar por las calles, le dio por
ser revolucionario y en la primera golpiza que le propinaron en
respuesta a una manifestación callejera delató primero a todos
sus amigos, se transformó en policía después y llegó a ostentar
los grados de sargento en una estación donde él, Tubal Cuesta,
se hizo cargo siempre del sucio y salvaje trabajo de las torturas.
Desde aquella época sus antiguos compañeros de Revolución lo
condenaron a muerte y por eso huía, aunque vistiera el traje
azul de la policía con las barras de sargento o lo consideraran
capitán sus nuevos jefes y sus colegas de desembarco, ahora
muertos o prisioneros.
Pero Tubal no fue el único obligado a huir de la ciénaga. Lo
hicieron casi todos cuando se sintieron traicionados, indefensos
y vencidos. El instinto se impuso y hasta Chucho, quien desembarcó convencido de que triunfaría, cambió su uniforme por la
ropa de un campesino prisionero e intentó ponerse a salvo. Era
muy difícil sortear los pantanos, las costas llenas de milicianos
y soldados que avanzaban en una y otra dirección. Cuando se
escuchó el último disparo nadie descansó en los lugares de combate y los que lograron abandonarlo todo con la pretensión de
salvarse, pronto resultaron capturados.
Los que fueron guerrilleros en las sierras estaban habituados
a las rendiciones enemigas y actuaban sin la emoción de la primera vez cuando los contrarios levantaban los brazos, algunos
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justificando su conducta sin que nadie les hubiera preguntado y
otros serenos, aunque todos irremediablemente abatidos.
–¡Dale hijoeputa, camina, coño, camina, que lo que debíamos
hacer es matarlos a todo, coño! –gritaba un miliciano de mediana estatura, mientras, a empujones, trataba de hacer andar a
paso rápido a uno de los vencidos. El hombre de pelo negro mantenía las manos en alto, arrastraba un pie y tenía el uniforme
militar de campaña despedazado–. ¡Camina, maricón, camina!
–insistía el miliciano a gritos.
–Oiga, compañero, ¿qué es eso? ¿No se da cuenta de que ese
hombre está herido? –El que hablaba era un veterano de la tropa
de Ameijeiras, probablemente la que más bajas tuvo en el combate por ser de los primeros destacamentos en llegar a la zona de
pelea. Ameijeiras y sus hombres habían combatido casi a pecho
descubierto–. ¡Quítese de ahí!
–Eh, compañero, qué pasa, si estos son unos mercenarios de
mierda, unos vendidos que no creen en nadie.
–Mire, miliciano, salga de aquí –replicó el veterano y llamó
a uno de sus hombres para que continuara la marcha con el
detenido.
Juan Chong se sintió frustrado, humillado, confundido. Llegó a la playa con una agrupación mixta de infantería luego de
que sus “cuatrobocas” quedaron inservibles por el disparo de
un blindado enemigo y dos de sus compañeros, incluido el amunicionador, debieron ser evacuados con heridas graves. El resto de la dotación, incluido Guillermo, había sido reubicado en
una formación de infantería. Ahora el artillero estaba en las
arenas, y nadie más, ni sus nuevos compañeros, le dirigieron
la palabra después que habló el soldado experto. Cada quien
seguía en lo suyo. Recogían armas en cantidades considerables
y de todos los calibres. Rastreaban, reacomodaban las posiciones para defender el lugar en caso de un nuevo ataque, contaban sus historias personales y hacían chistes imaginados en
los mangles, en la vigilia de un asalto y hasta sugeridos por la
muerte que rondaba todavía.
–Es que fallaste, Chino –comentó el jefe de la escuadra, acercándosele mientras trasladaba, medio encorvado, una caja de
proyectiles–. Fallaste, compadre. Esos son hombres igual que
nosotros, aunque sean mercenarios.
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Y no hizo falta más porque el Chino, iracundo por naturaleza
a los 18 años de edad, sintió que se había denigrado.
En las arenas de Girón el ajetreo se multiplicaba. Nadie sabía
si al final la flota de guerra norteamericana abandonaría su
regodeo pasivo o si habría otro desembarco, otro bombardeo, pero
cada cual festejaba la victoria a su manera, pese a las incertidumbres. Allí se decidía el futuro de la nación y allí estaba también Fidel Castro, subido en un tanque que avanzaba.
–¿Viste, Chino, viste quién está ahí? –una voz inconfundible
llamó su atención.
–Coño, Guille, mi hermanito, yo te hacía en La Habana.
–Sí, claro, en La Habana, perdiéndome lo mejor de la fiesta. No comas mierda, compadre –replicó Guillermo al tiempo
que se fundía en un abrazo con el amigo–. ¿Te fijaste?, ahí va
Fidel.
–Sí, mi socio, ¡qué cojones tiene el blanco ese! Aquí hay Revolución pa’ rato, Guille.
En la zona occidental de Cuba, lejos de la ciénaga, el comandante Ernesto Che Guevara todavía mantenía las tropas bajo su
mando en disposición combativa. Igual ocurría en Oriente, con
Raúl Castro, mientras en el Centro donde Juan Almeida dirigía
la defensa. Y, precisamente, hacia el sur de la zona central del
país Tubal Cuesta proseguía su marcha sin ser detectado.
Se hallaba cerca de Cienfuegos. Había dejado atrás lo peor.
Con la salida del sol volvió a la rutina del refugio ocasional y
se acostó inmovilizado por el sueño y el cansancio entre decenas de arbustos espinosos crecidos curiosamente en torno a un
árbol joven que ofrecía una sombra suficiente. Estaba famélico.
Aparentaba ser más alto de lo que realmente era. Tenía revuelto
el pelo castaño, la cara se mantenía lampiña y los pies estaban
llagados. Se recostó como pudo y cayó en un sueño que devino
sortilegio. Volvió a la niñez, con el padre panadero y la madre
costurera; a la primera comunión en aquella iglesia que lo asustaba; a la primera puta que lo lamió de arriba abajo, con sus
tetas negras, de pezones grandes y ombligo deforme; a la novia
que quiso poseer y nunca pudo; al mariconcito del barrio, a quien
pateó una tarde para divertirse; a Roberto, su amigo de la infancia, quien lo invitó a la Revolución y después amaneció despedazado en la calle cuando él lo traicionó; y fue entonces que se
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movió sobresaltado entre los arbustos espinosos, entreabrió los
ojos, y giró el cuerpo en busca de otra posición como para espantar el recuento. Pero la conjura continuó: se vio escondido en
La Habana después del triunfo de los revolucionarios, hizo una
mueca risueña al sentir el bamboleo de La Margarita en la fuga
nocturna por las aguas inquietas del Estrecho de la Florida con
su concubina, el piloto de la barba rala y los demás, y de pronto se presentó ante él, en colores negro y gris, la sala de torturas donde hizo historia y la muchacha de los ojos verdes a quien
violó primero y desgarró después, y se vio empujándola desnuda
y magullada por el pasillo estrecho repleto de hombres presos
que por pudor bajaron la mirada hasta que uno, más osado que
los otros, le dio vivas a la Revolución y él se enfureció. Volvió a
moverse sobresaltado y divisó entonces dos fantasmas gigantes
y deformes, como son los fantasmas en los sueños, con enormes
hachas en las manos, y gritó para despertarse definitivamente
en un rugido desgarrador. Abrió los ojos de una vez por todas y
fue así como comprendió que el hechizo había terminado por convertirse en milicianos que apuntaban los fusiles a su frente sudorosa. Meses después, Tubal Cuesta perdió la memoria y hasta el
habla en un juicio público y sumario. Dos semanas más tarde,
sin poder contener la orina cuando fue amarrado a un tronco tan
duro como el hierro, terminaron sus penas, fusilado.
…
Panchito Meneses buscó en el matutino la única noticia que
hubiera deseado desconocer: “La Brigada 2506 resiste dispersa
en el bosque... los comunistas rematan heridos y brindan por la
victoria”. Terminó la lectura y dejó caer sobre sus piernas el voluminoso periódico al que pocas veces acudía, porque en el país de
la electrónica él prefería la noticia-espectáculo de los resúmenes
televisivos, los cuales no tenían imágenes sobre la invasión y
repetían despachos cablegráficos fechados en Ciudad de México.
El único corresponsal de la prensa norteamericana que quedaba
en La Habana antes del ataque estaba detenido bajo sospechas
de ser agente de la CIA.
Como siempre, Meneses vestía impecable, con una combinación de camisa y pantalón de hilo blanco, zapatillas azul cielo
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con suela de goma, discretamente engominados los pelos lacios
y escasos e inmaculados los cristales de los espejuelos graduados para leer. Su esposa y las dos niñas estaban en la playa, y
finalizada la lectura llegó a la conclusión de que tendría que
permanecer en Palm Beach más tiempo del previsto. Por asociación de ideas y porque se aburría al hacer el amor con su
mujer, pensó en Sonia, la mulata que lo enloquecía desnuda y
vestida, sobria o ebria, la mejor bailarina de La Habana que
seguía en esa ciudad, en el Cabaret Nacional, y sintió deseos
de llamarla, de decirle que sacara pasaje y viajara a la Florida, pero se contuvo. Antes debía precisar lo que en realidad
había ocurrido en Girón. La parca objetividad de la prensa norteamericana en este caso le sabía a paja. Abandonó el asiento acolchonado, dio algunos pasos hacia el teléfono y se detuvo
al verse reflejado en el espejo grande de la casa alquilada. Se
miró de medio cuerpo. Consideró que en Estados Unidos podría
hacerse un buen injerto de cabellos y sonrió al pensar cómo
Sonia jugueteaba con “la cabecita de Panchín”, como le gustaba decir melosa siempre que los dos se deleitaban. En Palm
Beach, Panchito seguía siendo un sabrosón, un hombre-corcho
de La Habana convencido de que si se demoraba en regresar a
Cuba debía pasarlo lo mejor posible en la Florida. Finalmente,
marcó el número del prominente doctor De la Torre, el único
que podía darle las precisiones que buscaba, y cuando lo tuvo
al habla hizo uso de la prosopopeya a la que le gustaba acudir
siempre que conversaba con su amigo.
–Mi querido doctor Miguel Ángel de la Torre y Cuesta,
¿cómo está usted en esta mañana singular que solo los verdaderos criollos somos capaces de descifrar?
–Vaya, lo único que me faltaba. –De la Torre no parecía de
buen humor.
–Hombre, eminentísimo doctor, por su ánimo temo que todo
lo que acabo de leer en el periódico es cierto.
–Claro que es cierto, es irremediablemente cierto, tenía que
ser cierto porque Kennedy es un singao-por-culo y todos los
demócratas son iguales: liberales, maricones, pendejos, vendidos, traidores. ¡Sí, traidores, traidores de mierda!
–Doctor, ¿pero es tan tremebundo el panorama? –Meneses
había cambiado el tono de su conversación.
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–Coño, si allá no queda nadie con cabeza. Fidel se los metió a
todos en un bolsillo y ahora ningún míster aparece y nadie en la
CIA quiere cargar con los muertos.
–¿Entonces?
–Nos volvieron a dar los comunistas, Panchito, nos volvieron
a dar los cabrones. Llámame más tarde, o mejor mañana. Todavía quiero ver a algunas personas y hay que sacar cuenta de lo
que nos ha costado esto y sobre todo tenemos que pensar muy
bien qué haremos a partir de ahora.
El exilio estaba con los pelos de punta y aunque la agudeza
de la prensa norteamericana no alcanzaba a penetrar la intríngulis de la derrota, porque esta tocaba a la CIA, al Pentágono,
al Departamento de Estado y a la Casa Blanca, cubanos como
el doctor De la Torre, consultor de los principales centrales azucareros confiscados por la Revolución, conocían perfectamente
cómo y por qué había fallado la invasión.
Miami y sus alrededores eran todavía lugares paradisíacos
de septuagenarios norteamericanos que en el ocaso de sus vidas
iban en busca del sol y de los mares agradables, pero a partir
de los acontecimientos en Bahía de Cochinos todo en la Florida cambiaría. El presidente Kennedy y sus asesores llegaron a
un acuerdo con el gobierno de La Habana en virtud del cual la
mayor parte de los invasores, encarcelados como presos de guerra, regresó a Estados Unidos luego de un canje por medicinas y
alimentos. El presidente norteamericano admitió su responsabilidad en la derrota, recibió de los vencidos una bandera cubana
que, supuestamente, los había acompañado en los combates, y
en tono solemne prometió que esa misma insignia sería devuelta a los anticastristas en una “Havana libre”. No obstante, los
duros del exilio cubano nunca dejaron de hablar de traición y,
en silencio, condenaron a muerte al mandatario. En Playa Larga y Playa Girón murieron 296 cubanos de ambas partes y 300
fueron heridos. Pero el efecto principal de los acontecimientos
se registró en Cuba. En las capas alta y media de la sociedad
la derrota generó un desconcierto mayúsculo que en muy poco
tiempo desencadenó la diáspora, enfrentó a padres con hijos, a
hermanas con hermanos, y a amigos de la infancia, mientras
que el resto de los cubanos se sintió ungido por la inmortalidad.
Las contradicciones entre los dos bandos en que estaba fraccio158
nada la nación se hicieron irreconciliables hasta donde alcanzaba la vista.
...
Los Ballester se habían reunido en familia: padres, hijos, cuñadas y cuñados asistían a un intercambio de opiniones impuesto
por la vida, en el que no contaban las generaciones más jóvenes,
las cuales deberían aceptar lo que los mayores decidieran. Una
vez más, y en el peor de los momentos, los dos emigrantes gallegos que fueron forja y ahora sobrepasaban los 60 años de edad,
se encontraban ante la alternativa de otro éxodo o la aceptación
de los cambios que ocurrían en el país y amenazaban el modo de
vida a que ellos aspiraban. Se habían casado en la Isla de sus
ilusiones juveniles y nunca más pudieron regresar a los predios
de sus respectivas aldeas gallegas desde que en los años 30 del
siglo xx, haciendo del sacrificio y la constancia una segunda religión, se abrieron espacio en La Habana.
–Me han ofrecido trabajo en Nueva York y pienso viajar para
radicarme allí. –La voz cantante la llevaba Juani, el abogado,
quien como el resto de los reunidos en la amplia sala acababa de
disfrutar de una cena espléndida.
–¿No hay posibilidad de que esto se arregle? –preguntó la
madre, porque el padre, tocado muy de cerca por la muerte a
causa de un mal que le trituraba la garganta, se mantenía más
silencioso de lo habitual.
–Mamá, no hay otra solución. Dios ha querido que yo sea el
primero y me encargaré de abrir el camino para que todos salgamos de este infierno donde pronto no habrá ni qué comer.
A la reunión familiar solo faltó Benny, el mayor de los hijos,
pero Rosa, Blanca, Manolo y Baby estaban allí con sus familias y
compartían plenamente la decisión del abogado. Hacía falta, quizás, una buena dosis de locura, de desprendimiento o de cansancio para que los Ballester asumieran de otra forma lo que ocurría
en la nación. Ninguno de ellos había estado vinculado a la política
de ataño y menos a la actual, pero a partir del encuentro familiar
en la casa de la calle Goicuría, todos terminarían por ir al exilio.
José Antonio se cansó de mortificar a Tery, la más cercana
de las primas, y salió a la calle. No imaginaba de lo que habla159
ban sus padres, sus tíos y sus abuelos, y aunque tampoco le
quedaban muchas casas que visitar en el barrio, anduvo una
vez más sin rumbo fijo. Tico, Taco y Róger habían emigrado un
año antes, Betty y los suyos lo hicieron antes del desembarco,
el Guille no había regresado de la ciénaga, Vivian seguía en
las montañas, Elena Muñoz no recibía visitas, y Alberto Oñate
permanecía detenido. Llegó al parque Juan Delgado, rebosante
de humedad, prendió otro cigarrillo y dirigió su vista hacia la
casa enrejada, ahora sin custodia policial. Vaciló. ¿Debía ir a la
casona? Nunca había hablado con los padres de su amigo, pero
supuso que debía hacerlo, de modo que apagó el cigarro, se pasó
la mano por los cabellos abundantes y se encaminó hacia la
puerta principal.
Lucía, la empleada de servicios, lo reconoció tan pronto se
acercó a la puerta. –¿Ah, cómo estás? ¿Vienes a interesarte por
Albertico? Pasa, pasa, yo le aviso a la señora –dijo y lo condujo
por el pasillo del jardín con un caminar coqueto en el que él no
reparó. Lo acomodó en el saloncito-recibidor de la residencia y
poco después reapareció acompañando a una mujer de 40 años
de edad y de ademanes firmes.
–Tú eres Ballester, ¿verdad?
–Sí, señora, disculpe que la moleste pero quería conocer si
sabe algo de Albertico –respondió, impactado por los ojos negros
y grandes de la madre de su amigo, quien lucía un vestido bien
entallado de color verde claro.
–Siéntate, Ballester –dijo ella y ocupó otro de los asientos del
recibidor, frente al muchacho–. A Albertico lo pasarán para La
Cabaña. Investigan una supuesta participación de él en el incendio que destruyó nuestra tienda y dicen que lo presentarán a juicio. En estos momentos el abogado de la casa está aquí y todos
coincidimos en que tendrá que salir libre, si es que estos miserables no se burlan de la justicia como hacen siempre.
–¿Se puede visitar a Albertico, señora?
–No, hijo, nada de eso. Si lo pasan para La Cabaña, como
dicen, quizás podamos visitarlo, pero por el momento lo tienen
incomunicado. Y ahora tú me vas a disculpar, pero quiero volver
al otro salón con el abogado. ¿Comprendes, no?
–Por supuesto, señora, gracias, y por favor, si llegaran a trasladarlo y tuviera visita a mí me gustaría saludarlo.
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–Gracias, hijo, gracias. Son muy pocos los amigos que han
venido por aquí a interesarse por él. Gracias, y llámame cuando
quieras.
Se despidieron de palabra en el mismo vestíbulo y Lucía,
sonriente, lo invitó a acompañarla hasta el portón de la calle.
–Si quieres vuelve por aquí la semana que viene y yo te digo
si lo trasladaron o no, para no molestar a la señora –comentó
ella afectuosa y entonces José Antonio observó de otra manera
a la muchacha, que tenía su misma estatura y parecía tan joven
como él, aunque en realidad se aproximaba a los 19 años–. Digo,
si quieres, si no puedes llamar a la señora por teléfono.
Llegaron a la puerta enrejada. Ella le dio la mano sin que
tuviera que hacerlo y él le respondió. –Gracias, Lucía, claro que
volveré para que me cuentes. Tú sabes que Albertico es mi amigo y me gustaría verlo ahora que está –iba a decir jodido, pero le
pareció de mal gusto– bueno, ahora que está preso.
–Trata siempre de venir a esta hora, que es cuando tengo más
tiempo. ¿Bien?
–Está bien. Hasta pronto.
Lucía, sin que él lo esperara, había puesto un toque de alegría
a la visita y había añadido con su invitación cierto encanto al
desasosiego de no encontrar un lugar en la diversidad de caminos que se abrían ante él, mientras en la residencia de la calle
Goicuría, Tery, Silvita, Avelinita, Bolita, Cuso, Juanito, Paquito
y los demás continuaban retozando indiferentes al sentir de los
adultos, quienes todavía hablaban con nostalgia del pasado, y
pronosticaban un porvenir desconocido.
…
El ruido metálico llegó desde la cerradura y Amanda tuvo la
seguridad de que Braulio regresaba. Se puso de pie y cuando
constató que su esposo entraba a la sala diminuta, uniformado
y pestilente, se abalanzó sobre él. –Regresaste, amor, qué falta me hacías –dijo emocionada, mientras abrazaba al hombre
que la acompañaba después de 20 años, el soldado-milicianocamionero que volvía de las trincheras del oeste de La Habana,
donde estuvo en guardia, como otros cientos a la espera de lo
que pudiera ocurrir. Le besaba con ternura el rostro mal afeita161
do y él, tras despojarse de la mochila y el fusil, la apretó cuanto
pudo–. Siéntate y cuéntame, o mejor espera, espera un segundo
mientras cuelo café.
Braulio, despacio, se quitó los botas, las medias, se abrió la
camisa, estiró las piernas y le pareció que la pequeña sala era el
más entrañable aposento al que pudiera aspirar mortal alguno.
En la época anterior de Batista nunca encontró valor para enfrentar lo que ocurría y ahora estaba orgulloso de él y de su familia.
En las trincheras había sentido el temor de no volver con Amanda
y Vivian, pero fue mayor la dicha de encontrarse entre los ganadores y, ahora, de regreso, se sentía pleno. –¿Se ha sabido algo de
Vivi? –alzó la voz para que ella lo escuchara desde la cocina.
–Está bien, según me comentó por teléfono una compañera
que llegó ayer. Dice que ella no pudo escribir porque le falta tiempo, pero que está bien. Que por las lomas no ha pasado nada, que
todo está tranquilo.
–¿Y a ti cómo te ha ido? –volvió a alzar la voz–. ¿Ha habido
muchos líos por aquí?
–¡Qué va, muchacho!, esto ha estado bajo control –comentó
Amanda sentándose junto a él–. Nos organizamos en los comités, hacíamos guardia de noche y de madrugada. Se llevaron
preso al polaco, pero ya lo soltaron, y no se escuchó ni el zumbido
de las moscas, todo tranquilo... Espera, que ya está el café y lo
traigo ahora mismo.
Una escena similar se repetía a la misma hora en muchas
partes del país. Miles de hombres puestos sobre las armas regresaban a los hogares y a los trabajos habituales, a fin de reanimar
una economía paralizada. Los que no integraron los batallones
de milicias debieron reemplazar a los movilizados, pero eso solo
fue en teoría. Nadie en Cuba, de uno u otro bando, había dejado
de seguir los acontecimientos por la prensa, la radio o la televisión, aunque el único foco de guerra estuviera en la Ciénaga
de Zapata. Nadie atinó a hacer otra cosa como no fuera pronosticar, especular y relatar a su manera cada parte de guerra o
fantasear con lo que decía algún “amigo íntimo”, casi siempre
imaginario y “acabadito” de llegar de los combates. Y después de
la victoria los de a pie festejaban por ellos mismos, por sentirse
parte de lo que ocurría, por las medicinas a costo rebajado, por
las tierras repartidas, por las casas por las que ahora no paga162
ban alquiler y pasarían a ser propias y por la esperanza de que
sus hijos llegarían a ser lo que ellos nunca fueron.
–Braulio, ¿y ahora qué?
–¿Cómo que qué? Ahora me baño, nos vestimos y nos vamos
a cualquier restaurante, después al Malecón y te vuelvo a enamorar.
Ortigosa
(Tercer tiempo)
José Antonio permanecía insomne, a pesar del cansancio acumulado. La última discusión con Dora, que llegó inevitable después
de la cena en el restaurante La Roca, había sido violenta y se
sentía incómodo consigo mismo. No entendía las aspiraciones y
las necesidades de su esposa, ni por qué se empeñaba en limitar
su entrega, cuando él estimaba que había mucho por hacer. Ella
se rebelaba indiferente a sus sueños y él no encontraba la forma
de dedicar mayor tiempo a la familia. Se consideraba útil en un
trabajo que era todo movimiento y aventura. Estaba a gusto así,
sin esperar nada a cambio. Era su decisión, para bien o para
mal, y también la sustancia misma de sus justificaciones en cada
discusión amarga con la madre de su hijo. Se querían, habían
pasado juntos momentos difíciles y ahora que nadie interfería en
la pareja pensaba que terminaría por convencer a su esposa. Y
así, meditando inquieto en su catre, se quedó dormido hasta que
le tiraron del hombro.
–José Antonio, José Antonio. –Con voz muy baja pero persistente, Pancho Venereo estaba a su lado reclamándole atención.
–Coño, Pancho, ¿qué pasa?
–Oiga, vístase, coja la pistola y venga conmigo, pero rápido–.
Pancho usaba un uniforme verde olivo tan viejo como él y su rostro surcado por el tiempo y el salitre no reflejaba la ansiedad de
sus palabras.
José Antonio se había acostado con el pantalón de mezclilla,
sin botas ni medias, y con la camiseta blanca que lo acompañaba
siempre después de tomar el baño. –¿Qué pasa viejo?
–Vi un movimiento raro en la playa, y la garita del guardafrontera ha estado vacía toda la madrugada –comentó Venereo,
mientras el joven terminaba de vestirse, se echaba agua en la
163
cara y colocaba en el lugar indicado el cinto en el cual llevaba
una pistola Star calibre 0.45 y cuatro cargadores en sus fundas
respectivas de cuero negro–. Yo regresaba de pescar y me pareció ver unas sombras avanzando por la playa –siguió con su relato el pescador.
–Ya estoy. ¿Despierto a los demás?
–No. Esos compañeros suyos son unos muertos y todos están
desarmados. Dele, sígame y no hable.
Los dos salieron de la casona colonial derruida en la que
vivían Pancho, Casilda y el perro negro, que ladraba muy contadas veces y los acompañó exactamente hasta el inicio del monte,
donde se internaron por veredas angostas solo visibles para la
experiencia del hombre de mediana estatura, delgado y hablador empedernido a quien todo el mundo en la zona conocía como
“el jefe de la Ortigosa”. Pancho cargaba un fusil semiautomático
y caminaba tan callado y tan rápido que en dos oportunidades
José Antonio debió quedarse parado en medio de la vegetación
tupida a la espera de que el viejo regresara por él y muy bajito le
indicara: “Coño, Jose. ¡Muévase, carajo!”.
Llegar a la costa fue cuestión de poco tiempo y al hacerlo José
Antonio supuso que la alarma era otra de las fantasías del hombre, pero al comprobar que la caseta del guardafrontera estaba
realmente vacía sintió que el ambiente se congestionaba, como
si una sensación tan etérea como la que lo embargaba pudiera
medirse. Venereo no hablaba. Observaba la arena, las piedras
y caminaba aparentemente ensimismado en dirección al oeste.
Parecía un can adiestrado en persecuciones.
–¿Puedo fumar? –preguntó el joven al recostarse a una enorme piedra agrietada por el trabajo constante del mar y de los
vientos. Aquel paraje bello y salvaje de día, no le decía absolutamente nada de madrugada.
–No, no –respondió el pequeño hombre sin prestar mucha
atención a lo que decía, y José Antonio comprendió que la ansiedad aumentaba en las cortas palabras del amigo–. ¡Lo sabía,
carajo, lo sabía! Mire, mire aquí –dijo Pancho excitado mientras
le mostraba muchas pisadas que se internaban en la cercana
vegetación. Estaban en una zona de arena y piedras. A las espaldas les quedaba el mar negro y sereno, a la izquierda la entrada
a la Ortigosa, a la derecha el faro distante que solo podía divi164
sarse desde el agua, y frente a ellos una franja de monte costero repleto de mangles y uvas caletas, con sus raíces clavadas en
decenas de canales más grandes y más pequeños, por los cuales
el mar se movía a su antojo.
Por instinto, José Antonio quitó la tira de piel con la cual la
Star se mantenía siempre en su funda, sin peligro de caer. –Oye,
Pancho, se ven muchas pisadas. ¿No crees que deberíamos avisar a los guardafronteras?
–Espere, espere un momento –volvió a replicar el viejo, absorto en sus observaciones y caminando con los pies metidos en el
agua por uno de los canales, entre la vegetación exuberante. Se
había cruzado el fusil por delante del pecho, mantenía la linterna apagada pese a que la madrugada permanecía cerrada, y José
Antonio lo siguió tenso y silencioso, con la mano derecha puesta
en el mango de la pistola e imaginando que muchísimas miradas los seguían–. ¡Lo sabía, carajo, lo sabía! –volvió a decir el
hombre de la cara curtida y él se percató de que, desinflada bajo
el agua y amarrada a las raíces de las plantas acuáticas, permanecía oculta una embarcación. No había duda alguna, estaban
a la caza de una infiltración. Alcanzaron tierra firme y Venereo se agachó e indicó al joven que lo hiciera también–. Se están
moviendo por toda la línea de la costa. Deben ser tres y tenemos que acercarnos un poco más para ver si los asustamos. Si
salimos de aquí a avisar perdemos demasiado tiempo. –El viejo
manipuló el fusil y lo agarró con las dos manos. José Antonio lo
siguió con la Star desenfundada y presta a disparar. Caminaron
otros 300 metros entre montes y canales, siempre paralelo a la
costa, haciendo el menor ruido posible y sudando copiosamente
pese al frescor de la madrugada. De pronto, una ráfaga corta de
plomo centelló con su sonido mortífero, cortando ramas y bejucos, sacando chispas de las piedras, multiplicando la tensión que
los rodeaba, y ambos hombres se lanzaron al suelo. Venereo cayó
en posición de tiro sobre tierra firme y José Antonio se incrustó, hasta quedar paralizado por el susto, entre una roca y las
raíces que se hundían en el agua turbia, al tiempo que decenas
de cangrejos de todos los colores y tamaños huían en desbandada por la inoportuna intromisión humana. A la ráfaga siguió un
silencio que pareció eterno. El viejo se mantuvo expectante con
el fusil listo y el joven se dejó caer hacia la izquierda para quedar
165
totalmente protegido por la roca. De la cintura a los pies todo lo
cubría el agua salada. A metro y medio de distancia distinguió a
Pancho, que lo observaba en la penumbra como para comprobar
que nada le había ocurrido. Todo era tensión. Ni ellos respondían
al fuego ni los otros repetían las descargas, y así permanecieron
varios minutos que al joven le parecieron horas hasta que en la
distancia se escuchó perfectamente el crujido de las plantas y el
chasquido provocado por un avance precipitado, y fue entonces
que Venereo puso una rodilla en tierra y comenzó a disparar sin
misericordia, estimulando a José Antonio a hacer lo mismo.
–¡Tiren, compañeros, tiren y cierren el cerco! –gritaba el viejo
como si comandara un ejército, en tanto sustituía un cargador por
otro y José Antonio, entusiasmado, se corrió hacia la derecha de
la roca, porque hasta ese momento no veía hacia dónde disparaba, y asumiendo la posición que creyó más indicada, ya también
en tierra firme, terminó con el primer peine de balas y montó el
segundo. Venereo se levantó convencido de que no había peligro a
la vista y corrió hasta volverse a tender a unos 100 metros, limitando la posibilidad de tiro al más joven. No hubo respuesta de los
infiltrados, que huían, y cuando José Antonio alcanzó a Pancho,
este fue categórico–. Ahora sí se jodieron, con el tiroteo dimos la
alarma. Nosotros tranquilos. Usted me sigue a dos o tres metros
y hace lo mismo que yo haga: si me paro, usted se para, si tiro,
fíjese bien pa’ donde lo hace, no me vaya a dar un plomazo. –El
pescador no esperó respuesta y prosiguió el avance, cauteloso, en
tanto el joven cumplía exactamente las instrucciones con todos
los sentidos dilatados y mojado de los pies a la cintura.
La suerte, tan necesaria en momentos decisivos para salvar
la vida, estaba de su lado. De los enemigos, solo tres contaban
con buen armamento. Eran los infiltrados, a quienes acompañaban dos prácticos de la zona. El error de disparar a ciegas
sin recibir orden de hacerlo, como consecuencia de los nervios,
lo cometió el más inexperto de ellos, y una vez descubiertos, sin
saber cuántos hombres estaban al acecho, decidieron avanzar a
paso rápido hacia un lugar previsto en el sur, donde los esperaba
una camioneta bien oculta. El propósito era abandonar la zona.
Presumían que las Tropas Guardafronteras estaban en camino.
Los cinco hombres se movían a toda carrera, y José Antonio y
Venereo lo hicieron a menor velocidad hasta que se apartaron
166
de la costa, donde Pancho ordenó esperar refuerzos. Hasta ese
momento sabía que era poco probable que los enemigos le tendieran una emboscada, porque la topografía del lugar, con sus
canales y sus mangles, no era propicia. Sin embargo, una vez
adentrados en tierra firme, la vegetación cambió e hizo mayor la
posibilidad de una eventual trampa.
Con las armas listas, se sentaron a pocos metros uno del otro.
El viejo miró al joven desde su posición y, complacido, dejó ver
cierta sonrisa que puso al descubierto unas encías desdentadas,
apenas visibles en la penumbra. José Antonio prendió el único
cigarrillo que no se le había mojado y sintió que las piernas le
temblaban.
–Ahora –dijo el viejo– nos quedamos tranquilitos. Sienta lo
que usted sienta espere por lo que yo haga.
Así se hizo y al poco tiempo Ballester escuchó que del sur y del
este demasiada gente avanzaba hacia ellos y volvió a dispararse
la tensión. “¿Y si se equivocó el viejo?”, pensó, mientras apagaba
el cigarrillo y se ponía en guardia, pistola en mano.
–¡¿Quién anda ahí?! –preguntó impositiva una voz desconocida que rasgó la madrugada.
–Aquí Pancho Venereo.
–¿Qué le pasa al manatí? –replicó la misma voz.
–Que llora como las mujeres, capitán –gritó el viejo y sonrió.
La aventura había terminado. El acoplamiento con el refuerzo resultó profesional, perfecto, sin confusión alguna, y en aquel
mismo instante José Antonio reafirmó que su amigo era impresionante, aunque gustara de los cuentos. Los infiltrados y sus
colaboradores lograron salir de la zona pues tenían buen apoyo,
pero fueron capturados una semana después cuando intentaban
volar una estación eléctrica en las inmediaciones de la ciudad de
Pinar del Río.
…
Cumpliendo una especie de ritual vigente tierra adentro, antes
de que José Antonio y sus cuatro compañeros de labor retornaran a la capital todos se deleitaron con un almuerzo de despedida en la casona colonial, propiedad de la Academia de Ciencias
y en la cual Venereo y su mujer eran inquilinos permanentes.
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La modesta ceremonia sirvió asimismo de bienvenida al hijo
menor de la familia, guardafronteras como sus tres hermanos,
que regresó a la casa con 48 horas de permiso. Fue un almuerzo
sin apuros, en el que diez pargos recién pescados, con sus masas
blancas y suculentas cocidas lentamente sobre la leña, sirvieron
de centro a unos frijoles negros abundantes, arroz blanco en proporciones exageradas, viandas variadas, ensalada de tomate,
agua fresca y café. La mesa, servida en el ventilado portal de
la casona colonial, desde el cual se divisaba el mar y el canal de
entrada a la pequeña bahía, la encabezaba Pancho, quien tenía
al hijo a la derecha y a José Antonio sentado a su izquierda, en
tanto la mujer, ubicada entre los dos compañeros de Ballester, se
movía permanentemente a fin de que nada faltara. La infiltración abortada ocupó la primera parte del inevitable intercambio
y los demás se quejaban por no haber sido avisados. La zona norte de Pinar del Río era un objetivo importante en las acciones
armadas de los opositores de Miami, organizadas por lo general
desde barcos “madre” estacionados en aguas internacionales. De
allí, grupitos bien entrenados se trasladaban sigilosos hacia las
costas irregulares, sus recodos empedrados y una topografía solo
apta para expertos en mares con bajísimos fondos y canales profundos, a los que penetraban en pequeñas embarcaciones. Para
José Antonio fue la primera experiencia y estaba fascinado. Sin
embargo, para Venereo y su familia formaba parte de una rutina apasionante y peligrosa. Pancho había frustrado otros dos
desembarcos y en la primera oportunidad, auxiliado únicamente
por su mujer, detuvo a uno de los atacantes. Al viejo le pedían
la cabeza en la Florida. –Pero yo estoy cumplido y esto hay que
defenderlo a como dé lugar –comentó el pequeño hombre cuando
saboreaban el café sentados en el piso del portal.
–Papá, ¿usted le contó a los compañeros de sus andanzas por
los canales? –intervino el hijo, de la misma estatura que el padre
pero con una fortaleza física que saltaba a la vista. La Ortigosa
tenía un canal hondo que todas las mañanas visitaban dos delfines jóvenes, y después se abría en tres canales navegables en
medio de la vegetación.
–Cuéntele, Pancho, cuéntele –lo convidó la esposa orgullosa,
sin tener que insistir mucho. Veinte años antes, ella y su marido
eran empleados de las vegas de tabaco que hacen de Pinar del
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Río la cuna del Habano, pero corrían otros tiempos contra los
que a Pancho no solo se le ocurrió rebelarse, sino organizar a los
campesinos para hacer frente a los patrones. La Guardia Rural
lo buscó para matarlo y Venereo, entonces joven, alertado por
los amigos, decidió que el monte y los canales serían su refugio
y aprendió a vivir como un ermitaño en la Ortigosa, donde lo
sorprendió enero de 1959. Los suyos lo habían dado por muerto,
pero él se sintió seguro porque, dijo, “sabía que volvería a verlos
y así ellos no corrían peligro”.
–¿Pero tú sabías algo del mar? –preguntó José Antonio.
–¡Qué iba a saber, si yo soy un guajiro! Lo que pasa es que
tuve que aprender para sobrevivir y me ayudaron unas gentes
que vivían y algunos todavía viven solitarios entre los mangles.
Los guardias de Batista tenían miedo de entrar ahí.
La familia Venereo poseía el linaje de los luchadores y el viejo se conocía metro a metro los parajes bellos y al mismo tiempo
inhóspitos en los que estaba enclavada la casona de habitaciones abovedadas. El pequeño hombre conoció de la victoria de
la Revolución con muchos días de retraso. Entonces buscó a la
familia y se asentó en la Ortigosa, propiedad de un magnate
que huyó del país, y cuando la Academia de Ciencias estableció en la residencia un puesto de observación de la flora y la
fauna, él, su esposa y los muchachos se quedaron cuidando el
inmueble y con el tiempo se hicieron celadores voluntarios de la
bahía, incluso antes de que fueran creadas las Fuerzas Guardafronteras.
José Antonio escuchó con atención las historias del amigo,
a quien había conocido el año anterior durante el primer viaje
de estudios que él y sus compañeros hicieron a la Ortigosa. Con
Pancho salió varias madrugadas en bote para conocer al “manatí enorme que se pone a llorar como las mujeres en la boca de la
bahía”. Junto a él pescó y remó cuanto quiso al terminar las jornadas de trabajo y hasta aprendió a coger enormes cangrejos en
la noche, auxiliado de linternas. Gracias a él ganó una apuesta
al jefe de la base naval de la cercana Bahía Honda, desde donde
partió en una lancha plana, sin práctico, y fue capaz de encontrar el canal de entrada, todo un reto para neófitos, porque el
paso era zigzagueante e imperceptible entre aguas de poco fondo. Con el tiempo sintió aprecio por el viejo, pero hasta la madru169
gada de los tiros puso en duda sus historias. Suponía que eran
demasiadas y nunca alcanzó a ver al mamífero cantarín y llorón
del cual hablaba siempre. No obstante, cuando se aproximaba
la hora de la despedida para nunca más saber de Venereo, José
Antonio confirmó que en su país muchísimas personas anónimas tenían bastante que decir y hasta por qué jugarse la vida, y
cuando cargaron en el todoterreno los instrumentos de medición
y observación, y las mochilas repletas de artículos de uso personal, Pancho llamó a su amigo.
–¿Dime viejo?
–Venga acá –comentó él y de nuevo dejó entrever las encías
desdentadas–. ¿Tuvo miedo usted?
La pregunta confundió a José Antonio, sobre todo porque
habían pasado varios días desde la aventura y él jamás hizo alusión al miedo. Tuvo dudas a la hora de responder, pero el hecho
de que la interrogante llegara de un hombre como aquel fue
determinante. –Sí, viejo, tuve miedo. Tuve un miedo del carajo,
sobre todo cuando tú te empecinaste en no avisar a los guardafronteras y cuando te sentaste despreocupado y yo sentía que
demasiada gente se aproximaba a nosotros por todas partes.
Pero hiciste lo que había que hacer.
–Y usted se portó bien, carajo, por eso le traigo un regalito –confirmó Pancho, quien sacó del bolsillo de su camisa una
diminuta vaina de pistola. Era el único de los proyectiles disparados por José Antonio que el hombre había podido recuperar
antes de retirarse del lugar, cuando llegó el refuerzo–. Guárdelo
de recuerdo –dijo Venereo– guárdelo para que no se olvide de
que juntos pasamos un buen susto, aunque mucho mayor fue el
de esos cabrones que ahora están presos.
170
IX
Desgarraduras migratorias
(Primer tiempo)
–Esto me tiene muy mal, Jose. –Guillermo hoy no puede ser
chistoso, ni cosmopolita y hasta en el bigote refleja el peso del
conflicto que revela–. El Chino se quedó en Canadá...
–¡¿Cómo?!
–El cabrón hasta me dejó una carta con Vilma y ella también
se irá con mi sobrina. Dice que se cansaron de esperar por la posibilidad de vivir tranquilos y que prefieren lavar platos o barrer
calles a vegetar aquí sin futuro para ellos y su hija. –El Guille
cuenta con tristeza. Se trata de su hermana y de Juan Chong, el
compañero de la guerra y de otros zafarranchos, el que se jugó la
vida con él antes de conocerla a ella. La familia Fernández, cosa
curiosa, ha permanecido intacta a las desgarraduras migratorias, pero a mí su abatimiento me resulta muy común.
Desde mucho antes del siglo xx, el exilio y la emigración más
recurrentes han apuntado a la Florida. Hasta allá se fueron los
organizadores de la guerra contra el dominio español y desde allá
se conspiró contra las dictaduras o los gobiernos instalados en el
Palacio Presidencial durante la primera mitad de la centuria pasada, o lo que es igual, en la Primera República. Pero el cataclismo
social que comenzó en enero de 1959 ha transformado la emigración cubana en algo muy particular en América Latina, además
de permanente, numerosa, multiforme, desgarradora y altamente
politizada, como ocurre con todo de un lado y del otro del Estrecho
de la Florida. En la Isla fueron “escoria”, “gusanos” que huyeron
en busca de lo “decrépito”, algunos entre insultos públicos y huevos
lanzados a la cara, hasta que en 1978 hubo un primer intento de
reconciliación de La Habana con sus compatriotas dispersos por
el mundo, a quienes, en un cambio drástico, se les englobó en el
171
término benévolo de “comunidad cubana en el exterior”. En Miami, la diáspora clasificó por fechas de llegadas y orígenes sociales:
la categoría principal, la de “exiliados”, se otorgó en los años 60,
y estaba integrada fundamentalmente por quienes partieron con
Batista debido a razones políticas o al ver afectados sus intereses económicos y por los que llegaron de inmediato, antibatistianos opuestos al rumbo trazado por Fidel. Luego recalaron los que
salieron por el puerto de Camarioca en 1965, y mucho después
los “marielitos”, calificativo con matices despectivos otorgado a los
que zarparon oficialmente autorizados por el puerto del Mariel en
1980. Esta estampida en cinco meses de más de 125 000 personas
de todas las edades y oficios, incluidos delincuentes, transcurridos
veinte años del triunfo de la Revolución, sirvió de indicador para
que sociólogos dentro y fuera del país concluyeran que la aspiración de una sociedad enteramente justa y libre no había calado en
sectores diversos de isleños, aunque nunca se admitiera oficialmente. Un millón 500 000 cubanos viven hoy fuera de la Isla, de
ellos un millón 300 000 radica en Estados Unidos. Investigaciones
hechas en Miami 25 años después de la aventura del éxodo indican que la mitad de aquellos marielitos percibe ingresos más altos
que la mayoría de los residentes del sur de la Florida, mientras
casi todos afirman que nunca volverán a radicarse en Cuba, aun
después de la muerte de Fidel.
Me muevo en el sillón solo por intranquilidad congénita, no
por la noticia. –Guille, escúchame bien. No estamos ni en los 60,
ni en los 70, ni en los 80, y lo que hizo el Chino y quiere hacer tu
hermana es lógico...
–¡No jodas! ¡Qué lógico, ni lógico! ¿Qué coño van a hacer en
Canadá?
–Es una decisión de ellos.
–No me digas que tú lo justificas.
–Yo sé que aquí eso es un conflicto, un problema político, pero
en cualquier parte del mundo es un hecho natural...
–Pero estamos en Cuba, no en cualquier parte del mundo...
–A mí me ha tocado eso tantas veces y el país está tan jodido
que sí, los entiendo.
Las “deserciones”, como las denominan los revolucionarios,
son una constante, un goteo por horas y por días. Nunca antes
de 1959 un flujo migratorio latinoamericano o caribeño contó con
172
tanto apoyo para ingresar a Estados Unidos, indican diversas
evidencias. Resulta que quien llega a sus costas es un “perseguido político del régimen”, y en consecuencia suman quienes se
pronuncian ante micrófonos y cámaras de televisión en pago a la
generosidad, sin que tengan ni vayan a tener en Miami militancia antifidelista alguna. En tanto, en La Habana, la Sección de
Intereses de Estados Unidos entrega visas a sorbitos como otra
forma de estimular el goteo de las fugas.
–El Chino me dice que él no se prestará al juego de la contrarrevolución. Bueno, también está en Canadá, no en la Florida,
pero coño, me cogió de sorpresa. Ni él ni mi hermana me dijeron
nada antes, ni me lo insinuaron. Yo sabía que estaban cabrones
porque aún no tenían dónde vivir decentemente y no les alcanzaba el salario, pero todo lo hicieron en secreto y eso me jode
todavía más.
–Pero si se ponían a decir lo que pensaban hacer los sacaban
del trabajo. Además, tú te pasas el tiempo fuera. De lo que en
realidad sucede en la calle, que no es lo que dice la televisión, te
enteras por cartas, si te enteras...
–No me vengas a decir...
–Te digo lo que es. Tú no tienes la culpa, ese es tu trabajo,
pero el que vive todos los días aquí también tiene derecho a cansarse, sea ingeniero o marinero. –Me le acerco y lo miro a los
ojos–. Y si te lo dicen antes, ¿qué?
–Los convenzo para que no se vayan, no los dejo ir.
–Ah, no jodas –respondo y con gesto brusco, que se me escapa, pego la espalda a la tapa más alta del sillón. Hablamos en el
portal de mi casa. Silvia no ha llegado todavía y Cheché y el nieto andan por la calle–. No me vengas con fanfarronadas que tú
has sido siempre el más maduro de nosotros. El que sigue aquí,
mi hermano, es por convicción, por conveniencia, por miedo a lo
que no conoce, por lo que tú quieras, pero al que decide irse y
probar suerte por ahí, en este momento, tú no lo haces cambiar
de opinión ni aunque lo metas preso. –Guillermo se balancea
acompasadamente en el sillón sin dejar de fumar–. ¿Sabes lo que
me comentó hace una semana mi hija Daniela? –le pregunto.
–¿Qué?
–Que ella cree en todo lo que le he contado sobre las calamidades que he visto en los países que conozco, que se horroriza
173
con los problemas de los emigrantes, pero que quiere vivir como
le dé la gana, no controlada a cada minuto. Quiere ser dueña de
un negocio, tener la ilusión de que podrá comprarse un automóvil y una casa, viajar por el mundo. Quiere vivir por ella misma.
–¿Y qué le respondiste?
–¿Qué le habrías respondido tú en mi lugar?
–No es lo mismo. El Chino peleó en Girón, en Angola...
–Y Daniela milita en la Juventud Comunista...
–No es lo mismo. Te lo digo yo, no es lo mismo –replica el
Guille con molestia–. Él es ingeniero, mi hermana dentista, ¿qué
coño van a hacer esos dos en Canadá?
–Perseguir sus sueños, mi hermano, que ellos consideran que
no pueden lograr aquí, y ese es su derecho aunque te joda. ¿O
qué tú piensas, que a mí no me jode que mis hijos se formaran
aquí y busquen vivir de otra manera? Creo que Ariel es el único
que todavía no se plantea ese conflicto...
–Porque es el único de tus hijos que ha vivido siempre contigo...
–Puede ser, pero puede ser también que no le ha llegado el
momento de decidir.
Hasta 1992 el acto de emigrar es rocambolesco en Cuba.
El que lo asume, el que se “exilia” o “traiciona”, según la interpretación que se le quiera dar al caso, no solo se atreve a una
aventura sin saber lo que le espera, sino convencido de que son
muy pocas las posibilidades de que vuelva a vivir en su tierra o
a ver a los que dejó atrás. Se aprovechan los viajes oficiales, los
únicos sistemáticos al exterior desde la Isla, para abandonar la
nave en cualquier parte y declararse “perseguido político”. En
el 78, el gobierno cubano hizo un gesto para cambiar las cosas.
Algunos dicen que por “cálculo económico”, pero abrió los brazos a la “comunidad”, puso en libertad a 3 000 prisioneros “por
delitos contra la seguridad del Estado” y después de dos décadas de ausencia 110 000 “refugiados”, “exiliados” o “traidores”
viajaron a ver a sus familias, a hijos hechos hombres, a nietos
desconocidos o simplemente para arrodillarse ante la tumba de
los padres, y todo ello en medio de críticas de quienes en Cuba
siguen despreciándolos y en Miami los tildan de “vendidos”. Pero
el inusitado puente aéreo Miami-La Habana duró poco. Era época de Guerra Fría y la mayor parte de los cubano-norteamerica174
nos se quedó con las ganas de viajar aunque fuera por siete días.
No obstante, el drama de la emigración o del exilio crece. Yo lo
padezco desde muy joven y Guillermo, a partir de ahora, lo conocerá en carne propia.
Despertar
(Segundo tiempo)
Los 16 años de edad llegaron para José Antonio con un contenido contradictorio y violento. Había bordeado sin protagonismo
alguno un episodio definitorio y épico en el quehacer nacional,
cuando otros muchachos como él dejaron sus casas para desafiar
aviones enemigos u obviaron el desacuerdo paterno y viajaron a
las remotas Minas del Frío a fin de hacerse maestros, o defendieron su credo y hasta el patrimonio familiar convocados por la
contrarrevolución, o por “la revolución no comunista”, como ellos
decían, o abandonaron simplemente su país por decisión de los
mayores. Había caminado indiferente, sin querer ser impasible,
entre hechos que marcaron a los suyos y a los otros, pero era tan
tremendo lo que ocurría a su alrededor, tanto lo que se ponía
en juego, todo tan extraordinariamente abarcador, que tampoco él pudo mantenerse inerte, aunque fuera tarde o más pronto
de la cuenta, aunque supiera lo que hacía o buscara haciendo lo
que definitivamente iba a hacer. Hasta su físico se transformó:
el pelo ondulado y abundante, que un día quiso que fuera rubio,
quedó sustituido por el corte a lo “alemán”; las piernas se alargaron; los labios gruesos, herencia de su madre, se consumieron hasta convertirse en finos; el vello se hizo duro y negro en el
bigote y el mentón; y su cuerpo entero echó hacia arriba hasta
detenerse en el metro 70 de estatura. No volvió al bachillerato
en los Maristas, porque nunca más la institución educacional
regularizó su vida en el país. Quedaron atrás el amor al rock,
los viajes en familia al Valle de Lemus, la aceptación pasiva de
cuanto le decían padres y tíos. Todo se transformaba en él sin
que se percatara, y hasta la comunicación con sus padres fue
caótica. Ni Manuel ni María encontraron el equilibrio familiar
indispensable que les permitiera asumir con éxito el vendaval de
una adolescencia tan tumultuosa como el día a día. Era tiempo
del absurdo. Por momentos estaba eufórico y en otros taciturno,
175
tierno más allá del límite o con una desconocida e irascible actitud hacia aquellos a quienes quiso desde siempre, tranquilo e
inquieto, temeroso y violento.
–¿Se te perdió alguien igual que yo? –El joven negro se sintió ofendido por la mirada que intuyó del caminante al pasar la
esquina.
–¡Qué tú dices!
–Lo que oíste. ¿Te gusto o qué cojones te pasa?
–Los cojones te lo metes en el culo, negro maricón –respondió
José Antonio, avanzó hacia el desconocido y se le lanzó al cuello
como hacía siempre en lances similares. Con rapidez logró atenazarlo y cuando se dejó caer hacia atrás para desbalancearlo
con una técnica rudimentaria repetida muchas veces, el moreno
hizo exactamente lo mismo y lo detuvo. Rodaron uno sobre el
otro en el suelo sin soltarse, hasta que el prieto, como una fiera,
lo mordió en el pecho y él emitió un quejido y aflojó los brazos.
El negro se puso de pie y antes de que él lo hiciera le lanzó
una patada que no llegó a darle, pero lo mantuvo a la defensiva. Varios hombres corrieron a apartarlos y fue entonces que el
moreno perdió algunos segundos buscando algo que no encontraba, como si no le fueran suficientes los dos brazos, tiempo que
aprovechó José Antonio para pararse y lanzarse con más furia
hacia su oponente tirando golpes a lo loco, sin sacar los brazos
rectos, abanicando, pero con tal fuerza y tal velocidad que el otro
retrocedió. El moreno esquivó el primer golpe, pero el segundo
le dio en el rostro y lo estremeció, el tercero se perdió en el aire
y el cuarto nunca llegó, porque al fin los transeúntes lograron
separarlos. Siguieron las ofensas: “te voy a matar”, “tú eres muy
pendejo pa’ matar a nadie”, “yo te parto”, “y yo me cago en tu
madre”, hasta que los que apartaban, a empellones, pusieron
distancia entre las partes. “Tranquilo, muchacho, ya está bien,
vete de aquí que puede llegar la policía y cargar contigo”, dijeron unos a José Antonio, al tiempo que los otros hicieron más o
menos lo mismo con el moreno.
Salvada la honrilla mancillada, ninguno de los contrincantes
dijo más y cada cual siguió por su camino como si nada hubiera
ocurrido. El negro, con la cara adolorida y los pantalones sucios,
y el blanco con los dientes del agresor marcados en el pecho, la
camisa hecha jirones y una pregunta sin respuesta: ¿por qué
176
había ocurrido aquello, si él no había notado al prieto hasta que
este se sintió ofendido?
En una ciudad machista como La Habana de 1961, la hombría se exhibía, afloraba ridícula o mortal en las callejuelas, los
bares y los clubes. Saltaba por una mirada, por una mujer, por
dos tragos de ron y también por la política y la Revolución, que
se transformaron en temas tan cotidianos como el béisbol o el
boxeo. Los hombres que fueron a las trincheras y regresaron victoriosos se sentían valientes, y los perdedores estaban irritables.
La violencia aumentaba y de ella se nutría la vida.
–Mira para eso. ¿Tú te fijaste cómo estás? –La Gallega, quien
acompañaba a los Ballester desde hacía más de 20 años, planchaba en el cuarto de desahogo–. ¿Tú te piensas que vas a estar
toda la vida fajándote como un mataperros?
–Gallega, no me fastidie. ¿Dónde está mami?
–Dónde está mami, dónde está mami, qué se yo dónde está tu
mami. Mira a ver si te bañas y te quitas esa ropa.
José Antonio no le respondió. De la habitación de desahogo pasó al comedor y de ahí a su cuarto, donde se encerró. Se
acostó en la cama, prendió el pequeño radio y sin prestar mucha
atención a la música que salía de este volvió a pensar en Alberto
Oñate preso, en el anuncio de que intervendrían la escuela, en la
enigmática invitación de Lucía a otro encuentro, en las constantes referencias de los padres a un eventual viaje al exterior y en
la bronca con el negro desconocido. “Bueno, al menos no me quedé dado”, razonó de manera infantil y prendió un cigarro aprovechando la ausencia de los padres.
–Jose, niño, te llaman por teléfono –dijo la Gallega y el muchacho volvió a ponerse en tensión.
Elena Muñoz aprovechaba la ausencia del esposo y la calma
relativa del barrio para encontrar una forma segura y productiva
de deshacerse de un paquete de bonos del MRR, oculto en la residencia, que nunca fue ocupado cuando ella permaneció retenida
entre aquellas cuatro paredes. La rubia no estaba “conceptualizada” como caso peligroso y por ello no hubo registro en su casa
ni orden de trasladarla hacia alguno de los lugares de La Habana donde fueron detenidos cientos de personas a fin de evitar
cualquier apoyo civil a la invasión. Pero Elena estaba temerosa.
Su marido y ella preparaban aceleradamente la salida del país y
177
la mujer temía que un registro inoportuno o cualquier complicación de última hora frustraran los planes. Era tal el nerviosismo
que cuando José Antonio dijo que acudiría a su llamado después
de tomar un baño, ella le suplicó que fuera cuanto antes, y él
partió tal como estaba.
–Elena, he tratado varias veces de verte, pero no respondías
al teléfono, ni a la puerta –comentó José Antonio a la pequeña
rubia de mirada siempre acuosa.
–Sí, es cierto. Pensé que era lo mejor. Hemos decidido irnos
porque aquí no hay nada que hacer y consideramos que lo más
sensato era evitar complicaciones.
–¿Entonces?
–Jose, a mí me quedan aquí más de mil bonos de a diez pesos
y tengo que salir de ellos. Eso equivale a unos 10 000 dólares.
–¿Pero quién va a comprar eso ahora?
La rubia comprendió que no era posible pedirle al joven que
vendiera aquella cantidad, aunque hubiera sido perfecto para
sus planes de viaje. Todo Santos Suárez sabía que ella había sido
retenida en su casa, así que podía alegar que se vio obligada a
quemar el material comprometedor y no tendría que justificar
ni uno solo de los billetes que recaudara. No obstante, era pedir
demasiado y se conformó con la variante menos productiva. –Sí,
te entiendo, es verdad. Es muy pronto para que la gente vuelva
a comprar bonos, pero por lo menos te pido que los saques de
aquí y los guardes tú. Tengo miedo de que me estén vigilando o
de que mi marido los descubra. Estoy muy nerviosa, por favor,
ayúdame.
–Claro, claro. No te pongas así. Dame, dame los bonos y yo
me encargo de ellos.
Elena Muñoz no tenía otro interés en el muchacho y luego de
entregarle los bonos bien empaquetados que él se ajustó al cuerpo por debajo de la camisa, le dio las buenas tardes y José Antonio regresó a la casa con la intención de quemar los paquetes al
día siguiente.
Despreocupado, entró a la residencia por la puerta principal,
sin percatarse de que sus padres y su hermana habían regresado. Pasó a su habitación y con la puerta abierta comenzó a despojarse de los paquetes, que lanzaba uno a uno sobre la cama, y en
ese instante lo sorprendió Manuel.
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–Jose, ¿qué es eso?
–Nada, papi, nada.
Ballester se adentró en la alcoba y tomó en sus manos uno de
los paquetes.
–Papi, deja eso. Te dije que no es nada de importancia.
–¡Nada de importancia! –Manuel respondió colérico al abrir
uno de los paquetes–. ¡Nada de importancia! –repitió iracundo
y de un empujón echó al hijo al costado–. ¡Me tienes hasta los
cojones con tus estupideces! ¿Serás comemierda, coño? –volvió
a gritar y cuando trató de sujetar al hijo por los brazos para
zarandearlo, este le propinó un empujón descomunal y se lanzó
sobre él.
–¡Joséeeeeee! –gritó María entre temerosa e incrédula por lo
que observaba. Padre e hijo se iban a las manos, y también a
manotazos y empujones ella se interpuso.
Manuel estaba tirado sobre la cama, desconcertado por la
reacción del muchacho, a quien pocas veces le demostró ternura. El viejo estaba educado en la escuela de la hombría y era de
los que creían que “los machos no lloran”. Nunca antes midió un
bofetón al hijo, aunque cada uno de sus excesos lo hiriera después. Así lo habían enseñado y así creía que debía ser, en un
momento en que la violencia sobraba en el país y José Antonio
pugnaba por irse de sus brazos.
…
Se estiró, abrió lentamente los ojos, observó el reloj que aún llevaba en la muñeca y comprendió que hacía 30 horas consecutivas que dormía. Cruzó las manos por detrás de la cabeza, alrededor de la almohada, y lentamente pasó revista a su cuarto.
