La obra de Salvador Espriu, una gran paradoja cultural

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En este sentido destaca la serie de imágenes que hoy forma parte de lo que se
conoce como Archivo Rojo, en el Archivo General de la Administración de Alcalá
de Henares, pero también presentes en los fondos de la Biblioteca Nacional de
Madrid, así como en el coleccionismo privado. Véase Hernández, M. L. y G. Tolosa,
“Evocaciones gráficas de la Guerra Civil española y el exilio mexicano”, en Clío 39.
History and History teaching, 2013, pp 11–17.
En http://clio.rediris.es/n39/articulos/08HernandezyTolosa.pdf
Kienya M.
(Universidad MGIMO, Rusia)
La obra de Salvador Espriu,
una gran paradoja cultural
Творчество Сальвадора Эсприу:
вопрос национальной принадлежности
Сальвадор Эсприу, прозаик, поэт и драматург, всегда оставался верен каталонскому языку. Тем не менее, его творчество является достоянием испанской
культуры, так как именно с ней писателя связывают нерасторжимые духовные узы.
Benditas sean las paradojas porque hacen nuestra vida más diversa. Por monótona y
ordenada que parezca nuestra existencia, de improviso surgen en ella dichos o hechos
aparentemente contrarios a la lógica que nos hacen meditar, explorar y analizar algo
que antes nos parecía evidente. Como, por ejemplo, esta definición que da Wikipedia
a Salvador Espriu: “Salvador Espriu, un escritor español que escribía en catalán”. Una
enunciación más que paradójica, sobre todo ahora, ante el empeño de Cataluña por
desentenderse del país con el que ha compartido desafíos y triunfos durante siglos.
Aunque hay que reconocer que hablar de la biografía de Salvador Espriu es una
tarea ingrata porque es difícil encontrar una vida más exenta de acontecimientos que
la suya. Nació en una familia catalana acomodada, estudió Derecho e Historia Antigua,
trabajó en la notaría de su padre, Francesc Espriu, y, por supuesto, escribió, escribió
mucho. Él mismo solía decir: “Soy un hombre sin biografía”. Paradójicamente, los
acontecimientos que influyeron en su carácter, en su vida y en su obra, no le sucedieron
a él, sino a sus parientes. En general, la biografía de Espriu se parece a una grisalla, o
sea, a una pintura en tonos grises. Pero al igual que un cuadro necesita marco, la vida
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de cada personalidad famosa hay que analizarla en el contexto de la época en la que le
tocó vivir. En este sentido, el año de nacimiento de Salvador Espriu es casi simbólico:
1913. Fue precisamente entonces cuando salieron a la luz “Les normes ortogràfiques”
de Pompeu Fabra, una obra que sentó las bases del proceso de normalización del catalán. El libro reflejaba plenamente el espíritu de aquella época, “el noucentisme”. Un
período lleno de entusiasmo y fe en el gran futuro de la cultura catalana. Una época
brillante, patética y constructiva. Triunfo de la razón.
Paradójicamente, Salvador Espriu siempre había permanecido ajeno tanto al entusiasmo como al optimismo de sus conciudadanos. Su primera novela, “El Dr. Rip”
publicada en 1931, es tan triste, está llena de tanta desesperación como si no la hubiera
escrito un joven de 18 años sino un anciano sin ilusiones. En efecto, a mí siempre me
ha resultado algo extraño ver fotos de un Espriu joven o un Espriu niño porque parece
que él era una persona que nació vieja. Pues ¿qué habrá pasado para envejecerlo tanto?
La respuesta es fácil. A principios de los años 20 la muerte, esta dama que siempre
viene sin avisar, visitó la familia del notario Francesc Espriu llevándose a dos niños,
una hermana y un hermano del pequeño Salvador. La madre nunca se recuperó del
golpe. Isabel Bonet Espriu, la sobrina del escritor, recuerda: “A partir de la mort dels
dos fills ja no va tornar a sortir més, pràcticament només sortia per anar a l’església”.
