capitulo vii - Actividad Cultural del Banco de la República

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CAPITULO VII
SUMARIO.—Después del grado.—Carta de mi padre.—Sigo tirando mis
líneas.—¿Traición ?—Avío con que tomo la vuelta de mi tierra.—Pobre
madre!—Trátase de mi colocaci6n.—Grave razonamiento de un venerable
consultor.—Adición al aforismo del Dr. Ribalta.— Hilos de que me
propongo tejer una red.
ENDITAS
sean la ceguedad y las alucinaciones de la
juventud Sin ellas, los hombres podríamos morirnos
de viejos sin haber experimentado un placer puro y
capaz de inundar todo nuestro sér!
Tal fue el que yo saboreé en el punto en que se hubo
pronunciado la solemne fórmula con que se me confirió el grado
de Doctor, y al recibir abrazos de los amigos que habían
presenciado el acto.
Pero Dios mío! Qué diferencia entre esas
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momentáneas impresiones y el estado en que quedó mi ánimo,
cuando, al día siguiente, y mano á mano conmigo, me pregunté:
“¿Y qué tenemos adelantado ?“ Tuve que confesarme que los
conocimientos que, en nueve años de esfuerzos míos y de mis
padres, había adquirido, no valían la milésima parte de lo que
habían costado; que otros individuos, sin haber cursado en
colegios, eran más instruidos que yo; que lo que, como
abogado, hubiera de poder alcanzar con mi flamante título, lo
alcanzaba más fácilmente cualquier practicón de los que saben
monopolizar los negocios; y que, sin más diplomas ni más
requilorios que un poco de caletre y otro poco de atrevimiento,
se puede uno encaramar hasta las alturas con que sueña la
ambición más desenfrenada. Los ejemplos confirmatorios de
todo esto se me venían á millaradas.
Aun más que estas reflexiones, me amurriaba una carta de
mi padre recibida la víspera del grado y cuya lectura había yo
dejado muy adrede para cuando me fueran menos importunas y
nocivas las impresiones que, como lo presentía, había de
producirme.
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Pintábame en ella con negros rasgos la situación en que mi
madre y él se encontraban. La primera, abrumada de dolencias,
yá no podía salir de la cama. Él mismo, falto yá de arbitrios
para conseguir el pan cotidiano, lo estaba de todo punto para
atender á mis gastos. Para el extraordinario que mi grado había
exigido, le había sido forzoso vender una parte de la labranza
que, escasamente nos había siempre dado de comer; y aun así,
se veía acosado por un sujeto á quien le había tomado á interés
cierta cantidad.
Concluía declarándome (y me aseguraba que no lo hacía
sino con todo el dolor de su corazón) que no podía enviarme un
cuarto y que yo, apenas hubiera salido de mi grado, debía
marcharme para mi casa de cualquier modo.
Muy de cuesta arriba se me hacía dejar la capital en
ocasión en que, exento yá de obligaciones y quehaceres, tenía
anchura para saborear las delicias con que me brindaba;
mayormente cuando podía pomponearme con el traje señoril de
que me había provisto para el grado. La fatalidad era que, sin
dinero, era imposible darme la gran vida, y hasta darme la vida
más arrastrada.
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Resolví partir; pero antes de hacerlo llevé á ejecución el
proyecto que había fraguado cuando aquellos dos catedráticos
en quienes había esperado hallar eficaces valedores, hicieron
desfallecer mis esperanzas.
Yo estaba al tanto de que dos de mis condiscípulos se
proponían dar en cierto periódico adverso al Gobierno, noticia
de mi grado con todos los encomios y sahumerios que para
casos como ese eran usados. Roguéles que llevasen su escrito á
un periódico amigo de los que mandaban y que le zurcieran
cierto parrafito. De la redacción de éste me encargaron á mí
mismo, y yo tuve la condescendencia de no excusarme. En él se
afirmaba que el joven Gil yá era conocido del público por haber
sufrido injusta y vejatoria prisión en la fecha tal y junto con otros
jóvenes patriotas, con motivo de las manifestaciones públicas
que con entereza varonil habían hecho cuando las elecciones
tales.