Sobre la única silla del aposento, el uniforme sucio, la subametralladora, la boina verde olivo, y a los pies, la mochila sin abrir,
las botas cubiertas por el fango y las medias gruesas tiradas
sobre el piso. El ventilador General Electric se movía acompasado y sobre el armario observó la conocida foto de familia, junto a
la cual descansaba un sobre manila que, rápidamente, lo devolvió a la realidad. Había regresado a su casa luego de dos meses
de entrenamiento, guerra y aventuras. Había dejado de ser un
joven de 17 años para convertirse en hombre por obra de los
179
tiros y los muertos. Se sentía satisfecho de todo lo que hizo, y de
regreso, aquel sobre le indicaba que todavía no había dejado de
ser un estudiante del Instituto Édison, que todavía debía contar
con la ayuda monetaria de los padres, y que desde hacía demasiado tiempo él, Guillermo Fernández, el Guille, el divertido y
buena gente del barrio, no se llevaba una mujer a la cama. Se
levantó, lo abrió y contó 300 pesos, porque quincena a quincena
sus padres ahorraron y le preservaron su mesada. Rió y junto
al sobre benefactor vio otro, fechado en las montañas orientales,
que le hizo recordar a Vivian. Prendió un cigarrillo, se sentó
sobre la cama destendida y se sumergió en la lectura. La carta
estaba escrita a mano, con lápiz, y era extensa, pero muy distante de los sentimientos que él quería escuchar de la trigueña. Al
recuento de lo que ella hacía en la familia montañesa, al anuncio
de que después de alfabetizar al 30 % de los cubanos había que
hacer algo parecido con el otro 20 % que apenas sabía sumar
cantidades de pocas cifras, a la enumeración de cosas curiosas
que le ocurrían a una habanera en las lomas, siguió la referencia
detallada de un teniente, jefe de la zona y “todo un caballero”,
decía Vivian, y después, solo después de todo aquello, un saludo cariñoso para su “hermano entrañable”. Guillermo dejó caer
la carta. Comprendió demasiado tarde que debió dedicarle más
tiempo a su amiga, pero sin mayores sobresaltos ni complicaciones sentimentales se volvió a estirar sobre la cama, esa vez
para prender la radio. Benny Moré le cantaba a Santa Isabel de
las Lajas y él comenzó a pasar revista en la memoria: “Lucrecia, la gordita”; “Mariana, la mulata”; “Lupe, la flaca”; “Nadia,
la culona”, y así hizo una y otra vez hasta llegar a “Claudia, la
francesa”. Se puso de pie otra vez, se percató de que estaba solo
en el pequeño apartamento, leyó los mensajes que sus padres le
dejaron sobre la mesa del comedor y fue en busca de la ducha y
de una buena afeitada, de los olores del jabón y la colonia, porque
el tiempo que perdió con Vivian estaba dispuesto a recuperarlo
desde ese mismo día.
–¿Claudia, cómo estás? Soy yo, el Guille.
–¡Muchacho, pero cuándo regresaste! ¿Estás bien?
–Mejor que nunca, imagínate que me acabo de dar un baño
de rosas y te estoy invitando a salir esta noche.
–¿Esta noche? ¿Y tu Vivian?
180
–Vivian bien. Me escribió desde la sierra, parece que todo le
va muy bien por allá. Pero bueno, dime, ¿salimos o nos morimos
los dos de deseos de salir?
–Salimos, chico, salimos.
La juventud habanera de los años 60 era muy singular, porque el baile y el amor, el chiste y la despreocupación, los sueños
y hasta el derecho a equivocarse tenían dimensiones especiales.
No podía ser de otra manera o fueron muy pocos los que supieron
hacerlo todo a su momento y con el tiempo que cada cosa requiere, por eso la “francesa”, como le decían a Claudia Depardieu, y
el Guille salieron aquella noche: él, en busca del tiempo perdido
y ella a reconquistar al joven que siempre quiso, aprovechando
la posibilidad de movimiento que le permitía su madre, parisina
de pensamiento liberal. Cenaron ligero en la cafetería Potín de
El Vedado, caminaron amorosos por calles poco concurridas y se
adentraron en la oscuridad bien estudiada de uno de los clubes
nocturnos de La Habana, más que para disfrutar del son o del
cha-cha-cha, para compartir el preámbulo indispensable a lo que
ambos añoraban. Ocuparon una de las butacas menos visibles,
pidieron Cuba Libre para beber y, al compás de un bolero, los
cuerpos hirvientes se sintieron uno. Claudia dejó que el Guille
tomara la iniciativa del primer beso y a partir de entonces nadie
pudo contenerla. El bolero terminó, ellos siguieron bailando entre
caricias, y de pronto el ambiente se hizo añicos, por una botella
de coñac que alguien lanzó desde la izquierda hasta estrellarla
en la cristalería del bar. Después siguió lo que siempre ocurre
en cualquier club nocturno donde se forma una pelea, y ante la
imposibilidad de abandonar el local, porque los puñetazos y las
butacas que volaban lo impedían, siguieron besándose, indiferentes, debajo de la mesa.
Guillermo había regresado a La Habana y quería recuperar
el tiempo perdido, pero para ello tendría que irse adaptando a
los nuevos atributos de la ciudad.
...
Las noticias corrían a velocidad supersónica. Los clubes privados, que separaban a blancos de negros y mestizos, a ricos de
pobres, abrieron sus puertas por decisión del gobierno a todos los
181
colores y bolsillos. Fue aprobada la nacionalización de la enseñanza a fin de hacerla gratuita, llevarla a todas partes y reforzar la ideología de la Revolución. Los principales líderes políticos del momento, decantadas las filas de los que lucharon contra
Batista, avanzaron con vistas a la creación del Partido Unido de
la Revolución Socialista, que agruparía bajo el mando de Fidel
Castro al Movimiento Revolucionario 26 de Julio, al Directorio
Estudiantil 13 de Marzo y a los comunistas del Partido Socialista Popular. Se realizó un cambio de moneda, cuando el peso
equivalía al dólar, con el propósito de neutralizar la fuga de capitales. El país fue declarado “libre de analfabetismo”. Pero al mismo tiempo, la Organización de Estados Americanos expulsó a la
Isla de su seno bajo presión de Washington. Quienes decidieron
abandonar definitivamente el territorio nacional perdieron todos
sus bienes por ley revolucionaria, y hombres y mujeres con sexto grado de escolaridad asumieron la responsabilidad de dirigir
empresas. Los almacenes de víveres disminuyeron sus existencias a la espera de la expropiación y los productos exclusivos que
se adquirían en La Habana al mismo precio que en Miami desaparecieron del mercado. En Moscú, el presidente Osvaldo Dorticos suscribió un acuerdo con los soviéticos, en una alianza que
se profundizaba, y en La Habana, “los curas falangistas” fueron
instados oficialmente a abandonar el país, profundizándose una
grieta entre la Iglesia católica y el Estado cubano, que crecería
durante más de 30 años.
–¡Cuánto agradezco que aceptaran mi invitación! –El hermano director de los Maristas creó a sus interlocutores una atmósfera agradable–. Seguro que ustedes conocen que el gobierno
intervino todas nuestras propiedades y que hemos sido, digamos,
invitados a abandonar el país. Pero les pedí que me visitaran,
como he hecho con otros padres, porque quiero expresarles mi
deseo de que su hijo siga siendo uno de nuestros alumnos fuera
de Cuba.
Manuel y María se sintieron gratamente sorprendidos. Nunca antes Francisco los había invitado para elogiar a José Antonio. –Hermano –respondió Ballester– para nosotros es un honor,
solo que no sé cómo podremos lograr eso. No tengo idea de cuánto tiempo más permaneceremos aquí. –Mientras respondía, él
buscaba variantes en su mente ante la mirada atenta de la espo182
sa, que guardaba silencio–. Me agradaría mucho sacar a Jose de
este ambiente, incluso aunque nosotros estuviéramos un tiempo
más aquí, hasta ver qué pasa con los negocios.
–Lo entiendo, Ballester, y por eso los invité a visitarme. Todavía no sabemos cuál será el destino que Dios nos ha preparado,
pero la institución está dispuesta a aplicar con su hijo una pensión
temporal en alguna de las escuelas que tenemos en América. Solo
tendríamos que mantenernos comunicados y esperar un poco.
Los rostros de los padres se iluminaron. La propuesta del
director llegaba como una bendición y María no pudo mantener
el silencio. –Ay, hermano, cuánto se lo agradecemos. Yo no sé qué
va a ocurrir en este país, pero si Jose pudiera seguir los estudios
con ustedes, en cualquier parte, me sentiría muy feliz.
Francisco no contribuyó a que la conversación se adentrara
por otros caminos que no fuera el académico. Estaba harto de las
discusiones con los demás religiosos de la escuela, sobre todo con
el hermano Daniel, acerca de si habían hecho lo que les correspondía como pastores de la grey en momentos tan convulsos, y
también se sentía sumamente molesto porque el gobierno no le
permitía visitar a los alumnos presos. El director consideró agotado el tema central de la conversación y los tres se despidieron
luego de acordar que volverían a encontrarse el último domingo
de ese mes, cuando curas, padres y estudiantes se despedirían
en la escuela. Después, decenas de religiosos saldrían en barco
desde el Puerto de La Habana, encabezados por el obispo auxiliar, monseñor Eduardo Boza Masvidal, y otros permanecerían
en la Isla con los templos abiertos, pero mermada numéricamente la fe de los católicos.
–¿No regresamos a casa? –El auto avanzaba y María se percató de que lo hacían en dirección contraria al hogar.
–No. Vamos a llegarnos hasta Mayanima a ver a Amadeo.
Hay que limitarle las horas libres a tu hijo, porque sé que no
seguirá estudiando en el instituto y es preferible que trabaje
algún tiempo –respondió él sin quitar la vista de las calles por
donde conducía.
La Quinta Avenida se transformaba. Al centro de ambas vías
permanecía vivo el más bello paseo de la ciudad, con sus árboles
pequeños por obra del recorte constante de los jardineros, florecidos los rosales, firmes las palmas, alegres los framboyanes,
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erguida y orgullosa la modernista iglesia de los pudientes, única totalmente climatizada en el país, aunque los otros atributos
del paisaje, las residencias fastuosas, cambiaban de manos en
medio del bullicio. Los dueños viajaban al exterior y las casas
eran ocupadas por otros patrones: jóvenes campesinos llegados
a la ciudad para aprender otro oficio como becarios del gobierno.
Era el desbordamiento del populacho, según el decir de la aristocracia herida, o la justicia de los vencedores, de acuerdo con el
criterio de la Revolución.
Mucho más allá de la Quinta Avenida, en dirección al oeste,
la barriada marina de Mayanima también se despoblaba y repoblaba, aunque Amadeo aseguraba que ni él ni su familia pensaban renunciar a su residencia de dos plantas, con piscina de
agua salada al fondo. Amadeo llevaba una semana ausente de
La Única a consecuencia de un resfriado y al ver a los recién llegados se alegró. –¡Qué sorpresa más buena! Adelante, adelante
–dijo el robusto hombre de extremidades cortas, al tiempo que
invitaba a María y a Manuel a que tomaran asiento en el portal
amplio que bordeaba la parte sur de la residencia. Luego llegó
Rosario, la esposa, y volvieron los saludos hasta que los hombres
entraron en materia, y las mujeres pasaron a hablar de otros
temas en la terraza posterior de la casona, frente al mar.
–Amadeo, necesito un favor tuyo. –Entre amigos, entre socios
de muchos años no hacía falta rodeos y él fue directo al grano–.
Como sabes, el gobierno cerró los Maristas y las demás escuelas
privadas, y dudo mucho que Jose acepte ir a una escuela pública a terminar el bachillerato, por eso he pensado que lo mejor
sería ponerlo a trabajar con nosotros. Incluso yo podría pagarle
un salario de mi bolsillo, sin que él lo sepa.
–¡De eso nada! –dijo tajante Amadeo–. Tú sabes perfectamente que allá hay muchas cosas que hacer. Por ejemplo, él puede trabajar como cobrador. ¿Por qué tú vas a tener que pagarle
al muchacho de tu bolsillo? No señor, si va a trabajar que lo haga
bien, de verdad, y que gane su dinero.
A partir de la respuesta de su socio, Ballester sintió que disfrutaba de una de las mejores tardes de su vida, desde que la
cotidianidad se transformó para él en preocupación enorme.
–Amadeo, cuánto te lo agradezco, parece que hoy es mi día de
suerte.
184
–No tienes nada que agradecer. El muchacho trabajará y
ganará su dinero como debe ser. Así es la vida y es bueno que él
lo sepa. A veces demasiado estudio es malo.
La conversación fluyó agradable, distendida. Hubo rondas de
té y limonada helada, porque Amadeo era abstemio. Rosario le
proporcionó un bañador a María y ambas disfrutaron de la piscina al caer la tarde. Se hicieron planes con vistas a otro encuentro en torno a varias langostas gratinadas y, como siempre ocurría en La Habana aunque hubiera distensión y se hablara de
mariscos, la política se inmiscuyó. Amadeo asumía el acontecer
desde la posición de observador. No tenía descendencia directa,
contaba con una base financiera sólida. Había aprendido a conformarse con poco aunque disponía de mucho. Nunca soportó a
los estadounidenses y sentía un desprecio evidente por quienes
desembarcaron en Girón. –Si esa gente hubiera ganado habríamos vuelto a los muertos por las calles.
–Eso no es así, habríamos vuelto a un gobierno democrático, moderado, con oportunidades para todos, donde los pequeños
comerciantes nacionales tendríamos espacio y...
–No me fastidies, Manolo –interrumpió él y retomó la palabra–. Te lo digo de otra manera. Si yo tuviera tu edad, los problemas que tú tienes, si tuviera incluso tus bríos, a lo mejor hacía
lo mismo que estás haciendo por tu familia. Ahora bien, si miras
un poco más allá, verás que Fidel está haciendo muchas cosas
que este país necesitaba, aunque lo haga por sus cojones. ¿Quién
les pagó a los mercenarios?, ¿quién los dirigió?, ¿nosotros, los
pequeños comerciantes como tú dices...?
–Nosotros no, porque nos metimos demasiado en el sueño de
ayudar al país con el papel del bagazo de caña...
–No, Manolo, no. La plata que se movió ahí fue gorda. La que
siempre se ha movido junto con los americanos. ¡Y tú lo sabes!
Ballester debió hacer esfuerzos para ahuyentar un exabrupto. Respetaba a aquel hombre que, como él, se había hecho de
una buena posición social sudando la camisa y también porque
era el patrón y la última persona con quien quisiera discutir de
algo tan dramático una tarde como aquella. –Vamos a dejar esto
aquí, porque ni tú ni yo somos políticos, la política es una mierda,
y a mí me desbordan los problemas como para convertir nuestra
amistad en bronca.
185
La tarde se fue, la cordura imperó y, al menos ese día en
Mayanima, las contradicciones del momento no se transformaron en violencia ni lograron enemistar a dos amigos.
La trampa
(Tercer tiempo)
Bencomo cumplió con su promesa y después de regresar de la
Bahía de Ortigosa José Antonio olvidó por cuatro semanas el
constante ir y venir en el que transcurría su vida desde hacía
varios años, pero ni las excursiones al Valle de Viñales, a la playa de Varadero y a la ciudad colonial de Trinidad, ni el esfuerzo
que hizo junto a Dora para que todo volviera a ser como antes,
disminuyeron las grietas que los distanciaban, y cuando se
incorporó a sus deberes entre dragas y areneras, la aparición de
una mujer desconocida, la confirmación de que la esposa volvía
a estar embarazada y la inmadurez compartida terminaron por
forzar el desenlace.
Se decidieron a recibir a las jimaguas pues los médicos desaconsejaron el aborto. Los requerimientos de una doble canastilla les permitieron atenuar transitoriamente las contradicciones que los enfrentaban y hasta lograron que la abuela materna
cambiara de residencia y llegara a vivir cerca de ellos en Santos Suárez. Disfrutaron buscando nombres para las hijas que
esperaban. Se dieron el lujo de soñar con una familia que sería
numerosa y permanecería unida hasta la llegada de los nietos.
Gabriela y Daniela serían las mimadas de Abelito y José Antonio, y cuando crecieran la felicidad engrandecida los bendeciría
a todos. Serían continuidad de ellos, devendrían doctoras o ingenieras o maestras, porque eran también añoranzas de la Revolución que los padres compartían. Así pensaban pese a las fisuras.
Así vislumbraban el futuro cuando la gestación de ella los unió
un poco más y supusieron que la vida les daría otra oportunidad.
A los cinco meses de embarazo, ella tuvo que dejar el trabajo y él
se sintió más confiado teniéndola en la casa. A los seis lucía tierna en su gravidez. A los siete, apareció la otra.
–Compañero, llegó tarde. –La voz desconocida atrajo la
atención de José Antonio cuando caminaba por un costado de
la nave principal en busca de Bencomo. Nunca había llegado
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con retraso a un trabajo voluntario y tampoco había recibido
una bienvenida tan inesperada y singular. Buscó con la vista
a la autora de la advertencia y encontró a pocos metros de distancia la sonrisa provocadora de una mujer de tez muy blanca
y pelo negro, que hizo un alto en la labor de pintora ocasional y
volvió a impresionarlo con el saludo espontáneo de sus manos.
Él respondió con otra sonrisa y cuando continuó la marcha en
busca de su jefe lo hizo con el definido deseo de descifrar el
enigma en forma femenina.
Durante toda la mañana compartió el trabajo de abrir a pico
y pala una zanja profunda de desagüe con su pesquisa acerca
de la aparecida. Dagoberto, el buzo, y el mulato Marcos lo auxiliaron. Se llamaba Débora, llevaba tres semanas trabajando en
la empresa como secretaria de Reynaldo Mendieta, el Director
de Personal, y desde que llegó al edificio principal de El Vedado
todo el mundo la acechaba, porque ella parecía gozar con eso.
Se hablaba de que hasta Mendieta, quien le doblaba la edad, no
perdía tiempo alguno para acercársele, que había sido amante
del Ministro de la Pesca, modelo de pintores y escultores, y hasta alguien llegó a asegurar que varias tardes fue vista con los
pechos provocativos bajo blusas casi transparentes. Era un reto
para todos y la discordia entre todas. Era habladora, sensual.
“Es una trampa”, afirmaba Marquitos. “Es un bombón de licor”,
ripostaba Dagoberto sin dejar de palear junto al mulato larguirucho el suelo compactado en el que a golpe de pico José Antonio
cavaba. –Coño, me han descrito a una mujer peligrosa.
–Es una trampa, Jose, te lo digo yo –insistió el mulato.
–Será una trampa, pero está riquísima –replicó el buzo y José
Antonio prendió un cigarro, se sentó en el suelo e indujo a los
amigos a hacer lo mismo.
A la hora del almuerzo la vio desde lejos, conversadora, risueña, y en la distancia ella le lanzó variadas miradas que llegaron a tocarlo. Hablaba con otros y lo miraba de vez en cuando,
con una capacidad de seducción que podía vencer a cualquiera.
Actuaba como un lince que había escogido presa. A media tarde,
cuando llegó la hora de la merienda, terminaron la zanja y él
buscó la forma de acercarse a Débora un poco más, pero no logró
estar junto a la muchacha, porque a ella le sobraba compañía
para alcanzarle la lata de pintura, moverle la escalera y hasta
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para traerle agua helada aunque nunca la pidiera. No obstante,
se aproximó lo suficiente como para que la joven lo distinguiera y
consumara el acercamiento, sin recato alguno.
–Vengo en tu ayuda. Estás muy solo y no terminarás nunca
–dijo de nuevo, sonriente, al presentarse con la brocha en una
mano y el cubo en la otra.
–Bienvenida –fue lo único que se le ocurrió responder a él.
Sintió que enrojecía, aparentó prestar poca atención a la mujer
y siguió dando brocha en la pared norte de la nave principal en
un silencio que duró muy poco–. ¿No estás cansada? –preguntó,
y a partir de ese momento ninguno permaneció callado. Quizás
no fueron los que más trabajaron, pero al cabo de una hora nadie
más que ellos disfrutaba del momento sin prestarle atención al
tiempo que volaba. Fueron los últimos en conocer que la jornada de trabajo voluntario había terminado. No se dieron cuenta
de los comentarios de comadres despechadas que surgieron en
varias partes. Cuando no les quedó más remedio que poner punto final a la pintura, José Antonio rompió con una norma y, sin
solicitar el permiso de Bencomo, invitó a Débora a la oficina del
jefe. Entraron entre risas al pequeño cuarto de baño, ella usó
primero el agua y el jabón para lavarse las manos, cedió después el turno a José Antonio y volviendo a hacer de la sorpresa
un arte se acercó al hombre, le tomó las manos enjabonadas y
comenzó a lavarlas con deleite.
–Las tienes demasiado sucias. No te pones bravo, ¿no? –comentó mientras las frotaba y lo miraba fijamente en una especie de
ritual cargado de erotismo. Ella frotaba las manos enjabonadas
y él se adentraba en el delirio.
–Eh, ¿se están bañando? –la pregunta pícara de Bencomo
rompió el encanto y calmó los ánimos.
–No, no, terminamos de lavarnos un poco las manos –respondió él algo turbado, al tiempo que ponía fin al ritual para luego
secarse ambos con la misma toalla, ella de nuevo sonriente. Al
abandonar la oficina, el detalle vivido quedó como el primer secreto de los muchos que compartirían y con Bencomo solo hicieron
algún que otro comentario intrascendente. En el estacionamiento de autos, Débora aceptó su invitación para acercarla hasta su
casa. Eran las cinco de la tarde cuando salieron de la barriada
de Regla y al llegar a la residencia de la joven, en la zona más
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oriental de Miramar, ambos habían recorrido gran parte de La
Habana contándose historias, anécdotas y buscando, sin tocarse, que el tiempo se detuviera.
Débora vivía con su familia en una casa moderna cuyos propietarios originales habían viajado a España como exiliados. El
padre era un funcionario de la Revolución y ella, en efecto, había
vivido varios años con un directivo del Ministerio de la Pesca.
Fue también modelo de un escultor, era una fumadora empedernida como él y tenía la capacidad de ser sensual hasta cuando
estaba deprimida. En el todoterreno pasaron largo rato conversando a la puerta de la casa. Ni ella se decidía a abandonarlo ni
él quería hacerlo, y cuando el momento de la despedida resultó
inevitable Débora se le acercó y lo besó en los labios, con una
entrega breve, pero lo suficientemente llena de intención como
para que a partir de aquel momento nunca dejaran de buscarse
y compartieran juntos en cuanta posada u hotel de tercera categoría había en la ciudad.
…
El torbellino de los años 60 desgastó a los jóvenes que se entregaron sin pensarlo a la pasión de la política. Muchos habían abandonado sus estudios para convertirse en soldados o en peones, a
fin de hacer lo que hiciera falta, y la década de los 70 marcó una
tendencia a la institucionalización del país o a cierto encartonamiento de la sociedad, que poco tenía que ver con la espontaneidad romántica de los primeros tiempos de la Revolución. Había
comenzado “la sovietización del país”, decían algunos. La carencia de técnicos y profesionales se acentuaba y la Universidad de
La Habana lanzó entonces cursos introductorios para el ingreso
a casi todas las carreras, en gesto dirigido a la muchachada que
creció haciendo cosas nada académicas, aunque decisivas para la
sobrevivencia de la sociedad justa y distinta a la que se aspiraba,
y José Antonio llegó a tiempo a ese último tren del aprendizaje
de emergencia. Las mismas aulas de la majestuosa casa de altos
estudios abrieron sus puertas a los aspirantes que no llegaron a
graduarse de bachilleres, y académicos que no cobraron un centavo extra por consagrarse al nuevo empeño dedicaron más tiempo del previsto muchas tardes a entrenar al nuevo alumnado.
189
Algunos desistieron del ritmo alucinante del trabajo, el estudio
y los entrenamientos militares. Otros cayeron en las pruebas de
ingreso. Y él, que nunca supo cómo le alcanzó la vida para tanto,
quedó entre quienes un día se conocieron en el Primer Año de la
Licenciatura en Periodismo, con el propósito de llegar a descender la alegórica escalinata de la Universidad con el pergamino
de graduado en las manos.
–Bencomo, voy a necesitar su ayuda –dijo José Antonio a su
jefe. Buscaba al menos la posibilidad de aproximarse geográficamente a la escuela y de disminuir el trabajo aventurero que
apuntaba irremediablemente al fin.
El viejo estaba satisfecho al ver cómo su auxiliar se entregaba
a fondo a los estudios, sin desatender las obligaciones que él mismo trató de limitar, al menos los desplazamientos fuera de La
Habana. El destino del joven no sería el de las construcciones en
los mares y las costas, como le hubiera gustado a Bencomo, pero
al fin José Antonio había encontrado su camino y eso satisfacía al
jefe. –¿Qué quieres, dejarnos? –le preguntó siempre sonriente el
viejo, mirándolo fijamente a los ojos como era su costumbre.
–A la larga tendré que dejar la empresa, pero por ahora lo que
necesito es saber si pueden trasladarme hacia la oficina principal. Así tendría un poco más de tiempo a mi favor, estaría pegado a la Universidad y a la casa de una amiga donde hemos montado un equipo de estudio.
Bencomo hizo lo de siempre. Pidió a Zunilda que trajera café
o té para compartir con el amigo y volvió a dialogar en forma
familiar. –¿No será que quieres estar más cerca de Débora?
José Antonio captó el sentido del comentario, pero lo pasó por
alto. Suponía que a nadie le importaba lo que hacía con su vida
en cuestiones de amoríos y mucho menos en una relación tan
pasional como aquella, agravada por la circunstancia de que
Dora estaba a punto de parir. –La empresa queda a pocas cuadras –respondió.
–Te entiendo, te entiendo. Sabía que a la larga tendría que
ocurrir esto y puedes contar conmigo. Hablaré con Samuel y no
creo que tengas problemas para el traslado. Él también está al
tanto de tus progresos universitarios. –Bencomo sirvió personalmente el té y reflexionó unos segundos antes de adentrarse en la
intimidad que el joven quería preservar–. Tú sigue estudiando y
190
yo me encargo del traslado, pero quiero comentarte algo –apuntó
y José Antonio se puso en guardia–: ¿sabes que todo el mundo en
la empresa comenta lo tuyo y lo de Débora?
–Sí.
–Yo nunca he sido un santo. Lo que me dan lo cojo. Tampoco tengo por qué meterme en tus asuntos si no fuera porque te
aprecio, pero te pido que abras bien los ojos –comentó el viejo
sin dejar de mirar al amigo, quien se movió inquieto en la silla
y prendió un cigarro–. Débora te da 300 vueltas, es una mujer
experimentada y tú eres un tipo codiciado por tu buena estrella
de viajero internacional y directivo de la empresa.
–Bencomo, antes de que siga –reaccionó él sin dar tiempo a
nada–, comprendo lo que trata de decirme, se lo agradezco, y
le digo más, esa mujer me vuelve loco, pero no se meta en eso.
–José Antonio no le mantuvo la mirada al jefe. En momentos
de cordura se percataba del embrujo, pero se sentía tan pleno y
satisfecho que le parecía estar haciendo lo que debía hacer. Suponía que Dora estaba al margen de su romance y eso, unido a la
vanidad por haber ganado su ingreso a la universidad en medio
de condiciones muy difíciles, le hizo sentir que tenía todo bajo
control, aunque ya se había preguntado antes si no sería la hora
del divorcio.
–Estás embollado. –El viejo le puso voz sin darse cuenta a lo
que el joven sentía. El grado de enamoramiento del amigo resultaba peligroso, y para no perder la comunicación en un asunto
que según su juicio tendría consecuencias, abordó otros temas
y trató de que al despedirse José Antonio lo hiciera confiado y
relajado, al menos, en apariencia.
“Es una trampa”, “ten cuidado”, “abre los ojos”, “te da 300
vueltas”. Las advertencias de los amigos se sucedían cuando
caminaba pensativo en busca del todoterreno para abandonar
Regla y volver a sumergirse en los estudios con los otros jóvenes que formaban el equipo al que pertenecía. Tomó el volante, puso en marcha el motor, pero se quedó inmóvil mirando al
parabrisas, rememorando la advertencia paterna de que antes
de casarse con Dora debía conocer a otras mujeres. “¿Tendría
razón mi padre?”. Se preguntó sin darse cuenta de que seguía
sentado al volante de su vehículo y automáticamente apagó el
motor y siguió pensativo. Le resultaba curioso que a los 26 años
191
de edad los puntos de vista del padre le llegaran a la mente. Diez
años antes no lo había escuchado. Todavía le resultaba más significativo que Bencomo, al hablarle, lo hiciera siempre con un
toque paternal. Prendió otro cigarro, se acomodó en el asiento y
consideró que lo que le pasaba con la joven era lo más parecido a
una adicción. Sin embargo, ella se adueñó de su mente y la volvió
a ver desnuda, imaginativa, siempre divertida y supuso que el
amor entre la gente no podía ser de otra manera. Pensó entonces
en Dora, en Abelito, en Gabriela y en Daniela a punto de llegar
y se preguntó una vez más hasta dónde llegaba el derecho de
herir y engañar a los demás. “¿Y qué tiene que ver el amor con el
derecho?”, siguió diciéndose en ese monólogo interior, hasta que
terminó muy lejos de encontrar una respuesta convincente y la
tarde-noche lo sorprendió sentado e inmóvil al volante. Entonces
decidió poner rumbo a Santos Suárez sin avisar a Débora ni a
los compañeros del equipo de estudio a fin de sorprender a su
esposa.
–¿Y ese milagro? ¿Hoy no ibas a estudiar hasta tarde? –A su
mujer se le alegró el rostro y Abelito salió corriendo a encontrarlo. Ella se veía bien con la bata ancha y un vientre inflado en
proporciones que costaba trabajo imaginar. El hijo no paraba de
dar saltos, juguetón, y él se sintió todavía peor pensando lo que
ponía en juego.
Durante la cena y el resto de la noche, el embarazo y los progresos del niño en la enseñanza primaria centraron la conversación de la pareja: él, con la mitad de su capacidad de razonamiento puesta en otra parte, y ella estimulada por el supuesto de que
a lo mejor podría salir vencedora de un mal desconocido, pero
evidente para cualquier mujer. Una vez que el canal seis de la
televisión estatal se fue del aire, entraron a la alcoba de la mano
y cuando ella se quedó dormida José Antonio salió en busca de
los sillones del portal, del fresco y el silencio de la madrugada,
deseoso de que la naturaleza le refrescara el alma. Recordó a su
primer amor de carne, hueso y lujuria, y no supo responder lo
que habría ocurrido si aquella muchacha no hubiera tomado una
decisión que todavía a él le parecía absurda. Después el sueño le
empañó la vista y volvió a su cama muy cansado.
–Oye, despierta, despierta que son las seis de la mañana.
Dora hablaba, le quitaba la almohada del rostro y hasta le hizo
192
cosquillas en los pies. Se dio cuenta a tiempo de que él había
desconectado el reloj-despertador sin tener conciencia de lo que
hacía, y diligente le preparó el desayuno.
–¿Qué hora es?
–Seis y media.
–Coño, me quedé dormido. Sírveme rápido –dijo y se puso en
movimiento. Cuando besó al hijo, este aún dormía, y al arribar a
su oficina en Regla ya tenía el primer recado de la jornada.
–Jose, te llamó Débora. Pide que la llames –informó Zunilda con la misma frialdad e indiferencia con que tramitaba una
orden de Bencomo, sin levantar la vista del matutino que tenía
en sus manos y sin dejar entrever insinuación alguna en su palabras, como si ella, la eficiente secretaria del jefe, no estuviera al
tanto de todo lo que ocurría en la empresa, fuera en Regla o El
Vedado.
–¿Pero a qué hora llamó esa mujer?
–Hace unos cinco minutos y se extrañó de que no estuvieras
aquí.
Abrió la puerta de su oficina y un calor sofocante le dio los buenos días. Se sentó en la butaca reclinable y puso los pies sobre la
mesa de trabajo, con la satisfacción de la llamada muy adentro.
En diez minutos debía estar con Bencomo en la primera reunión
de cada día y aunque estimó que tenía tiempo para comunicarse
con Débora, se contuvo porque no encontraba qué decirle. Engañaba, se engañaba y no sabía cómo resolver el nuevo acertijo que
le proponía la vida.
193
X
La Plaza
(Primer tiempo)
Ascendemos por la avenida en busca de la plaza mayor. Volvemos a ser miles, probablemente demasiados. Caminamos a paso
lento, corremos algunas veces y levantamos banderas cubanas, posters con el rostro del Che y telas con frases de victoria.
Ondean ikurriñas, banderas rojas y amarillas de la Cataluña
independiente, estandartes sandinistas, emblemas saharauíes.
Formamos parte de un espectáculo multicolor calculado al detalle. Vamos subiendo y ocupamos casi toda la avenida, puesta
enteramente a nuestra disposición. Avanzamos en dirección al
lugar de la cita, varios kilómetros hacia delante. Avanzamos
juntos vecinos de los barrios y afiliados a los sindicatos. Hay viejos y menos viejos, mujeres y hombres, jóvenes familias de todos
los colores con los hijos de las manos o en los hombros. Se ven
insignias en los balcones y fachadas, a lo mejor muchas menos
que otras veces, pero nadie se detiene a comprobarlo. También
hay otras mujeres y otros hombres, viejos y jóvenes cansados o
con miradas hoscas desde alguna esquina. Observan como si no
quisieran ver u odiando lo que ven. Comienzan a contar los que
disienten. Algunos se han organizado y hacen llegar sus puntos de vista a la prensa extranjera pues los medios nacionales
les están vedados. Un poeta y periodista, Raúl Rivero, ha suscrito una “Declaración de los intelectuales cubanos”, pidiendo al
gobierno que abra el debate político nacional y propicie elecciones parlamentarias directas, en tanto uno de sus textos todavía
forma parte de los programas de estudio en las escuelas públicas
de segunda enseñanza. Una anciana escupe sobre la acera con
desprecio. Un negro flaco, de espaldas a un comercio desabastecido, lanza una risa burlona, pero la marcha sigue y suma a gen194
te nueva. La gritería retumba y los cansados, los que disienten,
los que observan con miradas incisivas llegan al murmullo que,
aquí, en la multitud, nadie escucha. “Sigan, sigan desfilando.
¡Carneros! Sigan aplaudiendo con la barriga vacía mientras ellos
engordan, sigan...”, dicen los que nos miran y comentan entre
susurros, pero la marcha alcanza la Avenida Zapata manteniendo la misma dirección, dando vivas a Fidel y al Socialismo, y con
cada viva, los que marchamos nos sentimos fuertes todavía.
La multitud dobla hacia la Plaza de la Revolución y agarro a
Ariel por una mano. La gente crece, el calor aumenta y las consignas vuelan. A un costado, dispuestos en formación de ejército
hay cientos de ciclistas. “¿Cuántos son, papi?”, me pregunta él,
pero ni Silvia ni yo podemos hacer cálculos exactos. Nos acercamos al centro de la plaza, vibran los himnos entonados por un
coro tan gigante como la manifestación. Ahora avanzamos los
tres cogidos de las manos. Miramos hacia adelante y solo vemos
cabezas, muchísimas cabezas coronadas por el humillo que desprenden tantos pies al marchar sobre el asfalto.
Fidel y los demás dirigentes encabezaron la caminata como
siempre lo han hecho y detrás de ellos llegaron gentes traídas de
todos los lugares de La Habana, con sus vicios y virtudes. Caminan con nosotros los que pocas veces ríen. Marchamos los que
todavía tenemos fe aunque maldigamos cuando faltan los alimentos y una sinfonía triste sale de las tripas, los que no alcanzan
a comprender con precisión qué es lo que ocurre, y están otros
y otras que no se hacen preguntas, que solo siguen el recorrido
automáticamente. Y esos son decenas, centenares y hasta miles.
Vuelve a gestarse el milagro de que marchen juntos individualidades dispares, como si la gente que desborda esta plaza enorme
quisiera decirse a sí misma y a los demás: “¡Aquí seguimos!”.
Pasamos ahora por el mismo centro, Silvia camina a mi lado
y Ariel se suelta de las manos. Quiere ver a Fidel y yo lo cargo, igual que hice con Abelito mucho antes por la misma plaza.
La marcha continúa, nosotros inmersos en ella, y detrás vienen
otros millares de protagonistas que saludan también al anciano Comandante, como si este pudiera distinguirlos en la distancia. Los más jóvenes corren y otros niños viajan en los hombros
de otros padres. Los que no quisieron participar están por las
esquinas o en sus casas, indiferentes, inconformes o furiosos.
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Los que no pudieron estar aquí, como Cheché, hacen guardia por
las calles de los barrios.
La plaza mayor de la Revolución se estremece. Hay congas,
globos de colores, charangas y comparsas, como si no estuviéramos en crisis, y desde la tribuna Fidel saluda. “Defenderemos la
esperanza que somos, a nombre de nuestra mayoría revolucionaria y de quienes nos quieren más allá de las fronteras”, había
dicho el orador principal de la jornada antes de que la manifestación se iniciara. Es Primero de Mayo en La Habana. Cálculos oficiales estiman en un millón las mujeres, los hombres y los niños
que siguen desfilando, sin saber bien qué les depara la semana
entrante. Pero por ahora la marcha continúa y entre los 300 000
ciclistas que cierran el desfile, lo hacen también milicianos y soldados con armas de combate.
Contradicciones
(Segundo tiempo)
–Jose, te vuelve a llamar el muchacho ese –dijo ella.
–¿Quién?
–Guillermo.
La comunicación sensorial e íntima que existe entre madre e
hijo hizo efecto. –Mami, a ti no te cae bien el Guille, ¿eh? –comentó José Antonio acercándose al teléfono de la sala.
–No, no me cae bien, mijo. Tú sabes que desconfío de los comunistas, porque por culpa de ellos estamos así.
El joven no tuvo tiempo para responder a la madre. –Dime,
Guille, ¿cuándo llegaste...? No, no sabía nada, parece que a
mi madre se le olvidó... No, no tengo absolutamente nada que
hacer... Perfecto... Sí, nos vemos. El que llegue primero espera al
otro. –Cuando terminó la conversación, José Antonio se acercó a
María–: Mami, el Guille es buena gente, ha llamado dos veces y
tú no me has dicho nada.
–Yo no sé cómo puedes tener un amigo como ese.
–¿Pero qué tiene el Guille? Que es fidelista, que es revolucionario. Está bien, pero es mi amigo.
María no siguió con el intercambio. Estaba tan preocupada
por el porvenir de la familia como por la evolución contradictoria
y agresiva del hijo. Ella, mucho más que Manuel, padecía sus
196
estados de ánimo volubles, indescifrables, y la ternura siempre
había sido su mejor recurso para enfrentar a José Antonio, por
eso dejó que la conversación se diluyera, observó cómo el muchacho se cambiaba de ropa y permaneció en silencio cuando salió a
la calle.
La avenida Santa Catalina mantenía el normal ir y venir de
personas y vehículos. Los vendedores ambulantes habían vuelto
a los pregones. Las casas tenían abiertas las ventanas y las puertas, pero la cafetería El Gallito, lugar de reunión de los jóvenes
del barrio, iba en decadencia como todas las de su tipo, y cuando
a la hora prevista José Antonio y Guillermo se encontraron fue
muy corto el tiempo que pasaron juntos.
–Jose, qué raro tú eres, compadre. Eres el único de mis amigos que no me ha preguntado por Girón.
José Antonio dudó. –El problema es que yo no sé lo que pasó
de verdad allá, además, tú sabes que no soy comunista.
–Sí, lo sé. ¿Y qué? Ven acá, compadre, ¿todavía sigues con la
misma bobería? ¿Tú no viste en la televisión quiénes eran los
mercenarios?, ¿no viste la cantidad de hijos de puta que desembarcaron para matar gentes que valen mil veces más que ellos?
José Antonio hizo silencio. Como casi todos sus compatriotas
había seguido el juicio público al policía batistiano capturado
entre los invasores y no se le quitaba de la mente la imagen de
una pequeña mujer que le preguntaba, colérica, si él no recordaba cómo la había torturado. Escuchó las declaraciones de otros
asegurando que eran cocineros, sanitarios, marineros, porque
ninguno quería asumir la responsabilidad de que habían desembarcado para hacer la guerra. Se acordó del testimonio de
un campesino hecho prisionero, y evocó la frase que se le había
escapado a su padre: “eso tiene que ser propaganda”, cuando un
viejo carbonero narró las amenazas de muerte en su contra, solo
porque algunos invasores lo consideraban comunista. Permaneció meditabundo antes de dejar escapar los sentimientos. –Guille, mi hermano, estoy jodío –dijo, y la respuesta le brotó de tan
adentro que Guillermo se mantuvo en silencio, confundido–. Yo
tengo amigos que están presos por jugársela como tú, pero del
lado contrario. Otros que han tenido que irse del país por culpa
de los comunistas. A mi padre le van a quitar el negocio por el
que ha trabajado toda su vida. Cerraron mi escuela y de haber
197
encontrado la manera yo también habría enfrentado a los comunistas, y no soy ningún mercenario, ni vendido, ni esbirro de
Batista. –José Antonio se desahogaba sin medir el contenido
de sus palabras, sin percatarse de que ambos estaban parados,
uno frente al otro, en medio de la acera.
–Estás equivocado. Estás del lado que no es. Yo no sé qué le
irán a quitar a tu padre, ni conozco a tus amigos, pero mi hermano, esa gente no sirve. Te lo digo yo, ¡NO-SIR-VEN!, y aquí lo
único que está pasando es que Fidel hace lo que hay que hacer y
los ricos no quieren y los yanquis no quieren y los curas no quieren. –Cuando Guillermo invitó a José Antonio a encontrarse en
El Gallito nunca imaginó una conversación como la que ahora se
desarrollaba, pero una vez desatadas las pasiones no pensó que
debiera detenerse–. Yo también soy tu amigo. No sé muy bien
por qué, pero somos amigos desde hace un tongón de tiempo y yo
sé que sirves. Quizás he tenido a mi padre para que me explique
las cosas de la Revolución, quizás incluso me ha ayudado más
la gente de mi escuela. No sé, pero a mí me dolería con cojones
verte del otro lado.
José Antonio se sintió menos tenso. –¿Tú eres comunista?
–Chico, yo no soy comunista, pero si el comunismo es esto que
tenemos ahora en Cuba y los anticomunistas son esos tipos que
vi en Girón, mi hermano, entonces yo tengo las barbas más rojas
que Carlos Marx. Ven acá, ¿qué es el comunismo?
–En la escuela...
–Ah, no, no, no, dime lo que tú piensas, no lo que te han dicho
los curas falangistas, porque unos tipos a los que no les gustan las mujeres, que no fuman, que no se emborrachan con una
buena botella de ron, para mí son unos perfectos comemierdas.
–Ninguno de los dos jóvenes era ducho en teoría política, social
o filosófica, pero Guillermo pertenecía a los cubanos aventajados
en la escuela de la vida, en el día a día con que la Revolución
pulía el pensamiento de sus seguidores.
–Qué sé yo, Guille. El comunismo es algo que convierte a todo
el mundo en autómata, donde nadie piensa, donde todo el mundo
es carnero.
–¿Carnero? –volvió Guillermo a tomar la palabra–. ¿Autómatas nosotros los cubanos que la inventamos en el aire? ¿Eso es el
comunismo? Jose, yo no sé tampoco qué es el comunismo, pero sí
198
vi a Fidel fajado allá con nosotros, sé que Batista mató gente con
cojones porque a los yanquis les dio la gana y que ahora a este
país hay que respetarlo...
–En eso estoy de acuerdo –intervino José Antonio–. Yo sé que
hay mucha gente por ahí a la que la Revolución ayuda. Creo que
eso es lo que dice el catecismo que hay que hacer con los pobres,
y me repugnaron igual que a ti esos tipos diciendo que eran cocineros y barberos, y el esbirro aquel con cara de yo no fui. Pero,
Guille, los rusos se están metiendo en el país y esos sí son comunistas rabiosos...
–Yo no he visto a ninguno, lo que sí tuvimos fueron armas
rusas para defendernos, tanques, cañones, porque si no los mercenarios nos dan por culo, porque ahora resulta que nadie le vende armas a la Revolución.
–Esto es complicado.
–Sí, eso es verdad, es complicado, pero es sencillo también,
porque dime, ¿qué pasaba cuando la policía de Batista detenía a
los revolucionarios? ¿¡Qué pasaba!?
–Los hacían mierda.
–Los asesinaban sin juicio, los mataban como perros salvajes
después de cogerlos, y la mayoría de los muertos eran gente inocente. Pero bien, ¿qué les ha pasado a esos amigos tuyos presos?
¿Los torturaron?...
–No sé, pero están presos...
–Ah, y dónde iban a estar. Nosotros jugándonosla en Girón
y ellos poniendo bombas o haciendo sabotajes en La Habana.
Coño, boicagao, mire que usted es bruto, porque eso no es tan
complicado –dijo Guillermo y dio un giro de timón al diálogo–.
Mira, mañana hay una fiesta en casa de Bárbara. Tú no la conoces, pero no importa. Ella no es comunista, ni rusa, ni revolucionaria, ni católica, ni santera. Es una blanca que está durísima.
Olvida esas boberías que te llenan la cabeza y vamos juntos.
Guillermo le había sacado al amigo una media sonrisa. –¿Y
vamos a ir a una fiesta tú y yo, sin compañeras, como dos sapos?
–Ahí precisamente radica el problemita. Yo pienso ir con
Claudia, la francesa.
–¿Con quién?
–Tampoco la conoces, pero no importa. Lo único que tienes
que hacer es llevar a una mujer.
199
–Te das cuenta, volvemos a lo mismo, Betty se fue para Estados Unidos con la familia.
–Ven acá, hermano, ¿y Betty es la única mujer que hay en
Santos Suárez? Oye, mi socio, eso no tiene que ver ni con el
comunismo ni con Fidel, ni con la Revolución. Estás embarcao,
compadre.
–Bueno, bueno, déjame ver qué hago, yo te llamo. –Los amigos se despidieron y José Antonio siguió pensativo aunque por
primera vez, de forma elemental, había hecho ciertas distinciones en su interpretación propia de la vida. Desde que se despidió
de Guillermo supo que no iría a la fiesta. Le parecía incongruente con los amigos vencidos. El Guille era una excepción para él y
le importaba más conocer la suerte de Alberto Oñate que divertirse en una fiesta donde suponía que sería un bicho raro.
…
La nacionalización de la enseñanza en un país de poco más de
seis millones de habitantes, donde apenas en 12 meses se realizó
la campaña de alfabetización más profunda del continente americano, prometía mucho a la nación, pero en el despegue generó una cantidad abrumadora de complicaciones. La Universidad
católica de Villanueva pasó a ser pública y no todos los profesores
laicos aceptaron el cambio. Los maestros con que se contaba no
alcanzaban para dar respuesta gratuita a una demanda masiva
de estudiantes de todas las edades, procedencias sociales, razas y
sexos. Era abismal el desnivel existente entre instalaciones privadas y las enmarcadas en el sistema público, que tradicionalmente
había operado como cobertura a operaciones fraudulentas de funcionarios gubernamentales. Los materiales escolares comenzaban a escasear, como ciertos alimentos, piezas de repuesto y otros
insumos que habitualmente procedían de Estados Unidos. Las
autoridades insistían en asumir todos los gastos educacionales
y, en ese panorama, el Gobierno Revolucionario debió enfrentar
con más calma de lo que preveía la intervención de las empresas
dedicadas a la importación, procesamiento o producción de libretas, libros de textos y otros materiales.
Enclavada en la calle Mercaderes número 263, en la parte
vieja de La Habana, en un antiguo edificio, la única empresa
200
cubana dedicada a la producción de papel a partir del bagazo de
caña de azúcar continuaba desarrollando sus experimentos en
una fábrica montada en la localidad suburbana de Calabazar,
desde donde las enormes bobinas eran trasladadas para convertirlas en cuadernos y libretas, y después comercializarlas. Tanto
los patrones como los empleados sabían que la intervención del
gobierno estaba cerca, pero esa perspectiva no se hizo sentir en
el flujo de producción, ni afectó la armonía particular que caracterizaba a la entidad, adelantada incluso en la exclusividad de
contar con un médico especializado en salud laboral y un equipo
de fútbol que todos los fines de semana entrenaba o jugaba con
otras formaciones amateurs surgidas en aquella parte de la ciudad, donde se concentraba un alto flujo de emigrantes españoles
y el balompié se practicaba en las calles con balones hechos de
soga, trapos y cartón. Amadeo mantenía en secreto la esperanza de que La Única subsistiera como una productora del nuevo
Estado que se forjaba.
–¿Por fin el muchacho trabajará con nosotros o te arrepentiste? –Eran las cinco de la tarde y Amadeo tenía frente a él a
Manuel Ballester, a quien se había unido más desde el viaje al
exterior de su socio principal.
–No. Lo que ocurre es que todavía no he tomado una decisión
porque Jose y los demás muchachos fueron matriculados automáticamente en el Instituto de La Víbora, pero hay tanta confusión y tanto desorden en cuanto a la continuidad del curso que
prefiero esperar un poco.
–Yo te tengo una oferta –dijo Amadeo–. Invita al muchacho
para que juegue en el equipo de la empresa. Nos falta sangre
nueva. De esa manera se identifica también con el negocio, aunque bastante ha jodido él por estas naves.
Manuel aceptó la iniciativa y esa misma noche, cuando le
hizo la oferta al hijo, este se transformó en futbolista de un once
que integraban empleados de todos los rangos, quienes entrenaban en la cancha del Club Náutico y jugaban en cualquier
parte de la urbe. La incorporación de José Antonio al equipo
fue considerada como algo natural. Desde el surgimiento de la
empresa su presencia en la instalación era habitual, sobre todo
los fines de semana acompañando al padre y se correspondía
con el toque familiar que distinguía a la institución. El hijo y la
201
hija de Sindo, el cortador, trabajaban allí, y también un sobrino
de Pablo, el encuadernador, y Jesús, el tío de José Antonio, y
tres hermanos de Amadeo: una en la oficina, otro como abogado
y Mongo como representante de una empresa de papel precinta.
Los empleados llevaban los hijos al negocio para formar el relevo
y escapar del desempleo, y los patrones hacían lo mismo a fin de
consolidar su posición. Los hombres que ocupaban los mejores
puestos eran descendientes de gallegos, asturianos o catalanes,
y los contados negros que trabajaban en el lugar lo hacían como
auxiliares. La Única marchaba hacia la desaparición como institución privada pese a la esperanza oculta de Amadeo, pero lo
hacía de una manera digna, cuando huelgas promovidas por
sindicatos revolucionarios que querían adelantar el tiro de gracia a la patronal o acciones fraudulentas de ciertos dueños para
aumentar capitales y ponerlos a salvo al intuir que el fin estaba cerca, aceleraban más de una intervención estatal y creaban
conflictos al por mayor.
…
Llegó hasta la puerta enrejada con lanzas altas que dirigían sus
puntas hacia el cielo, pulso el timbre y aguardó. –Hola, Lucía.
–Cómo estás, Jose. Tengo novedades, pero mejor me esperas
un momento allá –dijo ella.
La respuesta de él fue afirmativa y al recorrer la distancia
que lo separaba del parque Juan Delgado, comprendió que el
lugar desempeñaba un papel importante en su vida. Rememoró
a Betty, un primer amor casi platónico. Se volvió a ver acompañando a Alberto Oñate en el tiroteo que formó desde la casona abandonada que en la distancia todavía parecía solitaria y
fantasmal. Pasó revista a las andanzas infantiles entre aquellos árboles viejos y bondadosos, en los mismos bancos en que
se encontraba ahora, y dejó correr la vista acompañada por la
media luz que daban las farolas, hasta que divisó la imagen de
una mujer que se acercaba. Vestía pantalón color arena, cortado
exactamente a la altura de las rodillas, con una blusa fresca que
dejaba ver los hombros.
–Vine lo más rápido que pude. Pensé que era lo mejor porque
a la señora Alicia no le gusta que yo me entretenga en la casa.
202
Aquí te traigo la forma de comunicarte con Albertico –comentó
Lucía y se sentó a su lado.
–¿Lo trasladaron finalmente?
–Sí. Está ahora en La Cabaña. Mira, te anoté lo que debes
hacer para escribirle. Dicen los señores que irá a juicio por terrorista. Imagínate, el ambiente está muy malo en la casa, por eso
pensé que lo mejor era vernos aquí –respondió ella, tratando con
mucho tacto de que el diálogo continuara.
Él prendió un cigarrillo, leyó la nota escrita a mano con trazos claros y la guardó en la billetera. –¿Tú sabes si lo han torturado?
–No, chico, no, qué torturado ni torturado. Dicen que él de
lo que se queja es de la comida, que está malísima, y de estar
preso...
–¿Y por qué lo acusan de terrorista?
–Escuché decir a la señora que lo acusan de poner varios
petardos y del incendio en la tienda por departamentos que ellos
tenían. A mí también me interrogó la policía, ¿sabes?, pero es
que yo de Albertico sé muy poco, él siempre se mantenía a distancia de mí.
–¿Llevas mucho tiempo con los Oñate?
–Es todo lo que he hecho desde que vine para La Habana. Yo
soy de Guane, ¿sabes?, pero allá no había trabajo, ni tenía cabeza para estudiar con tantos problemas en casa y decidí probar
suerte aquí.
–¿Y serás sirvienta toda la vida?
–No, chico, no, pero las cosas no son tan fáciles como una quisiera y mucho menos cuando una es del campo. Pienso volver
a estudiar ahora que no cuesta y que dicen que todo el mundo
puede hacerlo, pero no sé, no sé qué hacer porque las cosas están
muy feas en la casa. El señor dice que él tiene que irse del país,
la señora que no se va sin el hijo y todos los días hay una bronca. –Lucía hablaba y él observaba a aquella trigueña mezclada,
en la que se fundían ancestros asiáticos, africanos y criollos en
dosis perfectas. Los ojos achinados y negros, labios pulposos y
pequeños, delgada, pero con las piernas y los muslos bien torneados, una cicatriz diminuta en la sien izquierda que restaba
candidez al rostro y una dentadura para exhibir. Cuando hablaba movía las manos y los dedos sin parar y en algunos momen203
tos, para responder a emociones que solo ella conocía, sus labios
hacían un mohín espontáneo y aniñado. Apenas rozaba los 19
años de edad, pero había aprendido a estar siempre lejos de las
miradas lascivas del viejo Alberto Oñate y a ejercer un control
muy especial sobre el hijo, con la conciencia plena de que muchas
veces, a la hora de tomar el baño, este la espiaba y era entonces
que ella se transformaba en una hembra provocativa que hacía
de cada enjabonada un deleite para el niño de la casa, a quien
después mantenía a distancia. Ella supo de hombres casi desde
que nació. Sabía sufrir y hacer sufrir. Conocía a la perfección
su lugar en la residencia de los Oñate. Dominaba la técnica de
sobrevivir diciendo que sí a los señores, y era también alegre,
trabajadora, pulcra, soñadora... aunque con los pies clavados en
la tierra. A su manera, buscaba un lugar donde brillar.
Sentados en el parque permanecieron horas. Hablaron de
todo y cada cual contó lo mejor de su historia personal. Rieron en
muchas ocasiones, se alegraron de estar uno junto al otro, pero
no sobrepasaron los límites de un primer encuentro. José Antonio porque no encontró la forma de llegar más lejos y ella porque
sabía lo que hacía.
–Jose, ten cuidado. Mira lo que le pasó a Albertico –dijo la
muchacha cuando la conversación pasó a temas que no le interesaban.
–Yo no estoy en nada, Lucía. Creo incluso que la Revolución
está haciendo cosas buenas. A mí lo que me molestan mucho son
los comunistas.
–A mí eso no me interesa, ¿sabes? En la casa nada más se
habla de política, a todas horas, política, comunismo y política.
–Sí, es que eso está en el ambiente. Por ejemplo, el presidente del Comité de Defensa de mi cuadra, un señor que siempre
ha sido insignificante, ahora resulta que es más revolucionario
que Fidel y más comunista que los rusos. Imagínate que le dice
al Ejército Rebelde, “nuestro gran Ejército Rojo”. ¡Será estúpido!
–José Antonio dejaba aflorar su obsesión, se enardecía y le ponía
nombre a su conducta–. Yo soy anticomunista y no tengo por qué
ocultarlo.
–Tengo que irme –dijo Lucía abruptamente. No estaba dispuesta a que la noche terminara así. Se puso de pie, extendió su mano
derecha y mientras él se la apretaba en son de despedida, sin tur204
barse por el corte abrupto de la conversación, ella volvió a abrir
para el muchacho las puertas de la esperanza–. Jose, sobre las
dos de la tarde la señora siempre duerme la siesta. Llámame a esa
hora cada vez que quieras y quizás en mi día libre podamos volvernos a ver –agregó, y para no parecer ansiosa volvió a Oñate–.
Yo trataré de saber más de Albertico y te mantendré al tanto.
Ruptura
(Tercer tiempo)
Débora entregó todos sus encantos a José Antonio y creyó en los
sueños que comentaron en voz alta durante las muchas noches
de pasión vividas juntos. Lo presentó en su casa sin decir que era
casado y sin lograr aplacar la suspicacia de los padres, conocedores de los amores tormentosos de la mayor de sus tres hijos. Con
las horas y los días creció en ella el propósito de asentarse junto a un hombre que imaginó distinto a los demás, e hizo frente
con inteligencia y sin escrúpulos a los sinsabores que surgieron
cuando Dora comenzó a pedir definiciones al esposo y este vaciló. La mujer estaba dispuesta a la conquista definitiva a fin de
hacer cotidianas las locuras amorosas que ambos protagonizaban casi día a día. Dora vivía desconfiada del padre de sus hijos
y José Antonio se desgarraba entre el placer de disfrutar de una
fruta jugosa, exótica y prohibida, y la fidelidad a la mujer a quien
siendo muy jóvenes los dos le aseguró, convencido, que podría
contar siempre con él. Era un drama cotidiano. Los divorcios
rondaban la nación decididos a convertirse en moda. Era el drama universal, compañero de hombres y mujeres para desgracia
de las descendencias inocentes. Débora se dedicaba enteramente
al amante en cada segundo que podían verse y José Antonio se
hizo experto en malabares para estar en todas partes, porque
Mendieta, el Director de Personal, se valió de cuanto argumento
pudo utilizar y evitó su traslado de Regla a la oficina principal
de El Vedado.
…
Durante el tiempo que estuvieron uno al lado del otro sintió un
cosquilleo intermitente y cuando salieron por la puerta acris205
talada del moderno cine Mónaco no tuvo dudas. –Ay, Jose, se
me rompió la fuente –dijo Dora y el nerviosismo se apoderó de
la pareja. Habían salido en motocicleta porque el todoterreno
estaba en reparación, y sobre dos ruedas, sin respetar leyes del
tránsito, llegaron al hospital Clodomira Acosta. El parto resultó
complicado: Gabriela debió permanecer en la sala de cuidados
especiales pues nació con bajo peso y el corazoncito de Daniela
latió con una insuficiencia que reclamaría intervención quirúrgica compleja al pasar los siete años.
En los días que siguieron al parto, él se mantuvo junto a la
familia engrandecida y Dora aguardó pacientemente su oportunidad, aunque a estas alturas había decidido no perdonar los
desvaríos de su esposo en momentos tan cruciales y hasta llegaría a personificar en él sus frustraciones.
La noche antes de que la madre y sus dos hijas regresaran a
Santos Suárez, José Antonio se dispuso finalmente a terminar
con el embrujo. Olvidó que era tarde, y en una jornada calurosa
de verano, sin putas ni chulos merodeando por las calles, acalladas las parrandas en las esquinas, el ambiente carente de rones
y cervezas porque no alcanzaban ni el tiempo ni los alcoholes,
reencontró a la amante. Se dieron cita en una zona romántica y
olvidada que fue corazón de La Habana durante los años 50, con
el Parque Central arbolado, la Manzana de Gómez orgullosa a
pesar de desangrarse por los comercios vacíos, y el Centro Gallego como testigo sin voz de lo que los hombres y mujeres de la villa
consumaban ante su presencia imponente. Decidieron encontrarse allí porque las conversaciones en el parque eran más que todo
de mujeres y hombres nostálgicos por una ciudad que había cambiado. El centro social se desplazaba al oeste, hacia la avenida de
La Rampa, y la vida política que antes bullía corrupta y espectacular por entre aquellas callejuelas, desde el Palacio Presidencial o El Capitolio, renacía en el ambiente épico de la Plaza de
la Revolución. En la parte de La Habana donde ellos acordaron
verse de nuevo, el bar Floridita maldecía la pobreza de clientes
pese a que sus daiquirís seguían siendo los mejores cócteles del
planeta y el Paseo del Prado, herido por la falta de limpieza y de
cuidados, se aferraba al espíritu de sus leones metálicos, siempre desafiantes al paso de los tiempos. Cuando se reencontraron,
Débora vestía un pulóver color humo y pantalón de punto negro,
206
que subrayaba las líneas de un cuerpo concebido para pintores
y escultores. Los pies pequeños y blancos estaban resguardados
por unos zapatos de piel. La cara ovalada, los labios y las pestañas cortas no llevaban maquillaje, porque con la mirada de unos
ojos casi siempre soñadores, con la risa permanente y cada gesto,
no hacían falta los atavíos adicionales con los que otras buscaban resaltar. Llevaba también una cartera colgada del hombro
derecho y un collar corto de cuentas negras que él le regaló junto
con una camisa de nylon blanca de pechera labrada, detalle de
una calurosa moda europea que se abría paso en la isla caribeña.