Creciendo enfermizo, al lado de una madre traumatizada, el futuro escritor hizo un
descubrimiento muy indeseable para un niño: el hombre es mortal, su vida puede
acabar en el momento menos pensado cuando llegue la muerte poniendo fin a sus
aspiraciones e iniciativas. Desde entonces, siempre iba a vivir perseguido de la mirada
glacial de la Nada, que priva de sentido todo lo que hagamos: “Vanitas vanitatum et
omnia vanitas”.
Estas palabras del libro de Eclesiastés bien podrían servir de epñigrafo para la preimera novela de Espriu, “El Dr. Rip”. Su protagonista, un niño abandonado, un joven
despreciado, un hombre solitario sin ilusiones, cae gravemente enfermo y, estando al
borde de una muerte inminente, hace una triste retrospección de su vida absurda e
inútil. En efecto, Rip no es un apellido sino siglas latinas “Requiescat in pace”. O sea,
al nacer ya está condenado a la muerte, está encerrado a cal i canto en un laberinto de
angustia, desesperación y vanas esperanzas. Es en la novela “El Dr. Rip” donde aparece
por primera vez el tema de laberinto, muy importante para la obra espriuana porque
para en escritor el laberinto es el símbolo de la vida humana. Avanzamos a tientas por
unos pasillos enredados perdiendo poco a poco la esperanza de ver la luz, sabiendo que
a la vuelta de la esquina nos acecha un mónstruo despiadado, el tristemente famoso
Minotauro. En la obra de Espriu Minotauro simboliza la muerte.
Lúgubre y depresiva se nos presenta la novela, pero si dejamos aparte el componente emocional, veremos que con el tema del laberinto, con la figura de Minotauro
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en la prosa espriuana entra un profundo trasfondo mitológico. En efecto, toda su
obra es un complicado laberinto lleno de alusiones bíblicas, mitológicas, literarias.
En este sentido, es comparable con la obra de Jorge Luis Borges para el que el tema
del laberinto también fue muy importante, aunque por otras razones. Las obras de
Salvador Espriu son menos complicadas que las del famoso erudito argentino, pero
ellas también nos ofrecen muchos enigmas. Veamos, por ejemplo, su segunda novela,
“Laya”, publicada en 1932.
Su protagonista, una joven infeliz, nació y creció en un pequeño pueblo pesquero
repudiada por los parientes y vecinos. Al lector le gustaría creer que algún día la chica
iba a encontrar su camino hacia la felicidad, pero no, es totalmente imposible. ¿Por qué?
Pues, porque se llama Laya. No es diminutivo de Eulalia, sino la variante femenina del
nombre de un importante personaje mitológico, el rey de Tebas Layo. Informado por
un oráculo de que sería matado por su propio hijo, Layo abandonó a su vástago recién
nacido en el monte y de esta manera trató de escapar al destino. Pero el destino lo esperaba pacientemente y al fin y al cabo lo alcanzó en el camino de Tebas en figura de
Edipo, este hijo rescatado y criado lejos de la casa paterna. La idea principal del mito
sobre Edipo y Layo no es la que nos hace creer el famoso psiquiatra austríaco. El mito
trata de lo inexorable del Hado que alcanza al hombre por mucho que éste trate de huir.
Como sabemos, fue Edipo quien supo descifrar la adivinanza de la Esfinge. Aunque
parezca una exageración, Salvador Espriu es una especie de una Esfinge literaria que
no deja de ofrecer adivinanzas a los lectores. Se dedica a un juego en el que solo se
atreverían a participar personas que posean grandes conocimientos. Más tarde Jorge
Luis Borges, Gabriel García Márquez, Umberto Eco y muchos otros harían lo mismo
y los críticos lo llamarían postmodernismo. Pero Salvador Espriu los adelantó a todos
invitándonos a un viaje de época en época, de cultura en cultura.
Al escritor también lo atraen las tradiciones populares, sobre todo la cultura ferial.
Primero, porque la feria es un espacio desordenado y laberíntico como la vida misma. Y
segundo, porque nuestra existencia no es más que una feria de vanidades, “vanity fair”.
En las ferias a menudo se podía ver marionetas o títeres que para Espriu son símbolo
de falta de libertad. El poderoso Destino maneja a los humanos como un viejo titiritero.
