Las Juntas de Buen Gobierno

Anuncio
Las Juntas de Buen Gobierno
en guerra contra la guerra
Adriana López Monjardin
Tiene suerte este país. Donde otros destruyen, estos
indígenas construyen. Donde otros separan, ellos juntan. Donde otros excluyen, ellos incluyen. Donde otros
olvidan, ellos recuerdan. Donde otros son una carga
para todos, ellos cargan, entre otras cosas, con nuestra
historia. Y tiene suerte el EZLN de haber sido arropado
por estos pueblos. Que si no...
Subcomandante Insurgente Marcos. Leer un video.
Si es cierto que el neoliberalismo significa una guerra contra la
humanidad, entonces las Juntas de Buen Gobierno resultan
islotes cuidadosamente levantados desde la resistencia, es
decir: desde una guerra contra la guerra. Pero no son islas que
16
hayan estado ahí desde siempre, colocadas por la geografía, por la Madre
Naturaleza o por voluntad divina; ni
siquiera por los antepasados, aunque
es probable que todos ellos velen por
su existencia. Son islotes que recuerdan más bien a las chinampas, construidas con la paciencia y el trabajo de
miles y miles de personas, que cada día
van agregando un poco de tierra, unas
ramitas, y las van entretejiendo y
anclando muy abajo y muy hondo,
para poder cultivar sobre ellas.
Yo creo que las Juntas de Buen
Gobierno sólo pueden ser comprendidas en el entorno político contemporáneo. No son nada más una utopía,
una apuesta hacia el futuro, un referente ético, aunque también lo sean.
Son sobre todo una manera, aquí y
ahora, de reconstruir el tejido social
en un mundo devastado por las guerras, en un México convulsionado por
los enfrentamientos entre los de arriba
y por el ataque sistemático desde el
poder contra los derechos de los de
abajo. Mientras la clase política provoca y utiliza cualquier conflicto que
atraviese a la sociedad para hacer prevalecer sus intereses de grupo, los
zapatistas están empeñados en resolverlos. Las Juntas de Buen Gobierno
han servido para dar una oportunidad
a la paz, a la palabra, a la justicia:
cuando hay un problema, investigan y
escuchan a todas las partes involucradas, incluyendo a quienes no están de
acuerdo con ellos, y buscan un arreglo
que lo sea para ambos bandos. La justicia zapatista, a diferencia de la
foxista, no supone el castigo implacable para los adversarios y la impunidad para los partidarios y los aliados.
Tal vez ésta sea una de las principales enseñanzas de las Juntas de
Buen Gobierno durante su primer año
de trabajo, tal como le dijeron a la
periodista Gloria Muñoz, de la Revista Rebeldía, en el Caracol “Resistencia y rebeldía por la humanidad”, en
Oventik: “vemos que tenemos capacidad para gobernar, para trabajar, ver y
conocer los problemas. Hemos aprendido a no caer en provocaciones, ni
del gobierno ni de los partidos. La
experiencia nos enseña que el que
levanta primero la mano pierde por la
vía política. Nosotros tenemos la idea
de resistir por la vía pacífica, aunque
también sabemos defendernos. En
todo este año, lo que más aprendimos
17
fue a negociar, aprendimos a coordinar el trabajo de la Junta
con los municipios autónomos”.
La pregunta que cargan sobre sus espaldas los zapatistas
y que tratan de responder a diario con sus palabras, con su
práctica y con un trabajo político y organizativo extraordinario es si se puede gobernar respetando a los diferentes, sin tratar de imponer la homogeneidad y la hegemonía. Es decir: si
es posible la democracia, si existe una nueva forma de hacer
política. Después de un año de intentarlo, la respuesta resulta
necesariamente provisional y frágil; pero apunta exactamente
en la dirección contraria a la que marca el camino del desastroso sistema político mexicano. El texto del Subcomandante
Insurgente Marcos, Leer un video, muestra los primeros indicios de las respuestas que están cultivando los zapatistas
sobre sus islotes, sobre sus chinampas: “A diferencia de los
años anteriores, los conflictos entre comunidades y entre
organizaciones en territorios de las Juntas de Buen Gobierno
han disminuido, y se ha reducido el índice de criminalidad y
de impunidad. Los delitos se solucionan, no sólo se castigan.
