JUAN BAUTISTA al inicio de los evangelios

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JUAN BAUTISTA
al inicio de los evangelios
Silvio José Báez, o.c.d.
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I. Evangelio de Marcos (Mc 1,1-8)
Mc 1,1-8 es el inicio de la obra de Marcos, que
quiere presentar al creyente el origen y el fundamento de
“la alegre noticia”: la de Jesús, el Mesías e Hijo de Dios
(v. 1). El gran tema del evangelio de Marcos, en efecto, es la identidad de Jesús. Nos lo
dice en las primeras palabras del libro: “Comienzo de la buena noticia de Jesús, Mesías,
Hijo de Dios”. Marcos quiere contar la historia de Jesús, pero no como una simple
noticia entre otras, sino como “buena noticia”. Buena noticia es una expresión que
traduce la palabra griega que usa Marcos: “euaggelíon” (evangelio).
La palabra “evangelio” indicaba en el mundo antiguo ante todo un mensaje
proclamado oralmente. En el mundo griego hacía referencia a una noticia alegre y
consoladora, que llenaba de gozo a quien la recibía, pues le comunicaba un
acontecimiento que podía cambiar su vida y mejorarla: la victoria de un rey sobre los
enemigos, la entronización de un nuevo monarca que traería la paz, etc. Para Marcos
solamente hay un evangelio: Jesucristo. Y él lo desea anunciar con su escrito. Está
convencido que sólo en él se puede encontrar la vida y el sentido de la existencia, y que
sólo él es la verdadera noticia buena y vivificante para la humanidad. La expresión
“buena noticia de Jesús”, tal como está escrita en griego, puede significar dos cosas.
Puede referirse al mensaje, a la palabra de Jesús, que es buena noticia para quien la
escucha; pero también puede ser una forma de hablar de Jesús mismo como noticia
buena. Casi es mejor preferir el segundo sentido de la expresión: Jesús personalmente es
la buena noticia, como Mesías y como Hijo de Dios, pero no como una doctrina
religiosa o como simple teoría hecha de títulos y nociones frías. Es el anuncio de un
acontecimiento que cambia la historia y la vida de cada hombre que se abre a él. La
originalidad de Marcos está en utilizar un “relato” como medio para expresar el misterio
de la persona de Jesús.
Sin embargo, Marcos no piensa en un inicio absoluto. La “buena noticia” fue ya
anunciada por los profetas, sólo que ahora encuentra su cumplimiento definitivo y
aparece claramente el significado de lo que se había proclamado siglos antes: el Mesías
esperado en Jerusalén, el Pastor de Israel que conduce en brazos a sus corderos, la
Gloria del Señor que todo hombre podrá ver, es Jesús de Nazaret. Su llegada está
precedida inmediatamente de un heraldo, Juan el Bautista quien, como el profeta de la
primera lectura, ayuda al pueblo a prepararse y a salir al encuentro del Señor que llega.
Marcos lo identifica precisamente con el heraldo de Is 40,3 y con Elías que regresa del
que habla el profeta Malaquías (Mal 3,1).
Juan Bautista predica en “el desierto”, lugar de decisión y de prueba. Hasta él
acuden, movidos por su fama, los que en Judea y en Jerusalén no hallan la respuesta.
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Practica un rito penitencial, un “bautismo de conversión” (metanoia) (v. 4), que se
expresa en la confesión pública de los pecados y que sella la reconciliación con Dios (v.
5). Juan está a la orilla del río del Jordán (v. 5). El lugar es significativo. Quienes
acuden a él reviven el camino de Israel, que atraviesa el Jordán antes de entrar en la
tierra prometida. Sólo que ahora se preparan, no a tomar posesión de la tierra, sino a
recibir al Señor que está por llegar.
La voz y el gesto de Juan hablan de otra persona, uno que viene detrás de él y que
“es más fuerte” (v. 7): Cristo Jesús, “el fuerte” por excelencia, como Dios (Jer 32,18:
“Eres un Dios grande y fuerte que llevas por nombre Señor todopoderoso”; Dan 9,4:
“Señor Dios, grande y terrible”). Ante él, el Bautista confiesa: “no soy digno de
postrarme ante él para quitarle la correa de sus sandalias” (v. 7). Esta frase, más que una
declaración de humildad delante de Jesús, es confesión de la propia incapacidad. El
texto habla de un derecho que Juan no posee. Él prepara y purifica a la esposa para
hacerla digna del esposo que llega, pero no posee el poder jurídico de apropiarse de la
esposa (Dt 25,5-10; Rut 4,7). Quitarle la sandalia a otro era, en efecto, ocupar su
derecho jurídico. Él es sólo el amigo del esposo, que se alegra de oír su voz y está
llamado a disminuir para que él crezca (Jn 3,27-28). El Mesías, que está por llegar, es el
único que puede derramar el Espíritu, dando así inicio a la nueva y definitiva creación
(Ez 37): “Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo” (v. 8).
