Bibliografías_La contribución del Tribunal Constitucional

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BIBLIOGRAFÍA
FERNÁNDEZ FARRERES, Germán, La contribución del Tribunal Constitucional al Estado
autonómico, Iustel, Madrid, 2005, pp. 470.
El conocido Catedrático de Derecho Administrativo Germán F ERNÁNDEZ
FARRERES (Zaragoza, 1953) ha elaborado esta obra, en la que aborda, con la profusión,
el rigor y el método científico que le caracterizan, la relevante aportación que el Tribunal Constitucional viene realizando a la construcción del actual Estado autonómico
español.
El libro es fiel reflejo de la obra completa de su autor, quien siempre se ha
movido, en línea con lo que postula la doctrina científica más reciente, dentro de los
límites más amplios del Derecho público que de los más estrechos márgenes del Derecho Administrativo, entendido éste en su concepción más tradicional. Así, las publicaciones del autor han abordado cuestiones que tanto se pueden catalogar de Derecho
administrativo stricto sensu, como de Derecho constitucional (en donde hace gala de
su vasto conocimiento desarrollado como Letrado del Tribunal Constitucional) o de
Derecho comunitario, o cuestiones que, por su compleja regulación, requieren de un
enfoque múltiple desde todas o la mayor parte de las ramas del Derecho público. Ha
demostrado con ello, de forma palmaria, que el Derecho administrativo –un concepto
tal vez pronto a superar– no puede ser entendido sin ubicarlo en un universo más
amplio, que es el Derecho público (consciente de ello, el autor se adscribe en la introducción de su libro a la «doctrina iuspublicista»). Derecho cuyas fuentes formales
nacen hoy en la Constitución, continúan en las del complejo ordenamiento comunitario
cuando se trata de las materias atribuidas por el Estado a la Unión Europea y desembocan en las fuentes propias del ordenamiento nacional o «interno», sin pararse en artificiales fronteras temáticas.
El autor mostró con la primera de sus publicaciones, La subvención: concepto y
régimen jurídico (1983), obra que muchos de nosotros utilizamos hace años como
modelo de referencia –ciertamente inalcanzable– para la elaboración de nuestras respectivas tesis doctorales, que la suya iba a ser, como así ha sido, una carrera de fondo
recorrida a una velocidad difícilmente soportable para la mayor parte de los demás
investigadores del Derecho.
En esta obra, editada en 2005, el autor se propone, con motivo de cumplirse
veinticinco años de la puesta en marcha del Tribunal Constitucional, sistematizar, a
modo de compendio, las conclusiones a las que ha llegado el Máximo Intérprete de la
Constitución entre 1981 y 2004 respecto de cada uno de los diversos aspectos en que
se manifiesta la distribución y articulación de las competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas. Es, pues, y tan sólo reitero palabras de su autor, «un trabajo
en el que el protagonismo corresponde a la jurisprudencia constitucional, teniendo en
cuenta que a ella corresponde la última palabra en la concreción misma del sistema de
reparto de poder que alumbró el texto constitucional de 1978». Y ese trabajo no pretende, como en el mismo se aclara ab initio, sentar conclusiones generales y válidas ad
aeternum extraídas de la jurisprudencia, sino, más modestamente, recoger lo ya dicho
en la jurisprudencia constitucional poniéndolo en orden de una forma sistematizada,
puesto que, como concluye la introducción, «el punto de atención (no) se fija… en los
problemas que, en su caso, quedan aún por abordar».
En efecto, el trabajo se centra, y así lo destaca el título, en la contribución del
Tribunal Constitucional a la configuración del actual Estado autonómico: al Estado
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autonómico «regional», podría añadirse (con permiso de las nacionalidades) sin alterar
un ápice con ese adjetivo aclaratorio el contenido de la obra, pues hay también un
Estado autonómico «local», resultado de una profunda descentralización administrativa, que muchas veces queda preterido ante la índole política o legislativa de lo «regional», pero que, desde luego, no es menos importante para la satisfacción de muchas
necesidades vitales del ciudadano.
