UN POSTMODERNISMO RESISTENTE Los cines periféricos.Reflexiones sobre la estética geopolítica de Fredric Jameson Juan Miguel Company Ramón I En 1982- es decir, ocho años antes de publicar su totalizadora reflexión sobre el postmodernismo- Fredric Jameson da una conferencia (“Posmodernismo y sociedad de consumo”) en el museo Whitney de Nueva York que un año después será incluida, sin apenas modificaciones, en la recopilación de ensayos de Hal Foster sobre la cultura postmoderna (1). En el cierre de dicha conferencia, el profesor de la Universidad de Duke plantea un interrogante lo bastante sustancioso como para ubicarlo en el comienzo de la mía: Hemos visto que hay una manera en la que el posmodernismo replica o reproducerefuerza- la lógica del capitalismo de consumo: la cuestión más significativa es si existe también una manera en la que resiste esa lógica. Pero ésta es una cuestión que debemos dejar abierta (2). Jameson plantea respuestas a esta cuestión en 1992 cuando publica The geopolitical aesthetic. En su prólogo, intentando sintetizar las ideas principales del libro, dice Colin MacCabe: Lo que Jameson sugiere es que en la actualidad debemos analizar el cine comparativamente, que sólo podemos comprender una política cinematográfica cuando la situamos como cine tanto en su contexto político local como en su contexto global; y es que cualquier película reflejará inevitablemente lo que podría denominarse su lugar en la distribución global del poder cultural (3). Estoy plenamente de acuerdo con MacCabe en su afirmación de la doble dificultad que plantea la obra de Jameson, tanto en su propia escritura como en el dominio conceptual, donde el análisis más concreto y específico nunca escapa de un marco teórico de conjunto que lo delimita. A esta doble dificultad cabría añadir una tercera, emanada del propio sistema fílmico relacional que se establece en el texto. Particularmente me encuentro muy alejado de las películas de Alan J. Pakula, que no he vuelto a ver desde las ya lejanas fechas de su estreno y desconozco por completo el film del realizador taiwanés Edward Yang, así como el del filipino Kidlat Tahimik, que tanto juego dan al autor para establecer reflexiones sobre cinematografías periféricas con respecto al hegemónico modelo hollywoodiense. Me atrevería a asegurar que mis problemas al respecto son, también, los del común de los lectores. En mi exposición voy a intentar hablarles de títulos más próximos a nosotros, lo cual no debe ser entendido como un fácil expediente simplificador de la complejidad del texto. Antes bien, se trataría de dialogar con él, matizando críticamente algunos aspectos y siempre en su mismo horizonte de expectativas. La idea general que preside toda la primera parte del libro es la de que “...en la actividad conspiratoria las formas cambiantes del poder expresan la organización económica del capitalismo multinacional” (p.93). La metáfora conspirativa, emblematizada por las películas de Pakula, constituye en sí misma una poderosa imagen de esa sociedad de control que, según Michel Foucault, ha desplazado a la sociedad disciplinaria en los espacios de nuestra contemporaneidad. No hay, pues, ninguna puerta carcelaria que se cierre sobre el supuesto rebelde- cuya voluntad de rebelarse contra la conspiración es la que permite a ésta incluirlo en sus engranajes para mejor destruirlo en una diabólica “estratagema hegeliana de la razón” (p.85)- sino una puerta abierta que da a un mundo organizado y controlado hasta el infinito. Deleuze caracterizaba la información como un sistema controlado de las consignas vigentes en una sociedad dada. Un control nada tiene que ver con una disciplina. Y sin embargo... ...Con una autopista, no se encierra a la gente, pero haciendo autopistas, se multiplican los medios de control. No digo que ésa sea la única finalidad de la autopista, pero la gente puede dar vueltas al infinito y “libremente” sin estar del todo encerrada, estando, sin embargo, perfectamente controlada. Ése es nuestro futuro (4). El futuro lo interpreta Jameson como una pura y simple pesadilla que ampliara, llevándola al límite, la monopolización internacional de los medios y las industrias culturales de nuestro globalizado presente. La lectura económica explícita que el visionario realizador canadiense David Cronenberg hace de un relato sobre los negocios y la competitividad en Videodrome (1983), logra articular una reflexión sobre “cómo nos sentimos los individuos en el nuevo