EL SACRAMENTO La confesión es el sacramento

Anuncio
EL SACRAMENTO
La confesión es el sacramento del hijo
arrepentido que regresa a los brazos de su
Padre.
Como cada domingo, a misa de doce, Gertru
acudía a la Iglesia como quien va a una fiesta
de etiqueta. El sol brillaba furioso, Agosto
estaba en máxima plenitud el día 15. El calor, el
sudor y las prisas hicieron que Gertru se
sintiera molesta pues quería llegar limpia, y de
buen ver. Se iba a confesar y no le gustaba
nada que Don Álvaro pudiera oler sus efluvios
corporales y que fuera a pensar que era una
mujer sucia.
Don Álvaro lloraba en la sacristía, solo,
escondido de toda vista, incluida la divina. Hoy
debe confesarse, pues anoche tuvo una
revelación y Dios le habló. O eso creyó él. Y no
era un sueño ni un delirio o alucinación, como
tampoco eran simples amenazas las que la voz
le hizo. Era una proposición a la que Don
Álvaro no hubiera querido acogerse, pero no
tenía salida ninguna. Escuchó una voz gutural
en su cogote, instándole a confesar su secreto.
Así, su salvación y el perdón, le serían
concedidos. Una sola condición debía cumplir,
su confesión: debía exponer sus pecados ante
el feligrés de su congregación que mejor
persona fuera.
Tras la misa de a doce, el sacerdote pasó al
confesionario. Gertru le miró larga y
atentamente, sentada en la segunda hilera de
bancos. El gran crucifijo y su Cristo mortificado
parecían mirarla. Y ella, creyente como
ninguna otra persona del pueblo, le pidió
fuerza para seguir adelante. Don Álvaro estaba
esperando. Gertru se acercó pausadamente,
como quien realmente no quiere dirigirse hacia
donde sus pasos le llevan inexorablemente.
En aquel confesionario, encerrado y con la
cortinilla echada Don Álvaro comenzó a llorar
de nuevo como un crío. Gertru, sorprendida y
arrodillada, no sabía qué decir.
— ¿Se encuentra Ud. bien Don Álvaro? —quiso
saber si era cierto lo que sus oídos le decían.
—Sí Gertru sí... perdona, perdóname por
esto... —y lloraba tanto que su llanto
incontenible acongojaba a Gertru que,
sorprendida, quiso consolarle.
— ¿Puedo ayudarle Don Álvaro? —susurró ella.
—Gertru, hija mía, debo confesarme ante ti...
—y Gertru miraba alrededor, por si veía
apostada en algún rincón de la iglesia una
cámara oculta—. Eres la persona más buena
que conozco y por eso te elegí a ti... ¡Necesito
que me ayudes! —y su voz rota y ahogada
denotaban la veracidad de su necesidad ante
ella.
—Por supuesto Don Álvaro... ¿qué quiere que
haga? —y de alguna forma se sintió
reconfortada. Un cura, nada más y nada
menos, pidiéndole ayuda a ella. A una
cualquiera, a una mujer sin estudios, sin mérito
alguno más que los propios de su condición de
madre y esposa.
—Debes escuchar mi confesión, hija...
—Pero yo... no soy quién, Álvaro —se atrevió a
quitarle el tratamiento de Don, pues ya la cosa
pintaba a intimidad.
—Bien dime, ¿aceptas? —dijo él a toda prisa
como ansioso por empezar.
—Acepto sí, ¿cómo negarle algo así a nadie? —
él no acertó a ver su rostro bien, pero le
pareció ver una leve sonrisa en los labios de la
mujer.
— ¿Ves? ¿Qué es lo que te decía?, elegí bien,
eres tan buena... Comencemos... ya sabes
cómo se hace, pero esta vez tú dirás lo que yo
digo, y yo me confesaré ante ti.
— ¿Puedo hacerle una pregunta antes? —
parecía algo molesta ahora, como si su humor
fluctuara rápidamente, cosa normal—pensó
él—por lo extraño y comprometido de la
situación.
—Sí, sí... claro faltaría más, hija —le contestó
él, ansioso por comenzar sin la menor
interrupción, a ser posible.
— ¿Por qué yo? —y acercó su cálida mirada
para entrever por la rejilla el rostro
compungido del cura.
—Gertru, debo confesar mis pecados... a la
persona más buena y sincera que jamás haya
conocido. Así se me ha revelado la pasada
noche. Y yo pensé inmediatamente en ti, hija
mía. Te conozco tantos años... me has
confesado todas tus impurezas... y a decir
verdad, nunca has hecho, dicho o pensado
nada que fuera realmente un pecado. Por eso,
y porque te conozco de toda la vida, te escogí.
—Te lo agradezco, y estoy preparada... cuando
quieras —Gertru estaba segura de que
escuchar los pecados de un cura era algo
inaudito para cualquier feligrés. Algo de
perversa ansiedad se apoderó de ella, y se
adelantó en sus pensamientos sobre los
pecados del cura... ¿Qué sería?
—Bien hija, comencemos pues...—y Álvaro se
sintió algo azorado, pues de repente le pareció
que Gertru se mostraba distinta, aunque no
sabría apreciar cuál era el cambio acaecido en
ella—. Bendíceme Gertru, porque he pecado —
Álvaro se santiguó y esperó unos segundos
escuchando atentamente los sonidos que
emitía Gertru. Eran como pequeños gemidos
que no llegaban a pasar de una respiración
levemente agitada que él creía que eran
debidos a la situación—. Vamos... —la animó.
