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[Otra edición en: Boletín de la Real Academia de la Historia 182.1, 1985, 3-53. Versión digital
por cortesía de los herederos del autor, con cita de la paginación original].
© Herederos de Antonio Blanco Freijeiro
© De la versión digital, Gabinete de Antigüedades de la Real Academia de la Historia
Mitología de las procesiones. Antecedentes paganos de las procesiones cristianas
Antonio Blanco Freijeiro
[-3→]
El título que encabeza estas páginas es el de la lección que me propusieron desarrollar los organizadores del cursillo que, bajo el lema común de "Homenaje a la Semana Santa Sevillana", ofreció en la Casa de Pilatos, de la ciudad de Sevilla, y en el
mes de abril de 1984, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
Con tal motivo, otros profesores, un trío de arquitectos y hasta un actor y director
de teatro expusieron temas afines: "Dramaturgia de la Semana Santa", "La Semana
Santa y la forma urbana", "Sociedad, poder y simbolismo: la Semana Santa de Sevilla,
entre lo popular y lo oficial", etcétera.
Ignoro los frutos que el cursillo haya dado. Si en el ánimo de los organizadores estaba el poner de relieve el arraigo popular —actual— de esas formas de culto público
que son las procesiones, en contraste con la tendencia de un sector del clero, autodenominado progresista, partidario de suprimirlas o, cuando menos, de recortarles todos sus
elementos folklóricos, la expectación que el ciclo despertó y la concurrencia al mismo
vinieron a darles razón. La Iglesia, que fue contraria a las procesiones en sus primeros
tiempos por considerarlas propias del paganismo (la religión judaica, en efecto, carecía
de ellas), hubo de aceptarlas muy a su pesar, cediendo a las demandas de un pueblo que
no se resignaba a prescindir de las mismas, como a lo largo de este estudio tendremos
ocasión de comprobar.
Varios son, en efecto, los historiadores de las religiones que de palabra o por escrito han manifestado su entusiasmo ante el espectáculo que [-3→4-] ofrecen las procesiones de la Semana Santa sevillana. Más de uno, dejándose llevar de ese entusiasmo,
ha cedido al impulso, aun a sabiendas de que tal parangón carece de fundamento histórico, de compararlas con las de los dioses antiguos, en particular con las de los dioses
helenísticos reunidos en parejas, v. gr. Cibeles y Atis, Salambó y Adonis, Isis y Serapis;
siempre un dios que muere de muerte violenta y una diosa, o una mujer divinizada, que
lo llora hasta que aquél resucita.
Añádese que las procesiones de la Semana Santa de Sevilla lo son, en parte, de
imágenes vestidas, que se llevan en andas y a las que en determinadas ocasiones o momentos se imprime un aire de danza. Algunas están revestidas de suntuosísimos ropajes
y adornadas de valiosas joyas. Las andas, los varales de los palios, los candelabros, están labrados en plata.
El historiador de las religiones sabe también que en las actas del martirio de las
santas Justa y Rufina, patronas de Sevilla, hay constancia de que en la Sevilla de época
romana se celebraba por lo menos una de las festividades arriba apuntadas, la de las
Adonías, de la que en otro lugar hemos hecho el siguiente relato:
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Antonio Blanco Freijeiro: Mitología de las procesiones. Antecedentes
paganos de las procesiones cristianas
«Corría el mes de julio del año 287, el mes en que los fíeles de los dioses sirios —y
había muchos en España— celebraban las Adonías. Como otros días de mercado, Justa
y Rufina han puesto en el foro su tenderete de objetos de alfarería. Las imaginamos muy
de mañana, por la fresca, sacando de las alforjas de un asno los jarritos, las macetas, los
platos, las lamparillas de barro, y disponiéndolo todo con el esmero y la pulcritud con
que las sevillanas saben hacerlo. El foro comienza a animarse; las muchachas conversan
y ríen mientras aguardan a su clientela. De pronto irrumpe en la plaza un ruidoso tropel
de mujeres desaliñadas. Vienen cantando y bailando alrededor de una imagen que algunas de ellas llevan en andas. Se han pasado la noche entre cánticos y salmodias, porque
estamos en vísperas de la resurrección de Adonis, el dios de la vegetación que muere y
renace todos los años. A la amanecida sacan del santuario un ídolo de Salambó —"la
Afrodita que llora a Adonis"— y lo pasean por las calles recaudando donativos para el
culto. El pintoresco cortejo se detiene ante el puesto de las dos muchachas y les pide
una maceta para plantar un jardinillo de Adonis 1. Las muchachas replican airadas,
como San Pablo, [-4→5-] que ellas no adoran a dioses que se hacen con las manos. Esta
respuesta enardece a las devotas. Se promueve un altercado; unas y otras profieren frases injuriosas:
—Vuestros dioses no tienen, en verdad, ni pies, ni manos, ni ojos —parece que dijeron, entre otras cosas, Justa y Rufina.
Pasando de las palabras a los hechos, las unas rompen la cacharrería de Justa y Rufina; éstas, por su parte, derriban el ídolo de sus andas y lo hacen añicos. La fuerza pública
interviene y conduce a las muchachas ante el juez. Es el primer acto de su martirio» 2.
1
Las Adonías se celebraban en la época más calurosa del año, coincidiendo con el orto de Sirio, que
Cumont, basándose en las citadas Actas de las santas Justa y Rufina, fija en el 9 de julio del calendario
juliano del año del martirio (F. Cumont, «Les Syriens en Espagne et les Adonies à Seville», en Syria, 8,
1927, p. 330 y ss.). En homenaje a Adonis, las mujeres cultivaban durante unos días cereales y hortalizas en macetas. Esos eran los «Jardines de Adonis». Las interpretaciones modernas de tales «jardines»
difieren. Mientras unos ven en ellos el símbolo del propio Adonis como espíritu de la vegetación de
primavera, que muere bajo los ardores del sol estival, otros siguen a Frazer en su teoría de que se trata
de ritos agrarios destinados a fomentar el renacimiento de la vegetación reseca, una mera operación de
magia simpática. Sólo recientemente M. Detienne ha reivindicado la opinión de muchos autores antiguos, entre ellos Platón, que veían en tales jardines el exponente de la esterilidad de Adonis frente a la
fecundidad de Deméter. «Ocho meses es aproximadamente el tiempo... que transcurre entre la siembra,
antes de las lluvias de invierno, y la fiesta de las Targelias (mes de mayo), que anuncia la próxima recolección de los cereales de Deméter. Este tiempo amplio que la Naturaleza, la physis, requiere para
producir el trigo y la cebada, se ve encogido y comprimido en las Adonías a los ocho días que condensan todo el proceso natural, desde la siembra a una efímera e ilusoria recolección. El tiempo breve y
angosto de esta jardinería ritual puede aparecer, por tanto, como una especie de violencia que se le hace
a la Naturaleza». (M. Detienne, Los jardines de Adonis, Akal, Madrid, 1983, p. 197.)
2 A. Blanco Freijeiro, Historia de Sevilla, I, 1. La ciudad antigua. Universidad, Sevilla, 1976, p. 167 s. En
el libro III de su Biblioteca (cap. 14, 4), Apolodoro resume el mito de Adonis, que había leído en la
obra de Paniasis de Halicarnaso, el pariente de Heródoto, en estos términos: «Teyo, rey de Asiria, tenia
una hija llamada Esmirna (o Mirra). Afrodita le cogió odio porque Esmirna despreciaba su culto. Para
castigarla inspiró en la muchacha un amor apasionado por su padre. Con ayuda de su nodriza, Esmirna
consiguió engañar a su padre y acostarse doce noches seguidas con él. Cuando Teyo comprendió lo que
había hecho, desenvainó su puñal y corrió en persecución de Esmirna. Cuando estaba a punto de alcanzarla, Esmirna rogó a los dioses que la hicieran invisible. Estos se compadecieron de ella y la convirtieron en el árbol llamado smyrna (o myrra), el árbol de la mirra. Nueve meses después se rompió la corteza del árbol y apareció un niño, llamado Adonis. Era tan lindo, aun siendo tan pequeño, que Afrodita
lo escondió en un baúl para que los dioses no lo viesen, y confió su custodia a Perséfona. Cuando ésta
vio a Adonis se negó a devolvérselo a Afrodita. Tuvo que mediar Zeus como arbitro del conflicto. Este
dividió el año en tres partes y dispuso que en una de ellas Adonis estuviese solo, en otra con Perséfona
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Antonio Blanco Freijeiro: Mitología de las procesiones. Antecedentes
paganos de las procesiones cristianas
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No cabe establecer relación alguna entre una festividad de la antigua Hispalis y los
desfiles procesionales de su sucesora, la Sevilla cristiana, nacida tras la reconquista de
la ciudad por Fernando III en 1248 y de la [-5→6-] expulsión al Norte de África de la
población islámica, no sólo de Sevilla, sino de toda la Baja Andalucía, menos de veinte
años después (año de 1266) 3.
Es curioso, sin embargo, que una manifestación religiosa puramente cristiana como
es la procesión de imágenes, cuya esencia son la adoración de Cristo y de su Madre, el
rezo y la penitencia, haya asumido tantas apariencias externas de una procesión pagana
y provocado en el pueblo un estado de ánimo y una respuesta que tienen grandes concomitancias con los de los pueblos antiguos afectos al paganismo. Al constatarlo así, no
se puede por menos de pensar que, en cierta medida, dos tradiciones independientes del
todo, o aun sumamente dispares, pueden aproximarse mucho cuando se producen bajo
un mismo cielo, en un mismo clima y entre gentes de temperamentos afines.
