EL ABRAZO DE LA MEDIOCRIDAD. Ningún grito atormentado

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EL ABRAZO DE LA MEDIOCRIDAD.
Ningún grito atormentado puede ser mayor que el grito de un sólo
hombre.
O mejor, ningún tormento puede ser mayor que el que puede sufrir
un sólo ser humano.
Todo el planeta no puede sufrir un tormento mayor que una sola
alma.
Ludwig Wittgenstein.
PRÓLOGO.
Amanecía, la bruma comenzaba a disiparse y el perfil de un enorme
caballo se mostraba aún indefinido en el horizonte de la antigua Troya.
Con el pasar de los minutos ya no había duda, los dioses habían
obsequiado el monumental equino de madera como ofrenda al pueblo
vencedor. ¿Que más hacía falta para convencerse del triunfo sobre los
griegos? Nada, los dioses habían hablado; al menos para la mayoría.
Pero un viejo sacerdote de Apolo, se oponía a que se introdujese el
caballo a la ciudad, había aconsejado quemarlo, allí en el mismo lugar
donde había sido encontrado, cerca de la playa. Incluso él mismo había
disparado una jabalina sobre el vientre de la escultura ecuestre y había
resonado de forma tal que revelaba que era hueca. Pero quemar una
ofrenda de los dioses era simplemente una locura; sólo a un demente se le
podía ocurrir tal herejía.
Laocoonte, el sacerdote en cuestión, continuó tratando de evitar que
aquel mal traspusiera las murallas de Troya. Pero sus ruegos fueron
inútiles, el caballo fue consagrado como divinidad y como tal sería
colocado en la plaza principal y adorado. Su seducción era enorme, para
algunos era la aurora de una nueva edad de oro para Troya, llena de
prosperidad, de augurios como nunca antes había sucedido. Los dioses así
lo habían decidido.
Tras el triunfo frente a las huestes griegas, vendrían pues, tiempos de
infinita bonanza. Con esta convicción, la noche en la cual el monumental
caballo se asentó en el corazón de la ciudad, todo fue una fiesta. El vino
corría como si el mismísimo Dionisios hubiera estado tocando la lira, las
jóvenes doncellas se dedicaban a ofrecer sus virtudes a los hombres
triunfantes y hasta la corte festejaba desde los balcones de palacio. Ya
muy entrada la madrugada todo Troya entró en un sueño profundo,
Morfeo había abierto sus brazos a todos los habitantes de la ciudad.
Hombres libres y esclavos, ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos se habían
entregado a un merecido descanso. Ya no hacían falta centinelas, ya no.
El resto de la historia es bien conocida, pero la del sacerdote de Apolo
no. Laocoonte se había casado con Antíope, la cual le dio dos hijos, Etrón y
Melanto. Cuando los griegos desembarcaron en las costas de Troya, los
troyanos habían lapidado al sacerdote de Poseidón porque no supo
obtener, mediante sacrificios, la protección del dios de los mares para
impedir la llegada de la flota enemiga.
Será entonces cuando se le pedirá a Laocoonte, que ofreciese un
sacrificio a Poseidón con el ruego de que acumulase tempestades en la
ruta de los navíos griegos. Pero en el momento en que el sacerdote se
disponía a inmolar un toro al dios, dos enormes serpientes salieron del
mar y se enroscaron en un abrazo mortal en los dos hijos del sacerdote.
Laocoonte corrió entonces en su auxilio, pero el poder de los reptiles era
enorme, sus abrazos se apoderaron también del padre y de esta manera
murieron los tres ahogados. Una vez finalizada su tarea, las enormes
serpientes fueron a enroscarse a los pies de la estatua de Atenea, en el
templo de la ciudadela.
Para algunos la muerte de los tres resultaba ser el castigo por el acto
sacrílego, para otros Apolo vengaba otro sacrilegio: la profanación de su
templo, ya que el sacerdote se había casado ante la estatua consagrada al
dios. Pero más allá de las interpretaciones, la visión realista sobre el
caballo y que éste traería el desastre para Troya no fue escuchada. Aún
sus actos fueros obviados. Un gran abrazo terminó con él y sus
descendientes.
Resulta como si el abrazo mortal, silenciara a aquellas voces que
prevenían del colapso. Sin esos llamados de atención ya todos podían
dedicarse ahora a las cosas más banales sin que nadie les alertara sobre la
conciencia.
De allí esta magnífica escultura que con veintiún siglos de antigüedad,
se encuentra hoy en el Vaticano y que alguna vez decoró el palacio de Tito
en Roma. Y de allí el motivo de la tapa de este libro; siempre me conmovió
la expresión de los rostros, siempre me impresionó la fuerza del abrazo. Un
abrazo letal, tan letal como al que nos referiremos en las próximas
páginas: al abrazo de la mediocridad.
Las ideas siguientes sólo serán reflexiones sobre el particular, pues aún
no tengo claro si sobre la mediocridad habría que exponer un texto lineal,
con principio, desarrollo y conclusión, o si sólo algunas simples ideas, o
más que eso, percepciones, servirán mejor para abrir el diálogo – desde ya
con uno mismo- y poner sobre tela de juicio la era que nos ha tocado vivir,
es decir nuestro tiempo. Insisto en dejar claro al lector que son
simplemente sensaciones y como tales pueden estar totalmente
equivocadas por el alto nivel de subjetividad que implican. De hecho
preferiría estar totalmente equivocado.
De esta manera, al no imponer un discurso lineal, me permitiré pues
hacer algunos paréntesis en el recorrido de este ensayo, en los cuales
espero invitar a que juntos podamos reflexionar sobre estos momentos
históricos.
Han pasado más de tres mil años desde la guerra de Troya hasta hoy, y
en los últimos tiempos varias voces nos vienen previniendo que dudemos
de los “regalos de los dioses” por muy seductores que estos fuesen. Tres
milenios y los que transitamos esta posmodernidad continuamos absortos
frente a tentaciones tan fatales como el gran caballo. Pero hoy, pareciera
que todos los días, al despertarnos, encontramos un nuevo presente en
nuestros horizontes. Regalos que nos prometen la felicidad y la juventud
eterna y lo más absurdo es que ni siquiera nos detenemos a dudar al
menos un instante en porque “los dioses” nos obsequian tanto y tanto. ¿Es
que acaso hemos hecho las cosas tan bien que nos merecemos tanta
abundancia de regalos?
Parece absurdo; cada día generamos más y más conflictos bélicos, más
diferencias raciales, étnicas y religiosas; destruimos el planeta con toda
nuestra fuerza posible, acabamos con miles de especies que llevaban en la
tierra varios millones de años ante de nuestra aparición, y así todo, en las
arenas de nuestras playas aparece cada día un presente del Olimpo como
premiando nuestras actitudes. Pareciera un costo alto por un poco de
confort.
Cuidémonos de los sacrificios que hacemos, pues tal vez la represalia
puede terminar siendo un gran abrazo mortal.
EL ABRAZO . . .
La negación de la dignidad humana, desacredita el valor de cualquier
causa.
. . . DE LA MEDIOCRIDAD.
Corren tiempos extraños, tiempos de incertidumbre, tiempos donde
pareciera que hay que recalcar lo obvio constantemente y cuando sucede
esto, es que algo no anda bien. O más que algo. De hecho ¿por qué habría
que recalcar lo obvio?
Por momentos tengo la sensación de que se respira algo así como una
falta de transgresión ideológica, lo cual conduce sin remedio, al menos
aparente, a un sin fin de discursos faltos de contenido y a una gran
mentira organizada. Desde ya, magníficamente bien estructurada y
sostenida. Estructurada por los elementos de poder y sostenida por los
medios que indefectiblemente pareciera que responden a aquellos
elementos de poder.
