LOS RITOS DE JESÚS, EL ANTI

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JAMES TUNSTAED BURTCHAELL
LOS RITOS DE JESÚS, EL ANTI-RITUALISTA
Lo ritual ha jugado siempre un importante papel en la vida y en las relaciones
humanas. Esto parece ser cierto también en nuestro mundo. Por eso no deja de
sorprender que el culto cristiano adolezca precisamente hoy de falta de expresividad.
¿Cuál es el carácter y el sentido de lo ritual en el ámbito de la fe? La actitud de Jesús
frente al culto de Israel es el punto de partida adecuado que nos permite descubrir el
significado de un culto en espíritu y en verdad.
The Rituals of Jesús, the Anti-ritualist, Journal of the Academy of Religion, 39 (1972)
513-525
LA ACTITUD DE JESÚS
Los evangelios refieren una curiosa vacilación de Jesús frente al culto de su pueblo. Si
bien destacaba por su meticulosidad en el cumplimiento de las obligaciones del templo,
no obstante en cierta ocasión lo miró con desdén ante sus acompañantes admirados del
nuevo santuario en construcción y otras veces dio a entender que muchos de los que
acudían a ofrecer sacrificios se burlaban del lugar abrigando odio en su corazón. Todos
sabían que oraba mucho, en tal grado que con frecuencia indignaba a sus discípulos al
desaparecer en el desierto en aquellas excitantes ocasiones en que había conseguido que
le escuchara una considerable multitud. Dar limosna era una de las tareas de su grupo.
No obstante, cuando hablaba de dar limosna, criticaba agudamente a los filántropos que
lo hacían sólo ante una concurrencia que admiraba su gesto. Recomendaba al pueblo
que cumpliera su deber para con los sacerdotes, pero hablaba de la dignidad personal de
éstos con el ceño fruncido y con ásperas quejas. Frecuentaba las sinagogas, pero se las
tenía con los servidores de las mismas.
Jesús participó asidua y devotamente en todas las actividades cúlticas de su pueblo, sin
embargo prevenía constantemente a los que le seguían contra lo vergonzoso que puede
ser el culto. ¿Por qué?
El culto, aunque dirigido a Dios, se hace en compañía de otros: de aquí la continua
tentación de hacer teatro. La hipocresía es vista y temida en la mayoría de iglesias como
la gran destructora del culto. Pero hay otra característica del culto muy bien acogida en
la mayoría de tradiciones religiosas y muy corriente en las asambleas cristianas, que no
encaja en los propósitos y actitud de Jesús: mirar el culto como una simbólica sumisión
y servicio a Dios, como la mejor manera de reconciliar a los creyentes con su Señor; en
el culto los hombres encuentran a Dios, le invocan, tienen un explícito intercambio con
Él, borran sus ofensas y hacen las paces. El culto es la ocasión para dejar de lado las
preocupaciones y trabajos de los hombres y entablar un trato directo con el Señor.
Recalco que esta concepción choca con el evangelio: si Jesús revela a un Padre, cuya
aceptación de los hombres es continua, no se precisan ceremonias para presentárnoslo,
para aplacarlo, para merecer su agrado; y si nosotros nos esforzamos en responder a su
amor con un servicio costoso a nuestro prójimo, especialmente a nuestro prójimo
necesitado, ninguna clase de plegarias o ritos puede suplir este servicio.
Así, pues, hay dos malentendidos: el primero es considerar a la moral como resorte para
cambiar a Dios; es querer conquistar el favor divino por medio del propio
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comportamiento. Esta misma tentación es endémica al culto. El segundo malentendido
consiste en creer que el comportamiento disciplinado y costoso, por el cual uno trata de
llegar a ser un hombre que ama, puede ser reemplazado por el culto. Esta doble cara de
la moneda -que el culto puede manipular a Dios y que puede reemplazar a la moralcontribuye a la magia.