DE POMPA A PROCESSIO
«Procesión» viene del latín processio. Tanto esta palabra como su equivalente
griega, próspdos, fueron asumidas por los cristianos para evitar la adopción y el empleo
de la palabra pompa, que los paganos utilizaban para significar lo mismo, a saber: el
desfile de gente, ordenado, solemne y conforme a rito, hecho con una intención primordialmente religiosa. La procesión pagana, en una época ya tardía y, por tanto, muy
próxima a la implantación y el auge del cristianismo, comportaba a menudo, aunque no
necesariamente, el desfile de imágenes, símbolos y atributos de dioses, [-6→7-] objetos
de culto, etc., fuera de su lugar habitual de custodia para ponerlos en contacto con el
mundo y santificar, defender o beneficiar de cualquier otro modo a este último.
Los cristianos primitivos, enemigos acérrimos de las procesiones paganas, no sólo
rehusaron practicar en sus cultos cosa semejante, sino que hicieron todo lo posible por
desacreditarlas. Fue entonces cuando la palabra pompa, con que los paganos designaban
la procesión, comenzó a adquirir el significado de lujo huero, boato, soberbia, vanidad;
en suma, todo lo contrario a la austeridad, la sencillez y la modestia que caracterizaban
al buen seguidor de Cristo. La más execrable para ellos de las pompas paganas, la
pompa circensis, que preludiaba los juegos romanos del anfiteatro y del circo, les dio
pie para equiparar tal pompa con el triunfo del mismísimo Satanás. De ahí que en el
3
y en la última con Afrodita. Sin embargo, Adonis regaló a Adrodita el tercio de que disponía. Algo después murió en una cacería, bajo la acometida de un jabalí».
Después de los trabajos de Julio González («Las conquistas de Femando III en Andalucía», en Hispania, 25, 1946, y El repartimiento de Sevilla, 2 vols., Madrid, 1951) casi resulta superfluo insistir en el
hecho de que la población islámica de Sevilla, y de la totalidad de la Andalucía reconquistada en el
siglo XIII, fue expulsada de la España cristiana tras la sublevación mudéjar de 1264. Y lo fue sin distinción alguna —si es que tal distinción podía establecerse en algún caso— entre descendientes de antiguos hispanorromanos y visigodos, convertidos al Islam, que sin duda eran la mayoría de la población,
y los de los árabes y mauritanos venidos a raíz de la conquista y con posterioridad a ella. Quiere decir
que, a pesar del pretendido arabismo de algunos andaluces actuales, la totalidad de la población andaluza desciende de inmigrantes asturianos, leoneses, gallegos, montañeses, castellanos, navarros, etc., sin
contar a los genoveses y demás ultramontanos establecidos en Sevilla en otros momentos de su historia.
Si no hay tradición moruna más que en ciertos monumentos nostálgicos, menos la habrá hispanorromana. Los descendientes de estos antiguos andaluces, desterrados entonces al Magreb o al reino nazarita de Granada, se encuentran hoy en Orán y en Túnez (algunos de ellos en poblaciones de nombre tan
expresivo como Les Andalouses), a donde fueron obligados a emigrar por temor a su reacción o a su
revancha.
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Antonio Blanco Freijeiro: Mitología de las procesiones. Antecedentes
paganos de las procesiones cristianas
Rituale Romanum de la Iglesia católica se dijese: Abrenuntias Satane? / Abrenuntio. / Et
omnibus operibus eius? / Abrenuntio. / Et omnibus pompis eius? Abrenuntio. 4.
Es un hecho, sin embargo, que la Iglesia fue dando entrada paulatina en sus ritos al
espíritu y a multitud de elementos de las pompae antiguas, si bien poniendo sus principales acentos en la penitencia y en la oración, de modo que llegó a asumir la herencia de
la Antigüedad no sólo en sus aspectos formales, sino también en los lúdicos y expansivos, a los que la religiosidad popular estuvo y está siempre abocada. [-7→8-]
ITINERARIUM EGERIAE.
Este curioso opúsculo, descubierto hace ahora justamente un siglo, se debe a la
pluma de una monja gallega (o por tal la tienen la mayoría de los autores), de nombre
Egeria, que peregrinó a Tierra Santa hacia el año 400, o más precisamente entre 381 y
384, como propugna el padre Arce, su más reciente editor y comentarista. Egeria escribió una relación del viaje, tenida en gran estima no sólo por los estudiosos del latín vulgar, sino por los liturgistas, que encuentran en ella preciosas informaciones sobre el ritual y el culto de aquella época 5.
Tres largos años duró el viaje, sin que Egeria experimentase contratiempo alguno.
Ello hace presumir una resistencia física más propia de mujer joven que de anciana abadesa. Los miramientos y atenciones que le dispensan los obispos, clérigos y monjes con
quienes entra en relación; el celo con que la tratan los funcionarios de la administración
imperial, dispuestos a facilitarle escolta cuando los azares del camino así lo aconsejan,
delatan a una dama de alcurnia, tal vez emparentada con Teodosio, el emperador reinante a la sazón (o muy cercano ya al trono) y oriundo de Cauca, en Gallaecia.
En un alarde de buen humor, uno de los estudiosos de Egeria, G. Morín, se la imagina «como una miss inglesa de nuestros días, al abrigo de los muchos prejuicios relativos al atuendo y al modo de viajar que la opinión pública querría imponer a su sexo» 6.
4
5
6
Pauly-Wissowa, R.E., XXI, 2, col. 1991-1993 s. v. «Pompa» (Bömer). Una definición muy precisa y
ortodoxa de la procesión católica en general, en Die Religion in Geschichte und Gegenwart, 3.ª ed., vol.
V, Tübingen, 1961, col. 670 s. v. «Prozession II. Im Christentum», a saber: «Según el Derecho Canónico de la Iglesia Católica la procesión es un solemne desfile del pueblo creyente bajo la dirección del
clero; empieza y termina en lugar sagrado (v. gr., una iglesia) y puede ser, según su finalidad, procesión
de acción de gracias, de plegaria o de penitencia. A las procesiones ordinarias, que tienen lugar determinados días del año, pertenecen como más relevantes las procesiones del Corpus, y junto a ellas las
procesiones de plegaria (rogativas). Por lo general, en día de Corpus cada localidad sólo puede celebrar
una procesión; otras procesiones de Corpus a celebrar en determinadas parroquias e iglesias (también
en iglesias monacales) sólo se permiten en los siete días siguientes a aquél. En el Corpus están obligados a participar todos los clérigos y comunidades monásticas masculinas (excepto aquellas sujetas a
clausura especialmente rigurosa), así como todas las hermandades laicas de la localidad. Dentro de la
diócesis, el buen orden de las procesiones es de la competencia del ordinario de la misma, único capacitado para decretar procesiones extraordinarias cuando haya motivo manifiesto para las mismas. Las
comunidades monásticas, aparte de sus propias procesiones de Corpus, sólo pueden celebrar procesiones fuera de los dominios del convento contando con el permiso del ordinario de la localidad».
Hemos manejado la obra de Etheria o Egeria en dos ediciones: la de Hélène Pétré, Éthérie, Journal de
voyage, Editions du Cerf, París, 1964, y la de Agustín Arce, Itinerario de la virgen Egeria (381-384),
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1980. La patria gallega de la autora del viaje se ha querido
deducir de la carta en que San Valerio (siglo VII) habla con encomio de una monja viajera que parte a
Tierra Santa desde un lugar calificado de occiduae plagae... extremitas; extremo occidui maris oceani
litore, que conviene a Galicia.
Morín, G., «Un passage énigmatique contre la pèlerine espagnole Eucheria», en Revue bénédictine,
1913, p. 180, cit. por Pétré.
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No carecía Egeria de sensibilidad para el paisaje: «No hay país más bello que la tierra de Gessén», »Nunca vi montañas tan altas como el Sinaí»; pero sí andaba escasa de
cultura profana. Lo que más parece esta mujer dominar a fondo es la Sagrada Escritura,
en particular el Antiguo Testamento. Aquella ignorancia de la ciencia y la literatura profanas y este saber de la Escritura la asemejan a Prisciliano, tan ignorante o falto de interés como ella por las cuestiones de la cultura antigua. [-8→9-]
El único aspecto que nos concierne aquí, de los muchos que ofrece este interesante libro de viajes, es el relativo a las procesiones o a cuanto puede considerarse como origen
de las mismas. Es patente que ya entonces se visitaban en Jerusalén y en Belén todos
aquellos lugares y edificios santificados por la presencia histórica de Cristo, y que los domingos el pueblo acompañaba al obispo desde el Gólgota a la iglesia de la Resurrección.
En el primero de estos lugares se veneraba la cruz erigida por los cristianos en la
parte más alta y rocosa del monte, llamada actualmente Calvario, tras la cual Constantino había edificado la suntuosa iglesia del Martyrion. Ya entonces el lujo de ésta y demás grandes iglesias era deslumbrante. Al describir las fiestas de la Epifanía, Egeria le
dedica unas líneas: «Cuál sea el ornato aquel día en la Iglesia o en la Anástasis o en la
Cruz o en Belén, me ha parecido inútil escribíroslo 7. Allí no ves más que oro, piedras
preciosas y seda; porque si miras los tapices, son de seda bordada de oro. Todo el servicio del culto divino que se ve aquel día es de oro con piedras preciosas incrustadas. Y el
número o valor de los cirios, candelabros o lámparas y de toda clase de objetos de
culto., ¿puede acaso apreciarse o escribirse?» 8.
