El color de los ojos

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El color de los ojos
En aquellos tiempos, que no eran como los de hoy, los leones ya tenían cuatro patas,
pero igual que los elefantes ¡no podían andar por dos caminos a la vez!
En aquellos tiempos
y en aquel poblado
vivía Fati, y también Issa.
Ella, Fati, por la noche dormía tumbada sobre una estera, siempre boca abajo.
Él, mientras tanto, en la cabaña de su madre, soñaba tumbado boca arriba.
Una mañana, Issa invitó a Fati a ir pescar a la gran charca.
—Fati, ¿vas a venir a pescar o no?
—Sí, voy contigo, pero ¿y si no pica ningún pez?
Y se fueron caminando, él delante, como siempre.
Fati, que era ciega, le seguía al mismo paso.
Su madre, como todas las madres del poblado, sabía hacer una salsa de mijo para
chuparse los dedos, y el puré de ñame le salía buenísimo. Su padre conocía los remedios
contra las serpientes malignas, contra los dioses malévolos y contra los gnomos malos de la
selva ¡que no hacían más que travesuras! ¡Pero ni su padre ni su madre sabían qué tenían que
hacer para que unos ojos que no veían se convirtieran en unos ojos con vista!
Iban andando tranquilamente por un camino de tierra roja.
Issa vio unos pájaros tejedores revoloteando cerca de las hojas de un baobab.
Fati los oyó piar.
Ella llevaba la cabeza envuelta con un trozo de tela para protegerse del sol. Como Issa,
sentía el calor sobre sus hombros como si estuviera al lado de un fuego de rastrojos.
Ella no sabía nada sobre las caprichosas formas de las sombras, cada vez más largas,
pero podía adivinar la enorme boca del Sol devorando el cielo con glotonería.
Llegaron a la gran charca.
–El agua ya se ha despertado –exclamó Issa. Fati metió un dedo en el agua y dijo:
–Sí, ¡esta agua está muy mojada!
Issa preparó una caña para Fati y otra para él. Las lanzaron al agua. Pasó un rato.
Issa se acercó a Fati, tanto que casi le mordió la oreja, y le dijo:
–No te muevas, vuelvo enseguida.
–¿Por qué? ¿Adónde vas?
–El sol pica de lo lindo. Voy a buscar un poco de sombra bajo el azufaifo.
iY se alejó rápidamente a hacer una cosa que sólo podía hacer él!
Nada llega sin avisar…
Fati, que sostenía la caña entre los dedos, estaba inmóvil, como un viejo nido de
termitas, cuando notó una ligera sacudida en la mano.
Al sentirla por segunda vez fue como si la esperara precisamente en aquel momento.
Dio un tirón a la caña y, cuando oyó salpicar el agua, ya no tuvo ninguna duda: un pez había
picado, y ella lo había pescado. Lentamente, para no asustar a nada ni a nadie, se levantó,
sin soltar la caña.
Cogió el pez, que no paraba de moverse enganchado en el anzuelo, y dijo en voz alta
hablando consigo misma:
–Es un barbo, seguro que es un barbo pequeño y bonito.
–Un barbo que preferiría volver al agua en vez de abrasarse bajo el sol –le contestó
una voz.
–Issa, ¿eres tú?
–No, no soy Issa, soy yo –le respondió el barbo con la misma voz.
–Pero ¿quién habla? –le preguntó Fati.
Pero la niña no obtuvo respuesta. Creía que lo había soñado. Con mucho cuidado,
desenganchó el pez del anzuelo.
–Uf, gracias. Ahora me encuentro mucho mejor –oyó que le decía.
–Pero ¿de quién es esta voz que no conozco?
–Es mía. Soy el barbo que acabas de pescar. ¿O es que no lo ves?
–No. Tengo dos ojos, pero no veo nada.
El barbo, que era menos miedoso que una tortuga y más parlanchín que un griot
zalamero, siguió hablando:
–¿Puedes decirme cómo te llamas, tú que me has pescado?
–Me llamo Fati.
–Fati, si me devuelves al agua de la gran charca, te haré el mejor de los regalos.
–¿Y se puede saber cuál es el mejor de los regalos?
–Pues lo que tú quieres... exactamente lo que tú quieres.
–Me parece que no existe el mejor de los regalos.
–¡Sí que existe!
Fati se echó a reír y le dijo al barbo:
–¿Pececito, sabes que puedes ofender al dios del agua con tus mentiras?
–Yo no digo mentiras.
–Pues si no mientes, haz que vea el mundo con mis dos ojos.
–¿El mundo entero?
–El mundo entero.