Si bien el desamparo en todos los órdenes es el eje sobre el cual gira la
cultura actual, la falta de alimento intelectual y afectivo me produce algo
parecido a un gran y patético abrazo mortal, a un abrazo de la
mediocridad, formado por cientos de tentáculos que día a día aprietan más
y más, hasta lograr su cometido: la parálisis como primer paso –ya
lograda- y la asfixia como etapa final.
Lo notable y trágico, es que cuando uno comenta esta sensación con
otros, más allá de los diversos sectores en que lo haga, muchos perciben
un situación análoga. Obviamente la primer etapa del abrazo al que me
refería ya se cumplió, la parálisis. Lo patético es que de hecho pareciera
que no podemos ir demasiado más allá del discurso quejoso y de alerta. No
más allá de eso.
¿Queda entonces esperar como una simple manada de ovejas la segunda
etapa, la de la asfixia? ¿Para esto recorrimos miles de años de luchas para
terminar presas de un gran abrazo mortal?
Lo más absurdo de este abrazo de la mediocridad es que acaba con
aquello que nos hace precisamente humanos: el deseo, la superación, las
ganas de ir más allá. . . . . La resignación pues, juntamente con la
asimilación y adopción de modelos impuestos, vaya a saber uno por quién,
reemplazan al verdadero deseo. Si bien la depresión, síntoma común de
estos tiempos, es la falta de deseo, el sometimiento, es sin más la muerte
de aquel.
El hombre moderno, actual, fáustico, por llamarlo de alguna manera, se
ha concentrado en lo externo, en lo que mi amigo y reconocido catedrático
Carlos Cortese llama “la carcaza”, en el envoltorio de la existencia, en el
status social. El consumo de esta manera obviamente ha centrado su
interés en el mundo que está allá afuera, produciendo de esta forma el
vacío interior. A eso que Kafka definió como la pérdida de la identidad en
un mundo anónimo. La carcaza lo es todo. Y más aún. . .
En este desfile de disfraces se mueve el hombre de hoy, Rápido, muy
rápido, pues cuando se patina sobre hielo frágil, la única salvación es la
velocidad, la cual conduce irremediablemente a una fragilidad de vínculos,
sobre la cual me extenderé más adelante.
La tragedia moderna es el acorazamiento del hombre, la represión
ontológica, la objetivación del sujeto.
El abrazo de la mediocridad lleva al hombre a que se contemple como
una cosa, buscando afuera los puntos de apoyo, aquellos que le permitan
encontrar el equilibrio. Pareciera por momentos que carecemos de la
posibilidad de replegarnos sobre nosotros mismos, como si el homo
erectus no pudiera mantener su verticalidad. Y al igual que cualquier otra
estructura, la perdida del equilibrio lleva inevitablemente al colapso. Sería
patético presenciar la implosión del hombre como lo hacemos
habitualmente con los edificios que ya no nos sirven.
Todas las sociedades humanas tienen ciertos rasgos en común; el
primero de ellos consiste en que más que el individuo mismo, es la
sociedad la que ha llegado a ser la unidad más importante en la lucha por
la existencia, sobrevivir implica la cooperación de otros individuos. El
segundo rasgo radica en que las sociedades tienen normalmente una
duración mucho mayor que la vida de un individuo. La tercera
característica es que las sociedades son unidades funcionales y que por
consiguiente los intereses de cada individuo están subordinados a los del
grupo.
Bajo estos items anteriores, podríamos decir que desde el punto de vista
de un individuo, el proceso de socialización, es pues, el de aprender lo que
tiene que hacer para otras personas y saber lo que de ellas puede esperar.
Ahora bien, si ésta sensación de abrazo letal es real ¿Qué puede
esperar el individuo de los otros, de la sociedad toda? ¿Qué puede hacer el
individuo para lograr sobrevivir al abrazo? Y fundamentalmente ¿Qué
puede hacer para evitar ese abrazo a su descendencia?
En nuestro derrotero por la vida, la raíz del sufrimiento cuenta con
varios pilares de apoyo: la angustia de la inseguridad, para lo cual los
hombres buscamos sostenes sólidos; la gran fugacidad de nuestras vidas,
para lo cual nos servimos de la negación y de todos los aliados de ésta que
tengamos a mano; la insatisfacción ante la falta de sentido real de los
hechos y la inconsolable indefensión, ante lo cual buscamos refugios
seguros o que creemos fiables.
Claro, el tema es donde encontrar estos pilares de apoyo, esa estructura
sólida donde dejar descansar el sufrimiento. En un principio, como
respuesta casi automática, el hombre busca solución a estos flagelos en si
mismo, en sus propias fuerzas y en sus propios criterios, basados estos
últimos, claro esta, en gran parte en sus creencias y valores.
Como plantea Kierkegaard, el individuo tiene dos voluntades: una
inferior, a veces impotente, que es la que busca la apertura, y otra mucho
más fuerte que se aferra al ensimismamiento. Y el hecho que la segunda
sea más fuerte es lo que permite que el hombre sea presa del abrazo de la
mediocridad. Para el filósofo danés, la cuestión del ensimismamiento, se
debe a que el hombre dejará más fácilmente su libertad y será víctima,
cuanto más débil sea originariamente su personalidad o en la medida del
agotamiento que la elasticidad de su libertad haya padecido.
Pero cuando el si mismo no alcanza, cuando ya se encuentra en los
mares desconocidos de la incertidumbre, donde el pánico a naufragar es
sólo lo que se desdibuja en su horizonte, entonces el humano busca más
allá de él.
Al igual que el náufrago, su vida está a la deriva, entregada a fuerzas
desconocidas. Y es allí donde su debilidad y pánico lo hacen presa fácil del
abrazo mortal de la mediocridad.
¿Cuándo comienza éste naufragio existencial? Tal vez, cuando el
hombre comienza a ser esclavo de la multiplicidad de cosas que puede
adquirir, más sus posesiones, prestigio y poder. Tal vez, cuando ha
perdido su conciencia histórica y vive pues en un presente constantemente
renovado, en la inmediatez, anulando todo por la hipertrofia del presente.
Para que el tiempo no se muestre en el envejecimiento de las cosas, para
que no haya indicios denunciadores del desgaste, de la edad, del tiempo
transcurrido, se rompe todo antes de que los signos de decadencia estén a
la vista. Se destruye todo en su plenitud vital. Las sociedades actuales
mantienen largas conferencias y simposios acerca de la implementación o
no del aborto, y mientras tanto no dejan de abortar todo lo que crean. Otra
característica básica de la mediocridad: el absurdo y el doble mensaje.
De esa manera, el hombre de hoy, no crea nada estable, sólido ni
duradero; se convierte en un creador de estructuras efímeras, que se
transforman y deforman apenas insinuadas. Y mientras tanto el abrazo, al
igual que el de las grandes boas constrictor, continúan apretando de a
poco, cerrando casi imperceptiblemente el circulo mortal, hasta que la
presa, carente de respiro, se entrega sin más a la muerte.
¿Cuándo fue que el individuo se transformo en presa de aquel mortal
reptil? ¿Como no percibió la presencia amenazadora de aquella bestia
mortal? ¿Qué permitió que el abrazo demoledor se llevara a cabo?
Líneas atrás sostenía que una de las variables que nos convierten
precisamente en humanos es el deseo. Ahora bien ¿qué es el deseo?
Spinoza decía de manera muy acertada, que es muy común confundir
deseos con decisiones. Y al menos que desarrollemos una cierta capacidad
para dirigir nuestros deseos, ser libre, no es más que una utopía., un
simple sueño adolescente.
Los deseos, aún los compulsivos, son parte de la condición humana,
pero en nuestros tiempos, tenemos un problema adicional: nuestros
deseos están excepcionalmente más que bien entrenados. La sociedad nos
enseña que debemos anhelar. Sólo basta una señal de la campana de
Pavlov, para salir corriendo a comprar el último objeto que la moda acaba
de lanzar al mercado o a realizar aquello que los medios nos dicen que hay
que hacer.