La procesión del Domingo de Ramos inauguraba la Semana Pascual, que en Jerusalén llamaban Semana Mayor. «A la hora séptima (una de la tarde) sube todo el pueblo
al monte Olivete o Eleona, a la iglesia; se sienta el obispo, se dicen himnos y antífonas y
lecciones apropiadas al día y al lugar. Y cuando empieza a ser la hora nona (las tres) se
suben cantando himnos al Imbomon, que es el lugar del cual subió el Señor a los cielos,
y allí se asientan... También allí se dicen himnos y antífonas propios del lugar y del día,
lo mismo que lecciones y oraciones intercaladas. Y cuando ya empieza la hora undécima (las cinco) se lee el texto del Evangelio, donde los niños, con ramos y palmas, salieron al encuentro del Señor, diciendo "Bendito el que viene en nombre del Señor". Y
al punto se levanta el obispo y todo el pueblo y se va a pie todo el camino. Todo el pueblo va delante de él, cantando himnos y antífonas, respondiendo siempre: "Bendito el
que viene en nombre del Señor". Y todos los niños de aquellos lugares, aun los [-9→10-]
que no pueden ir a pie, por ser tiernos, y los llevan sus padres al cuello, todos llevan
ramos; unos, de palma; otros, de olivos; y así es llevado el obispo en la misma forma en
que entonces fue llevado el Señor. Desde lo alto del monte hasta la ciudad, y desde aquí
a la Anástasis, por toda la ciudad, todos hacen el camino a pie; y si hay algunas matronas o algunos señores, van acompañando al obispo y respondiendo. Se va poco a poco,
para que no se canse el pueblo, y así se llega a la Anástasis ya tarde; donde después de
llegar, aunque sea tarde, se hace el lucernario, se repite la oración en la Cruz y se despide al pueblo» 9.
7
Este es uno de los pasajes en que se manifiesta que Egeria dirige su escrito a una comunidad, a la que a
veces invoca respetuosamente como dominae venerabiles sorores. Los visos de priscilianismo que pudiera tener la obra de Egeria no pasan de hipotéticos. Cf. H. Pétré, op. cit., p. 16.
8 Arce, A., op. cit., p. 269.
9 Arce, A., op. cit., p. 283 s.
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Ciertos pormenores, como el de que el obispo sea conducido «en la misma forma
en que entonces fue llevado el Señor» (in eo typo quo tunc Dominus deductus est), sugieren que la procesión procuraba reproducir con el máximo verismo el suceso histórico, de modo que tal vez no sea exagerada la interpretación de este pasaje del Itinerarium Egeriae en el sentido de que el obispo iba montado en un asno como Jesús había
ido.
Y lo mismo los días siguientes. Durante ellos, los fíeles se congregan en torno a la
gruta en donde se creía que Jesús se había reunido con sus discípulos; visitaban el lugar
de la agonía del Señor, en el huerto de Gethsemaní; conmemoraban el prendimiento, la
comparecencia ante Pilatos, la sentencia de éste y los episodios de la Pasión, el Santo
Entierro, etcétera.
«Todo ello —observa Pétré— hora por hora, con una correspondencia perfecta. La
fiesta de Pascua y su Octava presentan el mismo carácter de conmemoración del acontecimiento histórico de la Resurrección y de las diferentes apariciones de Jesús. Se ve
aquí cómo el aspecto histórico predomina sobre el ideológico que tenía primitivamente
la fiesta de la Pascua, fiesta de la Redención lograda por la muerte y la resurrección del
Salvador, inseparablemente unidas... En Jerusalén, todo el oficio del Viernes Santo se
caracteriza por el predominio de la compasión dolorosa de los sufrimientos de Jesús» 10.
LAS PROCESIONES DE LA ROMA CRISTIANA
Mientras tales cosas ocurrían en Oriente, en Roma se iban instituyendo procesiones
cristianas, a celebrar en determinados días, en lugar de las más [-10→11-] persistentes de
los paganos. SÍ en tiempos de las persecuciones los cristianos se habían conformado con
desfilar en el séquito de sus hermanos difuntos, una vez proclamada la libertad de cultos
que les otorgara Constantino y reconocida su situación de religión mayoritaria en el Imperio —situación reinante ya en tiempos del viaje de Egeria—, consideraron llegado el
momento de suplantar las fiestas y procesiones que el pueblo acostumbraba celebrar
determinados días del calendario por otras de signo cristiano. Tanto las fiestas urbanas
como las rurales obligaban en cierto modo a esta cristianización: así la purificación de la
ciudad llamada amburbium, a la que estaba dedicado el 2 de febrero, fue reemplazada
por la procesión de las velas, que sancionó el uso que ya se venía haciendo de este objeto, la vela o cirio, dentro de la liturgia procesional y eclesial 11.
Del mismo modo se cristianizaron las ambarvalia, ceremonias que las hermandades agrarias celebraban en mayo para purificar los campos, y las robigalia del 25 de
abril, de marcado sentido profiláctico, ya que como su nombre indica su objeto era preservar el trigo de la plaga de la robigo, el rabillo o tizón de nuestro romance.
Si de esta forma iniciaba su andadura la procesión cristiana, tras el fallido intento
de romper con la tradición clásica, tal vez sea interesante inquirir qué hubo de similar en
10
11
Pétré, H., op. cit., p. 64 s., en particular, 68 s.
La consagración de las velas «para uso de los hombres y la salud del cuerpo y del alma», que se celebra
el 2 de febrero, fiesta de la Purificación de María y de la Presentación de Jesús en el Templo (Lucas, 2,
22-32) sustituyó en Roma a los desfiles lustrales paganos. Egeria testifica la celebración de la fiesta en
Jerusalén, aunque sin hacer referencia a las velas: «El cuadragésimo día de Epifanía es celebrado aquí
con sumo honor. Ese día hay procesión en la Anástasis, en la que todos toman parte...» (A. Arce, Itinerario..., p. 271). El llevar luces en la procesión lo acredita Beda para el siglo VIII (Die Religion in Geschichte und Gegenwart, cit s. v. «Kerzenweihe»).
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paganos de las procesiones cristianas
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el mundo antiguo y hasta dónde la civilización grecorromana se constituyó en heredera
de las culturas precursoras.
LOS
ANTECEDENTES MÁS REMOTOS: LAS PROCESIONES DEL
ANTIGUO
PRÓXIMO ORIENTE
Las primeras grandes culturas agrícolas desarrolladas en países donde tan importantes fueron los ríos y la irrigación del suelo mediante éstos y sus canales, adoptaron
desde muy temprano la procesión fluvial como estimulante de la fertilidad del agua y
del campo, y remedio de males y amenazas que pudieran afectarlos. Los indicios que
hacen creer en lo dicho se [-11→12-] muestran coincidentes tanto en Egipto como en Mesopotamia. En el primero de ellos, la cerámica decorada de la cultura de Nagade II, la
llamada D-Ware (decorated ware), ofrece un auténtico despliegue de representaciones
de barcos de muchos remos (señal de que eran embarcaciones de considerables dimensiones), profusamente engalanados de palmas y otros elementos suntuarios. En algunos
casos (fig. 1) se ven entre ellos figuritas de orantes o bailarinas con los brazos alzados,
muy semejantes a las que también se encuentran entre las terracotas de la época. Tanto
si su actitud es la de danza como si lo es de plegaria, los barcos sugieren que el contenido de sus cabinas son los símbolos, imágenes y elementos profilácticos que en el
Egipto clásico se seguían paseando procesionalmente por el país a bordo de naves sagradas.
Fig. 1.— Procesiones fluviales en la cerámica prehistórica egipcia.
En el caso de la cerámica acabada de citar no cabe apurar más su testimonio, sino
únicamente tenerlo presente por la alta fecha en que tal cerámica se produce: hacia finales
del cuarto milenio a. C. Ya frisando en la época dinástica, tenemos un testimonio mucho
más expresivo, en la maza, desgraciadamente incompleta, de uno de aquellos faraones
que a pesar de haber reinado sobre el Alto Egipto y sobre el Bajo, la posteridad no había
de aceptar como canónicamente válidos, conformándose con incluirlos entre los «seguidores de Horus». Y, sin embargo, es el primero que acertó a escribir su nombre con un jeroglífico perfectamente legible: el del signo del escorpión. Pues bien, en la maza de Escorpión (fig. 2) aparece con toda nitidez una procesión agrícola, en la que el faraón
cumple uno de sus cometidos rituales, el de fertilizar los campos. Revestido de la corona
[-12→13-] del Alto Egipto y del traje de cazador, con su cola de perro 12, el faraón empuña
12
La cola de perro es un atributo del rey primitivo en cuanto jefe de cazadores, significando su capacidad
de transformarse en sabueso y de adquirir las formidables facultades de éste. Amén de la cola, son atri© Herederos de Antonio Blanco Freijeiro
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paganos de las procesiones cristianas
una azada junto al jeroglífico de su nombre. Ante él se inclina el portador del cesto de las
semillas, detrás del cual se ve una espiga simbólica, sostenida por dos brazos humanos.
Le siguen dos portadores de abanicos de palma, y los preceden, en un registro alto, los
portaestandartes de la escolta de Horus 13. La ceremonia se desarrolla al borde del Nilo o
Fig. 2.— Fecundación de la Tierra por el faraón Escorpión.