sistema mundial multinacional”(p.47). Quizá Jameson no insiste lo bastante en el patetismo del personaje de Max (James Woods) donde se solapan las tres funciones actanciales propias del relato policial (detective, víctima y malvado), abocado al suicidio porque, en la propia ejecución del único acto deseante pleno del ser humano- donde el sujeto encuentra el objeto causante de su goce- halla al fin la clave (heideggeriana) de su identidad: Max es un ser para la muerte porque la muerte es el único elemento que le suministra una cierta consciencia de sí, de la realidad de su ser, en un mundo donde la virtualidad puede prolongarse hasta el infinito como en un juego de espejos enfrentados. II En la segunda parte de su libro- titulada, con mucha propiedad, “Periplos”- Jameson propone un itinerario a través de ejemplos procedentes de cinematografías muy diferentes (Rusia, Taiwan, Francia, Filipinas) cuya palmaria excentricidad con respecto al modelo hegemónico los hace especialmente atractivos. No quisiera, empero, pasar por alto un interrogante que el autor deja sin contestar a propósito de la “maestría gélida” que percibe en Kongbufenzi (Edward Yang, 1986). El hecho de que la frase interrogativa aparezca, a su vez, dentro de un paréntesis que, por error tipográfico en la edición española del libro, no se cierra añade intensidad al lapsus textual que, no por el hecho de aparecer con signos de secundariedad respecto al tronco central del párrafo en donde se inserta, es menos significativo: ...En cierta ocasión alguien observó que, en la era del vídeo, el cine recupera aquel aura que Benjamin le había negado en la era de su indiscutible dominio tecnológico.¿No equivale esto a afirmar que hoy en día el ejercicio de virtuosismo cinematográfico tiene algo de ligeramente anticuado?... (p. 172) En otros lugares del libro, Jameson parece rechazar esa idea de virtuosismo, incurriendo así en la paradoja de asimilarse a posturas postmodernas de rechazo del gran arte o la alta cultura que son objeto de cierto cuestionamiento en su sistema crítico y desde posturas marxistas más o menos ortodoxas. Meses atrás, en Valencia, durante unas jornadas que conmemoraban el trigésimo aniversario del estreno de El espíritu de la colmena, Víctor Erice se lamentaba de que el cine había dejado de ser el arte popular que lo acogiera en su infancia. Yo también me formé como espectador en aquellas grandes salas de exhibición de los barrios periféricos donde, por un módico precio, se asistía al pase de dos ( y hasta tres) películas. Probablemente hoy no estaría hablándoles a ustedes si, hace algo más de cuarenta años, no hubiera disfrutado de uno de esos programas dobles en el cine Boston de Benicalap. El espectáculo audiovisual de apresurado usar y tirar desplaza hoy la fruición degustativa con la que admirábamos, en la misma tarde, Centauros del desierto (John Ford, 1956) y Tú y yo (Leo McCarey, 1957). El gusto cinematográfico de un adolescente está ya fijado en torno a los quince años por lo que, siempre según Erice, debía concebirse una educación cinematográfica desde la enseñanza primaria. Todos los que damos clase de cine constatamos cada curso la ceguera de muchos de nuestros alumnos, su incapacidad para ver, por ejemplo, un film como El viento nos llevará (1999) o Ten (2002), de Abbas Kiarostami. Hoy por hoy, creo que debemos dar la bienvenida a las emergencias “autorales” en el seno de la gran industria si queremos que el cine ayude a entender mejor nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. En lo que se gana o pierde del cine de ayer al de hoy, encuentra el libro de Jameson uno de sus más brillantes puntos de inflexión: el análisis comparativo de La regla del juego (Jean Renoir, 1939) y Pasión ( Jean-Luc Godard, 1981). Ambos films tienen para el autor la misma furiosa dinámica de relaciones colectivas e idéntica intensidad formal en su puesta en escena. En la película de Godard, el director de una fábrica (Michel) decide venderla al tiempo que Jerzy, el cineasta, abandona el proyecto de filmación y regresa a su casa en Polonia: ...La simetría de las dos decisiones relativamente gratuitas de Michel y Jerzy no tiene especial significado desde un punto de vista tradicionalmente objetivo o realista. Sirve para tapar la gran oposición espacial que se da en Pasión entre el estudio cinematográfico y la fábrica, entre la superestructura y la base, la imagen del objeto y el objeto en sí, reproducción, estética y economía política, la