Reservaron una noche en el Hotel Plaza livianos de equipaje y
antes de conocer la alcoba cenaron tarde. El intercambio inicial
fue cortés, intrascendente incluso. Ella se interesó una vez por la
salud de las jimaguas y en ningún momento él se atrevió a adelantar sus intenciones. A falta de vino bebieron cerveza, comieron
poco y luego del café, Débora prendió un habano, que antes humedeció en el néctar y acarició con la punta de su lengua hasta dejar
perplejos a los contados comensales del salón. Jugueteaba con el
puro entre sus dedos mientras por debajo de la mesa, descalza,
acariciaba a José Antonio. Era experta en tales menesteres, que
a él lo enloquecían. Después se miraron sin tocarse y sin hablar,
echando al aire el lenguaje de los sentidos exaltados. Él pidió la
cuenta y la ayudó a levantarse tomándola de la mano, con deseos
contenidos de besarla y abrazarla, y cuando caminaron en busca
del viejo ascensor suponiendo que llegarían al cielo, ella sonrió
una vez más tras dejar el puro quemando solitario en el cenicero
de porcelana fina, reliquia de la casa que un mesero de sensibilidad puso entre ambos. Al cerrar la puerta, indiferentes al calor,
a las paredes despintadas y al mobiliario en ruinas, se desvistieron uno al otro sin apuros, en un ritual delicioso, y después el
sexo irrumpió furioso y tierno, reiterado y sin semejanza a nada
parecido. En cada entrega se delineaba el fin que él sugería y ella
presentía, y al amanecer del día siguiente la ruptura resultó desconsolada. José Antonio se vistió en silencio, conmovido, y Débora quedó decepcionada. Cuando el hombre cerró la puerta sintió
el impulso de volverse atrás para negar la dicho y asegurarle que
seguirían juntos, pero se contuvo.
A las seis y media de la mañana volvió a su casa e inmediatamente se dirigió a la alcoba para destender la cama y crear
207
la ilusión de que había dormido en ella. No desayunó. Tampoco
pasó por casa de la suegra a saludar al hijo que dormía allí y
cuando llegó a Regla, al calor húmedo que desprenden las aguas
contaminadas de la bahía, le costó trabajo concentrarse en sus
obligaciones. Asistió como un autómata a la reunión matutina
con Bencomo y los demás jefes de secciones. Acometió alguna
tarea de rutina y almorzó con Marquitos y Dagoberto, este último entusiasmado por la inmersión que haría la semana entrante en el mar transparente y cálido de la costa sur. A las tres de
la tarde se había repuesto gracias al quehacer en la Unidad de
Dragas y a la hora señalada salió en busca de la esposa y de las
princesitas retozonas. El regreso a la residencia fue una fiesta
a la que no faltaron los vecinos, y en medio del alboroto, cuando
comenzaba a oxigenarse, Débora se hizo sentir por intermedio
del hermano.
–Jose, te llaman por teléfono –le informó la suegra, adentrándose en una habitación en la que la felicidad era tangible, con
las dos camitas engalanadas a cada lado de la cama grande y
Abelito en su inocencia tratando de comprender lo que ocurría.
Jorge, el hermano de Débora, alertó con voz muy grave: a ella
la acababan de llevar al hospital, estaba inconsciente y parecía
medio muerta.
José Antonio volvió a la calle sin decir adónde iba. Trataba
de contener el nerviosismo que se transformó en ira cuando el
vehículo se negó a arrancar pese a los empujones de él y dos amigos. En ómnibus llegó al lugar que le indicaron por teléfono, en el
preciso momento en que Débora era trasladada, todavía inconsciente, en una ambulancia hacia un hospital mejor dotado. El
padre lo invitó a acompañarlo en el auto y por primera vez subió
a uno de los Alfa Romeo de cuatro puertas acabados de importar por el Estado. El hombre se mantenía a una corta distancia
de la ambulancia que hacía sonar la sirena persistentemente. A
su lado viajaba la madre, mientras él y el hermano se repartían
los mullidos asientos posteriores. El padre iba concentrado en el
tráfico, conteniendo la velocidad del pequeño auto capaz de sobrepasar muchas veces a la ambulancia que lo antecedía a máxima
velocidad, y fue la madre quien rompió el silencio con una voz
que sonó apagada: –¿Ustedes discutieron?
–Sí, discutimos, pero no me imagino qué pudo haber pasado.
208
–Dice mi otra hija que vio a Débora buscando todas las pastillas que hay en casa para calmar los nervios. Después se encerró
en su cuarto, se acostó a dormir, estuvo largo rato sin moverse,
como muerta, y cuando la hermana trató de despertarla le respondió hablando incoherencias y echando espuma por la boca.
–La mujer hizo silencio y José Antonio no supo qué agregar. La
reacción de la amante volvía a ser inesperada y él estaba aún
bajo el efecto que le causó verla acostada, pálida e inconsciente cuando los camilleros corrieron en busca de la ambulancia,
que ahora penetraba a toda velocidad por la rampa del cuerpo de
guardia del Hospital Militar de Marianao. También a la carrera
los paramédicos introdujeron a la muchacha en un salón climatizado y una enfermera enérgica les solicitó que esperaran afuera. El lugar era lúgubre, sin ventanas, caluroso, y ninguno de
los cuatro acompañantes de Débora permaneció junto al otro. El
padre se paró en el acceso de entrada mirando en la distancia,
la madre y el hijo tomaron asiento en unos bancos de cemento,
separados entre sí, y él se recostó a la pared con la vista clavada
en las dos puertas que impedían pasar hasta donde se encontraba la muchacha.
José Antonio se consideraba el único responsable de lo ocurrido. Se sentía incapaz de cuidar a una mujer, y permaneció así
todo el tiempo, indiferente a las horas que pasaban sin respuesta
y al movimiento indetenible de médicos y gente adolorida. Siempre que alguien abandonaba el salón climatizado, la madre iba
en busca de noticias y ellos la seguían con la vista desde sus posiciones respectivas, a la espera de señales. Una y otra vez ocurrió
lo mismo hasta que la precisión que buscaba llegó también de
manera insospechada.
–¿Quién es José Antonio Ballester? –preguntó un médico
cuarentón incapaz de ocultar el agotamiento que lo consumía. Él
respondió de inmediato y avanzó hacia el desconocido. La madre
fue igualmente en busca del galeno y lo mismo hicieron los otros,
pero el hombre de bata blanca y algo sucia por el uso calmó los
ánimos asegurándoles que el peligro había pasado, que uno a
uno entrarían a ver a la muchacha, aunque el primero sería José
Antonio. Los padres no pusieron reparos, y tampoco el hermano. Al superar la puerta, el salón se abrió en múltiples cubículos
delimitados por cortinas, donde otros hombres y mujeres trata209
ban de neutralizar muchos más casos de emergencia que toda
la capacidad profesional y la entrega humana concentradas allí.
José Antonio buscaba inquieto con la vista, pero su acompañante lo dirigió hacia el lugar más tranquilo del salón–. ¿Tú eres su
novio? –preguntó una vez más.
–Sí.
–¿Eres casado?
–Sí.
–¿Te casarás con ella? –La tercera pregunta no encontró respuesta y cuando por instinto su mano fue en busca de la caja
de cigarros, el médico lo impidió–. Fíjate lo que te voy a decir,
Débora se envenenó y cuando te lleve a verla lo único que puedes hacer por su bien es decirle la verdad. –El especialista de
nombre desconocido hablaba sin rodeos y quería convencerlo a
toda costa–. Si te piensas casar con ella, hazlo, y si no, díselo sin
darle esperanzas –recomendó y amplió sus consideraciones. Ella
había intentado suicidarse como un mecanismo de presión y el
medio encontrado fueron las pastillas y no otro realmente mortífero, porque Débora no era una suicida. No obstante, si él no se
mantenía firme en la decisión que adoptara, ella volvería a hacer
algo parecido y ahí radicaba el peligro mayor. En otro simulacro
podía equivocarse y perder la vida sin quererlo. Mientras razonaba pausadamente, el médico se percató de que José Antonio
estaba aturdido y consideró que antes de llevarlo a la camilla
sobre la cual la joven se recuperaba debía asegurarse de que él lo
comprendiera todo. Lo invitó entonces a acompañarlo hasta una
oficina próxima. Se sentaron uno al lado del otro y del bolsillo
grande de su bata sacó una cajetilla de cigarros que compartió–.
¿No te imaginaste que esto podría ocurrir?
–No, médico. En realidad nunca me pasó por la mente que
Débora pudiera reaccionar de esta manera. Nosotros decidimos
separarnos. Mejor dicho, yo decidí separarme, se lo dije y ahora
me jode mucho verla así.
–Te comprendo. Eso es delicado. En su inconsciencia ella repetía tu nombre y cuando logramos despertarla y se recuperó un
poco, lo primero que quiso saber era si tú estabas en el hospital.
José Antonio fumaba, escuchaba al médico, pero no se sentía
dispuesto a una reiteración de ruptura que le parecía cruel en
aquellas condiciones.
210
–¿Usted está seguro de que es el momento de volver al tema
de la separación?
–Ella no corre peligro y ahora es el momento –respondió el
médico que aparentaba saber perfectamente lo que decía.
–Me va a costar trabajo. Me costó trabajo decirle que la dejaría y ahora me siento muy mal.
El galeno apagó su cigarrillo. Cuando le diera de alta a Débora pondría fin a dos días de guardia en aquel hospital público.
Estaba extenuado pero fue paciente. Había visto muchos casos
similares, algunos no pudieron ser salvados, y estaba dispuesto a no caer en la trampa de la sensibilidad hueca y los remordimientos. –Eres un hombre, muchacho, nada más que eso, un
hombre, y cuando salgamos de aquí debes estar seguro de lo que
harás, sobre todo, por el bien de ella, que también es solo una
mujer muy joven.
José Antonio pensó en Dora y en los niños, volvió a rememorar las advertencias de los amigos y aunque su convencimiento
propio de apartarse de ella era frágil, se impuso la decisión de no
seguir con el romance. –Despreocúpese, haré lo que tengo que
hacer. Usted se ha portado como un amigo. ¿Podría verla ahora?
–Por supuesto. A los padres sé lo que debo decirles. Lo fundamental ahora es ayudar a la muchacha y tú eres decisivo. Háblale claro, aunque duela, lo demás es asunto mío y de la familia.
Terminada la conversación caminaron hasta la camilla solitaria desde la cual la joven miraba a los celajes. En torno a los
ojos tenía unos círculos violáceos, los labios parecían hinchados,
la cara estaba pálida. Una vez que estuvieron cerca, el médico
se retiró discretamente y José Antonio la besó en la frente trayéndola de regreso a aquel lugar e induciéndola dulcemente a
que lo mirara desde muy adentro. La vio inmóvil y muda, mientras él permanecía de pie sin saber qué responder a la pregunta
que desde sus entrañas Débora le lanzaba con la vista. –Dice el
médico que pasó lo peor –comentó y la muchacha atinó a hacer
un gesto afirmativo para luego llevar la mirada hasta muy
lejos del que fuera su amante–. Afuera están tus padres y Jorge, tu hermana se quedó en la casa. –No recibió respuesta, ella
aguardaba y él volvía a sentir unos deseos tremendos de fumar.
Supuso que sudaba y enrojeció–. Débora, no podemos seguir juntos. Entiéndeme, no vamos a seguir juntos de ninguna manera
211
–afirmó cuando sintió que podía hacerlo y alcanzó a distinguir
húmedos los lagrimales de ella. Aumentó la sensación de que
sudaba, pensó acariciar la negra cabellera de la mujer, pero con
la recomendación del médico presente como una orden irrebatible permaneció inmóvil.
La respuesta de ella llegó después de mirarlo largo rato: –Gracias por estar aquí. Dile a mamá que entre, por favor –agregó y
así se despidió, aunque él se mantuvo en el vestíbulo del cuerpo
de guardia hasta que muy tarde Débora volvió a Miramar en
compañía de los suyos.
Cuando regresó a Santos Suárez, Dora no hizo preguntas. Se
dedicaba a la rutina indispensable de alimentar a las dos hijas
y José Antonio debió encargarse de una de ellas porque las dos
gritaban al mismo tiempo reclamando la leche y los pechos de la
madre no eran suficientes para aplacar el hambre. –Los pomos
se están refrescando en la cocina –comentó la esposa siempre
indiferente y él alcanzó a evadir la tristeza acumulada con la
suposición de que cumplía su deber. Estaba agotado cuando las
tres volvieron a dormirse, pero tuvo fuerzas todavía para salir al
portal, una vez más en busca de la madrugada, y se sentó en uno
de los sillones. Pensó que reemprendería el camino de la familia.
Confiaba todavía en que a la larga su compañera haría lo que él
decidiera y se rió mirándose en retrospectiva, cuando parecía un
animalito asustado y confundido en el lúgubre salón del hospital. Meciéndose y rememorando, meciéndose y soñando una vez
más, meciéndose y meciéndose sin detenerse, lo invadió un sueño profundo hasta que la claridad del día y los llantos agudos de
las hijas hicieron el milagro de ponerlo en pie. Nunca más buscó directamente a Débora y nunca más volvieron a encontrarse,
aunque él trató de seguirle el rastro cuanto pudo, porque una
mujer como aquella era difícil de olvidar.
212
XI
El látigo
(Primer tiempo)
Tiene un látigo por lengua.
–Yo quiero que levanten la mano los que compran en bolsa
negra –pregunta ella. Es la primera en identificarse y solo el que
dirige la reunión se mantiene inmóvil–. A mí nadie me tiene que
decir a estas alturas que la bolsa negra corrompe, que quienes la
practican se enriquecen a costa de nuestras necesidades, pero no
hay otra opción...
–Yo no compro en bolsa negra –la interrumpe el que dirige.
–Perfecto, me alegro mucho. Yo no puedo. Tengo en la casa
una vieja enferma y un niño al que alimentar. Jose y yo vivimos
del aire si fuera necesario –habla Silvia y nadie más se queda
callado, todos argumentan y coinciden en señalar la impotencia
individual que se registra en todas partes para mantener la vida
ascética de antes. No hay pienso para alimentar a las aves de
corral y el Estado las reparte entre la gente a precio simbólico
con el propósito de que cada cual haga cría y se alimente, pero las
pobres no engordan sin pienso, son de raza, y terminan famélicas
animando las ollas. Hay trifulcas en las esquinas cuando los alimentos racionados se demoran en llegar o cuando alguien hace
valer su amistad con el vendedor, y burla a los otros consumidores en fila. La gente se irrita cuando los pocos ómnibus que quedan circulando tardan horas entre cada recogida o cuando debe
caminar diariamente kilómetros y kilómetros para ir y venir
del trabajo, sin un vaso de agua que tomar en el trayecto–. Yo lo
vuelvo a decir aunque no guste. Esas movilizaciones agrícolas no
resuelven absolutamente nada. Debemos cambiar la economía y
permitir que se desarrolle la iniciativa individual o esto se hundirá –repite ella en la reunión a la que solo asisten los militantes
213
del Partido y donde el que dirige parece ser el único que anda por
otro rumbo, aunque él también deberá someterse al desafío de la
calle al terminar este y otros encuentros que le faltan por tener
para transmitir las orientaciones llegadas “desde arriba”.
Silvia ha sido así desde la adolescencia. Ha subido todas las
montañas simbólicas de la nación como premio a sus resultados de estudiante sobresaliente, porque era época de “estímulos morales”. Ha recogido café y sembrado caña. Ha estado en
las trincheras, y por todo ello no se calla pese a que ya cansa la
opinión y no son pocos los que escuchan, aprueban con su mano
alzada y después hacen lo contrario, en una práctica que se generaliza. El cinismo se enraíza en la cotidianidad de los cubanos.
–Hay que cambiar hasta la forma de decir las cosas –prosigue
ella–, hay que dejar a un lado la repetición de consignas sin pensar lo que se dice, hay que poner los pies en la tierra. –A los 39
años de edad sigue siendo apasionada y no ha perdido una alegría que contagia. En política vive a la zurda por herencia familiar y convicción propia, pero la asusta la ausencia de un proyecto que convenza con vistas a sacar al país de entre las ruinas.
–Compañeros, no podemos perder la unidad, ni abandonar la
calma –comenta al fin el que dirige y clausura así otra reunión
transformada en desahogo colectivo, de las muchas que por estos
días tienen lugar en La Habana.
La prensa, que es toda pública, no habla de las calamidades.
En la calle se dice que en la dirección del Partido único se debate
el rumbo a seguir. Es evidente la necesidad de hacer reformas.
Llegan noticias del Oriente sobre una epidemia de neuritis que
suma víctimas sin que los medicamentos alcancen. Y a Carlos
Lage, un cuarentón formado como dirigente al lado de Fidel Castro, parece habérsele encomendado reformar la economía o al
menos dar la cara en público y anunciar las malas nuevas, que
son muchas. De ese modo irrumpe Lage como representante de
una nueva generación de líderes. Desconoce que una década después será expulsado del primer círculo de poder. Roberto Robaina,
desde la Juventud Comunista, apela a un lenguaje novedoso para
ganar adeptos. “Después de Fidel, él es el único capaz de movilizar a un millón de personas”, dicen sus seguidores, pero tampoco llegará a trascender como dirigente de la Revolución. Emerge
también un culto historiador, Eusebio Leal, quien se echa sobre
214
los hombros la reconstrucción completa de la Habana Vieja en
ruinas, aunque pocos se pregunten por qué llegó a tales extremos
la ciudad. Y un joven intelectual de larga cabellera, Abel Prieto, asume la dirección de los escritores y artistas, y durante su
mandato comienzan a ser sacados del olvido aquellos que fueron
condenados por los ultraduros, como el teatrista Virgilio Piñera,
y escritores del tamaño literario de José Lezama Lima. Cierto
hálito presagia esperanzas, cuando todavía son más las incógnitas en torno al futuro de la nación.
Villa Marista
(Segundo tiempo)
La estampida de las clases alta y media mermó el potencial profesional del país y eliminó toda posibilidad de que la oposición
interna se reorganizara con fuerzas propias. Hacia Estados
Unidos, en vuelos directos o por terceros países, se trasladaron familias completas, y quienes no podían esperar por los trámites aduanales recurrieron a cualquier vía, por peligrosa que
fuera, para sortear el centenar y medio de kilómetros que los
separaban de la tierra norteamericana. En algo más de doce
meses, 15 000 niños abandonaron la Isla sin sus padres en una
operación montada por la CIA y la Iglesia católica estadounidense, basada en el supuesto de que la Revolución anularía la
autoridad paterna sobre los hijos. El flujo crecía con el desplome de un modo de vida y el surgimiento de otro. En Miami los
contrarios al nuevo régimen ampliaban y consolidaban el apoyo
oficial con que contaban, y a los combates de Girón siguieron
desembarcos de comandos armados, sabotajes, intentos de atentados y sistemáticas campañas publicitarias, como parte de una
llamada Operación Mangosta, cuajada en Washington. Del lado
norte del Estrecho de la Florida la política movía grandes capitales y daba empleo a mucha gente, mientras al sur proseguía el
empeño de revolucionar hasta la conciencia nacional sin saber
cómo, sumando aciertos, errores, también muchos excesos, y
siempre con la vista puesta en las costas y en los cielos para
evitar los ataques por sorpresa. Fidel llamaba constantemente
a la unidad y esta iba de las manos de la defensa de la causa y
el mando único que personificaba el Comandante. La diploma215
cia que encabezaba el carismático ministro Raúl Roa no impidió
que la mayoría de los gobiernos latinoamericanos rompiera relaciones con La Habana bajo presión de la Casa Blanca y debido a
ello fue mucho mayor el desafío. Tocó vivir aislados del entorno
natural americano. El cataclismo social dejaba huellas al norte
y al sur, entre los cubanos obligados a cambiar de nacionalidad
para abrirse camino en el mundo anglosajón y entre quienes
en la Isla se consideraban sustancia de la Patria. La política lo
dominaba todo y desaparecía el espacio para las indefiniciones,
los indecisos y la neutralidad.
–Viejo, llevo varias horas tratando de localizarte. –El hijo
estaba ansioso.
–Sí, me lo dijeron, pero he estado muy ocupado. ¿Qué pasa,
Guille?
–Hay un problema serio.
–No me vengas a decir que volvieron a suspender las clases.
–No, nada de eso, olvídate, que yo saco el año y me gradúo. El
asunto es que Jose está preso.
–¡¿Preso!? –Fernández estaba habituado a las sorpresas y
asumió con serenidad la noticia–. ¿Qué pasó?
–Todavía no sé muy bien, por eso te estoy llamando. Yo me
enteré en el barrio, llamé a su casa y me respondió la madre,
que estaba nerviosísima. Lo único que entendí es que se fajó con
unos compañeros del Comité de Defensa y ahora está en Villa
Marista.
–Pero a Villa no llevan a nadie por una bronca en la calle,
Guille.
–Lo sé, viejo, y es por eso que te llamo.
–Oka, oka, veré qué puedo averiguar, pero tú sigue dedicado
a lo tuyo, no pierdas el tiempo. –Fernández laboraba en el flamante Ministerio del Interior, se especializaba en el enfrentamiento a la contrarrevolución y había avanzado la tarde cuando
encontró tiempo para informarse sobre el amigo de su hijo.
José Antonio llevaba 24 horas en una pequeña celda y compartía el tiempo con otros tres detenidos: Lucas, un hombre alto
que afirmaba estar preso por equivocación, y dos jóvenes de la
playa Jaimanitas, detenidos al tratar de salir clandestinamente
hacia Miami en una embarcación robada. Desde la celda se escuchaba el efecto del viento sobre los frondosos árboles de mango
216
que distinguían a la instalación, otrora residencia de la Congregación Marista, en cuyos amplios terrenos de fútbol y béisbol,
José Antonio había jugado muchas veces. El hombre alto estaba
allí cuando él llegó vestido con un uniforme color crema de una
sola pieza, después de entregar todas sus pertenencias y tener
un intercambio inicial con el teniente Julián, quien lo acompañó
hasta la misma plancha de acero que servía de puerta a la estrecha morada y le indicó la paradoja de que volviera a Villa Marista en calidad de detenido. Los dos jóvenes, ambos de mediana
estatura y complexión fuerte, ingresaron en cautiverio poco después que él.
–Julián, soy yo. –Fernández llevaba seis meses sin ver al amigo y cuando supo que él era quien investigaba el caso, se alegró
de volver a hablarle aunque fuera por teléfono y en aquellas circunstancias. Pasaron largos minutos saludándose, hicieron un
recuento breve de lo ocurrido desde que los dos dejaron de verse
y finalmente el padre de Guillermo abordó el tema que lo ocupaba–. Sé que llevas el caso de un detenido nombrado José Antonio
Ballester Guerra y me gustaría saber qué hay con él.
–Déjame decirte que no eres el primero que se interesa por
el asunto, pero en realidad me parece que no habrá nada trascendental. Rompió una bandera de la Unión Soviética por una
perreta con la gente del Comité de su cuadra, después se fajó
a piñazos con un compañero, llamaron a la policía, se puso a
boconearle al jefe de la unidad, le encontraron el nombre y la
dirección de un contrarrevolucionario preso en La Cabaña y me
lo mandaron para acá como sospechoso.
–¿Qué te parece el muchacho? Te pregunto porque lo conozco,
es amigo de mi hijo... Sí, del Guille... Está hecho un gigante y
hasta peleó en Girón... Sí, sí, es el relevo nuestro... Bueno y nada,
que me gustaría conocer tu impresión de José Antonio.
Del otro lado de la línea telefónica, Julián prendió un cigarrillo y miró la hora en su reloj de pulsera. –Este muchacho es un
bitongo bocón. Imagínate que lo primero que esperaba es que yo
lo torturara y así y todo se me encaró desde una posición nacionalista y anticomunista. Qué sé yo, tiene un enredo en su cabeza
del carajo.
La conversación se desarrolló varios minutos más. Fernández
no hizo mayores consideraciones para no interferir en la inves217
tigación y antes de concluir la comunicación telefónica aclaró la
única duda que le quedaba. –¿Quiénes fueron los otros compañeros que se interesaron por José Antonio?
–Un piloto de Cubana de Aviación con un nombre rarísimo,
Alberto Sedey, Sidel o Semidey, algo así, y también el capitán
Luis Orlando Rodríguez. Los dos son amigos de la familia, tú
sabes cómo es eso. –Finalizado el intercambio tras una corta despedida, Julián comprobó que pasaban las seis de la tarde, mandó
a buscar al detenido número 45 y al tenerlo frente a él lo invitó a
tomar asiento–. Ballester, ¿usted sabe por qué está aquí?
José Antonio estaba tenso. –Sí, por romper una bandera rusa
que pusieron en mi casa sin el consentimiento de mi familia.
–No exactamente. Por romper una bandera de la Unión Soviética puesta en la vía pública después de que le advirtieron que no
volviera a hacer lo que había hecho con la anterior y, además,
por alterar el orden público –el investigador hablaba observando atentamente las reacciones del detenido, que seguía tenso
mirándolo a la cara–. ¿Ahora lo entiende?
–Sí.
–Yo no estoy aquí para discutir con usted, pero revisando el
informe de la policía pienso que una persona que se dice anticomunista y antisoviética, lo primero que debería hacer es conocer
ambas cosas.
–Mire, señor...
–Ya la he dicho que yo no soy señor, soy oficial.
–Bueno, oficial, sé que estoy preso y que usted puede hacer
conmigo lo que le dé la gana, pero yo no creo ni en los comunistas
ni en los rusos.
Julián se puso de pie, caminó lentamente hacia el ventanal
abierto que le quedaba a la izquierda, se recostó sobre el marco
de la ventana para no quitarle la vista al joven y varió la intencionalidad de sus palabras. –¿Usted conoce a Alberto Oñate?
–Sí. Es mi amigo y ahora está preso en La Cabaña. –La pregunta no pareció impactar en José Antonio.
–¿Sabe por qué está preso?
–Dicen que por quemar la tienda de su padre, pero yo creo
que eso no tiene sentido.
–Está preso por terrorista, y yo le pregunto: ¿qué piensa usted
de su amigo terrorista?
218
Por primera vez desde que llegó a la oficina espaciosa y bien
iluminada, José Antonio vaciló antes de responder. –Él no es
mala gente, es mi amigo, lo conozco desde la primaria.
–Y si es su amigo y es muy buena gente, ¿por qué usted se fajó
con él en el patio de los Maristas después del sabotaje en el cine
Alameda?
José Antonio sintió que enrojecía sin poder evitarlo. Entonces
dejó de mirar de frente al interrogador. “¿¡Cómo saben eso!?”, se
preguntó en silencio.
–Ballester, usted conoce perfectamente que Alberto Oñate
es un contrarrevolucionario peligroso. Ahora, ¿usted quién es?,
¿qué es usted? –El joven seguía desplomado y sin responder, y
Julián pasó a otras preguntas de rutina hasta dar por terminado el intercambio. Nuevamente, un custodio condujo al detenido
número 45 por un laberinto de pasillos anchos y estrechos hasta
la celda, y cuando el muchacho entró en ella rehuyó todo comentario con sus compañeros, se mantuvo mudo el resto de la noche
e insomne durante la madrugada.
El Departamento de Seguridad del Estado, G-2, tenía un
amplio expediente de Alberto Oñate y el teniente desestimó en
corto tiempo que José Antonio tuviera vinculación alguna con
las andanzas conspirativas de este, pero aun así, se interesó
en el preso número 45. Él seguía siendo el mismo idealista que
salió a las calles de La Habana en tiempos de la dictadura de
Batista a jugarse la vida por un mundo distinto, aunque ahora
fuera policía.
Transcurrió un largo día y luego de un magro desayuno servido en bandeja de aluminio en la misma celda estrecha, el detenido volvió a ser conducido por los laberintos hasta la oficina del
militar. –Por su cara parece que no durmió muy bien anoche.
–¿Y quién puede dormir bien en la cárcel?
–Siéntese –replicó el investigador y lo invitó a fumar uno de
sus cigarrillos. José Antonio volvió a ponerse en guardia. Estaba despeinado, tenía la cara desencajada y Julián, hábilmente,
trató de distenderlo haciéndole preguntas de poca importancia
para luego llegar al asunto que realmente le interesaba–. El
presidente del Comité de Defensa de la Revolución de su cuadra, Gutiérrez, el viejo extremista como usted le dice, declaró
que lo conoce desde niño y que usted es buena persona aunque
219
no sea revolucionario. Que no tiene cargos en su contra. ¿Qué
le parece?
José Antonio fumaba por primera vez desde que lo encarcelaron, pero seguía desconfiado, a la defensiva y no quería demostrarlo. –Me parece bien.
–Y ahora vuelvo a preguntarle: ¿qué opina usted de Alberto
Oñate?
–Oficial, Alberto y yo estamos juntos desde hace muchos
años. Somos amigos, no coincidimos en algunas cosas, pero no
voy a decirle absolutamente nada que lo perjudique, bastante
jodido está.
–¿Y en qué no coincide usted con Oñate?
–En boberías.
–En boberías y se entró a piñazos con él después del sabotaje
al cine.
–Pero eso no tiene importancia. Discutimos por una novia y
nos encabronamos. Otras veces hemos discutido por una jugada de fútbol, por una película, por cualquier bobería –dijo José
Antonio en una maniobra tan defensiva como evidente y pueril, que sin embargo arrancó al inexpresivo rostro de Julián un
destello de satisfacción. El militar estaba convencido de que el
muchacho haría y soportaría cualquier cosa con tal de no afectar
al amigo y volvió a cambiar de tema, adentrándose por los caminos de las contradicciones políticas.
–¿Vio cuántas personas desfilaron este Primero de Mayo?
–mientras le hablaba, Julián puso a la vista de José Antonio un
periódico repleto de fotos sobre el desfile del día anterior–. ¿No le
parece que eso quiere decir algo?
–Ahí no estaban todos los cubanos. Además, usted sabe que
los cubanos no son comunistas.
–Oiga, Ballester, el comunismo ese que lo obsesiona a usted
es una idea, no existe ni en la Unión Soviética, pese a que nosotros consideramos que es la sociedad más justa a la que pueda aspirar el ser humano. A mí, ya le dije, sus ideas políticas
no me interesan, pero usted debería estudiar un poco, conocer
bien la historia de este país y sobre todo fijarse en lo que ocurre en su alrededor, preguntarse por qué ocurre todo esto. –El
uniformado comprobó que el muchacho seguía atentamente sus
razonamientos, prendió otro cigarrillo, sirvió en dos tazas café
220
del pequeño termo que una militar dejó sobre la mesa de trabajo poco antes y volvió a darle otro giro al orden de sus razonamientos, adentrándose en sus vivencias hasta evocar en voz
alta la primera vez que lo detuvieron en época del batistato y
recordar la golpiza que le propinó la policía, de la cual llevaba todavía la marca en la parte frontal de la cabeza. En Villa
Marista, Julián libraba otra de sus escaramuzas de cada día,
aunque no todos los investigadores en la dependencia policial
tuvieran su misma sensibilidad, ni quienes llegaban allí en
calidad de detenidos vivieran en un cuestionamiento tan permanente como José Antonio. Con una enorme soga que comenzaba a enredársele al cuello, la Revolución se iba haciendo desconfiada, y en ocasiones sobrepasaba cualquier límite para justificar su defensa, mientras los que la desafiaban iban dejando
de ser los pudientes de antaño.
…
De nuevo por los laberintos, José Antonio comprendió que aquellos no eran los mismos. Luego de 24 horas consecutivas sin salir
de la celda, caminaba con un custodio a la espalda indicándole
por dónde debía desplazarse y se preguntaba si habría llegado la
hora de conocer la cara más grotesca de la cárcel. Le ordenaron
detenerse ante una puerta y cuando continuó la marcha volvió a
encontrarse frente al investigador, que fríamente le anunció que
del otro lado los esperaban. –Tiene visita. Serán 15 minutos, y yo
en su lugar calmaría a su padre que está muy nervioso.
Cuando le abrieron la puerta, en un salón pequeño Manuel
Ballester se levantó del asiento, con los surcos de la preocupación cortándole la frente y la mirada de muchas noches sin dormir. El custodio le ordenó que se acomodaran uno frente al otro,
sin tocarse, y él lo hizo más allá de la puerta.
–Jose, mi hijo, ¿cómo estás?, ¿qué te han hecho? Tu madre se
quedó en el carro porque dice que no resistiría verte preso, que si
te ve así querrá llevarte con ella.
–Papi, estoy bien. Estoy preso, ¿no?, pero estoy bien. Nadie
me ha hecho absolutamente nada. Dile a mami que no se preocupe. Díselo, por favor.
–¿Te han dicho cuánto tiempo estarás aquí?
221
–No tengo la menor idea, aunque los presos dicen que aquí
uno está más o menos diez días y después te trasladan para La
Cabaña.
–¿Y qué ha pasado?
–Lo que hacemos la mayor parte de las veces un militar y yo
es hablar de política y esas cosas. El tipo no parece mala gente.
–Ten cuidado, mijo, ten cuidado. ¿Tú has hecho algo grave que
yo no sepa? ¿Te acusan de algo?
–No, de nada. Me han dicho que no debí romper la bandera,
que Gutiérrez dio buena opinión de mí y ya te digo, la mayor parte del tiempo la hemos pasado hablando de la Revolución.
–¿Dónde te tienen?
–En una celda pequeñita, con otros tres, que tampoco se ven
malas personas. A mí me parece que ese lugar queda muy cerca
de la arboleda, pero esto es tan complicado aquí adentro que si
me fuera a escapar no sabría por dónde hacerlo.
–Jose, por favor, déjate de decir eso, seguro que están escuchándonos. Yo he hablado con algunos amigos para ver cómo te
sacamos de aquí. Tú no te preocupes, estamos haciendo todo lo
necesario –dijo el padre un poco más calmado al constatar que el
estado de ánimo de su hijo era bueno y a continuación siguió preguntando sin parar para conocer desde los alimentos que consumía hasta la manera en que se bañaba.
–Papi, ustedes estén tranquilos. Díselo a mami. No se vuelvan locos que a mí no me va a pasar nada. Oye y de paso, si pueden, lléguense a la gasolinera de las ocho bombas, en el Caballo
Blanco, y digan que Lucas está preso aquí. –Mientras transmitía ese mensaje, bajando la voz para no ser escuchado, el custodio traspasó la puerta y avanzando hacia padre e hijo dio por
terminada la conversación.
No hubo abrazos, cada uno obedeció la orden del militar y
cuando el padre caminaba por la calle en dirección al Plymouth
distinguió a María, moviéndose inquieta en el asiento delantero
del auto, y fue entonces que recordó el recado susurrado por José
Antonio sobre las ocho bombas. “¿Qué quiso decirme?”, se interrogó, y prefirió no comentar la duda con su mujer que, impaciente, abandonó el auto y partió a su encuentro.
En el trayecto hacia Santos Suárez y sentados nuevamente
en la casa, Ballester debió hacer muchas veces la misma histo222
ria. Ella no podía conformarse. No le bastaba que el hijo dijera
que estaba bien, “porque puede ser que esté bajo presión”, consideraba, y le preocupaba mucho el criterio que José Antonio
había dado del investigador y las referencias a las conversaciones constantes acerca de la Revolución “porque Jose es tan ingenuo que pueden estar tendiéndole una trampa”, repetía la madre
sin encontrar calma. Todos los Ballester y los Guerra, los amigos
y los vecinos, hasta el presidente del Comité, el Guille y Lucía
se interesaron por conocer la suerte del muchacho y a pesar de
que el criterio generalizado era que el asunto terminaría pronto
y bien, ni ella ni él estaban tranquilos. Ni María Victoria con
su complicada niñez, ni el hecho de que La Única permaneciera
intacta en medio de la ola de intervenciones desatada en el sector papelero, ni la seguridad dada por el capitán Luis Orlando
Rodríguez, amigo personal de Fidel, de que volvería a interesarse por el caso aunque todo indicaba que saldría satisfactoriamente, calmaban a los padres, quienes atravesaban el peor
momento de sus vidas.
…
Había transcurrido más de una semana, exactamente ocho días
de los cuales la mayor parte se encontró con Julián, no para responder a una indagatoria policíaca, sino para debatir cualquier
tema del acontecer nacional. Él dejaba volar sus ideas como si
no estuviera preso y el militar ripostaba. Se hablaba de todo: él
defendía que las empresas fueran privadas y las ganancias se
repartieran equitativamente entre los trabajadores y el otro apoyaba la tesis de las intervenciones estatales; el militar elogiaba
la reforma agraria, la alfabetización y él se quedaba sin argumentos para rebatir el impacto que esas medidas tenían entre
la mayoría de los cubanos; y cuando había alguna coincidencia,
esta siempre giraba en torno a la agresividad y a las intenciones
históricas de Estados Unidos con la Isla. En ese tiempo no tuvo
más visitas y cuando la voz conocida de uno de los custodios dijo
“¡45, salga!”, todos sus compañeros de celda le desearon suerte
en el esperado traslado a La Cabaña. Volvió a recorrer los laberintos sin llegar a desentrañarlos y en el nuevo encuentro con el
oficial supo lo que no esperaba.
223
–Bien, Ballester, voy a ponerlo en libertad.
–¿Cómo?
–Lo que escuchó. Esperemos que haya aprendido a respetar
los símbolos de cualquier país y más de ese, que nos ayuda cuando los demás nos dan la espalda. No hay cargos contra usted.
–¿Y puedo salir así, y ya? –respondió él con una alegría similar
a la que experimentaba siempre en las épocas navideñas en casa
de la abuela con sus padres, su hermana, sus tíos y sus primos.
–Llenamos un formulario y se terminó esta etapa para ti,
muchacho –volvió a comentar el uniformado y José Antonio se
percató del cambio de tono–. Espero que no te vuelvan a traer
aquí, pero serás tú el que diga la última palabra –agregó y le
entregó un periódico doblado.
–¿Y esto?
–Un diario comunista, Hoy. ¿Lo conoces...? Bien, este periódico tiene una sección que se llama “Aclaraciones”, que aborda
muchos temas sobre los cuales tú deberías saber y no sabes absolutamente nada. Este te lo regalo y te sugiero que siempre que
tengas tiempo leas y trates de buscar esa verdad que te hace
tanta falta.
Universidad
(Tercer tiempo)
Como de costumbre entre clase y clase, estaban sentados sobre
los muros que delimitaban la Escuela de Ciencias Políticas, donde
también se impartía Periodismo. Gretel, Raquel, Mirta y Petra
hacían que las damas fueran mayoría en el grupo de estudio de
José Antonio, que completaban Labrada y Fundora, a quienes
todos le decían FF. Labrada trabajaba en el departamento de
capacitación de un ministerio, Mirta y Petra eran secretarias
en otras dependencias oficiales, en tanto Gretel y Raquel, economistas, estaban decididas a ampliar sus respectivas formaciones
académicas. De los seis, la mayor parte llegó a la colina universitaria por el mismo camino de emergencia transitado por José
Antonio y todos se sentían estimulados siendo parte de aquella
creación pedagógica denominada Curso para Trabajadores.
–Te aseguro que hay plazas y que es la mejor manera de ir
identificándote con la profesión. –FF fumaba mucho más que
224
José Antonio y trataba de convencerlo para que fuera a trabajar en la agencia internacional de noticias en la que él lo hacía.
Los otros amigos aprobaban la propuesta y él sentía nostalgia al
comprender que de una forma u otra terminaría por abandonar
a sus compañeros de las dragas y las areneras–. Para eso estás
estudiando aquí. ¿No pensarás hacer periodismo en el mar?
–¿Y qué debo hacer?
–Vas a la agencia, te hacen un test de aptitud y llenas un
cuéntame-tu-vida, después yo te doy un empujoncito y resuelto
el asunto. –FF no sobrepasaba los 25 años de edad, había sido
limpiabotas, alumno del Instituto de La Habana, cocinero en
un batallón de milicianos, mensajero de correos y ahora compartía los estudios con la redacción de mesa en la agencia–. No
te imagines que vas a llegar y a triunfar, ni pienses que todo el
mundo te ayudará, pero si de verdad te gusta el oficio te abrirás camino.
La presencia ágil de la doctora Beatriz Maggi, con sus cabellos y sus tenis blancos, indicó que el tiempo de la Literatura
iba a comenzar y mientras todos se dispusieron a ocupar sus
puestos, José Antonio lo hizo con la idea de FF en la cabeza. La
consideraba una alternativa lógica, aunque debiera apartarse de
las aventuras y abandonar el oportuno vehículo soviético que lo
acompañaba permanentemente.
La tendencia a darle cierta institucionalidad al gobierno y al
Estado seguía cobrando fuerza. Los ataques violentos de los enemigos se hacían esporádicos. Solo de vez en cuando se registraba
algún ametrallamiento desde una lancha rápida o el secuestro
de pescadores solitarios a fin de crear terror, al tiempo que se
mantenía el bloqueo estadounidense, que las autoridades cubanas burlaban con el multiforme y multimillonario respaldo que
recibían de los soviéticos. La tradicional dependencia del cercano
mercado estadounidense iba siendo sustituida por una conexión
similar con la lejana Europa del Este.
A los alumnos de los cursos regulares en la Universidad se
les alertaba acerca del “peligro de ciertas corrientes de pensamiento” surgidas sobre todo en la Facultad de Humanidades. Se
les ponía en guardia ante poemas considerados políticamente
maliciosos, ante una narrativa catalogada de individualista o
evasiva, ante conductas personales que parecían no estar dota225
das del desprendimiento que exigía la nación. “La universidad
es para los revolucionarios”, proclamaba desde entonces la política de la casa de altos estudios y en la aplicación de esa máxima
abundaban las incongruencias. Solo el tiempo y la constancia de
algunos estudiantes, menos dados que otros al colectivismo decidido por decreto, a la repetición de consignas o a la aceptación
sin discutir de las directrices supremas, les permitieron romper
el estigma con que fueron señalados por otros alumnos que se
proclamaron guardianes de la pureza política de la universidad.
La institución tampoco escapaba al parto social en desarrollo e
incluso en la misma escalinata universitaria Fidel debió hacerle
una crítica pública a los guardias rojos que intentaron suprimir
la influencia católica en el pensamiento del líder estudiantil José
Antonio Echeverría, dirigente emblemático de la lucha contra
Batista. Hubo profesores eminentes que para estar a la altura
de las nuevas circunstancias se encerraron semanas completas
en la biblioteca central a profundizar en los clásicos marxistas
y otros que hicieron carrera con el dominio teórico del tema sin
compartir lo que enseñaban. La universidad habanera seguía
siendo taller de ideas y conceptos, laboratorio pedagógico en el
cual hasta la doctora Lirca innovó con los primeros discos de
acetato llegados a Cuba del catalán Joan Manuel Serrat para
ilustrar sus clases sobre Antonio Machado. La escuela de enseñanza superior era un hervidero, pero los trabajadores-universitarios quedaban muy lejos de los debates y los encontronazos
ideológicos que conformaban la cotidianidad de los alumnos de
los cursos regulares. José Antonio y sus amigos se veían en la
colina universitaria tres veces por semana y tampoco estaban
al corriente de las contradicciones generadas en el mundo intelectual de la ciudad, cuando Virgilio Piñera era adulado por sus
seguidores como forja del teatro nacional, se sumergía en el silencio la obra literaria de José Lezama Lima y se pretendía ignorar
a una culta escritora católica de apariencia frágil y estirpe muy
cubana: Dulce María Loynaz. El tiempo alcanzaba apenas para
trabajar, estudiar y recuperar fuerzas en alguna de las pizzerías
recién abiertas como parte de una red estatal creada para dar
respuesta rápida y barata a los habitantes de La Habana o en la
flamante heladería Coppelia, “donde cada bola de helado equivale (equivalía) a un bistec de res”, según decía FF.
226
…
Reynaldo Mendieta había llegado a una conclusión estratégica
y audaz. Ahora no aspiraba al contacto permanente con Samuel
Fontán para abrirse camino con mayor rapidez en las estructuras de poder. Estaba seguro, convencido de que el mejor jefe
de la Empresa Portuaria sería él y en consecuencia actuaba. El
hecho de haber sido admitido en el Partido Comunista estimuló
su aspiración y lo lanzó a una carrera veloz, pero cuidadosa. Lo
mismo podía estar en su oficina hasta poco antes de la madrugada, que era visto los domingos en la microbrigada de la barriada
de Alamar, donde bloque a bloque se levantaba el primer edificio
multifamiliar con que contarían los trabajadores de la empresa.
A Débora la trasladó a otra dependencia tan pronto trascendió
el desenlace de su obsesión amorosa. Hizo visible la eficiencia
administrativa aprendida de los antiguos patrones norteamericanos y no alcanzó a expulsar de la entidad a todos los trabajadores que quiso debido a no rendir cuanto se esperaba de ellos,
porque resultaba imposible vulnerar el entramado de leyes, disposiciones y decretos de carácter nacional que empezaba a hacer
inamovible a cualquier empleado estatal, otra práctica que se
expandía como forma de garantizar la seguridad de los empleos
y que a la larga devendría freno a la productividad. La carrera de Mendieta no conocía límites y respondía a una concepción
meditada hasta en los detalles. Cultivó seguidores con la misma dedicación con que cuidaba su imagen pública y no perdió
ocasión para acercarse al Ministro cuantas veces pudo, a fin de
sembrar dudas sobre la efectividad de Fontán como empresario.
El carácter explosivo de este y su falta de trayectoria administrativa eran cartas de triunfo en manos de Mendieta, quien en
una jugada a fondo atacó una vez más a José Antonio, con el propósito de lograr que Fontán se equivocara de respuesta. Él sabía
que el tiempo del muchacho en la empresa estaba contado y quería adelantarse a los acontecimientos para situar en algún puesto directivo de la Unidad de Dragas a alguien que respondiera a
él y no a Bencomo. Ese era el propósito a largo alcance, aunque
tácticamente buscaba provocar al director aguijoneando a José
Antonio para probar fuerza con el jefe supremo de la empresa
en presencia de otros altos dirigentes. Por ello, al cabo de hora y
227
media de un debate acerca del trabajo que realizaba la Unidad
de Dragas, se presentó la ocasión añorada por Mendieta cuando
el ingeniero principal insistió en la necesidad de perfeccionar las
estructuras de dirección de dicha dependencia.
–Estoy de acuerdo –dijo Fontán desde su posición de mando–. Hay gente muy buena en tu unidad, Bencomo, pero hay que
reforzar el conocimiento técnico de los que dirigen.
El viejo marino no estaba totalmente convencido de la necesidad expuesta. Sentía aversión por las consideraciones de los
tecnócratas y se mantuvo en un silencio similar al del secretario
del Partido, quien por lo general en reuniones administrativas
nunca se apresuraba a opinar. Reynaldo Mendieta, en tanto,
esperó la evolución del punto de vista expuesto por el ingeniero
principal y al considerarlo oportuno mostró sus cartas elegantemente. –Estimo que Homero podría ir ocupándose del trabajo
de José Antonio –propuso y aguardó varios segundos a la espera
de alguna reacción antes de continuar–. Ballester estudia una
carrera nada afín con nosotros. Aunque nos duela, a la larga lo
perderemos y Homero no solo cuenta con mayor formación técnica sino con un conocimiento más amplio de la empresa por el
tiempo que lleva aquí.
La secretaria de Fontán entró a la oficina de amplios ventanales con vista al mar portando agua y café para los cinco dirigentes y el paréntesis propició la primera evaluación que cada uno
hizo en silencio de la proposición de Mendieta. Al ingeniero y al
secretario del Partido les parecía coherente; Bencomo la rechazó sin pensarlo mucho pues conocía a Homero desde que trabajaban para los norteamericanos y siempre tuvo la impresión de
que el hombrecillo era un individuo sin criterio y sin la fuerza
requerida para dirigir; y Fontán consideraba que el Director de
Personal volvía a pedir la cabeza de José Antonio puesta en un
plato. Samuel recordó en silencio que fue precisamente Mendieta
el principal opositor a la misión yugoslava del joven, rememoró
los problemas surgidos en Camagüey, tenía fresca aún su negativa a que lo trasladaran a la oficina central de El Vedado a fin de
facilitarle los estudios, y los comentarios hechos por Reynaldo en
las reuniones del Partido a propósito de la moral de José Antonio por sus relaciones turbulentas con Débora, por ello no le fue
difícil concluir que su colega, más que pensar en la eficiencia de
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la Unidad de Dragas, buscaba culminar la sórdida disputa que
mantenía con el muchacho.
El ingeniero reanudó el intercambio sin terminar de beber su
café. –Coincido con Reynaldo, Jose se ha ido desarrollando pero
hay que ir pensando en un sustituto. No me gusta mucho la idea
de Homero, no sé, no le veo carisma para el cargo, pero tampoco
se me ocurre otra gente y no creo que debamos buscarla fuera de
la empresa.
–¿Tú qué opinas, Bencomo? –indagó Fontán pulsando el sentir de los reunidos y Reynaldo se acomodó en su butaca mientras
presentía que el director había picado el anzuelo, pero sin reflejar emociones en su cara, más ovalada con el paso del tiempo, ni
en los ojillos siempre inquietos, protegidos por los cristales de
aumento de sus gafas.
–A José Antonio pienso que le queda todavía un año con nosotros. No es malo ir considerando su relevo, pero tengo la impresión de que sería demasiado pronto sustituirlo ahora. –El viejo reservó cartas. Quiso solamente marcar su rechazo, aunque
el secretario del Partido se tomó la palabra para coincidir con
Reynaldo e inclinó la balanza al punto de provocar la opinión
de Fontán, quien cometió el error de preguntar directamente a
Mendieta a qué se debía su prejuicio con el joven.
Imperturbable, Reynaldo terminó de tomar su café, puso la
tacita con delicadeza sobre el platillo y mirando fijamente al
director respondió: –Yo podría preguntarte también a qué se
debe la sobreprotección que tienes con Ballester, pero Samuel,
aquí no estamos haciendo ningún análisis psicológico, buscamos
cómo mejorar la Unidad de Dragas y para mí solo cuenta el resultado del trabajo. –La respuesta fue bien acogida por el secretario
del Partido, Bencomo comprendió que Mendieta ganaba terreno
y el ingeniero no vio sentido a la pregunta de Samuel, por lo que
Reynaldo prosiguió triunfante con la defensa de su propuesta–.
Para mí José Antonio es un trabajador más de la empresa, un
buen trabajador, incluso puede que en algún momento le haya
exigido más de la cuenta, pero si lo hice es porque creo que puede
dar más y aspiro a que algún día elimine esos problemitas de los
años 60 por los que no es militante del Partido. Ahora bien, en
este momento es otro el tema, él terminará por dejarnos y eso,
Samuel, no es una crítica, es simple lógica, y Homero, aunque
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quizás no sea el sustituto ideal, es el que tenemos a mano, al que
conocemos y con Bencomo al lado estoy seguro de que dará el
máximo.
Mientras Reynaldo defendía su tesis, Fontán comprendió su
error y al serenarse y evaluar la respuesta de Mendieta tuvo la
certeza de que con el tiempo este se había crecido como dirigente
hasta un punto que solo ahora calibraba. Se dio cuenta de que en
la medida que hablaba, el secretario del Partido asentía, se percató de que el ingeniero principal era partidario de la sustitución
inmediata y pasó a responder, seguro de que estaba en minoría.
–Reynaldo, discúlpame si no enfoqué la cuestión como debía. Tu
propuesta es inteligente, pero necesito tiempo para evaluarla.
–Yo quiero agregar algo –interrumpió Bencomo cuando todo
indicaba que la discusión estaba agotada–. Seguro que algunos
de ustedes recuerdan lo que voy a hablar, porque todos trabajábamos con los yanquis cuando tuve que mantener bien oculta
mi militancia en el Partido Socialista Popular porque si no los
americanos me mandaban pa’l carajo. ¿Se acuerdan, caballeros?
–preguntó el marino con la mirada puesta solamente en Mendieta, quien asintió de poca gana. –En aquella época Homero
trabajaba conmigo y no solo tuve que oír sus consejos nerviosos
y permanentes de que abandonara mis ideas, sino que cuando
ustedes comenzaron a vender bonos del 26 de Julio para ayudar
a la gente de la Sierra –continuó refiriéndose al ingeniero y a
Reynaldo–, Homero estuvo a punto de dejar el trabajo porque
estaba seguro de que la policía nos descubriría y nos metería a
todos presos. ¿Recuerdan eso, compañeros? –volvió a preguntar
el viejo. Fontán dejó entrever una sonrisilla, Mendieta comprendió por dónde venía el contraataque y los otros participantes en
el debate hicieron evidente la atención con que seguían las palabras del marino, comunista de muchos años, que solo recurría
a su historia cuando lo consideraba vital–. Pues bien, yo creo,
Reynaldo, que habrá que sustituir a José Antonio, pero no por
Homero, y si hay que buscar gente fuera de la empresa, habrá
que hacerlo, porque el Jefe de Dragas soy yo y sé lo que da el
personal que dirijo. –Al concluir sus palabras, Bencomo volvió
a prender el habano que mantenía apagado en el cenicero próximo y esperó, sobre todo, la reacción de Mendieta. Confiaba en
José Antonio, tenía perfectamente claro que Reynaldo buscaba
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un control general de la empresa y lo único que lamentaba en ese
momento era no poderle decir a Samuel que actuara con sabiduría porque lo que en verdad se discutía en la amplia oficina del
director era mucho más que el reemplazo del Jefe de Operaciones Navales.
Fontán había pedido tempo para evaluar el asunto, el secretario del Partido y el ingeniero estaban impactados por el planteamiento del viejo pues tomaban muy en cuenta lo que había señalado, y Mendieta se replegó. –Bencomo, es verdad que tú eres la
memoria de la empresa. No me acordaba de eso, pero es cierto.
Además, coincido con Samuel en que no hay por qué apresurarse, y tu opinión siempre será decisiva a la hora de hacer un cambio en Dragas. –No dijo más. Al vetar a Homero, Bencomo había
dejado a Reynaldo sin el elemento principal para ennoblecer su
propuesta y por ello él mismo sugirió pasar al tema siguiente
de la agenda. Durante todo el tiempo que duró la reunión, Mendieta se mantuvo imperturbable y cuando abandonó la oficina,
tarde en la noche, maldijo al marino, quien por su parte buscó la
forma de alertar a Fontán.
–Samuel, tú sabes que yo aprecio a Jose, pero lo que se discutió aquí hoy me ha dejado bien claro las espuelas que tiene tu
jefecito. Así que cuídate, porque me parece que a Reynaldo ya le
queda chiquito el cargo de Jefe de Personal.
Samuel Fontán pasó uno de sus brazos negros y musculosos
por los hombros del amigo y sonrió. –Viejo, el que tiene unas
espuelas del carajo eres tú –respondió convencido de que Bencomo tenía la razón, y evitando que el Jefe de la Unidad de Dragas
desarrollara su punto de vista. Estaba mentalmente cansado
y al salir a la calle indicó a su chofer que se retirara y dijo al
de Bencomo que recogiera al viejo en su apartamento. Entonces, ambos subieron a paso lento por La Rampa en dirección a
la casa de Fontán y en el trayecto el director abordó un tema
que había mantenido en silencio hasta para sus colaboradores
más cercanos–. ¿Tú sabes cómo llegó José Antonio a trabajar con
nosotros...? No, no lo mandaron del Instituto Tecnológico. Fue
un favor que me pidió un compañero al que respeto demasiado
como para negarle algo. Al principio tuve mis dudas. Supe que
Jose había estado preso, pero después que conocí al muchacho,
sobre todo en la primera zafra, me di cuenta de que había hecho
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lo correcto, aunque sabía que despertaría suspicacias y que siempre habría gente como Mendieta que tratarían de joder. –Fontán narró con lujo de detalles la solicitud que le hiciera su amigo
Alberto Semidey y cuando se despidió de Bencomo tuvo la convicción de que aquella noche el aprecio del viejo por José Antonio
había aumentado.
Con Revolución o sin ella, entre dogmas y liturgias de cualquier signo político, en la Isla la amistad determinaba muchas
cosas importantes. Era como uno de los rasgos de la nacionalidad, una característica surgida en siglos anteriores de las
mezclas española y africana, un atributo tan común entre los
cubanos como el chiste en los momentos tensos o la esperanza
siempre persistente de que “el año que viene todo será mejor”. Se
hablaba de institucionalizar al país, de jerarquizarlo, pero todavía quedaban muchas nebulosas. Los planes de estudio estaban
en pañales, solo se sabía que serían necesarios muchos médicos
y maestros, y sobre la marcha se improvisaba. Lo mismo surgía
fugazmente un curso para formar administradores de haciendas
estatales entre capitalinos que del fango y cosechas nada sabían,
que se creaban otros para dar algún oficio a mujeres que siempre habían vivido hipotecando sus encantos. Todavía conducían
por las calles chóferes sin licencia, que aprendieron en los alucinantes meses iniciales de la Revolución triunfante, y cualquiera
portaba un arma de fuego sin matrícula oficial. La década de los
70 tenía sus características propias. Iba cuajando la Segunda
República.
232
XII
Los primeros cambios
(Primer tiempo)
La dirigencia del país anuncia una nueva política anticrisis que
despierta expectativas cuando la nación da la impresión de estar
bajo los efectos de un somnífero.
–Comenzó la fiesta. ¿Qué les parece? –Arnaldo, a quien llamábamos Inspector Truquini, Silvia y yo hacemos el primer
comentario del día.
–A mí me parece bien –responde ella.
–Eso es lo que había que hacer desde hace años –agrego, aunque ninguno de nosotros ha tenido tiempo de reflexionar acerca del impacto que los cambios podrán tener en un proyecto de
sociedad tan singular como el cubano. Más bien estamos entusiasmados con el hecho de que se haya roto la inercia y hasta
especulamos con la ilusión de recuperar en corto tiempo parte
del poder adquisitivo perdido.
Se aprueba que los cubanos tengan divisas, sobre todo dólares estadounidenses, algo hasta ahora condenado con la prisión,
y que estos circulen libremente por el mercado interno. También
se acelera una política que tiende a la normalización de las relaciones con la “comunidad cubana en el exterior” y a facilitar el
envío y la recepción de remesas. Los salarios se congelan como
parte de un programa dirigido a reducir los miles de millones
de pesos que circulan sin que existan ofertas en producciones y
servicios. Captar capital extranjero es la idea, que se extiende
también fuera del ámbito turístico, y en la Asamblea Nacional
se debate la posibilidad de que el Estado se vea obligado a vender a capital privado foráneo alguna empresa importante.
–Jose, tú te salvaste. ¿Tú no tienes familia en Estados Unidos? –pregunta Arnaldo sin saber que toca un punto neurálgico.
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–A este no le queda nadie aquí, muchacho –interviene Silvia
sonriente y cambia el tema–. Pero se fijaron que sigue habiendo resistencia a la implantación de los mercados campesinos
–agrega y definitivamente evita que yo caiga en un bache de
nostalgia.
–Ya llegarán, Silvita, las granjas estatales no son capaces de
abastecer nada –comento–, tendrán que llegar, esto es solo el
inicio y lo que hace falta es que ahora no comience el pa’lante y
pa’trás de otras ocasiones.
Acaba de ponerse en marcha un viraje económico moderado,
que rechaza la liberalización completa de la economía, elemento
clave en lo que la dirección del país define como “única forma
de salvar la Revolución y preservar las conquistas del socialismo”. Es como si la nación volviera a caminar por el cortante filo
de una navaja. Transcurre 1993, pero en 12 meses los cambios
comenzarán a reflejarse en la cotidianidad. Da la impresión de
que el hasta ahora rígido modelo cubano se abrirá definitivamente a otro en el que coexistan diversos tipos de propiedad sin
que el Estado abandone su responsabilidad rectora.
Los que han acumulado dinero a la sombra de la crisis
mediante el robo y la especulación se lanzan a comprar billetes
verdes, pagan hasta 150 pesos por un dólar. Los contados comercios diseñados para prestar servicio a extranjeros lentamente
empiezan a recibir la visita de un nuevo tipo de clientes: cubanos
que no visten, ni hablan, ni piensan como la mayor parte de sus
compatriotas. Algo ha empezado a moverse en el país y la gente
lo agradece, aunque las medidas solo beneficiarán a corto plazo
a muy contados segmentos de la población.