Y si bien, en un primer momento pareciera que la felicidad se alcanza
con el sólo hecho de ceder a un deseo compulsivo, la realidad, es que
ganar la libertad para elegir es lo que nos logra poner felices. De allí aquel
viejo proverbio budista: la libertad es una quimera, pero la liberación es
todo un acto. Y el acto, sólo lo puede realizar un individuo libre.
Hemos perdido la capacidad de entrenar a la voluntad, entonces,
hacemos lo que otros, no se quienes, deciden que hagamos. Y esto pasa
desde la adquisición del más elemental objeto de ornamentación hasta la
elección de nuestra posición política, ética o moral.
Entrenar la voluntad. ¿Cómo, cuándo, donde? ¿Acaso este
entrenamiento esta incorporado en alguna currícula escolar? ¿Quién
enseña este entrenamiento? ¿O no será
acaso que al sistema
precisamente no le interesa que se entrene a los hombres en este campo?
Entrenar la voluntad para no ceder fácilmente a los cantos tentadores
de sirenas, los cuales, al igual que en la Odisea, sólo conducen al
inevitable naufragio. Entrenarla para poder elegir por uno mismo, que,
cuando y donde, y no para seguir siendo un consumidor de cosas
elaboradas y magníficamente vendidas por un sistema anulador de
voluntades individuales. Y quiero dejar claro que esto no es sinónimo de
anarquía sino de libertad ideológica.
Entrenar la voluntad para ser uno más allá de las contingencias y para
conservar la unidad aun en la diversidad. Entrenarla en el último de los
casos para ser y engendrar libres pensadores, capaces de producir los
cambios necesarios para alcanzar una mejor calidad de vida, y en este
concepto de calidad incluyo lo político, lo social, lo económico, lo moral y
todos aquellos items que hacen sin más a la existencia humana.
Pero claro, no minimicemos el rol del mediocre en esta sociedad ya
que es por demás fundamental. El mediocre, junto con lo que el término
conlleva, es una pieza necesaria y predominante en la cultura
posmoderna, y es posible que lo haya sido siempre a lo largo de la historia
de la humanidad. Pero me refiero mis tiempos, a sus tiempos amigo lector.
De hecho estos tiempos son posibles gracias al crecimiento exponencial de
la mediocridad, pues ésta permite un sinnúmero de situaciones que
raramente se podrían dar si se hubiera entrenado la voluntad como
planteaba líneas atrás.
Nuestra cultura de masas, - masas dirigidas y controladas- permitió
arribar a éste escenario en el cual nos encontramos hoy, el cual tiene, al
menos a mi gusto, algunos ángulos patéticos: la falta de originalidad, la
sumisión a todo, el evitar el desafío de pensar, la consolidación del rebaño
social y la aniquilación del deseo individual. Esto para nombrar sólo
algunos de los ángulos a los que me refería. Seguramente usted podrá
agregar más a esta lista.
Ángulos que continuaran in crescendo mientras el abrazo de la
mediocridad continúe siendo el protagonista de la escena posmoderna.
En ésta cultura a la que nos referimos, pareciera que el espíritu se fue
replegando y el cuerpo, en sus múltiples y diversas manifestaciones, ocupó
el centro de la escena. Todo comenzó a explicarse en términos de mercado.
Postula Max Weber: “. . . la comunidad del mercado, en cuanto tal, es la
relación práctica de vida más impersonal en la que los hombres pueden
entrar. No porque el mercado suponga una lucha entre los partícipes, sino
porque es específicamente objetivo, orientado exclusivamente por el interés
de los bienes de cambio. Cuando el mercado se abandona a su propia
legalidad, no repara más que en la cosa, no en la persona; no conoce
ninguna obligación de fraternidad ni de piedad, ninguna de las relaciones
humanas originarias portadas por las comunidades de carácter personal.
Intereses racionales de fin determinan los fenómenos del mercado en
medida especialmente alta y la legalidad racional, en particular la
inviolabilidad formal de lo prometido una vez, es la cualidad que se espera
del copartícipe en el cambio y constituye el contenido de la ética del
mercado”.
Y de éste párrafo de “Economía y sociedad” de Weber, remarqué
precisamente la cosa, porque el proceso de cosificación, de objetivar al
sujeto, fue, a mi modesto entender, el principio del abrazo de la
mediocridad.
Logramos hacer del hombre actual, un simple elemento de intercambio,
un objeto casi descartable y sumamente barato. Basta observar cuanto
“cuesta” una vida. A valores actuales veinte veces menos que un misil. Le
aseguro que no estoy exagerando nada ya que me informe
concienzudamente sobre el particular. Desde ya que algunos estarán
pensando porque en las guerras no se arrojan personas en vez de los
costosísimos misiles, la respuesta es obvia: los humanos no producimos
tanto impacto demoledor al estrellarnos contra algo, nuestra onda
expansiva es mínima... Patético, pero real. Tan real que las catapultas de
antaño ya han probado en reiteradas ocasiones con éste proyectil humano,
desde los griegos hasta en el medioevo. De hecho los mongoles fueron los
inventores de las guerras bacteriológicas ya que arrojaban desde sus
catapultas a muertos por la peste para contaminar a los intramuros.
De mediocridad hablamos, del abrazo letal de ella.
Sería interesante salir de ella, librarnos de la sensación de asfixia.
En latín, salida se dice exitus, término que los ingleses tradujeron como
exit. La salida conduce al éxito. Aquel olvidado idioma, madre de muchos
de los actuales, también tiene un verbo, stupere, que significa quedarse
quieto, inmóvil. De allí la palabra estúpido, hombre que no encuentra la
salida, aunque a veces no cese de moverse. Las únicas reacciones del
estúpido son la resignación o la violencia, ambas, obviamente, falsas
salidas.
De hallar el exitus se trata. Y el tiempo para ello no es eterno. Claro, al
menos que uno se encuentre cómodo y no le interese en lo más mínimo
salir.
Nuestras vidas se desarrollan dentro del imperio de las
circunstancias, y en éstas vamos –cual naufragio- braceando tratando de
aferrarnos a algo que nos mantenga a flote.
Lo que sucede, es que no toda cosa que pase flotando cerca nuestro,
tiene la capacidad de sustentación, de sostenernos con la cabeza fuera del
agua para no ahogarnos.
Si Erasmo tenía razón al afirmar que el espíritu del hombre toma la
dimensión de lo que se propone, la pregunta es pues, que nos proponemos
hoy para haber logrado “naufragar” de esta manera. Parece entre absurdo
y tonto, que el homo sapiens después de haber recorrido tantos miles de
años y de penurias que acompañaron a aquellos, termine víctima de un
abrazo que él mismo fue gestando, cuando miles de voces predecían éste
final. Cientos de textos, de oradores, de gurúes gritaban a más no poder el
abrazo que se aproximaba y sin embargo no se pudo hacer nada. Tal vez
estaba en lo correcto Ortega cuando sostenía que para demostrar lo
elemental no hace falta tanta erudición.
Claro, homo sapiens, homo faber, homo económicus, son sólo
clasificaciones antropológicas que marcan un cierto perfil del humano.
Pero siguiendo la tesis de Morin –sin invalidar las anteriores- también
encontramos al homo demens, capaz del delirio, de la demencia. Este homo
es el generador del odio, del desprecio, de aquello que los griegos llamaban
hibris, es decir desmesura. Uno podría pensar que el antídoto del demens
está en el sapiens, en la razón, pero la experiencia demuestra que no es
así. De hecho ambos pueden coexistir en un mismo individuo.
¿Cuántos Laocoontes más necesitaremos para comprender que el caballo
no era una deidad que traería bonanza sino todo lo contrario y que
incorporar a aquel en nuestro seno daría como resultado la destrucción?