LO RITUAL EN EL HOMBRE
Desinterés actual por el culto
En nuestro tiempo hay un notable desinterés por el culto en diversas religiones del
mundo, especialmente en la cristiandad. Una causa muy obvia es que, como norma
general, el culto es, en su mayor parte, desastroso: canciones y plegarias terriblemente
insípidas; entre todos los géneros de lenguaje humano, quizá el menos inteligible y
comunicativo es el sermón. No está claro que la fe de las asambleas cristia nas haya
sufrido todas las consecuencias de esta desbaratada clase de culto. Posiblemente, la
mayoría de ellas, sin saberlo o como gesto de protección, han suspendido por unos
momentos, mientras estaban en la iglesia, su acto de fe; o, lo que sería peor todavía, han
tomado por costumbre dejar de lado, durante su plegaria, las facultades de la mente y
del espíritu donde incide la creencia.
Quiero subrayar otra causa un poco más radical de nuestra desgana actual por el culto.
Esta objeción afecta más a una teología confusa que a una realización atroz del mismo:
se oye con frecuencia que el culto es "ritual"; parece ser, en el contexto, una palabra que
suena mal, como: ceremonia, rito, formalidad, observancia. Incluso realizado en forma
inteligible y devota no podría rehuir una cierta impotencia intrínseca. La liturgia es
considerada como una romántica, si bien respetuosa, pérdida de tiempo, no sólo por los
no creyentes, sino especialmente por los creyentes que están comprometidos en el
servicio a los demás; una comedia solemne con suficiente bombo alrededor para ser de
consecuencias limitadas. Mi propósito, al adentrarme en la cuestión, no es poner en
evidencia los defectos y malas consecuencias del culto, sino más bien dejar bien sentado
que la liturgia tiene las más insospechadas consecuencias, precisamente por ser ritual.
Importancia de lo ritual en el hombre
Entonces, ¿qué es lo ritual? Incluye gestos dramáticos de todas clases: la presentación
del embajador belga a la reina Isabel II de Inglaterra es un ritual; ciertos partidos de
fútbol son un verdadero ritual, etc.
Los rituales pueden ser fuente de un poder sorprendente: por ejemplo, cuando el equipo
checo de hockey sobre hielo ganó a los rusos en un partido internacional televisado,
Praga explotó en demostraciones. Los ciudadanos checos quemaron banderas rusas,
mutilaron estatuas soviéticas y destruyeron la oficina de la firma "Aeroflot". El partido
y la explosión posterior fueron sólo rituales, pero ésta fue la única posibilidad ante la
provocación sufrida por un pueblo que en todas sus aspiraciones sustanciales había
padecido una sujeción brutal y humillante. De un modo parecido, podemos hablar de los
partidos de fútbol entre los "Rangers" protestantes) y los "Celtics" (católicos) en
Escocia, donde viven y trabajan juntos, en fiera hostilidad, protestantes escoceses y
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católicos irlandeses. Los deportes son sólo un ejemplo del poder común a todos los
ritos. Cuando se los usa para actualizar, simbólicamente, las relaciones inestables y no
resueltas entre pueblos, entonces fácilmente se doblan bajo tal peso y dan suelta a un
poder explosivo. De este modo, el ritual puede estar, en cierto modo, al servicio de
falsas finalidades. Cuando el símbolo debe reemplazar al contenido, éste puede ponerse
en ebullición hasta llegar eventualmente a explotar.
Otra característica de los ritos: si el ritual no se realiza adecuadamente, si es, en cierto
modo, de finalidad contraria a sí mismo, la inadecuación puede causar profunda
angustia e incluso enfurecer. Por ejemplo, algunos se ofendieron mucho al enterarse por
los periódicos de que se celebraban matrimonios para parejas de homosexuales en
iglesias de San Francisco. Los objetores pueden todavía argumentar que un estilo de
casarse tan desorientador concierne no sólo a los dos homosexuales que planean vivir
juntos, sino que al consagrar públicamente una unión tan inconsistente puede
ocasionarse gran confusión a todos los matrimonios.