Del otro lado de las costas hay también expectativas. La derecha antifidelista de Miami rechaza las reformas. “Son cosméticas”, dice, porque comprende que por ese camino la victoria puede alejarse una vez más, pero en el resto de la emigración cubana la ilusión de reunificación familiar despierta los ánimos. Son
pocos los emigrados que quisieran volver a vivir en Cuba, sin
embargo, una parte se pronuncia por tener relaciones normales
con los suyos en la Isla. El gobierno de Estados Unidos tampoco
da importancia a los cambios. “No hay liberalización económica,
por tanto no habrá libertad ni respeto a los derechos humanos”,
considera la Casa Blanca, mientras más al norte, en Canadá,
234
empresarios y analistas afinan los sentidos ante un mercado
que se abre. En América Latina, la izquierda y la derecha se
preguntan qué estará pasando en Cuba y allende el Atlántico,
en el Viejo Continente, las interpretaciones se salpican de matices. Empresarios españoles que han seguido la experiencia de
la cadena hotelera Sol Meliá, la primera entidad extranjera en
apostar por los cambios, hablan de posicionarse pronto en el
mercado isleño “para cuando el capitalismo sea reinstaurado y
las empresas norteamericanas vuelvan, que tengan que contar
con nosotros”. Y ese, precisamente, parece ser el espejismo que
la dirigencia cubana maneja como un anzuelo lanzado a potenciales inversionistas, que comenzarán a merodear los predios
cubanos sin suponer que doce años después, detenida la caída
en picada de la economía, la centralización estatal retomará el
trono basada en tres importantes puntos de apoyo: Venezuela,
China y Brasil.
El hijo pródigo
(Segundo tiempo)
El inesperado regreso del hijo fue para los Ballester Guerra
un acontecimiento trascendental, festivo y de signo positivo en
medio del agobio. Para padre y madre se cumplieron los ruegos
al Dios de los católicos y a la Santa Bárbara bendita, transformada en Changó por el sincretismo religioso que también profesaba María, y fue asimismo momento oportuno para reactivar el
proyecto de sacar a José Antonio del país. “Cualquiera no soporta la prisión”, decía Manuel con orgullo, mientras la sensibilidad
de su mujer la mantenía alerta en cuanto a la rara evolución de
su muchacho, para quien la experiencia vivida entre rejas había
sido un permanente diálogo político. “Mijo, ¿estás seguro de que
los policías no te dieron a tomar algún tipo de pastillita para
lavarte el cerebro?”, preguntó ella muchas veces, ingenua y recelosa, pues no se explicaba los cambios de conducta que más que
constatar presentía. José Antonio había regresado a la casa desbordando felicidad y contagió a todos, pero ella, desde el mismo
reencuentro, seguía inquieta. Juntos se rieron de la mala interpretación del padre y del terror adicional que le causó la referencia a las “ocho bombas” y fueron en auto hasta ese garaje situado
235
en las afueras de La Habana para alertar que Lucas, el hombre
alto, seguía preso en Villa Marista y sería trasladado a La Cabaña. Y juntos repasaron cada uno de los momentos vividos por el
hijo en cautiverio, pese a que los padres no podían aceptar que
entre los que motivaban la desgracia familiar hubiera alguna
“buena persona”, como decía José Antonio. Los tíos, los primos,
los abuelos y los vecinos, fuera cual fuera el color político que
los distinguiera, estaban igualmente felices por el desenlace, y
hasta Alberto Semidey, distanciado de la familia por la Revolución, reaccionó primero al llamado de Manuel para que pusiera
sus influencias personales a favor de Jose y se alegró después
al conocer por boca del muchacho que el teniente “tenía razón”
en muchos puntos de vista, aunque a él no le “dio la gana de
admitirlo”, por orgullo. El presidente del Comité de Defensa de
la Revolución de la cuadra se sintió doblemente satisfecho con la
libertad del muchacho, a quien vio crecer. Lucía hizo habituales
sus llamadas telefónicas y logró acercarse a María, y el Guille se
presentó en la residencia donde no era bien visto a fin de saludar
personalmente al amigo. El joven Ballester nunca pudo incorporarse como cobrador a La Única, pues la esperanza oculta de
Amadeo quedó trunca y la intervención del gobierno se hizo efectiva a los pocos días de la salida del joven de prisión. Tampoco
siguió estudios en el Instituto de La Víbora, decidió ser autodidacta y buscar por sus medios lo que quería aprender. Rechazó una vez más la propuesta paterna de abandonar el país, sin
percatarse de que sus viejos habían seguido con los planes en
silencio, y de la mano de Manuel, como unos años antes salió a
la calle a recibir a los guerrilleros barbudos y triunfantes, llegó a la imprenta de Echemendía y Hnos., a hacerse aprendiz de
encuadernación “para que sude la camisa y esté entretenido”, de
acuerdo con el decir del padre, quien nuevamente, sin proponérselo, aceleraría los acontecimientos. El hecho trascendental y
festivo que representó para los padres el regreso del hijo pródigo
tenía vida limitada.
…
–Aprieta la muñeca, Jose, aprieta la muñeca –repetía el negro
Eduardo transpirando sin parar, sentado al lado de aquel joven
236
que desentonaba en la imprenta–. Oye, socio, para esto no hay
que ir a la universidad –reiteraba a fin de lograr de la mano
del aprendiz la presión indispensable que diera a las libretas
recién presilladas la presentación final e imprescindible para
comercializarlas.
Él recorría de arriba abajo el lomo de cada cuaderno con el
artefacto de hueso que era su instrumento de trabajo y el anhelo de que el tiempo caminara más veloz. –¡Qué clase de calor
hay aquí!
–Yo ni lo siento. Estoy habituado.
–¿Habituado y estás sudando como un caballo?
–Sudo, sí, pero no siento calor. Dale, habla y menea las manos
que hoy es día de cobro y quiero terminar pronto. –Eduardo era
auxiliar de Feliciano, el “rayador”, pero hacía cualquier cosa en
el oficio, sobre todo cuando resultaban cada vez más largos los
períodos sin papel para hacer libretas. No alcanzaba el abastecimiento a las pequeñas imprentas privadas después de la nacionalización de las empresas gráficas mayores y Echemendía,
el dueño del chinchal, se aferraba al negocio. A los 60 años de
edad no se sentía en condiciones de dejar de ser patrón, volver a
comenzar como peón o jubilarse en su residencia de El Cano, con
un respaldo financiero que era endeble.
–¿El viejo paga al terminar, no? –preguntó José Antonio
ansioso por cobrar su primera quincena de trabajo. Aún no estaba adaptado a las levantadas temprano, ni al permanente olor
a tinta y a cola caliente que recorría la larga nave, ni a la gente
adulta que se diferenciaba tanto de él y para quienes el trabajo
en Echemendía y Hnos. era determinante en el sustento de ellos
y de sus familias–. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
–Muchísimo. La mayoría de nosotros comenzamos con Echemendía a levantar la imprenta. Al principio éramos jóvenes y
pensábamos que íbamos a hacer una especie de cooperativa. ¿Tú
sabes, no? Un negocio en el que todos íbamos a ser dueños.
–¿Y qué pasó? –preguntó José Antonio, priorizando de nuevo
su curiosidad desenfrenada por sobre cualquier intento de asumir en serio el aprendizaje del oficio.
–Nada, que el cabrón de Echemendía nos fue envolviendo, se
buscó créditos, se hizo jefe, nosotros nos fuimos endeudando...
hasta hoy. Él es el que manda, el que paga y el que gana más, y
237
nosotros somos sus hermanos, de ahí el nombre de la imprenta y
el descaro de este viejo.
Sentados en el entrepiso, cerca de la máquina de presillar y de
coser, el negro y José Antonio doblaban las libretas confeccionadas horas antes en la enorme rayadora, y en la planta baja, caminando por uno de los pasillos de circulación, Echemendía pasaba
revista al trabajo. Adriano, “el mujeriego”, hablaba con Susano sin
detener la impresión de unos plegables de propaganda, mientras
“el colorao” tarareaba una guaracha del momento, siguiendo el
ritmo indetenible de la máquina alemana de impresión, la joyita
del taller, auxiliado por Pablo, “el loco”. Feliciano daba los toques
finales a la limpieza con alcohol de la rayadora y al fondo de la
nave otros dos empleados terminaban de descargar las resmas de
papel acabadas de comprar. Echemendía, con su rostro bonachón
y una barriga redonda y enorme, subió hasta el entrepiso y risueño se dirigió a Eduardo. –Dime, tú. ¿Sirve el muchacho?
–Es un poco hablador, pero trabaja. No te preocupes.
–Muchacho, mira a ver si no haces quedar mal a tu padre.
Él es una fiera en el negocio –comentó el gordo, pero José Antonio no se dio por aludido e hizo más presión sobre el lomo de
las libretas que preparaba. En realidad, lo único que le interesaba era cobrar la quincena, terminar de sudar en la imprenta
y poner fin a la monotonía diaria, que para él incluía aprender a
contar papel en pliegos con tanta rapidez y precisión como hace
el pagador de un banco con los billetes, a cortar esquinas con
la máquina de pedal, a cargar y entongar para ahorrar espacio
donde prácticamente no existía y, a veces, con un escobillón tan
murgriento como toda la nave, a descongestionar de suciedad
los dos pasillos laterales, entre máquinas, cartones, cartulinas
y papel en resmas. Su mayor aliciente hasta el día del cobro radicaba en conocer las historias de sus nuevos compañeros, que se
contaban a voz en cuello, de un extremo al otro del local, y en las
cuales casi todos intervenían como si practicaran una terapia de
grupo y no trabajaran en una imprenta oscura y calurosa de La
Habana. Todos censuraron al “loco” cuando se acostó con una
puta pequeña y famélica del edificio multifamiliar del fondo de
la nave y contrajo una enfermedad venérea que exigió penicilina
en grandes cantidades. Adriano, el experimentado en damas, sin
abandonar su aparato de plato entintado y poleas negras, dijo
238
a gritos que “a las ninfas hay que conocerlas antes de meterles
mano”. Susano, sin dejar de confeccionar palabras con las manos
y los plomos, agregó que “el loco” era “un loco” y que así aprendería. Y “el colorao”, desde la veloz máquina alemana de impresión,
gritó todavía más para saber si la gonorrea de Pablo valió la
pena. De vez en cuando Echemendía intervenía, también a gritos, para solicitar a los locuaces parlantes que dejaran de entretenerse, aunque tales comentarios eran parte de una práctica
indispensable a fin de hacer llevaderas las ocho o diez horas de
trabajo en aquel infierno terrenal. Feliciano, “el rayador”, participaba pocas veces en las tertulias y José Antonio solo se reía.
Finalizada la jornada, consumado el pago y contado el dinero
por cada uno de los empleados, llegaba la otra rutina de cada
quincena. Adriano pedía prestado a Echemendía para repartir
entre sus mujeres y este le daba la cuarta parte de lo solicitado, recordándole siempre al operario que aumentaban sus deudas con la casa. El “loco” y Eduardo hacían algo parecido y la
historia se repetía. Echemendía, con su rostro bondadoso, se
transformaba en el mayor de los hermanos que reparte entre
los manosueltas, aunque la verdad era distinta. Los sueldos en
la imprenta eran bajísimos y el dueño aprovechaba la confusión
contable de un Estado que asimilaba la vida económica del país
sin experiencia ni recursos para ello, y de todas las formas posibles e imposibles multiplicaba sus ingresos, mantenía reducidos
los sueldos y cada vez que prestaba un centavo comprometía a
sus “hermanos” para que no solicitaran aumentos de salarios.
De vez en cuando daba bonificaciones extras y combinando una
y otra práctica mantenía a raya a los empleados.
–¿Eso siempre es así? ¿Siempre tienes que pedirle dinero al
viejo? –José Antonio caminaba con Eduardo en busca del ómnibus, subiendo por la calle Teniente Rey.
–Siempre es lo mismo. El cabrón nos tiene agarrados por el
cuello.
–¿Y por qué no se van para otra imprenta?
–Porque yo dependo de este salario y todavía hay mucha confusión en el sector gráfico nacionalizado. No me puedo embarcar.
¿Te das cuenta?
Las nacionalizaciones, las intervenciones, las confiscaciones
eran parte del día a día. Las autoridades aseguraban que única239
mente concentrando en manos estatales la producción y los servicios se alcanzaría una distribución que permitiría la mayor igualdad social posible y mantendría el soporte financiero que en grandes cantidades comenzaban a reclamar sectores públicos como
la educación y la salud. No todos los dirigentes de la Revolución
coincidían en la forma de transformar la economía, ni en el nivel
hasta donde debía llegar la estatificación, pero había unanimidad
en cuanto a que una sociedad distinta no podía descansar sobre
los mismos pilares económicos que saltaban hechos pedazos.
…
El agua caía fría y a chorros sobre el pelo creando un remolino
refrescante y descendiendo tramo a tramo por el cuerpo, mientras Lucía se frotaba los pechos firmes y pequeños, las axilas
afeitadas, las nalgas que sabía balancear provocadoras al andar,
los muslos, las piernas espléndidas y la zona meridional y volcánica de su ombligo perfecto. Se enjabonada y el agua que la
recorría fría llegaba a las plantas de sus pies hecha espuma, y
de abajo a arriba ascendía un olor a menta suave, pero ella no
pensaba en el acto sublime del baño, ni disfrutaba del olor, ni
reflexionaba acerca de lo que debería hacer para abandonar la
vida de sirvienta, ni se hundía en el drama de la familia a la
cual servía. Se frotaba una y otra vez sobreponiéndose al temor
de haber invitado a José Antonio a que la visitara en su habitación e imaginando cómo podría ser aquel hombre con ella cuando
lo desnudara lentamente como pretendía, cuando se lo llevara a
su cama y cuando lo sintiera dentro de ella. Eran muchas preguntas para responder mientras tomaba el baño, pero a Lucía la
intrigaba incluso si sería ella la primera hembra del muchacho.
Se duchó más de lo habitual, se perfumó con lo poco que quedaba de la colonia de marca regalada en la Navidad anterior por
sus señores y se respondió que debería estar loca al dejar pasar
a José Antonio hasta su alcoba. Nunca antes lo había hecho,
pero el tiempo transcurría y ella quería más que los besos y las
caricias en el parque. Se identificaron desde la primera vez que
estuvieron juntos y sobre todo después que él dejó su cautiverio y
comenzó a trabajar en la imprenta. Eran novios y la joven consideraba llegado el momento de ir hasta el final.
240
A las ocho y 30 de la noche, él se paró ante el portón sin tocar
el timbre, como habían acordado, y ella fue a su encuentro algo
nerviosa. Lo condujo por la zona este de la residencia hasta el
garaje, subieron las escaleras que llevaban a la azotea, donde
estaba su habitación, y al cerrar la puerta se sintió segura y dueña de sí misma. –Pasamos lo peor –dijo en un suspiro y lo abrazó, en tanto él, sin reponerse del temor a ser descubierto por los
padres del amigo, le dio un beso. La habitación la conformaban
una cama pequeña, un armario antiguo, una mesa de noche,
una lámpara de pie, otra mesa rústica sobre la cual descansaba
una hornilla eléctrica, y en el costado un refrigerador, dos sillas
de madera y la puerta que conducía al baño. Parecía una casa
de muñecas en la cual ella se movía a gusto, pese a la inquietud
manifiesta de su amado–. Jose, ni te preocupes. Hoy es mi día de
descanso y ellos suponen que no estoy en casa, además, la señora
Alicia nunca me visita, cuando me necesita llama por el intercomunicador.
–Luci, ¿y qué hay de nuevo con Albertico? –preguntó él buscando la manera de relajarse. Desde su salida de Villa Marista
había desaparecido su interés por Oñate.
–Ellos están esperanzados en sacarlo de prisión. Albertico es
menor de edad, ¿sabes?, y por eso están un poco confiados. El
señor insiste en que él debe viajar al extranjero, porque parece
que ellos tienen algún negocio fuera, y el señor dice que si no lo
atiende personalmente no tendrá dinero suficiente para enfrentar lo que pasa aquí.
–¿Alicia viajará? –José Antonio hablaba con las manos de
Lucía entre las suyas. Los dos estaban sentados en el piso.
–No, ella dice que solo sale de Cuba con Albertico y a mí me
parece que así es como debe ser. –Lucía tenía preparado desde
antes de tomar el baño un litro helado de jugo de naranja combinado con ron refino. Vestía una blusa blanca de algodón, sin
ajustadores, una larga saya acampanada, había seleccionado
cuidadosamente la única prenda íntima que llevaba puesta y al
regresar de la nevera dejó los vasos y el refresco sobre la mesa
rústica, se arrodilló frente al muchacho, se le encimó y comenzó
a besarlo. De ella brotaba una ternura inmensa, mezclada con
un aroma seco de jazmines, y las manos de él, tibias y húmedas, se pusieron en marcha para recorrer palpando por debajo de
241
la saya las piernas y los muslos firmes y trigueños. La dulzura
se transformó en acción y Lucía le quitó la camisa, sin dejar de
besar sus labios, el pecho velludo y el abdomen atlético hasta llegar a mordisquear la zona más viril y endurecida del amante,
aún sin descubrir. Enardecido, José Antonio cambió de posición,
la cargó por las axilas con fuerza, más que quitarle le arrancó la braga negra y la acostó de forma tal que en fracciones de
segundos pudo ver sus ojos centellantes, el mohín irrepetible de
su boca pequeña y sintió cómo las certeras manos de ella lo iban
desnudando. Nunca antes tuvo a una mujer entre sus piernas,
los instintos tomaron el mando y a partir de ese momento nada
pudo detenerlo. Ella pedía más y más, casi con sadismo, y él sentía cómo todo él la penetraba una y otra vez, levantándola por
la cintura, con los ojos cerrados, en un movimiento acompasado,
armónico, que ambos lograron sin ensayo previo. Fue un deleite
mutuo, sin los adornos de la experiencia ni derroche de tiempo
para alargar el placer, y cuando ambos volvieron a la serenidad
él estaba completamente desnudo y jadeante, y ella, feliz, vestía,
ajadas, la blusa blanca de algodón y la saya acampanada.
Él no había sido el primero de sus hombres, pero sí fue para
ella la primera ocasión en que se sintió reconfortada plenamente, la primera vez que había dado tanto como lo que recibió y allí,
acariciando a José Antonio, apoyada a un costado de la misma
cama en que muchas noches lloró sola las penurias de una vida
de sirvienta, se sintió radiante.
–¿Te gustó? –preguntó él, sin entender cómo era posible que
ella todavía llevara blusa y saya.
–Me encantó. ¿Has tenido muchas novias, eh? –replicó ella
enmascarando el verdadero propósito de la interrogante para
no herir la masculinidad del novio, que pasó a desvestirla lentamente hasta ver sus pechos desafiantes y todas sus ropas con
las de él, amontonadas en una esquina de la alcoba. Los sentidos volvieron a desbocarse y ninguno sintió preocupación ante la
eventualidad de que la señora inoportuna en medio de la noche
solicitara a su sirvienta, ni por nada más que no fuera lo bien
que se sentían juntos y desnudos. Se bañaron entre caricias, se
deleitaron también con el refresco bendecido, comieron algunos
panecillos con queso amarillo y jamón que Lucía tenía preparados desde muchas horas antes, y transformaron la pequeña
242
habitación en un templo de los sentimientos. En los campos, la
iniciación sexual masculina muchas veces era el disfrute salvaje
de la puerca mansa de la casa y en las ciudades estaban los prostíbulos, pero para José Antonio ella fue el comienzo y nunca se
arrepintió de haberla poseído cuantas veces quiso, en una simbiosis de ternura, aprendizaje y lujuria.
La joven, con recato preconcebido, se cubrió con una sábana,
mientras permanecían todavía sentados sobre el piso. –Jose,
¿qué piensas hacer con tu vida?
–Estoy estudiando con un profesor particular para tratar de
sacar el bachillerato por la libre y presentarme a examen en la
universidad y también trabajo en la imprenta.
–¿Tus padres no te sacarán del país?
–No creo. Si ellos quieren irse que se vayan pero yo me quedo
–comentó él, harto de responder preguntas similares. –Además,
¿voy a irme y dejarte? –agregó con una delicadeza espontánea
que ella agradeció con otro beso.
–Yo también quiero estudiar e irme de la casa.
–¿Dónde vas a vivir?
–No sé todavía, pero la Revolución está dando posibilidades a
la gente pobre. A lo mejor puedo estudiar mecanografía y taquigrafía y hasta encontrar trabajo en alguna empresa nueva. ¿No
crees? Ven acá, ¿no hará falta una mujer en la imprenta tuya?
–No seas boba, Luci, si eso es un tugurio.
Entre sueños se mantuvieron juntos casi hasta el amanecer.
Podía llegar el vendaval, pero en aquel momento José Antonio y
Lucía se sentían felices y seguros.
Solidaridad
(Tercer tiempo)
Ajeno a las elucubraciones de Mendieta y a la decisión irrevocable de su esposa, José Antonio era feliz pese a que el tiempo
seguía sin alcanzarle para hacer todo lo que pretendía. Confiaba en que se graduaría y estaba estimulado por la seriedad
con que acogieron sus gestiones iniciales en la agencia de noticias, a la cual comenzaba a idealizar sin conocerla. Dionisio
Pérez y Gerardo César Proenza, los primeros periodistas que
atendieron su solicitud de ingreso, dieron la impresión de estar
243
más interesados en desentrañar sus aptitudes que en conocer
los pormenores de su vida política, contrariamente a la norma
establecida en las empresas estatales, y la oferta que le hicieron fue la única a la que podía aspirar: trabajar como auxiliar,
con el salario mínimo y en turnos rotativos, lo que equivalía al
encierro diario en una oficina a fin de vivir al ritmo de otras
realidades, aprendiendo a evaluar noticias desde La Habana,
aunque estas se originaran en Manhattan o Nairobi. Para ser
reportero o corresponsal, la savia del oficio, tendría que aprender mucho y no precisamente en la Universidad de La Habana.
No obstante, desde que se acercó al ambiente electrizante de
una agencia de noticias tuvo la sensación de haber encontrado
lo que buscaba y se dispuso a seguir a quienes consideraba que
sabían, sin importarle demasiado su llegada a un mundo tan
distante al conocido.
–Bencomo, ayer pedí mi ingreso a la agencia y ahora debo
esperar hasta ver si me aceptan, pero quería que estuviera al
tanto.
–¿Te gusta eso? –preguntó el viejo desde su butaca en la
pequeña oficina de la Unidad de Dragas, cuando eran pocos los
empleados que todavía quedaban en el lugar.
–Sí, me gusta la política, estar bien informado, comunicarme
con los demás, hacer evaluaciones...
–¿Y eso es lo que hace un periodista?
–Pienso que sí, no sé. –Bencomo no le había comentado las
maniobras de Mendieta y le satisfacía que José Antonio se adentrara entusiasmado por una vía que él mismo había trazado–. Si
me aceptan tendríamos que separarnos.
–No te preocupes. Lo importante es que no perdamos la
comunicación y que si eres periodista le pongas corazón a lo que
haces. Es como una regla de oro: si eres panadero, hay que ser el
mejor y si uno es marinero, lo mismo.
–Es un mundo que no conozco. Allí casi todos los compañeros
tienen un nivel intelectual muy alto, hay cantidad de latinoamericanos asesorando a los cubanos. Es bonito, pero a veces me da
miedo.
–No jeringues –dijo el viejo–. Yo tuve que hacerme marinero
a la fuerza, era un niño entre leones y no lo hice tan mal, te lo
aseguro.
244
–Un tal Dionisio, que es algo así como el Jefe de Información, me mostró ayer todas las oficinas y en medio del recorrido
alguien le entregó un largo cable escrito en inglés. El tipo se puso
a leerlo y simultáneamente, yo creo que sin pestañar, dictó en
español una versión que fue mecanografiada al instante y salió
disparada por los teletipos hacia muchos lugares del mundo. ¡Es
un caballo el Dionisio ese!
–Entonces, ¿por qué preocuparse?, pégatele al que sabe. ¿Tú
no decías que para ser Jefe de Operaciones había que empezar de
abajo? Pues bien, te llegó el turno de hacerlo en lo que te gusta.
Del oficio, sin que ninguno supiera en qué consistía, hablaron
largo rato. Bencomo hizo referencias a los cronistas destacados
que conoció de nombre en la década de los años 50 y estimuló
todavía un poco más la aspiración de José Antonio, quien siguió
narrando su visita hasta recrearse con la impresión que le causó
un mural situado junto al ascensor de entrada a la entidad, en
el cual figuraban recortes de muchos periódicos desconocidos de
latitudes distantes, con informaciones transmitidas por la agencia. Todo era mágico para él y al partir de Regla hacia Santos
Suárez condujo lentamente por las calles de La Habana, con la
sensación de que flotaba, imaginando el camino que estaba dispuesto a emprender.
Al llegar al barrio, la satisfacción era visible y mientras cargaba a Abelito a fin de saludar a las hermanas experimentó
una plenitud particular. Cenaron en familia y jugueteó con las
jimaguas, pero al imponerse el silencio a la espera de los nuevos gritos de Gabriela y Daniela, comenzó a derrumbarse la
familia.
Ella llevaba semanas de meditaciones conclusivas, sin ánimo
para enfrentarlo. Consideraba preferible proseguir sola su camino, aunque lo hiciera con tres hijos y poco más de 20 años, a compartirlo con alguien en el que había perdido la confianza. –Jose,
he decidido que no podemos seguir juntos –dijo lacónica cuando
compartían el café en la sala de la casa. Fue como un cañonazo
disparado al centro del pecho.
–¡¿Cómo?!
–No podemos seguir juntos. No quiero, no me siento bien a tu
lado.
–¿Tú estás loca?
245
–¿Y tú qué piensas, que ha sido poco lo que he tenido que
aguantarte? –El ambiente se inflamaba–. No me has respetado,
no confío en ti y todavía asumes esa posición. –Llevaban juntos
poco menos de una década y ahora eran dos desconocidos.
José Antonio se movió inquieto en el sofá y se inclinó hacia
adelante al responder a la mujer, que parecía de hielo. –Creo que
esto es una locura. Yo te quiero, tú sabes que te quiero. ¿Qué
pasará con los muchachos?
–¿Por qué no pensaste en los muchachos antes? ¿Por qué no
pensaste en mí un poco más? ¿Crees...?
–Yo soy un hombre, Dorita –replicó él y se sentó casi en el
mismo borde del sofá–. Ando siempre por la calle, trato de hacerlo todo lo mejor posible, aunque a veces no sé ni cómo hacerlo,
pero lo intento. No soy perfecto...
–¿Y quién te pide que seas perfecto? –La ebullición aumentaba,
hablaban en voz cada vez más alta, interrumpiéndose mutuamente. Él desde una posición que se tambaleaba y ella hastiada de que
la considerara su apéndice–. ¿Qué pensaste, que íbamos a ser uno
de esos matrimonios que se mantienen juntos por el qué dirán?
–¡Tú tienes otro, coño! –La respuesta de José Antonio fue
colérica, irreflexiva y como si hiciera falta acentuarla se puso
de pie.
–¡No, no tengo a nadie! No tengo a nadie pero puedo tenerlo
a partir de ahora –respondió ella y se irguió casi al mismo tiempo, mirándolo a la cara fríamente para luego darle la espalda
e ir a la cocina. Él pasó sin tránsito de la cólera a un sosiego
derrotista, temeroso de la furia desatada en la sala de su casa.
Estaba confundido, incrédulo y hasta herido en la hombría.
Dora se había atrevido a decidir por sí misma y él era incapaz
de preguntarse si habría de su parte alguna responsabilidad
en el desencadenamiento del ciclón extemporáneo que lo amenazaba. El impacto fue de tal envergadura que, desplomado en
el sofá, pasó mucho tiempo sin deseos de fumar, mientras ella
continuó de la cocina al dormitorio con tal de no volverle a dar
la cara y sumergirse en una sensación ambigua de desprecio,
tinieblas y llanto contenido.
Varios meses antes, Dora había vuelto a su trabajo, en tanto
Gabi y Dani aprendían a vivir en una guardería infantil, Abel lo
hacía en la enseñanza primaria y José Antonio simultaneaba la
246
atención a la familia con el resto de sus obligaciones, confiado en
que los problemas con ella a causa de Débora y de sus andanzas
laborales quedarían definitivamente resueltos debido a que él no
estaba dispuesto a apartar a Dora de su vida. Pero los días que
siguieron a la discusión resultaron agrios, cargados de violencia
y de reproches mutuos. Él no hizo trascender el tema ni en la
empresa ni en la universidad. Se sentía humillado. Ella, orgullosa de la decisión que había adoptado, reaccionó de otra manera.
No había más que hacer.
…
–¿A dónde te llevo? –le preguntó el mulato Marcos, conduciendo el que había sido su vehículo soviético. El ingreso a la agencia de noticias llegó más rápido de lo que supuso y con el cambio
de trabajo quedaron fuera los atributos de jefe. Ahora se movía
en ómnibus, su salario era menor y, para colmo, debía decidir
dónde vivir.
Todas sus pertenencias las hizo caber en dos mochilas y una
caja de cartón. Les dejaba a Dora y a los hijos la residencia de los
Ballester en Santos Suárez, y cuando se detuvieron a la salida
del lugar en que creció, solo entonces, pensó a dónde iría. –Espera un momento, mulato.
–Ven acá, Jose. ¡¿Tú no sabes todavía a dónde vamos?!
No respondió. Estaba tenso y no hacía otra cosa que preguntarse cómo sería la vida de sus hijos a partir de aquel momento. –Mira, baja por ahí hasta Santa Catalina –comentó al fin, y
cuando Marcos lo condujo hasta El Gallito, fue en busca de un
teléfono público. La cafetería de su juventud era una ruina, pero
no se detuvo a pensar en ello. Finalmente, logró la comunicación
que pretendía–. Vamos hacia El Vedado, ya tengo dónde dormir.
–¡Tú estás más loco que el carajo! Yo no dejo una casa como
esa ni a jodía. La cambio por dos apartamentos como dice la ley y
así vivimos ella y yo. ¿Cómo vas a irte pa’ la calle de esa manera,
en un país donde tener casa es un milagro? –El mulato seguía
hablando sin que él le respondiera, sencillamente no escuchaba.
Acababa de comunicarse con Raquel, la única de sus compañeras que supuso podría brindarle albergue en tales circunstancias, y quien al escuchar su solicitud de ayuda había respondido
247
al momento: “Ven, no tengas pena, aquí me sobra espacio”, fue
todo lo que dijo ella, y él ni siquiera atinó a dar las gracias.
Fueron 18 minutos de camino y al despedirse de Marcos lo
hizo con una risa extraña. Los Ballester y los Guerra habían
abandonado el país y por primera vez, lejos de los padres y la
hermana, distante de los tíos y los primos, fuera de la protección
de las abuelas, sintió una soledad muy especial, difícil de aplacar, incluso por los amigos. El ascensor se puso en marcha y al
abrir sus puertas se vio ante el recibidor de aquel apartamento
que conoció como universitario y en el cual viviría mucho más
tiempo que el supuesto.
Todo era una locura. En el barrio dejó recuerdos que nunca más rescataría. En las paredes, en el piso y en los muebles
quedaron los sueños, las risas y los llantos de los padres y la
hermana. Aguardaban en aquella casa los tres hijos inocentes
ante el drama de dos padres inexpertos. José Antonio cargó
la ropa que seleccionó y dejó atrás mucha más. Olvidó libros y
fotos de familia, se hizo acompañar de otros textos y de su almohada. Se llevó con él la cajita metálica del padre, la propiedad
sin valor de aquella residencia y otro montón de documentos de
contenido desconocido que Manuel y María depositaron en sus
manos cuando ellos también debieron salir de Santos Suárez.
La melancolía se multiplicó, aunque hizo cuanto pudo para que
su hombría la ocultara. Quería proyectar la imagen de vencedor
y así lo recibieron sus amigos. Raquel asumió sus frustraciones
como algo natural, cuando todavía vivía sola en el amplio apartamento pese a gestar un hijo de FF.
–¿Te imaginas, Jose? Los vecinos van a enloquecer porque te
verán viviendo aquí y cuando para, será un negrito. ¡Qué escándalo!
–Yo creo que tú estás más turulata que yo.
–¿Te iba a dejar por ahí tirado? Después que hablamos por
teléfono, con esa voz melancólica que tenías, llamé a FF y él se
puso contentísimo.
Esa noche, la primera que pasó junto a Raquel, realizó enormes esfuerzos para sobreponerse al desgano. Se sentía irremediablemente solo. Raquel y sobre todo Gretel, otra de sus compañeras de aula, se mantuvieron con él la mayor parte del tiempo.
FF se empeñó en prepararlo para una soltería extensa, aunque
248
no pudo pasar de enseñarlo a freír un huevo. Semidey estableció la comunicación tan pronto aterrizó en La Habana y Guillermo se lo llevó a cenar para enderezar su ego antes de viajar
una vez más a Europa. Bencomo, Dagoberto y Marquitos no lo
olvidaron, pero debió pasar tiempo, mucho tiempo antes de que
José Antonio dejara de sentirse vacío y reordenara una vida que,
en esencia, no sería muy distinta de la anterior. Con Abelito fue
muchos fines de semana a la casa improvisada de El Vedado y se
las arregló para que el tiempo le alcanzara a fin de que Gabriela y Daniela lo tuvieran presente. Comenzaba la vida de padre
divorciado, estatus traicionero cuando no se tiene conciencia de
que la sangre y los apellidos no bastan si se pierde el día a día
con los hijos.
Remontó la cuesta dando tumbos, como hacen los mortales, y
sacó partido al hecho de vivir a poca distancia de la agencia y de
la Universidad, cuya escalinata descendió como graduado. Nunca buscó el pergamino de Licenciado para exhibirlo en un cuadro
y no hubo más fiesta de fin de curso que la que organizó la gente
de su equipo de estudio en el apartamento de Raquel. Sin embargo, con la ineludible cotidianidad se volvió a sentir regocijado y
persuadido de que estaba en condiciones de proseguir y, finalmente, se dispuso a hacerlo.
En la empresa periodística pasó un año anotando y leyendo lo
que hacían los demás, practicando en solitario el arte de redactar
una noticia, preguntando sin parar al calvo Ortega y también al
brasileño Aroldo Wall. Dio saltos de alegría como un niño la primera vez que una nota hecha por él se perdió en el cast extenso
de la agencia sin que nadie más que él fuera capaz de reconocer
las siglas de su nombre a modo de crédito al final de la cuartilla:
fueron 15 líneas y le pareció un tratado. Y cuando hizo la primera
entrevista a un científico cubano las manos le temblaron de la
misma forma que le ocurrió una madrugada en la Bahía de Ortigosa. Debieron pasar dos años antes de que alguien se fijara en
él, y en ese período se consagró como el pintor al lienzo y siguió
multiplicando el tiempo para aumentar los conocimientos de otras
lenguas. Conoció las trampas del lenguaje cablegráfico, cuando el
lead es redactado con más palabras de la cuenta, y no se perdió
las conferencias que ofrecían los “enviados especiales” al regresar de sus misiones importantes por el mundo. De un argentino
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largo, flaco y eficaz, con humor vitriólico que parecía bonaerense,
supo de los pormenores del golpe de Estado al presidente constitucional de Chile, Salvador Allende; de un “lord inglés” nacido en la
cubanísima ciudad de Manzanillo conoció las mañas del comentario lúcido; y de un poeta-periodista, gordo, genial y bebedor de
altura, aprendió que hacer una buena crónica es “como vivir en
peligro permanente de hacer un buen ridículo”. Desde el pequeño
espacio acristalado en el que transcurrió la primera parte de su
vida profesional, José Antonio escudriñó a cada uno de aquellos
hombres y mujeres jóvenes que todo el día lo pasaban discutiendo
temas complejos del acontecer político o la manera de ser veloces
en la competencia desigual con las agencias poderosas de los países ricos. Era un puñado de gente poseída que dejaba sabiduría
en cada línea redactada, en otra especie de guerra que se jugaba
en la Isla y mucho más allá.
–Jose, el canciller de Argelia está al irse y nadie ha podido
entrevistarlo. ¿Te atreves? –El Jefe de Redacción fue parsimonioso al sugerírselo y él aceptó al momento. Llevaba algunos meses
entrenándose como reportero y Abdelaziz Bouteflika pondría
punto final en La Habana al relanzamiento de las relaciones
bilaterales, después de que ambos gobiernos se vieron distanciados como consecuencia del golpe militar contra el presidente
Ahmed Ben Bella, en el cual el coronel Boumédiène y el propio
Bouteflika fueron protagonistas principales y cargaron con una
crítica descarnada y pública de Fidel Castro.
Cuando aceptó la encomienda, acudió a todo lo aprendido y
afinó el olfato. Agotó las llamadas telefónicas a amigos y conocidos, y logró conocer el lugar en que se encontraba el líder argelino, así que salió en busca de un funcionario gubernamental con
porte de jefe de Estado.
–Dale, dale, no te pares, sigue...
–Oye, nos pueden meter presos...
–Sigue, coño, sigue que están bobeando –dijo José Antonio al
chofer del auto que la agencia le asignó para ir a la reunión con
el canciller de Argelia.
–Mira, ya viene uno corriendo allá atrás –le replicó el chofer
mirando por el retrovisor cuando detenía el vehículo a las puertas de una mansión de protocolo, pero él no lo escuchó. Casi se
lanzó del auto, subió a paso rápido los veinte escalones que lo
250
separaban del recibidor y, serenándose, penetró en la residencia
con la determinación de alguien importante a quien el canciller
aguardaba.
–Buenas tardes –saludó sin mirar al hombre vestido de civil
que se encontraba cerca de la puerta y prosiguió su camino sin
que lo interrumpieran y sin saber a dónde dirigirse dentro de la
enorme casa de dos plantas. Escuchó voces en la terraza que se
divisaba al final del corredor, supuso que allí estaba la meta y en
ese mismo instante chocó con Bouteflika, quien salía de uno de
los baños situados en la primera planta–. Buenas tardes, Canciller, soy periodista cubano y estoy aquí para entrevistarlo –le
dijo por reflejo.
–Pardon –replicó el Ministro, sorprendido.
–Que soy periodista cubano y quiero entrevistarlo –alcanzó
a repetir José Antonio en español, cuando alguien lo agarró por
el brazo y casi a rastras, sin decir una palabra, lo alejó del canciller.
Sus captores eran dos hombres corpulentos que sin delicadeza lo introdujeron en un salón climatizado y cuando cerraron la puerta se desencadenó lo inevitable. “¡¿Quién eres tú?!”.
“¡Dame tu identificación!”. “¡Eres un fresco y un equivocado!,
¿cómo vas a entrar aquí, así, como Pedro por su casa?”. “¡¿Quién
te crees que eres?!” Las preguntas, en voz alta, fueron hechas
sin pausas. Los tres estaban de pie y él supuso que lo menos que
harían aquellos dos policías vestidos con guayaberas amarillas
sería lanzarlo de cabeza por el ventanal acristalado que daba a
los jardines del lado este de la mansión. La tensión crecía y fue
entonces que el aroma inconfundible de un Armani comprado
en París cambió el rumbo de los acontecimientos. –El Ministro
lo espera –dijo con distinción uno de sus asistentes.
Antisoviético visceral, amigo sin reservas de los revolucionarios cubanos, fidelista pese a las críticas hirientes de Fidel Castro, Bouteflika no dudó en responder todas las preguntas que él
le hiciera en español. Le contestó sin dejar de mirarlo fijamente
con unos ojos verdosos e incisivos. Dijo lo que quiso en un francés perfecto, porque prefería ese idioma al árabe clásico o al castellano que también dominaba. Llevó la conversación por donde
le pareció adecuada y cuando terminó el intercambio José Antonio salió como un bólido, noticia en mano. Hizo dos versiones de
251
las declaraciones del Ministro gracias al auxilio de Aroldo y de
Gustavo Robreño, el director de la agencia, quienes le indicaron
dónde estaba la novedoso y qué significaba en realidad cada uno
de los muchos conceptos expresados por un hombre tan pequeño
de estatura como capaz de manejar con profundidad una multitud de problemas trascendentes. Esa noche no regresó a la casa
improvisada hasta que sintió la satisfacción de ver su nombre
en las versiones que la agencia transmitió en exclusiva, traducidas en tres idiomas. A ella retornó muchas veces después para
encontrarle siempre defectos, pero la conversación con Bouteflika
en La Habana fue para el periodista tan inolvidable como cuando poseyó a Lucía. A partir de ahí todo fue distinto y se sumergió como sus colegas en el torbellino de la agencia sin sentir que
se apartaba de los amigos entrañables de Regla. La Revolución
aspiraba a que el mundo conociera su verdad y en esa proyección, el pensamiento y los sentidos de José Antonio sintonizaron con una especie de circuito cerrado de noticias y problemas
distantes o cercanos, pero asumidos siempre en la confrontación
permanente de puntos de vista e influencias, en un intercambio
constante de ideas. Quería y estaba haciendo periodismo.
252
XIII
Dulcero de hotel de lujo
(Primer tiempo)
El acoso resulta total pese a la adopción de las primeras reformas económicas que solo en el sector turístico tienen expresión
concreta e inmediata. Dinero en mano se compra petróleo para
mantener funcionando algunas termoeléctricas y de la misma
manera se va hasta la lejana Indonesia, porque es el lugar donde
se puede adquirir jabón barato en grandes proporciones, según
me cuenta el embajador Jorge Cubiles. Leo en la prensa local que
un congresista demócrata opuesto al bloqueo ha cambiado de criterio en el Congreso de Washington y se hace célebre cuando su
apellido, Torricelli, identifica una ley que endurece esa política:
queda prohibido que las filiales de las empresas norteamericanas dispersas por el mundo vendan a los isleños. Solo las reuniones periódicas de los líderes iberoamericanos posibilitan el contacto del gobierno de La Habana con el exterior, luego de que el
controvertido presidente de México, Carlos Salinas de Gortari,
insistiera en la asamblea constituyente de Guadalajara en que
sería imposible alcanzar la pluralidad política necesaria en estos
tiempos sin la presencia del gobierno “comunista” de Cuba. El
agobio es permanente y mucha gente en el país quiere, aspira
o sueña con trabajar en el turismo, aunque sea para cargar las
maletas de los huéspedes, poco importa contar con una licenciatura en Letras o ser ingeniero. Hay disputas por una plaza en el
incipiente sector de las empresas mixtas, en busca de comisiones
o por las trampas de la calle, que crecen mientras transcurre
el Período Especial y se autoriza el trabajo privado en los servicios. La nación padece un repliegue agónico y cuentan los que
se aferran a lo que han hecho siempre: buscan alternativas de
subsistencia para toda la sociedad y algunas llegan a provocar el
253
humor de los cubanos, lo único que alcanza y hasta sobra. Unos
alquimistas de la química han creado un jabón multipropósito
que sirve lo mismo para el acto impostergable de ducharse que
para el lavado de los utensilios de cocina y el verbo popular lo
bautiza: “Jabón viajero, del culo al fregadero”.
–Papi, ya sé lo que quiero estudiar si me gano la Lenin. –Ariel
ha estirado. Será largo y flaco. Sentado frente a mí reflexiona.
–Voy a ser dulcero de hotel de lujo o chofer de taxi de turistas
–dice con la ingenua seriedad de los 13 años, sin dar importancia al hecho de que para ingresar en el mejor bachillerato de La
Habana deberá situarse entre los que obtengan las mayores notas
en los exámenes de ingreso a una institución con nombre simbólico: Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas
Vladimir Ilich Lenin. Ariel reflexiona y yo reafirmo que la crisis
lo transforma todo.
–Silvita, oye lo que va a estudiar tu hijo. Ven acá un momento, anda –alzo la voz y ella abandona sus quehaceres para sorprenderse una vez más.
–Ay, Ariel, por tu madre, está bien ser dulcero o taxista pero,
chico, para qué tanto esfuerzo entonces por la Lenin. ¿No te das
cuenta de que tú puedes ser, no sé, hasta científico?
–Mami, pero los científicos se están comiendo un cable igual
que nosotros. No tienen ni un fula en el bolsillo para comprar
un helado, y los taxistas y los dulceros de hoteles tienen todo el
dinero que les da la gana.
Es la época del “fula”, del billete verde, del “símbolo enemigo” que la gente necesita en las compras de lo mucho que hace
falta. Se expanden los comercios en ese tipo de moneda, el país
ha adoptado la doble circulación monetaria en una delicada operación financiera para que fluyan las divisas y fortalecer lentamente el peso nacional, y hasta los muchachos de la generación
de Ariel, en la tierra que se propuso crear al “hombre nuevo”,
piensan en dólares y muy pronto lo harán “en marcas”: Nike, si
son zapatillas, el cocodrilo costoso en las camisetas y Nintendo
si se trata de juegos de computadora.
–Esto es muy duro, Silvia –digo con voz grave, aprovechando
que mi hijo ha abandonado la sala.
–Sí, es durísimo, imagínate que ayer Ariel me preguntó por
qué Pedrito lleva merienda a la escuela y él no.
254
–¿Y qué le dijiste?
–¡Qué le iba a decir, Jose! Que este país está al revés, pero
que algún día se pondrá al derecho. Pero lo que más me dolió
es que me dijo que él no entendía bien para qué estudiar tanto,
porque el padre de Pedrito lo único que hace es vender carne de
puerco por la izquierda y no tiene ni sexto grado.
Hasta en el sistema nacional de enseñanza pública, que se
mantiene funcionando en medio de la fatiga generalizada, impactan los cambios económicos. Hay niños que llevan a la escuela
Coca Cola y emparedados para la merienda y los otros, la mayoría, observan deseosos y nunca aprenden a contentarse con lo
poco, generalmente nada, que el resto de los padres podemos
darles. Es un reto que todas las escuelas estén abiertas y mantengan vigente el cuestionado y costoso principio de vincular el
estudio con el trabajo en instituciones de becarios, siempre distantes del control de la familia. Ariel aprendió a vivir y a trabajar en una granja estatal durante las tres etapas que su escuela
secundaria fue al campo. Conoció desde esa edad las artimañas
para sobrecumplir falsamente las metas, una práctica ancestral
y generalizada en el país, y se negó a volver a la ciudad y abandonar a sus amigos cuando una repentina infección en la garganta
lo sorprendió y el médico le recomendó dejar el campamento.
Se agudizan los matices, se amplía la gama de colores en
una sociedad que vivió pensando en blanco y negro, en buenos
y malos, en héroes y traidores. Además, se ponen de moda fórmulas para evadir las escuelas de becarios situadas lejos de la
civilización y hay padres que crean hojas clínicas apócrifas para
sus hijos con la ayuda de un médico amigo o previo pago de 30
o 40 dólares, a fin de que sus muchachos estudien en los contados bachilleratos de la ciudad, reservados solo para enfermos. La
picardía y la astucia individuales tienden a generalizarse. Junto a los especuladores que engordan sus arcas al amparo de la
“bolsa negra”, gerentes de los “sectores emergentes” comienzan a
engrosar también el rango de los “nuevos ricos” cubanos, aunque
públicamente sus discursos sean loas al socialismo.
–Silvia, estamos de una contradicción en otra. Truquini me
contó esta mañana el caos que se formó en su cuadra porque se
mudó un nuevo vecino, un funcionario importante del gobierno,
y al tipo le pusieron una brigada a repararle gratis la casa. ¡Tre255
mendo derroche de materiales! Y para colmo, en medio de esta
crisis de tres pares de cojones, le llevaron una ventana en una
rastra. ¿Tú te imaginas una rastra de esas con decenas de ruedas para transportar una ventana?
–¿Y qué pasó?
–Nada, que los vecinos empezaron a quejarse, escribieron a
no sé dónde y el Ministro tuvo que mandar a alguien a la cuadra
a dar explicaciones de que el compañero era un cuadro, que estaba enfermo y bla, bla, bla...
–Es que la crisis es del carajo...
–Sí es del carajo, pero parece que es más del carajo para unos
que para otros, ¿no?
–Pero si el hombre es un alto dirigente...
–¡¿Y qué?!
–Que hay que ayudarlo.
–Sí, pero ¿cómo resuelve el que no es dirigente, ni alto ni
pequeño, el que está igual de jodío, le ha entregado a este país
toda su vida, como hay miles, y también necesita un lugar dónde
vivir? ¿Dime, cómo resuelve?
Silvia asiente con un gesto, no dice una palabra. Quizás
también ella comienza a intuir que la crisis está sacando a flote
muchos males que antes pasaban por alto, no afloraban o no se
querían ver.
Racionamiento y cohetes nucleares
(Segundo tiempo)
La carta de Panchito Meneses era su fiel retrato y constituía
la primera oferta de ayuda concreta a la familia Ballester para
que se radicara en Estados Unidos. Del hermano director de los
Maristas no había noticias desde que los religiosos abandonaron
el puerto de La Habana a bordo del Covadonga y Robert Stanley,
el judío norteamericano amigo de Manuel, se mostraba esquivo
a la idea de adelantar apoyo financiero a fin de que ellos se abrieran camino en la helada región estadounidense de Glastonbury.
–¿Qué cuenta, Panchito? –Sentada al lado del esposo, María
estaba ávida de noticias gratas.
–Por lo menos no nos ha fallado. Me dice que tengo trabajo con
él y que puede adelantarme algún dinero para comenzar. –Des256
de la nacionalización de La Única, Manuel preparaba la salida
de la familia al exterior al tiempo que laboraba junto con Amadeo en una oficina alquilada entre ambos en la concurrida calle
Obispo. Allí hacían las funciones de intermediarios, comprando
papel en resmas a las empresas confiscadas y revendiendo en la
red de imprentas privadas de la ciudad. Se resistían por instinto
a la socialización de la economía–. Además, María, Panchito no
ha perdido el buen humor y esa es otra señal alentadora.
La catástrofe de Playa Girón había hecho variar los planes
de Meneses, quien se dispuso a vivir definitivamente en Florida
y se adentró con éxito en el negocio de la venta de automóviles,
porque según comentaba en la carta “...los cubanos recolonizaremos este pedazo de tierra americana que un día fue española y
yo proporcionaré los autos de marca y a buen precio que se necesitarán en la conquista”. Su filosofía era similar a la que predominaba entre otros comerciantes llegados a Miami huyendo de
Fidel Castro: si no podían vivir en Cuba a su manera, lo harían
a la cubana en territorio estadounidense.
–¿Se encargará él de gestionar los permisos de entrada?
–Cuando le responda le tocaré el tema, pero lo importante
es que ha levantado cabeza y no nos ha olvidado –dijo Manuel,
quien sabía que sus hermanos Juani, Baby, Benny, Blanca y
Rosa, ya instalados en la Unión Americana, todavía estaban
lejos del estatus económico indispensable para auxiliar al resto
de los Ballester. En la rama de los Guerra la marcha hacia el
norte era un capítulo pendiente.
La mujer abandonó el sillón, comprobó que la hija dormía en
su habitación y regresó al portal con una tacita de infusión recalentada. –Ay, viejo, Dios es grande y yo creo que saldremos de
esta agonía.
En Cuba, el gobierno proseguía las confiscaciones, cada día
surgía una nueva empresa estatal y a 90 millas de distancia
los conquistadores modernos como Panchito se disponían más
que a penetrar el mercado estadounidense, a crear uno nuevo
con las oleadas de compatriotas que llegaban. Los emigradosexiliados buscaban cualquier forma de mantener vínculos con la
Isla. Algunos nunca se sobrepusieron al drama de perderlo todo,
muchos alimentaron la esperanza de un retorno victorioso y la
mayoría se dedicó a la recolonización o al acto vital de reiniciar
257
la vida, sin tiempo para preocuparse por las huellas que dejaban cada hora y cada año. Aprendieron las reglas del golf por
razones de necesidad social, pero siguieron prefiriendo el dominó
junto con el ron sin hielo o la cerveza fría. Escucharon el rock, el
pop y hasta la música country, aunque en sus fiestas se bailaba
son, rumba o guaracha. Compraron corn flakes Kellogg’s para
el desayuno de los niños y también se preocuparon porque ellos
disfrutaran del tasajo, de la yuca con mojo, del cerdo asado y los
frijoles negros dormidos a la hora de la cena. Admiraban el pragmatismo de los norteamericanos y al mismo tiempo se burlaban
de ellos.
–¿Jose fue a clases hoy? –preguntó el padre.
–Sí. Él no falla ni a las clases, ni al trabajo, ni a las salidas
con el Guille ese que no soporto. Donde falla es con la iglesia.
No va a misa los domingos. Nunca más se ha vuelto a confesar.
Habla también de curas falangistas. En fin, que cada vez es más
distinto de como era antes.
–Con tal de que podamos irnos de aquí lo más rápido posible,
no me importa que se aparte de la iglesia y que diga lo que diga.
Mañana o pasado pienso que me entreguen los pasaportes y si
Panchito agiliza los trámites podremos salir antes de que las
cosas se compliquen todavía más.
María volvió a levantarse del sillón. Estaba inquieta. Se adentró en la casa y cuando regresó al portal lo hizo con un documento desconocido en las manos. –Mira, ahora tenemos libreta de
abastecimiento, como dicen ellos.
–Ah, comenzaron a racionar la comida. Tenía que ser.
–Ahora para comprar hay que llevar esto y te despachan la
cantidad establecida por el gobierno.
–Yo no me explico cómo puede haber gente que esté de acuerdo con este sistema en el que uno no tiene libertad ni para escoger lo que quiere comer.
La libreta de abastecimientos había sido implantada como
medio de distribución en una sociedad que se proyectaba hacia
la centralización económica y que reemplazaba la iniciativa privada en los negocios por la gestión colectiva, a partir de un orden
de prioridades nacionales. Se ponía en marcha lo que sería,
durante todo lo que quedaba del siglo xx, la agonía de repartir
poco entre muchos. Escaseaban los alimentos, no alcanzaban los
258
envíos desde el este de Europa y “la libreta” pretendía mantener en igualdad de condiciones a políticos y científicos, al tornero
y al poeta, al comandante y al soldado. Teóricamente no había
distinciones, pero eso era solo teóricamente. Debido a la escasez
y a pesar del control generalizado surgieron también el mercado negro y las discretas prácticas de funcionarios públicos para
propiciar el disfrute a sus familias, aunque el racionamiento de
todo, desde los alimentos hasta las cuchillas de afeitar, estuviera
vigente en el país. Era una medida propia de tiempo de guerra,
aplicada en un país que llevaba varios años de beligerancia permanente, y los de a pie, quienes creían en una sociedad distinta
a la anterior, la asimilaron como garantía de que los alimentos
básicos permanecerían siempre seguros al alcance de cualquier
bolsillo, porque los precios los subvencionaba el Estado. Entre los
revolucionarios casi nadie pensó entonces que la cartilla de racionamiento disminuía las posibilidades de elección individual. Era
un tiempo de sacrificio para crear las bases de un nuevo país y la
mayoría de la agente lo asumió así, aunque muchos consideraron
que la escasez tendría vida limitada pues confiaban en las grandes producciones de la nueva economía y en el desarrollo de una
conciencia social que, según pensaban, estaban generando. Pero
la nación seguiría de guerra en guerra, abriendo caminos sobre
la marcha, improvisando en la aplicación de una teoría económica sin antecedentes en Occidente, copiando experiencias del
socialismo euroriental, desafiando a un imperio no habituado a
olvidar y “la libreta” devino símbolo inamovible que transformó
el secular concepto mercantil de compra de los cubanos. A partir
de las distribuciones racionadas y hasta que comenzó la doble
circulación de pesos y dólares americanos, nadie más fue a los
comercios a comprar, sino a recibir lo que el Estado distribuía,
y nadie volvió a preguntar: “¿qué compraste hoy?”, sino, “¿qué
están dando hoy en la bodega?”.
…
–Jose, atiende aquí, y dale rápido que a Echemendía le jode que
hablemos por teléfono en el trabajo –dijo el negro Eduardo en
medio del calor de la imprenta. El día a día sudando uno al lado
del otro, descubriéndose sentimientos y aspiraciones, había iden259
tificado a los dos hombres al punto de que el cuarentón Eduardo se transformaba en compañero inseparable del joven, sin que
importaran las diferencias de edad, de raza o de procedencia
social. Era parte de un sortilegio que dominaba a la nación.
Como siempre, José Antonio hizo caso al amigo y respondió la
llamada telefónica con la intención de ser breve. No imaginaba
el desespero con que lo reclamaba Guillermo. –Jose, mi hermano, estoy embarcado.
–¿Qué ocurre, Guille? Suspendiste los exámenes...
–No, compadre, qué exámenes ni exámenes. A mí todo el mundo me pregunta lo mismo. No, es Vivi, que regresó de la sierra y
está embarazada –tartamudeó antes de seguir– y quiere que la
ayude a no tener el hijo.
–¡¿Cómo?!
–Como lo oyes. La seria de Vivian se acostó con el tenientico
del que te hablé... Sí, aquel del cual ella me contaba en sus cartas, ¿te acuerdas? Pues bien, el cabrón le hizo una barriguita a
la niña, ahora ella tiene terror de decírselo a sus padres y tú qué
crees que hizo, buscar a su hermano el Guille para que la ayude.
El otro se la tiempla y yo la ayudo. ¿Te das cuenta? –Guillermo
recurría a José Antonio como último recurso. Vilma, su hermana mayor, se oponía rotundamente al aborto. Su padre estaba
en Santiago de Cuba y no era capaz de plantearle el asunto a
su madre, mucho menos al resto de los amigos a su madre. Oye,
¿estás ahí, me escuchas...?
–Sí, te escucho, pero estoy pensando porque...
–Porque nada, mi hermano, tú eres el único que puedes ayudarme. No puedo dejar embarcada a Vivi.
–Bien, déjame pensar. Yo no tengo la más remota idea pero...
¿Dónde estás...? De acuerdo, dame algún tiempo y te llamo.
Cuando colgó el teléfono, la imagen de Vivian ocupó su memoria y fue entonces que se preguntó por primera vez si a él y a
Luci podría pasarles igual. Se reincorporó al trabajo de encuadernación sin hacer comentarios. Pensó en Alberto Semidey
como tabla de salvación y lo descartó pues no estaba en Cuba.
Sabía que sus padres no lo apoyarían en esa empresa. Desestimó
a Lucía porque opinaba que era impropio abordar el tema con
ella. Y cuando Eduardo se le aproximó con otra tonga de libretas
para doblar, vio la solución.
260
–Eh, ¿qué te pasa?
–Necesito un gran favor tuyo. –José Antonio obvió detalles,
pero no la esencia de la solicitud de ayuda y el moreno, sonriente, le ocultó la solución durante algún tiempo.
–Ven acá, bate, ¿no será que los embarcados son tú y esa novia
misteriosa que tienes?
–No juegues, déjame tocar madera.
–Oye, no, no es tocando madera como se evita eso.
–Si tú supieras, yo no pienso en nada cuando estoy con ella.
–Ven acá, chico, ¿qué les enseñaban a ustedes los curas...?
Mira, mañana yo te traigo la dirección y el nombre de una mujer
que se dedica a hacer interrupciones. Ella vive en El Vedado, es
una gente seria. Es todo lo que puedo hacer.
Al finalizar la jornada de trabajo, José Antonio dejó esperando al profesor contratado por sus padres y se encontró con Guillermo, quien tampoco tenía idea del alcance biológico y ético de
un legrado. –Jose, ¡qué clase de rollo! Y yo que pensé siempre
que Vivi era una gente seria.
–¿Cómo está ella?
–Abochornada. La cabrona abrió las piernas cuando no
debía y ahora está abochornada. –Quedaba atrás la moda de
la virginidad real o aparente hasta el matrimonio y el rechazo
generalizado a las madres solteras. Hábitos siempre presentes
en una sociedad que desde la época colonial respiraba sensualidad por cada uno de sus poros, habían sido superados. No obstante, todavía resultaba difícil figurar en la avanzada de esa
tendencia modernista que con el tiempo desbordaría los límites–. Me da pena verla así. Yo le tengo cariño a la trigueña. Tú
sabes que ella tiene un carácter fuerte, pero ahora está muy
deprimida.
–El tenientico no quiere casarse con ella.