El imperio de la circunstancias, de éstas últimas se trata, de que hacer
con y en ellas. Pero para actuar con y en las circunstancias, debemos a
priori distinguir entre aquellas que fueron producto del azar o de
condiciones externas a nuestras voluntades y cuales fueron el resultado
que nosotros supimos conseguir. Y fundamentalmente hacernos cargo de
éstas últimas y no mirar para otro lado como si la madre naturaleza las
hubiera puesto allí simplemente para mortificarnos.
El abrazo de mediocridad es sin más, la asfixia producida por las
circunstancias, que en su mayoría engendramos los hombres a través de
nuestro narcisismo, nuestra soberbia, nuestra incapacidad de ver al otro
como un verdadero otro, nuestra ingenua estupidez de pensar que a
nosotros no nos va a suceder. En síntesis, lo que supimos hacer.
Por primera vez en el curso de la historia el hombre no encuentra ante
sí más que a sí mismo, no percibe ni asociados ni adversarios. En tras
épocas anteriores, era la naturaleza lo que se ofrecía ante él, y así el
hombre debía encontrar el modo de acomodarse a las circunstancias. Pero
hoy vivimos en un mundo transformado por el hombre, desde los paisajes
hasta nuestra comida elaborada por medios mecánicos. La industria
humana constituyó esta dimensión cultural dentro de la cual
interactuamos. De allí, que siempre nos vemos situados ante nosotros
mismos. En estos términos el premio Nobel, Heisemberg planteaba nuestro
tiempo. El abrazo es producto de lo que hicimos, de lo que hacemos y de lo
que haremos dependerá el final del juego.
En éste imperio de las circunstancias, ya no debemos enfrentarnos a
temibles tigres sables ni a pesados mamuts que se resistían estoicamente
a convertirse en la dieta de nuestros antepasados. Tampoco a intensos
fríos que diezmaban poblaciones enteras. Y si bien algunos huracanes
hacen de las suyas, fue el hombre el que dislocó los ciclos de la naturaleza
y es entonces cuando debe pagar los costos de sus determinaciones.
Sí, frente al hombre ahora sólo se encuentra el hombre y por lo visto el
rival más peligroso que pudo encontrar después de vagar durante
milenios. Suena absurdo haber cargado con ese flagelo siempre mientras
se buscaba afuera la llegada de las parcas.
Durante el siglo XX, miles de especies fueron borradas del planeta en
nombre de la evolución del hombre. El mono sediento humano arrasó con
todo aquello que se le oponía o con lo que le servía para ser transformado
en elemento de uso para él. Y aquí llegamos pues. Principio del nuevo
milenio; guerras por doquier, hambrunas en algunos sectores del mundo
que intimarían a las peores medievales, exclusiones en todos los sentidos,
y fundamentalmente, esa sensación de angustia que no deja de crecer. Y
frente a nosotros . . . simplemente, nosotros.
Y lo más maravilloso es que en general, no nos gusta esta imagen que
vemos de nosotros, hacemos esto, pero queremos ver otra cosa diferente a
la que engendramos. Es algo así como el escultor que comienza a tallar
una pieza de mármol y al terminar la obra se pregunta porqué no obtuvo
un maravilloso bronce. Suena ridículo, pues bien, es lo que venimos
haciendo ininterrumpidamente. Y desde hace ya un tiempo, largo tiempo a
decir verdad.
El desafío de pensar es por definición el desafío del hombre. Es lo que
lo constituye precisamente en eso: en homo sapiens. Es sin más, lo que lo
diferencia del resto de los seres vivientes en éste planeta. No obstante el
actuar precede en los últimos tiempos al pensamiento. Es como si se
hubiera producido un cambio epistemológico en el hacer humano, primero
la praxis y luego la teoría se va adecuando a las prácticas vigentes.
Sin lugar a duda un cambio significativo en la evolución del
pensamiento. No estoy haciendo juicios de valor, pero seguramente usted
lector coincidirá conmigo que es un cambio y no precisamente menor.
Como magistralmente plantea May, lo que está sucediendo, es un
fenómeno inevitable en nuestra época, el resultado sin más del
colectivismo: educación masiva, comunicación masiva, tecnología masiva;
en síntesis procesos masivos.
Los cataclismos históricos ocurridos en nuestra civilización
contemporánea, han hecho inevitable que la imagen que el individuo tenía
de si mismo resultara sacudida de raíz. Como sostenía Lynd, el hombre
actual está atrapado en un caos de pautas opuestas, ninguna de ellas está
totalmente condenada, pero ninguna tampoco se encuentra claramente
aprobada y libre de confusión. Frente a éste escenario el hombre, tropieza
con demandas frente a las cuales carece de medios para satisfacerlas.
Entonces cuando las personas sienten su insignificancia como
individuos, comienza un debilitamiento paulatino de su sentido de
responsabilidad humana. La impotencia frente a un mundo que lo supera,
se transforma en apatía y por último en alienación. Esta disminución de la
conciencia, conduce irremediablemente a la pérdida del sentido de
significación, y una vez producido este estado, el abrazo de la mediocridad
es inevitable.
Del desafío de pensar hablábamos. Después de la agitación cultural de
los 60, ha sobrevivido un abandono generalizado de las ideologías, que de
manera ostensible, muestra intereses en preocupaciones puramente
personales, más allá de todas las crisis existentes y posibles. Las grandes
cuestiones filosóficas, aquellos temas estructurales que han tenido al
hombre en vilo por siempre, despiertan hoy, la misma curiosidad que
cualquier suceso, o aún menos. Consumo, permisividad, globalización y
tecnificación, son los actores de la escena posmoderna.
La sociedad actual, narcisista por definición, demasiado absorta en si
misma, renuncia a toda militancia ideológica, simplemente se resiste a
pensar.
Hoy, los hombres, más que vivir felices, quieren vivir ocupados. Desde
ya que esto convierte a aquel que les proporciona ocupación, en un
bienhechor. El tema es la huída del pensar, el escape ante el posible
aburrimiento.
Y pareciera que vivir ocupados, se lo puede tomar en sentido totalmente
literario, ya que hoy las veinticuatro horas del día nunca alcanzan para
hacer todo lo que se supone que un hombre posmoderno debe hacer. Hoy,
“el tiempo no me alcanza” o “ no tengo tiempo” o “estoy demasiado tomado”
son las frases más usadas, independientemente del nivel socio cultural en
que uno se mueva. Pareciera que el planeta rota más rápido y de esta
manera el día es más corto y por consiguiente “no alcanza”. La realidad es
que esta esfera sobre la cual vivimos, viene girando a la misma velocidad
desde hace algunos millones de años, con lo cual somos nosotros los que
algo no hacemos del todo bien. Por ejemplo, pensar.
Tensión, temor, angustia, actores que desfilan día a día sobre la
escena posmodernista, son como diría Nietszche, “pasiones vulgares”, y en
ellas no hay exuberancia de vida. Los consuelos que imaginan tanto el
mendigo como el esclavo son ideas de cerebros postrados: los nuestros.
Debemos comenzar a aprehender, que si bien las contingencias pulsan
nuestras cuerdas, nosotros somos quienes ponemos la melodía.
Todos, absolutamente todos, somos en mayor o menor medida
prisioneros de deseos antiguos y rehenes de deseos ajenos. Pero aún con
esa carga encima, el tema vuelve a ser la melodía.
¿Cómo queremos que suene al fin y al cabo la música que nos
acompañará a lo largo de nuestra existencia? ¿Cuándo cambiaremos de
ritmo? ¿Cuándo tocaremos en grupo y cuándo solos?
Éstas y otras tantas decisiones sí las podemos tomar nosotros más allá
de la tensión de las cuerdas. Y quizás, hasta podamos comenzar a templar
nosotros las cuerdas más allá de las circunstancias.
Claro, vuelvo indefectiblemente algunas líneas atrás, debemos
enfrentar el desafío que implica pensar, y desde ya, pagar los costos que
eso implique. En el último de los casos, la libertad siempre cuesta.