tecnología del periodo postmoderno y la técnica anterior de la cadena de montaje del estadio (monopolístico) (pp. 203-204). Pienso, sinceramente, que el discurso de Jameson podría, en este caso, ser más claro sin perder, por ello, un ápice de su complejidad. Godard contrapone los espacios del estudio de rodaje y de la fábrica para mejor inferir de ambos lo que en ellos se dirime: el viejo conflicto de la alienación del trabajador frente a sus medios de producción. La obrera de la fábrica ofrece la plusvalía de su actividad al director que la explota y no otra cosa es lo que le sucede al realizador cinematográfico en el estudio, enfrentado a un productor que le exige una historia, un conflicto narrativo para su película. En 1939, Renoir aún podía valerse de modelos representacionales dieciochescos (Marivaux) o románticos (Alfred de Musset) para establecer picantes complicidades entre plebeyos y aristócratas a partir de su común afición por las mujeres y los líos de faldas y de cuernos. Pero, en un momento dado, era el dueño de los medios de producción el que imponía sus reglas, coartada moral incluida. Más de cuarenta años después, en el capitalismo tardío, Godard utiliza, para hacerse entender, el postmoderno discurso de abolir el espacio privado y la vida privada como tales “...vueltos del revés en el universo estandarizado y producido en masa de lo urbano (que por esta misma razón ha dejado de ser un verdadero espacio público)” (p.205). III Cuando Jameson plantea que el cine del Tercer Mundo no es un espacio en el que deban buscarse modelos de cine alternativo, es evidente que está adoptando una distancia frente a cierto “optimismo revolucionario” de los años sesenta que confiaba en la acción redentora de ciertas prácticas fílmicas independientes/guerrilleras cuyo paradigma podía ser La hora de los hornos (Fernando Solanas/Octavio Getino, 1968) y el cine cubano de la época. No debemos, por lo tanto, leer lo que sigue como una dimisión ideológica del autor, sino como una puesta al día de la problemática que, como veremos a continuación, lleva implícita ciertas limitaciones teóricas: ...De hecho incluso el término Tercer Mundo parece haberse convertido en un estorbo en un período en el que las realidades económicas parecen haber suplantado las posibilidades de la lucha colectiva y tanto la iniciativa humana como la política parecen haber quedado disueltas en las instituciones anónimas globales que llamamos capitalismo tardío (p.217). El análisis de Jameson peca aquí de economicista.Ello no le impide abordar ciertos análisis formales de los films quedándose, empero, en el umbral de consideraciones de mayor calado. El autor enuncia, por ejemplo, cómo en Kongbufenzi (Edward Yang, 1986) se establece una insistente relación entre el espacio individual y la ciudad como un todo: los dramas de las mujeres en el film “... son espaciales no sólo porque de alguna manera son postmodernos, sino también, y sobre todo, porque son urbanos, y aún más porque se articulan dentro de esta determinada ciudad” (p.183). En Yi Yi (2000), la película que Edward Yang realiza catorce años después de Komgbufenziy que, a diferencia de ésta, sí ha tenido distribución comercial en España- se nos ofrece, como diría Jameson, otra manera de recartografíar Taipei a partir de esa misma disolución de los espacios privados en los espacios públicos y con el omnipresente telón de fondo, auditivo y sonoro, de una ciudad deshumanizada. La crisis de los sentimientos, materializada en esa mujer que nada puede decirle de sus aconteceres cotidianos a su madre en coma porque afirma tener una vida vacía, es desplazada y sustituida por el mundo de los negocios, cuya escenificación es tanto o más dura que en Videodrome. A este respecto es emblemática la escena en la que Min- Min, que ha decidido retirarse a un monasterio para hacer frente a su profunda crisis interna, recibe en su domicilio a un monje budista al que la cámara relega a un espacio fuera de campo, inscribiéndose en la imagen sólo el momento en el que NJ, el marido, le firma un cheque para abonar sus servicios. Este film ha sido estudiado, en profundidad, por Francisco Javier Gómez Tarín y la precisión de sus palabras me exime de todo comentario superfluo: ...No es casual la insistencia en los negocios, en los entramados urbanos, en la opresión ambiental; hay una pérdida de valores culturales que hunde las vidas de los personajes en la infelicidad porque, en última instancia, Taiwan vive una