Si no me cree, consulte usted en las hemerotecas, en los juzgados, en los ministerios públicos, en las cárceles, en los hospitales, en los cementerios. Compare el antes y el después y
saque sus conclusiones”.
En cambio, quienes vivimos en otras partes del país, no
podemos decir que estamos ganando espacios de razón y de
justicia en nuestra guerra contra la guerra. Y no estoy hablando de una Guerra-de-Baja-Intensidad que se libra en el
Sureste mexicano; ni de una inseguridad nebulosa en la que
supuestamente todos somos víctimas y cómplices; y mientras
más pobres, más lo segundo que lo primero. Hablo en cambio, por ejemplo, de una guerra que ha desatado el poder contra los jóvenes, en todos los frentes. Y no estoy exagerando.
Hablo nada más de las historias de los estudiantes con quienes convivo todos los días en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la ciudad de México. En sólo un año, en
la ENAH, esta guerra ha provocado muerte, heridas, hostigamiento sexual, cárcel, humillaciones y exclusión.
Para estos jóvenes no hay acceso a la justicia. Es Pavel
González, asesinado impunemente. El nos muestra la más
irreparable punta del iceberg. Pero también está Rosendo,
que regresó furioso y asustado de la manifestación altermundista en Guadalajara; y no por los golpes que recibió, ni porque los policías le robaron todo su dinero y ya llevaba dos
días sin comer; estaba angustiado porque no pudo ayudar a un
compañero que corría a su lado. “Nunca voy a olvidar el
ruido que hacen los huesos al romperse”, me dijo. Está Emiliano, que recibió una “bala perdida” cuando regresaba a casa
una noche, en el microbús, y que está aprendiendo a volver a
usar su brazo izquierdo y a superar el trauma, pero que no
olvida su rabia frente a las sospechas y el desprecio de los
policías y los médicos, cuando él más sufría por el dolor y la
hemorragia. Sospechas nada más porque tiene el pelo largo,
desprecio nada más porque es joven y no tiene coche. También está Rosa, a quien nadie le va a devolver los tres meses
que pasó en la cárcel, por el único delito de haber creído en la
justicia. Cuando fue a tratar de presentar una denuncia en una
oficina del ministerio público de la ciudad de México, se
encontró primero ignorada y después agredida y acusada por
el funcionario que debía atenderla. Es cierto: el funcionario
terminó con un ojo morado. Pero eso era lo único que podía
hacer una muchacha contra un tipo prepotente que le dejó los
pechos llenos de rasguños.
Pienso, finalmente, en “los más pequeños” de mi
pequeña comunidad: en los jóvenes de dieciocho, diecinueve
o veintipocos años que no van a entrar a la ENAH, porque las
autoridades y la mayoría de los profesores están exigiendo un
promedio superior al mínimo aprobatorio del sistema escolar.
¿De veras creerán que una chica de ocho es mejor que la de
siete y medio? ¿están seguros que uno de nueve es bueno y el
de seis es desechable? ¿Estamos elevando el nivel académico
o justificando la exclusión? ¿Podemos esperar, podemos confiar en que los gobiernos, los policías, las autoridades judiciales y el Conacyt resuelvan nuestros problemas? Si la guerra
contra los estudiantes es dura, la que libra el poder en contra
de quienes habitan más abajo que abajo es implacable. Los
pobres y los desempleados son perseguidos en cada esquina,
en el metro y en las plazas públicas, cada vez que tratan de
vender algo, de cantar, de limpiar coches, de ejercer el trabajo
sexual o de pintar grafittis. Y mientras los persiguen de mutuo
acuerdo, los gobernantes locales y federales se culpan unos a
otros del desempleo y encubren su gravedad y sus causas.
En este mundo vivimos: todos y no nada más los indígenas del sureste mexicano; y sólo en él es posible escuchar,
comprender y tal vez hasta aprender de las experiencias zapatistas, si dejamos atrás la ilusión de que la guerra es algo que
les pasa nada más a los otros, en algún tiempo distante y premoderno.