Como afirmaba Licón en el juicio a Sócrates: “ la libertad sólo puede
existir cuando la vida es sometida a examen constante y dónde no hay
censores que les digan a los hombres hasta dónde pueden llegar. La vida
humana vive en ésta paradoja y entre la espada y la pared. El examen es la
vida y el examen es la muerte. Es ambas y es la extensión que existe entre
ellas”.
Nuevamente, el desafío de pensar y el costo de la libertad.
Tal vez como plantea May, uno de los mayores problemas del hombre
actual en esta época, es el de sentirse un ser carente de significación como
individuo. Eso genera obviamente dificultades para encontrarse a sí mismo
en su tiempo-espacio.
El hombre de hoy, se encuentra atrapado en un caos de paradigmas
opuestos, donde lo asombroso es que ninguno de ellos está totalmente
condenado, pero ninguno a su vez está claramente aprobado. En síntesis,
el conflicto se presenta al no existir, o contar al menos, con medios para
satisfacer las demandas a las que el individuo se encuentra continuamente
presionado.
Y lo recién mencionado lleva sin dudas, a un debilitamiento del sentido
de responsabilidad humana, de hacerse cargo, de contar en la cuenta.
¡Que alimento fenomenal pues para el abrazo de la mediocridad!!!!!!.
En estos días se estimó el crecimiento del presupuesto en seguridad en
un seiscientos por ciento en los últimos cuatro años. Estamos pues,
hablando de miles de miles de millones de dólares. En paralelo, las
víctimas de los tsunamis, terremotos y otras manifestaciones de la
naturaleza aún en gran parte no han recibido ni un dólar de ayuda.
Extraña ecuación. En pos de la tecnología y avance científico, lo cual no
está mal, se duplicó el presupuesto de la campaña espacial. Un porcentaje
enorme de la población mundial carece hoy, en el siglo XXI, de agua
potable.
A veces cuanto más y más estudio, viajo, formo parte de congresos
internacionales y esas cosas que se suponen que a uno lo llevan a ver más
allá de sus narices, menos entiendo a ésta especie a la cual pertenezco.
Espero no terminar como Chesterton, queriendo más a mi perro que a mis
congéneres, lo cual en mi caso sería patético ya que no tengo perro.
Tal vez sea acertado aquello que es importante estudiar la estupidez para
entender la inteligencia. En lo personal, creo que aún me encuentro en el
primer estadio y lejos de comenzar a comprender el segundo.
Tal vez, en pocos momentos, la historia de la humanidad ha sentido tan
fuerte el sentimiento de impotencia como en la actualidad. Una simbiosis
entre insignificancia, desamparo e indefensión. Lo que Kierkegaard
denominó temor a la nada. Como si el hombre perdiera la conciencia de sí
mismo.
Resulta patético escuchar hoy, en el amanecer del siglo XXI, hablar de
una nueva cruzada entre oriente y occidente. De hecho esta comenzó hace
casi mil años, la cual fue seguida por otras que sólo trajeron muerte y más
muerte. Estabamos convencidos que aquello era cosa del medioevo. Hoy
los medios vomitan esta posibilidad a boca de jarro para seducir a una
audiencia a la cual la mediocridad no deja de asfixiarla.
Resulta patético escuchar hoy, enfrentar a toda la civilización a posibles
guerras nucleares, bacteriológicas, en síntesis a todo lo tanático.
Resulta patético hoy, exponer continuamente a la humanidad toda frente
a pandemias de todo tipo, cuando realmente lo que suceden son casos que
sólo afectan a no más de un centenar de personas, graves desde ya, pero
que psicotizan a todo hombre sobre la faz del planeta.
Las ideas tanáticas, pesimistas, cohiben la expresión humana en todos
sus sentidos, favorecen el disimulo, prohiben a las almas apasionadas
expresarse, en síntesis deforman al hombre tanto en su actitud como en
sus manifestaciones orales. El miedo nos hace deformes, algo así como
subhumanos.
La mediocridad enarbola como estandarte lo letal, lo terrible, lo
demoníaco. En síntesis la locura. En esta última se regocija y desde ella
convoca a sus filas. Sus columnas de hombres enfermos de miedo e
impotencia se alinean prolijamente para un desfile sin fin. Lo genial es que
éste desfile conduce al aminoramiento del propio hombre. La mediocridad
enarbola el estandarte del miedo, y desde él gobierna.
De ésta forma la mediocridad llama a paso redoblado, y su ejército, como
todo batallón bien entrenado, responde a los ritmos que la autoridad
reclama. Así de simple: de frente march. . . .
No obstante, por obra del destino, o por la maravilla que el hombre lleva
en su propia condición, algunos “malos” soldados se niegan a obedecer así
porque sí los redobles de los tambores. Se comienzan a bajar de las filas y
sobre todo cuestionan la autoridad de la mediocridad. Desde ya que ésta
autoridad de rango supremo no soporta la rebelión.
Pero el motín no cesa, más hombres y mujeres comienzan a dejar las
filas. Primero La mediocridad usa la fuerza para someter a los desertores.
Pero no basta. Aumenta más su fuerza, pero no. La autoridad cambia
entonces su estrategia. Negociar, es una posibilidad.
Entonces a partir de este momento , la mediocridad deja su rol de
déspota para convertirse en un ser seductor, casi fascinante. Se
transforma entonces en permisiva, apunta espacialmente e buscar y
explotar esa parte de transgresión que todos los humanos llevamos dentro.
Se convierte en una dadora de permisos de todo tipo. La mediocridad es
ahora pues, una maravilla, con ella todo es posible.
Los soldados que aún se encontraban en sus filas se hacen más fieles,
los que habían desertado, vuelven nuevamente a enrolarse. Las columnas
de la mediocridad vuelven a ser nutridas y se encuentran fortalecidas. Al
igual que aquellas otrora legiones romanas, estas avanzan sin encontrar
opositores. ¿Quién se opondría a tan formidable ejército? La proyección del
poder de éste imperio parece infinito.
No obstante, en plena cúspide del poder de la mediocridad, algunos
dudan de tanta bonanza, de tanta prosperidad, de tantos permisos. La
duda de esos pocos se transforma en un arma enemiga para de la
mediocridad. Arma que no tenía en cuenta, que ni siquiera podía concebir.
La duda comienza su camino, y al igual que las peores pandemias,
infecta uno a uno, lentamente a los integrantes de las primeras filas.
Luego la epidemia se propaga a las demás. La mediocridad enloquece,
comienza a ver como su sólido imperio se fractura. Entonces se vuelve
autoritaria como en sus principios. Quedan abolidos los permisos, las
franquicias, las libertades. El miedo vuelve a tomar el protagonismo.
Los integrantes de las milicias comienzan a acuartelarse, pues ya dudan
de las virtudes y capacidades de su oficial al mando.
La mediocridad enloquece, trama mil estrategias diferentes, pero no, sus
filas de seguidores, se reducen día a día.
Pasa un tiempo, y aquellos obedientes soldados disciplinados
y
alineados, se transforman en libres pensadores. Y un día entre los días,
todos asisten al entierro de la mediocridad.
Maravilloso no? La lástima es que es sólo un cuento, un sueño. Pero
¿cuántos grandes cambios comenzaron simplemente con un sueño o a
partir de un cuento?