Ese leiv motif de la aportación del Tribunal Constitucional al Estado autonómico
requiere, sin embargo, de algunas matizaciones y precisiones, que, no por más conocidas, resultan menos importantes:
La primera, que, frente a una extendida afirmación apriorística de que «el Estado autonómico ha sido forjado por el Tribunal Constitucional», debe recordarse que la
Constitución no diseñó un mapa autonómico cerrado, sino que lo dejó abierto, para
que fueran las regiones y nacionalidades las que, con su iniciativa, y en atención al
principio de voluntariedad o libre disposición, accedieran a su autonomía política y se
constituyeran, si así lo deseaban, en Comunidades Autónomas en virtud de sus respectivos estatutos de autonomía (SSTC 29/1986, de 20 de febrero, y 225/1998, de 23 de
noviembre, entre otras). Por tanto, las reglas esenciales para la formación del nuevo
mapa territorial no se establecieron por el Tribunal Constitucional, sino directamente
por la Constitución y, en su desarrollo, y ahora como fuente material, por las formaciones políticas representativas de los distintos territorios y de las Cortes Generales. De
este modo, la contribución del Tribunal Constitucional a ese mapa lo fue tan sólo a
posteriori y, por ende, en un plano complementario o subsidiario del que tuvieron las
Cortes Generales, las únicas constitucionalmente legitimadas para aprobar los estatutos
de autonomía y, en suma, para dirigir la organización territorial del nuevo Estado
autonómico. Aspecto que no se subraya aquí para desdorar al Tribunal Constitucional,
sino, por el contrario, para no olvidar la responsabilidad de cada institución en la creación de la nueva estructura territorial (Constituyente-entidades territoriales y sus representantes-Cortes Generales-Tribunal Constitucional, por este orden).
Ni tampoco creo que pueda afirmarse con razón que el Tribunal Constitucional
ha sido el principal protagonista, innovador y activo, del deslinde de las competencias
entre el Estado y las Comunidades Autónomas, puesto que el verdadero punto de partida de la descentralización competencial se localiza en la lista única del art. 149.1 que
aprobó el Constituyente, habiendo sido éste el verdadero protagonista del Estado
autonómico, y no tanto el Tribunal Constitucional, con mayor razón si, en todo lo no
recogido en dicha lista, las Comunidades Autónomas pueden asumir competencias
(art. 149.3 CE, en su párrafo inicial).
El autor, ciertamente preciso, se cuida muy mucho de realizar estas afirmaciones y, conocedor de la realidad, se ciñe a la contribución del Máximo Intérprete Constitucional (art. 1 de la LOTC) al Estado autonómico en el papel que estrictamente le
toca a partir de la clasificación de sus sentencias.
¿Qué ha hecho, pues, el Tribunal Constitucional en su aportación al nuevo Estado autonómico? Más que diseñar nuevas reglas competenciales, ha sido, en este punto,
desde su teórico rol de garante último de la Constitución y de juzgador de los conflictos de competencias [art. 161.1, letra c)], el árbitro de vivas disputas competenciales
entre el Estado y las Comunidades Autónomas, llegando a ser, probablemente a su
pesar, un juez excesivamente interviniente e influyente, no tanto en el diseño del mapa
territorial (que también lo ha sido en algunos casos puntuales: Ceuta, Melilla, Segovia,
incorporación de enclaves en el País Vasco…), como en la articulación jurídica de las
concretas relaciones competenciales entre el Estado y las Comunidades Autónomas.
En su función dirimente, el resultado ha sido, a mi parecer, globalmente más favorable
para el «Estado central» (si se me perdona esta ajurídica expresión) que para las
Comunidades Autónomas, aun cuando hayan existido pronunciamientos unas veces a
favor de uno y otras a favor de éstas, todo ello aquí valorado en términos jurídicos
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exclusivamente. Árbitro buscado a instancia de parte y, por tanto, del que, en muchas
ocasiones, se ha hecho excesivo uso por el Gobierno, las Cortes o los órganos autonómicos, hasta convertirlo en protagonista estelar, sin duda, a su propio pesar (la última
ocasión de la que damos referencia con motivo de la impugnación de la reforma del
Estatuto de Autonomía de Cataluña y la recusación de uno de sus magistrados). Y en
tal función de árbitro de diatribas competenciales, muchas de las decisiones del Tribunal Constitucional han alcanzado tal relieve que han estado cerca de introducir, según
mi criterio, auténticas mutaciones constitucionales, en los términos que ha definido la
doctrina científica.
