Lo accidental y lo sustancial - Universidad Complutense de Madrid

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EL PAÍS, viernes 20 de junio de 2014
LA CUARTA PÁGINA
OPINIÓN
Lo accidental y lo sustancial
La Corona debe ejercer sus funciones constitucionales sin intervención política activa. A Felipe VI
le corresponde una labor de reconstrucción simbólica, hecha de ejemplaridad y transparencia
Por JAVIER MORENO LUZÓN
R
epública o Monarquía: este dilema
marcó algunos momentos cruciales en la España contemporánea y
definió durante décadas culturas políticas
enfrentadas e incluso incompatibles. Hubo varias maneras de ser republicano, pero la más habitual se vinculaba a la herencia de la revolución que en Francia había
guillotinado a un Borbón, enemiga acérrima de aquel Antiguo Régimen que adjudicaba el poder a la Corona, legitimada por
la Iglesia, y sostenía un orden jerárquico
que presidía la aristocracia. La República,
en cambio, equivalía a un sistema democrático que reconocía ciudadanos iguales
y no súbditos, en el que se atendían los
intereses del pueblo y el clero perdía su
influencia. Para los puros importaban poco los acomodos entre Monarquía y liberalismo: se trataba de defender el progreso
frente a la tradición. Si los monárquicos
concebían la patria como un organismo
decantado por la historia, los republicanos
tendían a verla como una comunidad cuyos miembros ejercían en libertad sus virtudes cívicas.
Sin embargo, no siempre esas diferencias fueron tan nítidas, de forma que, en
determinadas coyunturas, hubo gentes
que transitaron del republicanismo a la
Monarquía y viceversa. Por ejemplo, cuando a finales del siglo XIX, asentado ya el
régimen constitucional de la Restauración,
los Gobiernos liberales recuperaron algunas conquistas democráticas del sexenio
revolucionario anterior —como el sufragio
universal masculino, la libertad de asociación y el juicio por jurados—, los seguidores de Emilio Castelar, expresidente de la
Primera República, se integraron en el entramado oficial. Años más tarde, buena parte del liberalismo monárquico abandonó al
rey Alfonso XIII, padrino de la dictadura
militar del general Primo de Rivera, y abrazó la causa republicana para trabajar en
formaciones moderadas. Uno de sus personajes más destacados, el exministro Niceto
Alcalá-Zamora, liberal y católico, fue el primer presidente de la Segunda República.
En estos movimientos se condensaban
actitudes que podríamos llamar accidentalistas. Es decir, que ponían en segundo plano la disyuntiva entre Monarquía y República, un accidente formal, para atender a
la sustancia del sistema político: si el régimen monárquico se abría para avanzar hacia la democracia, aparecían republicanos
dispuestos a aceptarlo; mientras que si la
Corona se resistía o se asociaba con soluciones autoritarias, solo cosechaba deserciones. La fuerza que mejor representó el accidentalismo democrático a comienzos del
siglo XX fue el Partido Reformista, fundado
por un grupo de intelectuales y políticos
ligados a la Institución Libre de Enseñanza
y al que se sumaron numerosos jóvenes
profesionales. Toda una generación intelectual, la que se dio a conocer hace cien años,
apostó —en palabras de su portavoz, José
Ortega y Gasset— por “hacer la experiencia
monárquica”. Bajo la jefatura de Melquiades Álvarez y con personalidades como Manuel Azaña en sus filas, los reformistas no
se cansaron de reclamar una reforma constitucional que arrebatara funciones al rey,
diese la primacía al Parlamento y asegurara la libertad religiosa. Que hiciese de la
Monarquía española una Monarquía parlamentaria como las de otros Estados occidentales: una República coronada.
Aquellos hombres fracasaron en su empeño, pues el rey Alfonso decidió jugarse la
Corona al respaldar al dictador. Llegó la
Segunda República y con ella otras posicio-
nes accidentalistas muy distintas, como
las del catolicismo militante, que acataba
las reglas del régimen republicano, pero
aspiraba a transformarlo de acuerdo con
modelos corporativos. Cuatro décadas después, la necesidad de transitar de la dictadura a la democracia bajo Juan Carlos I
hizo florecer otra vez el accidentalismo,
la Monarquía, parlamentaria al fin. Como
prometió Santiago Carrillo en el debate
constituyente, “mientras la Monarquía respete la Constitución y la soberanía popular, nosotros respetaremos la Monarquía”.
