“En su banco del parque”.

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EN SU BANCO DEL PARQUE Era su primer día. Estaba muy emocionado. Sabía que iba a pasar allí mucho tiempo, posiblemente el resto de sus días, pero estaba en un parque y eso le alegraba, pues había oído que los parques son lugares alegres. Además, tenía un banco cerca, lo que, por lo que le habían comentado, era más entretenido. Sin embargo, al poco tiempo se dio cuenta de que casi nadie apreciaba su banco, tal vez por la pequeña sombra que él arrojaba, tal vez porque estaba retirado del camino. Pasó solo sus primeros días, salvo por un pajarito que le visitaba de vez en cuando. Era un pajarito completamente negro, aunque con un llamativo pico naranja, que cantaba alocadamente por la noche, rompiendo el silencio del parque. Esa fue su compañía hasta que alguien vino a sentarse al banco. Se trataba de un chico con el pelo de un curioso color otoño, entre marrón y naranja, que él nunca había visto. Se sentó erguido y algo extraño. Movía la pierna rápido y miraba hacia los lados. ¿Qué le pasaba? Entonces llegó otro chico más o menos de su edad y lo entendió: estaba esperándole y estaba nervioso. El otro era más alto y tenía el pelo negro, y cuando el primero lo vio se levantó y lo saludó tímidamente. Se sentaron los dos y hablaron, y hablaron. Él no entendía nada, pero veía sus caras. Al principio, los dos parecían nerviosos, no se miraban a los ojos y sonreían débilmente, con extraños silencios entre sus palabras. Luego, se animaron. Siguieron hablando y hablando. Dejó de prestarles atención hasta que de pronto se callaron. Volvió a prestarles atención y vio cómo se sonreían y se miraban a los ojos, por fin. El moreno acarició la mejilla del otro chico, y este bajó la mirada sonriendo. ¡Qué gesto tan bonito! Sus caras se acercaron hasta que sus narices se tocaron, la del primero redondeada en la punta, y la del segundo recta y llena de unos puntitos que tampoco había visto nunca. Entonces, giraron las cabezas hacia lados contrarios y juntaron sus bocas suavemente en lo que a él le pareció lo más bonito que había visto nunca. ¿Por qué los que eran como él no podían hacer eso? Se abrazaron y continuaron uniendo sus bocas y riendo. Él les observaba encantado, aunque algo le decía que no debía cotillear de esa manera, aunque, ¿quién le prestaba atención alguna vez? Él era alguien que estaba ahí en su sitio, pero nadie reparaba en él. De todos modos, al cabo de un rato se acercó el pajarito negro y se posó sobre él, y decidió entretenerse en cómo este se comía los gusanitos que recorrían su cuerpo. Cuando quiso darse cuenta, los chicos se habían ido, y había anochecido. Aquella tarde de invierno había descubierto lo que era un beso, aunque no sabía lo que significaba, pues él no podía sentir lo mismo que los chicos. El pajarito se 1 marchó, y acudió a él una familia de murciélagos mientras los débiles rayos de una luna fina como la sonrisa del gato de Cheshire iluminaban su cuerpo. Unos días más tarde, volvieron los chicos, esta vez cogidos de la mano, y se volvieron a sentar en el banco de la última vez. Uno de ellos, el moreno, llevaba un extraño bártulo alargado colgado de los hombros. Sacó de dentro un curioso objeto que, sin embargo, recordaba haber visto en algún sitio. El pelirrojo le miraba sonriendo tiernamente. Entonces, el otro comenzó a rasguear las cuerdas del objeto, produciendo un maravilloso sonido. ¿Cómo podía hacer algo tan precioso solo tocando esas cuerdas? Se sintió primero un poco mal, pues él nunca podría hacer algo así, pero luego les escuchó fascinado, viendo cómo sus ojos brillaban mientras la música circulaba por aquel rincón del parque. El invierno fue abriéndose paso. Primero, se fueron todos los patos que quedaban, al tiempo que los lagos se congelaban, convirtiéndose en pistas de patinaje. Después, cayó la primera nevada, débil, que sólo logró la muerte de los últimos hierbajos. Por último cayó la gran nevada, que dio paso a unas cuantas más. El parque se volvió blanco y negro. Negro en los troncos y los caminos, en los pajaritos valientes que decidieron quedarse y los abrigos de la gente. Blanco en el