Aquí sí que conviene citar algunos ejemplos de esas posibles alteraciones de la
letra constitucional para justificar una afirmación tan tajante: Uno de ellos es el introducido por conocida sentencia 76/1983, de 5 de agosto, sobre la LOAPA, mediante la
que el Tribunal prácticamente dejó fuera de juego las leyes de armonización (art. 150.3
CE), arrinconó, aún más si cabe, las leyes marco (art. 150.1 CE), y, en el mismo acto,
despejó todo tipo de obstáculos para la producción masiva por el Estado de leyes básicas y de bases estatales en las materias del art. 149.1 CE, condicionantes de todas y
cada una de las competencias autonómicas. «Leyes básicas» y «bases» a las que la
citada sentencia señala como el medio idóneo del Estado para incidir en el orden constitucional de distribución de competencias. Otro ejemplo se recoge en la sentencia
56/1990, de 29 de marzo, que estableció una distinción –muy criticada por la doctrina–
entre la «Administración de Justicia» stricto sensu, entendida como juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (arts. 117.3 y 149.1.5 CE), y la «administración de la Administración
de Justicia», a partir de una sorprendente exégesis del art. 122.1 CE, y en cuya virtud
se ha permitido a algunas Comunidades Autónomas asumir estatutariamente (otra
posibilidad menos discutible hubiera sido delegar o transferir esas funciones por la vía
del art. 150.2 CE) competencias ejecutivas y en algún caso reglamentarias sobre los
medios personales y materiales de la Administración de Justicia. Un tercer ejemplo
puede verse en la doctrina sentada con la STC 61/1997, de 20 de marzo, sobre el Texto
Refundido de la Ley del Suelo de 1992 (cuyos postulados esenciales ya habían sido
anunciados con anterioridad), que impidió al Estado dictar en lo sucesivo derecho
supletorio en las materias en las que todas las Comunidades Autónomas ya hubieran
asumido competencias exclusivas, como ocurría con el urbanismo, con el efecto de
dejar el derecho estatal entonces vigente (el Texto Refundido de la Ley del Suelo de
1976) congelado de por vida. Y, finalmente, por no ser excesivamente denso, aunque la
lista se prolongaría más, un cuarto ejemplo puede columbrarse en la alta potencialidad
otorgada al término «bases» del art. 149.1 CE, que posibilita al Estado dictar incluso
actos de ejecución con tal carácter, amén de normas de legales y reglamentarias de
todo tipo, en muchísimas materias, sobre todo en las de carácter económico, lo que ha
permitido y permite al Estado incidir con su título horizontal ex art. 149.1.13º CE, de
una forma, a mi juicio, excesiva en muchos casos, sobre la mayor parte de las competencias de las Comunidades Autónomas, con el consiguiente achicamiento de su contenido.