El adviento es una invitación a descubrir con gozo a Dios que está por llegar en
Cristo Jesús. En medio del desierto de la historia resuena una palabra que nos llama a lo
esencial de la fe, a la confianza y a la docilidad en el Señor. Hay que ponerse en
marcha, hay que preparar “el camino del Señor”, a través de la escucha de la Palabra y
de la conversión sincera. Hay que enfilarse hacia el Jordán para atravesarlo y sintonizar
con la novedad de Cristo que llega. El adviento nos invita a emprender un camino que
coincide con el de la solidaridad con los que sufren y son despreciados, una
peregrinación de fe y de esperanza que va anunciando un mundo nuevo.
II. Evangelio de Mateo (Mt 3,1-12)
Mt 3,1-12 nos traslada al desierto de Judea, en donde Juan el Bautista desarrolla
su ministerio, predicando y bautizando para la conversión de los pecados. El evangelista
ha colocado en boca de Juan lo que será la síntesis de la predicación de Jesús: la
llamada a un cambio radical de vida a causa de la llegada del Reino (v. 2).
Mateo coloca al Bautista en la misma línea profética de Elías, el antiguo profeta
de fuego celoso por la gloria de Dios (1 Re 17-19). Su cercanía con el desierto y su
mismo vestido evocan a Elías (2 Re 1,8). El dato es significativo. Al Mesías Jesús lo
precede, no un sacerdote o un escriba de la ley, sino un nuevo profeta, pues la palabra
mesiánica será ante todo un vigoroso mensaje profético. Con razón más de una vez
quienes experimentaron la liberación traída por Jesús lo vieron como profeta: “Un gran
profeta ha surgido entre nosotros” (Lc 7,16; cf. Jn 6,14).
El evangelio no se detiene a describir el rito bautismal practicado por Juan, que
seguramente era un signo exterior de carácter penitencial. Se centra sobre todo en su
predicación, la cual con acentos vivamente polémicos se dirige a las autoridades
oficiales del judaísmo, representadas aquí por “fariseos” (laicos reformistas apegados a
la ley) y “saduceos” (funcionarios del templo fuertemente conservadores y familias
ricas de Jerusalén). Para Mateo ambos grupos encarnarán más tarde la oposición al
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proyecto mesiánico de Jesús. Son llamados en el texto “raza de víboras”, frase que más
tarde utilizará también Jesús contra ellos (cf. Mt 12,34; 23,33). Según la antigua
tradición judía, la figura de la serpiente insidiosa es símbolo de la maldad perversa y
obstinada (cf. Is 14,29). Los jefes del judaísmo son los adversarios del proyecto
salvador de Dios, revelado y realizado por Jesús. Todo aquello que entra en
contradicción con el reino de Dios merece ser emparentado con la serpiente antigua.
El discurso de Juan nos hace recordar a los antiguos profetas que llamaban a
Israel a la conversión y a la autenticidad. El Bautista desmonta la falsa seguridad
fundamental de Israel, es decir, su pertenencia religiosa al pueblo de Dios, estirpe de
Abraham (v. 9). Los méritos del Patriarca, el justo por excelencia, no pueden invocarse
como pretexto para huir del juicio de Dios. El criterio último y decisivo para escapar del
juicio y de la condena es una praxis de “conversión” que demuestre el cambio interior y
radical de la persona. Para Mateo aquellas palabras de Juan deberían también sacudir las
conciencias de los cristianos lectores de el evangelio, quienes están llamados a liberarse
de las falsas seguridades religiosas y del ritualismo estéril.
El juicio de Dios es descrito por el predicador del desierto con las imágenes
tradicionales de los antiguos oráculos proféticos: el árbol cortado a la raíz (Is 6,13;
66,15-16; Ez 22,31; 31,12; Dan 4,11; etc) y el fuego (Is 29,6). La última parte de la
predicación de Juan, de carácter mesiánico, conserva el tono de urgencia escatológica.
El “más fuerte” que está por llegar es un Mesías y Señor poderoso que realiza el juicio
definitivo de Dios, ya que bautiza con el Espíritu Santo y fuego (v. 11). Trae en su
mano el bieldo y, como al final de la cosecha, comienza a limpiar la era: “recogerá el
trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (v. 12).