doble pérdida: la de su estructura socio- económica (fruto de la globalización, plasmada en los negocios y en la voluntad de enriquecimiento sin escrúpulos) y la de su cultura ancestral (fruto de la occidentalización, plasmada en la visita al antiguo colegio, como reliquia del pasado, y en las múltiples referencias icónicas a lo hegemónico: Batman y Robin, Coca-Cola, McDonalds, filmes, camisetas, fotografias de Gary Cooper en la habitación de la abuela, etc.). Mirada que desvela el lado oculto de una sociedad que no se resigna a la humillación, al menos desde la fuerza y consistencia de las imágenes de sus films...No es casual que el ambiente familiar que centra la acción sea el de un grupo social acomodado porque es ahí donde se pone de manifiesto que los años de cambio, de homogeneización, de globalización, de occidentalización, no han aportado ni un ápice de felicidad y sí grandes opresiones morales sobre el individuo. El mundo de los negocios se ha impuesto sobre el personal y social, condicionándolo y pervirtiendo sus esperanzas de antaño. Sólo es posible la recuperación del pasado a través de la abuela, con quien han de morir los recuerdos y el “saber”. La abuela es, en última instancia, el hilo conductor, el eje metafórico del filme. Ella permanece inmóvil, es el muro de lamentaciones donde el resto de la familia puede confesar sus errores pero sólo el esfuerzo de “hablar” les redimirá...Es por eso que el fuera de campo se convierte en uno de los recursos formales y discursivos esenciales del filme, porque el punto de focalización es ese eje metafórico situado en la evanescente “presencia” de la abuela, cual si la cámara pudiera confundirse con un fantasma que se mira a sí mismo en cuanto espacio histórico (ciudad, sociedad). Los acontecimientos están “mas allá” de nuestra mirada, pero ésta abre el discurso hacia lo polisémico porque nos hace partícipes de una mirada omnisciente que radica en la voluntad discursiva del ente enunciador de no imponer sino sugerir: escuchar detrás de las puertas, huir mediante panorámicas del espacio de la acción para quedarse allí donde todo es abarcable precisamente porque “cerramos los ojos” (5). Frente a la inmanente lógica de la visibilidad del espectáculo cinematográfico hegemónico, una película como Yi Yi esgrime una estrategia resistente en su puesta en escena. Habría que poner de nuevo sobre el tapete esa cierta autonomía de la forma artística frente a las estructuras económicas de base que supuestamente la determinan.Sabemos que el Tercer Mundo debe recurrir a alianzas económicas con el Primer Mundo para producir sus películas. El problema residiría en articular esos sistemas de financiación con prácticas fílmicas no hegemónicas, no sometidas al imperialismo representativo- institucional (Burch) hollywoodiense y que, a la vez, nazcan de su propio humus cultural. Pienso, por poner otro ejemplo, que el atractivo de un film como Primavera, otoño, invierno...y primavera (2003) del surcoreano Kim Ki-duk reside no tanto en el aparente exotismo temático de su propuesta argumental peculiaridad nacionalista, siguiendo el discurso de Jameson- como en su capacidad de interrogar al espectador desde una mirada otra. El análisis temático, económico o sociológico, siempre tiene el inconveniente de dejar aparcada la problemática de la forma en su aprehensión materialista, como deseaba Eisenstein. Cuando Jameson se acerca a la forma del film, siempre considera ésta como un elemento al servicio del contenido y tan indeseada bipolaridad limita los alcances de un texto rico, empero, en sugerencias. IV Mi intervención en este foro sobre el libro de Jameson quiere cerrarse con dos comentarios a propósito de sendas notas a pie de página. La primera de ellas, invita a reflexionar sobre los usos del documental cinematográfico a la hora de analizar cómo determinados films de ficciónSalvador (Oliver Stone, 1986), por ejemplo- abordan la realidad convulsa de América Central: ...Los documentales contemporáneos más interesantes son aquellos en los que uno puede reconocer cómo se interpone el proceso de realización cinematográfica entre el espectador y la materia prima de dichos documentales (nota 13, p.65) Es éste, sin duda, un problema sustancial a dirimir y en cuya resolución se empeñaron, en el pasado, cineastas de la talla de Vertov y Eisenstein y, en el presente, realizadores con capacidad para dejar una huella similar en la historia del cine: José Luis Guerín y Víctor Erice. Decía, no