También Navarra ha visto afectado –y creo que muy negativamente– su régimen
foral en reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional: el inicial respeto declarado
por la Constitución hacia los derechos históricos del territorio foral de Navarra y la
posible –que no necesaria– consiguiente actualización de esos derechos en el marco de
la Constitución y de un estatuto de autonomía, no implicaba necesariamente, como, sin
embargo, entendió el Tribunal en la STC 16/1984, de 6 de febrero, la conversión
automática de ese territorio foral preconstitucional en una Comunidad Autónoma postconstitucional. En mi opinión, y tal como sostuvieron los diputados del Congreso que
intervinieron en la aprobación de la disposición adicional primera (voluntas legislatoris), debía haberse reconocido por el Tribunal la naturaleza única y preconstitucional
de Navarra como territorio foral con competencias históricas respetadas por la Constitución, sin perjuicio de que la Ley Orgánica (la LORAFNA) –norma en la que se tra-
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ducía el respeto de la Constitución a que se refiere la disposición adicional– hubiera
añadido nuevas competencias «estatutarias» con los mismos límites que los exigidos a
las Comunidades Autónomas. Como tampoco creo que el Tribunal Constitucional fue
especialmente respetuoso (en sus sentencias iniciadas con la 148/2006, de 9 de mayo,
sobre incremento de las retribuciones básicas de los funcionarios públicos) con la
plena potestad de gasto que venía disfrutando Navarra desde 1841 en virtud de su régimen histórico de convenio económico con el Estado, y que nunca había puesto en tela
de juicio la unidad económica de la Nación. En este caso, el Tribunal utilizó un raquítico y excesivamente formalista argumento, apoyado en que esa potestad de gasto no
figuraba en el Convenio Económico, omitió cualquier investigación «histórica» sobre
el alcance de los derechos forales, y desconoció algo tan elemental como que la técnica
legislativa del siglo XIX, propia de liberales reacios a legislar en demasía, se preocupaba más por marcar mínimos y límites, en contraposición con la técnica legislativa
actual, que trata de agotar todos los supuestos y de regular todos los contenidos y efectos jurídicos. El silencio del Convenio Económico no es la negación de la potestad de
gasto de Navarra o la inexistencia de especialidad alguna; es, al contrario, dar por sentada esa potestad, que pertenecía a unos fueros que en 1841 se respetaban y se «modificaban», es decir, ni se suprimían ni se eliminaban.
Otra precisión que conviene realizar acerca de la aportación del Tribunal Constitucional al Estado autonómico es que, como se colige del conjunto de la obra que se
comenta, y aun cuando en ella no se sostenga nada parecido a lo que aquí tan descarnadamente apunto, la «jurisprudencia constitucional» sentada por el Máximo Intérprete
Constitucional (art. 1 de la LOTC) responde a la actual concepción del Derecho público español y en parte europeo, que se puede glosar en que «el Derecho es hoy la norma
vigente, entendida como lo hace el órgano judicial competente para interpretarla». Es
decir, el auténtico sentido de las normas, sean las constitucionales, las comunitarias
(con más razón éstas por efecto de la innovadora jurisprudencia Tribunal de Justicia de
las Comunidades Europeas) o las legales –y en menor rango las reglamentarias–, es
aquél que el juzgador interpreta al aplicarlas, más que el realmente pretendido por el
legislador, y, por tanto, en no pocas ocasiones ambas visiones, jurisprudencial y legislativa, son opuestas entre sí, como ocurre con muchos ejemplos en nuestro ordenamiento jurídico-público, sin que sea oportuno ahora citar alguno.
La última precisión que me parece oportuno traer a colación se refiere a la propia institución y a la visión histórica que puede hacerse de ella. La historia del constitucionalismo español no ha sido muy proclive a instituciones como el Tribunal Constitucional, y sólo han sido las Constituciones progresistas impulsoras del Estado de
Derecho y descentralizadas políticamente quienes han hecho de ellas un valor. Su primer antecedente se encuentra en el non nato proyecto de Constitución Federal de la I
República Española (1873), que, inspirándose en la Constitución estadounidense, atribuía al Tribunal Supremo de la Federación la competencia para entender y decidir los
litigios entre los Estados (arts. 78 y 101), conocer los conflictos entre los poderes
públicos de un Estado (art. 77) y, aunque no lo afirmaba expresamente pero se colegía
del texto, garantizar la supremacía de la Constitución Federal sobre la de las regiones
(art. 93).
Hasta 1931, con la Constitución de la II República, no se encuentra una figura
similar a la actual: el Tribunal de Garantías Constitucionales, influenciado en su configuración y funciones por la Constitución austriaca de 1920, en cuya redacción participó activamente el gran jurista Hans KELSEN. La brevedad del período republicano
supuso una vida efímera para dicho Tribunal (1935-1938), cuya sede erigida en
Madrid, viajó, primero, a Valencia, luego a Barcelona y, finalmente, a Gerona, donde
ni siquiera llegó a instalarse. El Tribunal tuvo competencia para, entre otras funciones,
conocer los recursos de inconstitucionalidad de las leyes, los conflictos de competencia legislativa y otros conflictos surgidos entre el Estado y las regiones autónomas o
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los de éstas entre sí (art. 121), y las consultas que le elevaron los jueces y tribunales
sobre la adecuación de una ley a la Constitución (arts. 100 y 122). Entre sus resoluciones se encuentran algunas sobre la inconstitucionalidad del art. 22 del Estatuto de
Cataluña de 1932 (la Historia siempre tiende a repetirse) o algunas leyes del Parlament
de Cataluña, como la ley de 1933 para la solución de los conflictos derivados de los
contratos de cultivo.