El ritual ha de ser congruente. ¿Por qué rechazamos que Napoleón se coronase a sí
mismo, o que Jesús fuera traicionado por judas con un beso, o que un jefe de la Mafia
reciba cristiana sepultura?, etc. ¿Qué extraño poder tiene el ritual, que hace que tenga
que haber ritos y que éstos hayan de ser congruentes? En una palabra, ¿por qué ha de
haber ritual en nuestras vidas?, y ¿por qué insistimos en que esté de acuerdo y en
armonía con la circunstancia? Porque, precisamente por medio del ritual, damos
finalidad y sentido a nuestra vida. Nuestros rituales nos proporcionan momentos llenos
de significado, oportunidades de desarrollar nuestras poderosas facultades operativas
que modelan el camino que vivimos. El porqué de nuestra vida se hace sustancia propia
por medio del ritual y por él celebramos lo que creemos. Ahora bien, el ritual exige
significado y sólo puede tomarlo de otras actividades humanas; no es que aporte
significado, sino que lo pone de manifiesto. El ritual, pues, no es nunca ni justificante de
sí mismo, ni suficiente por sí mismo.
Tomemos el acto sexual, el más antiguo de todos los símbolos, como ejemplo típico de
un rito. Hombres y mujeres pueden relacionarse de muy diversas maneras por medio de
la vida sexual. Esto puede no significar nada -un indiferente intercambio de orgasmos-.
Puede significar que ambos se sienten mutuamente atraídos. O que se gozan en la
fidelidad mutua. O también (sobre todo si se tiene en cuenta el "plus" de sentido que
proporciona la visión cristiana) que se gozan en una fidelidad mutua incondicional, para
bien o para mal, riqueza o pobreza, salud o enfermedad, ha sta la muerte.
El acto sexual simboliza el don 'de la propia intimidad. Hombres y mujeres dan su
cuerpo de formas diversas a familiares y amigos. Pero sólo entregan la totalidad de su
cuerpo, su parte "privada", a la persona con la que comparten una intimidad sin
fronteras. Sólo con su mujer comparte un hombre sus propósitos y decisiones
domésticas. De este modo, la vida sexual tiende a incorporar y celebrar el misterio de un
hombre y una mujer que se han entregado mutuamente sus amores individuales, en pro
de una vida común más honda y más fructífera.
Sin embargo, es preciso notar que no es el sexo lo que une al hombre y la mujer. Lo que
verifica la unión de dos personas en el amor, es el intercambio de servicios mutuos: un
hombre ama a su mujer cuando se da cuenta de que ella tiene un dolor de cabeza, o
cuando "friega los platos". No es en la cama donde se hace el amor: en la cama se
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celebra el amor que ha crecido entre ellos mientras él fregaba los platos. Y es muy
necesario que existan relaciones sexuales, que se celebre el significado que tienen los
servicios diarios y prácticos y que, en ese ritual, los dos expresen y liberen el
significado de su aventura común. Precisamente para que esta aventura común se
convierta en algo más que un simple "fregar platos".
Por consiguiente, el amor se nutre no sólo de servicios mutuos, sino del hecho de que
son realizados en cuanto servicios. Por estos servicios se convierten ambos en personas
que aman; y por los rituales compartidos, encienden y azuzan la llama del amo r que late
en dichos servicios. El rito es convertido en verdad por el servicio y, a su vez, el
servicio es activado por el rito: es precisamente al ir a la cama con su mujer, cuando un
hombre goza de la visión de lo que está realmente en juego al fregar ol s platos. Y
solamente realizando esta acción de fregar, es como él se convierte en el esposo amante
que puede con todo derecho unirse sexualmente a su mujer.
El rito es, pues, la celebración que comunica profundidad a nuestras vidas y nos lleva a
vivir de acuerdo con esa profundidad. El rito no es meramente expresión de nuestras
creencias y valores; sino que igual que la actividad ética, trabaja desde dentro hacia
afuera y desde fuera hacia dentro. Expresa lo que hay en nosotros, pero también nos va
configurando. De todo ritual verdadero puede decirse que actúa lo que significa,
teniendo en cuenta que lo que significa está ya actuando. Cuando el ritual no es
ratificado por el servicio, tenemos hipocresía, fingimiento y magia. Cuando el ritual no
le da significado al servicio, el servicio resulta un esfuerzo sin objetivos y el fin de la
civilización humana.