[-13→14-]
de uno de sus canales, cuyos brazos delimitan islotes poblados de gente ocupada en labores agrícolas. La procesión no es una mera procesión de símbolos, por mucho que los estandartes tengan el carácter de tales, sino de «imagen viviente», pues a no
dudar, el faraón tenía ya entonces el rango de dios, que pone de manifiesto su estatura
sobrehumana.
Pasando a Mesopotamia, no menos nítido es aquí el significado de los sellos en que
un barco (fig. 3), ostentosamente capitaneado por el lugal de la ciudad de Uruk, encarnación de Dumuzi, espíritu de la vegetación y defensor a ultranza de los animales domésticos, es portador de una maqueta del santuario de Inanna, sostenido éste por un toro
y coronado por los haces de cañas de la gran señora de la metrópoli sumeria. En este
caso parece tratarse de una procesión de sacra, como dirían los latinos, otra modalidad
de las procesiones llamadas a perdurar en la Antigüedad.
butos del rey cazador el arcaico «bolsillo fálico» (un fuerte envoltorio protector del sexo) y la trenza de
la frente. La cola y el «bolsillo fálico» se mantuvieron en tiempos históricos, pero la trenza se convirtió
en el uraeus, o prótomo de la serpiente naja.
13 Lo mismo que los atributos de la indumentaria del faraón, los estandartes de la escolta de Horus se
remontan probablemente a otros seres y objetos que acompañaban al jerifalte de los cazadores nómadas: el perro, el asno de montar, el halcón de cetrería y el almohadón en que se sentaba. Lo que en esta
maza está incompleto se ve muy claro en la famosa Paleta de Narmer. Cf. sobre el tema, W. Helck,
Geschichte des alten Aegypten, Handbuch der Orientalistik, Leiden/Köln, E.J. Brill, 1968, p. 12 s.
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paganos de las procesiones cristianas
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Fig. 3.— Barco procesional en un sello sumerio.
El Vaso de Uruk (fig. 4), un recipiente cilíndrico de alabastro de un metro de alto,
ofrece en sus franjas esculpidas la síntesis de la procesión de ofrendas más antigua que
se conoce (hacia 3000 a. C.). La sencillez, la claridad, la proporción y el orden reinantes
en sus cuatro registros son tales, que no cabe exponente más cumplido, ni dentro de sus
modestas dimensiones más grandioso, del espíritu de una ciudad-templo de la primitiva
Sumer. Con medios tan rudimentarios y técnica tan simple, el escultor ha sabido trasmitir el mismo mensaje que siglos más tarde expondrá Fidias, con todo el refinamiento y
la sabiduría técnica de que disponía, en el friso del Partenón. En ambos relieves, una
ciudad desfila hacia el santuario de su diosa tutelar llevando las víctimas de los sacrificios y una suntuosa prenda de vestir —en este caso, un cinturón ancho, rematado en
grandes borlas y tal vez recamado de pedrería; en el Paternón, un peplo bordado por las
mujeres de Atenas— en reverente homenaje a la divinidad. [-14→15-]
Fig. 4.— Desarrollo del Vaso de Uruk. Alabastro. Alto: 92 cm. Bagdad, Museo del Irak.
Desmenucemos un poco más los temas. En el friso de abajo del Vaso de Uruk los
esquemas de espigas de cebada y de minúsculas palmeras datileras crecen a orillas de
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una línea sinuosa, que representa la corriente del Eúfrates o de uno de sus canales; a
continuación, ovejas y carneros, alternándose, marchan en ordenada hilera, dóciles a su
destino de víctimas cruentas en el gran sacrificio; después, con una desnudez que no
sabemos si responde a una prescripción ritual, por la que el pueblo se exhibe como esclavo, o por tratarse efectivamente de esclavos (distinción difícil de establecer en una
comunidad sumeria), desfilan portadores de frutos, líquidos y tal vez otro tipo de
ofrenda incruenta, como podrían ser panes; por último, en lo más alto, la ofrenda: un
hombre desnudo hace entrega a Inanna, o a la sacerdotisa que la encarna, de un cesto de
comestibles. Un alto personaje, el «hombre del vestido de red», como se suele llamar
hoy al [-15→16-] príncipe-sacerdote de las ciudades-templos de la más antigua Sumer,
del que sólo se conserva un pie y parte de su ropaje talar, hace la ofrenda del cinturón
antes descrito, ayudado por el paje que sostiene uno de los extremos de la prenda. Detrás de la diosa o sacerdotisa se yerguen dos haces de cañas, rematados por sendas volutas, símbolo que el arte sumerio emplea mucho para señalar un recinto sagrado de
Inanna o el nombre mismo de ésta. Las demás figuras representadas a sus espaldas corresponden a imágenes y objetos que el templo encierra: dos estatuas de culto: una, tal
vez de Inanna; otra, de su páredros, Dumuzi (?), se alzan sobre pedestales en forma de
templo, sostenidos por un carnero y respaldados por un haz de cañas; más atrás, a distintas alturas y siempre por parejas, cestos de ofrendas, vasos de piedra, vasos teriomorfos —uno, en forma de león; el otro, de gacela—, con sus respectivos golletes en el
lomo, etc.
¿Cuál es el sentido de esta representación de aspecto tan nítido? ¿El mismo que el
del friso de las Panateneas? En cierto sentido, sí; ya lo hemos dicho, y más adelante
volveremos sobre ello, sobre la procesión como exponente del espíritu de una comunidad. Pero por muy importante que esto sea, no cabe desconocer que Atenas era una pólis, una ciudad griega de hombres que eran ciudadanos, pero también individuos; mientras que Uruk era en aquella especie de Edad de Oro, en que la vida del hombre no se
consideraba independiente de la de los dioses, una ciudad-templo, perteneciente al
mundo sagrado de los dioses y en la que el mundo profano estaba comenzando apenas a
despuntar. El individuo no tenía aún conciencia de tal, no se sentía «otro», ni «distinto»
de sus semejantes. Para participar en la vida de los dioses tenía que integrarse en una
sociedad sencilla, pero rigurosamente jerarquizada, donde el príncipe era el único nexo
personal con los dioses. El individuo no era todavía consciente de su existencia como tal
y, por tanto, no sentía, como sentirá más tarde, el miedo a la muerte. Como los animales
y las plantas, vivía aún la vida eterna de la Naturaleza y de sus poderes misteriosos 14.
En tales circunstancias no es fácil de decidir si el friso del Vaso de Uruk representa
un suceso mítico, un capítulo de la vida de la diosa Inanna, o una ceremonia del ritual
ciudadano que se repetía periódicamente con motivo del Año Nuevo o de otra festividad
análoga. Tal vez, como antes decíamos a propósito de la posible condición de «esclavos» de la mayoría de los participantes, sea ociosa la pretensión de hacer tales distinciones cuando la época apenas establecía diferencias entre lo sagrado y lo profano. [-16→17-]
Por lógica interna y por lo que la tradición mantuvo, es de suponer que el festival
del Vaso de Uruk no se limitase a una procesión de ofrendas y de victimas, sino que
culminase en un matrimonio sagrado entre el príncipe —o el dios— y la sacerdotisa —o
la diosa—. Ese matrimonio ritual, o hierogamia, habría de perdurar en cultos antiguos
14
Moortgat, A., The Art of Ancient Mesopotamia, London, 1969, p. 13.
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hasta la plenitud de la época clásica (cf. más adelante las Anthestéria, en Atenas), pero
en Babilonia misma lo tenemos documentado históricamente como culminación de la
fiesta mayor de la capital de los caldeos.
LA FIESTA DEL AÑO NUEVO EN ASIRIA Y BABILONIA
Los imponentes restos de la Vía de las Procesiones y de la Puerta de Istar de la Babilonia de Nabucodonosor (605-562 a. C.), con sus maravillosos toros, leones y grifos,
atributos de los dioses, en sus relieves de ladrillo esmaltado, mantienen vigente y visible
hasta el día de hoy la estampa milenaria de una ciudad concebida y planificada en gran
medida como residencia de los dioses y escenario de sus mitos. La puesta en escena de
una parte de éstos revestía la forma de procesiones que permitían al pueblo sentirse partícipe activo de los mismos, manteniendo así viva la convicción de que formaba parte
del concierto cósmico de todo lo creado.
Antes de exponer brevemente los elementos de la fiesta que interesan a nuestro
tema, en la medida en que las fuentes nos permitan hacerlo, tengamos presente que
cuanto vemos en Babilonia, en esta época tardía del Imperio Caldeo, se había visto muchos siglos antes en otras ciudades sumerias y en Asur, y aún podía seguir viéndose en
cuantas mantenían vivas las antiguas costumbres y eran sede de dioses que participaban
en el mito de la Creación del Mundo 15, renovada periódicamente en el festival del Año
Nuevo.
No se trataba de una mera conmemoración. Por más que cueste comprenderlo, a los
participantes en la fiesta les asistía la beatífica convicción de estar presentes en la Creación misma. Que este tipo de vivencia religiosa no se ha extinguido, lo prueban manifestaciones como éstas que se han hecho acerca de la Semana Santa sevillana: «En estos
días no se razona. Se siente nada más. Se vive y no se recuerda. La Semana Santa no ha
existido hasta ahora mismo. Queda lejana toda cuestión previa. [-17→18-] Inútil buscarle
raíces teológicas o tubérculos históricos. Nace la Semana Santa en sí, para sí y por sí. Es
autóctona, autónoma y automática. Nace y crece como una planta. Dura siete días, y en
este tiempo germina, levanta el tallo, florece, fructifica y grana» 16.