ha mucho, este último a propósito de uno de los inauguradores de la modernidad fílmica: “Rossellini fue el primer cineasta que llegó a la conclusión de que, cualquiera que sea la ficción que pueda contener, una película es siempre el documental de su propio rodaje”. Algo de esto sabe José Luis Guerín empeñado, casi desde el principio de su filmografía, en una labor susceptible de evidenciar los límites fluctuantes de la ficción con la no- ficción. Cineasta del dispositivo fílmico más que de la puesta en escena, ello le permite convertirse en el observador curioso de su propio film al tiempo que éste se va haciendo. A lo largo de dos años, mientras un nuevo inmueble se iba alzando en el barrio del Raval de Barcelona, Guerín fue rodando, a pie de obra y en soporte vídeo, ciento veinte horas de metraje para obtener En construcción (2000). Si la base real sobre la que el film se asienta parece más que evidente, no lo es menos la intencionalidad que presidió su laborioso montaje y mediante el cual dicha realidad empezó a hablar y a manifestarse. La dimensión moral de la empresa del cineasta no se supo ver en toda su grandeza en el momento del estreno del film, quizá por el enorme respeto de Guerín hacia sus espectadores y su empeño en construir (también) con su película una obra que nos interpelara como sujetos históricos. Cuatro años después, en un momento en el que cierto ex-presidente de Gobierno utiliza tribunas universitarias foráneas para enjarretar un discurso xenófobo sin apenas maquillaje y sus derrotados alevines empiezan a enseñar los colmillos ultraderechistas a través de la máscara democrática, En construcción, con su integradora defensa del mestizaje cultural y de los parias del sistema a los que el llamado orden mundial bombardea y machaca, ha crecido en estatura. Que el propio Guerín era consciente de esa dimensión ética de su trabajo lo ponen de manifiesto sus declaraciones a El País del 19 de octubre de 2001: ...He intentado buscar aquellos aspectos que tienen ecos universales, que pueden hablarnos más de nuestro tiempo. Utilizar esa obra en construcción de la película y de la realidad como caja de resonancia de un barrio y, dentro de eso, el propio barrio como caja de resonancia de una transformación cuyo alcance creo que debe determinar el espectador. Como ya ocurriera en Tren de sombras (1996), su anterior largometraje, las articulaciones narrativas de En construcción se erigen sobre los aspectos mostrativos de la imagen. Los dúos formados por la pareja de enamorados, el encargado y su hijo y el albañil y el peón, funcionando en registros dramáticos diferentes- la necesidad de encontrar un trabajo para salir adelante, la transmisión del gusto por el trabajo bien hecho, la conciencia de clase frente a la alienaciónhacen descubrir al espectador, en una sutil dimensión metadiscursiva, la funcionalidad del plano/ contraplano, la razón de ser de unas determinadas iluminaciones y angulaciones de cámara para transmitir emociones concretas. De esta suerte, una conversación nocturna entre albañil y peón donde el primero habla al segundo de su experiencia en la construcción de nichos sepulcrales se coloreará, climáticamente, con sus sombras proyectadas en el edificio frontero; un escarceo amoroso del hijo del encargado con una vecina que se asoma al balcón a tender la ropa irá acompañado de picados y contrapicados en razón de sus diferentes ubicaciones espaciales... La cámara sigue a la pareja desahuciada, en busca de un techo bajo el que cobijarse, mediante un travelling frontal de acompañamiento que, intencionado, constituye el único movimiento del aparato en el film, salvo las imprescindibles panorámicas de reencuadre. Previamente hemos visto, abandonado en un contenedor, el cuadro que adornaba su precaria sala de estar, convertido ya en mero, ruinoso recuerdo. Los futuros inquilinos visitan los nuevos pisos y uno de ellos asimila su balcón a un palco del Liceo, convirtiendo la porción del barrio que desde allí se contempla poco menos que en un decorado teatral. El último juego plano/ contraplano del film nos mostrará a un mendigo arrebujándose en su manta, contemplando el estallido de unos fuegos artificiales sobre los tejados de la ciudad. “Un travelling es una cuestión de moral”, decía Godard en los años sesenta. Tal vez sea ese travelling de solidario acompañamiento el que mejor sintetice la visión moral de la realidad observada por Guerín, una realidad que habla desde los personajes que