—El Señor esté en tu corazón para que te
puedas arrepentir y confesar humildemente
tus pecados —ella se sabía la lección
perfectamente, y repetía las palabras que,
tantas veces, había escuchado en boca de Don
Álvaro, y de otros curas anteriores.
—Mi última confesión fue la semana pasada,
con el obispo. Pero he de confesar que jamás
confesé la verdad. Pido perdón por ello, y
ahora, Gertru, quiero que escuches
atentamente y que intentes no interrumpirme,
no podré parar una vez que comience.
Ella asintió sin más.
—No puedo dormir. Nunca he dormido. Ni una
sola noche desde que nací. Nunca, nadie, se
dio cuenta de tal defecto congénito de mi
naturaleza, pues de bien pequeño aprendí a
estar en silencio y no llamar la atención.
Aprendí a hacerme el dormido y a esperar que
todo estuviera en silencio para levantarme y
hacer todo aquello que durante el día no se me
permitía. No solo es un defecto del que me
avergüenzo, además las noches han sido y son
para mí el momento en el que puedo ser quien
realmente soy. Por eso me hice sacerdote.
Pensé que entregando mi alma a Dios, mi vida
a su servicio, Él modificaría esta maldición.
Pero anoche tuve una revelación... —tomó aire
para continuar, pues le pesaba todo lo que iba
a confesar—. Sí, sí, Gertru, no duermo pero
tengo momentos en los que presento delirios y
alucinaciones...un deseo irrefrenable de beber
sangre humana se apodera de mí, y salgo de la
Iglesia para recorrer pueblos y ciudades,
escondiéndome en la oscuridad, acechando a
infortunados viandantes a los que asalto
inesperadamente, y de los que bebo su sangre
e incluso me como partes de sus cuerpos ya
fallecidos. Suelo acabar enterrándolos en
colinas solitarias, parques, zanjas o vertederos.
A veces vuelvo, olisqueando, a los lugares
donde guardo algún descompuesto cadáver,
como sus putrefactas carnes llenas de gusanos,
hinchadas por la exudación de los líquidos
corporales, incluso llego a roer huesos ya
limpios por mis anteriores festines sobre el
cuerpo. Tras acabar con ellos los hago
desaparecer definitivamente metiéndolos
furtivamente en los ataúdes de los muertos a
los cuales oficio misas de difunto. ¿Por qué
hago esto? Ni yo mismo lo sé. Simplemente
padezco alguna enfermedad, o soy poseído por
algún demonio, o soy así. Nunca sabré el
porqué. No puedo alimentarme de otra
manera, nunca he comido de otra forma. Y te
preguntarás a cuánta gente he matado así, de
esta horrible manera y desde cuándo ¿Más de
500 en cincuenta años? ¡Ni yo puedo saberlo!
Sí, sé que tengo 58. No voy a decir mucho más.
No voy a entregarme a la policía. Solo debo
confesar porque así él me ha obligado ¡Jesús,
hijo de Dios, apiádate de miii! —y siguió
llorando Don Álvaro, esperando la respuesta de
Gertru.
—Álvaro, siento decirle que sus pecados son
poca o ninguna cosa en comparación con los
míos...—y Gertru lo miraba extasiada con una
pequeña baba cayéndole por la comisura
derecha de la entreabierta boca ávida de
placer.
— ¿Qué dices, hija mía? Estás loca o algo malo
te ha dado... —ella se pasaba la lengua por los
labios deleitándose en las terribles escenas
relatadas por Don Álvaro, y pudo oler el temor
que repentinamente infundía en él.
—Ahora que estamos entre amigos, yo
también debo confesarle unos pecadillos...
ante los que los suyos son un juego de niños,
porque usted se arrepiente o comete sus
crímenes por necesidad, pero yo, lo hago por
placer...
Y Gertru parecía rejuvenecida y feliz al
confesarle, ahora sí, su extraño gusto por
torturar hasta la muerte a mendigos que
localizaba en los comedores de beneficencia
donde era voluntaria, pero no solo eso, ella,
sus cuatro hijos y su marido, participaban en
las torturas, se fotografiaban con las pobres
víctimas, y vivos, los despellejaban hasta la
muerte. ¡Pobres desgraciados! Confiados,
aceptaban ir a su casa a cenar como gesto de
buena voluntad por parte de la simpática y
buena Gertru. El sótano olía a sangre y estaba
insonorizado para evitar ser escuchados.
Y mientras ella le narraba las atrocidades,
Álvaro se horrorizaba al pensar a quién le había
confesado sus propios crímenes.
— ¡Entonces, me has mentido durante años!
¿Quién eres Gertru?
Sin hacer ningún caso a las palabras del cura,
que estaba descompuesto ante tamaña
atrocidad,
Gertru,
levantándose
del
confesionario le dijo:
—Alguien que no te perdona porque te acepta
como eres. Eres, al fin y al cabo, un hombre
malvado. Ahora sigue con tu tarea. Nos vemos
en la próxima misa.
Y solo, con sus remordimientos, con su pecado
a cuestas, con su sentimiento de culpa, con su
arrepentimiento, y sin absolución, la vio
marcharse bamboleando sus caderas de mujer
madura como jamás le había visto hacer, a la
buena de Gertru.
Descargar