ENTREVISTA Conchita Cintrón: “Era una niña porfiada que sabía dónde quería llegar” “El testuz grande y tosco se humilla, los pitones tiemblan y aquel pelaje que desde la barrera parece sedoso se vuelve áspero al acercarse. Huele a toro y se nota un ruido sordo de los movimientos del animal, que se revuelve enterrando los cascos en la arena. Libres del lance, se inicia otro, cada vez más cerca y tranquilo, olvidado el peligro con la sensación del arte. El público, cada vez más emocionado, echa el ole que cada torero lleva en el alma desde el día en que nació, y entonces, cuando la plaza tiembla como si vibrara con su propio corazón, un torero siente la razón de su vida y quizás de su muerte” Recuerdos, Conchita Cintrón. Texto: José Ignacio de la Serna Miró Fotos: Archivo Espasa Calpe y Paloma Aguilar Un día le pregunté a mi gran amigo Antoñito Bienvenida cuándo se iba a escribir El Libro de Toros. Me contestó que jamás. ¿Cómo que jamás?– repliqué. Conchita, pero no te has fijado que cuando llega uno de fuera nos callamos. Pregunta | ¿Se refiere a un periodista? Respuesta | El que sea. Si quieren saber algo pueden ir al café con la cuadrilla, que por un chato de manzanilla le cuentan lo que quiera. Pero con nosotros, ¿quién? Sin embargo, cuando estamos entre toreros ¡ay, lo que gozamos!, ¡ay, lo que nos reímos…! Pero si en ese momento aparece uno de fuera, se descompone el cuadro, ya no hay el mismo entendimiento. No sé si apagar la grabadora y marcharme… (Risas) Recuerdo que en otra ocasión le dije a Antonio, delante de Luis Gómez El Estudiante, que dándole la alternativa a Manuel Benítez El Cordobés lo había echado todo a perder, que había manchado su currículum. “No seas así -respondió con sorna- todo el día hablando mal de El Cordobés. Por lo menos hace reír a la gente”. Oye, estábamos sentados a unos cinco metros de Domingo Ortega, que al oír esto pegó un salto, con la agilidad de un leopardo, y con cara de trastornado le dijo que jamás frente a él dijera que un torero había hecho reír a la gente donde tantos compañeros habían muerto, y eso que era entre nosotros. Imagínate con un ‘extranjero’. Ha vivido la vida como una aventura apasionante. No te puedo contestar, porque no sé lo que significa ser una aventurera. Sé lo que significa 22 ser torero, pero si le dices a una aventurera que parece un torero, a lo mejor estás en lo cierto. Me refería a su espíritu libre y arrojado, a su forma de afrontar la vida. Ahora sí estoy de acuerdo contigo. Lo que ocurre es que ahí interviene la formación de una criatura pequeña, de una niña. Mi abuela materna fue catedrática de literatura y adoraba enseñar. Mi abuelo, el ídolo de mi infancia y la persona que más influyó en mi vida, era etnólogo, arqueólogo, escritor, pintor, explorador y publicó más de ciento veinte libros. Sentía adoración por mí. La pasión de mi abuela era educarme y siempre me decía que le gustaba ver cómo el botón de rosa que es la mente de una criatura se abría en flor. A los cuatro años sabía leer y escribir y a los cinco no existía un solo poema en inglés para niños que no supiera recitar. Recuerdo que, estando interna en el colegio, durante nuestro viaje a Europa, las profesoras me animaban a que jugara con las otras niñas a cazar mariposas. Pero yo no veía mariposas por ninguna parte. Estaba acostumbrada a las mariposas amazónicas de mi tierra, que eran de unos veinte centímetros, enormes, azules, y muy lindas. Y aquello que decían ser mariposas a mí me parecían polillas. Tenía otra mentalidad. Desde pequeñita sintió pasión por los animales. Cuando era muy niña mi padre me cedió una parte del jardín de casa para que jugara con ellos. Tenía