En este mundo, en los tiempos del Estado de malestar
que padecemos, la autonomía y la autogestión no son nada
más las herramientas necesarias para construir un futuro,
aunque también lo sean. Son, por ahora, una manera cotidiana de cuidar la vida. Los zapatistas han dicho muchas veces
que no quieren nada de este Estado de malestar y, como sus
palabras van unidas a sus prácticas, durante diez años han
mantenido su rechazo a los programas gubernamentales. Al
mismo tiempo, con muchas dificultades y con el apoyo de la
18
sociedad civil nacional e internacional, han venido desarrollando sus propias maneras de atender la salud, la
educación, el cuidado de sus tierras,
montes y aguas y la comercialización
de lo que ellos producen o lo que
necesitan de fuera.
La lucha autónoma por la salud
es uno de los espacios más arduos en
el combate zapatista de todos los
días. Porque responde a una de las
necesidades más apremiantes y
requiere, más que otras, de dinero:
para comprar medicinas, para equipar las clínicas, los hospitales y los
laboratorios; y requiere, también, de
personas calificadas para curar. En la
entrevista que realizó Gloria Muñoz
en el Caracol “Madre de los caracoles del mar de nuestros sueños”,
Doroteo, un integrante de la Junta de
Buen Gobierno narra el inicio y el
sentido de estos trabajos: “Desde
antes de nuestro levantamiento los
pueblos zapatistas empezamos a
organizar nuestra salud, porque de
por sí la salud es una de las principales demandas de nuestra lucha, porque la necesitamos para vivir y
nuestra lucha es por la vida”. Evidentemente, los programas gubernamentales en territorio zapatista siempre
tuvieron una intención contrainsurgente; pero ese no fue el único problema, según cuenta Doroteo: “a
veces no nos quieren dar atención si
decimos que somos zapatistas, o nos
hacen muchas preguntas para conocer de nuestra organización, o nos
tratan como de por sí nos trata el
gobierno, o sea con desprecio, como
de por sí tratan a los indígenas. Por
eso no queremos ir, y ahora hasta los
priístas prefieren ir a nuestro hospital
o a nuestras microclínicas, porque ahí
se atiende a todos, zapatistas o no, y
se les trata con respeto, como humanos pues”.
La misma historia se repite en el
Caracol IV, ubicado en el ejido Morelia, según explicaron a Gloria Muñoz
los integrantes de la Junta de Buen
Gobierno: “en las clínicas del gobierno nos daban medicinas caducadas,
no nos atendían con respeto y además
nos cobraban la consulta y la medicina, como las particulares”. Ahora, a
las clínicas zapatistas, llegan priístas
a solicitar atención. “Ni modo de
negarles el servicio —dicen los integrantes de la Junta—. La salud es para
todos. Sus dineros que les da el
gobierno a los priístas se lo gastan en
trago y luego no tienen para curarse ni
para comer. Para nosotros la salud es
muy importante y ellos como indígenas también necesitan el servicio”.
Los zapatistas (y no pocos de
sus vecinos, de otras filiaciones políticas) están diciendo que no pueden
confiar en el Estado de malestar. Que
no quieren que sus recién nacidos se
mueran en los hospitales públicos de
Comitán (o de Querétaro, para el caso
es lo mismo) porque el neoliberalismo se traduce en más infecciones
intrahospitalarias conforme disminuyen tanto los trabajadores de la salud
19
como las incubadoras y los materiales de curación; y cuando las enfermeras, las afanadoras y los
cirujanos carecen hasta de jabón
para lavarse las manos. Están
diciendo que no quieren deambular
por las antesalas de las comisiones
estatales, nacional o internacionales de derechos humanos, para quejarse de las esterilizaciones
forzadas que les imponen con mentiras y chantajes, como las que están
denunciando en estos días catorce
señores indígenas guerrerenses,
que han tenido el valor de hacer llegar su protesta a los medios masivos de comunicación.
Están diciendo que no le van a
pagar ni un centavo a Julio Frenk por un “seguro popular de
salud”, que inventó para eximir al Estado de la obligación de
garantizar atención médica y medicinas gratuitas a toda la
población. Porque la privatización del sistema público de
salud ya empezó, atropellando en primer lugar a los más
excluidos: a quienes no tiene acceso al IMSS o al ISSSTE.