Hoy en día estamos muy prevenidos contra la hipocresía que nace de los rituales no
ratificados por el servicio, pero no sería un esfuerzo inútil explorar la amenaza
contraria: el desatino y la deriva que siguen al ritual deformado o frívolo o a la ausencia
del mismo. La actuación ética puede ser algo sin ton ni son o puede tener objetivos
claros. Y con frecuencia es el ritual adecuado y congruente el que ma rca la diferencia
entre una u otra actuación ética, invistiendo lo que hacemos de una interioridad que
permita realizarnos, en lugar de ser una actividad efímera y superficial que no influye
para nada en nosotros.
Un caso iluminador
Como ilustraciones del sentido y carácter del ritual, podemos tomar algunos sucesos del
otoño de 1969, familiares a todo el mundo. El 15 de octubre se suspendieron por un día
las clases en "Notre Dame" (EE. UU.) para que la comunidad reflexionase sobre la
guerra y la paz. Hubo reuniones de todos los alumnos, profesores, familiares y
administradores, para escuchar al que quisiese hablar sobre la guerra del Vietnam. La
multitud escuchaba reverente. A continuación se organizó una manifestación silenciosa
con pancartas negras y grandes cruces, que iban intercaladas en la procesión. Al llegar
al edificio de la R.O.T.C., se plantaron nueve cruces blancas por las tumbas de los
nueve graduados de "Notre Dame" muertos en la guerra del Vietnam. Después de nueve
toques de corneta, la multitud se reagrupó de nuevo para recorrer de vuelta todo el paseo
principal, pero esta vez las pancartas, sin letras, eran de rojo brillante. Reunidos después
bajo un enorme mural de Cristo con los brazos extendidos, empezaron una celebración
de la eucaristía, dirigida por un arzobispo de la India, famoso por su trabajo
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comprometido por la paz y la amnistía política. En el ofertorio, se destruyeron siete
expedientes de registro de siete estudiante... Mi propósito al explicar la historia, no es
despertar la simpatía por los objetivos del día, sino destacar cómo la gente joven,
considerada hostil a los rituales, espontáneamente vuelve a los símbolos más primitivos
para expresar su oposición a la guerra. Para mí, aquello fue algo más que un mero
recuerdo, pues conocía a tres de los muchachos muertos. Era importante que la corneta
tocara nueve veces a retreta para grabar profundamente en las almas de todos los
presentes que aquellos hombres habían muerto nueve muertes distintas. Todos los
presentes sabían de la guerra y tenían convicciones de todas clases sobre ella, pero el
ritual puso un temblor en sus huesos.
Un mes más tarde, el 15 de noviembre, miles de personas se reunieron de nuevo en
Washington para renovar la protesta. En uno de los rituales más impresionantes del día,
38.000 personas, llevando grandes carteles con el nombre y el Estado de procedencia de
los caídos, desfilaron despacio por los terrenos federales hasta la explanada de la Casa
Blanca, donde cada uno de los participantes lo dejó en un ataúd abierto. El rito fue
simple: no obstante, una chica cuenta que, después de estar en la tétrica fila algunas
horas, sintió revivir en sus manos al joven cuyo nombre llevaba hasta que llegó el
momento de tenerlo que dejar ir a la muerte en el ataúd. Había visto morir a un joven, la
guerra había revelado su horror en un destello. Prescindiendo de la posición de cada uno
frente a la terrible y compleja desgracia de la guerra, uno puede ver en estos rituales
folk, compuestos apresuradamente, el poder que tienen para incorporar el recuerdo y
concienciar de modo nuevo y eficiente el sufrimiento de tantas muertes distantes y
anónimas. Todos estos gestos calan en los buenos ciudadanos y les hacen comprender
qué está haciendo su nación. Como Hamlet, entran en el drama esperando que la escena
será el punto clave para despertar la conciencia del rey... y de ellos mismos.
