entre el suicidio y la guillotina

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Juan Francisco Martín Seco
Economista
(En diario “PÚBLICO”)
A pesar de los esfuerzos realizados por la prensa griega para silenciar el
suceso, la opinión pública de Europa se ha visto sobrecogida por el suicidio
público del farmacéutico griego Dimitris Christoulas, de 77 años de edad,
en la plaza Sintagma de Atenas. Este suicidio no es uno más de los muchos
que ocurren en Grecia como consecuencia de la crisis. Tiene una
importante dimensión política, porque así lo ha querido su autor
suicidándose en público frente al Parlamento griego y dejando un escrito
que es casi un manifiesto. “Dado que no tengo una edad que me permita
responder activamente (aunque sería el primero en seguir a alguien que
tomase un kalashnikov), no encuentro otro modo de reaccionar con
dignidad que poner un fin decente a mi vida antes de comenzar a rebuscar
en la basura para encontrar comida”.
Christoulas, en la nota, hace responsable al Gobierno de Papademos, al
que califica de ocupación, de “aniquilar cualquier esperanza de
supervivencia” y lanza un grito que pretende ser una profecía: “Creo que
los jóvenes sin futuro algún día cogerán las armas y en la plaza Sintagma
colgarán a los que traicionaron a la nación lo mismo que los italianos
hicieron en 1945 con Mussolini”. A Papademos le dedica el epíteto de
Tsolakoglu, en alusión al que fue primer ministro de Grecia en el Gobierno
colaboracionista con los nazis durante la invasión de 1941.
Hace muchos años que los países europeos se han olvidado de las
revoluciones a pesar de que su historia está jalonada de ellas, y de que lo
que hoy consideramos más propio de la ideología y la cultura europeas
hunde sus raíces en la Revolución Francesa. Fue la guillotina la que con
todos sus excesos y desórdenes enterró el Antiguo Régimen y sembró el
germen de las libertades y de la democracia. Las revoluciones nunca son
limpias y suelen seguir la ley del péndulo, pero a menudo han sido
elementos necesarios para el progreso y el avance de la historia.
La superación de las revoluciones en Europa fue fruto de un gran pacto
entre las fuerzas políticas, económicas y sociales, dando lugar a lo que se
ha dado en llamar Estado Social: sometimiento del poder económico al
poder político democrático; asunción por el Estado de un fuerte
protagonismo en las realidades económicas y en los mercados; un derecho
laboral que protege al trabajador frente al puesto preeminente que el
empresario disfruta a la hora de establecer las relaciones laborales; un
sistema fiscal altamente progresivo que, junto con una extensa red de
protección social, pretende corregir aunque sea parcialmente las injusticias
y desequilibrios que genera el mercado en la distribución de la renta, etc.
Este pacto inscrito en las constituciones europeas ahuyentó las
revoluciones como cosa del pasado o bien propias de países
tercermundistas o en desarrollo, América Latina, dictaduras en países
árabes… Por cierto, que la llamada primavera árabe comenzó también por
un suicidio de características muy similares al ocurrido estos días en Atenas.
Hoy podemos afirmar que ese gran pacto, origen del Estado Social, se ha
roto y que desde hace años poco a poco se van desmantelando todos sus
elementos; hasta el mismo concepto de democracia se nos escurre de las
manos. Primero, la libre circulación de capitales y, más tarde, la Unión
Monetaria han quitado el poder a los Estados nacionales, ámbitos en los
que mejor o peor se asentaba el juego democrático, para otorgárselo a los
mercados financieros –eufemismo que designa a los poderes económicoso bien a las instituciones europeas, políticamente irresponsables y sobre las
que los ciudadanos no ejercen ninguna influencia.
Cuando las desigualdades alcanzan proporciones gigantescas, cuando los
sueldos y las ganancias de aquellos que imponen los ajustes y la pobreza
se sitúan en niveles obscenos, cuando el ciudadano tiene la percepción de
que el poder político y el económico se entrelazan en impúdico
contubernio, cuando las decisiones vienen dictadas por órganos y
personas que nada tienen que ver con los procedimientos democráticos,
¿podemos extrañarnos de que surjan en Grecia posturas como la de
Christoulas dispuestas a utilizar el suicidio como acto de protesta? A sus 77
años, según afirma, la única arma que le queda. Es más, ¿podemos
sorprendernos incluso de que en algún momento estalle la violencia?
Cuando los gobiernos y los sistemas políticos han perdido toda legitimidad
democrática y se manifiestan de forma tiránica o como legados de poderes
dictatoriales extranjeros las reacciones sociales son impredecibles. La
historia nos enseña que de forma imprevista pueden pasar del suicidio a la
guillotina.
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