El que, en la ocasión á que se hacía referencia, hubiese yo
sido encarcelado con algunos otros alborotadores que realmente
habían sido detenidos por un rato, no era más cierto que los
mila -
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gros de Mahoma; pero ¿ quién diablo iba á apurar la verdad de
lo afirmado? Y como las susodichas manifestaciones habían
sido hechas por parciales de la actual Administración, yo creía
poder contar con la gracia de ésta, y por de contado con
empleo, en cuanto fuese leído el parrafito allá en las altas
regiones.
La víspera de mi partida, fui á despedirme de Elisa, y allí
fue la más negra. Cuando penetré en la pieza en que se hacía la
tertulia, sorprendí, ó creí haber sorprendido, á Ramoncito
extralimitando sus facultades y atribuciones de simple intermediario. Estaba cuchicheando con Elisa, demasiadamente
inclinado hacia ella, y debía de estarse haciendo oír con agrado,
pues la interlo cutora se sonreía, á mi parecer, de mejor gana
que nunca. Parecióme, por último, que, al yerme, ambos habían
tratado de reportarse y de cambiar de talante.
Hice mi visita, dije mis adioses y salí, contando con que
Ramoncito saldría conmigo; pero el maldito como que había
echado raíces al lado de Elisa.
Si bien mohino había venido, salí punto me-
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nos que desesperado. Para mí no había duda de que el
Ramoncito de mis pecados me había jugado una perrísima
pasada. En mis primeros ímpetus, resolví aguardar en la calle al
infiel amigo y darle una zurra; pero de ello lo libró su flema,
pues antes de que saliese, tuve tiempo de discurrir que, si mis
recelos resultaban infundados, el desfogar mi cólera
ruidosamente me colocaría en la situación más ridícula.
Aquella aciaga noche, me acosté llevando un dardo en el
corazón. Para salir de mi zozobra, habría necesitado
permanecer en Bogotá; pero la inclemente y absoluta falta de
monises me aguijaba de manera que hube de ponerme en
camino; y lo hice sin llevar más avío que el dardo aquel con que
me había acostado.
Mi padre me había escrito que me fuera de cualquier
modo. ¡ Y de qué modo tan cualquiera hice mi viaje! En rigor,
no pedí limosna por el camino; pero sí solicité hospitalidad en
casas de personas casi desconocidas, y lo hice con pretextos
harto inverosímiles.
Llegué á casa. Mi madre, pobrecita! ¡ pobrecita!, me
recibió en su cama, me estrechó en-
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tre sus brazos trémulos y descarnados, y entre gemido y
sollozo, se congratuló por la feliz terminación de mi carrera; me
colmó de caricias y de bendiciones, y exhaló el júbilo que la
inundaba al ver que yá mi padre, tras tánto ahogo y tánta faena,
podría echarse á descansar.
¡ Ay! La infeliz imaginaba que el título de doctor era una
letra pagadera á la vista, quién sabe por quién.
La simplicidad de mi padre no era tánta, y en la primera
conferencia que tuvimos, hizo un balance en que figuraban de
un lado las sumas de dinero, los extremos de abnegación y las
pesadumbres que mi educación había costado; y de otro, los
resultados positivos que se habían obtenido. El saldo era
abrumador para mi.
Tratóse en seguida de la necesidad de procurarme
colocación, y mi padre dio por asentado que había de buscarse
en nuestra tierra, así porque juzgaba más fácil conseguirla allí
que en otra parte, como porque era preciso que yo acompañara á mis padres en su desconsolada vejez. “Bien ves, me
decía, que para tu madre no hay
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en el mundo otro paño de lágrimas que tú, ni más halago que tu
presencia”.
Esta razón, capaz de ablandar un peñasco, no fue poderosa
á hacerme desistir del empeño, que yá tenía bien amasado, de
no radicarme sino en la capital, en donde pretendía poder hallar
colocación tal que me fuera fácil mejorarla en breve para ir
ascendiendo rápidamente.