Volviendo a la senda que recorre el autor, el contenido del libro que se comenta
se estructura en once capítulos.
El primero de ellos dibuja «el marco normativo atributivo y delimitador de competencias», y lo hace extensamente, al punto de que es el segundo capítulo en lo que
extensión se refiere. Ese marco se estudia de dos maneras: la primera, mediante la fijación de cuáles son los medios legales que el Estado tiene a su disposición para atribuir
las competencias a las Comunidades Autónomas, y la segunda, mediante la determinación de los preceptos constitucionales y estatutarios que atribuyen las competencias.
Centrándonos en la primera, los medios de atribución competencial se configuran alrededor de una regla general y de unas modulaciones a la misma. La regla general es que
las normas atributivas de las competencias son la Constitución y los estatutos de autonomía; las modulaciones, en cambio, se introducen por otras fuentes o técnicas, tales
como las leyes orgánicas de transferencia o delegación de competencias (art. 150.2
CE), las leyes estatales a las que reenvía la Constitución para la delimitación positiva
del contenido de las competencias autonómicas (art. 149.1.29 CE), las cláusulas subrogatorias en el ámbito de la Administración de Justicia (con base parcial en el art. 122.1
CE), y las bases y la legislación básica estatal (art. 149.1, apartados 13, 16, 17, 18, 23,
25 y 27).
El capítulo II relaciona las técnicas utilizadas para efectuar el reparto de competencias. En algunos casos, más que de técnicas se trata de auténticos principios que el
Tribunal Constitucional o la doctrina constitucional han puesto de relieve. El autor
reconduce esas técnicas y principios a cuatro generales: a) la diferencia ente la reserva
total de la materia (competencia exclusiva plena) y la reserva de potestades concretas
(competencia exclusiva parcial), que el art. 149.1 CE efectúa a favor del Estado en
ambos casos; b) los principios de libre disposición o voluntariedad de las competencias
por las Comunidades Autónomas y de atribución de competencias en virtud del respectivo estatuto (art. 149.3 CE); c) la cláusula residual de atribución de competencias a
favor del Estado (art. 149.3 CE); y d) el principio de interpretación conforme a la
Constitución, aplicado ahora de manera especifica a la calificación de las competencias
previstas en los estatutos de autonomía.
En el tercer capítulo se estudia la delimitación de las materias ante los supuestos
de entrecruzamiento y concurrencia de competencias. Especialmente útil para los operadores jurídicos es la sistematización que se hace de los criterios generales establecidos por el Tribunal Constitucional para determinar el título competencial aplicable: el
criterio objetivo del contenido inherente a cada competencia, el criterio de preferencia
del título competencial especial sobre el general, el criterio de la naturaleza normativa
o ejecutiva de la potestad ejercitada, la singularidad de las materias horizontales, o la
interpretación de la expresión «legislación» para referirse a las materias civil, laboral,
mercantil, procesal o similares del art. 149.1 CE. Aquí, el autor afirma una de sus principales conclusiones: es imposible que Tribunal conceptúe de forma definitiva los criterios generales que permitan resolver todos los supuestos de entrecruzamiento y concurrencia de competencias y materias. La delimitación competencial y los criterios
citados para ello no se limitan a las «materias», sino que se extienden también a las
competencias con proyección territorial, en donde se mencionan los criterios relacionados con la ordenación del territorio y el urbanismo y su interconexión con las grandes
obras públicas estatales.