La naturaleza humana no es precisamente buena, solidaria, amigable, y
en estado natural tiende al egoísmo y a la destrucción del prójimo. De esta
forma consideran al hombre no pocas corrientes de antropología,
sociología y psicología. Homo homini lupus, el hombre es el lobo del
hombre, así definía al ser humano Hobbes en la segunda mitad del siglo
diecisiete. Para este filósofo era la guerra de todos contra todos. Pero el
estado de naturaleza es contradictorio ya , que por una parte solo quiero
realizar mis deseos, eliminando todo obstáculo que se interponga en mi
camino, y por otro lado, quiero amor, paz, felicidad. Desde ya que estas
dos corrientes se contradicen. El gran tema es ¿cómo conciliarlas?. Para
Hobbes, el miedo, el terror, eran las armas por excelencia para “dominar”
al hombre, y pone en el Estado –a quién denomina Leviatán, una de las
terribles bestias mitológicas- esas armas. Posteriormente, Rousseau,
continuará esta postura y establecerá en su Contrato Social, que el
hombre delega su libertad al Estado, para luego recuperarla a través de los
derechos que el Estado establece para él. Locke, contemporáneo del
Hobbes, propone los derechos naturales del hombre, precisamente para no
ser aplastados por el Leviatán.
Pero más allá de la posición de éstos pensadores, la posmodernidad, olvido
los aportes más importantes de ellos: los derechos del hombre a existir, a
ser uno mismo, a ser libres, pero en el aspecto más general del término.
Pero volvamos al miedo. Algún poeta dijo que el miedo es aquello
opuesto al amor. Y si lo tanático es la contracara de lo erótico, por
deducción, el miedo es sin más la muerte. Y todas las muertes. ¿Qué
quiero decir?
Una condición humana es tratar de no ver lo que nos atemoriza. Eso nos
pasa con las películas de terror, o cuando éramos niños el taparnos hasta
la cabeza para protegernos de los monstruos. Hoy, la muerte resulta casi
extemporánea, al igual que la vejez, la enfermedad, la pobreza, el
sufrimiento, en síntesis todo aquello que nos aleje de la fuente de la
juventud eterna, del consumo y del poder terrenal. La inexorabilidad de la
muerte, no lleva a integrarla a la vida como elemento fundamental.
Siempre resulta una ruptura sorpresiva, casi inesperada.
Desde ya que es el miedo a la vacuidad, a la nada, a la no existencia del
self. En la sociedad actual son muy pocos los que se dedican a reflexionar
sobre la muerte y por consiguiente cuanto implica ésta para la vida. En el
plano de lo racional sabemos que algún día moriremos, pero desde lo
emocional, sólo lo negamos, como si bien supiéramos algo pero no lo
aceptamos. Nuevamente nos volvemos a tapar, a esconder bajo las mantas
para protegernos de los monstruos.
Nuestra cultura posmoderna, generó el delirio de la inmortalidad y de esta
manera nos oculta la muerte para perpetuar el triunfo del tener sobre el
ser. Pero la muerte es parte de la vida, porque todo lo que adquiere forma
acaba por disolverse y todo lo que comienza debe terminar y mientras no
nos reconciliemos con estas verdades, jamás tendremos verdadera paz.
Dijo el juglar: “haz de tu mortalidad una aliada”.
Pensar en la muerte con seriedad, puede provocar en el hombre cambios
significativos, como ser replantearse cosas que nos parecen “importantes”,
y tan necesarias como todas aquellas que pierden su valor o importancia
al poco tiempo de haberlas adquirido.
Cuentan que un día en un templo, un viejo maestro budista dio una
lección sobre “lo importante”. Tomó un simple vaso y explico que para él,
ese vaso era muy bello. De hecho contenía agua, reflejaba la luz cuando se
lo ponía al sol y resonaba de un modo muy bonito cuando se le daba un
leve golpe. Pero en realidad, el vaso le parecía más bello porque ya estaba
roto. El hecho de que en algún momento estuviera destinado a romperse,
convirtiéndose en pedazos, era precisamente lo que lo hacía tan digno de
aprecio y belleza.
¿Me pregunto que sucedería si comenzáramos a aplicar éste punto de
vista? ¿No estamos acaso nosotros destinados a rompernos como el vaso
de agua? Si reflexionáramos al respecto, tal vez minimizaríamos al menos
esas interminables ansiedades por conseguir más de esto o aquello. Ya no
trataríamos de arreglar todo y a todos, pues comprenderíamos que es
imposible fijar nada y eternamente.
De esta manera calmada muchas ansiedades y angustias, dispondríamos
de más energías para aprovechar mejor esta vida mientras tengamos la
posibilidad de hacerlo.
Compramos una casa y la llenamos de cosas. Como tenemos tantas cosas
debemos tener una casa más grande, para a la vez poder seguir
adquiriendo más cosas. Salimos entonces de vacaciones y nos
obsesionamos por las cosas que podemos llevar. Compramos entonces y
cargamos enormes valijas y baúles. Y así seguimos cargando cuanta cosa
podamos, pues eso nos hace mejores, triunfalistas e inmortales.
Desde ya que no reniego al consumir y no hay nada malo en disfrutar pero
tengo claro que donde vaya una vez subido a la barca de Caronte, mis
pertenencias no vendrán conmigo. Es una ironía que tanta gente utilice la
adquisición como manera de contrarrestar a la muerte.
Debiéramos pensar seriamente si hay algo que en realidad nos pertenezca
y si llegamos a aceptar que no poseemos casi nada, comprenderemos que
es poco lo que podemos perder y de esta forma quizás podemos empezar a
dar más.
El milenario enigma de la esfinge y Edipo, es la imagen misma de la vida a
través del tiempo. Pero cuando el hombre ha aceptado sin miedo el
enigma, la muerte ya no tiene poder sobre él, y la maldición se extingue.
Dominar el miedo a las parcas es sinónimo de recuperar el goce de la vida,
reafirmar la vida, el paso a la liberación.
Vivimos en tiempos fáusticos, donde el miedo nos hace negociar con
nuestras almas como moneda de pago. De esta manera la mediocridad
profundiza su abrazo. Al igual que el ratón se acerca al queso sin denotar
que es sólo el señuelo de la trampa mortal, la mediocridad nos tienta con
infinitas tentaciones, y allí vamos camino a su abrazo siniestro. Al igual
que el Fausto, una vez concertado el contrato con el dictador del Hades,
rescindirlo es complicado. El locador de un alma no está dispuesto a
devolverla porque sí.
De allí la necesidad de reflexionar sobre si realmente vale la pena pagar el
precio que se pide: ser simplemente mediocre.
Y parece que el diablo también forma parte de la nueva clasificación de
los sociólogos: el homo consumens. De hecho no cesa en su afán de
consumir almas, muchas, más, todas las posibles.
Como plantea Bauman, el consumismo no es acumular bienes sino
disponer de ellos después de utilizarlos a fin de hacer lugar para nuevos
bienes y su uso respectivo. La medida del éxito de este hombre
posmoderno, no es pues el volumen de compras, sino el balance final.
Este tipo de vida, conlleva sin más a la velocidad y al no compromiso,
total mañana habrá algo nuevo para saciar mi sed de consumo
Desde ya que pobres de aquellos que queden pegados a unos pocos
bienes y que no puedan acceder a la variedad inagotable de todas las cosas
que los rodean. Pobres de ellos.
Pobres, porque serán los excluidos de la sociedad de consumidores,
serán los necios sacerdotes que no comprenden que aquel caballo
depositado sobre la playa de Troya es simplemente el principio de la
felicidad eterna.
Tarde lluviosa en la ciudad. Que mejor que un buen café en algún bar.
Voy caminando por las callecitas de Buenos Aires hasta que de repente. . .
–no, no es plagio de Piazzola- decido entrar en el bar de esa esquina. No
hay tanta gente como era de esperar, con lo cual tengo mesas libres para
elegir. Dudo un instante y me decido, como siempre, por la que da sobre la
ventana. Pido el café, muy cortado como siempre, y me dedico dedicarme a
contemplar que sucede en el universo. Algunos hombres solos, algunas
parejas, y una familia tipo: papá, mamá, nena y nene.
Bueno lo de familia tipo, ehhh . . . Papá casi de espalda al resto,
mientras deja caer su osamenta sobre el respaldo de la silla, conversa con
vaya a saber quien, con su celular. Hasta aquí normal.