un cerdito, un burro, un perro y varios conejos. Eran maravillosos, y a todos les enseñé a hacer algo, los tenía adiestrados. Yo era muy conocida del pueblo indio, pues entonces vivíamos en Lima, porque les encantaba ver a una niña pasear con sus animales por la calle. El contacto con ellos me ayudó tiempo después con los toros. Cuando me presenté en público como novillero, ya había toreado más de mil toros serranos, que embestían como el demonio. Aquellas embestidas moruchas le provocaron una gran desconfianza. Los amigos que acudían al picadero de su maestro, Ruy da Camara, le decían con guasa: “Codilllera, codillera, bien está que se codillé, pero no de esa manera”. La situación se hizo insostenible y Ruy da Camara me dio un ultimátum porque sabía que con aquella desconfianza no podía ser torero. Así que decidimos hacer un viaje de seiscientos kilómetros a una ganadería de reses bravas cuyo propietario, Víctor Montero, era amigo de mi padre. Allí no sólo recobré la confianza en mis mandos, sino que fue la primera vez que maté un toro a estoque. Me acuerdo como si fuera hoy. Cuéntenos. Los pitones del toro me sirvieron de orientación y vi que el sitio donde tenía que meter la espada quedaba justo en medio. Lo que no sabía era si tenía que hacer fuerza hacia adelante o hacia abajo. Decidí levantar bien el codo, como me había aconsejado en el picadero de Ruy el matador de toros Fortuna, y metí la muleta en la cara del toro. Lo que vino a continuación fue cosa de segundos, sentí un ligero golpe en el brazo, y el toro rodó sin puntilla. ”E n el ruedo todo es vida, la muerte no es sino su sombra” A Ruy da Camara le preocupaba su escaso sentido de la responsabilidad. Y es cierto. No tenía sentido alguno de la responsabilidad. Yo toreaba por puro placer, porque me entretenía y porque me emocionaba. Pero responsabilidad, ¿Por qué? ¿De qué? El que es torero lo es por pasión. Yo salía a torear porque era mi vida, aunque que era consciente de que podía perderla. He visto morir a tres toreros en el ruedo, y aquellas muertes me revelaron la realidad de la vida y la tragedia de la fiesta. Su relación con el toro llegó a través del caballo. A mí lo del caballo me importaba muy poco. Lo que me gustaba de verdad era el toreo a pie. Aunque yo no sabía realmente lo que era una corrida de toros. Si todavía hoy sorprende que una mujer quiera ser torero, imagino lo que supon- dría entonces… ¿Qué decían sus padres? Nunca se sorprendieron con nada de lo que hacía, aunque fuera la cosa más rara del mundo. Estaban acostumbrados. Mi padre era militar y me recordaba cuáles eran mis obligaciones, pero aun así, como decía mi abuelo, era libre como el cóndor y podía volar más allá de los horizontes. Era independiente, y nadie me pedía explicaciones. Con cinco años hacía lo que me daba la gana. Confiaban en mí, y siempre me trataron como a una adulta. Recuerdo que al colegio iba como Ben-Hur, me ponía lo patines, agarraba a mi perrita con los arreos, y me deslizaba por las calles de Lima a toda pastilla. Hasta que un día su padre consideró que había llegado el momento de abordar la cuestión en serio. Me explicó que había hecho lo imposible por disuadirme de mi idea de ser torero profesional, pero que sabía que lo iba a ser, y ya que no quedaba otro remedio, quería que lo fuera con su bendición. Entonces me dijo: ”Levántame esa carita, que yo a ti no te faltaré jamás, sea para lo que sea”. Ese día me regaló su maleta de campaña, para que viajara conmigo a todas partes, con el deseo de que hiciera una campaña tan feliz como había sido la suya. Sólo me pidió un favor, que aprendiera francés, como hacían las señoritas de la época. ¿Y