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El capítulo IV, el de mayor extensión, analiza los distintos tipos de competencias y el modo de reparto de las potestades y funciones. Ni qué decir tiene que para
ello se parte de las competencias exclusivas del Estado ex art. 149.1 CE, pues, como ya
se ha apuntado, la lista que este artículo contiene se ha convertido, con el paso del
tiempo (superados ya los cinco años que establecía el art. 148.2 CE) y desde una perspectiva eminentemente sustantiva, en la piedra angular de todo el edificio autonómico
español. Tal precepto establece los límites materiales de las competencias autonómicas. Cuáles son esas competencias del Estado las menciona sistematizadamente el libro
en una clasificación que recuerda –ahora en sentido inverso– la que plasmaron los
Estatutos vasco y catalán de 1979 para sus respectivas materias: a) la competencia
exclusiva para establecer la legislación en determinadas materias, que permite a las
Comunidades Autónomas realizar su ejecución; b) la competencia exclusiva del Estado
para fijar la normativa básica o las bases de determinadas materias, de modo que las
Comunidades Autónomas pueden completar legislativamente esa normativa y proceder
a su ejecución, punto central de la obra, lo que ratifica la conclusión que antes se ha
afirmado de que la legislación básica ha sido el principal y más efectivo medio empleado por el Estado para condicionar el ejercicio de las competencias autonómicas, en
ocasiones –opino– más allá incluso de lo estrictamente necesario; y c) la utilización de
lo que el autor, conocedor del funcionamiento del Estado autonómico, denomina
«competencias atípicas» del Estado, donde se insertan las competencias «en concurrencia», «en colaboración» o de «participación de las Comunidades Autónomas», que
han servido para marcar nuevos límites al ejercicio de las competencias de las Comunidades Autónomas.
El quinto capítulo se ocupa de los decretos de traspasos de servicios del Estado
a las Administraciones de las Comunidades Autónomas y de su significado en el proceso de distribución de competencias. El autor recuerda la pacífica doctrina constitucional con arreglo a la cual los decretos de traspasos tan sólo se limitan al modo
medial de llevar a cabo la transferencia de unos servicios y funciones del Estado a la
Comunidad Autónoma que ya ha asumido la titularidad de la competencia en virtud de
su respectivo estatuto de autonomía. No introducen, pues, y de ello existe una larga
jurisprudencia, nuevas reglas atributivas de competencias, sin perjuicio del útil valor
interpretativo que puedan tener tales decretos (tan útil que, leyendo algunas reformas
estatutarias recientemente aprobadas o en ciernes, más parece estar leyendo el texto de
los citados decretos que ante un estatuto de autonomía que establezca la reserva de
materias y las facultades competenciales de la Comunidad Autónoma).
El capítulo VI compendia la doctrina relacionada con la competencia estatal de
coordinación y con el principio de colaboración insito en la propia estructura del Estado autonómico, así como las diferentes manifestaciones que se desprenden de esa
coordinación y de esa colaboración, sin olvidar las organizativas.
El siguiente capítulo entra en el espinoso asunto de las potestades estatales de
control del ejercicio de las competencias autonómicas. Para ello, al autor parte de una
consideración previa ciertamente discutible, que no encuentro sustentada de una forma
meridiana en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional: la «posición de superioridad» del Estado respecto de las Comunidades Autónomas, que llevaría a afirmar la
compatibilidad del principio de autonomía con la existencia de un control de legalidad
–concreto y específico, no genérico e indeterminado– sobre el ejercicio de las competencias.