Ahora, gracias al voto de los legisladores de todos los partidos políticos, los mexicanos más pobres —los indígenas, los
campesinos, los desempleados, los subempleados ... es decir:
las mayorías— van a tener que pagar por la salud toda la vida.
En el mejor de los casos, las organizaciones “gremiales” van
a negociar con los gobiernos el monto de las cuotas que tienen que pagar los “beneficiados” y sus familias.
Los zapatistas tampoco aceptan el Procampo, los mil
pesos por hectárea sembrada de maíz que les paga el gobierno a
los productores, tanto campesinos como latifundistas, supuestamente para compensar la caída de los precios que provocó el
Tratado de Libre Comercio. Mientras muchas organizaciones
campesinas pelean por más Procampo, los zapatistas, que se
levantaron en contra de la privatización de las tierras y del
TLC, siguen cuidando el ancestral derecho a la tierra de quien
la trabaja con sus propias manos. No es fácil. Porque habitan,
como lo recuerda el Subcomandante Insurgente Marcos en el
reciente texto La velocidad del sueño “un territorio rebelde, en
resistencia, invadido por decenas de miles de soldados federales, policías, servicios de inteligencia, espías de las diversas
naciones ‘desarrolladas’, funcionarios en función de contrainsurgencia, y oportunistas de todo tipo”. Y además, porque
combaten cada día las políticas de los gobiernos neoliberales,
que pretenden disolver el tejido social comunitario.
Quienes pelean por más
Procampo, ocultan el hecho de
que la parcelación de los ejidos y
de las comunidades es la llave de
entrada al programa. Pasan por
alto el acaparamiento de las tierras y la emergencia de una
nueva clase de rentistas que concentran parcelas, no para trabajarlas o para dar de comer a sus
familias, sino para cobrar el subsidio oficial. Convirtiendo a sus
agremiados en clientelas cautivas, las organizaciones campesinas disimulan los violentos
enfrentamientos comunitarios y
la ruptura de las familias que
ocurren cuando el acceso a la tierra se convierte en un hecho individual e irreversible. A fin de
cuentas, mientras los focos rojos, anaranjados y amarillos de
los conflictos agrarios se prenden por todo el país, dejando un
saldo de caciques empoderados y hermanos enfrentados, los
zapatistas eligieron volver a entramar el tejido social, desfacer entuertos, una y otra vez.
Las experiencias de las Juntas de Buen Gobierno se despliegan en tantos pueblos, en tantos espacios, que resulta
imposible recorrerlas o comentarlas creyendo que ya capturamos su sentido. Lo que propongo en este texto es tratar de
mirarlas desde nuestro país, desde nuestro mundo en guerra.
Desde aquí, la construcción de la autonomía no parece la disputa por un modelo mejor que otro; y ni siquiera la aplicación
de una ley mejor que otra. Es cierto que el reconocimiento
constitucional de los Acuerdos de San Andrés hubiera abierto
una puerta más grande y más segura. Pero no hubiera ahorrado el camino que ahora emprenden las Juntas de Buen
Gobierno.
Con una ley negociada y publicitada como modelo a
seguir por un tumulto de asesores, intelectuales, líderes, diputados y funcionarios, los pueblos indígenas de Oaxaca
enfrentan una situación más dura y más precaria que la que
viven los territorios zapatistas. Tal vez cambiaron algunas
cosas. Sin duda, los dirigentes indígenas oaxaqueños viajan
más por el mundo y sus planteamientos tienen más eco en los
foros internacionales. Las asambleas comunitarias pueden
elegir de manera directa a sus autoridades municipales, sin
pasar por los partidos políticos; siempre y cuando los partidos
no se inconformen con el método de elección, porque en ese
caso, las controversias casi siempre se resuelven en favor de
20
los partidos. Lo malo es que hay caciques que ya aprendieron a escudarse
en las elecciones por “usos y costumbres” para perpetuarse en el poder; y
hay más indígenas presos, asesinados,
despojados de sus tierras y refugiados
fuera de sus pueblos.