EL CULTO CRISTIANO
Podemos ahora volver a la forma peculiar del ritual que incorpora nuestras creencias
sobre nuestra posición frente a Dios: el culto. Los cristianos ven sus propias tradiciones
de culto con referencia a Jesús, cuya vida entera es presentada por los evangelios como
un ritual. Jesús es, él mismo, un sacramento, la benevolencia del Padre encarnada entre
los hombres. En su humanidad revela a Dio s de una forma incompleta, que estremece,
que invita. Cada acto suyo es un ritual. La encarnación descubre al Padre, no
simplemente en las palabras del Hijo, sino en cada gesto y servicio. No obstante, aunque
revela el amor del Padre y comunica su vida a través del contacto con su cuerpo, Jesús
hace de la carne - la suya y la nuestra- el vehículo de dones más interiores que los que la
carne podría recibir. Creer en Jesús es ver que hay algo más de lo que el ojo percibe:
que él, que es hombre, es más que homb re. Del mismo modo, creer en sus rituales
sacramentales es ver que hay algo más a compartir con los hombres que lo que el ojo
ve; es ver que todo servicio al prójimo es algo más que un servicio humano.
La eucaristía
Pongamos como caso relevante la eucaris tía: el ritual de la eucaristía es el de una
comida. La última cena no fue una comida ordinaria, ya que conmemoraba la liberación
judía; pero fue, con todas sus especiales plegarias y observancias, una comida. Y
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cualquier discípulo que asistió podría haberlo dicho al final de la misma. No sé hasta
qué punto un cristiano, al salir de la misa de domingo, nos podría decir en qué acción
acaba de tomar parte. Y, sin embargo, es una cena sagrada. Preside la mesa uno que
representa a Cristo. Él comparte con sus compañeros el pan y el vino consagrados.
Lo que une a estos hermanos es un recuerdo común de que en Jesús está presente el
Padre, creador de los hombres. Justamente lo que no parece ser otra cosa que pan y vino
se vuelve por su profunda interioridad en el ve hículo del cuerpo y la sangre de Jesús
crucificado y resucitado; así, estos creyentes celebran su creencia de que siempre que
ellos dan generosamente a su prójimo, sus dones son prendas de su propia carne y
sangre y, además, prendas de la carne y sangre -de la vida divina- del mismo Hijo.
Los sacramentos son celebraciones de fe. No son sucesos por los cuales somos salvados,
salimos a flote de nuestros pecados y somos transformados en hombres que aman. Todo
esto lo hacemos por el intercambio diario de vida con nuestros hermanos. De hecho, el
culto es un interludio en el trabajo actual de la salvación; el culto actúa simbólicamente,
no es substancial. En la eucaristía no se da el concreto compartir de hombre a hombre el
pan y todos los alimentos que el pan representa; lo que se comparte es un pan signo y es
sólo en el momento real del trabajo y sacrificio cuando los hombres son transformados.
Este interludio, no obstante, es una de las cosas más necesarias, es la pausa que
necesitamos para echar una mirada a la interioridad, a la finalidad y al valor eterno de lo
que hacemos cuando trabajamos. Los dones sin culto que pasan de mano en mano
pueden cesar de ser dones y corren el peligro de degenerar en puras transacciones
comerciales. Un signo es un signo sólo mientras el que lo da lo considera como un
vehículo de algo que él no puede abarcar con su mano. La eucaristía, una celebración
tan "ociosa", es el secreto de los que creen que el hombre no puede vivir de solo pan,
aunque por el don de pan, pueden y de hecho reciben más que pan solo.
El ministro en el culto
Una peculiaridad de los rituales cristianos es que su forma usual no es la de un servicio
de plegaria, como sería de una multitud reunida en actitud de dirigirse a Dios y ser
obediente a sus mandamientos. La reunión está enfocada no a un Dios ausente, sino más
bien al ministro, al hombre que ocupa el lugar de Cristo. La actividad ritual no está
dirigida tanto a Dios como al hombre; el ministro continúa sacramentalmente el trabajo
de Jesús que curó, alimentó, fraternizó, perdonó. Para entender cuál es la función del
sacerdote, no debemos preguntar qué puede hacer él que no puedan hacer los otros
creyentes; la verdadera finalidad de su ritual de celebración es hacer presente ante sus
compañeros, mediante el símbolo sacramental, la semejanza, el poder común de que
está investida la obra de Jesús y la de ellos. El sacramento es aquello por lo cual el
sacerdote capta la conciencia de los reunidos haciéndoles ver que la eternidad está en
juego en sus cotidianas, seculares y humanas ocupaciones. La liturgia no suministra al
hombre una ocasión de retirarse por unos momentos para atender a su intimidad con
Dios, olvidado durante el día por causa de los asuntos mundanos. Tampoco ofrece un
acceso al Padre en modo alguno más inmediato que el que tenemos en cualquier otra
parte. No ofrece un escape del mundo, sino que derrama sobre él la luz intensa de la fe.