Mamá, con los ambos codos sobre la mesa, algo caída hacia la
izquierda, también conversa con su respectivo celular. La niña, de unos
doce años, en posición de loto en su silla también posee un adminículo
como el de los padres y lo utiliza mientras gesticula sin parar.
El menor, alrededor de ocho añitos, carece del aparato de comunicación,
pero juega perdido en su mundo con un artefacto de esos de jueguitos,
moviendo sus pequeñas falanges a la velocidad del sonido.
Pasó un rato, de hecho ya terminé mi café, muy cortado, y la escena solo
se interrumpió para que los más adultos cortaran y volvieran a marcar
otro número. ¡No me va a decir que no lo emociona hasta los tuétanos esta
maravillosa escena familiar!!!!!!. Dígame, acaso ¿ no hay nada más lindo
que la familia unida?
Por un instante vuelvo Bauman y a sus reflexiones sobre el celular.
Gracias a esta maravilla de la tecnología, usted tiene sus deditos siempre
en movimiento, lo cual es un gran ejercicio. Usted siempre está conectado,
aunque sus invisibles remitentes y destinatarios de llamadas estén cada
uno en su propia trayectoria. Esto es para gente que siempre está en
movimiento, con lo cual lo más importante es siempre tener a mano su
celular. Existen docenas de fundas para portarlos, las diferentes
indumentarias ya vienen con bolsillos o espacios diseñados para colocar el
precioso celular.
A ver, usted no va a ninguna parte sin su celular. De hecho “ninguna
parte”, es un espacio sin celular. Esto último me encantó.
Una vez que usted tiene un celular, ya nunca está afuera. Con celular
siempre está adentro, pero jamás encerrado. Esto también me gustó
mucho. De hecho a partir del celular, el lugar donde se encuentre y la
gente que lo rodee es irrelevante.
Claro, es obvio, que estoy refiriéndome a los últimos modelos de
celulares, a esos que sacan fotos, que mandan mensajes, que tienen una
memoria donde puede almacenar toda la información de la biblioteca de
Alejandría, que filma, que afeitan, hacen licuados de frutas, y hasta sirven
para hablar.
Construir puentes en vez de levantar muros, esa parecía la consigna allá
por el principio de los noventa, cuando el siglo XX llamaba a su fin. Los
puentes conectan a las persona, los muros los separan.
La caída del pétreo muro de Berlín y la cortina de hierro de la U.R.S.S.
sonó como el final de las barreras que la humanidad venía arrastrando
desde las primeras cercas levantadas por nuestros ancestros neolíticos.
Por fin la historia del hombre derrumbaba fronteras inaccesibles. Esa
etapa había quedado atrás. O al menos eso creímos.
Los chinos construyeron y reconstruyeron la Gran Muralla a través de
varias dinastías, con el fin de detener a las hordas mongolas y
manchurias. No tan pretenciosa, una prima menor de aquella se levanta
hoy para dejar claro el límite con Corea del Norte. Los EE.UU también
levantan su muralla, para alejar a aquellos mejicanos que intentan
filtrarse al país del norte. En Ceuta y Melilla, las alambradas frenan las
migraciones de miles de subsaharianos. Israel cambio el ladrillo y el
alambre por hormigón armado para dejar claro a los palestinos donde
terminan sus derechos. Algunas ciudades europeas, están proyectando
“muros” dentro de ellas para diferenciar las diferentes etnias que hoy se
encuentran juntas.
Algunos países como Suiza, duras leyes restringen el asilo de
extranjeros.
Pero ¿no había finalizado la época de los muros? ¿qué pasó pues con la
globalización que tanto se proclamo hace menos de dos décadas? ¿no era
acaso que se iba a poder circular libremente? La idea de la aldea global era
derribar muros, pero no sólo materiales sino también ideológicos.
Obviamente la globalización no fue para todos .
Terminó la guerra fría, pero no se congelaron las prácticas que se
aplicaban durante su apogeo. De hecho la mediocridad encontró un nuevo
nicho de mercado: levantar muros a diestra y siniestra, se transformó en la
mejor contratista del rubro y parece que pretende tener trabajo para rato.
Con lo cual si tiene algún problemita con su vecino, por más pequeño que
sea, no dude un solo instante, llame a la mediocridad, elija de que material
lo quiere, levante su muro y adiós conflicto.
Lo ridículo del caso, es que históricamente los muros se levantaban para
proteger a los de dentro de la furia de los de afuera. Suena lógico. Pero hoy
estos muros, y me refiero a todo tipo de muro, fundamentalmente genera
angustia a los intramuros, con lo cual la aparente seguridad interna entró
en colapso.
Y así la cosa. Barreras arancelarias, distinciones étnicas, religiosas,
sociales, alambrados, murallas, todo sirve para separar a las personas de
este bendito planeta. Extraño concepto de aldea global, mediocre concepto
de humanidad.
Allá por los finales del siglo XVIII, Kant observó de que el hecho de vivir
en un planeta esférico traía algunas consecuencias no del todo menores:
como todos estamos y nos movemos sobre la superficie del globo terrestre,
no tenemos otro lugar donde ir, y estamos por consiguiente obligados a
vivir para siempre en proximidad con los otros. Como en los cuentos, por
siempre jamás. Ampliar las distancias con los otros, iba a ser cada vez más
difícil. Y tal vez al movernos sobre una superficie esférica terminaríamos
por acortar las distancias que en un principio queríamos agrandar.
Si bien Kant lo explicaba hace doscientos años, pareciera que nosotros
ni nos enteramos. Parece que el mundo honra a sus grandes pensadores
con placas de bronce en vez de prestar atención a sus enseñanzas y seguir
–o al menos analizar- sus consejos.
Y así, el mundo se fue llenando de personas desplazadas. Burke
aseveraba que “ ser nada más que humanos”, constituía el mayor de los
peligros de la humanidad. Los derechos humanos, son para este pensador,
sólo una abstracción, y que los hombres difícilmente puedan esperar que
esos derechos los protejan, pues los derechos inalienables del hombre,
demostraron ser algo que no es posible obligar a cumplir.
Me planteo cual es el límite hoy por hoy entre lo humano y lo inhumano.
En un mundo parcelado pareciera que ese límite es demasiado sutil, o
peor aún, una gran nebulosa. Jasper observó que ya no sólo se
comercializan y se exportan productos y tecnologías, sino también “sus
procesos de desintegración”, - la mediocridad entre otros- ya que cada
porción de población humana se vuelve vulnerable a todas y cada una de
las demás. Algo así, como si la solidaridad estuviera en peligro extremo.
Derechos humanos, me pregunto: ¿para quienes? La mediocridad de
hecho no está preocupada por que aquellos preceptos de libertad,
fraternidad, e igualdad lleguen a todos los hombres que habitan este
planeta.
Muros y derechos, dos caras de la misma moneda
Un hombre moldeado por el medio, sin ideales ni individualidad. De esta
forma describe al “Hombre Mediocre” el gran pensador argentino José
Ingenieros, en su obra magistral allá en los inicios del siglo XX. Otro gurú
con la capacidad de ver más allá del corto plazo. Mente brillante, filósofo,
fue uno de los introductores de la psicología en nuestro país.
Es imposible tocar el tema de la mediocridad sin citar a Ingenieros,
quién definía a la mediocridad como una ausencia de características
personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Esta
ofrece a todos el mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades.
“Juntad mil genios en un concilio y tendréis el alma de un mediocre”, en
estas palabras, Ingenieros, denunciaba lo que en cada hombre no
pertenece a él mismo y que al sumarse muchos, se revela el bajo nivel de
las opiniones colectivas.
La sociedad piensa y quiere por los individuos. Estos no tienen voz, sino
eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es apenas una
penumbra. Y la vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece
algún ideal. Las existencias vegetativas no tienen biografía, pues la vida
vale por el uso que de ella hacemos.