–No, al revés. Ella es la que dice que no se casa con el tipo
–Guillermo explicó el dilema al amigo y después le solicitó la
mayor discreción posible–. Yo no pienso ni decirle que fuiste tú el
que encontró la solución. ¿No te parece?
–Por supuesto. Te llamo mañana por la mañana y te doy los
datos y por la noche te vuelvo a llamar y me cuentas cómo resultaron las cosas. No, espera, mañana por la noche tenemos entrenamiento. Mejor te llamo el miércoles por la noche y me cuentas.
261
–Conversaban en la sala-comedor del apartamento de Guillermo–. ¿Y qué cuenta ella de la sierra?
–Dice que allá se pasaba un hambre del carajo, que la gente
no conocía ni el cine, ni la televisión, ni la luz eléctrica. ¡Ni los
helados conocían, Jose! ¿Te imaginas?, han vivido así durante
muchísimo tiempo.
Los “maestros” voluntarios habían llevado a lugares recónditos no solo la enseñanza elemental, sino otros aires, y los hombres, las mujeres y los niños de las sierras, los montes y las ciénagas les habían entregado toda su sabiduría natural para hacer
del intercambio un acontecimiento. Hubo habaneros que se quedaron para siempre en los campos y campesinos que sumaron
al estadio de honor de sus familias respectivas a muchísimos de
aquellos muchachos y muchachas que los enseñaron a escribir
su nombre o a leer un periódico por primera vez. En corto tiempo
y por obra de cientos de cubanos como Vivian, de los confines del
país saldrían igualmente los futuros científicos, médicos e ingenieros que reemplazarían a los “recolonizadores” de Miami.
–¿El tenientico era campesino? –volvió José Antonio al punto
de partida.
–Nada de eso, el tipo es también de la ciudad y lo que hizo
fue aprovecharse de ella, coger mangos bajitos. –Guillermo se
pasó la mano por la barba que llevaba desde hacía meses, se
estiró en la silla y con el brazo derecho tumbó al piso algunos
de los libros que estudiaba con vistas a graduarse pronto de
comercio–. Ven acá, Jose, ¿cómo te va con Luci?
–Bien, muy bien, aunque ella no acaba de decidirse a dejar el
trabajo de sirvienta. Incluso me ha llegado a decir que las cosas
han cambiado en casa de los Oñate y que esa gente ahora la trata
como si fuera una hija –respondió él, quien solo con el Guille se
animaba a comentar sin reservas aquella relación sentimental
que se hacía profunda cuando su vida daba un vuelco y transcurría de manera insospechada. José Antonio se enamoraba de
todo lo que ocurría en su país, sin medir las consecuencias.
…
De nuevo un sorpresivo zafarrancho de combate, el despliegue
de tropas, la movilización de milicianos, las guardias nocturnas,
262
y esta vez no para responder a bombardeos convencionales sobre
refinerías de petróleo o centrales azucareros, ni a ataques de barcos artillados contra poblados de pescadores o navíos mercantes,
ni a sabotajes, ni a otra invasión. Cuba y los cubanos eran diana
de la cohetería nuclear estadounidense. Había comenzado una
nueva crisis ante la mirada incrédula y espantada de la humanidad. Por primera vez en la historia moderna el mundo estaba
frente al peligro real e indeseado de una confrontación nuclear
soviético-norteamericana en la Isla. Una vez más las “cuatrobocas” desplegadas en lugares claves del Malecón habanero, en
azoteas, en los jardines rocosos y atrevidos del Hotel Nacional.
Los cañones de largo alcance y todas las armas restantes con que
contaban los cubanos se dirigían al cielo y hasta los campesinos,
los montañeses, los labradores recién alfabetizados, a machete o
con las hachas de picar el monte, sin saber por dónde vendría el
enemigo, pero desafiantes, dejaban a un lado la faena y aguardaban la orden de guerrear. “¡Alarma de combate!”, anunciaba
en grandes titulares la prensa escrita, repetían narradores y
comentaristas, y la gente se disponía a responder como si bastaran las “cuatrobocas” y el coraje, como si fuera suficiente la
voluntad generalizada de seguir en Revolución para sobrevivir a
uno solo de los cohetes nucleares que apuntaban a la mayor isla
del Caribe, con la capacidad de destrucción necesaria para convertirlo todo en polvo radiactivo en menos tiempo del que se necesita para rezar un Padre Nuestro. Los norteamericanos habían
descubierto el emplazamiento en secreto de cohetes soviéticos de
mediano alcance, y se disponían a impedir la materialización
de un acuerdo entre La Habana y Moscú que pondría en Cuba
un poderío militar capaz “de disuadir a Washington de invadir
el país”, según Fidel Castro. Se pensaba que así la Casa Blanca dejaría definitivamente en paz a los isleños, en tanto Moscú
aprovechaba para aproximar su autoridad nuclear a tierra enemiga. Era otra maniobra en el volátil ajedrez de la Guerra Fría,
donde cada una de las partes tenía aspiraciones propias.
En pocas horas, el Guille dejó a un lado los preparativos del
último examen que le quedaba por hacer y volvió a estar con
Juan Chong en la ametralladora antiaérea. Braulio, el padre de
Vivian, convertido en administrador de una empresa de transporte pesado, retornó a las trincheras, mientras Amanda volvía
263
a los rezos y a las guardias callejeras en el barrio, y la única hija
del matrimonio se estrenaba como funcionaria del sector de la
educación pública, repuesta de un legrado sin complicaciones. No
había tregua en la nación, no había descanso ni para quienes
trataban de recomponer sus vidas lejos del lugar en que nacieron, y Mario y María se hundieron en la incertidumbre de lo que
pasaría al día siguiente, desconociendo que José Antonio, acompañado por Eduardo, se había incorporado a las milicias. En
Miami aumentaron las apuestas a favor de la caída definitiva de
Castro y únicamente los menos viscerales rogaron para que su
tierra no ardiera en el holocausto, en tanto en Washington y en
Moscú, por razones opuestas, los estrategas de la guerra nuclear
se preguntaban si los cubanos alcanzaban a comprender lo que
ponían en juego.
José Antonio había pospuesto el uso del uniforme de miliciano hasta que hablara con sus padres y desde hacía varios meses
acompañaba a Eduardo en entrenamientos nocturnos por las
amplias avenidas de la ciudad, preguntándose de qué serviría
marchar tanto cuando llegara otra guerra. –¿Tú crees que bombardeen? –Eran las tres de la mañana y él y su compañero de la
imprenta patrullaban por la céntrica calle de Galiano, con sus
amplias tiendas por departamento vacías y un espacio enorme
que todavía olía a humo donde radicó la mayor entidad comercial
de la ciudad, quemada por la contrarrevolución pocos días antes
de la invasión de Playa Girón.
–¡Qué sé yo, Jose! Pero Fidel está al frente y olvídate que de
esta también salimos. Te lo aseguro yo. ¡Salimos!
Nadie sabía, pocos sabían o todos sabían lo que podría hacer
un ataque nuclear. Los hombres y las mujeres tenían curtido el
pellejo y fresca el alma, y junto al cañón estaba la tumbadora
para sonar el cuero y formar la conga cada vez que se encontraba la oportunidad. En la vigilia volvían los chistes verdes, rojos
o amarillos, se hacían planes de futuro o se contaban historias
personales ciertas o falsas, como si el peligro de la gran hoguera
en que el país podría transformarse fuera imaginario. La flota de guerra norteamericana bloqueó a la Isla, barcos soviéticos se acercaron peligrosamente a sus posiciones en el mar con
nuevos cohetes, sin que llegara del Kremlin orden de retirada,
y en Estados Unidos, Kennedy vivió los días más tensos de su
264
mandato, virtualmente consumido por la posibilidad de pasar a
la historia como el primer presidente norteamericano en iniciar
una guerra nuclear cuyo desenlace ni los adivinos de lujo se atrevían a pronosticar.
A la mañana siguiente, José Antonio y Eduardo volvieron a
la imprenta tras un desayuno ligero en casa del negro. Parecían
llegados de una ronda interminable de rones y cervezas, y el
aprendiz, por primera vez en varios días, llamó a Santos Suárez para tratar de calmar a los padres. Nadie había faltado al
taller. El olor y el calor eran los mismos, pero el ambiente estaba
politizado. Echemendía y Feliciano se quejaban a voz en cuello
de que nadie les había preguntado si ellos estaban dispuestos a
jugarse su vida y la de sus familias por el despliegue de los cohetes soviéticos en el país, aseguraban que lo que ocurría era consecuencia de otra tozudez de Fidel Castro y los otros empleados
ripostaban, también a gritos. “¡Aquí lo que sobran son cojones
pa’ seguir a Fidel, Echemendía!”, vociferó el “colorao” desde su
máquina alemana y Susano, el “cajista”, se le encaró al patrón
para recordarle que las cosas estaban cambiando y que ahora
“¡no mandan ustedes, sino nosotros!”. Solo Eduardo y José Antonio se mantuvieron fuera del tiroteo retórico. –Ni te metas en la
discusión, Jose. Echemendía sangra por la herida. Déjalo, que
ahora hará lo de siempre, meterse la lengua en el culo cuando
alguien lo enfrenta.
–El viejo este me tiene harto.
–¡Coñooooó, mira quién llegó! –dijo Eduardo y con un gesto
indicó al amigo la entrada posterior del taller, por cuyo pasillo
central avanzaba Manuel Ballester.
Con un golpecito en el hombro, el recién llegado saludó a
Echemendía y su presencia distendió el ambiente. La discusión
se esfumó. Susano regresó a sus plomos, el “colorao” se concentró en la máquina alemana y poco después el viejo estaba junto al hijo. –¿Salimos un momento hasta la esquina? –preguntó
el padre a José Antonio, mirándolo a la cara con serenidad, y
el muchacho no replicó. En realidad no llegaron a la esquina,
se detuvieron al costado del automóvil de Ballester–. ¿Qué está
pasando? ¿Qué estás haciendo?
–Cómo que ¿qué estoy haciendo? ¡Defender a mi país! ¿Qué
otra cosa hay que hacer?
265
Los transeúntes se movían en una y otra dirección ajenos al
desgarramiento, al orgullo, a la insensatez, a la convicción, al
dolor y al desconcierto que como duendecillos danzaban en torno a los dos hombres de igual estatura, uno mucho más curtido que el otro por la vida, similares en los rasgos físicos y, al
mismo tiempo, opuestos. El viejo Ballester se recostó al auto y
no se atrevió a profundizar en las causas de la decisión de su
muchacho. Temía lo inevitable. Estaba aturdido por la respuesta, y el diálogo derivó hacia la clásica exhortación a que se cuidara, como si fuera posible protegerse en Cuba de un bombardeo
nuclear, a que no cometiera locuras, a que al menos llamara por
teléfono cuando no pudiera pasar la noche en Santos Suárez. La
confusión había neutralizado el mal humor del padre desde que
el silencio del hijo motivó el desvelo de la familia, mientras el
más joven no alcanzaba a comprender ni eso, ni el significado del
instante que ambos protagonizaban en una acera de La Habana, y cuando el viejo Ballester se sentó de nuevo al volante de su
auto en disposición de retirada, solo en ese momento, José Antonio tuvo la primera sensación de que el padre estaba destruido.
Claroscuro
(Tercer tiempo)
Quería engañarse y no engañaba a nadie. La soledad lo aterraba.
Se empeñaba en ocultarlo y tenía de él mismo una imagen demasiado bondadosa. Guillermo lo vio claro cuando 24 horas antes
del matrimonio con Gretel, su otrora compañera de estudios en
la universidad, José Antonio dejó entrever el temor de volverse a
equivocar. –No te cases, vive con ella un tiempo y determina bien
tus sentimientos. Me parece que estás desesperado por tener una
casa y sentir estabilidad –razonó el amigo, pero el otro decidió
seguir equivocado. Quería a Gretel. Ella le daba todo el amor que
necesitaba para ser feliz y sabría encontrar la forma de honrar
aquella entrega. Era como la moda nacional de las metas, como si
los sentimientos pudieran ser planificados. Se trataba, en esencia,
de su ignorancia. Consideró un simple desliz su romance, recién
casado por segunda vez, con la traductora de inglés que había
conocido en la primera conferencia donde trabajó como reportero. Le restó importancia a la comunión que surgía con Silvia,
266
la egresada de la Escuela de Periodismo ubicada en la agencia
de noticias. Y cuando los fines de semana llevaba a Gabriela, a
Daniela y a Abel a jugar en el parque de la esquina de la casa
nueva o a corretear por un pedazo de selva enrejado en el medio
de La Habana, se hinchaba su imagen de buen padre, de buen
revolucionario y hasta de tipo consecuentemente serio.
…
–Este es el momento. Daniela tiene ocho años, la edad ideal para
operarla. –La doctora Molina era como el médico de cabecera
desde que el corazoncito de ella evidenció una insuficiencia y
una tonalidad azul cubrió su cuerpo.
–Doctora, ¿no será mejor operarla fuera de Cuba, en un hospital donde existan las mayores garantías de éxito? –preguntó
José Antonio y se apresuró a aportar la solución–. Podría plantear el asunto en mi trabajo y...
–Hay solo tres hospitales en el mundo que cuentan con la más
baja mortalidad en este tipo de operación: uno está en Londres, el
otro en Houston y el tercero aquí, donde intervendrán a la niña.
De no ser así, nosotros mismos habríamos buscado la forma de
sacarla del país. –La interrupción de la pediatra representó un
estímulo. Dora y él sabían que no existía otra solución, y aun así,
el hecho de asumir una responsabilidad de tal envergadura era
difícil–. El profesor Hernández Cañero ha seguido la evolución
del caso y está convencido de que el cuadro general de la niña es
muy bueno. La ha ayudado mucho su vitalidad. No se debe esperar más. Decidan.
Dora permaneció callada y él se movió en la silla. Conocía a
la doctora desde el mismo día que nacieron las jimaguas. Siempre acudió a ella en caso de complicación con alguno de sus hijos,
pero al aceptar la propuesta un escalofrío intenso lo recorrió de
arriba a abajo. Las niñas eran sumamente inquietas, bellas, distintas por el color de la piel, una blanca-azulosa, la otra trigueña,
y la sobreprotección en torno a la primera hizo que Gabi buscara
siempre destacarse un poco más, en tanto Abelito marcaba pautas en las travesuras y resumía en él los regaños más violentos
y a veces desmedidos. Formaban un trío incansable que inconscientemente le exigía a Daniela dar el máximo aunque se agota267
ra antes que los hermanos, un grupo original, armónico, que la
vida había puesto ante una disyuntiva amarga.
Las semanas que siguieron hasta el ingreso en el Instituto Cardiovascular fueron difíciles y el día en que se consumó
la intervención el tiempo se detuvo. El puñado de médicos que
había comprometido su vida con el país encabezaba la formación
del relevo que surgía por todas partes, y al mismo tiempo actuaba día a día en consultas y quirófanos en una labor titánica, discreta, que dejaba los primeros frutos. Surgían nuevas esperanzas lo mismo en La Habana que en las montañas de Oriente. No
obstante, el tiempo se detuvo para José Antonio cuando la niña,
inerte, estaba en manos de la ciencia, a corazón abierto.
El salón de espera era confortable, higiénico, la iluminación
precisa y quienes aguardaban por las noticias hablaban en voz
baja, rezaban o se paseaban como autómatas sobre el piso de granito. Dora ocupó un asiento con una amiga frente a él y le lanzaba
dardos encendidos cada vez que lo miraba. Lo consideraba responsable de la vida de su hija por los muchos malos ratos que le hizo
pasar cuando estaba embarazada. José Antonio fumaba indiferente a todo lo que lo rodeaba. No transcurrían ni las horas, ni los
minutos, ni los segundos y cuando estaba perdido, sin noción de
la hora, el rostro sonriente de una enfermera lo trajo de vuelta a
la razón. No escuchó completamente el parte médico. Quería ver
a su niña y fue el primero en subir al salón donde se recuperaba,
para quedar deslumbrado al descubrirla rosada y resplandeciente entre muchos paños verdes, en una habitación climatizada y
repleta de equipos e instrumentos desconocidos. Daniela estaba
dispuesta a continuar la vida y en el postoperatorio contaría con la
atención adicional de psicólogas y maestras para que no se retrasara demasiado en el curso escolar. Era el milagro de la medicina
pública que se levantaba en su país con un esfuerzo extraordinario y él se consideró el ser humano más feliz de la tierra y hasta
quiso escribir lo que había visto para que el mundo lo supiera.
…
“...El gato que estaaaá...”, reiterativos cantaban con la desafinación propia de los aficionados, “...en la oscuridaaaá”, era 31 de
diciembre, “...nunca te olvides, que fuiste míaaa...”. Cantaban en
268
el departamento más distante de la redacción central y Aroldo
pretendía dar un toque de coherencia: “canten canciones políticas, compañeros, canciones políticas por si viene el director”.
Era el último día del año y como parte de una tradición ajena a
la disciplina oficial, a escondidas, las botellas de vino, whisky,
vodka y ron pasaban de mano en mano, de jóvenes a viejos, de
hombres a mujeres, de negros a blancos sin que la agencia de
noticias dejara de transmitir. Del departamento distante, el grupo se desplazó al pequeño salón de actos del sexto piso y Marilyn
se sentó al piano a improvisar. Crecía la euforia pese a que eran
las dos de la tarde. Alguien puso en marcha la música grabada,
Gerardo César olvidó su cargo directivo para bailar con Marina
la teletipista y a ambos los rodeó un coro de hombres y mujeres
que no dejaban de cantar. El “lord inglés” de Manzanillo llegó
a ver lo que ocurría y José Antonio y Silvia se tomaron de las
manos por primera vez. Leroux abandonó la guardia en la planta baja y subió en busca de los alcoholes que surgían de cualquier gaveta de escritorio. Marilyn despreció el piano, recitó en
medio del alboroto algo clásico que nadie logró entender y Aroldo, siempre en busca de la coherencia perdida, repitió aquello de
“compañeros, por favor, canten canciones políticas”, sin dejar de
deleitarse con el ron.
Era la locura del 31 de diciembre en Cuba, donde los revolucionarios habían dejado de celebrar la Navidad y concentraban en
ese día todos sus deseos de decir adiós a lo pasado. –¡Vamos pa’
casa de Baró, que está asando un puerco! –gritó Gerardo César
con la teletipista de la mano y el grupo lo siguió a la redacción
central–. Pueden irse todos, nosotros nos sobramos –dijo desde la
mesa de edición el “lord”, y los cuatro redactores bajo su mando,
casi sobrios, levantaron sus vasos respectivos a modo de aceptación jacarandosa. El grupo descendió al estacionamiento, donde
solo los elegidos para llegar al día siguiente aceptaron proseguir
la rumba juntos. En el Fiat blanco del líder se acomodaron Marina, la barriga cervecera de Leroux, Silvia, José Antonio y Houtchinson, y en los autos de Elmer y Bianchini lo hicieron otros
grupos. Sorprendieron a Baró friendo las primeras lonjas de cerdo y allí mismo volvieron a bailar. Asaltaron después el apartamento de César y cargaron con la esposa de este y un voluminoso
equipo de música checoslovaco para llegar por último al séptimo
269
piso de uno de los edificios gemelos de la calle E, donde vivía
Bianchini. Elmer se despidió al recordar que había convocado a
una fiesta en su casa. Houtchinson y José Antonio olvidaron que
sus esposas esperaban. Bianchini puso sobre la mesa todas las
provisiones con que contaba para esperar el año nuevo. Y Silvia
nunca más volvió a pensar que los padres la aguardaban para
celebrar, junto a su hermano, la última cena del año.
Era 31 de diciembre y nadie se cansaba de fiestar en La Habana. Adalberto entró en casa de la rubia Bianchini sobre las diez
de la noche y a partir de ese momento virtualmente acorraló a
Marié, la francesita de padres españoles. Gerardo bailaba y reía,
mientras Nilda, la esposa, disfrutaba en un sillón. Y Silvia y José
Antonio, sin necesidad de hablar de más, danzaban pegaditos. A
las once y treinta el líder volvió a comandar las acciones. “¡Pa’
casa de Elmer!”, dijo y los elegidos fueron menos. Houtchinson
desapareció misteriosamente, Marié emprendió una desesperada retirada sin Adalberto, Bianchini decidió quedarse en casa
con sus hijas, la teletipista salió en busca del novio que esperaba
desde hacía varias horas, y el Fiat volvió a la carga por las calles
de la ciudad.
“¡Abran, COJONES!”, gritaban los cuatro hombres a Elmer
desde la acera y el agua caía de todos los balcones. Eran las 12
de la noche y con cada lanzamiento los vecinos tiraban a la calle
los malos espíritus que quedaban en sus casas. “¡Me cago en la
pinga, Elmer, maricón, abre, coño!”, gritaban los cuatro hombres
empapados y ellas ocupaban el centro de la calle, desde donde divisaban el balcón del primer piso con un Elmer sonriente
rodeado de otros amigos con cubos en las manos. Doce y cinco
minutos. El aguacero artificial no cesaba. Brotaba de todos los
balcones, de todos los edificios de aquella parte de Centro Habana donde la tradición seguía de la mano de marxistas y santeros,
de creyentes y ateos, de cubanos, hasta que la puerta se abrió
para que subieran empapados unos más que otras a fin de mezclarse con el rumbón que acababa de formarse en el primer piso,
estremeciendo a todo el edificio.
A las tres de la mañana los cuarentones hicieron un aparte de
serenidad para acabar con lo último que quedaba del cerdo frito
y con Nilda y con Gerardo César, con Elmer e Isabel y junto a
Victorio M. Copa y su esposa se sentaron Silvia y José Antonio,
270
como una nueva pareja que nacía sin preocuparse demasiado del
qué dirán. A las cuatro de la mañana, una mujer larga, flaca y
solterona comenzó a llorar. Lloraba sin consuelo. Se retorcía con
agudos dolores en el alma. Se sentía solitaria, desgraciada en el
primer día del año hasta que Copa le dio una solución criolla sin
moverse del sofá: “Eso se le quita con tres dosis cada dos horas
de pinguisilina-intraculosa”. A las cinco y treinta, Adalberto
también fue dado por desaparecido luego de ser visto por última
vez cuando gateaba sobre la calle húmeda en busca de su pipa,
que había caído desde el primer piso. A las seis de la mañana,
Gerardo, Nilda, Leorux, Silvia y José Antonio decidieron retirarse de la fiesta donde ya nadie bailaba.
En el muro del Malecón cantaron las últimas tonadas y cuando el Fiat se detuvo ante el inmenso edificio de la calle Paseo
para dejar al último de los elegidos, José Antonio descendió sin
saber qué hacía. No pudo abrir la puerta del apartamento porque
Gretel la mantuvo cerrada por dentro y cuando ella le dio paso,
por reflejo, solo atinó a llegar hasta la cama donde dormía su
cuarta hija, Isabela, para darle unas buenas noches balbuceantes, aunque el sol ya estaba en su lugar. Comenzaba un nuevo
año y con él, la mujer tuvo la convicción de que su unión con José
Antonio estaba terminada.
271
XIV
El maleconazo
(Primer tiempo)
Sus palabras reflejan ansiedad. –Jose, ¿sabes qué está pasando
en Centro Habana?
–No, Silvita y yo estamos de vacaciones.
–Dicen que hay una manifestación, que la gente está gritando contra Fidel y que han roto un montón de vidrieras... Aquí en
el trabajo tenemos sintonizada la radio, pero tu colega está tan
nervioso que no es capaz de aclarar lo que ocurre.
–Bueno, Vivian, déjame averiguar. Llámanos un poco más
tarde. –Cuelgo el teléfono y Silvia se acerca, pero no pierdo tiempo en explicaciones y llamó a la redacción–. ¿Qué pasa en Centro
Habana?
–Parece que hay una manifestación de gusanos por Galiano. Apedrearon el hotel Deauville. Algunos reporteros salieron
para allá.
–¿Qué hacemos nosotros?
–No creo que sea para tanto. Quédense ahí, cualquier cosa les
avisamos –responde el editor de guardia.
Recibir instrucciones e informar a Silvia es la misma cosa.
Después calculo la gasolina que queda en el tanque al viejo Lada
y salgo hacia el lugar de la trifulca. Temo el inicio de una revuelta desde las filas explosivas que esperan los ómnibus que nunca
llegan mientras, vacíos, circulan los taxis para uso exclusivo de
turistas extranjeros; desde las extensas “colas” en busca del pan
racionado; desde las muchas partes donde hay aglomeraciones
irritables. Los ánimos están caldeados cuando agosto endemonia a los humanos en el centro del Caribe. El número de los que
disienten del rumbo y las reformas aumenta, y muchos terminan
por ponerse a tono con los antifidelistas de derecha en la Flori272
da o con la ayuda que les brinda Washington por intermedio de
agencias oficiales creadas con ese fin. Ha habido muertos durante el robo de una lancha y se respira la ansiedad de ponerse a
salvo de la crisis. Se han producido asaltos a aviones de fumigación y un buque petrolero es invadido por gente enloquecida
dispuesta a emigrar a cualquier precio. Las penurias aumentan,
el calor abrasa, la Sección de Intereses de Estados Unidos niega
visas y desde el norte el exilio abre los brazos e invita por las
ondas cortas de la radio a “saltar el charco”.
En 20 minutos me traslado hasta las proximidades del hotel
Deauville y diviso a varios hombres por la calle lateral en la que
estaciono el auto. Corren hacia Galiano. No sé lo que ocurre.
Apuro el paso detrás de los desconocidos y cuando llego a la avenida veo desolación: comercios con señales de saqueo, piedras,
tubos de hierro y pedazos de cartones dispersos en aceras y portales. Decenas de personas también corren o caminan de prisa
en todas direcciones sin que se pueda intuir lo que piensan. Por
el medio de la avenida avanzan tres policías, a uno lo llevan entre
brazos sangrando por la cara. Un muchacho levanta una enorme
bandera cubana en lo alto de un edificio destartalado. Observo
a los lejos, ciudad adentro, a mucha gente, y un rugido colectivo
que llega desde la distancia. Cuando parto en esa dirección identifico al mejor fotorreportero de La Habana.
–¿Qué está pasando?
–La gente que estaba esperando en La Punta para ver si se
iba del país en otra lancha robada se encabronó, empezó a gritar
contra el gobierno, le entró a piedras a los cristales del Deauville,
bajó la negrá de los solares para aprovechar la coyuntura y ver
qué robaba, y se ha formado un sal pa’fuera del carajo. No se
sabe quién está a favor ni quién está en contra –explica nervioso,
y se acuclilla ante la bolsa repleta de cámaras y lentes–. Yo me
quedé sin rollos y voy a buscar más.
Dejo al amigo y aprieto el paso en dirección al rugido. Lo
hago por instinto profesional, porque también el escepticismo
comienza a enredarse en mis sentidos, aunque pienso que sería
funesto que las soluciones que demanda mi país lleguen prefabricadas de Miami o desde Washington. De las calles laterales
vienen cientos de hombres y mujeres gritando consignas revolucionarias. Casi no veo policías en las calles y me llaman la aten273
ción tres muchachos sin camisas que se pierden en la muchedumbre con jabas de nylon bien cargadas y flamantes amplificadores de música en los hombros. Cien metros, 200 metros,
300 metros y todo se va aclarando: si Galiano fue tomada por
el desespero y la inconformidad ahora no lo está. La multitud
que repleta la avenida grita a favor. Hay estudiantes de medicina enardecidos, constructores de las brigadas Blas Roca, convertidas en tropa de choque, con palos y cabillas en las manos,
jóvenes con camisetas amarradas a sus cabezas como los indios.
El primer secretario del Partido me pasa jadeando por un lado
y a lo lejos reconozco a un ministro confundido entre la gente.
Sigo caminando rumbo a la multitud y me percato de que el
rugido colectivo avanza hacia mí, en dirección al mar, en busca
del hotel que fue apedreado. La Habana no está preparada para
asimilar una manifestación en contra, ni para que se reediten
las realidades de hace 40 años, cuando la policía tiroteaba a la
gente desarmada. La Habana es orgullosa, se yergue ante la
crisis y mira mucho más allá. Sabe que el poder alcanzado y
consolidado a tiros no será entregado, e intuye que algún día volverá a resplandecer. La tarde avanza, la gente suda y Galiano
se transforma en una plaza repleta. Se repite por todas partes
que Fidel ha llegado con su escolta, que no quiere que le cuenten, pero solo podré corroborarlo al regresar a la casa. Sintonizo
el noticiero, sin comprender aún con precisión qué ha ocurrido.
Hay quienes especulan que esta crisis “no ha sido tan espontánea” y tiene por objetivo “abrir otra vez la válvula de escape de
los éxodos masivos”.
…
¿Cuál es la historia de esta mujer parecida a Jacques Yves Cousteau, que observo mientras comanda como almirante decrépita
una nave que hace agua antes de partir? ¿Será de los decepcionados que todavía tienen ánimo para confiar en que tendrán suerte?
¿Habrá estado también en las trincheras o en la escuela al campo?
¿Formará parte de los que nunca creyeron y se cansaron de esperar? ¿O será acaso alguien que imaginó poder vivir a su manera?
Ella está tiesa, con un enorme sombrero, un pañuelo de seda que
cubre parte de su cabeza y comanda a cuatro hombres que reman
274
y ríen de su suerte, como si protagonizaran una pieza de teatro
bufo ante la mirada incrédula y amarga del lunetario inmenso
que conforma su ciudad. Por tercera vez intentan apartarse de la
costa y no logran imponerse a las corrientes submarinas. Las tres
veces se han lanzado desde la entrada de la bahía de La Habana y
no han hecho más que bordear el Malecón para desistir finalmente del viaje que pretenden en las proximidades del río Almendares.
Un delirio, una fiebre mortífera se ha adueñado de la Isla y afecta
a muchísimas personas. Comienza el desgarramiento de los “balseros”. Fidel afirma que no cuidará más las costas mientras Estados Unidos siga estimulando las salidas clandestinas del país y
cientos y cientos de cubanos, muchos con los hijos y los abuelos, se
lanzan a la mar para “huir del hambre y la miseria”, sin que buena parte de ellos conozca en realidad el horripilante rostro congénito del hambre y la miseria que he visto muy de cerca en África.
Tropas Guardafronteras tienen órdenes de no interferir mientras
se desata la locura de navegar en embarcaciones hechas a mano
y montadas sobre enormes gomas infladas, y guardacostas norteamericanos rescatan a los que pueden en aguas internacionales. Se parte desde cualquier trozo de costa. En cualquier familia
surge el drama cuando alguno de los hijos demora en regresar de
la fiesta a la que dijo iría, porque son decenas los padres que se
enteran tarde de que alguno de sus descendientes se fue en una
balsa en busca del llamado sueño americano. No circulan cifras
exactas de cuántos han partido y de los muchos que han muerto en el intento, y los orientales escogen otro peligro: cruzar el
terreno minado que separa a las postas cubanas de las estadounidenses en Guantánamo, y en algunas ocasiones zapadores isleños
deben ir al rescate de sus compatriotas paralizados por el terror
de las minas que revientan. Hay muertos y mutilados. Una amiga
está tres semanas trabajando en la provincia de Pinar del Río y al
regresar a La Habana se encuentra con que su apartamento ha
sido sellado por las autoridades, porque alguien en el barrio aseguró que la vio irse en una balsa y Marié, la francesita de padres
españoles, llega atónita a la oficina: “Ayer me estaba bañando
en una de las playitas de Miramar y llegó un tipo en una súper
lancha. Una familia completa que lo esperaba subió a bordo y el
tipo, sin apagar los motores dijo: me queda espacio, y un grupo de
muchachos y muchachas, con lo que tenían puesto, se subieron a
275
la lancha y se perdieron en el horizonte”. Vuelve a congestionarse Miami, es la tercera estampida masiva de cubanos autorizada
por Fidel Castro. Gente sensata presiona al presidente demócrata
Bill Clinton para que llegue a un acuerdo con La Habana. Los
duros dicen “¡No!” y los balseros siguen escribiendo su drama. Un
botecito de remos cuesta una fortuna. Gabriela dice haber visto
desde la playa de Guanabo a un viejo automóvil flotando y navegando en dirección a la Florida. Cuentan de peleas en altamar
contra los tiburones y entre los mismos que huyen cuando nadie
los rescata, el agua se acaba y la muerte se desnuda. Son muchos
los que se contagian con esa especie de virus social. Se descree de
las reformas. Han sido demasiados años de promesas. Y la prensa
internacional no deja de afirmar que “suman decenas de miles
los cubanos que se lanzan a los mares huyendo del comunismo”.
Clinton vuelve sobre sus pasos, pide tregua, y la historia se repite. “Es un pendejo-maricón como todos los demócratas”, comentan
los antifidelistas en Miami. No obstante, se llega a la firma de un
convenio: habrá visas, un mínimo de 20 000 cada año, para que la
emigración sea “ordenada y segura”, y cubanos y estadounidenses
volverán a patrullar los mares. Sin embargo, los “duros” logran
dejar una puerta abierta: quienes burlen la vigilancia y pisen tierra norteamericana serán bien recibidos, y entonces el dramático
folclor de los balseros apenas se pospone para dar entrada a los
traficantes de indocumentados en lanchas rápidas que viajan a la
Isla desde la Florida.
…
Ethel, la argentina, ha llegado hasta nuestra casa en Playa a
hacerle cosquillas a mi ego.
–Me decidí a estudiar periodismo porque tú me enseñaste el
alcance del oficio –dice con su mirada miope en un cuerpo elástico y abre la botella de ron carta blanca que ha comprado para
celebrar–. Estoy trabajando en una radio comunitaria en Buenos
Aires, no nos alcanza para vivir, pero vamos ganando influencia
–comenta sus peripecias y yo la miro con satisfacción, mientras
Cheché prepara un café que nunca tomaremos. Ha pasado un
año desde que Ethel regresó a Argentina y el tema de los balseros hace que la tertulia reflote la tragedia, cuando el timbre
276
del teléfono suena desde la sala y mi suegra alerta que Daniela
quiere hablar conmigo.
–Pipo, te llamo porque esta noche Cosme y yo nos vamos para
Panamá... Chico, no te pongas bravo... No te lo dije antes porque
todo ha sido muy rápido... Hoy mismo nos entregaron los pasajes y nos informaron que hoy mismo teníamos que viajar... Es
que yo no pensé que todo fuera así y estoy muy nerviosa y mami
está llorando... Ven, anda, llégate hasta aquí para despedirnos...
Anda, chico, mi papito lindo...
Cuando le dieron la militancia en la Juventud Comunista, me
sentí orgulloso. –No, Dani, nos estamos despidiendo ahora –respondo y al regresar al portal soy un fantasma.
Daniela no pertenece a los pudientes como Alberto Oñate, que
afectados por las primeras leyes de la Revolución se alzaron en
armas, fueron presos y terminaron en el exilio. No es “una escoria”, como siempre repite la prensa oficial en estos casos. Mi hija
forma parte de una generación nacida en plena Guerra Fría de
padres practicantes de la Revolución de Fidel Castro, que hemos
echado la juventud en busca de la suerte de una nueva alternativa social. Un proyecto por el cual lo hemos puesto todo en riesgo.
–¿Qué pasa? –A Silvia le basta mirarme.
–Dani y Cosme se van esta noche para Panamá, y me lo acaba de decir ahora mismo, como si fueran a hacer una visita al
doblar de la esquina.
–Es una de sus hijas mayores, Ethel. ¿Y qué vas a hacer? –Silvia, como siempre, es mi Pepe Grillo y no hace falta que le responda para que un ambiente denso tome cuerpo entre los tres.
Sé desde hace varios meses que Daniela y su marido pensaban irse. No creen que las penurias que crecen en Cuba sean obra
exclusiva del bloqueo y de la guerra constante con Estados Unidos. Tampoco en las estrellas que les he dibujado con derroche de
imaginación y prefieren el riesgo de una sociedad desconocida.
La decepción había llegado a tal punto que les recomendé con
amargura que si su decisión era irrevocable lo hicieran cuanto
antes, aunque legalmente, sin perder vínculos con su país, y ella
actuó en consecuencia, manteniendo en silencio los trámites que
bajo cuerda hizo Cosme auxiliado por su padre desde la Florida.
–Yo pienso, Jose, que tenemos que ir a despedirla y darle ánimo. Tú sabes que emigrar aquí es una desgracia, no sabemos
277
cuándo volveremos a verla –dice Silvia, Ethel capta la dimensión
de todo lo que ocurre y la tarde se torna gris.
Vuelvo a Santos Suárez, hablo cuanto puedo con ella, la beso
muchas veces y trato de dejar la imagen de padre comprensivo
que rectifica un exabrupto telefónico. Le insisto en que nunca
reniegue de su tierra. Escucho en silencio los planes idílicos de
Cosme, quien piensa comprarse pronto un automóvil y en dos
meses regresar de vacaciones a La Habana. Y cuando miro por
última vez la carita sonriente de mi hija reafirmo que allá, en
Panamá, ella hará todo lo contrario a lo que le recomiendo.
Esta fiesta no es pa’ ti
(Segundo tiempo)
En cuestión de semanas Manuel Ballester adelgazó ostensiblemente. Fumaba mucho más de lo habitual y no encontraba sosiego aunque el peligro de una confrontación nuclear había pasado
luego de que Nikita Jruschov aceptara unilateralmente la retirada de los cohetes emplazados en Cuba. María, por su parte, no
escatimaba ruegos ni ofrendas en aras de mantener la unidad de
la familia y buscaba aliento en la esperanza de que el hijo llegara a entender que optaba por el camino equivocado.
–¿Quieres café? –Ojerosa, descuidada al vestir sin darse
cuenta, la madre mantenía la comunicación con José Antonio
pese a que no conseguía hacerlo razonar a su manera y no dejaba de pensar en ello mientras, sentada junto a Manuel, daba
una imagen apacible. Coralia, la hermana menor de la mujer,
también había tratado sin éxito de convencer al sobrino predilecto de que lo conveniente era abandonar el país y dejar a
un lado el romanticismo patriótico. La familia recurría a todo
para influir en el muchacho, aunque el optimismo no anidaba
en la madre y tampoco en Manuel, que se mecía indiferente en
otro de los sillones.
–Sí, dame un poquito de café, solo un buchito.
–¿Hoy no irás a la oficina?
–No, no pienso. –Fumaba el décimo cigarrillo de la mañana.
Panchito Meneses acababa de reafirmar en una carta que podía
agilizar los trámites de ingreso a Estados Unidos. Recomendaba
que no perdieran tiempo en viajar, pero ahora el dilema de la
278
familia era otro–. ¿Tú comprendes que tendremos que postergar
la salida hasta ver si convencemos a tu hijo?
–Por supuesto. Yo no pienso irme sin él.
–Ni yo tampoco, pero los viajes se están complicando. Cada
momento que pasa nos tratan más como si fuéramos delincuentes o gente apestada. Ahora han puesto nuevas normas y te quitan hasta los anillos de graduados. Solo puedes viajar creo que
con dos prendas de oro y, para colmo, los pasaportes que nos han
dado son válidos para un solo viaje. Después te quedas como en
un limbo legal. Ningún consulado cubano te lo reactiva y terminas por no ser ni ciudadano de este país. ¿Qué cosa es esto?
–No pierdas la paciencia, viejo.
–Hombre, por supuesto que lo único que nos queda es tener
paciencia, pero también tendré que buscar otro trabajo para que
el dinero alcance, porque por mucha paciencia que tenga hay que
comer. ¿No crees?
–¿Y lo que hacen tú y Amadeo?
–Eso no da, María. Es más que todo un entretenimiento. Me
han hablado del negocio de fumigar por las casas.
–¡¿Fumigar?!
–Sí, fumigar. Algunos amigos se han metido en el tema, sobre
todo en las zonas residenciales. Los productos se consiguen baratos y casa a casa sacas alguna plata. Con eso, con lo que nos
pagan por la confiscación de la empresa y con lo que nos queda
en el banco podemos tirar algunos meses.
–Vamos a ver, viejo, vamos a ver, quizás Jose entienda.
–¡Qué entienda ni entienda, si cada día que pasa se aleja más
de nosotros!
El desenlace de la Crisis de Octubre impactó duramente en las
relaciones entre La Habana y Moscú. Los fidelistas nunca admitieron la decisión unilateral soviética y mucho menos a cambio de
una simple promesa verbal norteamericana de que no invadirían
militarmente al país. En la Florida, los antifidelistas de ultraderecha agudizaron su odio contra Kennedy por no ordenar una
invasión y conformarse con la retirada soviética, en tanto en la
Isla se aceleró la estampida de unos y quedó clara la disposición
de otros de llegar hasta el holocausto por la Revolución.
Jesús, el hermano mayor de María, abandonó La Única y
logró llegar a Costa Rica con toda la familia para abrir de esa
279
manera la marcha de los Guerra. Solo José Antonio permanecía
inconmovible en su decisión de mantener la apuesta de su vida.
Lo consideraba un derecho, un deber, un juego en el que estaba
dispuesto a llegar hasta el final, cometiendo entre otros el error
de suponer que podría convencer a sus padres de que tendrían
un lugar en el país. No entendía que la agudización de la lucha
hacía que los revolucionarios se movieran por los extremos de
rechazar tanto lo que era como lo que pareciera o imaginaran
que se oponía a su manera de interpretar el presente y el futuro
de la nación. Consideró que su padre volvería a la empresa nacionalizada a brindar sus conocimientos técnicos en el uso industrial del bagazo de caña de azúcar para obtener papel y de esa
forma ahorrarle dinero al país, pero pensaba mucho más en su
decisión que en cualquier otro asunto. Estaba muy distante del
drama que consumía a los suyos en medio de un mundo que se
les desplazaba, y casi se transformó en una obsesión el intento
de ganarle tiempo al tiempo. En la imprenta, un airado Echemendía llegó a acusarlo de ingrato y comunista por reactivar el
sindicato con Eduardo, y en las milicias estuvo de escaramuza
en escaramuza, tratando de que sus jefes lo enviaran a las montañas del Escambray, donde todavía se batían algunos grupos
armados.
…
–Esta fiesta no es pa’ ti, Jose –repetía Lucía molesta–. Vete de
este país. Vámonos y nos abrimos camino en Estados Unidos.
–¡¿Tú sabes lo que estás diciendo?!
–El que no sabe lo que está haciendo eres tú. La señora Alicia
me pidió que acompañara al señor a Estados Unidos. Ella confía
en que le reduzcan la pena a Albertico a cambio de sacarlo del
país y allí nosotros podemos encontrarnos.
–¡Coño, no hables boberías Luci! ¿Pero qué tú tienes en la
cabeza? ¿No te das cuenta que a Albertico le probaron varios
sabotajes, que lo reconoció todo? ¿No te das cuenta que tú eres
una sirvienta y allá seguirás siendo otra sirvienta...?
–Pero es mi vida y hago con ella lo que crea...
–¿Y lo nuestro? ¿Y las posibilidades que tienes de ser gente en
tu país, de vivir dignamente aquí?
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–A mí no me interesa la política y esta gente se ha portado
como si fuera mi familia. Mejor que mi familia porque ellos nunca se han preocupado por mí, ¿sabes? Parece mentira que no
entiendas.
–No, lo que parece mentira es que estés diciendo tantas barbaridades cuando todo lo que se hace en Cuba es para que todos
tengamos la misma posibilidad de ser personas libres y dignas.
–Se puso de pie, dio tres pasos en dirección contraria al banco
donde ella permanecía sentada y desde allí alzó la voz un poco
más–: ¡Vete si te da la gana, vete detrás de tus patrones porque
esa gente jamás será tu familia, pero olvídate de mí! ¡Aquí se
está jugando el futuro y este es mi país!
Las rupturas no conocían de límites, ni de parentescos, ni de
apellidos. Hubo hermanos que se golpearon, padres que maldijeron a sus hijos y viceversa, amantes que se odiaron, y Lucía
y José Antonio pertenecían a la época tumultuosa que corría.
Discutían en el parque de siempre porque él había decidido no
volver a visitar la casa de los Oñate y ella, en discreta comunicación con María, lo aceptó a la espera de que el mohín irrepetible
de sus labios y su condición de joven hembra experta cambiaran su decisión de quedarse en Cuba. La tarde pasaba sin que
Lucía sintiera presión alguna por regresar a sus quehaceres de
sirvienta. Se había hecho indispensable en la residencia y sus
patrones le admitían lo que nunca antes le admitieron. Estaba
decidida a probar suerte en Estados Unidos. Confiaba en que
tendría el apoyo necesario y aunque agotaba los recursos a fin de
que José Antonio hiciera lo mismo en compañía de sus padres,
imaginando que la Unión Americana era una aldea en la que
todo el mundo terminaba encontrándose, no pensaba renunciar
a sus nuevos planes a causa de la inmadurez de aquel a quien
había elegido como amante.
“¡¡Mataron a Kennedy, mataron a Kennedy!!”, gritaba un
hombre pequeño desde el balcón de su apartamento a varios transeúntes y la noticia recorrió el parque. John Fitzgerald Kennedy
había sido asesinado paradójicamente el mismo día que un enviado suyo sondeaba a Fidel Castro en La Habana con vistas a un
diálogo. Era imposible determinar desde el lugar en que Lucía y
José Antonio enmudecieron si el hombre gritaba de alegría o por
vocación de comunicador. Había muerto el estadista que decretó
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el bloqueo, que dio luz verde a la invasión de Playa Girón, que
obligó a la mayoría de los gobiernos latinoamericanos a romper
relaciones diplomáticas con la Isla, que amenazó con el bombardeo nuclear. Fue imposible determinar si el hombre gritaba de
felicidad, pero en poco tiempo, desde las radios de las casas con
las puertas y las ventanas siempre abiertas, se propagó la noticia.
La muerte de Kennedy coincidió con el fin del idilio de José Antonio y Lucía. Sorprendió a la nación cubana cuando restañaba las
pérdidas sufridas en el Oriente por el paso del huracán Flora y
motivó también que Fidel, en persona, comentara el magnicidio
e hiciera un singular tributo público a su contrincante. Se diría
después que el atentado fue la acción de un francotirador solitario
y certero y se desestimaron más tarde presuntas evidencias que
vinculaban al supuesto criminal con Cuba y con la Unión Soviética. Para siempre quedó en la conciencia de Estados Unidos la
duda de lo que en realidad ocurrió con Kennedy, el mismo presidente al que los anticastristas de línea radical habían condenado
a muerte desde la jornada aciaga de Playa Girón.
…
Al asesinato de Kennedy y al desastre ocasionado por el ciclón
Flora, el cual se echó a sus espaldas más de mil vidas y pérdidas millonarias en la economía, siguió una tensión especial en
torno a la base militar que los norteamericanos mantienen en
el territorio cubano de Guantánamo. Primero fueron las heridas causadas a un soldado isleño en la parte nacional que limita
con la base. Acto seguido, marines “ebrios”, según se dijo, volvieron a disparar contra las postas cubanas y mataron al soldado
Ramón López Peña. Los orientales, furiosos, se pusieron en pie
de guerra, los norteamericanos declararon alerta máxima y se
hizo necesaria una alta dosis de sabiduría para no ceder a la
tentación de atacar la base.
–¿Qué tienes que hacer en Oriente? –Guillermo saboreaba el
trago que había pedido después del postre. Era una noche especialísima aunque Bola de Nieve no había acudido a su cita habitual con el piano en el restaurante Monseigneur.
–Hay que impulsar la reconstrucción de las escuelas que desbarató el ciclón, sobre todo en las montañas –comentó ella–. Hay
282
que hacer todavía muchas cosas. La gente no alcanza y los que
dirigen no siempre lo hacen bien. Es parte de mi trabajo. –Vivian
le debía aquella cena a Guillermo desde hacía demasiado tiempo
aunque no era época de formalidades, y había acudido desprovista
de todo sentimiento que no fuera el aprecio, el agradecimiento, la
amistad que sentía por el joven barbudo y dicharachero que volvía
a tener al alcance de sus manos. –Estoy tan nerviosa como la primera vez que fui a esas lomas y mis padres están por el estilo.
–No es para menos, Vivi, aquello está revuelto con lo de la
base. Además –Guillermo bebió de un sorbo lo que quedaba en
la copa–, ¿pensaste que puede volver a aparecer el tenientico de
marras?
Ella ni se turbó con la observación. Fumaba distendidamente. Se consideraba satisfecha y el tiempo no le alcanzaba para
otra cosa que no fuera trabajar y trabajar en el sector de la educación pública. De su romance en la Sierra Maestra solo quedaba el recuerdo de la primera vez. –No, no he pensado en eso, pero
tampoco me preocupa. –A los 21 años de edad, la trigueña era
una hembra completa y también una personalidad severa, pulida en la cotidianidad incomparable de su país.
Parecían una pareja más haciendo planes, adornando el mundo, pero él, que no distinguía entre blancas o morenas, entre altas
o bajitas, entre mujeres sensuales o de apariencia mustia, solo
veía ahora en la trigueña a una compañera admirable. Cuando
recibió la invitación se vistió y perfumó como para las conquistas
estelares y cuando la tuvo frente a él fue incapaz de verla de otra
forma que no fuera con una mirada amigable. Hablaron sin parar
de temas muy diversos, discreparon en asuntos sin sustancia y
muy tarde en la noche caminaron en busca del mismo ómnibus.
–Guille, ¿y qué es de la vida de Jose?
–Bien, chica, pero de un lío en otro.
–¿Por fin se van los padres?
–Él quisiera que se quedaran, pero a mí me parece que a la
larga se quedará solo. Ahora se peleó con Luci y pienso que en
cualquier momento va a necesitar ayuda.
–¿Por qué?
–Ese flaco tiene un carácter jodío. Creo que debía centrarse un
poco en algo concreto. Está metido en los sindicatos, en la milicia, dejó los estudios, trabaja más que nadie, marcha más que
283
nadie, hace más guardias que nadie. –El ómnibus llegó casi vacío
y ambos ocuparon el último asiento doble–. Por ejemplo, yo terminé la escuela de comercio, pronto comienzo a trabajar, tú estás en
lo tuyo, en algo concreto, pero a él lo veo medio descentrado.
Ella hurgó en los recuerdos y rememoró el primer encuentro
con José Antonio, “el bitongo malcriado”, como lo bautizó desde
el primer día. –Pero solo no está ni va a estar, ¿no?
–Claro que no, Vivi, claro que no, pero debe ser del carajo eso
de que a uno se le vaya toda la familia. ¿No crees?
–Sí, debe ser duro, pero eso también es parte de la lucha. Los
gusanos para Miami, aquí no tienen nada que hacer, no se merecen
vivir en este país. Ten cuidado y Jose no termine por irse también
cuando vea que hacer una Revolución no es jueguito de niño bien.
–Coño, Vivi, tú no cambias, negra...
–No, si no lo digo con mala intención, pero no olvides que no
por gusto la clase obrera es la más revolucionaria, la más desprendida, la que solo tiene que perder sus cadenas.
–Ahora sí. Habla la CAMARADA COMISARIA...
–Comisaria no, es verdad. Esta lucha es larga. Nosotros somos
el relevo de la generación de la Sierra y hay que tenerlos bien puestos para llegar al final.
–Mira, Vivi, no me vengas a dar instrucción revolucionaria
ahora, porque a lo mejor tú misma le tienes que tirar un cabo...
–Oye, oye, yo le doy no una, sino todas las ayudas que estén a
mi alcance. Lo cortés no quita lo valiente. –Cuando el ómnibus
se detuvo en la esquina de 10 de Octubre y San Mariano, el tema
de José Antonio había quedado atrás, y al caminar al amparo de
las primeras horas de la madrugada, sintiendo el olor a hombre
que la envolvía, la hembra pugnó por imponerse, pero se contuvo. Hubiera sido como empañar la imagen que de ella tenía
Guillermo, permitirse que los sentimientos ordenaran sus actos.
Ya había cometido ese error una vez, y suponía que la lucha en
que se había enrolado exigía un entrenamiento constante en el
control de los sentidos–. ¿Y con quién andas tú ahora?
–Con la Revolución, soy un eterno enamorado de ella –respondió él y entre risas llegaron al diminuto apartamento de Braulio
y Amanda, quienes como era su costumbre, aunque acostados,
estaban a la espera de la entrada de la hija–. Vivi, esta noche no
la olvidaré nunca –dijo Guillermo sin malicia en la despedida, al
284
tiempo que ella lo besó en medio de una confusión de sentimientos. Vivian aún no lo sabía, pero estaba sola.
…
Eran bulticos andarines, silenciosos, que se movían torpemente
sin saber hacia dónde y por qué. Cada una estaba envuelta en
una manta para desafiar la madrugada. Habían sido despertadas con sigilo y ahora abandonaban el albergue improvisado en
una granja en las afueras de La Habana.
–¿Qué está pasando, Lupita? –Silvia Menéndez acababa de
cumplir 11 años y asistía con sus compañeros de aula a un ensayo de lo que después se denominaría nacionalmente como etapa
de la Escuela al Campo. No encontraba respuesta en su amiga,
la negra Lupita, quien como hacía siempre ante la tensión jugueteaba con uno de sus dedos en la boca. Los maestros no explicaban, militares bien armados ayudaban para que la evacuación
fuera rápida y silenciosa, pero todo ello contribuía a hacer mayor
la incógnita de la retirada, menos de 24 horas después de haber
llegado a la granja con la idea de ayudar en los trabajos agrícolas
y proseguir estudios en tales condiciones.
“Vamos, niñas, vamos”, repitió a media voz la directora de
grado de la Ciudad Escolar Libertad y las alumnas, todas redonditas por el efecto de las mantas, siguieron el avance soñolientas,
confundidas. En breve tiempo, el sistema de educación público
cubano aplicaría el principio de vincular el estudio con el trabajo
a partir de los niveles de secundaria y preuniversitario, y Silvia
y sus amigas (los varones estaban en otro albergue) eran parte
de una avanzadilla. Los padres habían quedado en La Habana
buscando un equilibrio que nunca fueron capaces de encontrar,
entre cumplir con lo que consideraban el deber de que sus hijos
se formaran al calor de la Revolución y el temor de lo que pudiera
ocurrirles en los tiempos que corrían. Los que no se atrevieron a
despegarse de su prole, aun cuando compartieran las ideas de la
nueva sociedad, sometieron a sus hijos a las críticas descarnadas
de los compañeros de aula y ellos mismos soportaron el comentario mordaz de amigos y maestros.
Una a una subieron a los ómnibus en compañía de profesores
y soldados, y cuando la caravana se puso en marcha alguien dio
285
una orden tan incomprensible como todo lo que ocurría en medio
de la evacuación precipitada y silenciosa: “¡Nadie puede mirar
por la ventanilla!”. Al amanecer, la caravana hizo su entrada en
La Habana. Por el camino, el movimiento de tropas había sido
evidente pese a que las alumnas trataban de no mirar por las
ventanillas de cristales transparentes de los ómnibus. La tensión
desapareció al entrar en Ciudad Libertad, donde cientos de estudiantes gritaban, jugaban o reían a la espera de lo que sería otro
acto público de los muchos que se registraban a diario en el país.
Los vehículos detuvieron la marcha. A Silvia le correspondió el turno de descender y a la primera que reconoció fue a la
madre, dirigente de Ciudad Libertad, quien con una sonrisa le
dio la bienvenida. –¿Qué está pasando, mami?
–No te preocupes. Sigue con tu grupo que ya te explicarán
–fue todo lo que le respondió Cheché y ella, que conocía bien la
disciplina de la madre, no preguntó más. Estaba acostumbrada.
La invasión de Playa Girón la había sorprendido en el poblado
de Artemisa, donde dejó a un lado las muñecas y los juegos, y
con la madre, vestidas las dos de milicianas, fueron de un acto
revolucionario a otro declamando poemas encendidos. Cuando la
Crisis de los Cohetes amenazó con el exterminio, figuró entre los
contadísimos alumnos que llegaron a las aulas a la hora habitual. No tenía edad para comprender lo que ocurría, pero Silvia Menéndez se formaba como otros niños y adolescentes en las
concepciones que sus padres tenían de la vida.
“Compañeros estudiantes: el imperialismo ha lanzado un
nuevo zarpazo contra la Revolución. Han asesinado a un compañero en la base de Guantánamo. El país está en pie de guerra
con Fidel y por ello hemos decidido suspender la movilización de
nuestros estudiantes...”. El que hablaba era un dirigente juvenil. La nueva crisis desatada en el Oriente se había regado por
todo el país. La política y las tensiones bélicas seguían marcando pautas, aunque por muchas partes otros hombres y mujeres
estuvieran dedicados por entero a desarrollar la economía. En
breve tiempo técnicos nacionales producirían por primera vez en
Cuba refrigeradores y otros artículos electrodomésticos para que
todas las familias pudieran adquirirlos a precios módicos. La luz
eléctrica y la salud pública se extendían a ciénagas y montañas.
Miles de inquilinos pasaban a ser propietarios de sus casas por
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obra de la Ley de Reforma Urbana, que acabó con los “casatenientes”. Pero a la política y las tensiones bélicas se subordinaba
todo. En cuestión de horas, de minutos, el más enjundioso plan
económico podía quedar paralizado para dar respuesta a una
agresión o para escuchar un pronunciamiento o una arenga.
Ese día, Silvia no dio clases. Después del acto, como el resto
de los alumnos, regresó al hogar junto a la abuela y al hermano
menor, a quienes contó sus anécdotas de la primera vez que pasó
algún tiempo lejos de los suyos, y cuando la Escuela al Campo
se hizo definitivamente realidad en la lejana región oriental de
Camagüey, hacia allá partió, por decisión de los padres y convocatoria de la escuela, una más entre los 8 000 muchachos que
inauguraron la experiencia.
Angola
(Tercer tiempo)
El timbre del teléfono sonaba desde hacía cinco minutos cuando
Silvia estiró la mano para responder sin abrir los ojos. –Espera
–dijo y le pasó el receptor a él.
–Aló... ¿Qué tú quieres si estamos recién casados...? No, no sé...
¿Las once de la mañana? Me parece buena hora... ¿¡Cómo!? ¿Ahora que estamos de luna de miel? –Cuando terminó la enigmática
conversación ella estaba sentada sobre la cama y había prendido
cigarrillos para ambos–. Te mandan a Angola y a mí a Argelia.
–¡¿Cómo!?
–Comiendo.
–No seas bobo, Jose, ¿qué te dijo Gerardo? –Llevaban cuatro
días en la misma habitación del Hotel Nacional gracias a una
colecta generosa de sus colegas de la agencia, a los regalos en
metálico de la familia de ella y a los sueldos de los dos.
–Te mandan de enviada especial a Luanda dos o tres meses y
en ese tiempo yo debo prepararme para encargarnos de la oficina en Argel.
–¿Pero en estos momentos? –Silvia se quitó la sábana que
todavía la cubría, pasó descalza y desnuda al cuarto de baño y
desde allí prosiguió la conversación. La Central tenía indicios
de que un golpe contra el presidente Agostinho Neto estaba en
gestación en el seno del gobernante Movimiento Popular para
287
la Liberación de Angola (MPLA), y había decidido reforzar al
corresponsal residente, al tiempo que preparaba a otro periodista para que ocupara de manera permanente una segunda plaza
en la oficina de Luanda.
–¿Y por qué a mí a Angola?
–Gerardo dice que la decisión es que yo me haga cargo de
Argel y te espere allí para una estancia de tres o cuatro años.
Mañana tenemos una reunión en la que nos puntualizarán.
Iba a ser la primera misión profesional de ambos fuera de
las fronteras del país. La noticia resultaba estimulante pero al
mismo tiempo implicaba una ruptura inesperada. Acababan de
sobrepasar el segundo divorcio de él y su matrimonio era rechazado por Cheché y Regino, los padres de la joven. Más de un compañero apostó a que la unión no llegaría a cuatro meses y una,
incluso, se negó a contribuir a la colecta de regalo. La similitud
de sus personalidades, ambas fuertes, y la diferencia de nueve
años de edad parecían decisivas para que el casamiento acabara
siendo intrascendente.
Ella salió del cuarto de baño en camisón azul claro, corrió las
cortinas que sellaban el ventanal y cerró los ojos cuando el sol
penetró hiriente. –¿Terminaremos la luna de miel? –preguntó.
–Por supuesto. Tu preparación será de varios días, así que
de aquí para el trabajo y del trabajo para acá, la combinación
perfecta.