la pueblan, desahuciados y seres marginales, víctimas de ese nuevo avatar del capitalismo más salvaje y embrutecedor que se llama globalización. Su apuesta es tan arriesgada como singular y se desmarca con vigor de ese discurrir de soporíferas obviedades con el que suele recubrirse nuestro cine. Similar intención moral es la que despliega el brasileño Walter Salles en Diarios de motocicleta (2004), donde el periodo de formación de Ernesto Guevara de la Serna antes de convertirse en el Che Guevara, obligado icono de la revolución cubana, es visto como una road movie donde, siguiendo paso a paso el periplo que emprendiera con su amigo Alberto Granado en 1952 a bordo de una destartalada Norton de 1939, llega a hacer sensible al espectador el nacimiento de una conciencia solidaria con todos los oprimidos de Latinoamérica. La maestría del film reside en la cuidada elaboración plástica de sus imágenes, alejadas del pintorequismo turístico al uso, que nos ofrecen la apabullante grandeza de los paisajes con un realismo físico que no excluye, en algunos momentos, la hostilidad hacia quien los contempla y transita. Si la road movie es, tal vez, el estilema más representativo del cine de Hollywood- el vector del desplazamiento unido a la defensa del estatuto de territorialidad es la clave estructural que da sentido a tantos westerns- la transformación que de él hace Salles ubica al film en el paradigma representacional del más combativo cine del Tercer Mundo. André Bazin decía que la fotografía “despelleja la realidad” y Jesús González Requena, partiendo de la intuición del crítico francés, desarrolló su concepto de lo radical fotográfico- el momento esencial donde la impresión de realidad alcanza su mayor efecto de verdad- cuando en el registro fotoquímico “...hay huella especular de lo real, de singularidad extrema y azarosa, opaca y refractaria a todo significado” (6). Será el punto de vista de Ernesto Guevara el que “recorte” sobre el fondo del colorido y mayestático paisaje latinoamericano unos encuadres, en contrastado blanco y negro, perfectamente destacados sobre el mismo. Serán los habitantes que pueblan esa mirilla- la distinción baziniana entre el cadre pictórico y el cache fílmico se hace aquí más pertinente que nunca- los que despidan el film, siempre en blanco y negro, con una mirada que parece interrogar a la cámara. Estamos lejos del voluntarismo revolucionario del cine de los sesenta- pienso en los fusiles airadamente enarbolados en el plano final, congelado de Sangre de cóndor (Jorge Sanjinés, 1969)- y de la hagiografía del héroe carismático: la áun indecisa apelación de Guevara al internacionalismo proletario en América Latina es, también, filtrada por el punto de vista de su compañero Granado (de cuya emoción puede inferirse que nos encontramos ante las palabras de un líder) y no tiene nada de discurso concluyente y sin fisuras. En ese itinerario de un aprendizaje- road movie, pero también bildungsroman- el espectador descubre, junto con el protagonista, algunas verdades esenciales. Diarios de motocicleta es una coproducción entre Argentina, Chile y Perú que ha contado con la decisiva aportación de Robert Redford en su financiación. ¡Olvídate de mí! (“Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, Michel Gondry, 2004) es una producción independiente de Focus Features que, estrenada entre nosotros con toda la chatarra de los paquetes de exhibición multinacional, está desapareciendo del cartel de estreno a gran velocidad. El carácter radicalmente alternativo de este film a las prácticas dominantes del actual cine de Hollywood lo hace poco asimilable al gusto del público configurado por dichas prácticas.Dice Jameson que el complot conspiratorio de Videodrome es un pretexto formal para recorrer todas las bases del paisaje urbano, algo que sólo puede hacerse de forma lateral, mediante un rodeo genuinamente proustiano.La apostilla sobre Proust, en nota a pie de página, me da pie, a su vez, para hablar del film de Gondry desde la misma perspectiva del saber (postmoderno) en cine utilizada por el profesor de la Universidad de Duke: Considero que el gran tema de Proust no es el recuerdo sino nuestra incapacidad de experimentar las cosas “por primera vez”; la posibilidad de auténtica experiencia (Erfahrung) sólo cuando se nos presenta por segunda vez (escribiendo más que recordando).Esto significa que, si miramos fijamente nuestra experiencia inmediata (Erlebnis) y de frente, con la voluntad de