aprendió? (Risas) Sólo tomé tres lecciones. El profesor no me aguantaba. A mitad de la clase entraban en la habitación el perro, el cerdo y el borrego. No te imaginas cómo jugaban el perro y el cerdo, y cómo se preocupaba el borrego. ¿Siempre ha hecho lo que ha querido? O yo he querido lo que he podido tener. ¿A ti qué te parece? Que es una mujer de carácter. Esa no es la respuesta. ¿He hecho lo que he querido o he querido lo que he podido hacer? Pues entonces es una mujer inteligente. (Risas) Ahora te toca a ti. Antes ha confesado que lo del caballo le importaba poco. Te lo he dicho porque para mí montar a caballo y rejonear era algo muy fácil. ¿Se preguntó alguna vez si una mujer podía ser torero? ¿Por qué me lo iba a preguntar? Hombre, pues porque a finales de los años treinta que una mujer nacida en Chile, de padre puertorriqueño y madre norteamericana, quisiera ser torero no sería muy habitual. Jamás pensé que no podría ser torero. Además, 23 ENTREVISTA como no había visto una sola corrida de toros en mi vida, no sabía lo que era la profesión. Llegué al toreo sin prejuicios ni complejos de ninguna clase. ¿Y qué me dice del miedo? Que nunca tuve miedo a nada y que nunca fracasé. ¡Caramba! Pero existía esa posibilidad… Pero yo no lo pensaba. Pues es curioso que siendo inteligente no se planteara estas cosas. Ser inteligente no tiene nada que ver con hacer el ridículo. ¿Hacer el ridículo porque hacía lo que me gustaba? ¿Por qué? Ahora sólo se habla del miedo, del miedo que pasan los toreros y de la responsabilidad que tienen que soportar. El que tenga miedo que se vaya a vomitar a otra parte. Porque se vomita de miedo, ¿sabes? Pero, ¡ah…! hay un momento en el que sí se siente miedo: en el patio de cuadrillas. Son lo momentos más terribles que puedas imaginar. Se sufre de verdad. Vamos por buen camino… ¡Ojo! Es miedo a lo desconocido, no al toro. Allí nunca faltan los momentos de silencio. Sientes la inquietud de las mulillas, se oyen las espuelas del picador golpear en el estribo, los monosabios se mueven por todos lados… La corrida ya no se puede suspender y el torero no tiene más remedio que esperar y ‘tragar paquete’. Allí está el toro de la fantasía, el peor de todos. Y cuando miras hacia delante, en la semioscuridad del túnel, piensas cuál de nosotros no regresará. Entonces sientes una enorme torpeza de pies y brazos y cuando aparecen los aficionados que vienen a desearte suerte, compruebas con tristeza lo mucho que en esos tremendos instantes te pesan las manos. Si a eso lo llamas miedo, te diré que sí, que en el patio de caballos uno siente terror. Pero cuando rugen los tambores y suenan los timbales… ¡Qué maravilla! El clarín parte la tarde en sol y sombra, se abre la puerta, y se acabó el miedo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Qué sea lo que Dios quiera! Sólo por vivir aquel momento merecía la pena ser torero. ¿Y en el ruedo? La emoción, el ole que se oye en el tendido no nace en el tendido, el ole nace en el alma del torero, llega al tendido y éste lo devuelve de nuevo a la arena. ¿Como el eco? Como una ola… Gregorio Corrochano dijo en una de sus crónicas que si a Conchita Cintrón le permitieran bajar del caballo para torear a pie, muchos toreros se tendrían que subir al caballo. 