En emergencia tan aflictiva, mi padre acudió en demanda
de consuelo y de consejo al Dr. Béjar, sacerdote á quien yo, en
mejores tiempos, había profesado veneración y cariño. Era
hombre de mundo, no sólo por haberlo conocido en el ejercicio
de su ministerio, sino por haber recorrido buena parte de él en
un dilatado viaje; y estaba al cabo de todas las añagazas con
que ese fiero enemigo del alma hechiza y embeleca á la gente
moza.
Con él (es decir, no con el mundo, sino con el Dr. Béjar)
concertó mi padre cierto día un plan, gracias al cual habíamos de
hallarnos reunidos, como por incidencia y sin confabulación
previa, y había de hacerse caer la conversación sobre el punto
en que mi padre y yo disentíamos. Aquel
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mismo día se verificó la casual reunión, y por sus; pasos
contados vino el preguntarme el sacerdote qué camino pensaba
yo tomar. Expúsele algunas de las razones que me inclinaban á
establecerme en la capital, si era posible, añadiendo que por tal
lo reputaba, mediante ciertas diligencias que yá tenía hechas
para conseguir colocación.
El buen eclesiástico, á fin de reducirme a complacer á mis
padres, apeló á los sentimientos que debían ligarme con mi
tierra, sentimientos que, si va á decir verdad, estaban bien apagados.
Hízome presente que el que los habitantes de las provincias
envíen sus hijos á estudiar en Ja capital, sería para ellas el mayor
de los males si los jóvenes se han de despegar dé su tierra, privándola de los servicios que le deben.
El mozo, me decía, que hace su carrera en la capital, sea
que carezca de recursos, sea que abunde en ellos, no deja de
conocer los incentivos del lujo y de los refinamientos malsanos
de una vida demasiado mundana, y cobra aversión á la que
estaba acostumbrado á llevar entre los suyos, es decir, á la vida
de familia, que es en
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que nacen y se desenvuelven los afectos que con más esmero
deberían cultivarse.
Con esto se empiezan á cegar las fuentes del patriotismo
(sentimiento yá harto debilitado en nuestro país), pues quien en
sus primeros años ha aprendido á mirar con desvío el lugar en
que nació, que es la parte de la patria con la cual debe estar
más unido por afectos y recuerdos, está lejos de mirar del
mismo modo la nación a
que pertenece.
Y lo peor es que las provincias queden priva das de la
presencia y de los servicios de aquellos de sus hijos de quienes
más podían esperar, dado que los que van á educarse en la
capital son los por lo común los más aventajados en posición y
en facultades.
¡En cuántos casos de que yo he tenido con conocimiento,
exclamó el eclesiástico, habría sido gran dicha para el joven que
ha ido á estudiar en Bo gotá, quedarse en su tierra sin aprender á
desvivirse por lo que no ha de poder alcanzar, llevando, igual
que sus mayores, una vida sencilla y modesta, pero útil y
apacible! ¡ Y cuánto más adelantada no estaría la industria y
cuánto mejor
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administrados no se verían los negocios públicos. en ciertos
lugares, si muchos de los individuos que han nacido en ellos no
los hubiesen abandonado por irse en busca de un título que de
nada les ha servido!
Curándose en salud, el Sr. Béjar le salió al encuentro á la
objeción que puede fundarse en aquello de nema propheta i
patria sua, asentando que no todos los hombres han de aspirar
á pasar por profetas, y que, si cada cual se creyera. obligado á
serlo, no habría en todo el orbe un país ocupado por hijos suyos,
ni en cada pobla ción veríamos sino forasteros.
Sería disculpable, concluyó, el prurito de enviar niños á la
capital si fuera de ella no se hallara medio de proporcionarles
razonable suma de conocimientos. Ese medio se halla en casi
todas partes: díganlo los innumerables colombianos que, sin haber
pisado colegios de la capital, han competido lucidamente con los
que se han instruido en ellos.