Esa fe en la creación renovada comportaba la creencia en que los dioses la llevaban
a cabo con la ayuda y en compañía de sus siervos humanos, con el rey a la cabeza como
mediador, oficiante y vicario. Vicario del dios principal o incluso encarnación del
mismo en el caso de los asirios, pues de otro modo no se comprende cómo puede decir
Senaquerib cuando explica el relieve del Bit Akitu de Asur: «Imagen de Asur (el dios)
yendo a la batalla contra Tiamat, imagen de Senaquerib, rey de Asiria». Es claro que en
lo representado en esta puerta, sólo conocida por la descripción, Senaquerib encarnaba a
Asur, como parece hacerlo también en el relieve, hoy perdido, en que desfilaba procesionalmente en su carro, en el pasadizo que del palacio de Kuyunyík llevaba al tempo de
Nabu (fig. 5).
En Babilonia, el festival, llamado akitu en lengua acadia, se celebra en primavera,
durante los doce primeros días del mes de Nisán, y tiene por objeto conmemorar, o me15
16
Langdon, The Babylonian Epic of Creation; Heidel, H., The Babylonian Genesis, Chicago, 1942.
Núñez Herrera, A., «Sevilla: teoría y realidad de la Semana Santa», 1934, citado en el programa de la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Homenaje a la Semana Santa sevillana, Sevilla, 1984, p.
5. Sin percatarse de ello ni proponérselo, el autor evoca en sus dos últimas frases un «jardinillo de Adonis» (cf. nota 1) y ofrece un ejemplo de las muchas paradójicas reviviscencias de lo antiguo que Sevilla
y Andalucía son capaces de generar.
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jor, actualizar, la victoria de Marduk y demás dioses sobre las fuerzas del Caos (lucha
de Asur contra Tiamat en la versión asiria del mito), victoria previa a la Creación.
Los actos preliminares ocupan ya cinco días. El pueblo, con el rey y sacerdotes a la
cabeza, ha de purificarse y manifestarse libre de culpa de la situación calamitosa por la
que el mundo natural atraviesa. La estatua de Marduk sigue, en efecto, en su templo
principal —el Esagila—, pero el dios ha desaparecido del mundo exterior y se encuentra
cautivo debajo de la «montaña». Dónde y cuál sea esta «montaña» no se precisa; quizá
se considerase como tal la mole de la zigurat de su segundo santuario, el Etemenanki o
Torre de Babel. Entre los actos rituales a celebrar en estos preliminares figuraba el recital de la Epopeya de la Creación, que daba nuevos bríos al pueblo para emprender la
búsqueda de Marduk y cooperar a su liberación.
Los ritos del día quinto de Nisán tienen por protagonista al rey. Mientras los operarios del tempo aprestan el Ezida, la capilla de Nabu, el [-18→19-] hijo de Marduk, cuya
Fig. 5.— Relieves de Senaquerib.
llegada está anunciada para el día siguiente, el rey comparece ante la estatua del dios. El
sumo sacerdote recibe el anillo, el cetro, la cimitarra y la corona que el rey le entrega y
los deposita en su asiento. El monarca se arrodilla, recibe en el rostro el golpe que le da
el sacerdote, hace pública confesión de sus faltas, vuelve a ser abofeteado, al tiempo que
absuelto, y se espera de él que derrame lágrimas de pesadumbre. Esta penosa ceremonia, presenciada sólo por los sacerdotes, es el preludio de la recuperación de las insignias de la realeza, como si se tratase de una nueva coronación. «También ahora —co© Herederos de Antonio Blanco Freijeiro
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menta Frankfort— se despojaba de su esplendor al rey, de la protección de las insignias
reales, y su poder quedaba reducido al mínimo, lo que estaba en relación con el bajo
flujo de la vida de la Naturaleza, con la "cautividad" del dios y también con [-19→20-] el
estado de caos que precedía a la creación. Los cinco días de sacrificio, expiación y purificación culminaban en la degradación del rey y su posterior restitución» 17.
Una vez terminados los preparativos de ritual, encomendados al rey y a los sacerdotes, el pueblo se entrega a la afanosa búsqueda de Marduk dentro y fuera de la ciudad,
al parecer en torno a dos focos principales: el Esagila, con la zigurat aneja, y el Bit
Akitu, o Palacio del Festival de Año Nuevo, que tanto en Babilonia como en Asur y
demás ciudades que lo poseían se encontraba siempre en las afueras, a cierta distancia
del casco urbano. Los textos hacen referencia a la confusión reinante, incluso a desórdenes y luchas, sin precisar mucho si se trataba de tumultos más o menos carnavalescos,
con comparsas, pantomimas, etc., o de algo de otro género. Los hombres disfrazados de
animales y las ceremonias en que intervienen (banquetes, conciertos, etc.), bastante frecuentes en el arte sumero-acadio, se han traído a colación en este contexto 18.
Al fin, el día 6 de Nisán, los dioses forasteros, cuyas imágenes se han aportado en
barcos desde Nippur, Erech, Kutha, Kish y Borsippa, hacen su entrada solemne en la
ciudad. De la última de las citadas, la vecina Borsippa, viene precisamente Nabú, que
será el gran paladín de la inminente lucha contra los poderes adversos a su padre. El
cortejo se dirige, desde los muelles, al Esagila, donde las imágenes se hospedarán en los
aposentos que para los dioses se hallan dispuestos. En estas idas y venidas se pondrá a
prueba la grandiosidad y el esplendor de las vías y de las puertas construidas y decoradas al efecto, exhibiendo en ladrillos esmaltados los dragones de Marduk, los leones de
Istar y los toros de Adad, señor de la tempestad.
La liberación de Marduk se produce al día siguiente, pero no sabemos en qué escenario ni de qué forma. Las fuentes hablan de una «Tumba de Bel», pero los asiriólogos
no se ponen de acuerdo en cuál podría ser. La epopeya y los sellos documentan e ilustran una montaña de la que sale un dios armado de una sierra, de modo que tal vez la
liberación consistiese en la bajada a una cripta donde se abría una puerta aserrándola o
derribándola, en cualquier caso no sin cierto grado de violencia. [-20→21-]
Tras la liberación de Marduk (pues se procura no hablar de «muerte» y «resurrección», sino de «cautividad» y «liberación»), las imágenes de los dioses son trasladadas
desde sus capillas a la Cámara de los Destinos, donde Marduk va a ser reelegido rey y
confirmado en sus poderes omnímodos. En esta ceremonia el rey de Babilonia actúa
como chambelán: provisto de un bastón de mando, ruega a cada uno de los dioses que lo
siga, y cogiéndolo de la mano lo conduce a la sala de la asamblea. Allí se recitan las
fórmulas por las que Anu y los demás dioses antiguos confieren sus poderes a Marduk y
lo someten a una prueba de eficacia, pidiéndole que haga desaparecer un manto (aniquilamiento) y seguidamente lo restablezca (existencia). Superada la prueba satisfactoriamente, los dioses proclaman: «Marduk es rey».
El día 9 de Nisán se celebra la gran procesión, trasunto de la batalla de los dioses
contra el Caos: cada lance mítico se corresponde con algún oficio o sacrificio realizado
durante la marcha del cortejo o al término de la misma, que será el Bit Akitu, el Palacio
del Festival, situado fuera y al Norte de la ciudad, como ya antes se dijo. Las imágenes
17
18
Frankfort, H., Reyes y dioses, Alianza, Madrid, 1981, p. 340.
Moortgat, A., Tammuz. Der Unsterblichkeitsglaube in der altorientalischen Bildkunst, Berlín, 1949, p.
21 s.
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14
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eran transportadas en andas, quizá no tan sencillas como las que vemos llevadas a hombros por los soldados de un relieve asirio (fig. 6), pero en todo caso de un modo similar,
pues no parecen haber sido estatuas de piedra ni de otro material pesado, sino de madera
o de otra sustancia liviana (otros relieves asidos muestran cómo las estatuas pesadas
eran transportadas en balsas o naves por los ríos, y sobre rodillos por tierra).
Fig. 6.—Transporte de imágenes por soldados asirios.
Nuevamente, el rey era, si no el único (pues los sacerdotes alternaban con él en el
desempeño de estas funciones), sí el principal oficiante de la [-21→22-] procesión, v. gr.:
«El rey haciendo pedazos un jarro con su arma, era Marduk, que sometía a... (¿Tiamat?)». Este y otros pasajes del mismo tenor, por ejemplo, «la oveja puesta en el brasero era Kingu devorado por el fuego», indican que en vez de parodiar una batalla, cosa
que al parecer la procesión no hacía en ningún momento, los lances bélicos eran reemplazados por actos simbólicos.
La victoria de los dioses era celebrada mediante un banquete, en el que se consumían las víctimas y las ofrendas incruentas que se había sacrificado o consagrado. No
sabemos si este acto final tenía lugar el mismo día o al día siguiente, pero en todo caso
su escenario era el Bit Akitu.