24 Mi presentación en los ruedos hispanos tuvo lugar el 23 de abril de 1945, en Sevilla; luego actué en Madrid y Barcelona y al año siguiente sumé cuarenta y ocho festejos. En aquella época, en España a las mujeres les estaba prohibido torear a pie, pero aun así, corté cinco patas. También participé en varios festivales y fiestas a puerta cerrada, donde sí pude torear con capote y muleta. ¿Lo que más le gustaba era torear a pie? Mira, todo lo que se haga a dúo, es más bonito que a trío. Me enojaba estar supeditada a lo que el caballo quisiera. Con capote y muleta se siente más el temple. Es que a caballo no hay temple. Belmonte decía que el temple nace del sentimiento. Belmonte decía muchas cosas, casi todas geniales. Recuerdo que había un señor en Sevilla que estaba empeñado en invitar a Belmonte a su casa para que probara el cocido que hacía su mujer; pero Juan no quería. Hasta que un buen día aceptó, y cuando el señor se marchaba tan contento, Belmonte me confesó con cierta tristeza: “Conchita, y yo que me hice torero para no comer cocido…”. Eran las cosas de Juan. G regorio Corrochano dijo: “El día que este torero se baje del caballo, se tendrán que subir al caballo muchos toreros” ¿Qué opina de los toreros españoles del momento? Que artísticamente están limitadísimos. Parecen ordenadores. Ya no corren los toros a una mano, con lo importante que es para el toro embestir en línea recta. Tampoco entiendo por qué se lidian toros con cinco años, cuando con cuatro ya es toro y, sin embargo, con cinco piensan mucho. José Tomas es el único que se aproxima a la verdad. ¿Qué piensa de los toreros artistas? Que los habrá siempre, aunque no sé quién dijo que uno sólo se pone donde lo ve claro. ¿Y qué hacía Conchita Cintrón cuando no lo veía claro? Siempre lo vi claro delante del toro. Pero, oye, no tenían cinco años. Ni el trapío y ni el volumen que lucen los toros ahora. Y tanto volumen y tantos pitones, ¿para qué? Lo demanda el público y las empresas, en su búsqueda incansable del más difícil todavía. ¿Entonces quién manda en el ruedo? El público es ignorante, y hay que educarlo. Dice que nunca toreó un toro despuntado. Eso son cosas de ahora, entonces no se despuntaban los toros, como mucho se embolaban para rejones. Lo de hoy es un abuso. ¿Cómo se educa al público? Pues no dejándole entrar a la plaza (risas). La verdad es que no sé cuando empezó este bache, este desconcierto en el espectáculo. Ya, pero hoy la gente no admitiría ver como un toro hiere a un caballo. Un toro sólo hiere a un caballo cuando se hacen tonterías. Que tenía una gran seguridad en sí misma. Pero fue gracias a ellos. No tenía ni que mirar al toro, porque sabía que ellos estaban ahí. Mi cuadrilla se ponía más cerca de mí que mi propia muerte. ¿Tuvo muchos admiradores? No les pregunté. En una ocasión toreó en la plaza de toros de Santamaría de Bogota sólo para los niños. El lleno y el éxito fueron clamorosos. Fue el festejo más lindo que haya presenciado en toda mi vida. Antes de torear estaba muy preocupada de la reacción de todos aquellos niños cuando vieran la sangre y la muerte del novillo. Sin embargo, todo salió a pedir de boca. Hice el paseíllo debajo de un alarido indescriptible. Cuando pegué el primer lance la multitud lo acompañó con un ole increíble, lleno de emoción y perfecto de ritmo. Aquello fue torear en un mundo de fantasía. Cayeron chaquetas y flores como en las tardes grandes, sólo que esta vez eran chiquititas, y muchas estaban rotas. Miles de pañuelos blancos pidieron las orejas y el rabo. Otra de sus grandes pasiones es escribir. Cuando escribo, lloro de emoción. ¿Sufrió algún percance? De importancia, dos. Y hay que ver las cosas tan absurdas que se pueden llegar a pensar debajo de un toro. En el aire, cuando el mundo gira locamente frente a los ojos, todas son iguales. Pero una vez en el suelo, bocabajo y con las manos detrás de la nuca, uno siente como si le fueran a ‘pegar un tiro’. Sin embargo, Antoñito Bienvenida me confesó que una tarde se acordó de que se le había olvidado pagar el recibo del