Sin pensárselo dos veces, el pequeño pez le dijo a Fati:
–Coge dos de mis escamas y ponte una encima de cada ojo.
–Y ¿después?
-Y después, nada. Eso es todo. Verás lo que quieras ver.
Fati cogió dos escamas e hizo lo que el pececito le había dicho que hiciera. Entonces,
aunque cueste creerlo, empezó a ver y sus dos ojos tantearon el mundo.
–Ahora ya puedes ver casi todo –le dijo el barbo.
–¿Por qué dices “casi”?
–Puedes verlo todo, salvo tus ojos. Con esos ojos, nadie puede verse sus propios ojos.
Fati volvió a meter al pececito en la charca, y éste, una vez dentro, ni que decir tiene,
siguió viviendo como pez en el agua.
Issa llegó. Volvía la mar de contento porque ¡se había sacado un peso de encima!
Fati, que nunca le había visto, le observó mientras se acercaba.
–Issa, sé que eres tú.
–Claro, porque me conoces.
–No, sé que eres tú ¡porque te veo con los ojos, no sólo porque te oigo con los oídos!
Issa se detuvo a dos pasos de Fati. La miró desde muy cerca para verle los ojos y
exclamó:
–Pero ¿qué ha pasado? ¿Acaso te has lavado los ojos en el cielo?
–¿Por qué dices eso?
–Fati, tus ojos son azules como el cielo. ¡Tú eres toda negra y tus ojos son de color
azul cielo!
Fati se lo contó todo.
Cuando llegaron al poblado, Fati se sorprendió al ver un solo mundo con dos ojos.
A la mañana siguiente, oyeron las quejas indignadas de todo el pueblo. Issa, sin soltar
ni un momento la mano de Fati, oyó las voces igual que ella.
Vieron llegar a las tres esposas del padre de Fati, y también a otras mujeres y algunos
hombres. No hacían más que refunfuñar y chillar. Detrás de ellos pronto llegó el resto del
pueblo. Parecían animales enloquecidos de la selva, o incluso peor. Sólo gritaban:
–¡Bruja!
–Fati, vete de aquí.
–¡Eres una hija bastarda del cielo!
–¡Bruja azul! ¡Largo de aquí, vete y no vuelvas nunca, tú y tus ojos azules!
–¡Excremento de buitre!
Todos empezaron a tirarle piedras, y Fati no tuvo más remedio que huir. Issa, que
había intentado defenderla, también tuvo que salir corriendo.
Después de correr y correr sin parar, llegaron a algún lugar, al final del fin, un poco
más allá del horizonte.
–Fati, yo te quiero.
–¿No te dan miedo mis ojos?
–Fati, te quiero.
Estaban sentados uno frente al otro, bajo la sombra de un azufaifo. Fati le preguntó:
–¿Issa, si cerramos los ojos, desaparecerá la maldad?
–No… no desaparecerá nada. Si cierras los ojos, ni tan sólo la ira de la selva
desaparecerá.
Se quedaron en silencio. Issa tomó entre sus manos las manos de Fati, que ahora tenía
dos ojos para ver y para llorar, y le dijo susurrando:
–Tienen miedo. Son esclavos del miedo, y el miedo apaga un poco el corazón…
Aquel día, en aquellos tiempos, que se parecían mucho a los de hoy, Fati e Issa
sintieron cómo se partía el corazón, como una calabaza vieja.
Se levantaron y se alejaron aún más del poblado, quizá para encontrar la fuente de los
cuatro vientos del cielo, los que soplan haciendo las mismas cosquillas sobre todos los
colores del mundo.
Hoy, muchas estaciones lluviosas han sucedido a muchas estaciones secas.
Ayer, en el poblado, un gran pájaro negro se posó sobre la bonita ceiba florida. Era un
cálao.
Un cálao negro de ojos azules. Sí, ¡negro de ojos azules!
A todos les pareció precioso.
El cálao era una señal. Poco después de haberse posado sobre la ceiba del poblado,
llegaron Fati e Issa.
Ella, Fati, sonreía como él, Issa. Fue ella quien dijo:
–Buenos días, hemos estado muy lejos, mucho tiempo... Aquí estamos de nuevo, los dos.
–Buenos días…
–Buenos días…
Fueron muchos los que les ofrecieron agua en señal de bienvenida. Al día siguiente,
Issa empezó a construir una cabaña.
Como sus padres, tuvieron a sus hijos en el poblado.
Así es cómo pasó.
Me lo contó el griot.
Yves Pinguilly
El color de los ojos
Barcelona, Intermón Oxfam, 2006
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