La segunda parte del festival nos remite de nuevo al Vaso de Uruk (figura 4),
haciéndonos retroceder al tiempo en que la hierogamia era la ceremonia fundamental en
los cultos de la ciudad-templo y el momento culminante de la procesión, la ofrenda y el
sacrificio de víctimas. En la Babilonia de los caldeos el dios resucitado y vencedor del
Caos asume, después de su triunfo, la función procreadora que garantiza y pone en marcha el ciclo del nuevo año agrícola, ganadero, industrial y comercial. Abandonando el
Bit Akitu el día 10 de Nisán, Marduk regresa al Esagila para celebrar allí sus nupcias
sagradas con la mujer que la comunidad le ha reservado. El escenario de la unión, si
damos crédito a Heródoto, será el Etemenanki, el templo situado en el octavo escalón de
la zigurat. He aquí lo que al respecto refiere el historiador de Halicarnaso: «Sobre la
última torre se alza un gran templo. Hay en él un lecho grande y bien aparejado con una
mesa de oro al lado. El templo no alberga estatua alguna, ni nadie pernocta en él, a excepción de una mujer de la localidad que el propio dios elige entre todas, según dicen
los caldeos que desempeñan el sacerdocio de esta deidad. Aseguran también, aunque a
mí no me han convencido, que el dios acude al templo y reposa en el lecho, del mismo
modo que acontece en la Tebas egipcia al decir de los propios egipcios» (Herod. I, 182).
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paganos de las procesiones cristianas
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El festival se acababa el 12 de Nisán con el retorno de los dioses a sus respectivas
ciudades y la vuelta de los hombres a las faenas del campo, a sus talleres y a sus comercios.
LOS DIOSES EGIPCIOS EN LAS BARCAS SOLARES
La enorme antigüedad atribuida a la cultura egipcia y las naturales concomitancias
entre los dioses egipcios y los dioses griegos hicieron [-22→23-] creer a Heródoto que en
Egipto debían hallarse tanto la cuna de los dioses helénicos como el país de origen de
todo el ceremonial pertinente, lo que él llama la «fiesta» (panégiris), «procesión»
(pompé, prosagogé), etcétera 19.
¿Acertó en su diagnóstico el historiador de Halicarnaso? Ciertamente que no; las
mentalidades que respaldan a las dos religiones son completamente distintas. El templo
egipcio sólo es accesible en su totalidad al rey y a los sacerdotes, no al pueblo, que no
tiene entrada más que el vestíbulo; tampoco las imágenes se dejan ver nunca más que
por aquéllos.
El templo egipcio es un conglomerado de habitaciones; en una de ellas, el sancta
sanctorum, se guarda la imagen; en otra, contigua, y por lo general más accesible que la
anterior, la barca. Esta era el vehículo en que la imagen salía en las procesiones, pero no
a la vista de los fieles, sino herméticamente encerrada en su armario o naos. La barca,
trasunto de la barca solar, se hallaba en el templo encima de una peana en forma de jeroglífico de «cielo». Tenía, por consiguiente, una entidad propia y relevante, sin perjuicio de servir a la imagen como medio de transporte. La imagen, por su parte, se hallaba
siempre en su armario, cuyas puertas de oro se cerraban de noche. Muy de mañana, el
sacerdote encargado de su custodia abría estas puertas, se prosternaba ante la imagen al
tiempo que salmodiaba los versículos de la salutación ritual, y le hacía una limpieza
matutina como si de un ser vivo se tratase: la fumigaba con incienso, la sometía a aspersiones de agua y sosa, la ungía y perfumaba y le ponía los adornos correspondientes al
día o la fiesta que en aquél se celebrase. [-23→24-]
Las procesiones formaban parte fundamental del culto público, y eran para el pueblo, sin duda, la más importante y emotiva, pues como queda dicho, en el templo no
podía aproximarse ni ver siquiera el armario en que cada imagen se custodiaba. Las estatuas de los dioses, de marfil, de oro y de madera, bien guardadas en sus armarios, y
éstos colocados en sus respectivas barcas, eran llevados en andas a hombros de sacerdotes. Estos se distinguían de los seglares por sus cabezas rapadas y por el color y el
corte de sus vestiduras. El efecto que en los fieles pudiera producir la vista de la barca y
19
Heródoto, II, 58-59: «Los egipcios fueron los primeros entre los hombres en hacer romerías, procesiones y ceremonias públicas, y de ellos aprendieron los griegos. Y la prueba la encuentro en que aquéllas
parecen haberse realizado desde hace mucho tiempo, mientras que las griegas se hacen desde hace
poco. Los egipcios, además, no celebran una romería al año, sino muchas, y en la más grande y acreditada van a la ciudad de Bubastis en honor de Artemis; la segunda, a la ciudad de Busiris en honor de
Isis. En esta ciudad se encuentra, en efecto, el mayor de los templos de Isis. Se alza esta ciudad en medio del Delta de Egipto. Isis equivale a Deméter en lengua griega. La tercera romería van a celebrarla a
la ciudad de Sais, en honor de Atenea; la cuarta a Heliópolis, en honor de Helios; la quinta a la ciudad
de Buto, en honor de Letona; la sexta a la ciudad de Pampremis, en honor de Ares...».
La diosa de Bubastis era seguramente, como indica el nombre de la ciudad, Bastet, la diosa de cabeza de gata, o Sokhit, la de cabeza de leona, a quienes Heródoto identifica con Artemis por la relación
de todas ellas con el reino animal. La equiparación de Isis con Deméter obedece seguramente al gran
relieve de los misterios en los cultos de ambas diosas. Atenea podría corresponder a la egipcia Neith.
Helios no ofrece dudas de que corresponde a Atón-Ra.
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paganos de las procesiones cristianas
del armario o custodia de la imagen era realzado por el incienso y demás aromas que se
quemaban ante las andas. El encargado de esta función específica portaba un quemador
o incensario en forma de bastón y provisto de una mano humana en un extremo y de una
cabeza de halcón u otro símbolo divino en el otro: en la mano, entreabierta, estaba el
cuenco donde se quemaba el incienso. El receptáculo de los granos de éste se hallaba en
el centro de la caña del bastón.
La fantasía y el sentimiento recibían también los estímulos de la música, del canto
y del recital que acompañaban la marcha del cortejo. Esta marcha se interrumpía en determinados puntos ante capillas o altares que jalonaban el recorrido de la procesión, en
los cuales se efectuaban los ritos o sacrificios prescritos, y se reanudaba por tierra firme
o por el Nilo.
Con este grado de mayor proximidad, con el ambiente festivo y con el espectáculo
mismo del desfile procesional, el pueblo se daba por satisfecho de «haber visto la belleza de su señor» y se sentía reconfortado en sus sentimientos religiosos. El clero, por
su parte, daba por cumplido su deber, principal en el caso de las procesiones, de haber
mostrado a los dioses la extensión de sus dominios terrenales y los beneficiosos efectos
de su tutela sobre ellos y sobre sus fíeles.
La mayoría de las ofrendas que se hacían a los dioses eran pan y otros alimentos
vegetales, así como víctimas animales: gansos, sobre todo, y partes especialmente sabrosas (muslos, lomo, cabeza) de bueyes, cabras y antílopes. Los animales eran sacrificados inmediatamente antes de la ofrenda, tras someterlos a una prueba de pureza. A
ello seguía la «deposición» en el altar, la «elevación» de una fuente de comestibles
hacia la divinidad, la consagración con incienso y aspersiones líquidas y, por último,
«una vez que el dios se siente satisfecho», el consumo de los manjares de la ofrenda por
parte de los sacerdotes y demás asistentes. No se sabe con certeza si el fuego consumía
en algunos casos toda la sustancia de las ofrendas, o si sólo las tostaba ligeramente sin
llegar a destruirlas. En [-24→25-] Grecia y en Roma había los dos tipos de ofrenda, pero
en Egipto las fuentes y los monumentos no dan señales de incineraciones completas de
víctimas.
LAS PROCESIONES GRIEGAS
Mientras la sociedad griega se mantiene en la fase de la cultura aristocrática, dentro
de la que Homero y los homéridas componen los ciclos de la epopeya, las procesiones
eran exclusivamente cortejos fúnebres para acompañar al muerto al crematorio y sepultar después las cenizas en su tumba. También las procesiones de los primeros cristianos
en tiempos de persecución tenían carácter funerario y un solo objetivo, realzar el heroísmo de los mártires con la presencia de sus hermanos de religión.
Fue menester que la ciudad como polis se afirmase en Grecia, al término del siglo
VIII a. C., e implantase sus instituciones propias, para que la procesión adquiriese en la
vida griega una importancia que Hornero no le concede porque entonces no la tenía. De
este modo llegó la procesión a convertirse en lo que ha sido y es en Sevilla, el exponente principal de la vida pública de la ciudad como colectividad humana.
Hay, sin embargo, una diferencia sensible: la procesión griega no constituye un
acto de culto religioso en líneas generales, sino más bien la preparación o la marcha
hacia el mismo. Contemplada con la perspectiva debida, se la ve como el primer elemento de un trío de actos, procesión, sacrificio y certamen, equivalente a los tres movimientos de una partitura que ofreciese un crescendo (la procesión), un apogeo (el sacri© Herederos de Antonio Blanco Freijeiro
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paganos de las procesiones cristianas
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ficio) y un decrescendo (el certamen o agón). No era raro en algunos cultos, como el de
Adonis, que hemos visto bien acreditado en la Sevilla romana, que antes de la procesión
se celebrase una vigilia de toda la noche, lo que en el lenguaje ritual de los antiguos se
designaba con el nombre griego de pannychís.
Cuando en el trío de procesión, sacrificio y certamen falta uno de los tres componentes, el primero de ellos, la procesión, queda desvirtuado hasta el extremo de que
haya que matizarlo, sea con algún calificativo, sea dándole otro nombre: carnaval, visita, procesión mágica, etc. En este último apartado, el de las procesiones mágicas, entrarían, por ejemplo, los cortejos que en la Atenas arcaica llevaban en andas un enorme
falo (fig. 7), en compañía de un séquito de bacantes, disfrazados o no de sátiros. Lo
mismo las procesiones de ramos y de otros objetos. Las primeras acabaron [-25→26-]
siendo incorporadas a las Dionisíacas Mayores, con lo que pasaron a formar parte de
verdaderas procesiones. Lo mismo que estas phallephóriai hicieron en otros casos las
thallophóríai (procesiones de ramos, entre las que se podría incluir, como versión cristiana, la del Domingo de Ramos, vulgo «La Borriquilla», sevillana), kistophóriai, liknophóriai, pyrphóriai, etcétera, en el momento en que se sumaron a verdaderas procesiones como actos de culto.