Un ideal no es una fórmula muerta, sino una hipótesis perfectible y para
que sirva, debe ser concebido de ésta forma. Nadie podría elevar a Sancho
o a Tartufo hasta la morada de Quijote o Cyrano, son dos mundos morales
diferentes, dos razas, dos temperamentos. Pues siempre habrá contraste
entre el servilismo y la dignidad, entre la hipocresía y la virtud.
Debemos recordar que un barco con gran velamen pero sin timón, no
sabe adivinar su derrotero, ignora si terminará varado en la playa o
estrellado contra un arrecife.
La mediocridad crea al hombre domesticado, haciéndole creer que la
pasividad es el equilibrio de las energías cuando realmente es la ausencia
de ellas.
Bovio plantea su propia definición del hombre mediocre: “ . . . es dócil,
acomodaticio a todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas
las temperaturas de un día variable, avisado para los negocios, resistente a
las combinaciones de los astutos, pero dislocado de su mediocre esfera y
ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en
seguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las fuerzas
del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el prejuicio más
grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado”.
Es real aquello que el equilibrio entre dos platillos cargados no puede
compararse con la quietud de una balanza vacía.
El hombre mediocre, es una sombra proyectada por la sociedad; es por
esencia imitativo y está perfectamente adaptado para vivir en rebaño,
reflejando la rutina, los prejuicios y dogmas reconocidamente útiles para la
domesticidad.
La imitación desempeña un papel importantísimo en la formación de la
personalidad social, la invención, en cambio, las variaciones individuales.
Volviendo a Ingenieros, el “alma individual”, es original e imaginativo,
desadaptándose del medio social en al medida de su propia variación. Esta
se sobrepone a los atributos heredados del “alma de la especie” y de las
adquisiciones del “alma de la sociedad”. Es precursor de nuevas formas de
perfección, piensa mejor que el medio en que vive y puede sobreponer
ideales suyos a las rutinas de los demás.
En síntesis, este alma individual, es un accidente provechoso para la
evolución humana.
Todos los hombres de personalidad, sea cual fuere su credo, posición
política, económica y demás, son hostiles a la mediocridad. De allí que la
historia conserve el nombre de pocos “iniciadores” y olvide a un sinnúmero
de imitadores.
Lo notable no obstante, es que ante la moral social, los mediocres
encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. Los
mediocres no viven su vida para sí mismos, sino, para el fantasma que
proyectan en la opinión de sus similares. Cuando se violentan son
peligrosos, pues la fuerza del número suple a la razón y a la virtud, por eso
la mediocridad es moralmente peligrosa.
Y desde ya que hay épocas en las que el equilibrio social se rompe a su
favor. Son los períodos donde el abrazo de la mediocridad se torna más y
más letal. Son épocas donde los valores se subvierten: se desvirtúan los
conceptos, se pierde la dignidad, la pasión y la virtud son estupidez, y el
pensar. . . , el pensar, simplemente es un desvarío. La vulgaridad es pues,
el punto culminante de la mediocridad.
En este punto, pareciera que el culto por la verdad, la exaltación de
ideales, y todo lo que esté en camino de la virtud y la dignidad, entraran
en un cono de sombra; como si un agujero negro se tragara sin más todas
estas cualidades. De hecho éstas no se acomodan a las demás piezas del
mosaico de la mediocridad.
Siempre hubo, hay y habrá mediocres, lo que varía es su prestigio y
fundamentalmente su influencia. En general, la historia de la humanidad
de muestra que cuando se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se
empieza a contar con ellos. Se mancomunan en grupos y se percibe
entonces su número. Crece su influencia y de esta manera el sabio es
igualado al analfabeto y el poeta al prestamista. La mediocridad se
condensa, se convierte en sistema y la tiranía del clima es absoluta: se
accedió a la mediocracia. Y este sistema negó siempre las virtudes.
Los prohombres de la mediocracias –Ingenieros- equidistan del bárbaro
legendario y del genio transmutador. El genio crea instituciones y el
bárbaro las viola; los mediocres las respetan, impotentes para forjar o
destruir. Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la
pompa de simples sombras, jamás llega a sus oídos un insulto o una loa.
Los mediocres son legión, se entregan a especulaciones lucrativas; venden
su voto, el hombre mediocre está siempre con la mayoría, apoya a todos
los gobiernos. Viven de luz ajena, satélites sin color y sin pensamientos,
atados al carro de su cacique, dispuestos a batir palmas cuándo él habla y
a ponerse de pie llegada la hora de una votación.
¿Quedan dudas? Sólo hace falta dar una simple mirada alrededor de uno
¿no encontramos acaso individuos que responden a esta tipología?
Desde ya que la mediocracia no es cosa nueva; hace dos mil años, Plinio
escribía el siguiente texto: “Todo el mundo parecía embargado por ese
vértigo mental formado en tiempos de Nerón, que marca una de las épocas
de mayor locura, una compañía de tunantes que se llaman caballeros de
Augusto y que tenían como única ocupación aplaudir las imbecilidades del
Emperador”. . . Como vemos, hoy ni siquiera somos demasiados creativos
al respecto.
El panteón griego cuenta con un dios aparentemente bárbaro pero
altamente seductor; violento, un dios de la ebriedad: Dionisios. La tragedia
de Eurípides muestra el arribo destructor y la locura desencadenada de
este dios, no obstante, resultó altamente integrado a la sociedad de los
dioses griegos. Nietzsche plantea la cuestión del origen de la tragedia
poniendo de relieve el doble aspecto de la mitología griega. Por un lado
Apolo, símbolo de la mesura, del otro, Dionisios, símbolo del exceso. Es la
complementaridad de estos dioses la que ilustra el fragmento de Heráclito:
“Unid lo concordante y lo discordante”.
La mediocridad también juega en el doble aspecto con la virtud, algo así
como un binomio inseparable. La seducción de la mediocridad debe ser
clarificada para poder superarla, porque lo peor es siempre posible, al
igual que en las fiestas dionisíacas. Por momentos pareciera que estamos
relativamente protegidos en un oasis, pero en el seno del desierto la
mediocridad es amenazadora.
La mediocridad amenaza por detrás de las estrategias mismas que se
creen que se le oponen.
Como plantea magistralmente Maturana, los problemas sociales son
siempre problemas culturales, porque tienen que ver con los mundos que
construimos. Es la conducta de los hombres que ciegos ante sí mismos en
la defensa de la negación del otro, lo que ha hecho del presente humano lo
que es. La salida, sin embargo, está siempre a la mano porque, a pesar de
nuestra caída, todos sabemos que vivimos el mundo que vivimos porque
no queremos vivir en otro. La guerra no llega, la hacemos; la miseria no es
un accidente histórico, es obra nuestra.
La paz no es el silencio de las armas, sino que está en la dignidad
humana. Debemos reconocer que toda negación, accidental o intencional,
individual o institucional, del ser humano, es un error ético que sólo puede
ser corregido si se lo quiere corregir. En síntesis, si se quiere acabar con el
mortífero abrazo de la mediocridad.
. . . . Amanece, la bruma comienza a disiparse, y el perfil de un enorme
caballo se muestra aún indefinido en el horizonte, pero ésta vez no de la
legendaria Troya; ahora es en nuestro horizonte donde se desdibuja la
seductora y enigmática figura.
Algunas voces nos advierten que debemos desconfiar de tal ofrenda. Sólo
algunas. El resto, miles, millones, claman porque conduzcamos aquella
esfinge dentro de nuestra ciudad, de nuestras almas, pues ella es sin más
el símbolo de la felicidad eterna.
¿Qué haremos pues? Algo se mueve en las aguas, muy cerca de nuestra
costa, por momentos se me sugieren dos grandes reptiles capaces de un
abrazo mortal. Tal vez sólo sea mi percepción.
Nuevamente, ¿qué haremos?. La decisión no puede esperar mucho más.
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