El rey Juan Carlos asumió, como sus colegas de otras casas reales europeas, funciones meramente simbólicas, adornadas con
enrique flores
La Monarquía
parlamentaria no es un
obstáculo para la mayoría
de los ideales republicanos
Un rey regeneracionista se
convertiría en un estorbo
para el funcionamiento
del sistema democrático
encarnado ahora por socialistas y comunistas que habían mantenido viva la memoria
republicana, pero se avinieron a un pacto
constitucional: a cambio de restablecer la
democracia, aceptaron la continuidad de
un papel moderador o arbitral poco definido. Por primera vez en España, quien se
sentaba en el trono carecía de poder político efectivo y las posturas accidentalistas se
veían justificadas por completo.
Hoy, el viejo dilema revive con insólita
energía, gracias a las debilidades e incertidumbres que revela una coyuntura excepcional, la de la abdicación del Rey. Felipe VI
tendrá que bregar con el desgaste —tan
rápido como explicable— experimentado
por la Corona en los últimos tiempos, y
para ello no contará con la legitimidad añadida que consiguió su padre al presentarse
como adalid de la Constitución de 1978
frente a sus enemigos. En semejantes circunstancias resulta inevitable, y no solo en
el ámbito de las izquierdas, preguntarse
acerca de la conveniencia de recuperar las
opciones republicanas o de ratificar el accidentalismo democrático. Cualquier res-
puesta debería ir acompañada de reflexiones que especifiquen qué se entiende por
República y hasta qué punto cabría alcanzar las aspiraciones republicanas en el marco de la Monarquía parlamentaria.
Las opiniones expresadas a favor de un
cambio radical en eso que la Constitución
llama “la forma política del Estado” podrían resumirse en cuatro argumentos. El
primero vuelve a identificar República y
democracia y acusa a la Monarquía de no
ser democrática. Un jefe de Estado elegido
por los ciudadanos, o por sus representantes, disfrutaría sin duda de una relación
más directa y permanente con la soberanía
popular, aunque se expondría a mayores
conflictos. Pero sigue sin aclararse en qué
sentido impide la Monarquía parlamentaria, vigente asimismo en otros países de
credenciales democráticas impecables, el
desarrollo de la democracia española. Más
relevantes serían, a estos efectos, el gobierno de la economía financiera o el comportamiento de los partidos políticos. Una segunda tesis bebe del republicanismo cívico, reflotado por los teóricos de la política como
una alternativa a la democracia liberal
que, en vez de basarse en la defensa del
individuo, prefiere el cultivo de las obligaciones comunitarias. Tampoco parece que
la Monarquía afecte a estos impulsos.
Un tercer postulado, con un contenido
emocional intenso, reivindica la instauración de una República como un modo de
reparar la derrota y la represión sufridas
por los antifascistas en la Guerra Civil y la
subsiguiente posguerra. El régimen democrático diseñado en 1931 —no digamos la
actuación de sus partidarios durante la
contienda— despierta aún tantas adhesiones como rechazos, por lo que sería difícil
encontrar una fórmula política que, vaciada en su molde, obtuviera los acuerdos precisos para nacer y luego sobrevivir. Además, la Monarquía no imposibilita la actualización del programa de reformas que se
exalta con su recuerdo, desde el fomento
de la enseñanza pública hasta la igualdad
de género y la redistribución de la riqueza.
Para terminar, hay quien piensa que
una República abordaría con mejores augurios los problemas territoriales acumulados, lo cual es asimismo discutible. Más
aún, los proyectos federales o confederales
no tienen por qué chocar con una dinastía
que ha convivido con una gigantesca descentralización política y que puede recurrir a sus títulos históricos para revestir de
prestigio asimetrías y peculiaridades. La
Monarquía parlamentaria no constituye,
pues, un obstáculo insalvable para la mayor parte de los ideales republicanos.
De todo lo dicho se deduce que el accidentalismo democrático tiene todavía un camino que recorrer en España. Siempre que
mantenga una actitud vigilante, que exija a
la Corona el estricto cumplimiento de sus
funciones constitucionales y que desconfíe
de las voces que piden al nuevo Rey una
intervención activa en los asuntos políticos.
Un Monarca regeneracionista, enredado en
los rifirrafes partidistas, se convertiría en
un verdadero estorbo para el buen funcionamiento del sistema democrático. A Felipe
VI le corresponde más bien una cuidadosa
labor de reconstrucción simbólica, hecha
de ejemplaridad y transparencia. De gestos
—por ejemplo, en el terreno de la aconfesionalidad del Estado— que le permitan ejercer como cabeza de aquella República coronada que soñaron nuestros mayores.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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