suelo, la copa de los árboles y el cielo. Todo era contraste. Unos niños reían haciendo guerras de bolas de nieve, otros lloraban por un culetazo en el hielo. Algunos paseaban sin mirar a nadie con la cara hundida en las bufandas, otros lo hacían abrazados y mirando a alguien. Los chicos de su banco dejaron de venir, salvo algún día en el que solo los veía pasar sin parar a sentarse. Era bonito, pero era aburrido. Su pajarito negro seguía viniendo, y seguía cantando alocadamente, alegrando sus noches. El invierno dio paso lentamente a la primavera, cuando el sol empezó a dejarse ver más a menudo, y cayeron lluvias que derritieron la nieve. La primavera le hacía sentir bien, porque se sentía más vivo. Nacían los primeros hierbajos, las primeras yemas y las primeras florecillas. Era todo vida. Volvían los primeros pajaritos, y con ellos los insectos. Y volvían las personas. Los primeros días la gente no confiaba: no salían por miedo a que la primavera se retrajera. Pero se iban animando, aún con sus bufandas y abrigos, a salir a pasear. Y volvieron los chicos, y con ellos una escena que le hizo ver que las personas no solo hacían cosas bonitas los unos con los otros. Una tarde, cuando el sol se ocultaba en una preciosa escena en la que el cielo se tornaba cada vez de un rosa más intenso, y los chicos hablaban tranquilos en el banco, apareció bruscamente un hombre que también tenía el pelo color otoño, 2 pero más grisáceo. Los chicos le miraron con una extraña expresión, y el que se parecía al hombre se levantó muy rápido. Le dijo algo, con una cara entre triste, preocupada y enfadada. El hombre comenzó a gritar, gesticulando mucho, diciendo cosas que parecían hirientes, pues las miradas de los chicos se iban agriando. Cada vez se acercaba más a ellos y el chico que se había levantado también gritaba y gesticulaba. El otro se levantó, y en un momento dado se puso entre su compañero y el hombre, que le asestó un puñetazo en la cara. El chico se tambaleó hacia atrás, y el otro le miró con los ojos llorosos y la cara roja, frunció el ceño y le devolvió el puñetazo al hombre. Entonces, todo se volvió muy rápido y horrible. El hombre le dio un puñetazo más fuerte que hizo que cayera al suelo, y comenzó a liarse a patadas con él, mientras el otro le empujaba y le agarraba de los brazos gritando sin conseguir apartarle. Finalmente, atraídos por los gritos, llegaron un grupo de personas, pero antes de que pudieran hacer nada, el hombre miró al chico que se parecía a él, al menos en el físico, y le dijo algo con voz seca, para después salir corriendo. El chico moreno gritó algo, furioso, y todo el mundo se fue cuchicheando. Entonces, se acercó corriendo al otro y se arrodilló a su lado, le cogió la cara con las manos y le abrazó, mientras el otro empezaba a llorar. Al principio parecía querer ocultarlo, pero pronto empezó a llorar a lágrima viva. Tenía morado un lado de la cara y sangre en la nariz, en la ceja, en el labio y en su ropa. El otro tenía un ojo también morado, pero en ese momento no existía el dolor físico, sólo la rabia, la impotencia, y otros tipos de dolor, y el amor. Desde entonces, venía a su banco el chico moreno, solo, con su extraño objeto musical o un libro. Pero duraba poco. Su cara se iba apagando cada vez más hasta que se levantaba y se iba. ¿Dónde estaba el otro? El viento le trajo rumores, mensajes difusos de los que eran como él. Le hablaban de gritos en una casa, de un chico y un hombre con el pelo color otoño. Le hablaban de lágrimas en una almohada y nudillos despellejados. Y de una niña pequeña con puntitos en la cara que miraba asustada y abrazaba llorando. Semanas después sólo hablaban de una niña que lloraba y un hombre serio, sin un chico a quien gritar. El otro no se dejaba ver tampoco por el banco. Durante un tiempo, se sintió vacío sin el amor de los chicos, aunque la primavera le alegraba un poco. El pajarito negro anidó con su pareja y al comienzo del verano todo se llenó de pajaritos más pequeños que chillaban. Las flores se transformaron en frutos y todo se fue volviendo más verde. Los patos regresaron, y con ellos los niños que tiraban trocitos de pan al agua. Los abrigos fueron dando paso a las chaquetas desabrochadas, y las lluvias a un sol que calentaba de verdad. Él deseaba que los chicos volvieran, que se unieran a las personas que pasaban las tardes tumbadas en la hierba, o leyendo, o hablando. Sin embargo, el verano pasaba y no aparecían. 