Fig. 7.— Procesión fálica. Vaso ático en Bolonia.
Como era de esperar, los griegos no dejaron de preocuparse por el origen de aquel
tipo de festividad, que había venido a ser la principal entre ellos; pero que sepamos,
nadie se atrevió antes que Heródoto a asignarles un origen concreto. Heródoto, sí; lle© Herederos de Antonio Blanco Freijeiro
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paganos de las procesiones cristianas
18
vado de su admiración por la [-26→27-] antigüedad y el prestigio de las instituciones
egipcias, se aventuró a asignarles, lo mismo que a los dioses griegos, un origen egipcio
(cf. nota 19). La cuestión no merece ser discutida por falta de fundamento. Lo único que
se puede decir con los datos de que disponemos es que ya en la época minoica había
determinados ritos que asumían formas procesionales. Así, por ejemplo, en el sarcófago
de Hagia Triada, pintado antes del 1500 a. C., tenemos un cortejo en movimiento al son
de la música, con transporte de ofrendas, objetos de culto y víctimas sacrificiales. Más
aun, los lados menores del sarcófago ofrecen elementos que pueden considerarse como
asistentes prestigiosos a la procesión: dioses o grandes personajes que desfilan en carros
tirados por grifos, en un caso, y por caballos, en el otro.
En época clásica, la procesión que iba de Atenas a Eleusis para celebrar allí los
misterios de Deméter 20 estaba considerada como la de más acendrado espíritu religioso
de toda Grecia, y ella fue la más persistente entre las de su género, a pesar de los ataques de que la hicieron objeto los cristianos; fue, en efecto, la última en sucumbir, por
decreto imperial de la corte bizantina.
Pero no todas las procesiones ponían su mayor acento en la religiosidad. En la
misma Atenas, sin ir más lejos, la principal procesión de la polis eran las Grandes Panateneas, una procesión eminentemente cívica desde que Pisístrato y sus hijos le imprimieron tal carácter. En cambio, las Dionisíacas tenían un sabor campesino y popular, lo
que no obsta para que el certamen teatral, que cerraba el ciclo de las fiestas, les diese el
rango supremo entre todas las de la Hélade, en cuanto manifestaciones de cultura.
En el campo de la organización de las procesiones, los atenienses, como hoy los
sevillanos, superaban en maestría al resto de los helenos. Hacía falta para eso una afición y una vocación que nadie les disputaba. Su imaginación, su indudable capacidad
para el despliegue de fasto y de boato, su temperamento teatral, su afán declamatorio y,
en fin, su poder creador, hicieron de ellos los mejores organizadores de cortejos y certámenes del mundo de entonces.
Cuando Cicerón dice en las Tusculanas (5, 91), in pompis cum magna vis auri argentique ferretur, «desde que en las procesiones se comenzó a hacer alarde de oro y
plata», seguramente tenía en la cabeza el cambio que se había operado en las procesiones griegas desde el siglo de Pericles. Fue [-27→28-] entonces cuando las procesiones se
convirtieron en despliegues de riqueza como cuestión de prestigio, o en espectáculos cuyo
objeto principal eran el placer y la diversión de los participantes y de los espectadores.
El prestigio de Atenas permitió que ella diese la pauta a las ciudades que surgieron
en Asia Menor y en el Oriente helenístico tras la conquista del mismo por Alejandro.
Muchas fueron aquí las poleis que celebraban «panateneas»; tantas como ciudades andaluzas celebran Semanas Santas, calcadas de la de Sevilla. Pero en el mundo helenístico se evitaba la coincidencia de fechas. Las fiestas y procesiones se interrelacionaban
de tal modo, con miras al fomento de lo que hoy llamaríamos turismo, que se podía
hacer recorridos de ciudades, pasar de unas a otras, con la garantía de encontrarlas en
fiestas a cual más amena y original.
LOS SACRIFICIOS
Como antes hemos dicho, la razón de ser de la procesión es el desfile de las víctimas y ofrendas destinadas a la divinidad. Las víctimas han de mostrar que van al sacri20
Blanco Freijeiro, A., «Los misterios griegos», Revista de Arqueología, núm. 11, pp. 12-17.
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ficio de buen grado, sin ser violentadas, como si se aviniesen al honroso destino que sus
amos, los hombres, les han dado. Los antiguos creían que los dioses no sólo gustaban de
manjares como el néctar y la ambrosía, que los sostenían como inmortales, sino también
de los mismos alimentos y bebidas que los seres humanos. Y dado que éstos apreciaban
por encima de todo la carne de buey, este animal se convirtió en la víctima predilecta de
los grandes dioses 21.
Una de las procesiones anuales más concurridas, la de la Hera de Argos, tenía por
objeto primordial el traslado de un rebaño de cien vacas (una hecatombe, «cien bóvidos», en el más literal de los sentidos) desde la ciudad de Argos hasta el santuario de la
diosa, situado a 8 kilómetros de distancia. Allí las reses eran inmoladas, asadas y en su
mayor parte repartidas entre los asistentes a la romería. Para más de un pobre, la asistencia a una de estas fiestas le daba tal vez la única ocasión de comer buena carne en
una larga temporada. Pero los repartos de este tipo, aunque [-28→29-] no raros, tampoco
eran generales del todo; en algunos santuarios la carne de las víctimas había de ser
quemada en su totalidad.
Todos los animales que el hombre consume para su alimento eran susceptibles de
ser sacrificados a los dioses, especialmente los anímales domésticos comestibles, y entre
éstos el buey, el cordero, la cabra y el cerdo, por este orden. El único animal que los
griegos sacrificaban raramente era el caballo. Los rodios tenían por costumbre arrojar al
mar uno de ellos como sacrificio a Helios; pero parecen haber sido los únicos en hacer
una cosa así. Los romanos, en cambio, aunque tampoco solían incluir al caballo entre
las víctimas acostumbradas, sacrificaban uno, y muy bueno, una vez al año en el Campo
de Marte. Era el Equus October, caballo de guerra especialmente seleccionado e inmolado en los idus de octubre a golpes de venablo. Al tiempo que nos da esta información,
observa Polibio (12, 4 b) que casi todos los pueblos sacrificaban caballos antes de iniciar una guerra o incluso antes de entrar en combate. El sacrificio de los romanos se
hacía en honor de Marte, y señalaba no el comienzo, sino el fin de la estación apta para
la guerra, que se iniciaba en el mes de marzo, Martius, al que el dios daba su nombre.
También los lusitanos de nuestra Península, al decir de Estrabón, sacrificaban a Ares
(Marte), cabritos, prisioneros y caballos 22.
El ritual de cada dios, y en ciertos casos de cada santuario, no sólo prescribía las
víctimas apropiadas, sino en bastantes casos el sexo y hasta la edad y el color de cada
una. Al término de la procesión de Hera, en Platea, y como colofón de la misma, cada
cofradía sacrificaba a Hera una vaca y a Zeus un toro, sin especificar el color de estos
animales; pero, en cambio, en la procesión que se hacía al túmulo de los caídos en la
batalla de la misma localidad, Platea, se sacrificaba un toro que había de ser precisa21
Detienne, M.; Vernant, J. P., La cuisine du sacrifice, París, 1979, p. 14 ss. Sólo los «puros» entre los
discípulos de Pitágoras, vegetarianos estrictos, reprobaban los sacrificios cruentos y rehuían la proximidad de los altares de sangre; los pitagóricos moderados, en cambio, si bien se abstenían de carnes de
cordero y de buey de labranza, no ponían reparos a la de cerdo ni a la de cabrito. Los primeros, los vegetarianos, manifestaban en su actitud no sólo su ruptura con la religión de la polis, sino su renuncia al
mundo.
22 Sobre el Equus October, Dumezil,G., La Religion Romaine Archaïque, p. 217 s. El rito se remontaba a
los orígenes indoeuropeos, como se desprende de sus concomitancias con el asvamedha védico de la
India. Dice Polibio, en el pasaje citado, que entre los pueblos que practicaban sacrificios de caballos se
hacían predicciones por la forma como caía el animal. Estrabón parece referirse a algo parecido en
nuestra Península cuando dice de los lusitanos y «montañeses» en general: «Cuando la victima cae por
mano del hieróskopos hacen una primera predicción por la caída del cadáver» (Strab. III, 3, 6).
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mente negro, dado el carácter fúnebre del cortejo. Al término de la procesión se lavaban
y ungían las estelas de las tumbas; los efebos hacían sus ofrendas de leche, vino, aceite,
ungüentos, vestidos y primicias de las cosechas; tras ellos, el arconte, revestido de
manto y armado de espada, era [-29→30-] portador de una hidria de agua lustral. Una vez
realizado el sacrificio, los muertos eran invitados a participar en el ágape 23.