asimilarla de una vez, sin mediación, acabamos perdiéndola; la cosa real entra, por así decirlo, por el rabillo del ojo, mientras conscientemente estamos atentos a otra cosa ( nota 10, p.54) El guión de Charlie Kaufman, tan brillante como el que concibiera para Cómo ser John Malkovich (“Being John Malkovich”, Spike Jonze, 1999) cuenta las penalidades de un tal Joel Barish para olvidar sus desgracias amorosas con Clementine Kruczynski. Incapaz de realizar el correspondiente duelo sobre el objeto perdido, inherente a estas agonías, se pone en manos de una empresa (Lacuna) – que ha realizado la misma operación con Clementine- con el fin de borrar de su cerebro todas las huellas de la desdichada historia. Esta deconstrucción de los sentimientos y las emociones es en todo asimilable al borrado de la memoria de un ordenador; el problema, el conflicto básico de la historia, es que la memoria del ser humano no es un disco duro y su carga informativa se expresa comunicacionalmente y pasa por el sujeto (7). Que ese sujeto se encuentra escindido por la herida del deseo, es algo sabido desde la reflexión freudiana y el discurso lacaniano no ha hecho sino ponerlo aún más en evidencia. Con el borrado, por escaneo cerebral, de huellas emocionales, también pueden irse los buenos recuerdos, esos que querríamos guardar con nosotros para evocarlos al final de la vida. La película muestra la acción procesual misma de la máquina ubicando al espectador, literalmente, en el cerebro del protagonista, donde dichas huellas aparecen por segunda vez- esa segunda vez proustiana, donde se toma conciencia de la experiencia vivida- como déjà vu, marcadas por el sello indeleble de una próxima extinción. Así, el primer encuentro amoroso de la pareja en una casa vacía, al lado de la playa, va acompañado por su drástica deconstrucción. El efecto de borramiento practicado por el aparato hace que la casa se caiga a pedazos y el mar la invada: el momento de máxima plenitud trae consigo el corrompido aroma de su caducidad temporal. Los personajes quieren olvidarse el uno al otro, pero no pueden. El patetismo de la vida misma, de los amores devastados por el tiempo y la costumbre, está precisamente en esa imposibilidad de separación forclusiva de recuerdos, del olvido “automático”, prescindiendo de todo trabajo de duelo. Y es aquí donde nos encontramos, en una subtrama guionística que comenta, desde otro ángulo, el motivo central del film, con el personaje de Mary Svevo,en cuyo apellido vemos todo un homenaje al seudónimo literario de aquel banquero triestino, amigo de Joyce y, como él, escrutador de conciencias. Mary es, para mí, el mejor ejemplo de ternura desolada, pugnaz y condenada a la desgracia que el cine ha dado, sólo equiparable a la pobre Midges de Vértigo; su intérprete, Kirsten Dunst, me resulta tan encantadora como lo fuera Barbara Bel Geddes en el film de Hitchcock. Mary estuvo (y está) enamorada de su jefe, Howard Mierzwiak, el director de Lacuna, con el que pretende establecer lazos de complicidad intelectual valiéndose de las memorias ajenas de un libro de citas de escritores famosos: Nietzsche y Alexander Pope (8). Antaño se sometió a la máquina borradora para olvidar su imposible historia con un hombre casado y es la persistencia ( e insistencia) del deseo mismo, con su capacidad de volver sobre las mismas heridas, la que le hace repetir, por segunda vez (¡aunque para ella es la primera!) el mismo error, esta vez en presencia de la esposa de Howard, condenada a rememorar el pasado mientras Mary sólo es capaz de conocer el presente. Podría decirse, pues, que ¡Olvídate de mí! es- y la expresión nunca estaría tan bien empleada- un film memorable, precisamente porque está lleno de instantes imperecederos, resistentes al paso del tiempo, como esos momentos en los que Joel arrastra a Clementine a la mayor privacidad de sus recuerdos.La memoria está constituida aquí como un espacio en el cual uno puede desplazarse y en esos rincones apartados del cerebro se halla la patria común de la infancia, con sus inefables descubrimientos del sexo y la masturbación, donde la máquina borradora, representada por un policial reflector que sigue a los protagonistas, no puede alcanzarlos porque, como dicen los técnicos de Lacuna- más parecidos a fontaneros chapuzas que a impolutos científicos de bata blanca- “se han salido del mapa”. Debemos considerar ¡Olvídate de mí! como el más aquilatado avatar del postmodernismo de resistencia postulado por