Sobre las doce de la mañana bajaron al vestíbulo señorial
para encontrarse con Ilsa Rodríguez y Anael Granados, dos
amigos y otro de los matrimonios de profesionales que trabajaban en la agencia. Entre risas comentaron la noticia, disfrutaron de un almuerzo suculento y cuando al caer la tarde Silvia
y José Antonio se despidieron de los visitantes, sin pensar en
Angola y mucho menos en Argelia, volvieron a la alcoba a saborear la miel, sabiendo que esa noche la luna estaría llena.
…
Es probable que todo haya comenzado en enero de 1959 cuando
otra forma de mirar al mundo se arraigó en La Habana. Quizás
la experiencia africana de Ernesto Che Guevara abonó el terreno y, sin dudas, la Revolución de los Claveles aceleró los aconte288
cimientos, pero cuando los primeros soldados isleños llegaron a
la remota Angola en 1975 a fin de impedir el avance del temido
ejército blanco de Sudáfrica y los ataques de mercenarios desde
el norte, cubanos y angolanos dieron la impresión de conocerse
desde hacía muchos siglos.
Habían pasado 24 meses desde que esa alianza cambiara
la correlación de fuerzas en Quifandongo y pese a que la guerra continuaba en todas direcciones con una Luanda invicta, el
“fraccionalismo” amenazaba con minar desde dentro al gobierno
de Neto y al MPLA. Hacia ese mundo tan distante y tan distinto
Silvia estaba a punto de partir.
–¿Estás segura de que lo llevas todo? –Regino conducía a
Rosita Fornés, el viejo Chevrolet de cuatro puertas mantenido
con esmero, y al preguntar a la hija, sentada en el asiento posterior junto a José Antonio, giró todo su cuerpo en un gesto de
despreocupación aparente por el tráfico que solo él era capaz de
hacer sin chocar jamás.
Llegó a Luanda 25 horas después de partir de La Habana en
uno de los mismos aviones de cuatro hélices que años antes transportaron a las primeras tropas en una arriesgada operación que
dejó boquiabiertos a analistas de la CIA, y cuando el golpe que
encabezaba Nito Alves estaba en evolución, un despacho de ella
fue el primero en alertar al mundo, aunque en la Central la editora de turno titubeara y decidiera “esperar un poco más a ver
si la competencia dice algo”, pues subestimaba la profesionalidad
de la novata que supo anticiparse a lo que a la mañana siguiente
fue noticia de primera plana. Allí tuvo que aprender a controlar
el miedo, los olores nauseabundos, el impacto que produjeron en
su sensibilidad los muchos parapléjicos, el hambre en dimensión
desesperada y el cólera asesino. Y allí se sintió también parte de
su tiempo. Su primera carta a José Antonio fue muchísimo más
corta que lo que él esperaba, y después de un beso en la distancia
y del “YO” inequívoco como única firma de despedida, plasmó en
verso su experiencia de cubana veinteañera, como después volvería a hacer en el desierto del Sahara Occidental cuando un F-5
marroquí los tiroteó:
Cansada de los vicios de mi abuelo
Del aula enlutada por un mártir con memoria
289
Salida del cascarón de lo ya hecho
Te encuentro
Angola
Y mis manos no alcanzan para el abrazo.
…
Llegó a Luanda en Boeing con la experiencia argelina y el objetivo de cubrir las vacaciones del corresponsal residente, y nada
más descender en el aeropuerto tuvo la impresión de que aquello
poco tenía que ver con el romanticismo de las primeras jornadas
que había vivido Silvia o con la problemática del norte africano. En seis años la presencia cubana se había automatizado en
miles de colaboradores civiles y militares, y la guerra continuaba, impulsada por la UNITA de Savimbi y las tropas blancas de
Sudáfrica, empeñadas en tomar algún día el poder para beneplácito propio y de sus aliados occidentales.
–Te invitaré a cenar una de estas noches antes de que me
contagie con el egoísmo que hay aquí –le comentó Armando
Oropesa, quien había llegado como internacionalista a Luanda
semanas antes. Se conocieron en Argel, pero Oropesa no daba la
impresión de ser el mismo hombre calmado y sonriente de antaño. Estaba atormentado.
–¿Qué egoísmo, Armando?
–Ya lo conocerás, Jose, es una especie de sálvese el que pueda.
La comunidad cubana era multiforme y la mayoría, hasta los
militares de la reserva de las Fuerzas Armadas, se encontraba
allí voluntariamente, pero ni la relatividad del término podía evitar que cada gente cargara con su mundo individual de frustraciones y esperanzas. Los médicos libraban una batalla colosal contra epidemias y males solo conocidos en la literatura, entregaban
lo mejor de la condición humana. Los maestros alfabetizaban a
niños y a adultos valiéndose de una sabiduría especial a fin de
salvar el abismo del idioma portugués o los dialectos africanos,
y muchas veces debían dejar las aulas para defender puentes u
otras posiciones estratégicas. Los constructores hacían lo debido
en medio de la guerra. Y los militares, con la orden expresa de
solo defender a los suyos y a los angolanos de Savimbi y sus bandas, porque su misión era mantener bien al sur a las tropas de
290
Pretoria, eran por lo general los más expuestos a las minas que
rompían testículos y mataban, o a los combates inevitables que
siempre cebaban el fantasma de los sacos plásticos en que eran
evacuados los despojos. Resultaba meritorio ser internacionalista
cuando se estandarizaban los méritos políticos, pero a Angola no
solo fueron hombres y mujeres altruistas. También otros y otras
que anhelaban borrar las manchas de sus expedientes o buscaban
aventuras, y hubo hasta quienes se transformaron en mercaderes
comercializando miserias, mientras otros morían como héroes.
Al mes y medio de recorrer el país por primera vez, José Antonio identificó algunas de las contradicciones en que se debatían
los compatriotas que estaban allí por uno o dos años, y hasta
debió interceder por el técnico en comunicaciones de la agencia
que una noche, saturado de alcoholes y melancolías, protagonizó una balacera en un bar pestilente de Luanda, cuando solo
quedaban dos semanas para finalizar su misión y regresar con
gloria política a la Isla. Vio de todo, porque nadie dejó guardados en su país los temores y los vicios: matrimonios de ocasión
cuando hombres y mujeres eran doblegados por la distancia y
olvidaban a los suyos o a fin de sobrevivir con algunas de las
comodidades que tenían ciertos jefes; muchachos y muchachas
que se sobrepusieron al miedo y fueron dignos; civiles y soldados
imponiéndose a una guerra cruel o a la hambruna de los “kimbos”, esos caseríos fantasmales que abundaban. Y conoció también a algunos que por mantener sus vidas sin perder méritos no
tuvieron escrúpulos en hacer lo que hubiera que hacer con tal de
que nunca los mandaran al sur, de donde con frecuencia procedía la mayoría de los muertos.
Armando Oropesa se contagió demasiado pronto con lo que
criticaba. No figuró entre los que sacaron lo mejor de sí y la invitación a cenar nunca se hizo efectiva. Fueron muchas las vivencias de José Antonio como corresponsal en un enorme y rico
territorio sin sentido de nacionalidad, adonde los cubanos llegaron por decisión de Fidel Castro “a cumplir con un deber internacionalista”, pero el impacto mayor que recibió no llegó del lado
heroico, sino de la conversación casual sostenida con un colega,
quien se había enrolado en un viaje a Luanda con el propósito de
ver al hijo, uno de los maestros seleccionados para defender los
puentes.
291
De mediana estatura, el hombre hablaba solo, como un loco.
No había podido llegar hasta los puentes y corría la noticia de
que su hijo había caído en un combate. No le quedaba más remedio que verificar algo terrible y lo hizo. –Cuando llegué, con un
miedo que me cagaba, me atendió un guardia. Le di el nombre
de mi hijo y el muy maricón, sin pensar, como si se tratara de un
paquete de mierda, me respondió que estaba entre los muertos y
siguió hablando con otro militar. –El hombre narraba sin fijarse en José Antonio–. Imagínate, se me cayó el alma. Le insistí,
le rogué para que me volviera a atender y logré que me mirara
de mala gana. Yo me resistía a la noticia, quería comprobarla y
logré darle hasta el número de su ficha. Entonces el tipo, siempre de mala gana, entró en una especie de oficina. Pasó un rato
del carajo mientras el otro ponía música en el radio, y cuando
regresó, levantó su mano desde el umbral de la puerta, me mostró una foto e impertérrito me preguntó: “¿Este es su hijo?”. Oye,
compañero, me cagué todavía más al decir sí y aquel remaricón
me respondió con una frialdad que helaba: “Está vivo”.
…
Dio una orden en el dialecto de los “kwanhamas” y los muchachos trataron de asumir marcialidad, pero a uno se le cayó el
fusil, el segundo tropezó con los cargadores de una ametralladora ligera que llevaba otro soldado y el tercero se dobló en una
carcajada. Era el grupo elite de la tropa de soldados angolanos,
“los faplas”, comandada por una leyenda que responde al nombre
de Kundi Paihama. Estaban concentrados para salir en caravana hacia Sumbe por el Paso de la Canjala y varios soldados, sonrientes también, distribuían las tiras de tela de un mismo color
que cada quien debía colocarse en un lugar visible para no ser
confundido con los “kwachas” de Savimbi, quienes vestían uniformes similares, portaban armas parecidas y eran tan negros
como los que se organizaban en las afueras de Benguela. Kundi
maldijo en el dialecto del sur y los muchachos de la elite perdieron la risa. No era momento para juegos. Debían llevar a Sumbe
un cargamento de productos de primera necesidad, levantar los
ánimos en un territorio controlado por la UNITA, y para ello
fue constituida aquella caravana que integraban un centenar
292
de “faplas” y solo siete cubanos, entre los cuales José Antonio
encontró un lugar como corresponsal de guerra.
Había llegado a Angola por segunda vez como parte de un
periplo que incluía escalas en Lusaka y Maputo, y el destino
decidió que viviera para narrar lo que vería. Sobre las caravanas
y los caravaneros eran muchas las historias y él consideraba que
no estaba en el país para contentarse con las calles polvorientas
de Luanda o escribir desde las plazas protegidas. En Huambo
conoció de un atentado dinamitero que costó bajas a los cubanos,
sin que nadie huyera de esa ciudad codiciada por Savimbi y sus
“umbundos”, y cuando en el último momento lo aceptaron en la
caravana, quedó desconcertado por el comentario de un oficial
cubano de alta graduación. El hombre había hecho el viaje con
él en avión militar desde Luanda hasta Benguela y ahora regresaba a la capital, por lo que José Antonio aprovechó para comentarle su misión y mandar a revelar en Luanda las últimas fotos
tomadas antes de partir a la aventura.
–¿Tú sabes lo que es el Paso de la Canjala? –preguntó el
militar.
–No.
–Es un cementerio, un tiro al blanco, y eso que van a hacer
ustedes es una locura. Regresa a Luanda. Tú no tienes por qué
hacer eso. Esta gente sí, ellos están buscando ascensos, méritos,
pero tú no, no es tu caso. ¡Oye lo que te digo, regresa! –comentó
el oficial, pero José Antonio declinó con una sonrisa confusa. Le
entregó el paquete de rollos y supo mucho después que al cumplir
con el encargo aquel hombre había dicho ceremonioso a sus colegas en la oficina de la agencia en Luanda: “Estas son las fotos
que tiró el flaco ese que ustedes tienen por Benguela. Cuídenlas,
porque probablemente sean las últimas”.
Le informaron tarde en la noche que había sido aceptado para
integrar el grupo de cubanos. Todo ocurrió en una reunión en
la que estaba el jefe de la provincia, un teniente coronel malhumorado y el propio Kundi. Lo admitieron desconfiados de que
resistiera y se lo hicieron saber en forma descarnada, y probablemente por ello aumentó el deseo de enrolarse en la tropa. No
durmió después de la noticia. Ariel acababa de nacer y tenía que
escribirle por si algo le pasaba, y también a Silvia y al resto de
sus hijos, e igualmente a sus padres, sin saber siquiera dónde se
293
encontraban. No durmió en toda la noche y a la seis de la mañana, la hora de partida, apenas tuvo tiempo para meterse en un
uniforme que le quedó corto y estrecho, y para encontrar un cordón con que amarrar la pistola calibre 0.38 que portaría como
defensa personal, porque en la selva angolana también se practicaba el canibalismo y los “kwachas” no entendían de corresponsales de guerra.
Una mina explotó a la salida de la localidad de Lobito y los
hombres se lanzaron de los vehículos derrochando aptitudes
atléticas. En sus emboscadas la UNITA también minaba las
cunetas. Ocuparon las posiciones que encontraron oportunas y
él volvió a hacer funcionar su cámara fotográfica, mientras la
mayoría se tendía a uno u otro lado del camino, dentro de la vegetación, y los “kwanhamas”, a pecho descubierto y como fieras,
controlaban todas las posiciones altas reafirmando así que no
habría más sorpresas, al menos, en aquel lugar. No hubo muertos ni heridos. La mina era de poco poder explosivo, solo inutilizó
a uno de los camiones de la vanguardia y la caravana prosiguió
su lenta y tensa marcha antecedida por un Land-Rover sin capota, cuya tripulación tenía la misión de detectar, a ojo, los artefactos explosivos que quedaran en el camino. “El cubano” le decían
a un teniente rubio y de ojos claros, angolano, que a veces daba
la impresión de ser muy joven y otras demasiado viejo para tales
andanzas en busca de la muerte. Sus compatriotas eran negros,
y entre todos consiguieron el milagro de guiar la larga caravana
sin tocar otra mina.
Cuando llegaron al Paso de la Canjala y hasta la entrada de
Sumbe, nadie quitó su mano derecha de la “uña manipuladora” de los fusiles sin seguros, porque en el camino entre ambos
puntos contaron hasta 12 vehículos de diverso porte destruidos,
incendiados, asaltados. Aquello era en efecto un tiro al blanco,
que no dejaba espacio alguno para improvisar defensas. Era
como un pasadizo entre montañas y despeñaderos, con decenas de lugares apropiados para todo tipo de emboscada, pero los
“kwachas” no se animaron, o no quisieron atacar. Entraron a
Sumbe como vencedores y los ocho isleños se estrecharon con los
suyos, maestros, médicos y constructores. En el lugar no había
tropas cubanas. Fue allí donde tuvieron las primeras noticias de
que algo raro estaba pasando en Granada, una pequeña isla del
294
Caribe donde otros cubanos ayudaban a construir un aeropuerto internacional que se transformaría en la principal fuente de
recursos financieros para el minúsculo país empobrecido. Pasaron la noche durmiendo a pierna suelta, en literas improvisadas
con o sin mosquiteros. Todos se bañaron, y a la mañana siguiente prosiguieron viaje a Waku-Kungu, en uno de cuyos pueblos la
UNITA se había hecho fuerte.
Llegaron de noche al lugar y los “kwachas” se replegaron sin
presentar batalla. Todo era muy raro e indicaba que el enemigo
se estaba reservando la decisión de escoger el escenario y el día
en que sería el combate inevitable. Los “kwachas” no tenían apuro, jugaban a la muerte, al gato y el ratón. Los cubanos mal durmieron en el piso de una casucha semidestruida, uno al lado del
otro, con los fusiles entre las piernas o al alcance de las manos,
porque si sonaba un tiro en aquellas circunstancias, donde todo
lo negro era más negro, iban a disparar contra cualquiera. Al
amanecer, el rumor se transformó en verdad amarga: los marines de Estados Unidos habían invadido Granada para “liberarla
del comunismo”. Los constructores cubanos combatían y, muy
lejos del Caribe, en un punto perdido de la selva angolana, los
isleños se sintieron enfurecidos por las noticias que Radio Habana Cuba transmitía en onda corta. Pero no sonó un disparo, no
hubo sorpresas pese a que en cada pueblo que siguió tocando la
caravana, Kundi organizaba una asamblea, explicaba las causas
de la lucha, desacreditaba e insultaba a los “kwachas” y contra
toda lógica militar decía en público por dónde seguirían él y su
tropa, a la espera de que la UNITA tuviera el valor de mostrar
su rostro.
En el trayecto José Antonio tomaba fotos, hacía anotaciones,
grababa declaraciones, siempre acompañado por el joven soldado Jaime Azulay, y de cada posta telegráfica que estuviera
todavía funcionando enviaba sus crónicas a Luanda, y de ahí a
La Habana. Todas fueron publicadas lejos de su país y solo una
quedó registrada en Granma, el matutino oficial de mayor circulación en Cuba, pese a que su misión consistía, según le indicaron en la agencia de noticias, en atenuar con sus despachos el
rechazo a ir a Angola que se registraba en aquellos momentos
en la Isla, reacción a la que contribuía una política informativa
que silenciaba la compleja realidad de ese país, sin tomar en
295
cuenta que ella era tratada en cada carta que los internacionalistas enviaban a sus familiares o en las historias que contaban al regreso del Africón, como denominaban al empobrecido
continente. En las semanas que duró el recorrido olvidó tomar
las sagradas pastillas de cloroquina a fin de protegerse de epidemias más mortales que los ataques de la UNITA. En realidad, nunca las tomó mientras estuvo en Angola. Cuando se le
acabó el agua potable bebió del vino portugués que en garrafas
llevaba la escolta de Kundi y pasaba de boca en boca, y una
noche él y los otros cubanos comieron con la tropa angolana
porque sus provisiones se habían terminado. Sin embargo, no
contrajo ni catarro y cuando retornaron a Sumbe, de nuevo
con rumbo a la Canjala, recibió órdenes de La Habana de viajar de inmediato a Lusaka, donde lo recibiría el presidente de
Zambia, Kenneth Kaunda, a fin de concederle una entrevista
exclusiva. Se despidió de sus colegas cubanos y de Jaime, quien
sobreviviría a otros muchos combates y devendría prominente
periodista de la Angola soberana. En vuelo ordinario fue de
Sumbe a Luanda, después a Lusaka y al terminar la entrevista con Kaunda y recorrer junto al estadista africano la singular galería de personalidades que él consideraba trascendentes
para la humanidad, entre las que figuraban Lenin, Kennedy y
Fidel Castro, en la placidez de aquel palacio, supo que la caravana, al pasar de nuevo la Canjala, resultó atacada con el saldo
de algunas bajas. Al año siguiente, la UNITA embistió a Sumbe y los cubanos, todos civiles, resistieron durante dos días a
un costo de seis muertos y 11 heridos. Cinco años después, el
3 de enero de 1988, en la batalla de Cuito Cuanavale, tropas
cubanas dieron el tiro de gracia a las fuerzas sudafricanas en
Angola, impulsando de esa forma la independencia de Namibia
y, después, el fin del apartheid.
296
XV
Otra contradicción
(Primer tiempo)
Se extienden las reformas y cambia una vez más el rostro de la
nación. Se aprecia un mayor quehacer individual, crece el sector de trabajadores por cuenta propia y se multiplican los pequeños restaurantes privados, las cafeterías improvisadas en los
portales de algunas casas, los vendedores de flores, las plazas
de artesanos. Reaparece el mercado agropecuario regido por la
oferta y la demanda mientras su equivalente estatal sigue siendo
un desierto. Se reparten granjas improductivas y de proporciones enormes entre trabajadores que se reconvierten en dueños o
arrendatarios a fin de obtener mayores cantidades de alimentos
y se habla incluso de autorizar el funcionamiento de un sector
de pequeñas empresas privadas en áreas productivas. Hay desempleo a la cubana y los “interruptos”, como se denominan los
parados, reciben en sus hogares más de la mitad de sus salarios.
Todavía suman las fábricas cerradas o las que han debido reducir
sus plantillas en aras de la eficiencia. No hay dinero para seguir
subvencionando el pleno empleo, ese que daba trabajo a cuatro
cubanos donde solo hacía falta uno. Los apagones disminuyen.
Corre por las ciudades el billete verde y gente de muchas partes van y vienen, no como clásicos turistas en busca de las aguas
cálidas del invierno tropical, sino como peregrinos a La Meca o a
la Ruta de Santiago. El Muro de Berlín está repartido en pedacitos que cuestan bastantes marcos alemanes, el Vietnam de Ho
Chi Min reta ahora al capitalismo en traje de empresario socialista, y China se transforma en el mayor mercado del planeta. La
leyenda de los sandinistas se perdió en Nicaragua y por todas
partes nuevos demócratas solicitan a La Habana una “transición
pacífica y ordenada” hacia el multipartidismo, el consumo, las
297
libertades individuales y el bienestar que ellos aseguran gozan
ya Nicaragua y El Salvador, como Colombia o Venezuela. Entran
y salen de la Isla esos hombres y mujeres que creen necesario y
posible cambiar el ordenamiento del mundo, lo cual significa para
ellos seguir creyendo en las revoluciones. Van y vienen porque los
líderes cubanos dicen que no habrá “retroceso pacífico ni ordenado” al pasado de 40 años, porque no quieren dejar de considerar
que lo que pasa en este país vuelve a ser sui géneris, deseosos o
desesperados por encontrar aquí otro estímulo a sus sueños.
–¿Se salvará la Revolución? –María José Sobaler es una catalana de padres emigrantes, orgullosa de vivir en Santa Coloma
de Gramanet, católica, que ha hecho trabajo comunitario en
Cuba, El Salvador y Nicaragua, y con sus 50 años de edad tiene
la vitalidad de una mujer de 20–. Esto está mejor que en el 93.
No tiene ni comparación la realidad de ustedes con el hambre que
he visto en Centroamérica, pero también hay como un ambiente
más raro por las calles con tantas putas, con tanta gente desencantada y tantos jóvenes queriendo irse del país.
–Hay crisis, y la crisis sorprendió cuando había esperanzas
de cambiar muchas cosas para modernizar el país... –explica
Silvia
–¿Sabes lo que me dijo Frei Betto en Varsovia? –interrumpo–: cuídense de la liturgia socialista porque la liturgia católica
acabó con el sentido humilde de la iglesia de Roma y la socialista
también lo hizo con la Unión Soviética. Y la liturgia había acabado con la espontaneidad de la Revolución cubana. Se empezó a
rectificar, en eso llegó la crisis y ahora habrá que hacerlo todo a
la medida de nuestra historia, espero que sacando experiencia de
las muchísimas cosas que no funcionan en este sistema, modernizándolo o adecuándolo a las realidades del mundo de ahora.
–Sí, sí, sí, todo eso está muy bien. Yo lo entiendo, ¿pero hacia
dónde va esto?
Es la pregunta que todos nos hacemos. Los norteamericanos aprietan la cuerda con otra ley de fundamento anexionista.
Los europeos, expectantes, se posesionan del pequeño mercado
recién abierto a la inversión extranjera. Una empresa canadiense
al borde de la quiebra resurge con la explotación de níquel cubano,
asociando su tecnología y su mercado a empresas estatales de la
Isla. Nuevas generaciones de gobernantes latinoamericanos piden
298
cambios a Fidel Castro a tono con Washington y algunos, en voz
baja, paradójicamente le sugieren que se cuide del camino emprendido por los rusos. –Yo creo que vamos hacia una economía mixta,
en la que se preservará un sector estatal fuerte como dueño de las
riquezas naturales y resurgirán las pequeñas empresas privadas
y cooperativas en áreas que no sean estratégicas para la soberanía nacional –teorizo aunque tampoco tengo claro el porvenir, aferrado a lo vivido y muy desconfiado de lo que falta por vivir.
–¿Y las desigualdades que se ven por todas partes? Ustedes
mismos, ¿cómo pueden vivir con tanto agobio?
–Aquí nos pasamos o no llegamos. Creímos en la igualdad
social y nos pasamos hasta llegar al igualitarismo y ahora, de
golpe, tendremos que aprender a vivir en medio de desigualdades. Ojalá que no volvamos a pasarnos o a retroceder –responde
Silvia, quien tampoco quiere admitir ante la amiga las partes
oscuras de los cambios. Un sector minoritario comienza a disfrutar de residencias enrejadas con perros de raza en sus jardines, con mucamas y nanas para asear las casas y cuidar de
los hijos. Los exponentes del nuevo grupo social están por todas
partes y lo mismo le dan vivas a Fidel Castro que hacen planes para sobrevivir en caso de que el gobierno caiga. Algunos de
estos hombres y mujeres ocuparon altos cargos en la Revolución,
y también ellos son atributos de la nueva era.
…
El profesor Torres habla con orgullo y no lo dice todo. –En el
momento más agudo del Período Especial nos dimos cuenta de
que nos estábamos quedando atrás en la tecnología. La dirección
del país lo entendió, cogió los pocos recursos que quedaban y creamos este centro de cirugía endoscópica, a un costo altísimo, con
un sacrificio enorme, porque en ocasiones debíamos pagar hasta
tres veces el valor de un equipo por el bloqueo de los yanquis.
–¿Y ahora? –He llegado a la institución repleta de ordenadores
y pantallas para reportar la entrega de una donación en metálico de una ONG vasca.
–Ahora tenemos centros iguales a este por todo el país. Formamos a los médicos, los distribuimos y financieramente nos
basamos en lo que tienen que aportar a la caja central del Esta299
do todas las empresas que cotizan en dólares. Hasta tú, cuando
compras aceite en la shopping y pagas el 200 % de su valor real
de venta, sin saberlo, metes algunos centavitos en la bolsa de
la salud pública y así nosotros podemos comprar más equipos...
¿Quieres ver las intervenciones?
No hace falta que insista. Hoy cargo la Asahi Pentax y un
flash que me acaban de regalar. Tengo intenciones de probarlo, y vestido completamente de verde me adentro en los salones
climatizados, esterilizados, en los que encuentro a médicos latinoamericanos que no quieren revelar sus nombres entrenándose
en el uso de la tecnología de punta. “Si los gringos se enteran de
que estudiamos en Cuba no nos dejan después ni ir de visita a
su país”, dice uno de ellos y yo sigo, fascinado, al presenciar lo
que son capaces de hacer estos galenos jóvenes con la ayuda de
una pantalla. Me impresiona la tecnología adquirida y cuando
Torres se lava las manos después de la última operación, todavía
vestidos de verde, lo bombardeo con nuevas preguntas. –¿Cómo
es posible todo esto en medio de la crisis?
–Con un esfuerzo muy grande.
–Eso lo sé, pero cómo viven estos médicos cuando salen de
este mundo casi galáctico y se tienen que enfrentar a la realidad
de la calle sin que les alcance el salario...
–Imagínate. Ahora estoy tratando de que les vendan aunque
sea algunas motocicletas de esas pequeñitas, porque cuando terminan aquí se tienen que ir caminando o en guaguas, algunos
en bicicletas. Si se me cae uno por ahí, si tiene un accidente, ¿tú
sabes cuánto le cuesta al país...?
–Y son muy jóvenes.
–La edad es baja y tienen promedios de operaciones similares
a los de los mejores médicos de la Clínica de los Hermanos Mayo,
en Estados Unidos. Cualquiera de ellos puede ganar lo que le dé
la gana fuera del país...
–¿Se han quedado muchos?
–Cuando salen a algún simposio o intercambio internacional
les caen arriba para contratarlos. Varios se han quedado, pero
siempre vuelve la mayoría. Es el misterio de la Revolución.
–Debe ser.
–Aquí es muy poco lo que podemos darles. El salario ya tú
sabes que no alcanza, a ningún profesional le alcanza. Los otros
300
días a una enfermera se le quemó la casa, lo perdió todo. Ahora
no tiene lugar fijo donde vivir y lo único que hemos podido hacerle es una colecta para ayudarla a atenuar el golpe.
Torres termina su labor, yo apago el flash y le hago una pregunta obligatoria: –¿Y si mañana los yanquis levantan el bloqueo?
–Sería algo tremendo. A estos equipos hay que darles mantenimiento. Ahora mismo tenemos un grupo en Japón, el único
lugar que encontramos. Saca la cuenta si pudiéramos montarlos
en un avión, volar 40 minutos hasta Estados Unidos y darles
mantenimiento allí. No solamente eso. Allí podríamos hasta
adquirir equipos de segunda mano que si ahora los adquirimos
del otro lado del Atlántico, como estamos obligados a hacerlo,
solamente por el pago de flete ya no nos da resultado.
Es una contradicción endemoniada este país en medio de la
crisis y el bloqueo, y cuando abandono el hospital Calixto García, cuando desciendo a pie por un costado de la Universidad de
La Habana, mezclado con las nuevas generaciones de cubanas
y cubanos, con sus libros en las manos, entre risas, me viene de
golpe a la mente que será principalmente a ellos a quienes les
tocará decidir el rumbo de la nación mañana.
Lo inevitable
(Segundo tiempo)
Fidel Castro leía la carta de despedida que el comandante Ernesto Che Guevara escribiera después de renunciar a sus cargos en
el gobierno y los jóvenes reunidos en el Instituto Tecnológico de
estricta disciplina militar mantenían un silencio impresionante.
Acababa de ser constituido el Partido Comunista, tras seis años
de alianzas dirigidas por Fidel, y la solemnidad de la ceremonia
devino épica cuando los revolucionarios cubanos conocieron que
la leyenda de Guevara se extendía por otras latitudes. Durante
el tiempo que duró el acto, él olvidó por completo que a la mañana siguiente disfrutaría de un pase especial con Dora. El Che iba
a pelear a otro país, aún desconocido, y en el amplio comedor del
instituto los cientos de alumnos reunidos aspiraban a seguirlo.
Muchos cubanos de Miami consideraban al argentino un “asesino”, pero en la Isla era un icono de la Revolución. Fidel dijo,
301
parafraseando el concepto final de la despedida, “Hasta la victoria siempre”, y un clamor espontáneo de combate tronó desde las
entrañas de la muchachada. Era la devoción o el apego al mito.
Fue tal el impacto de la carta, del gesto de Guevara, que a partir
de esa noche varios líderes del gobierno debieron visitar la institución y reunirse con el alumnado en charlas amenas o formales,
a fin de convencerlos de que bajo ningún concepto podía cometerse la locura de intentar abandonar el país por cuenta propia
e ir al encuentro del Che y su guerrilla, todavía invisible para la
mayoría de la gente.
El grueso del estudiantado eran jóvenes desmovilizados de
los batallones de Lucha contra Bandidos, una vez derrotados los
grupos alzados en armas en las lomas, y entre los pocos estudiantes habaneros estaba José Antonio, gracias a las gestiones
de Guillermo y Vivian, luego de que la imprenta de Echemendía
fuera intervenida por el gobierno, él decidiera no continuar allí
y sus padres llegaran a la amarga conclusión de que todo estaba
perdido. Adaptarse a la vida militar, nuevamente al estudio sistemático y al trabajo constante en zonas agrícolas a fin de contribuir a la economía nacional le costó mucho, muchísimo esfuerzo,
pero allí perfiló su interpretación de la vida, ganó otros amigos
y profundizó su idilio con quien sería su primera esposa. Dora
vivía igualmente el desgarramiento familiar. El padre estaba en
Miami y la madre, divorciada, los atendía a ella y al hermano,
mientras trabajaba en la universidad habanera y aportaba cuanto estaba a su alcance a la nueva sociedad.
Los directivos del instituto aceptaron el matrimonio que los
dos jóvenes habían decidido e incluso aprobaron un estipendio
para ambos siempre que no tuvieran descendencia y cumplieran con la disciplina de la escuela. Serían dos alumnos más en
la vida cotidiana. Era otra locura, pero así ocurría en época de
cambios y trastornos. La boda transcurrió sin vestido de larga
cola blanca, lejos de los templos y del Ave María. De sus amigos
solo estuvieron Guillermo y el negro Eduardo. Vivian no quiso
acercarse a los padres de José Antonio, y de su familia solo lo
hicieron Manuel, María y su hermana María Victoria, con ropita
de gala. Todo fue sencillo, distante de las aspiraciones formales
de los mayores y una vez consumada la unión legal, los jóvenes
creyeron que la felicidad los acompañaría siempre.
302
…
La Habana había cambiado. Las fachadas de casas y apartamentos comenzaban a desmoronarse a simple vista. Todo el empeño
estaba puesto en llevar la civilización a zonas durante muchos
años olvidadas. Autos de bajo cilindraje con palancas de cambio
a la europea desplazaban a los amplios Chevrolet, a los Ford, a
los Cadillac y a los Plymouth. Los vendedores ambulantes de la
esquinas se perdían al igual que los pregones pegajosos. Residencias otrora esplendorosas eran disfrutadas por becarios a los cuales deslumbraba la ciudad desconocida o habían sido transformadas en sedes de entidades estatales y de nuevas organizaciones.
La Unión de Periodistas de Cuba llegaría a crecer en una casona de dos plantas, antigua propiedad de un magnate azucarero
oriundo de la lejana Guipúzcoa, y donde radicó una de las familias más encumbradas y escandalosas de la urbe surgió la sede
de la cancillería. A diferencia de antaño, ya no mal decoraban la
ciudad los mendigos, las putas, los chulos, los burdeles, los niños
descalzos, y los apostadores de “bolita” y lotería. La Habana calzaba botas con dignidad y casi siempre vestía pantalones o sayas
de colores verde olivo y azul. Desaparecían los anuncios publicitarios y lumínicos, y surgían enormes vallas con consignas políticas. La población se multiplicaba, los ómnibus y trenes siempre
viajaban repletos y la vida nocturna se desvanecía. La flamante
burocracia inspiró a un genial director de cine, Tomás Gutiérrez
Alea, quien la plasmó en la pantalla como advertencia humorística de una especie de tumor maligno que, sin embargo, vivió más
que el artista. Todo cambiaba. El Estado llegó al extremo de convertirse en ateo y Jaime Ortega, quien mucho después llegaría a
ser cardenal, cumplió ocho meses de internamiento en un campo
de trabajo cuando acababa de ordenarse como sacerdote. Unos
vivían con la esperanza de una sociedad justa y nueva, sin darse
cuenta de los extremos ni del hecho de que hasta el perejil desaparecía como acompañante tradicional de la carne de res, que
también terminaría por evaporarse del almuerzo familiar.
Manuel Ballester también había cambiado. No vestía las combinaciones de marca, ni era el empresario triunfador, ni el padre
orgulloso de su hijo, ni el hombre que disfrutaba siendo espléndido. Volvía a ganar cada centavo trabajando hora a hora. Saca303
ba cuentas con demasiada frecuencia y ni soñaba a la cubana
porque desconocía adónde irían a parar él y sus huesos. A veces
caía en huecos todavía más profundos al constatar que todos los
suyos habían partido de la Isla. Él y María perdieron varios permisos de entrada a la Unión Americana, a la espera de que el
hijo decidiera cambiar de posición, y ahora que resurgía la posibilidad de emigrar, el camino se proyectaba largo y complicado.
Sin embargo, no llegaron a extraviar un sentimiento muy
especial hacia José Antonio, que fue evolucionando en la misma medida que crecía entre sus manos, y en el dramatismo del
momento devinieron sabios. No hubo enfrentamiento a rajatabla
entre los Ballester Guerra por la política, pese a que la entrega del muchacho a la Revolución desconocía límites. No hubo
agravios, aunque muchos consideraran que sobraban los motivos
para ellos, y la admisión de lo inevitable solo se registró en una
de las partes: el joven no entendía por qué sus padres querían
dejar el país en que nacieron. Manuel había vuelto a la calle a
buscar el sustento familiar con la misma fuerza que cuando se
casó con María, y ella llegó a llorar muchas veces viendo a su
muchacho en la distancia y hasta olvidó los riesgos que todavía
le esperaban, preocupada ante todo por el presente y el futuro de
su hijo. Había cuidado de él con devoción, lo había animado en
cada desenlace adverso e inevitable de la vida y ahora que estaba obligada a partir, con él se quedaría una enorme parte de su
ser. Evitaba los temas que pudieran desembocar en discrepancias. Fue capaz de mantenerse siempre dulce. Lo alimentó con
esmero cada vez que iba de descanso a Santos Suárez. Y cuando
se casó con Dora volvió a entregarle su afecto.
Estacionó el auto en el garaje y comprendió que ella lo esperaba ansiosa. –Viejo, el gobierno autorizó las salidas del país por
Camarioca.
–Sí, lo sé.
–¿No habrá posibilidad para nosotros? –al preguntar, lo hizo
casi con miedo, porque era aproximarse al paso que darían aunque les costara demasiado.
–No, María.
–¿Por qué?
–Mira –dijo y extendió a la esposa un puñado de documentos– tenemos finalmente pasajes para viajar a Madrid. Solo nos
304
faltan las visas de España y allí esperaremos algunas semanas
hasta que se arregle el ingreso a Estados Unidos.
–Pero eso es mejor, ¿no?
–No estoy muy seguro. Si no se hubiera hecho esta inversión
en pasajes y visas quizás todo habría sido mucho más rápido y
directo por Camarioca. Hemos perdido mucho tiempo.
–No seas pesimista, hombre.
–Es que aquí uno nunca sabe con la que gana o con la que
pierde. Viajar a Estados Unidos se ha convertido en una ida a la
nada sin regreso. ¡Qué sé yo! Estoy muy cansado de todo –dijo y
con el mismo cansancio que reflejaban sus palabras, entró a la
casa en busca de su hija.
En una acción inesperada, el gobierno había abierto la
pequeña bahía de Camarioca para que partieran desde allí
todos los cubanos que tuvieran posibilidades de que alguien
los trasladara por mar hasta Miami. La medida era una válvula de escape que cientos de cubanos emplearon. El presidente Lyndon B. Johnson había dado el visto bueno en Washington y en poco más de 40 días 2 979 isleños llegaron a las costas de la Florida, poniendo en crisis los controles aduanales.
Al inusitado puente marítimo siguieron los llamados “vuelos
de la libertad”, por los que saldrían otros 260 000 cubanos,
hasta que la Casa Blanca cerró esa vía debido a su alto costo
y porque no quería seguir facilitando a Fidel Castro la salida
en masa de muchos potenciales enemigos. El duelo cubanoamericano proseguía y Fidel lo manejaba a su favor con maestría de estratega de largo alcance. El incipiente bloqueo era
atenuado por el intercambio creciente con la Unión Soviética
y los demás países del bloque socialista. En cada foro internacional La Habana decía a Washington lo que nadie era capaz
de decirle aunque quisiera, y a los gobiernos latinoamericanos
que rompieron relaciones diplomáticas con la Isla para hacer
más incisivo el aislamiento, se les respondió dándole apoyo
al efecto multiplicador que tuvo en el continente el triunfo de
una guerrilla nacionalista en Cuba, enfrentada a un ejército
convencional, bien armado y entrenado. La victoria de 1959
había marcado el inicio de otra era no solo para los cubanos,
y ello influía hasta en presidentes resignados a admitir las
órdenes de la Casa Blanca.
305
…
–¡Qué clase de porquería! ¿Esta gente no sabe hacer otro tipo de
película que no sea de guerra, de miseria y de tragedia? –Abandonaban cogidos de las manos el cine Los Ángeles en busca de
la avenida Santa Catalina y Amanda no pudo contenerse–. Son
muy buenos amigos, nos ayudan, pero no hay quien se suene una
película soviética.
–Esa gente ha sufrido mucho. Date cuenta la clase de historia
que tienen.
–Es verdad, pero no me negarás que son pesadísimos y que
para ver una película que valga la pena hay que sonarse 50 que
no sirven.
Aprovechaban una de las esporádicas tardes dominicales en
que estaban juntos. Desde que a Braulio lo designaron administrador de una empresa estatal de transporte por carretera
tenía menos tiempo que antes para hacer vida en familia, por
eso disfrutaban de la tarde y cogidos de las manos, sin apuro,
caminaban como dos enamorados a quienes la felicidad había
sorprendido cuando sobrepasaban las cuatro décadas. –Braulio, aquí entre nosotros, esos soviéticos no tienen nada que ver
con nosotros. –Amanda iba de un tema a otro, respetaba a los
soviéticos, pero no los asimilaba. Cuando llegaba la manteca en
toneles de madera para repartirla al detalle en la bodega, era de
las pocas que guardaban silencio aunque compartieran el sentir
mayoritario, expresado en alta voz, de que aquello no era solo un
procedimiento arcaico, sino antihigiénico, cochino, e igual pasaba cuando tocaba el turno a la repartición racionada de jabón de
tocador sin envasar o al laterío de productos cárnicos. Ella no los
asimilaba, pero tampoco echaba leña al fuego de la crítica y la
burla. Los soviéticos estaban dando no una, sino las dos manos
a Cuba, y Amanda era una mujer agradecida–. Claro, no dejo
de reconocer que si no fuera por ellos, los yanquis nos habrían
ganado –subrayó.
–Deja a los soviéticos tranquilos. Ellos son toscos, pero qué
vamos a hacer. Son así, pero también nos ayudan. –Braulio disfrutaba igualmente de la tarde y de la compañía de la esposa.
Solo el comportamiento de la hija lo mantenía preocupado–.
¿Estará Vivi en casa?
306
–Dijo que llegaría tarde.
–Me tiene mal tanta dedicación de Vivi a su trabajo. Creo que
se pasa de rosca. Ella es joven y nunca la he visto en una fiesta,
en un baile.
–Es la Revolución.
–Una cosa es la Revolución y otra los extremos.
–Sí, te entiendo, pero ella dice que hay tiempo para todo y que
ahora lo más importante es la Revolución. –Cogidos de las manos
entraron en el apartamento y Amanda se internó en el diminuto
espacio en busca de una botella de cerveza que compartió en dos
vasos–. Ella lo que no se ha encontrado es al hombre de su vida.
Cada vez que viene con un amigo a casa yo pienso, ese es el hombre, pero después no pasa de ser un amigo.
–Ya son 23 años y nunca le he conocido nada serio.
–La vida es así. El príncipe azul llega cuando una no lo espera, mírame a mí.
–Sí, enamorarse es un asunto coyuntural, pero no veo que
nuestra hija busque esa coyuntura.
–Ven acá, Braulio, ¿te vas a poner ahora como esos padres que
se meten en las cosas de sus hijos? ¿Para qué novio si después le
vas a encontrar mil defectos? Deja que ella haga su vida. Es su
vida, ¿no?
–Sí, es su vida, y también es nuestra. Ella se exige demasiado,
vive comparándose con la gente que luchó contra Batista. Estoy
cansado de decirle que a cada cual le toca su época...
–Ven acá, ¿tú crees que es fácil todo lo que ella hace, la responsabilidad que tiene siendo tan joven?, y ¿qué sabemos nosotros si ya tiene un novio y no lo ha traído a la casa...?
–Eso sería una mierda...
–¿Cómo que una mierda? ¿Tú piensas que tiene diez años,
que ahora las cosas son como antes, de pedidera de manos a los
padres y todo eso? –Habían terminado de beber la cerveza sin
percatarse de que discutían nuevamente a causa de la hija–.
Mira, Vivian es joven, y al mismo tiempo es una mujer hecha y
derecha, sabe perfectamente lo que hace y es feliz a su manera.
Por favor, no te metas en sus sentimientos. Nadie se puede meter
en sus sentimientos.
Vivian iba por la vida sin detenerse a pensar en ella. No hacía
cálculos personales y como otros jóvenes de su generación se sen307
tía en deuda. En sus viajes a las sierras dejaba de ser funcionaria
y se transformaba en maestra, en misionera, y en las constantes
reuniones que tenía en la ciudad, cuando el sistema nacional
de educación pública se transformaba en masivo, actuaba con
la severidad de un sargento. Su oficina era pequeña, siempre
repleta de humo, de planes y proyectos, y solo adornada por una
consigna que hizo montar en un cuadro como advertencia a la
cual acudía siempre que en los intercambios de trabajo alguien
trataba de eludir alguna responsabilidad: “Derechos solo tienen
nuestros mártires, nosotros tenemos deberes”.
Pensar en la nación, sentir por la nación se transformaba en
una conducta generalizada entre muchos, y Vivian disfrutaba de
la radicalización. Blancos, negros, mulatos y chinos, la sociedad
en su conjunto se sentía comprometida con responder a cada ataque, con protagonizar cada uno de los muchos acontecimientos
que hilvanaban la cotidianidad. El Consolidado Avícola obtuvo
resultados millonarios en la producción de huevos, esa proteína
dejó de estar racionada, pasó a venta libre a costo simbólico y ello
se consideró un logro de toda la nación. El ciclón Alma golpeó la
Isla y 100 000 habaneros partieron hacia las zonas afectadas “a
convertir el revés en victoria”, como decía una de las consignas
políticas. Los marines volvieron a asesinar a otro soldado cubano en Guantánamo y otros miles de hombres y mujeres retornaron a las trincheras. El Departamento de Estado negó visas
a Cuba para que sus deportistas no pudieran participar en los
Décimos Juegos Panamericanos en Puerto Rico y la motonave
Cerro Pelado, sin hacer caso a la prohibición, fondeó en aguas
internacionales y comenzó a lanzar barcazas repletas de atletas
cubanos dispuestos a competir, mientras ejecutivos norteamericanos lograban una solución de última hora para que la sangre
no llegara al río, al tiempo que en la isla grande del Caribe un
clamor de júbilo corrió de punta a punta. “Ehhhh, malembe, los
cubanos ni se rinden ni se venden, ¡Ma, lem, be!”, decía uno de
los estribillos coreados ante cada contingencia, y se entonaban
también himnos y marchas, o guarachas adaptadas a cada una
de las ocasiones infinitas en que la gente iba en masa a donde
hubiera que ir para que la nación se engrandeciera. Los círculos infantiles, las guarderías, se hicieron gratuitas, y también
el acceso a los espectáculos deportivos, los servicios de agua y
308
telefonía callejera. Se rebajó el costo de los pasajes por ómnibus
y se abolió el pago de impuestos. Era la sociedad “de todos y para
todos” que pregonaban los líderes y Vivian, Braulio y Amanda,
y Guillermo y su familia, y José Antonio, y los Pérez, los Rodríguez y los Iznaga, y otros decenas de miles de sus compatriotas
actuaban en legiones como protagonistas y beneficiarios. Creían
que iban en pos del cielo y parecían indetenibles.
Rectificación
(Tercer tiempo)
Era el segundo infarto. Los médicos se esforzaban por salvarlo.
Fernández no había querido jubilarse y ahora ni siquiera tenía
conciencia de dónde se encontraba. Muchas veces le dijo a su
mujer que prefería la lucha de antes de 1970 porque en su opinión “era más fácil identificar la mala hierba, bastaba con coger
el fusil e ir a fajarse con el enemigo”. Sin embargo, con el paso
de los años, de la espontaneidad y el idealismo a la planificación
y a la institucionalización, una cantidad de problemas nuevos
hacían muy complejo el día a día. Muchos cubanos aprendían
con rapidez que resulta más natural crear riquezas para uno que
para toda la sociedad. Aumentaba hasta hacerse un mal generalizado y endémico el número de empresas estatales ineficientes y
surgían por todas partes conductas opuestas a la moral que preconizaba la Revolución. Se propagaba demoledor el chiste de que
“el socialismo solo tiene tres problemas: satisfacer el desayuno,
el almuerzo y la comida”.
–¿No han dado el parte de las once? –preguntó Vilma a la
madre y puso sobre uno de los butacones del salón de espera
el termo con café. Hubieran necesitado leche, pero desde hacía
varios días no la repartían en el barrio y ella, por respeto al
padre, no compraba en el “mercado negro”.
–No. Una enfermera que salió del salón hace rato le dijo a tu
hermana que estaba igual. –La madre no se había movido del
hospital desde que Fernández fue trasladado con urgencia a la
sala de cuidados intensivos.
–¿Y Guille? –preguntó una vez más Vilma.
–Debe estar al llegar. Lo llamé esta tarde al ministerio y le
dije la hora del parte.
309
En los dos días que Fernández llevaba ingresado, la esposa
no permaneció sola ni un sólo minuto. Vilma, Guillermo y su
hija menor estaban siempre a su lado, y por oleadas llegaban los
compañeros, quienes no lo abandonaban en otra de sus muchas
luchas contra la muerte: si se sumaban a los infartos las ocasiones en que se había jugado la vida en la Revolución, eran 65 años
de peleas y el corazón estaba desgastado.
–¿Qué, dieron el parte? –Guillermo entró y a su madre se le
iluminó el rostro. Aguardaba lo peor. No se acostumbraba a la
idea de tener que seguir el camino sin su compañero aunque ya
fuera abuela, pero su hijo tenía el don de darle ánimo solo con su
presencia. Un movimiento repentino de las otras personas que
se encontraban en el salón indicó que el médico de guardia se
disponía a dar el informe y todos fueron a escucharlo.
Vivian llegó al hospital pasadas las doce de la noche y se sentó entre Guillermo y sus hermanas. La madre se había acomodado en el butacón y dormitaba. –¿Cómo andan las cosas?
–Ay, Vivi, imagínate. Esto es más complicado que la primera vez. Acaban de dar el parte y no hay evolución –respondió
Vilma.
–Pero el viejo es de hierro, mi hermana, tú verás que mejora...
–Si mejora hay que convencerlo de que se jubile, que se olvide
de los problemas –intervino la hermana menor.
–¿Y quién le pone el cascabel al gato? ¿Tú?
–Todos, Vilma. Sí, entre todos –dijo Vivian, inmiscuyéndose
en un asunto de familia.
–No será fácil. Tú sabes que papá es el tipo que más lucha
coge en Cuba, cuando ya nadie coge lucha, cuando a la gente le
resbala la cantidad de mierda acumulada en este país –volvió a
replicar Vilma, quien ya rumiaba una profunda insatisfacción
por el rumbo de la nación.
–Ese no es el argumento. Somos muchos los que cogemos
lucha...
–Vivi, por favor, que tú sí vives en este país y conoces los problemas, los millones de problemas que nunca tienen solución
–volvió a tomarse la palabra Vilma, mirando a Guillermo.
–Oye, oye, hermanita, déjate de sarcasmos que cada quien
hace lo que le corresponde y yo sé perfectamente todo lo que pasa
aquí igual que tú.
310
–Miren señores –intervino la menor de las hermanas– déjense de discutir. No vamos a convertir esto en un círculo de estudio. A este país no lo hunde nadie, pero tampoco lo arregla nadie
y papá va a seguir siendo como siempre ha sido.
–Yo pienso que si sale de esta tú, Guille, tienes que hablar
seriamente con él. Tiene que meterse en la cabeza que ya no está
en condiciones de pasarse horas y horas trabajando. –Vilma retomó la idea inicial y Vivian permaneció callada.
–Hablaré con él, despreocúpense, me quito el apellido si no lo
convenzo –respondió y dirigió su atención al termo–. Alcánzame
un poquito de café, Vivi. –Ella sirvió para todos y sobre la una y
media de la mañana se alejó del grupo. A Vivian le preocupaba
también el ambiente nacional, tan diferente al de hacía 20 años.
Había llegado tarde al hospital a causa de un escándalo surgido en una escuela habanera donde se vendían los exámenes de
todas las asignaturas a miembros de una nueva camada de jóvenes que la voz popular identificaba como “hijitos de papá”, una
especie de casta que persistía en crecer a la sombra del poder o
al amparo de las fortunas que cuajaban con la especulación, el
robo de recursos estatales y hasta con el resurgimiento de juegos
de azar como la “bolita” de los años 50, solo que ahora los números se cantaban en un país distante y llegaban a La Habana por
las ondas de radio extranjeras–. ¿Te quedarás mucho tiempo?
–La pregunta de Guillermo resultó tan inesperada como su presencia, cuando ella se encontraba absorta y protegida del tenue
invierno que se había adueñado de la Isla.
–Me iré dentro de un rato.
–¿Estás en el lío de los exámenes vendidos?
–Sí. Es lamentable el asunto.
–Por eso yo admiro tanto al viejo. Cuando les cuento a mis
amigos cómo hemos vivido nosotros siempre, nadie me cree.
Nadie puede creer que una gente con el poder del viejo no acepte
regalitos, ni casa con piscina, ni beneficie a su familia, y ¿lo más
jodío tú sabes qué es, Vivi?, que los años pasan y va quedando
menos gente como él. –Guillermo fumaba al lado de la amiga sin
preocuparse de que él ni siquiera se aproximaba a la austeridad
en la que lo había formado el padre. En su opinión, ellos habían
vivido épocas distintas y la misma naturaleza de su trabajo, que
lo llevaba la mayor parte del tiempo a estar en el exterior, le pro311
piciaba un nivel de vida muy superior al del resto de sus compatriotas, aunque él no era de los que defendían la Revolución con
el único propósito de mantener su estatus.
–Esto no se acaba nunca. No es fácil crear una sociedad nueva obligados a invertir millones de dólares en la defensa. No es
fácil, ni es cuestión de un día ni de 20 años. Hay que batallar y
batallar, aunque es verdad que a veces una se agota y yo, en particular, no acabo de reponerme de lo de René.
–¿Y tus padres? –Guillermo cambió la conversación. Sabía del
desgarramiento que provocó en la amiga la muerte accidental de
su único hijo, René, un acontecimiento tan dramático que llegó a
erosionar el fuerte carácter de Vivian como él jamás había visto.
–Mis padres están bastante bien para la edad que tienen.
–El otro día recibí carta de Jose.
–¡Sí! ¿Sigue en Polonia?
–Sí. Tú sabes cómo es él. Dice que aquello no es socialismo ni
un carajo...
–Eso dice mucha gente y no solo de Polonia. ¿Te acuerdas
cuando fui a Bulgaria...? Sí, claro, tú estabas fuera del país. El
asunto es que quedé decepcionada. A mí me interesaba conocer
el modelo agroindustrial búlgaro, que aquí dicen que es lo más
ajustable a Cuba, pero lo que vi allí, Guille, es de apaga y vámonos. ¿Nunca has estado en Bulgaria?
–Una vez, pero por poco tiempo. Lo mío es el capitalismo salvaje...
–Tú no cambias...
–Es verdad, negra. Cuando voy a Moscú a negociar trato de
que sea lo más rápido posible. La última vez pasé una semana
con el Chino...
–¿Sigue allá?
–Termina la especialización en un mes. Los cuentos que me
hizo del alcoholismo, la falta de productividad empresarial, las
mafias y la chochera de los queridos líderes soviéticos me dejaron frito.
–Guille, me voy –respondió ella abruptamente. Estaba agotada y su amigo daba la impresión de sentirse fresco como lechuga. Se despidió de Vilma y del resto de la familia Fernández, y
cuando avanzó por las calles solitarias le llamó la atención el
contoneo de la mujer que la antecedía tomada de la mano de
312
un joven de espalda ancha. Caminaban juguetones, él de vez en
cuando le besaba el cuello, le acariciaba las nalgas bien formadas y aunque Vivian estaba abrumada se sintió feliz al considerar que el deseo y el amor seguían sin conocer de edades, de
horas, de conflictos sociales viejos o nuevos, de hijitos de papá.
Cuando estaba a 50 metros de su automóvil apretó la marcha y
sobrepasó a los enamorados sin mirarlos, flexionó el cuerpo para
abrir la puerta y al girar la cara a fin de ver por última vez a la
pareja que se le aproximaba, comprobó que él era lo más parecido a un adonis comparado con varón alguno que ella hubiera conocido y quedó impresionada al descubrir que la mujer, en
realidad, era un travesti.
…
–Las cosas tampoco andan bien por allá –comentó Krystina al
terminar la traducción de un artículo aparecido aquella mañana
en el diario Trybuna Ludu sobre la “rectificación” en Cuba. Las
autoridades de la Isla volvían a convocar a una cruzada nacional como parte de lo que oficialmente se dio en llamar “Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”. El propósito, según se decía, era neutralizar conductas enquistadas en
todas las estructuras de la sociedad, comportamientos de grupos poblacionales, modelos de vida que crecían entre adultos con
cargos directivos o insatisfechos por décadas de racionamiento
y entre jóvenes que cuestionaban la herencia política creada por
sus padres a golpe de sudor y sacrificios. De seis millones de
habitantes en 1959, los cubanos ya eran once millones y del otro
lado del mar, muchos de los que se fueron exhibían con orgullo
el oropel individual logrado en el país más rico del planeta. Inimaginable era entonces la agonía del Período Especial que llegaría después–. Por suerte ustedes están lejos de Moscú porque si
no tendrían que enfrentar a dos potencias –volvió a comentar la
rubia traductora.
–Allá todavía hay cosas que se pueden salvar.
–Eso es verdad, aquí se perdió todo el día que Stalin mandó
a matar al primero de mis compatriotas. –Ella no perdonaba.
Militante del Partido Obrero Unificado, comunista, Krystina
era una polaca auténtica.
313
José Antonio echó la silla hacia atrás y acomodó sus pies
sobre la mesa auxiliar en la que tenía la máquina de escribir.
Semanas antes una dirigente de su gremio en la Isla, de visita
en Varsovia, les informó a él y a Silvia el tono descarnado con
que Fidel Castro se había referido a la situación nacional, durante una reunión a puertas cerradas. –Lo que ocurre en mi país es
distinto a lo que ocurre aquí, e incluso todavía ustedes pueden
hacer algo.
–Ojalá –dijo ella sin convicción y fue en busca del té que
preparaba en el cuarto de baño de la oficina, herméticamente
cerrada para aislarla de la nieve que caía afuera–. Ojalá Dios se
apiade de nosotros. Ustedes yo pienso que han sido un poco más
auténticos.
Desde Varsovia, José Antonio había viajado por toda la comunidad socialista de Europa y únicamente en Alemania Democrática vio un nivel de vida que lo entusiasmó al compararlo con el
de su país, hasta que una tarde, sentado con su colega Victorio
M. Copa del lado este del Muro de Berlín, escuchó los elogios
que el corresponsal allí hizo de la labor política que realizaban
los comunistas alemanes y a él se le ocurrió preguntar: “Si es
tan bueno el trabajo del PSUA, si hay tanta democracia aquí,
¿por qué el muro?”, a lo que Victorio respondió con uno de sus
arranques característicos: “Porque si lo quitan, del lado de acá
solo nos quedamos Erich Honecker y yo”. Era un mundo distinto,
muy distante al del Caribe o a lo que algunos isleños suponían
que debía ser el socialismo, pero José Antonio todavía tenía confianza en sus sueños. Él y Silvia estaban a punto de finalizar su
misión profesional en la tierra de Chopin. Otros tres años fuera
de La Habana, tres años de padre por correspondencia con cuatro de sus hijos, porque Ariel lo acompañaba esta vez. Tres años
viviendo a un ritmo distinto al de su país y ellos seguían siendo
de los optimistas, no obstante la respuesta que dio a Silvia un
alto dirigente del Partido cubano llegado a Varsovia para explicar a sus compatriotas, diplomáticos, comerciantes, periodistas y
becarios, la esencia de la rectificación. “¿Con qué cuadros intermedios se hará la rectificación?”, había preguntado ella, temerosa de que un acontecimiento como el que se anunciaba quedara
en la altura de los líderes o en los enunciados de la propaganda,
y el dirigente, molesto, respondió algo que nada tenía que ver
314
con su indagación, sino con el temor latente en las altas esferas
de la dirigencia cubana de que un movimiento político tan masivo como el que se ponía en marcha terminara por írseles de las
manos: “No se equivoque usted, compañera, que en el socialismo
la prensa no es el cuarto poder”.
Cuando terminó la reunión, un colega de la agencia de tránsito por la capital polaca suavizó la incomodidad de ella y José
Antonio “a la cubana”: –Ni nosotros mismos nos entendemos, y
esa es la suerte, porque así desinformamos al enemigo. ¿Quién
coño va a entendernos?
–No jodas.
–Oye, Jose, esa es la salsa del Caribe, por eso los yanquis
están atragantados con nosotros, porque no nos entienden, caballo –comentó el otro periodista e hizo un alto para prender un
habano que le había obsequiado el embajador. –Fíjate si todo es
una locura que cada vez que hay una conferencia cumbre de los
No Alineados en cualquier país, allá llegamos nosotros con cuatro súper aviones y desembarcamos un ejército de traductores,
funcionarios y policías, y todo el mundo se queda deslumbrado
con el despliegue. Lo menos que dicen es: ¡Coñó, Cuba es una
gran potencia! Pero cuando se acaba la cumbre todos salimos
despetroncados a buscar las tiendas que venden más barato y
compramos diez calzoncillos, dos ajustadores, uno para la mujer
y otro para la novia, cuatro pastillas de jabón, cepillos para lavarnos los dientes, piedrecitas de fosforeras y entonces las mismas
personas deslumbradas por nuestro supuesto poderío se preguntan: ¿Cojones, y esta gente que se mueve con tanto derroche de
recursos no tiene ni calzoncillos en su país? Se los aseguro yo,
compañeros, estamos totalmente tocados del queso, arrebatados,
por eso ni nos entendemos nosotros mismos y menos nos entiende el enemigo.