En Oaxaca, la violencia no distingue entre indígenas y no indígenas,
del mismo modo en que la clase política no distingue entre “usos y costumbres” y elecciones por el sistema
de partidos. Y mientras en la Costa las
elecciones se dirimen a balazos, en el
Istmo —en tierras de zapotecos dignos y rebeldes— las elecciones sólo
sirven para perpetuar estirpes amparadas por las siglas de todos los partidos habidos y por haber. Los mismos
nombres se repiten en cualquier candidatura: Héctor Sánchez y su hermana Gloria; Daniel López Nelio y sus
herederos, su hermano Santana y su
hijo Lenin.
Mientras centenares de zapatistas, aunque todavía muchos más hombres que mujeres, aprenden a
gobernarse a sí mismos, la clase política se cierra más sobre sí misma. En
un país de cien millones de habitantes,
creen que sólo ellos, los ya iniciados,
pueden representarnos, y reclaman la
reelección. Algunos se desgarran las
vestiduras cuando sus rivales pretenden imponer dinastías conyugales,
pero disimulan las dinastías hereditarias, sean Cárdenas, Madrazos o Alemanes; o las que marcan ya tres siglos
de nuestra historia, con los Creel en el
poder, siempre económico y ahora de
nueva cuenta político, como en los
tiempos de la dictadura de Porfirio
Díaz. Las deslealtades y las ideologías recicladas a gusto del consumidor
explican mejor los alineamientos que
el supuesto de “un moderno sistema
de partidos”. Así, desde las filas del
PRI, Elba Esther Gordillo hace política a favor de Fox; y el artífice directo
del fraude electoral de 1988 y de la
traición a los Acuerdos de San
Andrés, Manuel Bartlett, se ostenta
como “nacionalista” ante la euforia de
los líderes del PRD, de los sindicatos
y de las organizaciones campesinas
oficiales.
Si hoy en México estamos hastiados con la clase política y con el
“gobierno del cambio”, los zapatistas nos dicen que no basta
con esperar a que en el 2006, ahora sí, por fin llegue el cambio. Pero, en cierto sentido, creo que esto es lo de menos. Porque reducir al zapatismo a una determinada posición en torno
a cierta coyuntura electoral resulta una caricatura inspirada
por las obsesiones del dibujante en turno, y no por las palabras y las experiencias de los zapatistas. Si algo nos están
diciendo ahora, en 2004, las Juntas de
Los zapatistas nos están Buen Gobierno, es que para resistir a la
diciendo que en sus vidas, guerra —insisto: no sólo la Guerra-deen sus historias, han
Baja-Intensidad sino la guerra global del
encontrado que nadie
neoliberalismo contra la humanidad—
desde el poder puede
ellos comienzan por reconstruir el tejido
hacer por ellos (por
social. Creo que sólo desde ahí, desde los
nosotros) el trabajo de
actores o sujetos sociales y políticos
volver a tejer los
colectivos, y no desde los ciudadanos atoespacios colectivos
mizados e impotentes, tendría sentido reavulnerados
brir un debate sobre las perspectivas de la
democracia, sea directa o representativa.
Las Juntas de Buen Gobierno nos están diciendo que
miles y miles de personas están involucradas en un intenso
proceso de aprendizaje colectivo, que pasa por cuidar que la
distribución de las tierras sea justa; que el trato a las mujeres
sea digno; que se busque resolver los conflictos a través del
diálogo; que haya respeto a los diferentes; que se reconozcan los errores propios y se haga un esfuerzo por enmendarlos; que el principio de “para todos, todo” se traduzca en
acciones cotidianas encaminadas a compartir y equilibrar. Y
que pasa por cuidar de todo
ello, porque nada está ganado
de por sí y para siempre. Los
zapatistas nos están diciendo
que en sus vidas, en sus historias, han encontrado que
nadie desde el poder puede
hacer por ellos (por nosotros)
el trabajo de volver a tejer los
espacios colectivos vulnerados. Que no vale la pena
hablar con el poder, si antes (y
también durante y después)
no estamos hablando y escuchando desde abajo. Nos
enseñan, creo, que si algo se
puede cultivar en sus isloteschinampas, es porque antes
tejieron y anclaron las redes
que las sostienen.

21
Descargar