Además, los títeres son figuras grotescas, son caricaturas, y el grotesco juega un papel
importantísimo en la obra espriuana que está marcada no solo por un dramatismo existencial sino también por una visión irónica de las cosas. Esta ironía el escritor la habría
heredado de su padre, Francesc Espriu que, siendo notario, solía dibujar caricaturas de
sus clientes. Estas caricaturas se reunirían luego en la serie llamada “Ninots del notari”.
Por una parte, la ironía y el grotesco atenúan la actitud trágica hacia la vida, peo
por otra, crean una aguda sensación de la sinrazón del mundo que nos rodea y forman
el tono general del libro de cuentos “Ariadna en el laberinto grotesco” escrito en 1935.
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Sus personajes son cómicos, llevan nombres ridículos, de dedican a unas actividades
inútiles. “Ariadna en el laberinto grotesco” es una crítica mordaz de la sociedad catalana
de aquel entonces. Espriu condena su ignorancia, su hipocresía y su arrogancia. Con
un sarcasmo digno de la Generación 98 el escritor habla de su patria chica y, trasladándola a la dimensión caricaturesca, la llama Alfaraja. En esta misma dimensión,
España recibe el nombre de Conilosia y Barcelona, el de Lavinia.
Como vemos, Salvador Espriu se encontraba al margen de las tendencias que marcaban la vida cultural catalana de aquel entonces. El patrioterismo lo irrita, la erudición
falsa le da risa y la arrogancia lo repugna. Así pues, ya en los años de la República el
escritor se sentía ajeno al ambiente que lo rodeaba. Pero luego empezó la guerra civil,
y luego la dictadura franquista haciendo la vida totalmente insoportable. Lo que pasa
es que Espriu nunca había escrito en castellano y la prohibición del catalán le cerró a
él, como a muchísimos otros literatos, todas las puertas. Pero, como aquel que dice, si
Dios cierra una puerta en seguida abre una ventana. El escritor no tardó en encontrar
una ventana, un respiradero que lo ayudó a sobrevivir: la poesía. Versos, como la única
posibilidad de expresar sus sentimientos. Según decía él mismo, empezó a escribir por
las noches cuando no podía conciliar el sueño. Primero todo lo escrito iba directamente
al cajón de su escritorio, pero luego, después de que en 1943 la prohibición del catalán
fuera levantada, vio la luz su primer libro de poesías, “Cementiri de Sinera” (1946). La
palabra Sinera es anagrama de Arenys del Mar, lugar de origen de su familia, su patria
espiritual. Luego vendrían “Les cançons d’Ariadna”, “Les hores”, “El caminant i el mur”
y, por fin, “La pel de brau” (1960). En gran parte, la poesía espriuana destaca por su
profundo lirismo, está dirigida “corazón adentro”, hacia las emociones más íntimas del
autor. En gran parte, pero no toda. En el libro “La pell de brau”, el poeta compara España con la piel de un toro. Una comparación claramente taurómaca, detrás de la cual
está sangre derramada, lucha, sufrimiento. En este libro Espriu llama su patria Sefarad.
Ya no es aquella Conilosia caricaturesca, sino un país del exilio, un país de la discordia,
escindido por enemistades internas. Él mismo decía: “Al iniciarse la guerra civil, yo me
sentía republicano y partidario de una España federal. Por tanto, no deseaba entonces, ni
deseo ahora, el enfrentamiento, sino la concordia. Sufrí mucho, espiritualmente, porque
sufrí por ambos bandos”. O sea, el escritor siempre había sufrido por todo el país y, siendo
catalán de pura cepa, nunca se había desentendido de los problemas de España con la
que lo unían fuertes lazos espirituales y culturales. Su obra, escrita en un catalán castizo
y refinado, en gran parte asciende a fuentes literarias castellanas: a la obra de Miguel de
Unamuno o a los esperpentos de Valle-Inclán por ejemplo.
Sí, lingüísticamente Salvador Espriu es un autor catalán, pero espiritualmente no
deja de ser por eso gran autor español cuya obra forma parte del patrimonio cultural
de todo el país.
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