La predicación del Bautista da a la espiritualidad cristiana del adviento un gran
espesor de radicalidad y autenticidad. Es necesario liberarnos de una concepción de la
navidad en línea exclusiva y exageradamente sentimentalista. El evangelio de hoy nos
recuerda que la llegada del Mesías inaugura el tiempo definitivo, en el que Dios ofrece a
la humanidad la última oportunidad de salvación con la llegada del Reino. El Mesías
Jesús que nacerá en Belén pondrá de manifiesto el mal que se esconde solapado bajo
múltiples hipocresías humanas y realizará una radical purificación de las conciencias,
limpiando y quemando la escoria y los deshechos del mal y del pecado. Delante de él no
valen privilegios. El don del Espíritu que él infundirá en la nueva humanidad y la gracia
de la paz con la que soñó Isaías exigen de parte de todos un auténtico cambio de vida.
III. Evangelio de Lucas (Lc 3,1-6)
Lc 3,1-6 nos lleva al inicio de la misión de Juan el Bautista, que es colocada por
Lucas en un momento histórico concreto. Nos sitúa en el año quince del reinado del
emperador Tiberio, nos da los nombres de los procuradores y gobernadores romanos y
menciona el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás en Israel. En este
momento histórico bien definido, en medio de sus sombras y sus miserias, acontece algo
inesperado: “vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc
3,2). El texto griego en realidad no utiliza el verbo “venir”, sino “acontecer”. Se trata de
un auténtico acontecimiento de la palabra de Dios, que primero reviste con potencia al
último de los profetas y luego se encarna en Jesucristo el Hijo de Dios. La Palabra se
manifiesta en “el desierto”, un lugar de esterilidad y de muerte, de paso y de
preparación, y no volverá a Dios sin haberlo transformado, pues como dice Isaías, la
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palabra de Dios es como la lluvia y la nieve que bajan del cielo, y sólo regresan allí
después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
que siembra y pan al que come (Is 55,9-10).
Este “acontecimiento” de la Palabra en medio del desierto desconsolador y
tantas veces incomprensible de la historia es anunciado e interpretado en primer lugar
por Juan el Bautista. Para descifrar y percibir la presencia de Dios es necesario escuchar
a su profeta, para poder descubrir más tarde al Hijo de Dios en el humilde carpintero
Jesús de Nazaret es necesaria la voz de Juan el Bautista. Juan nos ayuda a responder a la
acción de Dios y, por eso, no duda en exhortar con las antiguas palabras del profeta
Isaías: “Preparad el camino al Señor, nivelad los senderos, todo barranco será rellenado
y toda montaña o colina será rebajada; los caminos torcidos se enderezarán y los
desnivelados se rectificarán” (vv. 4-5). Juan anuncia que está a punto de ser trazado un
largo camino rectilíneo sobre los abismos del absurdo y los montes del orgullo y de la
idolatría. Este camino conduce a la salvación que Dios está a punto de ofrecer en Jesús
de Nazaret.
La predicación del Bautista anticipa la de Cristo. Para el profeta del desierto es
indispensable que los hombres reciban el “bautismo para la conversión de los pecados”
(v. 3). Él mismo ofrece esta oportunidad a través del gesto purificador y penitencial de
la inmersión en el agua. Entrar en el agua es morir, y salir de ella es volver a vivir. Sólo
aceptando el bautismo de Juan se comienza a preparar el camino del Señor. Es necesario
cambiar el rumbo de la vida y caminar en forma nueva. Los hombres deben abrir los
ojos y el corazón, deben cambiar la forma de pensar y de actuar para que el Salvador
enviado por Dios se vuelva visible finalmente. La cita de Isaías que Lucas pone en boca
del Bautista termina con estas palabras: “Y todos verán la salvación de Dios” (Lc 3,6).
Los ojos de “todos”, sin excepciones ni exclusivismos, se abrirán y podrán contemplar
la mano poderosa de Dios que actúa y salva. La vida quedará transformada, el
pesimismo constante frente a la vida y la desconfianza en relación con el corazón del
hombre desaparecerán.
El adviento nos invita a preparar los caminos del Dios fiel que llevará su obra a
feliz término. Durante las cuatro semanas que preceden a la navidad los textos bíblicos
nos invitan a reavivar la esperanza y la capacidad de soñar en un mundo nuevo
confiados en el poder de Dios. Y esto sólo es posible cuando “enderezamos” los
senderos de nuestra existencia, volviéndonos al Señor y convirtiéndonos a su Palabra.
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