315
XVI
Calidoscopio
(Primer tiempo)
Mikel Goenaga desde San Sebastián, en el Cantábrico, y
Águeda Bendicho desde Badolana, en Cataluña, contribuyen
a un festín, casi a un lujo. Cheché, Silvia y yo unimos pensión y salarios, cambiamos en dólares algunas de las pesetas recibidas y hacemos un alto entre las penurias. Hemos
podido sustituir las anteriores ramas de un pino convertido
en árbol navideño por una planta artificial y duradera concebida comercialmente con ese fin y, sobre todo, reemplazamos
los adornos hechos con envolturas de caramelos y chocolatines regalados, por un par de guirnaldas de las muchas que se
venden ahora en dólares. Las lucecitas de colores quedan para
otra oportunidad, pero estamos satisfechos. Pensamos que las
tradiciones hay que rescatarlas, sobre todo cuando sobran las
miserias.
Desde el nacimiento de Ariel, nos hemos apartado de la práctica de un Fin de Año sin adornos navideños, aunque todavía
en Cuba se considere una manifestación “gusana”. En Varsovia
primero y de regreso a La Habana después, en Navidad y Fin de
Año hay arbolito navideño en esta casa. El agua con los espíritus malignos es lanzada desde el portal a la calle a las 12 de la
noche por cuatro ateos. No falta el cerdo asado, aunque únicamente alcanza para una cena reducida, y Benny Moré vuelve a
cantarle a Santa Isabel de las Lajas.
–Compañeros, ¿se acuerdan de Rafael? –Nércido Heredia, el
colega jubilado antes de tiempo por razones de salud, ha sido el
primero en llegar a casa.
–Por tu madre, ni me lo recuerdes. ¿Tú sabes que en medio
de los apagones yo lo bañaba todos los días con el poco de cham316
pú que podía resolver? –responde Silvia y una carcajada franca
sale de todos.
–Terrible, compadre. ¿Se acuerdan del misterio de acá, la
señora Cheché, para que los vecinos no se enteraran...?
–Papi, y cuando se paseó por la sala y todos mis amigos le
cayeron encima a halarle el rabito...
–La necesidad es del cará. Total, tanto misterio mío y después me enteré de que en esta cuadra había diez. –Cheché se
ríe pero no deja de moverse de la cocina al portal. Ríe porque
le parece que hoy no hay crisis, que todo ha vuelto a ser como
antes.
He adquirido dos botellas de ron en pesos cubanos y abro la
primera con el amigo entrañable, el antiguo periodista que es
capaz de ser buen fontanero, mecánico, jardinero y matarife.
–Todavía recuerdo cuando le di la puñalá y hasta los vecinos
se asomaron a las ventanas.
Han pasado varios años desde que el gobierno toleró como
medida de emergencia la cría de animales en el centro de La
Habana, y mi familia, sin experiencia previa, dedicó ocho
meses a alimentar a un cerdo para tener algo con qué festejar
el Fin de Año. Rafael fue quizás el puerco más pulcro de la Isla
y cuando llegó la hora de matarlo, Cheché y Silvia no quisieron
ver. Ahora hay cambios: en los mercados agropecuarios privados se venden carnes de cerdo, de chivo, de pollo, granos y hortalizas, todo a precios astronómicos. La suma de dos salarios
de profesionales y el pago en moneda nacional de varios trabajos extras no nos habría alcanzado para tanto, si no tuviéramos amigos en Euskadi y Cataluña. Este 31 de diciembre es
especial. Hay cena en casa y todos brindamos porque “el año
que viene será mejor”. Después pasan Gerardo César, Vivian
y Guillermo, y vuelven los brindis con otras botellas que aportan los amigos, y cada cual escribe lo que quiere a modo de
recuerdo en las etiquetas de los rones. “¡A bailar a casa del
trompo!”, apunta Nércido. “¡Este año ha sido de pinga, queridos amiguitos!”, escribe el Guille cantando una guaracha.
Llegan después Abel, Gabriela e Isabela, y a las doce de la
noche, cuando el agua salpica las aceras, todos nos abrazamos,
la suegra pensando en los ausentes, y Silvia y yo como si sintiéramos que el ánimo renace.
317
…
–¡Si ustedes no acaban con el burocratismo, la burocracia acabará con ustedes! –Manoli Etxebarría está molesta. Llega a Cuba
por tercera vez en los últimos cinco años al frente de una brigada
singular. Se ha adelantado al grupo para que todo esté listo y
por las disposiciones vigentes solo ha podido convertir en dólares
el cheque que trajo gracias al cura de Sagua, un pueblito del centro de la Isla–. ¿Y saben lo que me dijo el buen señor cura? Que
para el año que viene en vez de ayudar a arreglar el policlínico y
el hogar de ancianos, lo ayudemos a reconstruir la iglesia.
Manoli sobrepasa en poco los cinco pies de estatura, tiene los
cabellos negros y siempre sueltos, las axilas sin rasurar y está
molesta. La brigada llega dentro de 20 horas al aeropuerto de
La Habana y todavía ella no ha podido comprar las pinturas y
el cemento necesarios a fin de hacer lo que hace cada año junto
a sus compañeros: reconstruir con su sudor, con su dinero y con
el que recolectan en su tierra algún centro de atención pública
en Sagua, una localidad próxima a la costa, que cuenta con una
impresionante cantidad de familias que han emigrado. La brigada que comanda Manoli cambia de componentes cada año pero
ella repite desde la primera vez, cuando ayudó en la reparación
de una de las escuelas que se mantienen abiertas para acoger a
niños discapacitados. Fue tal el impacto que causó en esta maestra conocer que pese a la crisis los cubanos se las arreglan para
que ninguno de esos niños quede a su suerte como objetos inservibles, que desde entonces viaja todos los años a Cuba. El negro
Lazo, uno de los dirigentes del Partido Comunista en Sagua, y
yo, desde La Habana, ayudamos en lo que podemos para que
ellos cumplan su objetivo, para que la llegada del resto del grupo
y su traslado al centro del país no tenga contratiempos, y cuando
concluye el mes decidido por todos para hacer efectiva su solidaridad desafiando los calores del verano, los mosquitos en oleadas
y la distancia que los separa de sus lugares de origen, conozco al
grupo completo. Unos regresarán decepcionados: Cuba no es lo
que querían ver. “Ustedes asumen los problemas con demasiada
calma... la gente no trabaja... muchos jóvenes piensan en Miami”, dicen. Otros aseguran que volverán pronto, porque lo visto
es heroico. “Ustedes tienen un optimismo increíble... no sabemos
318
si seríamos capaces de librar una lucha como las de ustedes”,
consideran. Y entre unos y otros fijo mi atención en seis personajes: Joseph, a quien sus amigos llaman “el comisario”, que ha
debido esforzarse el triple para cumplir con una labor física muy
distante de la cotidianidad de joven intelectual; Mariá, quien no
logra que los cubanos pongamos la tilde donde la lleva su nombre
y pese a ello dice haber conocido a gentes excepcionales; Gerard
Gort, un bisoño periodista que no ha dejado de escribir sus vivencias para contarlas a su regreso a Reus; Josune Gardoki y Kike,
una pareja que siempre está de risas y rones; y Beltza, un vasco
a quien todavía lo muerde la rabia de la derrota sandinista en
Nicaragua y hace lo que puede en cualquier parte a fin de que
no caiga la Revolución cubana, “porque entonces –asegura– no
tendría hacia dónde mirar”. En Cataluña y el País Vasco estos
brigadistas de Manoli son vendedores, pequeños comerciantes,
guitarristas, maestros, estudiantes o desempleados. Los hay
hijos de pintores, padres de familia. Ninguno se alinea a la derecha y ninguno mantiene a la izquierda una misma posición, pero
todos dejan en Sagua una parte de ellos, aunque no sean santos,
ni paladines, ni líderes, ni políticos de profesión.
…
Esto solo puede ocurrir aquí o en cualquier otro trozo de ese
Macondo que es América Latina y el Caribe. Un hombre muerto
hace 30 años convoca a sus funerales y los vivos acudimos por
millares, silenciosos ascendemos la colina luego de horas y horas
de filas infinitas. No hace falta que convoque el Partido Comunista, como hace siempre, ni los sindicatos, ni los comités. No
es necesario que se den días libres en fábricas, escuelas y oficinas como suele hacerse en las manifestaciones que se organizan
para demostrar fuerza política. Él y sus compañeros tampoco
van a ser sepultados, como le corresponde a cualquier difunto.
Simplemente “descansarán para proseguir la lucha”, y si algunos de los que acudimos al singular velatorio sollozamos es de
rabia y quizás hasta de nostalgia. El país no se ha paralizado y
sin embargo la Plaza de la Revolución no está vacía ni un segundo en las mañanas, en las tardes y en las noches. El Che Guevara es quien convoca transformado en espíritu rebelde y travieso
319
que los bolivianos veneran como a un santo, que los ricos odian
y que hombres y mujeres de todas las edades, en todas las latitudes, identifican como un místico. Evo Morales, el primer indio
que llegará al poder en Bolivia dándole vivas al Che, es todavía
un desconocido.
Ariel vuelve a la plaza por segunda vez consecutiva. La
primera lo hizo con sus compañeros del Grupo 2 de la escuela
Lenin, después de decidir ellos mismos dónde reunirse a fin de
no faltar a la convocatoria el sábado y el domingo que tienen de
descanso, pero no logran alcanzar el alto de la colina donde el
Comandante aguarda. En la madrugada se reponen fuerzas y
solo bien temprano en la mañana se reanuda el tributo póstumo. Regresa ahora conmigo y con Silvia. Ya no lo hace en mis
hombros, ni acompañando a la abuela que ha quedado en casa
con una diabetes complicada. Arrastra sus dos pies con las uñas
encarnadas y mal cubiertas por chancletas, y los tres avanzamos
lentamente en la fila sin saber que también su hermana Isabela
lo hace con sus colegas de la universidad, aunque después que
pasemos ante el Che y sus compañeros que “reposan”, los dos se
encontrarán y seguirá desarrollándose entre ambos una comunión particular de sentimientos. Forman parte de una generación que es pragmática, no resiste escuchar largos discursos, ni
vive pendiente de lo mucho que pasa dentro y fuera del país. Ella
estudia Economía y cuando se gradúe aspira a que la dejen aplicar lo aprendido. No quiere que le digan a toda hora desde arriba
lo que hay que hacer. Este día de exaltación a Guevara, ella no
sabe que después de alcanzar su pergamino de Licenciada terminará siendo una emigrada más. Y Ariel también ignora lo que
hará, aunque terminará graduándose con Diploma de Oro en la
Facultad de Humanidades.
En caravana que recorre tres provincias, Che y sus compañeros son trasladados hasta Santa Clara, donde acaba de ser
levantado uno de los mausoleos más significativos de la Revolución, y allí se reeditan las imágenes de niños, adolescentes, jóvenes y adultos que pasan a saludar el Comandante, y asimismo
antiguos guerrilleros y hasta gente muy cansada de la política
dejan a un lado su mutismo, salen a la calle y dan la bienvenida
a Guevara en la misma ciudad que él liberó del batistato cuando
empezaba su leyenda. Carlos Puebla ha vuelto a cantar desde
320
la estrella en que se encuentra “Hasta siempre comandante” y
cuando Fidel Castro acoge en un discurso al “destacamento de
refuerzo”, como define al Che y a sus hombres muertos, por toda
la Isla suenan sirenas y retumban roncos los cañonazos, como si
quisiéramos que todo el mundo se enterara de nuestro dolor o de
nuestra nostalgia. “¡Cubanos, el Che ha vuelto a Santa Clara!”,
dice una narradora emocionada y más mujeres y más hombres se
unen al acontecimiento. Aparecen miles de artículos, reportajes,
crónicas, entrevistas, biografías. Se hacen cd-rooms, películas y
documentales. Se cuentan historias ciertas o falsas, se alaba o
se maldice, pero nadie queda indiferente.
La otra cara
(Segundo tiempo)
–Jose, se llevaron a tu padre para la caña.
–¿Cómo que pa’ la caña? ¿Qué tú dices?
–Lo citaron por telegrama. Hace tres días se lo llevaron para
Camagüey, dicen que porque nos vamos del país y porque él no
trabaja con el Estado. Ay, mijo, estoy muy nerviosa. ¿Por qué
pasan estas cosas?
–Mami, por favor, cálmate, papi no está preso. Yo te entiendo.
Dime el nombre del central donde se encuentra e iré a verlo...
–¿Cómo no va a estar preso si se lo llevaron en contra de su
voluntad como a un delincuente...?
–Está bien, pero dime en qué central está. –José Antonio
había llegado con permiso del instituto a Santos Suárez antes
que Dora, con el firme propósito de pasar junto a ella el fin de
semana en la playa, pero la inesperada noticia lo trastocó todo.
Le costó trabajo tranquilizar a la hermana, paradita y nerviosa
entre su madre y él, hacer que María se sentara y atinara a darle las precisiones que reclamaba.
El padre se encontraba en la zona norte de Camagüey y a
ella le preocupaba que no resistiera la dureza de los cortes. La
Habana volvía a ser un hervidero de rumores, se afirmaba que a
los “gusanos” los obligaban a trabajo forzado, que los mataban de
hambre y que jamás los dejarían abandonar la Isla en momentos
en que habían desaparecido los vuelos regulares hacia Estados
Unidos.
321
–Yo le preparé su ropa. Le puse en la maleta medicinas, algunas latas de leche condensada que conseguí, pero tu padre es
como tú, mijo, él no sabe ni freírse un huevo –concluyó María, de
vuelta a los sollozos.
Transcurrió toda una hora inmensa, aplastante. Dora hizo su
entrada vestida de uniforme y José Antonio aprovechó para telefonear al instituto. Informó al director lo que ocurría y le rogó que
lo ayudara a reservar un pasaje de avión, aunque fuera sin regreso. Anhelaba llegar hasta donde estaba su padre, verlo y animarlo. No creía en los rumores callejeros y pronto partiría igualmente
hacia los cañaverales. La zafra estaba en su apogeo y como cada
año reclamaba el aporte de cientos de cubanos, cuando también
se había puesto de moda otra consigna: “El que no trabaja, no
come”, y para muchos revolucionarios fumigar por cuenta propia
y figurar en un listado de potenciales emigrantes resultaba más
que peligroso. Hasta veterinarios consagrados durante toda la
vida a atender animales afectivos en casas y apartamentos fueron tildados de “improductivos”, de no estar a la altura de las
necesidades de la nación. A trabajar a zonas agrícolas en régimen
de “reeducación” forzosa fue enviada mucha gente que insistía en
vivir a su manera, así como dirigentes administrativos sancionados, homosexuales, religiosos y hasta jóvenes que quisieron hacer
la Revolución a toque de guitarra. “Yo estaba en la esquina, de
pavo-pavito y ahora me tienen, sembrando eucaliptos”, decía otra
guaracha. Era la otra cara de la moneda y quienes la conocieron
quedaron marcados para siempre.
–Jose, ¿cómo regresaremos? –Dora caminaba a su lado en
busca del bimotor que los trasladaría a Camagüey en uno de los
vuelos regulares de Cubana de Aviación. Llevaban en las manos
varios bultos con comida, los pasajes sin retorno y dinero en los
bolsillos.
–No he pensado en eso. La vieja dramatiza como siempre,
pero tengo un deseo del carajo de llegar a donde se encuentra el
viejo y tampoco sé cómo haremos.
El vuelo resultó breve y el aterrizaje suave. La terminal camagüeyana era pequeña y al caminar por la pista ambos tuvieron
la seguridad de que allí el sol calentaba mucho más que en La
Habana. Se trasladaron en ómnibus a la salida occidental de la
ciudad, por donde la Carretera Central conectaba entonces con
322
casi todo el país, y fue allí donde comenzó el drama, porque hasta
el entronque hacia el cual debían dirigirse solo viajaba un autobús que, ese día, no apareció. Comenzaron a hacer el trayecto
caminando. Los separaban diez kilómetros de su destino inicial,
y cuando dieron los primeros pasos, con la resignación de compañera, un camionero respondió a la solicitud de auxilio. Ella subió
a la estrecha cabina del chofer y José Antonio lo hizo a la parte
posterior, junto a la carga. El traslado por aire de La Habana a
Camagüey se había conseguido en corto tiempo pero llegar del
aeropuerto al entronque consumió horas. A partir de la intersección se movieron a veces en tractores y carretas aunque la mayor
parte del tiempo caminaron por caminos resecos y polvorientos
hasta que ganaron el central. –¿Dónde queda el campamento La
Ceiba? –preguntaba José Antonio a cualquiera y nadie respondía. La Ceiba parecía inalcanzable, perdida entre el polvo y el
calor insoportable, pero no dejaron de insistir. Allí estaban los
“gusanos”, todo el mundo lo sabía, así que tendrían que encontrar
a otro “gusano” para obtener las referencias necesarias.
–A esos pobres los encontrarán si ustedes tiran derecho por
aquel camino que ven allá –les indicó al fin un antiguo capataz,
un viejo corpulento consagrado a la limpieza de un Chevrolet
desvencijado que un día fue la envidia del lugar.
–¿A cuántos kilómetros más o menos queda eso? –indagó ella
con un tono de amabilidad extrema.
–Ustedes tiran pa’lante, pasan un arroyito y a la derecha lo
verán: son casillas de ferrocarril. Ahí tienen a los pobres infelices, están acabando con ellos –repitió el viejo sin quitar la vista
de su auto, y Dora apretó con fuerza la mano de José Antonio, al
darse cuenta de que a su marido le había molestado el tono del
hombre y se disponía a ripostar.
–Gracias, mi viejo, muchas gracias. A lo mejor cuando salgamos volvemos por aquí a despedirnos y para que usted nos indique dónde podríamos comer algo.
–Están de suerte, señorita, yo alquilo mi carro –respondió
señalando al automóvil con orgullo–. Sacarlos hasta la Central
les costará barato y allí podrán disfrutar la sambumbia que
hacen en la fonda.
Caminaron otro largo rato hasta encontrar el arroyito y
al internarse en la planicie en que estaban los vagones, entre
323
arbustos espinosos y coléricos por los bostezos de fuego que el
sol no dejaba de lanzar, José Antonio sintió un vuelco en el estómago. Un hombre peludo y barbudo, de edad indefinida se les
aproximó y al identificarse los recién llegados, el mismo hombre
los invitó a tomar café y mandó a buscar a Manuel Ballester. El
campamento estaba formado por un puñado de vagones olvidados en el paraje, todos con sus enormes puertas abiertas y hamacas mugrientas colgadas en los interiores oscuros como fauces.
No había luz eléctrica, ni letrinas, ni posta sanitaria, ni radio,
ni la sombra de una ceiba, ni soldados con fusiles, y media hora
después de la llegada una figura encorvada surgió de la maleza
con un porrón de agua fresca en la mano y fue entonces que reconoció a su padre, partió a su encuentro y lo abrazó en silencio.
–¿Hace mucho tiempo que llegaron? –Manuel vestía andrajos
y se dejó caer sobre la tierra cuarteada en un gesto de agotamiento que ellos imitaron. Estaban tensos, confundidos–. Mira,
Jose, allí vivo yo –volvió a hablar el padre sin otra intención que
señalar su dormitorio en uno de los vagones, con sus paredes de
madera carcomidas por el tiempo.
–Coño, papi, esto está del carajo. –El impacto había superado
su propósito inicial de darle ánimo a su padre.
–Y ¿qué tú creías...?
–No, chico, te lo digo porque siempre los campamentos son
duros, pero este...
–Cuéntame cómo dejaste a tu madre. ¿Cómo está tu hermanita? –Una vez más era capaz de sobreponerse, de guardar bien
adentro lo que en realidad sentía al estar allí en contra de su
voluntad. Ver al hijo y a la nuera despertaba una felicidad tal
que estaba dispuesto a disfrutarla hasta el final. No se lamentó.
Comentó con sencillez la vida que llevaba en aquellas condiciones, el trabajo que realizaba cargando caña a mano por primera
vez en su vida. Minimizó incluso la mala calidad de los desayunos, los almuerzos y las cenas que les llevaban día al día al
campamento. Y cuando el tiempo corrió entre los tres en ráfaga
y la pareja debía emprender la retirada, al caer la noche, Manuel
Ballester todavía fue capaz de despedirlos sonriente.
En silencio hicieron el regreso a la ciudad de Camagüey. Era
como si volvieran de un velorio. Caminaban como sombras. El viaje del central al entronque en Chevrolet les costó diez veces más
324
que su valor real y la sonrisa burlona del viejo capataz. Comieron
algunos emparedados fríos y cuando entrada la madrugada llegaron a la estación provincial de trenes, el ambiente fantasmagórico del campamento, que se había apoderado de ellos, se transformó en dramatismo al ascender entre empujones y palabrotas
a un tren repleto de personas, bultos y animales para llegar 15
horas después a La Habana, sin haberse podido sentar en todo el
trayecto. Lo que habían visto en La Ceiba fue sorpresivo y demoledor. A José Antonio le dolía tanto que su padre estuviera allí
casi cumpliendo una condena que ningún tribunal había dictado,
cuando ir a la zafra era un honor para la gente que creía en un
futuro de justicia y libertad para Cuba, que luego de calmar a la
madre en Santos Suárez y ver a Dora caer en la cama inconsciente de cansancio, volvió a la calle a librar en silencio una batalla
que solo terminó el día que sus padres y su hermana recibieron los
permisos de salida para viajar a Madrid. Debió justificar ausencias al instituto y pagar por ellas con muchas guardias extras.
Denunció aquella experiencia en todas partes, y aunque logró lo
que se había propuesto, nunca se sintió conforme.
…
La condición de Isla, sin muchos ríos caudalosos, motivó el devaneo de hidrólogos y campesinos durante medio siglo. “Si acumuláramos aunque fuera una pequeña parte del agua que cada año
se pierde en el mar podríamos multiplicar las cosechas”, decían
técnicos de pensamiento avanzado, pero una empresa de tamaña magnitud debió esperar porque las concepciones del trabajo
agrícola se transformaran. Ahora no se trataba de que este o
aquel dueño de finca ganara más que el otro, y el gobierno se lanzó a contratar abundantes recursos financieros y tecnológicos en
el bloque socialista europeo y convocó a los cubanos a la conquista del agua, en otro tipo de labor que demandaba laboriosidad de
hormigas.
–Mi padre está loco, Chino, ¿qué tengo que ver yo con las presas y los ríos, si lo mío es la economía, el comercio? Te lo digo yo,
el viejo está tocao.
–¿Y qué es lo que tú quieres?
–Trabajar en el comercio internacional...
325
–Coño, qué bárbaro eres, mi socio. Lo que tú quieres es disfrutar del vacilón de viajar por todo el mundo a costa de Liborio.
–Juan Chong sirvió otros tragos de ron puro y duro, entregó un
vaso a Guillermo y bebió del otro. –Pero te digo una cosa, tu viejo
es un tipo poderoso en este país y si él quiere te puede conseguir
ese tipo de trabajo.
–Eso mismito digo yo, pero nada. Él dice que la Revolución
necesita jóvenes que se formen con los búlgaros en la especialidad hidráulica, y pa’l carajo, lo que quiera yo no importa.
–Socio, inventa algo y rápido, busca otro trabajo por tu cuenta,
porque te veo metido en el fango hasta los mismísimos güevos.
–Juan Chong y Guillermo bebían en el apartamento del padre
del Chino, un ingeniero que la mayor parte del tiempo lo pasaba
fuera de La Habana.
–Tocaste el punto que más me molesta. Lo mío no es el campo,
ni el fango. Si hay que fajarse con los yanquis, bien, de cabeza a
las trincheras. Si hay que meterles caña a los gusanos, pa’lante,
pero coño, todos los días de un monte pa’l otro a calcular costos
de hormigón, vaya pa’l carajo. –Guillermo no encontraba otra
salida. Los trabajos que le habían ofrecido en respuesta a sus
gestiones tampoco tenían relación con el comercio exterior.
De pronto Juan Chong miró en la distancia y detuvo el vaso
unos segundos con su mano derecha en alto. –Guille, creo que te
puedo ayudar...
–Oye, no te pongas a comer mierda...
–¿Tú te acuerdas del teniente Pérez Díaz?
–No.
–Sí, socio, uno de los instructores de la escuela de milicias.
Guarapito, viejo, al que le decíamos Guarapito.
–Coño, verdad, Guarapito, el que se creía mariscal. ¿Y qué
tiene que ver él con esta historia?
–Guarapito está metido desde hace tiempo en una empresa
que se dedica a vender azúcar en el exterior...
–¿Y qué?
–Pues que el tipo me debe un gran favor y si hay una oportunidad en su empresa estoy seguro de que te pone a trabajar
allí. –Juan Chong, satisfecho, volvió a acomodarse en la butaca y
observó cómo cambiaba el rostro turbado del amigo.
–¿No es una jodedera tuya?
326
–¿Qué pasa, Guille? Mañana mismo estoy hablando con él.
La producción azucarera siempre había determinado la vida
nacional. Fue la principal fuente de ingresos del país cuando
únicamente lo habitaban seis millones de mortales y el mercado
estadounidense parecía eterno, y siguió siendo decisiva cuando
Washington suspendió sus compras. A la URSS se le vendieron
la mayor parte de las cosechas que siguieron en los años 60 y
la industria del dulce se conectó al resto del planeta mediante
empresas estatales especializadas y agrupadas en el Ministerio
de Comercio Exterior.
La puerta del mundo estaba abierta para Guillermo y él llegaría a brillar en la institución que durante décadas centralizaría
todas las gestiones comerciales de los cubanos. Contaba para ello
con sus avales de joven-artillero distinguido, su militancia en el
partido gobernante, su título de graduado, el apellido Fernández
y un carácter que ahuyentaba el pesimismo. –Chino, ¿tú te has
fijado en el pedazo de mármol ese en el que encaramaron a José
Martí en la Plaza de la Revolución? ...Bueno, si tú lo logras, yo
voy a buscar otro trozo y te voy a hacer una estatua al lado del
Héroe Nacional.
–¿Te imaginas tú en París, en Londres, en Nueva York, de
gran empresario?
–Óigame, compadre, eso sería del carajo –respondió él y se
sirvió otro trago–. Ven acá y ¿por qué tú no te metes en lo mismo, te casas de una vez con mi hermana y dejas los estudios?
–No, lo mío es la ingeniería igual que el viejo. Los chinos
somos tradicionalistas, nos pasamos los conocimientos. No, olvídate, yo termino la carrera y después me caso con Vilma y soy
feliz montando fábricas nuevas por ahí. Oye, por cierto, hace
pocos días vi muy bien acompañada a la trigueña esa que te
rompía el coco... Sí, socio, a la amiga tuya de cuando los dos jugaban a las casitas... A esa misma, a Vivi. –Habían terminado la
primera botella de ron y el Chino puso la segunda entre los dos–.
Iba muy acaramelada con un capitán del ejército.
–Coño, a Vivi le encantan los uniformes...
–Y los viejos, porque el tipo le lleva como 20 años.
–Anda. ¡Candela!
La tarde transcurría entre los vapores que el ron es capaz de
generar, a golpe de sueños y planes por realizar. Confiaban en
327
que el porvenir era enteramente de ellos y el Chino cayó en las
divagaciones nostálgicas cuando la segunda botella ya estaba
casi vacía. Evocó a la madre ausente desde que era muy niño y
quiso tenerla al lado el día de su graduación, mientras Guillermo reía con los ojos apagados, sin que nadie más que él pudiera
saber por qué lo hacía.
Ochoa
(Tercer tiempo)
Otro verano presagiaba huracán. Buena parte de los habitantes de La Habana lo olfateaba. Los vientos de la perestroika que
soplaban desde Moscú estrellaban contra el Malecón sus olas
gigantescas y hasta Laura, la sesentona y vistosa esposa de
Mendieta, quien desde hacía mucho tiempo se había desentendido de las altas y las bajas de la meteorología política nacional,
estaba inquieta. Ella y su marido habían mejorado su estatus
social, vivían en la antaño aristocrática barriada de Miramar y
disfrutaban cada año de un mes de vacaciones en otra espléndida mansión en la playa de Varadero, sin pagar un centavo, porque así eran los planes de descanso para dirigentes y obreros
destacados. Sin embargo, ella presentía tormenta en un país
donde estas eran frecuentes y decidió esperar a que su esposo
regresara a la sala. Aquel domingo, como era habitual, él y sus
amigos jugaron dominó hasta tarde. Se tomaron una caja de cervezas luego de devorar las langostas enchiladas que ella preparó
auxiliada por las esposas respectivas de los amigos del marido,
y hasta había contado con la visita de sus hijos y sus nietos. La
jornada fue apacible, pero aun así lo que avizoraba no era bueno.
Mendieta traspasó el portal y cuando abrió la puerta de la
sala no hizo falta que ella preguntara. La conocía demasiado
bien para pasar por alto las interrogantes que salían de sus ojos.
–Ni me preguntes, parece que hay jodedera gorda en el ministerio. Hasta la mano derecha del Ministro está perdido.
–¿Otra cacería de brujas?
–Probablemente, pero lo peor es que nadie sabe en realidad
qué coño está pasando. –Mendieta no había logrado destronar al
corpulento Samuel de la jefatura de la Empresa Portuaria. No
obstante, llevaba algún tiempo como director en el Ministerio de
328
Transporte, en una posición que lo mantenía lejos de los mil problemas diarios de un sistema incapaz de satisfacer las demandas
nacionales. Sus responsabilidades eran más globales y etéreas–.
De todas formas, Laura, yo estoy limpio. Llevo muchos años en
esto para que me vayan a joder por comemierda. Sé perfectamente lo que nunca debo hacer.
Ella se sirvió whisky, se sentó con delicadeza en el sofá de la
sala y miró al marido con dulzura y resignación. –Yo lo sé, Rey,
yo sé que tú siempre sabes lo que debes hacer. –Tampoco hizo falta que dijera más. Él intuía la esencia del malestar de la esposa.
–Es muy tarde, Laura. Aquí tenemos nuestra familia, nuestros nietos. Tú siempre logras que los americanos te den la visa
y te metes varios meses en Miami cada año. Moriremos aquí.
En definitiva, este es el país en que nacimos, no nos ha ido mal
y no tiene por qué irnos mal sea cual sea el problema que ha
estallado.
Laura sirvió whisky en otro vaso y se lo alcanzó. –Tú sabes
que te entiendo y que estaré siempre a tu lado en este país de
mierda, donde un negro puede ser general y nadie respeta a la
gente que sabe. Eso es lo que más me altera, un país donde una
persona como tú, con tus conocimientos y tu entrega, siempre
tiene que estar cuidándose de esa igualdad estúpida que solo se
creen los fracasados. –Iba a proseguir y se contuvo, Mendieta no
estaba para reflexiones. Cuando los vientos políticos se huracanaban en la Isla siempre era necesario adoptar medidas de protección y en ese sentido volaban los pensamientos del marido.
…
El gremio de la prensa también estaba inquieto, algo pasaba
en las instancias de máximo poder. Habían sido convocadas y
suspendidas varias reuniones de información con los directivos
del sector. Los ministerios de las Fuerzas Armadas y del Interior tenían demasiadas oficinas encendidas desde hacía muchas
noches y madrugadas. Radio Martí, servicio de la Voz de América dirigido hacia Cuba, no dejaba de insistir en la realización “de
purgas internas” al calor de la campaña nacional de “rectificación de errores”, dirigida contra “sectores que quieren promover
la perestroika” en el seno del partido gobernante, y “radio bem329
ba”, el rumor callejero, transmitía de boca en boca: “Metieron en
cana a un Ministro”.
–Jose, me aseguraron que está preso el Ministro de Transporte.
–¿Fuente?
–Un tipo de las alturas, una garganta profunda, una gente
seria que trabaja en el Comité Central –dijo Arnaldo, el Inspector Truquini.
–¿Y por qué?
–Parece que por derroche de fiestones. Tú sabes cómo es eso:
los intocables.
–Algo gordo está pasando, porque a mí me acaban de decir
que el equipo especial de la televisión, el que solo se usa para los
actos a los que va Fidel, cubrirá hoy un acto en la Sala Universal
de las FAR en el que va a hablar Raúl, y otra gente me confirmó
que están convocados los principales cuadros políticos y militares del país.
–Pero eso no será por los fiestones de un Ministro. ¿No?
–El hombre es también vicepresidente del gobierno, Inspector, es un tipo duro que siempre ha estado en el mazo y... ¿quién
sabe?
–¿Se enteraron, caballeros? –Silvia entró en la pequeña oficina–, Raúl Castro habla hoy y lo van a transmitir en vivo por la
televisión.
–Llegaste tarde, marquesa –dijo Arnaldo.
–¿Y qué más tienes?
–Jose, lo que dice todo el mundo, que hay un ministro preso,
que vivía como un príncipe... Eso, lo que todo el mundo dice.
–A mí me parece que aquí hay algo más –insistió José Antonio con suspicacia, nuevamente esperanzado en que la dirigencia
del país rectificara el rumbo.
…
Aquel día el titular de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
hizo quizás el más difícil de sus discursos públicos. Altos oficiales se habían vinculado al narcotráfico internacional, poniendo
la seguridad del país casi en manos del enemigo y la Revolución
llegaría “hasta el final” en este asunto porque en Cuba, dijo,
330
“no hay intocables”. El implicado de mayor jerarquía era un
héroe de los combates en Angola, Etiopía y Nicaragua, el general de división Arnaldo Ochoa, y entre los restantes 13 acusados, todos militares, figuraban otras dos leyendas surgidas de
las muchas misiones encubiertas realizadas por el Ministerio
del Interior para “penetrar al enemigo” y “burlar el bloqueo”:
los hermanos La Guardia.
Se desencadenaba el más traumático episodio de Cuba después de la década de los 60, y dentro y fuera de la Isla cada quien
hacía sus interpretaciones, a partir de los hechos que presentaban los periódicos, la radio y la televisión locales. Resultaba un
acontecimiento inusitado, porque sus protagonistas no representaban a los opositores de siempre, sino que eran hombres y mujeres formados por la Revolución a fin de luchar por ella, y hasta
los desmemoriados, a partir de entonces, nunca más dejaron de
tener como referencia la Causa número 1 de 1989, que transcurrió editada por la pantalla chica de cada familia, en las ciudades
y en los montes, en fábricas y escuelas, como una telenovela dramáticamente real que solo concluyó cuando el Consejo de Estado
reafirmó el fallo del Tribunal Supremo y en una escueta nota
aparecida en el matutino Granma se informó el 13 de julio que
al amanecer había sido aplicada la sentencia de muerte por fusilamiento contra Ochoa y otros tres oficiales degradados, incluido Antonio la Guardia. El resto comenzó a cumplir condenas de
entre 10 y 30 años de prisión por “actos hostiles contra un estado
extranjero, abuso de poder y tráfico de drogas tóxicas”, empleando instalaciones oficiales y a cubanos residentes en Estados Unidos que, amparados por el grupo, entraban y salían de la Isla de
la que un día huyeron.
La detención del titular de Transporte, su enjuiciamiento
y expulsión de los cargos con que contaba en la alta dirigencia
de la nación no estaban vinculados con el general Ochoa y su
gente. Se asociaron a “una conducta personal inmoral, disipada
y corrupta”, así como a “graves violaciones de principios éticos,
políticos y de carácter administrativo”. El clímax del patetismo
fue el fusilamiento que no evitó ni una solicitud del Papa. Se
consideraba en juego el alma misma de la Revolución, se suponía
que nadie podría seguir viviendo sin el alma y por ello la cura
fue “drástica”, como la calificaron los principales líderes del país.
331
Pero después ocurrió la detención del poderoso ministro del Interior José Abrantes, como secuela de la Causa 1 y la destitución
de otros funcionarios.
En el exterior los criterios se dividieron en dos grandes
corrientes: los que consideraban y repetían que era imposible
que en la alta dirigencia cubana se estuviera al margen del narcotráfico o quizás hasta de los preparativos de un golpe de Estado, y aquellos para quienes Cuba había vuelto a dar una lección
de transparencia. En el país, muchos aprobaron las condenas,
sin dejar de sentir admiración por la conducta que asumió Ochoa
ante sus jueces, y también fueron muchas las preguntas que se
hicieron en reuniones públicas o cerradas y hasta en comentarios
de prensa que alertaban sobre la necesidad de un mayor control
sobre quienes tenían en sus manos responsabilidades decisivas,
a fin de que nunca más volviera a repetirse la experiencia. “Ahora sí va en serio la rectificación”, repetían algunas gentes en las
calles, mientras otras no dejaban de pensar con amargura que la
base del sistema se agrietaba.
…
Por suerte para los niños y para los adultos con inquietudes
infantiles, los cortos animados de los países socialistas de
Europa del Este y sus moralejas iban cediendo espacio a otros
realizados en Estados Unidos que la televisión local se agenciaba. El ingenioso Inspector Truquini era uno de los personajes
de esos nuevos dibujos animados que ahora emergían y había
encontrado su reproducción habanera en Arnaldo, quien siempre en movimiento, con gorra de colores vivos para cubrir una
calva totalizadora, era el rey de los inventos. Antiguo diplomático de la Revolución, hombre culto y enamorado compulsivo,
figuraba entre quienes moralmente estaban afectados por todo
lo ocurrido en el verano y una tarde, mientras tomaban café en
la avenida de La Rampa, sorprendió a José Antonio con una
conclusión.
–Voy a entregar el carné del Partido.
–No comas mierda.
–Oye, yo no sigo a hombres, sigo ideas y esto es una mierda.
Aquí ya no quedan ni héroes.
332
–Y ¿qué vas a hacer, entregar el carné, propiciar que la gente
te rechace?
–No sé, pero me tienen hasta el forro de los cojones los cuentos y el ordeno y mando de un partido que se dirige como una
unidad militar, y yo soy un político, no un militar. –Caminaban
entre el movimiento constante de la principal avenida de La
Habana, satisfechos de haber alcanzado la última colada de café
en el Karabalí–. En lo de Ochoa tuvieron que estar metidas más
gentes de arriba.
–¿Por qué?, ¿porque lo dice Radio Martí?
–Por lógica, Jose, por lógica.
–Pero ¿qué lógica, Inspector? Si tú sabes que aquí las operaciones secretas son una constante y esa gente lo que hizo fue
utilizar la leyenda que siempre los ha rodeado. Además, no sé si
hablas en serio, pero entregar el carné es como dejarle el terreno
libre en el Partido a los mediocres y a los hijos de puta.
–¿Tú crees sinceramente que aquí los únicos corruptos son la
gente de Ochoa? Piensa en lo que está pasando en la URSS con
la perestroika.
–No, yo creo que hay mucha gente corrupta y acomodada,
pero no es la mayoría.
–¡Mira qué clase de hembra...! Oye, mami, mi chinita, mira
aquí está Truquini –dijo Arnaldo, olvidando completamente la
sustancia de sus comentarios y la mulata aludida, sin perder un
contoneo que paralizaba el tránsito, lo fulminó con la mirada.
–Coño, Inspector, tengo la ligera impresión de que hoy no es
tu día.
–Cómo va a ser mi día, si después que terminemos el trabajo
tengo círculo de estudio para volver a leer el mismo discurso de
Fidel que nos disparamos la semana pasada y para colmo me
tengo que sonar una guardia de madrugada en el municipio del
Partido.
–Jódete. –Estaban próximos a la oficina y José Antonio no
retomó el comentario inicial de su colega, quien sin embargo volvió a la carga.
–Te voy a decir otra cosa. Para mí todo esto de la rectificación
y de Ochoa es un paquete prefabricado. No pierdas de vista al
camarada Gorbachov y su perestroika.
–¿Qué tiene que ver eso con esto?
333
–Que aquí Fidel se quiso adelantar, ser más inteligente que
nadie y presentarse como el tipo súper original que fue el primero del mundo en perfeccionar el socialismo.
–¿Tú conoces la URSS?
–Perfectamente.
–Entonces coincidirás conmigo en que lo que pasa allí es
necesario, y que a la larga debe repercutir favorablemente aquí,
y que seamos los primeros en empezar a rectificar es lógico, porque nosotros nunca hemos sido satélites de los europeos.
La perestroika y la glasnot repercutían en el socialismo isleño,
sin que Arnaldo y José Antonio sospecharan el desenlace definitivo del movimiento que sacudía al gigantesco Estado, hasta
desaparecerlo. Para funcionarios como Guillermo, metidos hasta
las orejas en el negocio azucarero, con los cambios en la URSS,
principal comprador del dulce cubano, llegaban grandes dolores
de cabeza. En el sector educacional dirigentes como Vivian trataban de adelantarse teóricamente a lo que ocurría en el país de
los soviets, cuando León Trostky dejaba de ser un diablo para la
propaganda soviética. Jubilados como Braulio, quienes de Stalin
solo habían leído elogios en la prensa oficial cubana, estaban a la
caza de cualquier información fechada en Moscú para entender
lo que ocurría. Viejos luchadores como Cheché se mantenían a
la espera permanente de algún discurso en que Fidel profundizara en el tema. Burócratas como Reynaldo Mendieta seguían
disfrutando de sus altos cargos, cuidándose de no adelantar criterio personal alguno a favor o en contra de lo que ocurría en la
Unión Soviética, hasta tanto no quedara bien claro qué pensaba
el Líder Máximo de los cubanos... Y la prensa local debía hacer
filigranas para cumplir con la difusa línea oficial. Los vientos
que soplaban desde Europa Oriental, el fantasma de Ochoa y
la convocatoria posterior a discutir en las calles los documentos programáticos de un nuevo congreso del Partido Comunista
cubano daban forma a una agitación permanente.
El Inspector Truquini no renunció al Partido. Le pidió autorización para viajar a Estados Unidos a ver por última vez a la
madre moribunda, y de allá nunca regresó.
334
XVII
Destimbalao
(Primer tiempo)
Viro la cara en respuesta a una voz que reconozco aunque han
pasado 30 años desde que la escuché por última vez, y el inolvidable amigo avanza hacia mí, me abraza efusivo y ambos reímos
como niños. –Jose, mi hermano, ¡qué flaco y qué destimbalao
estás! –Mientras habla, no deja de abrazarme y darme palmadas en el hombro y por momentos me observa minuciosamente,
como suele hacerse ante alguien llegado del más allá–. Ven acá,
compadre, ¿a ti te dieron salida hoy de la sala de cuidados intensivos del hospital Calixto García?
–Vete pa’l carajo, mulato. El que se mantiene en formol eres tú.
–Es que los niches somos así: la verdadera raza superior.
–No bobees, lo que pasa es que estás comiendo bien. Tienes el
biotipo de los poderosos.
–Lo menos que pensé fue encontrarte. Hace tiempo que no
leo cosas tuyas en los periódicos. Ni sabía por dónde andabas.
–Marquitos tiene 50 años de edad y ya no es el mulato larguirucho de la Zafra de los Diez Millones, ni el amigo de la Unidad de
Dragas, ni el compañero sorprendido al auxiliarme en mi primer
divorcio. Ahora es un tipo fornido, que viste y calza a la moda,
con canas que asoman discretamente en el pelo ensortijado.
–Desde que comenzó la crisis he salido solo un par de veces
en viajes cortos y lo que escribo aquí es para transmitir hacia el
exterior. –Yo tampoco he perdido la expresión de alegría y confusión–. Mulato, ¿en qué tú andas? ¿Te metiste a “maceta”?
–¡Qué va! Eso es cosa de gusanos. Yo estoy en el sector emergente, en la locomotora de la economía, como nos dicen ahora
–responde el mulato y me toma por un brazo–. ¿Nos echamos
unos láguer?
335
Las cafeterías que venden en dólares abundan en la ciudad.
Por dondequiera hay un Rumbo, un Rápido, un Palmares, las
más extendidas cadenas estatales de servicios, casi las únicas en
las que se puede disfrutar de un perro caliente, de un pollo frito o
tomarse un helado o una cerveza. Se dice que casi la mitad de los
cubanos tiene acceso a esa moneda, o bien porque recibe remesas
desde el exterior, o porque forma parte de segmentos laborales
que han comenzado a cobrar pequeñas cantidades en divisas, o
porque dispone de dinero abundante para comprar el billete verde en las casas oficiales de cambio, o porque se lo agencia de las
mil y una formas con las que hoy la gente busca dólares para vivir
bien o simplemente subsistir. Entramos a la cafetería y pedimos
Mayabe, pues la Hatuey legendaria ha desaparecido del mercado.
–Entonces tú eres de los nuevos empresarios.
–Fui jefe de almacén en una empresa mixta, tú sabes, de esas
con capital gallego, y me busqué un billete largo, pero qué va,
me fui. Me fui porque el robo era al descaro, de arriba a abajo y
de derecha a izquierda. Y lo hice a tiempo, porque como a los dos
meses se colaron los inspectores y le pasaron cuchilla hasta al
gerente... Bueno, ahora soy algo así como un chofer ejecutivo.
–¿Y ganas bien?
–Chofer es gasolina, Jose, y manejar gasolina es buscarte los
fulas que te dé la gana limpiamente con lo que ahorras y negocias
con los pisteros, y de vez en cuando mi jefe me toca y me toca bien.
Yo conozco esas y otras historias similares. Todo el mundo las
conoce. Cíclicamente hay controles, depuraciones, expulsiones,
pero la corrupción crece impulsada por la imposibilidad de que
el trabajo honrado permita la mera subsistencia y también por
la nueva convivencia entre el sector privado y estatal, que multiplica los márgenes de ingresos invisibles. Un cantinero puede
ganar lo mismo en La Habana, robando, que un ingeniero en Florida. Un intermediario en los mercados agropecuarios acumula
en un solo día 40 veces los ingresos de un médico especialista
de primer grado. Quienes se dedican al alquiler de habitaciones
a extranjeros con sus putas suelen ser empresarios florecientes.
Vivo en La Habana, con los pies en la escasez, y ahora siento
hasta cierta envidia por el esplendor económico que refleja Marquitos, el mismo que estuvo a mi lado en los momentos malos o
buenos, cuando los dos nos rompíamos el lomo por los sueños.
336
Pero al final sepulto lo que siento, porque es mucho mayor la
alegría del reencuentro, la emoción de volver a compartir varias
cervezas con el viejo compañero.
–¿Y qué fue de la vida de Bencomo?
–Murió hace varios años... De Samuel no he sabido nada más
después que me fui de la empresa y Dago, ¿te acuerdas de Dagoberto, el buzo...? El cabrón se fue en una balsa.
–¡En una balsa! Coño, el pobre, debió estar enloquecido...
–Sí. Si hubiera esperado un poco ahora estaría cómodo en el
turismo o en algo de eso, porque Dago se le cuela al arte submarino, vivía para el mar, pero se estaba comiendo un cable. Piró
y hace varios meses me encontré a la hermana y resulta que el
tipo no resiste vivir en Miami y quiere regresar. –Hemos tomado
tres rondas de Mayabe. Evito hablar de mis penurias, pero Marcos me aborda de frente–. ¿Por qué tú no has dejado el periodismo? Estamos en otra época, mi hermano, hay que tener dinero
duro, porque si no la vida te aplasta por muy fidelista y por muy
revolucionario que seas.
Siento que endurezco el rostro mientras respondo. –Porque a
los 53 años es difícil empezar de cero y el periodismo es lo único
que sé hacer más o menos bien.
Marcos se ríe. Él también conoce La Habana y sabe valorar
la importancia de encontrarse en el sector emergente en tiempos
de agonía. –Jose, tú conoces también al gerente de mi empresa,
eres un profesional, un luchador, tienes experiencia internacional, hablas dos idiomas. A lo mejor podemos buscarte una pincha con nosotros, y así tienes unos fulas para vivir.
–¿Y quién es tu jefe?
–Mendieta, Reynaldo Mendieta, el Jefe de Personal de...
–¡No me jodas, Marquitos, si ese tipo es un hijoeputa!
La respuesta lleva a Marcos al pasado en pocos segundos.
–¡Coño, verdad que ustedes no se pueden ver!
–No. No es que no nos podamos ver, es que ese tipo ha sido un
oportunista toda la vida.
–Sí, es verdad, el tipo es de corcho. Pasó al Ministerio de
Transporte y de ahí al sector de divisas y si le digo que te vi a lo
mejor hasta me bota pa’l carajo, pero hay que vivir, mi hermano.
Prendo otro cigarrillo. –Olvídate, mulato, me alegro con cojones que te vaya bien. Sé que puedo contar contigo. A lo mejor un
337
día me sacan del periodismo y no me queda más remedio que
hacer cualquier cosa para vivir.
–Jose, tú no cambias...
–Todos cambiamos, mulato, todos cambiamos, lo único que
hay cosas con las que a uno le cuesta mucho trabajo convivir y
Mendieta es una de ellas.
La conversación sigue hasta que suena el teléfono móvil que
mi amigo lleva al cinto. Es el propio Reynaldo Mendieta que solicita a su auxiliar. Volvemos a abrazarnos efusivos, intercambiamos números telefónicos y direcciones, y cuando Marcos pone
en marcha su potente auto Honda, confirmo que los sueños y las
esperanzas de mi juventud están cada día más lejos.
…
El Santo Padre baja lentamente por las escalerillas y el septuagenario presidente Fidel Castro en traje sastre se mueve inquieto
en la losa del aeropuerto internacional con visibles intenciones de
romper el protocolo y auxiliar al Papa en su descenso. Ha comenzado la más insólita visita de un dignatario extranjero a Cuba.
Ariel y sus amigos de la Lenin aguardan en el trayecto hasta
el centro de La Habana al igual que otros miles de habaneros
convocados por el Partido Comunista y la Iglesia Católica, que
ya encabeza Jaime Ortega, para dar la bienvenida al visitante. Fidel nos ha exhortado a repletar las plazas, a escuchar y
jamás reaccionar en contra aunque Juan Pablo II diga cosas que
no compartamos, y entonces decenas de hombres y mujeres volvemos a ocupar las calles, como partes de una jugada política
riesgosa.
La ostra en que se ha transformado el caimán caribeño se
abre y hasta monseñor Eduardo Boza Masvidal, ahora octogenario, regresa a La Habana, a la misma capilla de aquella ciudad alborotada de los años 60 donde él pensó que el fidelismo
nunca florecería. Como antesala a la llegada del Santo Padre,
una ola de bombazos sacude varios hoteles de la capital cubana, en una acción orquestada por el sector más extremista del
exilio. Los atentados dejan un turista muerto y varios cubanos
heridos. Después de la visita del Papa, un grupo de agentes de
los servicios de inteligencia cubanos, que monitoreaban esos pla338
nes en Miami, son detenidos por el FBI, paradójicamente como
respuesta a la entrega por las autoridades cubanas a esa dependencia de evidencias sobre similares atentados con bombas que
se fraguaban en la llamada capital del exilio. Cinco de los agentes se niegan a pactar con la Fiscalía a cambio de una rebaja de
condenas.
Vuelven Cuba y los cubanos a ser noticia, mientras el Papa
se pasea en todas direcciones proclamando la fe de los católicos.
Corresponsales extranjeros y periodistas nacionales trabajamos
duro, algunos a la espera de un colapso, porque están frente a
frente dos visiones del mundo con más aspectos en contra que
a favor. Todo el planeta quiere conocer qué va a ocurrir en La
Habana, en Santa Clara, en Camagüey o en Santiago de Cuba,
y él cumple con sus ritos, honra dignamente su interpretación
de los problemas terrenales y proyecta una imagen cansada
y bondadosa. Los que confiamos en que la nación solucionará
la crisis sin renunciar a la historia más reciente asumimos la
visita como otra forma de hacer frente al bloqueo de Estados
Unidos. Los contrarios ruegan porque Su Santidad liquide al
comunismo con un gesto milagroso. En Santiago, un prelado de
la iglesia en esa ciudad oriental pronuncia una homilía que irrita a los fidelistas y la plaza comienza a vaciarse. Nadie abuchea
al religioso, pero cientos de personas le dan la espalda. “Cierra
el plano, cierra el plano, apúrate”, ordena un directivo de la televisión estatal que está transmitiendo en vivo para todo el país.
No quiere dejar ver la imagen de confusión que se registra en
el lugar mientras el cura, inmutable, lanza sus reflexiones, y al
día siguiente, en La Habana, hay que insistirle a los seguidores
de Fidel Castro para que acudan y llenen la Plaza de la Revolución. Es preciso insistirle incluso a los integrantes del coro
gigante de voces a fin de que canten para el Papa, y cuando se
realiza la última de las misas multitudinarias el Santo Padre
y sus prelados retoman los pronunciamientos ponderados. Al
terminar la visita pastoral queda una pregunta: “¿sobrepasará
la Revolución cubana a la desaparición física de sus líderes históricos como la Iglesia católica a sus Papas?”. También quedan
la condena rotunda de Juan Pablo II al bloqueo y la máxima,
con muchas interpretaciones, de que “Cuba se abra al mundo y
el mundo se abra a Cuba”. E igualmente quedan las anécdotas
339
más diversas hechas con la demoledora seriedad de un chiste:
“Juan Pablo y Fidel Castro se pasean por el Malecón, hablando
entre ellos, cuando un viento huracanado hace que el solideo del
Santo Padre vuele hasta el mar. Fidel se lanza a rescatarlo y
para asombro de todos camina sobre las aguas hasta el mismísimo lugar a donde fue a parar el atributo papal. Al día siguiente, el periódico Granma titula así: Fidel es Dios, caminó sobre
las aguas; el Osservatore Romano dice: El Papa hizo caminar
a Fidel sobre las aguas; y The Miami Herald asegura: Castro
está tan viejo que ya no puede ni nadar.
La partida
(Segundo tiempo)
No vistió de blanco pero lucía bella con el traje hecho a mano por
una costurera que antaño cosió para las famosas. Era la reina
indiscutida de la fiesta que siguió a la ceremonia nupcial, aunque
a Vivian no le interesaban los protagonismos. El Círculo Social
que alquiló el esposo, donde antes radicó un club de la aristocracia habanera, resultaba ideal para festejar la unión entre ella
y el teniente Flores, y en la ceremonia se codeaban ministros
del Gobierno Revolucionario, comandantes del Ejército Rebelde,
directivos de flamantes empresas estatales y jóvenes que debutaban en el comercio exterior, como Guillermo, o que esperaban
hacerlo en una empresa de construcciones portuarias, como
José Antonio, los únicos amigos a los cuales la trigueña hizo
jurar más de una vez que no faltarían al trascendental momento de su vida. Braulio vestía guayabera de mangas largas y no
había invitado a sus compañeros. Estaba en abierto desacuerdo
con que su única hija acabara casándose con un hombre tres
veces divorciado y hablador insoportable. Amanda, sin embargo,
caminaba orgullosa rodeada de vecinos, apoyaba el matrimonio
y disfrutaba de la fiesta espectacular. Sobraban el ponche, el
ron, el whisky, el coñac y la cerveza, el buffet era apetitoso y la
música corría a la cuenta de una de las orquestas populares del
momento.
–Esta es una fiesta de altura –comentó José Antonio a Guillermo, mientras permanecían sentados en una de las mesitas
próximas al mar tranquilo y negro.
340
–¿Contaste cuántas estrellas hay aquí? El tipo es una gente
famosa.
–Tú conoces mejor que yo a Vivian, pero no acabo de entender
este matrimonio.
–La que tiene que entender es ella, no tú. –Guillermo fue ríspido, aspiró profundamente su cigarrillo e hizo un gesto con la
mano levantada en dirección a la amiga, quien interpretó en la
distancia y se les aproximó.
–Bueno, qué. ¿Cómo la están pasando? ¿Eh?, ¿por qué no vino
tu compañera? –De cerca Vivian era la misma de siempre, sin
una gota de pintura en el rostro, directa en sus preguntas y con
los cabellos negros y largos pugnando por romper un moño de
peluquería que otra mantendría impecable.
–Ella quiso quedarse en casa, aunque para ser más exacto, el
Guille y yo decidimos venir solos para...
–No me digas que para ver lo que se les pega...
–¿Y por qué no? –intervino Guillermo.
–No le hagas caso, Vivian. Vinimos solos para poder hablar.
Llevábamos muchos meses sin vernos.
“Un caramelo para Margot”, tararearon los cantantes de la
orquesta a fin de contagiar a todos con el ritmo pilón que invadía
el país y Flores llegó al rescate de la amada con el propósito de
hacerla bailar. Partieron cogidos de las manos. En el camino ella
respondió con una carcajada a algo que él le susurró al oído y
Guillermo refunfuñó. –¡Qué mal me cae el personaje!
–¿Celoso? ¿No me acabas de decir que eso es un asunto de ella?
–Acostarse con quien le de la gana sí, pero, ¿por qué esperar tanto para seleccionar como marido a un pavo real? –Con el
matrimonio, que llegó sin que hiciera cálculos, Vivian trataba de
neutralizar la carencia sentimental que la afectaba. Creía que
iba a completar su vida con la madurez de un antiguo estudiante
universitario transformado en guerrillero del Directorio Estudiantil durante la última parte de los años 50–. Tanto derroche pa’ qué. ¿Estamos en La Habana o en Miami? –Guillermo
proyectó en alta voz lo que pensaba. La fiesta continuaba y los
dos amigos hablaban de todo un poco sin beber demasiado. José
Antonio no quería regresar a la casa pasado de tragos y a Guillermo la presencia del teniente no le permitía encajar en la fiesta. Vivian se sentó con ellos varias veces y ninguno fue capaz de
341
mencionar algo que afectara el encanto que la noche tenía para
ella. La reina de la ceremonia se daba sus escapadas para estar
con los dos amigos mayor tiempo que con los demás y Flores iba
a buscarla sistemáticamente. Parecía desconfiar o al menos así
lo supuso el Guille cuando por cuarta vez el teniente apareció
con una risa amplia en pos de su mujer–: Óigame, compadre,
déjela suelta un rato –dijo él y crispó el ambiente.
José Antonio le advirtió con un puntapié por debajo de la
mesa, Vivian enrojeció por el tono que dio el amigo a sus palabras y Flores, como experimentado maestro de ceremonias que
no se deja provocar por el chiflido de un niño malcriado, se mantuvo con las riendas en las manos: –¡Qué va, campeón, la hembra es mía! –respondió con la sonrisa de siempre y ella se sintió
todavía más confusa.
Prosiguieron la música, el baile, los tragos, los chistes, los
intercambios de miradas sensuales o provocadoras entre algunos
de los invitados, los besos escapados en las esquinas menos glorificadas por la luz artificial, el espectáculo de los que no saben
beber, la retirada discreta de quienes tenían otras cosas que
hacer... y los dos amigos se mantuvieron charlando en la misma
mesita retirada, al borde del mar, donde José Antonio apabulló a
Guillermo por “descortés, equivocado y mal socio”. Vivian regresó en otras oportunidades a encontrarse con ellos sin aludir al
momento desagradable que protagonizaron el esposo y el joven
barbudo al que ella siempre quiso como amigo, aunque a veces
deseando que fuera su amante. El cansancio se generalizó, finalmente, y por afinidad coyuntural se crearon varios grupos en
torno a las mesas: algunos vecinos del barrio junto a Amanda y
Braulio, otros apartados para poder enjuiciar los detalles de la
fiesta, en el ejercicio de una práctica tan cubana como la palma
real, y en la mesita próxima al mar tranquilo y negro, Flores
y Vivian, Guillermo y José Antonio, así como dos desconocidos
amigos del teniente, hicieron un aparte. Al ron lo sustituyó el
whisky y José Antonio se levantó en busca de cerveza. Prefería
un trago más ligero. El flamante esposo se robó la iniciativa con
una andanada de chistes que hicieron reír a todos y Vivian se
distendió al comprobar que Guillermo parecía disfrutar.
Era una mesa bulliciosa. Se bebía profusamente, el teniente
ya estaba en mangas de camisa, sin corbata. Vivian disfruta342
ba el momento y los otros cuatro participantes en el intercambio se limitaban gustosos a hacer alguna que otra acotación al
verbo jaranero de Flores que iba en todas direcciones hasta que
se adentró en el campo movedizo de la política. Hubo aprobación cuando comentó la decisión del gobierno de nacionalizar los
pequeños negocios particulares que quedaban en el país. Desde
el taller del zapatero remendón hasta el timbiriche para hacer
fritas o frituras de bacalao pasaban a manos estatales. Era una
Ofensiva Revolucionaria, como se le bautizó de manera oficial,
que todos compartieron con la convicción simplista y errónea de
que el Estado sería capaz de garantizar por igual las millonarias cosechas azucareras, que empezaban a ser mecanizadas, y
el claveteo de unas botas desfondadas.
