La chica sin nombre

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Literatura Cuento
N
o recordaba su nombre. Ni siquiera por qué esa noche estábamos sentados a la misma mesa,
cenando. Sí recuerdo que éramos varios,
todos militantes del Partido Comunista.
Todos, salvo ella.
Su rostro también me resultaba confuso. Hice un ejercicio de concentración, trataba de ponerla en foco, de delimitar su geografía. Pero no había caso,
la imagen se llenaba de fantasmas. Otros
rostros superpuestos iban cubriendo el
suyo. Había uno en particular que se acoplaba empecinadamente. Pero ése no era
el rostro de ella, ése era un rostro impostor, un rostro infiltrado.
No era bonita, de eso estoy seguro.
Tampoco necesariamente fea.
Regordeta. Sí, eso, era regordeta. Tenía unos mofletes rozagantes. Coloreados. Seguramente, porque era de esas
personas a las que el alcohol y la temperatura ambiente le van a dar justamente
allí. A los mofletes.
Una gordita cachetuda, digamos.
Hago un nuevo esfuerzo. La veo. Está
sentada frente a mí, ella de espaldas a
la calle Sarmiento. Es tarde, muy tarde.
No hay demasiado movimiento a esa hora en Buenos Aires –serán las dos de la
madrugada–, aunque los coches siguen
pasando con bastante fluidez. (Yo puedo verlos a través de la vidriera, vienen
desde Rodríguez Peña, asoman la nariz y
luego se reflejan en el espejo gigante de
la pared que está de espaldas a Callao.)
Hace un calor endemoniado. Entre ella
y yo hay un pingüino con vino tinto que
emite un aura violácea sobre el rostro
mofletudo de la chica sin nombre. Corro
el recipiente porque quiero verla: su risa
sarcástica produce en mí una mezcla de
atracción e incomodidad. Deseo callarla,
porque me hiere con sus palabras, pero
me gusta que hable, que diga esas cosas
que lastiman.
Ella se ha ensañado conmigo. No sé
por qué razón. Quizá porque ha descubierto la fascinación que producen sus
palabras sobre mí, que me duelen.
Ahora puedo observarla un poco mejor. Tiene un suéter amarillo sobre los
hombros. (No entiendo qué hace ese
abrigo sobre sus hombros si el calor es
“Con la mirada me
transfiere el sitial del
orador.
Tengo que
defenderme. Debo
decir algo. Decir algo
es decir que tengo
miedo. Que la odio”
POR JORGE SIGAL
Jorge Sigal es editor, escritor y
periodista, autor de la novela
El día que maté a mi padre
pág.
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Viernes 20 de julio de 2012
La chica sin nombre
agobiante: supongo que será la moda de
la época.) Veo también que empiezan a
asomar, en los sobacos, sendas manchas
de transpiración.
A la chica sin nombre, ni el calor ni
la humedad parecen preocuparle. Sigue
disparando dardos envenenados en dirección a mí. Al hacerlo, gesticula exageradamente, mueve sus brazos como si
nadara, flota sobre el aire opaco de ese
ambiente cargado de humo de tabaco.
Ahora, una gota de sudor corre por su
rostro regordete. Pero a ella nada la perturba. Con el puño de la camisa se quita
el sudor. Y sigue.
Habla de los Montoneros. De Perón y
Evita. Se exalta con las hazañas de Güemes y del Chacho Peñaloza. Desintegra a
Sarmiento en un solo movimiento y lanza besos al aire para don Juan Manuel
de Rosas. “El Restaurador”, lo llama, haciendo gala de esa liviandad que suelen
esgrimir los recién llegados a una causa.
Está a punto de alcanzar el éxtasis. Tiene
un orgasmo de época. Se ha montado al
mundo entero. A sus pies, los opresores
de la patria piden clemencia.
Están ganando la guerra. Esa guerra
que no admite tibios. Dice. La están ganando los combatientes montoneros.
Con fusiles y machetes. Por otro 17.
Está poseída. Parece, incluso, haber olvidado que sigo frente a ella.
Los otros comensales, cuatro o quizá
cinco, cuyos nombres tampoco puedo recordar, no hablan. Miran azorados a la
cachetuda de la Jotapé mientras devoran
trozos de carne y beben Bidú cola.
Ha terminado el discurso pero nadie
aplaude. Ella vuelve a su frente preferido. Vuelve a mí.
Creo que ahora soy yo el que tiene los
cachetes al rojo vivo. Siento fuego en la
cara.
Con la mirada me transfiere el sitial
del orador.
Tengo que defenderme. Debo decir algo. Decir algo es decir que tengo miedo.
Que la odio. Decir que tengo miedo y que
la odio es decir demasiado.
–¡Hablá pecetito! –me lastima.
No me salen palabras. Me sale silencio.
Silencio de muerte. He perdido el carro
de la historia.
Ella es la vencedora.
Luego supe quién era, aunque no la
volví a ver. Hasta ahora. Que la encuentro en una página del diario. Hecha huesos. Unos pocos huesos. Los suficientes
como para que el equipo de antropología
forense pudiera identificar a aquella chica sin nombre.
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