Esto suscita una importante conclusión respecto de los ministros o sacerdotes que
celebran estos rituales sagrados. La mayoría de los ministros religiosos ganan su pan
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"por el evangelio". Están liberados de las absorbentes ocupaciones seculares para no
encontrar trabas en el servicio a sus hermanos creyentes. Esto crea un problema: el
sacerdote ha de estar siempre llevando símbolos de servicio a los que le rodean, pero
nunca el contenido. Esto no le descualifica totalmente, pero hace difícil su servicio.
¿Cómo puede uno presidir con acierto y unción la eucaristía, reuniendo hombres
alrededor de la mesa, para partirles el pan de Jesucristo, cuando no está acostumbrado
en modo alguno a compartir la hospitalidad de su propia mesa con amigos y extraños?
Otro ejemplo podría ser la unción de los enfermos. Cuando los hombres están enfermos,
especialmente graves, la persona entera está perturbada y puede irse encerrando
progresivamente en sí misma, ansiosa sólo de su restablecimiento y bienestar. En el
evangelio, Jesús manifiesta un afecto especial hacia los enfermos e inválidos, no sólo
porque socorriéndolos podría revelar más palpablemente el amor vivificante del Padre,
sino porque estaban tentados, sobre todo por el miedo y el infortunio, a cuidar sólo de sí
mismos. La salud que él da penetra todos los caminos del corazón. A los que restablece
les enseña a no pecar más y les manda encauzar sus energías hacia los otros, en la
medida de sus posibilidades.
Ahora bien, ¿cómo puede un hombre acudir a la cama de un moribundo y ungirle con el
aceite de la Iglesia que da salud, si ésta es la única manera de participar en el proceso de
curación?, ¿cómo puede celebrar la creencia común de que siempre que una persona
cuida a otra en su debilidad, le proporciona curación de su espíritu a la par que de su
cuerpo y le reconcilia con el Padre? Con esto no intento sugerir que una persona ha de
ejercitar toda la gama de servicios humanos para cualificarse como ministro o sacerdote;
quisiera urgir, no obstante, que si un creyente tiene como único trabajo ser ministro de
símbolos, no tendrá el poder de hacer que estos símbolos revelen más. El celebrante
debería ganar su pan llevando a cabo algunas formas de servicios costosos que le harían
apto para tomar y hacer suyos los símbolos de la acción curativa de Jesús.
Hay además otro problema: si un cura es pagado por personas a las que ha de predicar,
probablemente suavizará el evangelio para que no ofenda. Resultaría terriblemente
difícil hablar con la crudeza del evangelio a los que pagan. L'Abbé Pierre comenta a
propósito de esto: "Para permanecer libre, el profeta ha de tener un trabajo que asegure
su completa independencia económica y que sea el más bajo -como los Traperos de
Emaús- de forma que pueda permanecer soberano en su libertad".
Conclusión
El culto no es un sustitutivo de la moral; no obstante, los dos deben ir a la par. La moral
ratifica el culto y éste, a su vez, ilumina la actuación moral. Los hombres que
encuentran su motivación y sentido en el culto vuelven al trabajo con redoblada
generosidad y convicción. La consonancia entre el culto y trabajo hace que todos los
servicios genuinos a los demás sean reveladores. El símbolo gana contenido, el
contenido se vuelve simbólico de algo todavía más profundo. La palabra se hace carne,
la carne empieza a hablar.
Tradujo y condensó: JAVIER SAIGI
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