Creo que es arriesgado extraer de una forma tan directa y con un alcance general esas conclusiones a partir de una sola sentencia, y menos aún si se trata de la STC
4/1981, de 2 de febrero. Esta resolución se sitúa entre las primeras del Tribunal Constitucional, cuando sus pronunciamientos distaban mucho de forjar una jurisprudencia ya
consolidada, y todavía no se vislumbraban siquiera los perfiles del Estado autonómico;
además, se refiere a la legislación de régimen local preconstitucional y sólo a ella (que
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el Tribunal declara en gran parte y con toda justicia contraria al principio de autonomía
local) y en modo alguno conecta, en una relación causa-efecto, una pretendida superioridad del Estado en virtud de un supuesto interés superior al autonómico (¿dónde quedaría el principio de competencia si el criterio prevalente de la distribución competencial fuera en todo caso o mayoritariamente «el interés superior del Estado» constituído
en título competencial autónomo?) con la existencia de controles de legalidad del Estado sobre la actividad de las Comunidades Autónomas. Desde luego, si esa hubiera sido
la interpretación correcta de la sentencia, nos produciría extrañeza la inexistencia de un
gran número de controles del Estado sobre la actividad ordinaria de las Comunidades
Autónomas. Pero tal inexistencia se explica, como lo hace el propio autor, en que el
Estado intentó promover nuevos controles y el Tribunal Constitucional se encargó de
impedirlo. Y es que más allá de la legitimación de la Administración del Estado para
recurrir ante la jurisdicción contencioso-administrativa los actos y acuerdos de las
Comunidades Autónomas conforme a las leyes generales [STC 227/1988, de 29 de
noviembre, F. 21 c)], o de los controles que tasan los arts. 153, 155 y 161.2 CE o establecen algunas las leyes orgánicas a las que se remite la Constitución para la delimitación competencial –en particular, los propios estatutos de autonomía, como se hace
con «la alta inspección»– en determinados casos justificados, no puede afirmarse que
quepan otras modalidades de control, ni de legalidad, ni menos de oportunidad, sobre
los actos autonómicos (STC 76/1983, de 5 de agosto, por todas).
Cuestión distinta es que el ejercicio por el Estado de sus competencias ex art.
149.1 CE, en las que subyace el interés general del Estado, condicione o limite la
competencia de las Comunidades Autónomas en determinadas materias y que tal
restricción se traduzca en determinadas técnicas de colaboración, información,
estadística, etcétera, pero eso no puede calificarse en ningún supuesto como un control de legalidad o similar, pues son instrumentos para la colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas y no para ejercer un control del primero a las
segundas.
El octavo capítulo se refiere a las potestades estatales de interferencia en el normal ejercicio de las competencias por las Comunidades Autónomas. Realmente, se
estudian dos casos que el Tribunal Constitucional ha configurado de una forma excepcional. El primero es el ejercicio, con carácter provisional, por el Estado de competencias de titularidad autonómica en ciertas circunstancias coyunturales relacionadas con
la sanidad o la seguridad de las personas o el medio ambiente. El segundo se relaciona
con las leyes de armonización (art. 150.3 CE), a las que ya me he referido con anterioridad al señalar que el Tribunal Constitucional las ha dejado sin apenas espacio de
maniobra. Son potestades excepcionales que, como tales, han de interpretarse restrictiva y justificadamente, y no de un modo general e indiscriminado.
El capítulo IX se ocupa de los límites generales de las competencias autonómicas. Aquí se estudian los cuatro siguientes límites: el territorio, sin perjuicio de la eficacia de las normas y actos de las Comunidades Autónomas más allá del mismo, el
respeto al principio de libre circulación de personas y bienes (con mayor razón desde
la incorporación de España a la Comunidad Europea, en que este principio es nuclear
conforme al Tratado de Roma de 1957), el principio de unidad del orden económico
nacional, y el principio de igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales.
El capítulo X analiza la prevalencia del Derecho estatal, a la que se califica de
«primacía», y la supletoriedad del mismo, en ambos casos en relación con el Derecho
autonómico. Lógicamente, la polémica jurisprudencia recaída con motivo de la cláusula de supletoriedad del Derecho estatal, a la que también se ha hecho referencia ut
supra, lleva al autor ha dedicar la mayor parte del capítulo a las sentencias dictadas al
efecto.
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Finalmente, y no menos importante porque se ubique en último lugar, el capítulo XI se aproxima al interesante tema de la incidencia de la pertenencia de España a la
UE en el sistema constitucional de distribución de competencias. El autor recoge dos
principios nucleares al respecto.
El primero es el principio de neutralidad o autonomía institucional, que no es
una invención del Tribunal Constitucional, sino que ya fue establecido hace años por el
Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (por todas, sentencias de 15 de
diciembre de 1971, Internacional Fruti Company, y 12 de junio de 1990, Alemania vs.