Jameson. En esta película encontramos la deconstrucción de la historia de amor, tantas veces contada por Hollywood, y una voluntad de descentramiento del sujeto frente a esa construcción ortopédica del propio Yo, siempre determinado por y en el otro, donde “...los más valientes no son aquellos que quieren olvidar, sino los que se enfrentan a su pasado, lo asumen y lo reivindican”(9). Colin MacCabe concluye así su prólogo al libro de Jameson: Las pautas que ofrece Jameson...parecen incluso más pertinentes en un mundo en el que el dominio político de Estados Unidos es actualmente igual al dominio cultural que consiguió Hollywood hace medio siglo (p.19). Tal vez MacCabe utiliza la palabra “político” en un sentido excesivamente restringido. En el terreno cultural, donde el cine se inserta, la práctica política de la América de Bush, con sus zafios ademanes de predicador religioso y patriotero, se está revelando como muy eficaz- y lo seguirá siendo, me temo, si el electorado no lo remedia, después del dos de noviembre- hasta el punto de que en 10 on Ten (2003), un largometraje realizado por Abbas Kiarostami para acompañar la edición francesa en DVD de Ten, el realizador iraní dice que el poder del cine americano supera al de su propio ejército. Muy rossellinianamente, Kiarostami afirma que la realidad es el punto de partida de todo cambio. Si somos verdaderamente realistas, debemos pedir lo imposible.Otro profesor de la Universidad de Duke, Michael Hardt, en un libro escrito en colaboración con Antonio Negri, da cuenta de una de las paradojas políticas más apremiantes de nuestra época: cómo en nuestra tan celebrada era de las comunicaciones, las luchas han llegado a ser casi incomunicables (10). Deberíamos asumir nuevamente el desafío que supone plantearse unas prácticas- unas políticas- de difusión alternativas a la globalización del sistema. La actitud de Michael Moore liberando los derechos de antena de su último largometraje con el fin de que éste se difunda antes de las elecciones norteamericanas , renunciando así a la posibilidad de ser nominado al oscar de Hollywood, me parece muy sintomática y elocuente. Nos movemos en el ámbito de una sociedad de control que disfraza sus poderes con las mismas banalidades massmediáticas que lo afirman. Reflexiones como las de Jameson, Hardt, Negri, Guerín, Salles, Gondry/Kaufman, Kiarostami y Moore nos ayudan a combatir esas banalidades. NOTAS (1) Vid. Hal Foster (Ed.): La posmodernidad. Barcelona, Kairós, 1985. Traducción de Jordi Fibla. (2) Id., p.186. (3) Fredric Jameson: La estética geopolítica. Cine y espacio en el sistema mundial, p. 18. Barcelona, Paidós, 1995. Traducción de Noemí Sobregués y David Cifuentes. Revisión técnica de José María Ripalda. (4) Gilles Deleuze: “Tener una idea en cine”, en Archipiélago, nº 22, p.57. Barcelona, otoño 1995. Trad. de Jorge Terré. (5) Francisco Javier Gómez Tarín: “De la pasión íntima (In The Mood for Love) a las pasiones cotidianas (Yi-Yi): dos ejemplos de transmutación discursiva en las nuevas cinematografías de Extremo Oriente”, en Juan Miguel Company (editor): El cine y las pasiones del alma, pp.355-372. Arbor, nº 686. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, febrero 2003. (6) Jesús González Requena: “La fotografía, el cine, lo siniestro”.Valencia, Archivos de la Filmoteca, nº8.Valencia, 1989. (7) La objetividad del azar (como diría Breton) me hizo ver esta película el mismo día de la muerte de Jacques Derrida. El padre filosófico de la deconstrucción debería haberse identificado con el film de Gondry/Kaufman. De alguna manera, mi lucha en la sala para acallar el parloteo abusivo de un grupo de palomiteras adolescentes que había acudido a reirse de las supuestas gracias de Jim Carrey, se emparentaba con esta afirmación del pensador francés en su última entrevista (Le Monde, 18.08.04): Chaque livre est une pédagogie destinée à former son lecteur. Les productions de masse qui inondent la presse et l´édition ne forment pas le lecteurs, elles supposent de façon fantasmatique un lecteur déjà programmé.Si bien qu´elles finissent par formater ce destinataire médiocre qu´elles ont d´avance postulé. (8) Es un verso de este último, citado por Mary, el que proporciona el bello título original del film: “Eterno resplandor de la mente inmaculada”. (9) Yannick Lemarié: “In memoriam”, en Positif, nº 524,p.17. París, octubre 2004 (10) Michael Hardt y Antonio Negri: Imperio,p.56.Barcelona, Paidós, 2002.Traducción de Alcira Bixio.