3 El parque estaba abarrotado, e incluso alguien se pasó por su banco. Un señor y una señora con el pelo blanco y la cara arrugada se sentaron un par de veces, y el pajarito negro se unía a ellos atraído por las semillas que tiraban al suelo. Ahí descubrió otro amor, más profundo o tal vez simplemente más cultivado. La manera en la que el señor acariciaba la temblorosa mano de la señora, y cómo ella le miraba cuando él estaba distraído. Ojalá algún día los chicos pudieran estar juntos así, pensó. O como el pajarito negro, que cogía las semillas y subía al árbol a alimentar a sus pollitos. Aunque ese era otro tipo de amor, aunque a lo mejor era instinto y nada más. Cada vez hacía más calor, y apenas llovía, aunque él no tenía problemas porque el parque le suministraba el agua que necesitaba. Una tormenta de verano sorprendió a los viandantes, que huyeron rápidamente. A él, sin embargo, le gustaban ese tipo de tormentas. La lluvia caía con fuerza y el aire se mantenía caliente. Luego se marchaba y el sol brillaba como siempre, como si nada hubiera pasado. Los pollitos salían a volar cada vez más, y cuando el otoño se acercaba abandonaron el nido; al pajarito negro no pareció importarle demasiado. El parqué se tornó marrón anaranjado, y los niños jugaban con los charcos de hojas secas, lanzándose puñados. Cayeron las primeras lluvias otoñales, y los niños jugaban con los charcos de agua, chapoteando con sus botas brillantes. Él apenas pensaba ya en los chicos, y pensó que no volverían, y deseó que les fuera bien. Entonces, un día, cuando ya apenas quedaban hojas en las ramas y el suelo se llenaba de frutos secos, apareció el chico moreno. Se le veía contento. Sacó un cuaderno y empezó a escribir cosas en él. ¿Qué hacía? De vez en cuando le miraba a él. ¿Por qué? A él nunca le miraban. Pero el chico le dirigía la mirada y la bajaba de nuevo al cuaderno, y así sucesivamente. Entonces se dio cuenta de que tal vez no estuviera escribiendo, sino plasmándole a él en el cuaderno. Se fijó y pudo ver su forma en el papel, o al menos supuso que era su forma, porque él nunca se había visto a sí mismo, pero sabía que se parecía a los que eran como él, al menos en el aspecto general. Cuando acabó, escribió algo detrás del papel. Sería algo bonito, pues le veía sonreír, e incluso vio cómo le caía una lágrima por la mejilla. Finalmente, dobló el papel y lo metió dentro de otro que lo recubría entero. Al cabo de un ratito, se levantó y se fue. La expresión que había mantenido el chico le hizo pensar que tal vez aún podía ver al otro, que tal vez tuvieran otro banco donde sentarse. Eso le alegró. También se preguntó qué iba a hacer con el dibujo. ¿Dárselo al otro, quizás, como recuerdo de un lugar al que no iban a volver más? La idea era bonita, pero no le gustaba. No quería estar solo. 4 Pero una mañana, cuando pensaba que nunca volvería a verles, apareció el chico del pelo color otoño con una bufanda roja. Parecía más mayor: tenía el pelo más largo, incluso un poco en la cara, y estaba más alto. Como hizo hacía ya un año, se sentó en el banco, dejando en el suelo la mochila que llevaba. Entonces, apareció el otro chico, también con una mochila, y se abrazaron fuertemente. Juntaron sus bocas como no había visto hacerlo a nadie, y rieron y hablaron. Entonces, se apoyaron en él, y fue extraño, pues nunca nadie le había tocado. El moreno ató alrededor de su cuerpo la bufanda del otro, alta y con varios nudos. Se volvieron a abrazar, hablaron más y más y, finalmente, cogieron sus mochilas y se fueron. Cayeron las últimas hojas de las ramas, y lluvias más fuertes que dejaban el parque desierto y encharcado. Comenzó a hacer más frío. Se veía venir el invierno. Otro invierno con otra gente, y otro año con otras historias para aquel árbol alejado del camino, con una bufanda roja que colgaba de una de sus ramas. 5 
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