Comisión). Con arreglo a este principio, cuando las disposiciones del Tratado o de los
reglamentos reconocen poderes o imponen obligaciones a los Estados miembros a
efectos de la aplicación del derecho comunitario, la cuestión de saber de qué manera el
ejercicio de esos poderes y la ejecución de esas obligaciones pueden ser encomendados por los Estados a determinados órganos depende únicamente del sistema constitucional de cada Estado.
El segundo principio se refiere a la garantía del cumplimiento de las obligaciones comunitarias, en donde el autor no se limita sólo a citar la jurisprudencia constitucional dictada en relación con el art. 93 CE, que impone a las Cortes o al Gobierno el
deber de garantizar el cumplimiento de los tratados y resoluciones supranacionales,
sino que apunta aspectos relativos a la competencia de ejecución del Derecho comunitario, respecto a la cual el Tribunal Constitucional ha recordado, reiteradamente, que
corresponde a quien materialmente ostenta la competencia según el reparto operado
por la Constitución y los estatutos y que no existe una competencia específica de ejecución de ese Derecho comunitario.
Dada la reconocida capacidad analítica del autor, me atrevo a animarle desde
aquí, con todo el respeto que se merece, a que algunos de los aspectos apuntados en
este capítulo final tengan su continuidad en otra obra, en la que podrían añadirse cuestiones también relacionadas con la participación de las Comunidades Autónomas en
los asuntos comunitarios europeos y dilucidadas por el Tribunal Constitucional, como
lo han sido la facultad de las Comunidades Autónomas de contar con oficinas o delegaciones en Bruselas para el seguimiento de la información generada por la actividad
de las instituciones comunitarias (STC 165/1994, de 26 de mayo), la consideración de
los reglamentos y directivas como la legislación básica de índole económica relacionada con determinadas materias de la competencia exclusiva autonómica, como la agricultura y la ganadería (STC 127/1999, de 1 de julio), la imposibilidad constitucional de
las Comunidades Autónomas para ejercer un ius contrahendi, que pertenece en exclusiva al Estado, pero que es compatible con la facultad de las Comunidades para instar
al Estado la celebración de tratados internacionales por razón de contenidos lingüísticos o culturales (STC 137/1988, de 20 de julio), etcétera. Incluso, podrían añadirse
aspectos complementarios a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que han
sido brillantemente estudiados entre nosotros con profusión por el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pública de Navarra Alberto PÉREZ CALVO, como,
por ejemplo, los relacionados con la participación de las Comunidades Autónomas en
la aprobación de la normativa comunitaria o de tratados internacionales (tarea que
desempeña la Conferencia para Asuntos Relacionados con las Comunidades Europeas,
CARCE) o en las decisiones ordinarias de las instituciones comunitarias (por medio de
las conferencias sectoriales, la presencia de funcionarios autonómicos en la Consejería
para Asuntos Autonómicos en la REPER, la presencia y participación en los grupos de
trabajo del Consejo de la Unión Europea, la representación autonómica en las formaciones del Consejo de la UE) o la participación directa de las Comunidades Autónomas en el Comité de las Regiones de la Unión Europea.
En definitiva, magnífico y útil libro, donde, de forma sistemática y metódica,
FERNÁNDEZ FARRERES agota exhaustivamente todas las múltiples cuestiones que han
sido tratadas por el Tribunal Constitucional en su decisiva aportación a la actual orga-
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nización autonómica del Estado. Su consulta resulta aconsejable para todos aquellos
que quieran conocer la jurisprudencia consolidada por el Tribunal Constitucional en
esta área; desde luego, muy recomendable para quienes, necesitados de ello, desean
ahorrarse una búsqueda trabajosa en el ya proceloso mundo de la jurisprudencia constitucional, después de veinticinco años de prolífica labor del Tribunal, y se satisfagan
–sobradamente– con un compendio de esta calidad científica; y, en fin, absolutamente
obligada para todos los operadores jurídicos que actúan en este campo –a veces,
incruento campo de batalla– de la distribución de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas, con mayor motivo si participan en la elaboración de disposiciones generales o en la emisión de actos de cierta trascendencia jurídico-pública.
FRANCISCO JAVIER ENÉRIZ OLAECHEA
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