Toda esta larga arenga pudo muy bien excusarse como la
que D. Quijote les encajó á los cabreros, pues a mí me tapaban
las orejas el capri -
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cho de que sólo podría encumbrarme allí donde había visto juntos
á los yá encumbrados; el apetito de los entretenimientos á que
me había habituado, y el arrechucho aquel que había sacado de
la casa de Elisa la noche de mi despedida. No callaré tampoco
que yo no me podía hacer á la vida que se llevaba en casa; y esto
habría sucedido aunque en ella se gozara actualmente de las
comodidades que no faltaban cuando los dispendios ocasionados
por mi educación aún no habían hecho sentir en ella una
estrechez rayana de la miseria. Habitaciones, muebles, vestidos,
comidas, lenguaje, conversación, relaciones, todo lo que se
veía, se oía y se usaba en casa era para mí extraño y hasta
repulsivo.
Con todo, no contradije abiertamente ni al Dr. Béjar ni á
mi padre. Volver á Bogotá no era por lo pronto posible, y á
que lo fuera yo no podía esperar sino en casa.
Por el tiempo que hubiera de permanecer en ella, era
preciso tener alguna ocupación lucrativa, y ¿ en qué ocupación
había yo de poner los ojos sino en un empleo?
Salí á tomar lengua, á husmear y orientarme.
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Las conversaciones que estuve oyendo por algunos días
trajeron á mis manos varios hilos que yo me puse á tejer, y
logré hacer de ellos una red que podía servirme para pescar el
apetecido empleo.
Yo no había echado en saco roto el aforismo del Dr. Ribalta,
y no sólo quise aprovecharme de la doctrina que encierra, sino
que, dándole más alcance, lo adicioné en estos términos:
Cuando no haya determinado empleo vacante á que aspirar, se crea la vacante.
No hay que sobresaltarse discurriendo que yo tratara de
envenenar ó de asesinar á algún empleado: ni yo era tan
perverso que pudiera abrigar designio tan negro, ni el pensar en
ese recurso hubiera probado habilidad.
Hé aquí los hilos cuyos cabos habían venido á mis manos y
que puse en mi telar.
El Dr. Urdiola, el más sutil y avisado de los hombres que,
por aquellas calendas, estaba desempeñando cargos públicos
en mi tierra, no se hallaba en ninguno de los de más arriba;
pero, gracias á su agibílibus y á la desidia de los que ocupaban
los puestos más altos, él era en puridad
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quien tenía empuñados las riendas y el timón d gobierno
seccional.
El propio Urdiola aspiraba á casarse con la hija única de D.
Cleto León, heredera fea aunque riquísima. Heredera digo, por
más que su señor padre estuviera vivo, porque la riqueza le
venía por su madre, que en paz descansaba. Urdiola tenía
entendido que D. Cleto se opondría al enlace.
Se había hablado mucho y con calor de la conveniencia de
abrir cierto camino que, abierto, sería, como todos los que aún
no se han empezado á abrir, el del engrandecimiento, el de la riqueza, el de la prosperidad de aquella sección de la República,
y aun de toda ésta, y aun de toda la América latina.
Llamábase el camino de San Roque, por llamarse San
Roque el menos desconocido é inaccesible de los puntos á
donde llevaba, es decir, á donde llevaba á la imaginación, único
viajero que podía recorrerlo sin enzarzarse en malezas y
breñales y sin desnucarse en despeñaderos.
D. Cleto León poseía unos vastos y fértiles terrenos
totalmente incomunicados con el mundo
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de los vivientes y, por lo mismo, no más valiosos que si
estuvieran ubicados en el corazón del desierto de Sahara.
Pero, si se abría el camino de San Roque, se abriría el de
las más risueñas esperanzas de D. Cleto, pues su predio
quedaría comunicado con varios importantes centros de
población.
El puesto á que yo había echado el ojo era el ocupado por
Silvestre Luna, joven ingeniero. Ingeniero de la legua sería,
pero, si lo era, eso no obstaba para que él mismo se tuviera por
sabio, ni había obstado para que de los demás se hiciera tener
por tal.
Yo eché mi red al agua.
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