teléfono. A ese instante tan tremendo yo lo llamo la hora cero, porque no sabes lo que puede pasar. Por el contrario, a veces una voltereta puede darle confianza al torero; es como si el toro, visto de cerca, perdiera importancia. ¿Cómo alimenta su afición? No necesito alimentarla. Ella existe. No la busco, no tengo hambre. Me doy por satisfecha. Siempre estuvo muy arropada. Era una niña porfiada que sabía muy bien adonde quería ir. Siempre tenía quien se preocupara de mí. ¿Cómo lo ves? Ha sido testigo de la trágica muerte de tres toreros: Juan Gallo, Alberto Balderas y Carnicerito de Méjico. Cuando el toro hirió a Carnicerito, éste saltó la barrera con una fuerza extraordinaria y cayendo junto a mí, regó de sangre el callejón. Me dijo aterrado: “Conchita, me ha matado”. Ahí empezó la tragedia que terminó a las ocho de la mañana. Su gran pena fue morir lejos de su tierra, Méjico. A Alberto Balderas el toro le cogió por el vientre, le echó por los aires y volvió a caer sobre los pitones. Se levantó con el instinto de quien se muere, y sujetándose el vientre, corrió hacia la enfermería. Tres días después toreábamos juntos en Aguascalientes. Cuando llegué al patio de caballos me parecía imposible que mi amigo hubiera muerto. Fue la única vez que los clarines tuvieron que sonar hasta en dos ocasiones, porque no arrancábamos a hacer el paseíllo. Pero la vida sigue, porque después, como dejé reflejado en mi libro Recuerdos: “Salió un toro que traía el cascabeleo de la bravura, tocó la banda, salió el sol, brilló la arena y las tragedias se disiparon en las sombras del pasado”. Lo que más admiro de usted es que siendo una mujer sensible, femenina e inteligente haya podido llevar una vida de hombres. Sin sensibilidad no hubiera podido ser torero. Pero nunca se me ocurrió ser torero. Simplemente, lo fui. Para mí era algo divertido. Respecto a tu pregunta, no sé si fui o no femenina delante del toro, porque yo no me veía. El torero no se ve, el torero siente. Si soy mujer es por casualidad. ¿Nunca se midió en el ruedo con un hombre, no quiso competir con ellos? ¿Con un hombre? A mí me ha encantado sentirme protegida. Entre ellos que se peleen si quieren, pero a mí que me cuiden. Pero delante del toro estaba usted sola. ¿Sola con un toro en la plaza? Nunca. El toro es parte de uno, el toro estaba conmigo. Delante de un toro tienes el alma llena. Y si no hubiera estado amparada de aquella manera… Como no me iban a proteger, si hasta tú lo estás haciendo ahora. Recuerdo que un día un novillo me pegó una voltereta y Alberto Balderas, después de hacerme el quite, me cubrió con su capote para que el público no viera mi hombro desnudo. Hasta ese punto me sentía protegida por mis compañeros. El 18 de octubre de 1950 se despidió de los ruedos españoles en la plaza de toros de Jaén. El alguacil me advirtió que ni se me ocurriera echar pie a tierra cuando terminara de rejonear, que estaba prohibido a las mujeres. Pero no pude evitarlo. Me bajé de mi caballo, en el tercio, donde el alguacil no se atrevía a salir, y al instante la cuadrilla me entregó la muleta y la espada. Era un novillo bravísimo, colorado, de Remigio Tibot, y no lo maté. Sabía que era mi último toro en España y quise perdonarle la vida a tan buen amigo; por eso, dejé caer la espada sobre la arena. Cuando terminé de torear, en medio de un gran alboroto, me subieron al palco presidencial, detenida, y la corrida quedó suspendida en medio de la bronca. Pero eran tan grandes y fuertes las protestas del público, que no tuvieron más remedio que dejarme marchar. La gente, enardecida, me pidió las orejas y el rabo. Y me las llevaron al palco. Fue algo inenarrable. 25