–Vamos a acabar con la bolsa negra, le metimos mano a las
fuentes –comentó Flores en el inicio de una extensa explicación
que sin razón predeterminada derivó hacia el recién editado
Diario de Campaña del comandante Guevara–. Por culpa de los
comunistas bolivianos perdimos al Che, coño. Siempre hacen lo
mismo estos tipos –dijo él, dejando definitivamente a un lado los
chistes y la jarana.
–Tú querrás decir algunos dirigentes del partido, porque
otros se unieron a la guerrilla, ¿no? –replicó Guillermo.
–Mario Monje fue el principal traidor –intervino la única
dama del grupo.
–¡De los comunistas bien, compañeros! –reafirmó Flores de
manera categórica, tan conclusiva que resintió la unidad circunstancial de los seis cubanos reunidos en torno a la pequeña
mesa. El teniente no representaba al nuevo liderazgo militar de
la nación, pero tampoco era el único que en las filas de los revolucionarios cargaba todavía con una alta dosis anticomunista–.
Aquí mismo, ¿quiénes estaban en la microfracción? –Del antiguo
universitario desaparecieron los buenos modales y la serenidad.
–¿Quiénes ocultaron al chivato de la calle Humboldt?
Flores acaba de abordar dos asuntos neurálgicos en aquellos
finales de los años 60. Algunos meses antes de su boda con Vivian
había sido detectado un delator de la policía de Batista, quien
propició uno de los asesinatos más monstruosos durante la dictadura y después del triunfo de la Revolución logró ocultarse en
las estructuras de poder al amparo consciente o inconsciente de
343
militantes del antiguo Partido Socialista Popular (comunista), y
para colmo de males, poco después se hizo público un intento de
dividir las filas de los fidelistas, dirigido por otros miembros del
mismo partido, que llegaron a contar con la complicidad de funcionarios de la embajada soviética en La Habana. Muchos servicios de inteligencia de los países socialistas de Europa Oriental
no confiaban en Fidel, aunque una vez más, el liderazgo de este
impidió que ambos fenómenos reabrieran las heridas profundas
del sectarismo político, sobre todo en relación con los antiguos
comunistas cubanos, a quienes isleños como el teniente Flores
seguían acusando de haber jugueteado a la politiquería desde
las butacas del Congreso en época de Batista o desde algunos
gobiernos municipales, dándole la espalda a los combates en las
sierras y las ciudades. Fidel Castro intervino personalmente en
busca de neutralizar ambos problemas, pero no pudo convencer
a todos los cubanos y entre los inconformes estaban Flores y sus
dos amigos, uno de los cuales tomó la palabra, poniéndose de pie
para lanzar una fuerte acusación contra el Primer Ministro, sin
nombrarlo.
–¡Espera, espera! –reaccionó como la descarga de un rayo
José Antonio y Guillermo y Vivian se crisparon. –¿Qué tú quieres decir con eso? Pa’ mí está clarísimo que vale mucho más la
unidad de la Revolución que cuatro imbéciles con ambiciones de
poder y, además, el chiva está ahora preso, como tenía que estar.
¡¿Qué es lo que tú quieres decir?!
–Eso está claro –terció Flores tratando de evitar una ruptura
definitiva. Todos se habían puesto de pie, la tensión crecía–. Lo
que pasa, muchachos, es que algunas gentes del pe-ese-pe han
actuado con mucha bajeza a lo largo de la lucha. Ustedes son
muy jóvenes pero...
–¡Sí, somos muy jóvenes, pero sabemos lo que hay que saber
para conocer a los traidores! –intervino Guillermo con el ánimo
de romper cabezas. –¡¿Qué coño está pasando aquí?!
–Aquí no pasa ni cojones, tú, verraco! –respondió el segundo
de los amigos del teniente en el mismo instante en que Guillermo,
sin pensarlo dos veces, le lanzó un puñetazo y José Antonio se
arrojó sobre el otro hombre, mientras Flores y Vivian trataban de
detener la pelea. El golpe de Guillermo fue certero y el desconocido dio un paso atrás, estremecido. José Antonio y su contrincante
344
rodaron por el piso, el primero tratando de atenazar por el cuello
al adversario y el otro improvisando golpes a su abdomen. Los
metales de la orquesta no se oían y las personas que quedaban en
la fiesta, los íntimos, corrieron hacia la trifulca imaginando que
era cosa de los tragos, pero la boda de Vivian Álvarez Plana fue
mucho más que eso. Devino mal presagio. Un año y medio después estaba divorciada aunque gestaba a su único hijo, René. Por
la misma fecha, de los dos desconocidos uno se fugó a la Florida y
el otro respondió ante los tribunales acusado de participar en un
intento de atentado contra el jefe del gobierno. Al año siguiente
Flores fue expulsado de la empresa estatal que dirigía por reeditar la “dulce vida” en la austeridad de Cuba socialista.
…
En contra de su voluntad pidió el día libre en la empresa de obras
portuarias y en el Plymouth de la familia llevó a Dora hasta su
trabajo. La mañana auguraba un día caluroso. No había nubes y
desde lo alto de la bóveda celeste impresionantemente azul a los
ojos de los diminutos mortales de La Habana, el sol se recreaba
sin que nada lo impidiera. Desaparecidos los vendedores ambulantes, se ausentaron los pregones, las flores ofertadas al detalle,
el amolador de tijeras y Santos Suárez comenzaba la jornada con
la repartición de leche fresca y las primeras “colas” en busca de
lo que se repartía en las bodegas de los barrios. La residencia
no podía ocultar su palidez como el resto de las casas a falta de
pintura, y solo el verdor de los patios y del jardín insuflaba aire
fresco a la morada de los Ballester Guerra, que ese día amanecieron silenciosos y ocupados.
Manuel lo supervisaba todo, pese a que era muy poco lo que
podía guardar en las maletas debido a las extremas disposiciones aduanales aunque se abandonara el país probablemente
para siempre. María, esforzándose en atrapar una serenidad
falsa, había planchado desde muchas horas antes las ropas que
vestirían los tres y ahora estaba indecisa con algunas. Le resultaba difícil escoger con qué partir de la tierra en que nació y
donde vivió más de cuatro décadas. Se movían constantemente,
de un lado al otro, mientras la hija menor, la única que los acompañaría, jugueteaba sin tener conciencia del momento. Ni él ni
345
ella querían pensar en que pronto sus vidas en la Isla serían
transformadas en un recuerdo que se haría mucho más agrio
con el paso del tiempo. Debían estar alegres, porque al fin recomenzarían, pero no lo estaban, y tampoco eran capaces de sentir
felicidad al ponerse a salvo de la humillación cotidiana a la que
eran sometidos los “gusanos”, cuando los compatriotas que defendían otra forma de vivir se sentían los dueños absolutos del país.
Manuel hizo listas meticulosas con nombres, direcciones y números telefónicos en Cuba, España y Estados Unidos. Sabía que en
Madrid les aguardaba una espera que podría ser larga antes de
volver a desandar el Atlántico. Escribió hasta los nombres de
los documentos que dejaba bajo la custodia del hijo y seleccionó una a una cada foto de familia, de las pocas con que podía
viajar. Era un movimiento constante, de frases cortas, de caras
que reflejaban tensión. Nadie podía asegurar que del aeropuerto
no los devolvieran a la casa debido a la falta de algún cuño o de
otros de los muchos documentos requeridos para el abandono del
país. Cuando los “gusanos” partían sus casas eran selladas con
todo adentro y la propiedad pasaba a manos del Estado. Hasta
sus automóviles eran confiscados. Los revolucionarios juraban
luchar por la democracia, la igualdad social, la libertad, pero los
que optaban por irse de Cuba en esas circunstancias, porque no
tenían otra opción, eran tratados como enemigos de esa democracia selectiva, de la proclamada igualdad social y de una libertad cada vez más politizada.
José Antonio prendió otro cigarrillo y se balanceó en uno de
los sillones del portal aparentando tranquilidad y hasta cierta
indiferencia al movimiento de los padres. Jugueteó con la hermana, sin siquiera cuestionarse el costo que tendría para él el
camino que había escogido. Se mecía en el sillón, fumaba y en
ocasiones la mirada se extraviaba. Quería, debía, tenía que ser
fuerte, indiferente y casi lo lograba.
–Mijo, ven, vamos a almorzar algo –dijo ella desde el comedor
como si fuera de nuevo la rutina, sin añadir que podría ser el
último almuerzo entre los cuatro. Lo hizo sin dramatismo, y él
acudió a compartir una vez más la mesa con los suyos. Por quinta vez Manuel le sugirió que se cuidara y no dejara de escribirles
cuando ellos tuvieran alguna dirección estable. Por quinta vez
le comentó que guardara como propia la pequeña cajita metálica
346
entregada con la propiedad de la residencia y de varios terrenos repartidos por La Habana. Una vez más le insistió en que
ya que le permitirían como excepción seguir viviendo en la casa
de sus padres tratara de que le dejaran también el Plymouth, y
ante cada reiteración, una a una, José Antonio asintió en silencio. Padre e hijo fumaban abundantemente. Estaban flacos y, al
igual que el hijo, el padre se empeñaba en proyectar firmeza y
hasta indiferencia ante lo mucho que perdía.
Dora regresó del trabajo al caer la tarde y ayudó a cerrar
las tres maletas. En tres bultos debió caber la vida. Y llegó la
partida del barrio. Algunos vecinos se atrevieron a despedirlos personalmente. Hubo abrazos, invocaciones divinas para
que todo saliera bien y sollozos de los viejos, mientras el hijo
acomodaba los tres bultos en el amplio baúl del auto, ponía
en marcha el motor y esperaba sentado ante el volante como
el chofer impávido de una carroza fúnebre. El traslado hasta
Rancho Boyeros lo hicieron silenciosos. La hermana iba jugueteando pero sus padres trataban de atrapar con la mirada un
paisaje tropical e incomparable. Querían guardar los olores de
su país, de su tierra, y hasta llevarse en la memoria la risa
ingenua de niños que en ocasiones, desde el borde del camino,
les decían adiós con sus manitas, desconociendo que iniciaban
un viaje sin retorno. Con la llegada a la terminal aérea el nerviosismo afloró contagioso. En la distancia algunas personas
los observaban con curiosidad, mientras otras, de uniforme, lo
hacían con ostensible desprecio, y al adentrarse en el bullicio
del aeropuerto surgió impresionante “la pecera”, aquel lugar
acristalado al que pasaban solo los viajeros para realizar las
últimas gestiones y lanzar desde allí las últimas miradas a los
que quedaban fuera. Había gente que gritaba, que lloraba sin
pudor. Niños confundidos por la hostilidad imperante dejaban
de juguetear y preguntaban a sus padres qué ocurría, y su hermana María Victoria, como un conejito asustado, se aferró a
la saya de la madre. Aquella tarde-noche en “la pecera” nadie
sonrió y cuando alguien intentó hacerlo, lo único que obtuvo
fue disparar al aire el miedo que salía de sus huesos. Tocó el
turno de entrada a Manuel, a María y a la hija, y no hubo llanto, pero José Antonio fue incapaz de soportar hasta el final el
dramático espectáculo de una despedida para siempre y, acom347
pañado de Dora, regresó a Santos Suárez en el mayor silencio
de su vida. Guardó el auto en el garaje para entregarlo a la
Revolución al día siguiente. Se sirvió el último café que hiciera
su madre y al penetrar en la habitación de los padres sintió
que estaba conmovido. Podrían pasar 30 años o 30 siglos, pero
los Ballester Guerra nunca olvidarían ese lunes caluroso de La
Habana: los viejos, obligados a reiniciar la vida a su manera en
latitudes gélidas, y el hijo, hincando una rodilla en el horno de
sus ilusiones, cuando se aproximaba a su fin el primer decenio
de la Revolución.
Discusiones
(Tercer tiempo)
El parque estaba repleto de personas como hacía muchísimo tiempo que no ocurría en aquel hoyo frondoso abierto en la
barriada de Kohly y hasta Muño, el cantante famoso de la época
de Benny Moré tildado de “gusano” sin serlo por sus ausencias a
las reuniones de los Comités de Defensa de la Revolución, seguía
expectante la evolución de la asamblea entre bocanada y bocanada, con un puro mal curado entre sus dedos.
“Yo me niego a considerar que nuestros problemas son causados por nuestro sistema político, pero si no rectificamos de verdad,
nosotros mismos terminaremos con la Revolución”, proclamó un
profesor universitario que anticipaba de manera inconsciente un
pronunciamiento que haría Fidel Castro una década después, en
2005, cuando advirtió a sus partidarios que “esta revolución puede autodestruirse, los que no pueden destruirla son ellos (Estados Unidos), pero nosotros sí”. El profesor hacía uso de la palabra.
“Hemos confundido la igualdad social con el igualitarismo, olvidamos principios básicos de la economía socialista para que el
productor se vincule al mercado y sea dueño de verdad, no en teoría panfletaria. Seguimos con los falsos cumplimientos de metas
productivas que la prensa agranda y repite, aunque nadie pueda
tocarlas”, argumentó el veterano maestro, la gente asintió y decenas de manos se alzaron para evidenciar que muchos querían
decir sus verdades en una de las asambleas que se reeditaban en
el país en la antesala del último congreso del Partido Comunista
que se realizaría en el siglo xx.
348
En la reunión del parque participaban tres generaciones de
cubanos, entre ellos, universitarios recién graduados, soldados
con algunos días de descanso en el Servicio Militar, proyectistas
fascinados por la idea de taladrar la ciudad con redes para trenes
subterráneos, el sistema de “metro” que La Habana solicitaba a
gritos. Y estaban también un ministro y su familia, dos generales, directores y administradores de empresas grandes y pequeñas. Y el desencantado Vladimir, a quien habían separado de las
filas de la Unión de Jóvenes Comunistas. Y Pancho y Cuca, que
en dos ocasiones presentaron sus papeles a la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana y en ambas les negaron las
visas. Y Liudmila, la hija de Borroto, el abogado. Igualmente se
encontraba Cheché, encargada de movilizar a campanazos a la
gente de su cuadra para que asistieran al mitin, y Silvia, José
Antonio, Ariel y sus amigos de la escuela. Los vecinos desbordaban el parque.
Algo similar ocurría en todas partes y en los diarios, cronistas oficiales previamente autorizados denunciaban los peligros
de la “doble moral”, que se traducía en la hipocresía generalizada de decir una cosa y hacer otra; de la “falsa unanimidad”
que caracterizaba las asambleas oficiales; del “dogmatismo” de
una revolución con historia propia; de la “burocratización” de los
procesos electorales a los que demasiada gente acudía más para
cubrir la forma que para hacer uso libre y consciente del sufragio universal. Se hablaba incluso por aquellos días de un partido
de la nación cubana, dejando a un lado el apellido comunista,
cuando ya era un hecho que la perestroika y la glasnot habían
apuntado al corazón del socialismo en Europa Oriental, y en la
prensa se escribían críticas severas a muchas de las cosas que
se habían hecho durante varias décadas, empleando el lenguaje
directo de la calle o a través del equilibro de conceptos. Era como
un gigantesco diagnóstico social, ético, económico y político. Los
funcionarios del Partido que dirigían las asambleas lo hacían
con la orden de posibilitar la libertad de expresión. Se corría el
riesgo de que todo quedara en un desahogo emocional y colectivo,
pero muchos cubanos volvieron entonces a sentirse juez y parte,
sangre y carne, y opinaban sin recato.
El trabajador portuario que siempre pedía la palabra al final
de las reuniones a fin de “resumir lo dicho”, esa vez habló a la
349
mitad de la asamblea: “La gente no trabaja y nadie exige porque
muchos dirigentes no tienen moral para exigir”. Una maestra
arremetió contra “los personajes que viven como nuevos ricos, que
presumen de sus autos y sus casas relucientes, del derroche en
un país donde conseguir un clavo es una salación y ni el diablo
puede trabajar, porque cuando hay aceite faltan los fósforos para
prender el fuego, y cuando hay fósforos y aceite no viene a trabajar
el encargado de quemarte en la caldera del infierno”. La asamblea
le solicitó que pusiera nombres y apellidos. Algunos de los asistentes se desplazaron discretos hacia los lugares menos iluminados
y la maestra concluyó: “No, no hace falta. Todos sabemos quiénes son”. Hablaron también los jóvenes y comentaron la ausencia de posibilidades para organizar el futuro individual. Intervino un peludo tartamudo para decir que el rock no estaba reñido
con el socialismo y un universitario recordó que algunos como él
seguían sin empleo tras graduarse. Hubo gente que abogó por la
reimplantación de los mercados campesinos, en los que imperaran las leyes ciegas de la oferta y la demanda porque, dijeron, “las
placitas estatales siempre están vacías”. Se condenó el exceso de
reuniones y se cuestionó la validez de organizaciones creadas al
triunfo de la Revolución. Se registró hasta el pronunciamiento de
Liudmila, quien solicitó la palabra para proclamar que “la Revolución es un fracaso”. La misma asamblea le respondió a gritos y
ella, sin moverse de su puesto, optó por no volver a hablar aunque
siguió hasta el final el desarrollo de la nutrida reunión pública.
Recorría la Isla una enorme ola de críticas desencadenada
por Fidel Castro. Las actas de cada reunión eran voluminosas y
comisiones nacionales tenían el deber de sintetizar y agrupar los
temas con vistas a incorporarlos a los que discutiría el Congreso del Partido, aunque el peligro de que todo fuera una catarsis
persistía. Nadie lo llamaba así y sin embargo era una forma sui
géneris de participación política en un país donde en aras del
consenso, con el poderío de Estados Unidos siempre al acecho,
casi nunca se batían los trapos sucios en público.
–Todo esto está muy bien, compañeros, pero si Fidel no es el
primero en criticar, nadie se atreve a hacerlo y nuestra prensa seguiría calladita, calladita, como si aquí no pasara nada,
hablando de la mala calidad del pan o de otras cosas menos
importantes. Ahora es fácil encaramarse en la tribuna a decir
350
y criticar, pero yo pienso que nuestros periodistas están pa’
algo más que para hacer elogios –habló otro de los reunidos en
el parque, y Silvia y José Antonio se sintieron aludidos–. Hay
que seguir metiéndole caña a los caraduras, pero no sé, yo creo
que la prensa nuestra está no solo para decir lo bueno, sino para
denunciar también lo malo, que es bastante.
De una forma u otra ese mismo planteamiento se repetía en
muchas asambleas. Era uno de los puntos negros reiterados en
el diagnóstico nacional. En el gremio de los periodistas había
sido tema de fuertes debates, en ocasiones explosivos, entre
dirigidos y dirigentes temerosos del surgimiento de algún tipo
de glasnot en Cuba, donde el dueño de los medios era el partido único. El espacio para investigar, comentar o informar con
cabeza propia de cualquier asunto, por escabroso que fuera, se
reducía entre escaramuzas diarias de funcionarios que decían
la última palabra en cualquier publicación y reporteros comprometidos con honrar su oficio. ¿Cómo hacer periodismo en una
plaza permanentemente acosada por fuerzas feroces? (en 2010,
el de Estados Unidos sería el único gobierno de América sin
restablecer relaciones con Cuba). ¿Cómo evitar que el bloqueo
estadounidense tapara la boca a cualquier análisis de fondo
que se apartara de la política establecida, aunque pretendiera
llegar al bien común? ¿De qué forma desarrollar el criterio y el
pensamiento individual? Entre jefes y periodistas se habló de
“errores por omisión”, de “autocensura y censura”, de la necesidad de “fuentes oficiales” y “márgenes para verificar” informaciones emitidas por ministros y ejecutivos como verdades
sagradas y del misterio con que se ocultaba cualquier asunto,
aunque fuera precisar el número de académicos con que contaban las universidades del país.
–Yo coincido –dijo José Antonio tras pedir la palabra. Silvia
permaneció en silencio–. Aunque el problema no es tan sencillo
como parece. En Cuba hay muy buenos profesionales, pero no
depende de ellos profundizar en lo que más interesa.
Fue suficiente que hablara José Antonio para que el mismo
asunto siguiera sobre el tapete y Octavio refiriera a la asamblea sus discusiones con Cheo cuando un grupo de compatriotas ocupó la embajada de España para forzar su salida del
país.
351
–Compañeros, yo soy revolucionario, militante del Partido y los condenados periodistas me hicieron hacer el ridículo
–comentó Octavio, airado. Una mañana Cheo, su vecino, le dijo
lo que estaba ocurriendo en la embajada española. Así lo informaba la radio desde Washington–. Y yo me encabroné, porque
pensé que era otra bola lanzada para confundirnos, porque yo
acababa de leer Granma y no me pierdo un noticiero; y le dije
a Cheo de gusano pa’rriba, corre-bolas, marañero, enredador,
y Cheo, compañeros, es combatiente de Etiopía y de Angola, y
después tuve que pedirle disculpas, meterme la lengua en el...,
bueno, ustedes saben dónde, porque todo era verdad.
José Antonio sintió deseos de volver a pedir la palabra pero
se contuvo. El mismo caso había trascendido en la asamblea de
su gremio y ellos no fueron capaces de convencer a los directivos
de que silenciar hechos, por contradictorios que sean, nunca será
una buena práctica. A la larga, la prensa oficial había abordado
ampliamente el asunto de la embajada, pero tampoco hubo coincidencia entre funcionarios y periodistas en cuanto a cómo los
medios ganan o pierden credibilidad. (Por aquellos días todavía
se desconocían las posibilidades de acceso a opiniones e información que llegaría a propiciar Internet).
Entrada la madrugada, la maratónica exposición de ideas
llegó al fin. No hubo conclusiones leídas y mucho menos improvisadas, y gran parte de la gente, quizás la mayoría, emprendió el regreso a sus casas en medio de la sensación de que algo
importante había ocurrido. Vladimir, el ex joven comunista,
lució patético al proclamar casi al final: “Compañeros, yo lo único que quisiera es que los que dirigen este país tomen en cuenta
lo que se ha dicho aquí”, y Liudmila, en el otro extremo, se fue
apesadumbrada.
No obstante, ese inusual ejercicio nacional del criterio propio
se desvaneció sin impacto alguno en la vida del país, hasta que
en 2007 otro procedimiento parecido volvió a desplegarse en la
Isla abriendo nuevas interrogantes.
…
Colgó el teléfono y comentó en voz alta. –Ahora dice que no lo
dejan ver, que lo tienen incomunicado y han pasado 72 horas.
352
–Jose, eso está muy raro. Yo creo que tienes que ver qué
pasa.
–Sí. Es tan raro que salgo ahora mismo –respondió a Silvia y
partió en busca del Lada.
Su hijo Abel había sido detenido, según le informó la madre
en la primera llamada, porque se fajó borracho en Expocuba
y rompió un stand. Estaba de permiso en la unidad de Tropas
Especiales en la que cumplía el Servicio Militar y ella temía el
castigo de sus jefes al regresar al cuartel fuera de tiempo. Cuando recibió la primera llamada su reacción fue cortante. “Si está
preso por eso, que aprenda a comportarse”, dijo, pero tres días
de incomunicación lo pusieron en alerta. No había tranquilidad
aunque fuera padre por correspondencia y para colmo Silvia era
perseverante en recordarle que le dedicara más tiempo al resto
de sus hijos. Ariel recibía toda su entrega pero con Isabela, la
menor de las niñas, se sentía siempre en deuda. Como la pequeña Gretel se había vuelto a casar y Dora estaba afectada por una
salud precaria sin haber formado una nueva familia, él había
priorizado la atención a los tres primeros hijos. Así pensaba
cuando llegó a la unidad de policía situada en las afueras de La
Habana, y entró en busca del jefe. Debió adaptarse a la lentitud
irritante con que suele transcurrir el tiempo en esas dependencias hasta ser atendido por el “político”, quien dijo desconocer el
caso y salió en busca de informes.
–Sí. Su hijo y un amigo que responde al nombre de David
están detenidos aquí –comunicó el militar pasado algún tiempo.
–¿Por qué?
–Aquí dice que fueron sorprendidos al tratar de robar un par
de zapatos y que se resistieron a la autoridad.
–¡¿Robar zapatos?! –Ambos hombres permanecían de pie–.
¿Y por robar un par de zapatos tres días incomunicados? ¿No
puede ser un error?
–Cálmese, compañero, ese es el procedimiento, déjeme ver a
los detenidos –replicó el “político” con serenidad y al cabo de un
rato reapareció con dos figuras apestosas y magulladas.
–¿Qué es esto?
–Mire, hable con ellos que yo vuelvo ahora. –El policía volvió
a internarse en uno de los pasillos de la estación.
–¿Qué pasó, Abel?
353
–Nada, viejo, que nos fajamos con unos policías que no sabíamos que eran policías y nos metieron en un calabozo que apesta
con cojones.
–¿Y los zapatos?, ¿cómo fue el asunto de los zapatos?
–¿Qué zapatos? –Abel respondía al interrogatorio paterno y
David permanecía en silencio con una mirada escéptica.
–Los que la policía dice que ustedes robaron.
–¡¿Robar zapatos?! Ah, no jodas, papi.
–Sí, robar zapatos. Háblame claro.
–Ese es un invento de esta gente –reaccionó airado el hijo.
–Oiga, Jose –intervino David– ahí no hubo zapatos ni nada
de eso, lo que hubo fue celos de un tipo y una gran piñacera; nos
pusieron las esposas y pa’cá. –El militar volvió al grupo con otro
uniformado y tratando de calmar al padre dijo que podía retirarse con los muchachos después que los llevaran al policlínico.
–Déjeme ver los zapatos robados.
–Bueno, es que no han aparecido –respondió el “político” y
destapó la furia de José Antonio.
–Mire, compañero, esto me huele muy raro...
–Oiga, fíjese lo que dice...
–No, no. Mire usted lo que hace. Setenta y dos horas incomunicados, me los entregan con golpes por todas partes, me dicen
que los acusan de robar unos zapatos que no aparecen, para
saber que estaban detenidos aquí la madre se pasó día y medio
llamando a todas partes, porque nadie sabía dar una respuesta,
incluso llamó a esta misma estación. ¿Qué pasa?
–Usted llegó aquí con un problema y yo estoy ayudando a
resolverlo...
–Y yo se lo agradezco, pero quiero ver al jefe de la unidad...
–El mayor no está, ni vendrá por aquí hoy. Espérese un
momento. –El policía estaba incómodo y buscaba una salida en
el momento en que Abel y David regresaron a la unidad tras
una breve visita al policlínico cercano en compañía de otros dos
uniformados.
–Viejo, nos dijeron que podemos irnos...
–De aquí no se va nadie hasta que esto no se aclare...
–Mira que nos van a dejar presos a los tres...
–Ojalá, coño –respondió él alzando la voz, pero el cautiverio
había terminado. El “político” hizo que los muchachos firmaran
354
unos documentos, anunció que serían llamados a juicio y José
Antonio replicó–. Pero ustedes también irán a juicio, sabe...
–¿Qué está diciendo usted? –el oficial también alzó la voz. El
resto de los militares solo observaba.
–Viejo, vámonos, vámonos...
–Estoy diciendo que esto no se va a quedar así. Ahora vamos
para el médico para que haga un levantamiento de los golpes que
tienen estos dos muchachos y mañana estoy de nuevo aquí para
hablar con el jefe de la unidad. ¡O qué!, ¿algunos de sus policías
hacen lo que les da la gana y ustedes los cubren de esta forma?
–Mire, usted haga lo que quiera. Yo cumplí con mi deber y le
diré al jefe que usted viene mañana.
Había comenzado un largo litigio, y a la incongruencia de los
cargos y del procedimiento policial siguió la narración completa
de los dos muchachos, en el camino de regreso a Santos Suárez:
“...estábamos en un grupo de amigos y desconocidos en Expocuba... todos ayudamos a descargar mercancías para montar un
stand... cuando terminamos nos pusimos a beber... una hembra
riquísima se puso pa’ Abel... la mujer era la novia de uno de los
del grupo, después supimos que era policía, porque allí vestía de
civil... el tipo se puso cabrón con la mujer y en su borrachera le
dijo cuatro cosas, aunque nada ocurrió mientras estuvimos en el
salón de exposiciones... llegó la hora de irnos y cuando íbamos en
busca de la guagua, el tipo se apareció con otros dos a pasarnos
la cuenta y ahí mismo se formó la bronca... en medio de la piñacera dijeron que eran policías, pero los golpes siguieron y entonces se apareció un Lada rojo con chapa particular, se apeó otro
tipo, eran cuatro contra dos, y no sabemos de dónde sacaron unas
esposas, nos inmovilizaron, nos pusieron esposas en los pies y en
las manos, como en las películas, nos tiraron dentro del carro y
siguieron dándonos aunque ya estábamos esposados... nos defendimos como pudimos y rompimos un equipo de transmisión que
estaba dentro del carro... nos llevaron hasta una posta de milicianos que estaba vacía, nos sacaron del carro y nos tiraron al
piso como puercos y al cabo de un rato llegó una patrulla... nos
metieron de cabeza ahí y de ahí pa’l calabozo”.
José Antonio conocía perfectamente las reacciones de Abel. El
supuesto robo no se ajustaba a su personalidad y aunque siempre
tuvo dudas de que él y David le hubieran dicho toda la verdad,
355
decidió apoyar al hijo hasta las últimas consecuencias, asumiendo que si la policía tenía razón podría demostrarlo. Por otra parte, y dando por cierta la versión de los muchachos, consideraba
inadmisible que en un hecho como este estuviera vinculada la
policía. Los tres días de incomunicación parecían un recurso dirigido a atenuar el efecto de los golpes. Abel era rebelde, pero debía
saber que en su país nadie, aunque fuera militar, podía tomarse
la justicia por sus manos, o al menos así pensaba él, y con ese
concepto muy presente dirigió sus pasos en dos rumbos, después
de volver varias veces a la unidad de policía, una de ellas con el
padre de David, Primitivo Pérez, comandante del Ejército Rebelde, y llegar a la amarga conclusión de que el jefe de la estación no
tenía el menor interés en recibirlo.
Gerardo César lo puso en contacto con el abogado Pedro Valdivia, experimentado letrado que acababa de participar en un
proceso contra jueces acusados de corruptos en la región oriental
del país, y Vivian le presentó a un ejecutivo del Ministerio de
Justicia, que le indicó el procedimiento para que la misma policía investigara lo ocurrido.
Valdivia lo recibió en el Bufete Colectivo de Centro Habana, un
pedazo de salón fraccionado en muchas pequeñas oficinas calurosas y oscuras. Allí le expuso los hechos y el abogado no les dio
mayor importancia. “Paciencia, la justicia es lenta”, le recomendó
el letrado y se sintió a gusto conversando con el periodista sobre
los otros casos en que trabajaba, lo cual propició a José Antonio
un mayor conocimiento del silencioso submundo habanero. El
juego de azar se expandía a la sombra de un Código Penal “demasiado idílico”, en opinión del abogado, y la prostitución reaparecía. Recordó entonces las contradicciones que generó en el medio
profesional el “Caso Sandra”, reportaje publicado por un mensuario juvenil. Lacras que parecían sepultadas por la nueva sociedad
traspasaban los sepulcros, algunas con nombres nuevos, como si
se temiera admitir los hechos. Al robo constante en dependencias
estatales se le denominaría “faltante” o “desvío de recursos”, a los
capos del submundo “macetas” y a las putas “jineteras”.
De regreso a su oficina, comentó con todos sus colegas el
asunto. Dos veces el tribunal municipal citó a juicio y dos veces
la policía no asistió. La investigación paralela solicitada por él
concluyó por escrito que no había evidencias de un procedimien356
to inadecuado en el caso de su hijo. Pidió una segunda investigación y obtuvo la misma conclusión con la agravante de que el oficial que le comunicó los resultados lo hizo verbalmente, usando
un galimatías que a él le dio la impresión de que en esencia sugería llegar a un acuerdo con la policía para cerrar el asunto. No
podía demostrarlo. Quizás tantos meses de espera y de gestiones
lo habían hecho perder objetividad, pero las segundas conclusiones lo sumieron en una profunda sensación de impotencia.
El tiempo siguió tejiendo con lentitud al mejor estilo de los
mayas. Llegó una nueva citación a juicio y la tensión alcanzó el
tope: coordinación con Valdivia para que no faltara al pleito, el
permiso de la unidad militar para que Abel saliera en uniforme
completo, y la inquietud de la larga espera para comprobar al
final si la justicia se pronunciaría.
–Eh, qué bolá, asere. –El joven policía que se acercó a Abel, a
David, a José Antonio y al abogado, parecía un bachiller feliz.
–Coño, asere, ¿qué haces tú aquí? –le respondió Abel y los dos
uniformados se abrazaron tras el cotidiano saludo de los nuevos
tiempos. El bachiller feliz acababa de estrenarse en la unidad
del conflicto. Era el designado para representar a la policía en
el juicio que esa vez sí se llevaría a cabo y también un antiguo
compañero de Abel.
–¿Pero tú eres el del lío?
–Sí, yo soy al que quieren embarcar tus jefes.
–Ah, olvídate de eso. A lo sumo te pondrán una multica –dijo
el recién llegado.
–¡De multa nada. Ni un centavo podemos permitir porque
entonces hubo delito! –replicó José Antonio molesto y todavía
confundido por la forma en que evolucionaba el desenlace tan
esperado por él, mientras Valdivia, que había echado canas en
los tribunales articulando defensas, sonrió y calmó los ánimos.
–Compañeros, vamos a entrar a ver si salimos rápido de este
asunto –dijo el letrado.
Y sorpresivamente rápido ocurrieron los acontecimientos: los
dos jóvenes fueron absueltos en una sesión que duró pocos minutos y hubo fiesta en Santos Suárez, pero a pesar de ello José
Antonio volvió a sentirse insatisfecho. Nada era como él pensaba
que debía ser.
357
XVIII
Medio siglo después
El siglo xxi está aquí. Ha dejado de ser inspiración o esperanza, y
para nosotros transcurre otro domingo de rutina. Cheché prepara desde temprano el almuerzo, Ariel no está en casa y yo intento remendar con tiras de madera blanda los ventanales agrietados del comedor. La magra finanza familiar me obliga a valerme
de mis manos torpes en tales menesteres a fin de impedir que
todo caiga definitivamente en ruinas. Descuenta horas otro año
de agobio y los ingresos apenas alcanzan para la subsistencia,
pese a que las consignas oficiales dicen que el despertar económico es un proceso “irreversible”. Instalan en el barrio el servicio de gas soterrado que crece en la ciudad. Aumentan el turismo
internacional, las extracciones de petróleo y las exportaciones de
níquel. Los apagones desaparecen. El sector industrial se reanima. La cosecha de papas ha sido buena. Los maestros reciben un
aumento salarial.
También se agiganta la rutina en un día de semana que siempre quise fuera esplendoroso e insisto en olvidar que mañana
volveré a cumplir años. Una sensación de frustración individual
me tiene atenazado. Si muriera hoy mis hijos y mis nietos heredarían un auto “cacharroso” y cinco ruedas lisas. No me pertenece ni la casa en la que habito, y mi filosofía política no se
corresponde con lo que observo cada día, aunque la propaganda revolucionaria permanece desplegada. Remiendo la ventana
lamentando no poder contratar a un carpintero, golpeo donde no
debo y reviento la yema de mi pulgar izquierdo. “¡Me cago en los
cojones, coño!”.
Soy un desastre cuando se trata de remiendos mientras,
simuladora, la cotidianidad se pasea de un lado al otro por la
Isla. Aumentan los que se resignan automáticamente con una
358
suerte estrecha, hay quienes han aprendido a vivir a cualquier
precio en medio de la crisis, cuentan los que comienzan a remontarla y suman asimismo quienes ni siquiera se acuerdan de que
las penurias existen para la mayoría de la gente.
Las divagaciones quieren señorear y acudo al último recurso
de consolación. Me aferro a lo que me resulta grato: Silvia con
un sentido del humor a prueba de desastres, Ariel con su avance
limpio por la vida, la suegra sobrepuesta a dos infartos, interesada en conocer qué le esconde el milenio nuevo, las vueltas
que me dan Gabriela y Abel con sus respectivas familias, ya con
dos nietas incluidas, al tiempo que Daniela está empantanada
en Panamá e Isabela trata de abrirse paso en Bahamas. “Todo el
mundo tiene sus problemas”, me digo meditabundo. Echo alcohol
sobre la sangre coagulada en el pulgar y rememoro las insatisfacciones de los amigos más íntimos, que son como la extensión
natural de mi familia. Vivian, en una soledad agresiva cuando pasa los 60 años, y el entrañable Guillermo, divorciado cinco veces y de nuevo en soltería, purgando el drama de no poder
engendrar descendencia, pese a su facilidad innata para colarse
por el diminuto hueco de esa aguja acerada que es la vida.
He vuelto a las reflexiones ermitañas y la casa se crispa
por el sonido ininterrumpido del timbre de la puerta principal.
“Jose, ¡sorpresa!”, grita la suegra desde la sala. Silvia, en el
patio, deja la ropa que le falta por lavar, y yo olvido los remiendos del amplio ventanal por el cual, cuando llueva, volverá a
inundarse el comedor.
–¡Llegaron los Reyes Magos! –exclama Vivian con alegría
inusual, en tanto Guillermo enseña una sonrisa–. ¿Pensaste
que nos olvidaríamos de tu cumpleaños? –agrega la trigueña con
particular excitación y se llena de amistad el semicírculo que
forman los sillones.
–Al fin juntos –dice Silvia burlona, refiriéndose a la pareja
recién llegada.
–Solo por un día, amor mío, esta mujer no resiste a un tipo
guapo como yo –replica Guillermo.
–¿Tú no estabas de viaje?
–Llegué anoche, mi querida Cheché, llegué anoche de mi último viaje por el mundo y ya usted me ve, de nuevo aquí.
–¿Qué te pareció Nueva York?
359
–Es parte de un imperio corrupto, mi señora, pero al que le
falta con cojones para caerse y donde me tomé el más espectacular y exquisito batido de mamey de toda mi vida de peregrino
errante...
–Vete pa’l carajo tú, comemierda. ¡Habla en serio alguna vez
en tu vida!
–Ven acá, Jose, ¿quieres cosa más seria que tomarse un batido de mamey en una habitación cálida de Nueva York, mirando
por la ventana acristalada como tiembla la calle con una temperatura de cero grados? A ver, respóndeme con esa seriedad que te
caracteriza: ¿cuánto hace que no te tomas un batido de mamey
o de guanábana o de anón en esta, nuestra querida tierra tropical y socialista? –Las carcajadas se disparan, se escuchan en
la acera, ahuyentan los pesares y él reparte regalos que saca de
una bolsa. Para Ariel una camiseta negra de mangas largas y el
rostro a relieve en blanco de Malcom X, a Cheché le ha traído un
termo de café a prueba de caídas, a Silvia un juego de sostén y
bragas negras, “para ver si a este se le para el rabo”, dice, y a mí
me entrega una carta.
–No juegues, Guille –respondo y Silvia se pone tensa. Está al
tanto de la búsqueda que he llevado adelante sin éxito durante
los últimos años, pero lo que ambos ignoramos todavía es que
durante este viaje de trabajo a la ciudad cosmopolita Guillermo
volvió a marcar el número telefónico que le entregué cuando realizó su primera visita a Estados Unidos, y quedó sorprendido al
encontrar lo que buscaba. En 1999 lo intentó en tres ocasiones
y siempre le respondió la misma voz metálica, convidándolo a
dejar cualquier recado para una familia de apellido italiano e
irrepetible, pero él no se atrevió. Al año siguiente yo establecí
comunicación directa desde La Habana, respondió la misma voz
metálica, maldije, y nunca más volví a hablar del tema con el
Guille, quien por casualidad o persistencia hizo el hallazgo desde Nueva York y al retornar a la Isla despertó a Vivian para
juntos darme la gran sorpresa hoy.
Observo el sobre, las manos me tiemblan un poco, y Silvia,
Vivian y Guillermo se dan cuenta de que una emoción contenida me recorre. La suegra no comprende lo que ocurre. –Coño,
Guille, la partiste, mi hermano –exclamo sin mirar a nadie. He
reconocido al remitente, abro el sobre con delicadeza y enfrento
360
cuatro hojas escritas a mano por delante y por detrás–. Caballeros, ¡el Guille encontró a mis viejos!
La inesperada carta despedaza la rutina y me interno en
la habitación a leer por primera vez las cuatro hojas manuscritas, a recorrer cuarentitantos años. Ha transcurrido media
vida y me ha costado mucho enmendar un error, cuya gravedad solo comprendí al pasar el tiempo. Rompí la comunicación
cuando mis padres y mi hermana buscaban su camino en el
norte de Estados Unidos. Consideré un deber “no tener comunicación con el enemigo”, aunque estos fueran mis progenitores y
pocos de mis compañeros creyeran que lo hacía, porque así era
la práctica de los revolucionarios duros. Sin proponérmelo, les
hice pensar que habían perdido a un hijo para siempre. Soñé en
forma reiterada imaginándolos a mi lado o preguntándome qué
habría sido de su suerte, y al decidirme a buscarlos y consultar
con Guillermo, este me respondió con una sinceridad ajena a
la política: “Jose, todos hemos metido la pata alguna vez. La
lucha ha sido muy dura, durísima, pero aunque hayan pasado
un burujón de años, lo importante es encontrarlos y que sepan
que aunque su hijo sigue siendo un romántico, nunca los ha
olvidado”. La tarde se transforma y vuelvo a preguntarme si
valió la pena todo lo que he hecho, en tanto Silvia, Cheché y los
amigos me aguardan en la saleta y ellas arrinconan a Guillermo con todo tipo de preguntas.
Silvia inicia el fuego y él exagera sus peripecias detectivescas
a partir del batido de mamey que lo llevó a evocar su juventud. –Y
nada, me dio por buscar el número que tengo en la libreta, marqué sin esperanzas y esta vez sí me respondió una voz de mujer.
Allí vive una prima-hermana de Jose con su marido, italiano y
empresario de comercio. Casi nunca están en el apartamento y
al contarle lo que buscaba ella cambió de idioma, se puso muy
contenta, me habló en cubano y cuatro días después me di una
escapada a Miami. –Manuel, María y Mayi han tenido que reemprender el camino a partir de nada, han triunfado a su manera
y ahora residen en Hialeah, un potrero cenagoso convertido en
localidad moderna por los cubanos, donde disfrutan de una casita
propia de dos plantas repleta de recuerdos y nostalgias.
Guillermo cuenta y Vivian retrocede también en el tiempo.
Nunca quiso conocer a los padres del “bitongo” que figuró des361
pués entre sus muy contados amigos, porque ellos cargaban con
la estirpe de “gusanos” y sin embargo, hoy, no se queda al margen del asunto. –¿Te reconocieron?
–Gracias a mi figura gallarda pese al paso descojonante del
tiempo, se acordaron inmediatamente. Imagínate, para ellos
debo ser algo parecido al diablo –cambia el tono de su voz–. Pero
me trataron con el corazón, me presentaron a la hermana de
Jose, que ya es una mujer, y me mostraron las fotos de este siendo niño, cuando era boicagao. Me hicieron más preguntas que
todas ustedes y cuando me llevaron de regreso al hotel tuve la
sensación de que algo muy importante había renacido en ese par
de viejos con más de 80 años cada uno en sus costillas.
–¿Y la política?
–Cheché, la política no contó. En Miami hay gente que vive
de ella, sobre todo los viejos que siguen anclados en 1959 y sus
descendencias, que han ido copando el poder en esa ciudad hasta
influir en Washington, pero hay otros cubanos, no sé si serán
más o menos, que lo único que quieren es vivir lo mejor posible,
sin olvidar a los que dejaron aquí. –Guillermo cuenta y todos
buscan conocer un poco más de la llamada capital del exilio.
Regreso con los ojos vidriosos, abstraído. Por mi mente han
pasado imágenes puras y grotescas. Me he encontrado con el hermano Francisco, pese a que el cura-director de mi escuela murió
de un infarto a las pocas semanas de abandonar La Habana, y
también con Alberto Oñate. Reapareció la Lucía de la primera
vez, a la que imaginé realizando sus sueños en la Unión Americana, algo que en realidad nunca logró. Volví a vibrar con la
emoción de las trincheras o de la Plaza de la Revolución. Se abrió
en mi mente la asamblea en el parque, a la que no faltó nadie, y
a la que la vida dejó sin respuestas sumiendo en el desencanto
a quienes aquella noche nos sentimos juez y parte. Y hasta “la
pecera” embrujada me llevó de regreso a un aeropuerto donde
solo había caras tristes y llanto sin pudor. ¿Habré sido un egoísta despiadado con mis padres? ¿Soy un cobarde consumado? ¿O
acaso será la ruptura con mis viejos otro de los altos costos de
querer cambiar al mundo y creer en utopías? El recuerdo ordena
mis sentidos, el tiempo pesa, y las palabras salen roncas al sentarme de nuevo en el semicírculo de la saleta: “Esto ha sido del
carajo”.
362
–¿Y por qué no tratas de ir a verlos? –pregunta Guillermo.
–No sé, quizás sea mejor que ellos vengan.
–Les va a ser muy difícil, Jose. A mí me parece que a ellos les
tocó vivir la parte más fea de este país –interrumpe Silvia.
–Eso es verdad, pero ellos también nacieron aquí y aquí estamos nosotros.
Vivian sigue inquieta en su sillón. –Yo pienso igual, que debes
buscar la forma de ir a verlos.
–Es que hay momentos en los que uno no sabe si lo que quiere
es no dar su brazo a torcer o si en realidad hace lo que se debe
hacer, y yo estoy en uno de esos momentos –miro a la distancia–.
Le dediqué a este país lo mejor de mi vida y ahora a veces ni
entiendo lo que está pasando...
–¿Pero qué tiene de malo que viajes a ver a tus padres?
–Que por mucho que ellos eviten tocar un solo tema que me
hiera, como han hecho en esta carta, le tengo miedo al reencuentro. No sé cómo explicarlo. Antes tenía la convicción de que toda
la razón estaba de mi parte, que valía la pena cualquier sacrificio por desgarrador que fuera, y ahora creo que la razón y la
sinrazón están repartidas por todos lados.
–Estás totalmente equivocado. Tanto aquí como allá hay
quienes se benefician de lo que ha pasado y lo que está pasando,
pero en el medio, como el jamón del sándwich, está la mayoría de
la gente, y yo en tu lugar, mi socio, voy a verlos –enfatiza Guille.
–Estoy de acuerdo. –Vivian se coge la palabra como si estuviera en una reunión del núcleo del Partido–. Ha habido de todo,
carajo, pero nosotros hemos hecho muchísimas cosas buenas, y
lo que se está tratando aquí es tu derecho y el de ellos a verse, a
reencontrarse, coño, simplemente eso.
–Óigame, trigueña, está un poquito mal hablada hoy. ¿No le
parece?
–Chico, es que yo no he vivido el drama de Jose. Es más, reconozco que ni importancia le di allá por los 60. Mis padres murieron conmigo, los disfruté hasta el final, pero cuando me tocó llorar a mi hijo, a mi único hijo, a René, solo entonces me di cuenta
del valor de la familia, y todavía este se pone a hacer el análisis
a partir de la política. ¡No señor!
Cheché coincide con Guillermo y Vivian, y Silvia corta el rumbo de la conversación. –Yo también estoy de acuerdo con ustedes,
363
pero hay que entender a Jose, hay que darle tiempo para que
piense. Son 40 años de separación, no es un día ni diez meses,
son 40 años, caballeros.
…
La macroeconomía está en alza a pesar del bloqueo endurecido
de Estados Unidos, que el presidente George W. Bush prioriza
casi al mismo nivel que su proclamada lucha contra el terrorismo, y el gobierno cubano despliega por el mundo sus estadísticas como estandartes de victoria. El crecimiento del Producto
Interno Bruto, incluso, llega a sobrepasar en un año el 10 %,
según estadísticas oficiales, pero a pesar de eso las penurias
cotidianas son enajenantes si no se tiene algún ingreso en pesos
convertibles, el CUC, la divisa nacional que terminó por desplazar al dólar del mercado interno. El peso común y corriente, en
el que cobra la mayoría de los cubanos, sigue sin valor, aunque
las gratuidades y subvenciones se mantienen vigentes. Un solo
CUC cuesta 25 pesos satos y el salario medio mensual en esa
moneda es menos del equivalente a 20 CUC. Por eso he tomado
esta decisión y me adentro en uno de los edificios emblemáticos
de La Habana, desde donde un amigo, Carlos Batista, sale a mi
encuentro con una sonrisa franca en su cara barbuda. Le anticipé por teléfono lo que pretendía y él rió entonces tanto como lo
hace ahora. Llevamos muchos años sin vernos, pero la amistad
sigue ahí.
–Aquí no hace falta nadie para vender café, ni para barrer,
ni para hacer guardia de noche ni nada de eso, así que no jodas.
Aquí lo que hace falta es otro periodista. Si te cuadra, hablo con
la jefa, te entrenas, te hacen unas pruebas y veremos qué pasa.
Nos adentramos en la sala de redacción de una de las transnacionales de la noticia que tienen abiertas oficinas en la Isla y
no le doy crédito a la oferta. No es la primera vez que me hacen
una propuesta de ese tipo que, a la larga, nunca llega a realizarse. Sigo apesadumbrado, no encuentro otra salida a las penurias,
me resisto a dejar el único oficio que conozco. Me lanzo a la aventura y seis meses después, todavía sorprendido, soy acreditado
ante las autoridades cubanas como Corresponsal Permanente de
Prensa Extranjera con el número 02136.
364
Considero que he llegado a las Grandes Ligas de la noticia.
Nadie me pide que cambie mi interpretación del mundo y poco a
poco penetro otras complejidades: el escandaloso procedimiento
en Miami contra los cinco agentes de la inteligencia cubana presos después de los bombazos a los hoteles de La Habana, juicio
cuya justeza cuestiona hasta Amnistía Internacional; el regreso del niño Elián González, que Fidel Castro considera algo así
como el punto de relanzamiento de su Revolución; la visita del
expresidente Jimmy Carter y su defensa pública del llamado
Proyecto Varela, que pugna por un cambio de sistema político en
este país; el controvertido juicio a 75 cubanos considerados mercenarios de Estados Unidos, cuando ha comenzado la invasión
a Iraq y los ultraconservadores piden que después se siga con la
Isla; la Batalla de Ideas que promueve a la más joven generación,
aunque algunos de sus principales representantes terminarán
relegados a planos secundarios o defenestrados políticamente;
la consolidación de la Venezuela de Hugo Chávez como aliado
incondicional; el enigma del petróleo en aguas profundas; el proyecto de “transición hacia la democracia” en Cuba elaborado en
Washington, donde los neoconservadores pugnan por transformar a su manera el nuevo siglo.
Me adentro en la edad de la lasitud, y mientras aumentan
las canas percibo que vuelvo a comenzar, aunque la vida como
corresponsal de una agencia extranjera pueda ser efímera.
“Estás trabajando para el enemigo”, me dicen irónicos algunos
funcionarios. Afloran sutilezas políticas de todo tipo y a la par de
ese desafío pienso que he tenido un poco de más suerte que Guillermo, que ya jubilado del comercio exterior vive de rememorar,
con quien disponga de tiempo para oírlo, sus largos viajes por los
confines del planeta, y de alquilar su residencia en la barriada
de Aldabó, poniendo a disposición de unos inquilinos franceses
toda la primera planta de su casa, con la pequeña piscina que se
hizo construir, tras ahorrar centavo a centavo, para “disfrutarla
en la vejez”, según creyó. Hay otros jubilados que para ampliar
sus chequeras cuidan autos estacionados en las calles, pagando
sus impuestos, o revenden a escondidas de la policía, porque está
prohibido hacerlo, las cajetillas de cigarros que el Estado sigue
repartiendo subvencionadas mediante la libreta de abastecimiento, o simplemente se conforman con un magro cobro a fin de
365
mes. Solo Vivian, al igual que yo, se mantiene activa en el sector
en que ha trabajado siempre y ahora asesora un plan diseñado
en la Isla para alfabetizar en cualquier país que lo demande.
…
Fidel Castro convalece de una complicación intestinal que lo mantiene alejado de la dirección de la nación desde 2006. Raúl Castro ha tomado el mando. En el país vuelve a hablarse de ajustes
estructurales y cambios, y yo, todavía inseguro, me he decidido.
Llevo 40 minutos de vuelo y de silencio, cuando el avión comienza el descenso. Pego la cara a la ventanilla hermética tratando
de descifrar el paisaje que se extiende a mis pies y el corazón me
late de una forma extraña, como nunca antes lo había hecho. De
muchas maneras he tratado de imaginar lo que está a punto de
ocurrir. La tierra se agranda, diviso claramente los canales que
abundan, las avenidas bien trazadas y repletas de automóviles,
la publicidad comercial abrumadora y, al fin, el bimotor rueda
por una de las pistas del Aeropuerto Internacional de Miami.
Los pasajeros aplauden, algunos saltan de alegría, y yo respiro
hondo. Cuarenta y cinco minutos de vuelo separan a dos mundos
todavía irreconciliables.
Los que llegamos de La Habana como visitantes somos los
últimos en cruzar la frontera y la tensión se dispara. Más fotos,
otra toma de huellas digitales, un nuevo interrogatorio a cargo
del joven policía de apellido Delgado que dice ser hijo de cubanos
y quiere saber qué vengo a hacer a Estados Unidos. Me decomisan todo lo que dice “Hecho en Cuba” y traigo de regalo, hasta
los cigarrillos que me acompañan como fumador empedernido
me los quiere quitar un aduanero que solo habla inglés, y que
al final admite la significativa carga con la advertencia de que
la próxima vez no los traiga. Cojo la maleta, respiro profundo y
cuando camino entre el gentío distingo la sonrisa de mi anciano padre que ha levantado una mano. Él ríe y mi madre está
a su lado como siempre. María Victoria aguarda en casa de un
pariente.
Alrededor de los tres, a paso rápido, decenas de personas
se desplazan en todas direcciones con otras inquietudes y pretensiones. Es un torbellino que no le da significación alguna al
366
reencuentro, un drama que solo puede vivirse en la intimidad
de la familia, y por eso los tres nos abrazamos al mismo tiempo. No hay llanto ni palabras innecesarias. Es como si los años
no hubieran transcurrido, como si el envejecimiento no existiera, como si nos hubiéramos reunido la noche anterior a cenar
en Santos Suárez, como si nunca hubiéramos estado separados
por el mar, por imposiciones, prejuicios, urgencias y convicciones
distintas. Caminamos abrazados, nos volvemos a besar. Acaricio
a mis viejos y ellos, con una ternura que los desborda, me hacen
sentir seguro. Y entonces irrumpe lo pueril. –Coño, María, vieja,
perdí la tarjeta del parqueo. ¿Dónde dejé el carro? –exclama él
y el ambiente se distiende, mientras marchamos apretados por
el enorme estacionamiento en busca del auto. El tiempo pasa y
cuesta caro.
Así transcurren cuatro semanas de largas charlas, festines y
homenajes. Juntos siempre, de una residencia a otra en Miami y
Las Vegas, las finanzas no alcanzan para ir a Nueva York. Yendo a la tumba donde descansan abuelos y tíos, hablando con los
que aún viven, saboreando el tasajo o el churro con chocolate, o el
lechón asado “a la cubana”, o las “fritas” de mi juventud, anticipo
de los hamberguers estandarizados después en los cinco continentes, que nunca más las cafeterías estatales volvieron a hacer en
la Isla con la misma calidad. Conociendo nuevas descendencias
que hablan y piensan en inglés, oyendo el relato desgarrador de
los primos que eran niños cuando los mayores decidieron su destino en La Habana estremecida de los años 60. Todos cuentan
sus historias, todas son duras. Nada ha sido fácil, ni aquí ni allá,
aunque ellos se sientan a gusto en la Unión Americana y confíen
en que al final me uniré al exilio o a la diáspora. “¿Por qué no
habría de ser así? –suponen los más viejos–, si el régimen cubano se despedaza y se bate en retirada el artífice principal de lo
malo que sobrevino para nosotros a partir de 1959”. “¿Por qué no
habría de ser así? –se preguntan los más jóvenes–, si en Estados
Unidos él también cuenta con un hogar”.
Ha pasado medio siglo desde que todo comenzara y yo arrastro más insatisfacciones que motivos de felicidad. La presencia
de mis viejos, mis tíos y mis primos me ha devuelto a la niñez.
Soy escéptico en cuanto al futuro de Cuba: Ariel viaja a hacer
un Máster en la Universidad Carlos III de Madrid y Gabrie367
la se dispone también a abandonar la Isla con toda su familia.
Solo Abel permanece en el país con mi cuarta nieta, mientras
termina la licenciatura en Economía en la Universidad de La
Habana en otro curso para trabajadores. No alcanzo a hacer
ningún vaticinio optimista sobre lo que puede depararme la
vida nacional. Pero pese a la ternura renacida en Miami y a
los golpes y las dudas que me acompañan en La Habana, no me
siento parte de este mundo, no lo entiendo. Tengo raíces en otra
historia, en otras luchas. Extraño hasta el olor de mi tierra, los
ómnibus desbordados de gente, las carencias repartidas entre
muchos. Soy un isleño perdido en la policromía ultramoderna de
un orgulloso y enorme país-continente, y al llegar otra hora de
definiciones, también sin pronunciar una palabra de más, cada
uno de nosotros se reafirma en la decisión que el destino impuso
en la época que nos tocó, y regreso, decidido a llegar hasta el
final en la apuesta de mi vida, junto con Silvia y mis amigos
de siempre –Cheché no sobrepasó el tercer infarto–, y en medio
de la bruma que envuelve a mi patria, cuando la convalecencia
de Fidel deja entrever una difusa transición hacia la Tercera
República, con Raúl Castro a la cabeza, en tanto más al norte,
en hecho inédito, el mulato Barack Obama se ha instalado en la
Casa Blanca sin poder llevar a la práctica sus promesas de cambio en Estados Unidos y el resto del mundo. Transcurre el “Año
52 de la Revolución”.
368
Índice
Prólogo
Aclaración, por si fuera necesario
I
II
15
El final de una hipnosis colectiva (Primer tiempo) 1959 (Segundo tiempo)
Yugoslavia (Tercer tiempo)
17
18
27
El túnel (Primer tiempo)
El último verano (Segundo tiempo)
Azúcar y Britannia (Tercer tiempo)
36
39
46
III
Guerra sin tiros (Primer tiempo)
Crece la tensión (Segundo tiempo)
De regreso a La Habana (Tercer tiempo)
IV
Los rumores (Primer tiempo)
Un otoño impactante (Segundo tiempo)
Los diez millones (Tercer tiempo)
V
7
El ultimátum (Primer tiempo)
La antesala (Segundo tiempo)
La recta final (Tercer tiempo)
VI
Las tinieblas crecen (Primer tiempo)
53
54
63
70
71
80
89
90
101
112
La invasión (Segundo tiempo)
Frustraciones (Tercer tiempo)
VII
El Seiko 5 (Primer tiempo)
Playa Girón (Segundo tiempo)
Distintivos (Tercer tiempo)
VIII
El necio (Primer tiempo)
El desenlace (Segundo tiempo)
Ortigosa (Tercer tiempo)
IX
X
115
123
131
133
142
150
152
163
Desgarraduras migratorias (Primer tiempo)
Despertar (Segundo tiempo)
La trampa (Tercer tiempo)
171
175
186
La Plaza (Primer tiempo)
Contradicciones (Segundo tiempo)
Ruptura (Tercer tiempo)
194
196
205
XI
El látigo (Primer tiempo)
Villa Marista (Segundo tiempo)
Universidad (Tercer tiempo)
XII
Los primeros cambios (Primer tiempo)
El hijo pródigo (Segundo tiempo)
Solidaridad (Tercer tiempo)
XIII
Dulcero de hotel de lujo (Primer tiempo)
Racionamiento y cohetes nucleares (Segundo tiempo)
Claroscuro (Tercer tiempo)
213
215
224
233
235
243
253
256
266
XIV
El maleconazo (Primer tiempo)
Esta fiesta no es pa’ ti (Segundo tiempo)
Angola (Tercer tiempo)
XV
Otra contradicción (Primer tiempo)
Lo inevitable (Segundo tiempo)
Rectificación (Tercer tiempo)
XVI
Calidoscopio (Primer tiempo)
La otra cara (Segundo tiempo)
Ochoa (Tercer tiempo)
XVII
Destimbalao (Primer tiempo)
La partida (Segundo tiempo)
Discusiones (Tercer tiempo)
XVIII
Medio siglo después
272
278
287
297
301
309
316
321
328
335
340
348
358
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