¿Por qué en todas estas ceremonias es tan importante la inmolación cruenta de la
víctima y el consumo de la carne, de las vísceras y de la sangre entre los asistentes? Por
la sencilla razón de que en la inmolación de la víctima (un animal doméstico, no una
presa de caza) y en el banquete que la sigue, actos realizados según un minucioso ritual
(desde época clásica el sacrificante es siempre un carnicero-cocinero especializado,
como algo opuesto al cazador), la sociedad antigua de los griegos y de los romanos,
como antes las de otros pueblos orientales, se reconoce a sí misma como una sociedad
de comedores de carne, frente a otras que ella considera bárbaras (los míticos lotófagos,
los ictiófagos, los balanéfagos, a los que pertenecían los primitivos galaicos, etc.). O lo
que es lo mismo, el acto de comer carne de animales domésticos es sinónimo de vida
cívica y ordenada. Por eso al toro no se le degüella ni apuntilla, sino que se le abate de
un golpe repentino, evitando así el sufrimiento y el espectáculo de la sangre derramada.
El acto del sacrificio y del banquete significa que los dioses conviven en buena armonía
con los hombres, ya que comulgan en el mismo festín la carne de sus animales predilectos e incluso sagrados. Se hace ahora así entre los griegos, según Heródoto, como se
venía haciendo en Egipto desde tiempo inmemorial, en el Egipto del que los griegos lo
han aprendido todo.
Los dioses son muchos y se comportan como hombres. Cuantos más sean los dioses reconocidos como tales, mayor la civilización y la racionalidad de la sociedad que
con ellos convive. Los pocos dioses, o aún más, el dios único de los monoteístas, como
el Ahura Mazda de los persas avésticos o el Jehová de los hebreos, son propios de pueblos extranjeros y bárbaros. Así lo proclama Heródoto, fijándose mayormente en los
persas, que ni tienen muchos dioses, ni templos, ni imágenes, requisitos todos ellos para
la vida civilizada tal y como los griegos la entienden.
«PERVIVENCIAS» EN LA GRECIA ACTUAL
Aunque no con carácter de sacrificio religioso, la inmolación de un animal en
honor de un santo y el consumo de su carne entre los asistentes a la fiesta perviven en
los medios rurales de la Grecia cristiana. He aquí parte [-30→31-] de la descripción que
Stella Georgoudi hace de las líneas generales de estas fiestas, llamadas kourbánia, en
fecha reciente:
«La víctima es un animal doméstico al que se degüella fuera de la iglesia, generalmente durante la Misa o después de ésta, o incluso, en algunas aldeas, la víspera de la
fiesta, por la noche, antes o durante las vísperas. El espacio sacrificial se abre por fuera;
es el área que se extiende ante la iglesia de la aldea, o ante la capilla campestre o el edificio pequeño, situado a menudo en las lindes del término de la comunidad, apenas lo
bastante grande para albergar el icono del santo, muy cerca de una fuente milagrosa, de
agua "santa", dotada de virtudes terapéuticas (hagiásmata). Este medio natural, arreglado a veces de manera rudimentaria, y casi siempre sombreado por árboles, es también el lugar privilegiado, fuertemente humanizado y socializado para todo panigiri,
23
Pauly-Wissowa, R. E., XXI, 2, col. 1946, s. v. «Pompa».
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toda festividad religiosa de la aldea neo-griega. Añejos robles, nogales o plátanos seculares aportan la decoración natural; sus troncos permiten atar la víctima antes de abatirla; sus raíces reciben a veces su sangre; sus ramas la mantienen suspendida en tanto
que se la desuella; sus ramajes dan sombra al yantar, a los juegos y las danzas de los
hombres.
El hecho de que la muerte se produzca las más de las veces al aire libre no significa
que haya un corte radical entre lo de fuera y lo de dentro, porque el espacio cerrado, el
interior de la iglesia, desempeña sin duda una función complementaria en el ritual. No
sólo el tiempo de la Misa y el de la matanza coinciden o se suceden inmediatamente,
sino que puede ocurrir que se conduzca la víctima a la iglesia para presentarla ante el
icono del santo, o incluso que se la haga dormir allí durante la vigilia que precede a la
fiesta; o también puede ser que la hagan pasar el umbral para que "oiga", antes de ser
sacrificada, la oración rezada por el pope en el nárthex, que es también el lugar adonde
se lleva a veces el primer plato de la carne cocinada, antes del banquete común, para
que el sacerdote la bendiga» 24.
No hay razón metodológica para establecer relación alguna entre los actuales kourbánia (derivado del turco kurban, «sacrificio») y las thysíai o sacrificios antiguos. Sin
embargo, por lo que pueda haber en los primeros de reacciones y procederes espontáneos, y, por tanto, comunes al hombre de hoy y al de ayer, nos parecen dignos de tener
presentes por el filólogo actual ciertos pormenores que su contemporáneo el folkorista
le proporciona, verbigracia: [-31→32-]
a) La mayoría de los kourbánia, celebrados en fechas fijas, tienen lugar entre abril
y octubre. «Una fiesta que se celebra al aire libre, en la que se reúnen a veces centenares
de participantes, algunos venidos de lejos, para orar, comer, dormir, divertirse, a menudo durante dos o tres días; una fiesta que constituye, para ciertas aldeas, el acontecimiento más importante del año y una fuente de prestigio y de ventajas económicas para
la comunidad y para su iglesia, exige condiciones climáticas favorables y difícilmente
se puede celebrar en invierno» 25.
b) Unos santos reciben más sacrificios que otros, sin que se vea el motivo. En el
caso de uno de los más favorecidos, San Jorge, la razón puede estribar en que el día que
le consagra la iglesia griega, el 23 de abril, inaugura el semestre más importante de la
vida pastoril, el día en que los pastores trashumantes inician la marcha con sus rebaños
hacia los pastos de montaña, donde permanecerán hasta el otoño. También los santos
que velan por el tiempo atmosférico y por la salud de los hombres y animales se ven
correspondidos con muchos kourbánia (mayormente los santos Elías y Atanasio).
c) El toro lleno de vigor, por ser la víctima más cara, es también la más prestigiosa.
Sustituirla por otra sería un baldón para el donante y un peligro de calamidades para la
aldea afectada. Sólo por eso se procura cumplir la promesa y respetar la tradición. No
hay otra razón aparente para la especie, sexo o edad de las víctimas, que pueden ser bóvidos, corderos o cabras, tantos en cada caso como sean precisos para satisfacer a la
concurrencia. SÍ se prefieren los machos a las hembras es por su mayor precio, por la
mayor consideración de que hasta ahora han gozado los primeros y porque «la hembra
24
Georgoudi, St, «L'égorgement sanctifié en Grèce moderne: les "Kourbánia" des saints», en Detienne,
M.; Vernant, J. P., La cuisine..., 274.
25 Geordoudi, op. cit., p. 276.
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paganos de las procesiones cristianas
es una criatura del diablo». A una razón de este tipo pudiera obedecer también el que los
«verracos» celtibéricos sean siempre machos 26. [-32→33-]
d) El donante de la víctima puede ser un particular, la iglesia del santo o bien —y
esto es lo más frecuente— la comunidad a través de su Concejo o Ayuntamiento. Este
realiza la colecta de los fondos y adquiere las víctimas y demás elementos e ingredientes
para el cocido que se hará de todo ello: leña, verduras, cereales, sal y pimienta.
e) Alguna rara vez se hace desfilar a la víctima adornada y acompañada de una
procesión de gente a pie y a caballo. A la hora del sacrificio, la gente no rehuye el contacto con la sangre del animal; antes lo busca para hacerse con ella una señal en la frente
y hacerla también en la de alguna bestia, que de aquel modo ve garantizada su fecundidad para el año siguiente.
f) La cocción de la carne se efectúa por obra de muchos, hombres y mujeres, bajo la
supervisión de los mayordomos. Para ello se disponen grandes calderos a la sombra de
los árboles en las proximidades de la iglesia. En el caldero acompañan a la carne otros
productos de la labor del campesino: arroz, trigo o flor de harina, guisantes, ajo y tomates. Terminado el cocido, se reparte en raciones iguales, utilizando un cazo que da la
medida. Pero nadie puede ponerse a comer sin que se haya cumplido el importantísimo
rito de «leer el cocido», operación que sólo el pope puede realizar, asumiendo con ello
el papel de oficiante del sacrificio.
g) En algunos lugares donde el poder patriarcal es muy fuerte se llegó en tiempos a
excluir a las mujeres de participar tanto en el sacrificio como en el banquete.
h) Muchas fórmulas que se emplean en el ofrecimiento de la víctima al Altísimo —
v. gr., que acepte el sacrificio como aceptó los dones de Abel, el cordero de Abram,
etc.— indican que la tradición que la Iglesia oriental ha mantenido al consentir y hasta
patrocinar estos sacrificios cruentos tiene más raíces bíblicas que paganas, aunque el
reconocerlo así duela a algún que otro etnólogo moderno.
LAS PROCESIONES DE IMÁGENES
Los antiguos tenían conocimiento de que los orígenes de su rica imaginería religiosa habían sido muy rudimentarios. La «fuerza» de los dioses, en vez de acumularse
en las imágenes antropomorfas de los mismos, lo hacía en algún modesto objeto o ser
vivo natural, como si éste fuese [-33→34-] susceptible de captar y condensar aquella
energía misteriosa, que difundida por la Naturaleza podía resultar benéfica, pero también peligrosa o incluso mortífera. El poder del mismísimo Júpiter cabía en ciertas piedras, como el pedernal, Iuppiter lapis, la «piedra del rayo» de nuestros campesinos, o en
un árbol, como el roble de Dodona, uno de los lugares más sagrados, pese a su rusticidad y extremada sencillez, para los griegos de época clásica (figura 8).
26
Blanco Freijeiro, A., «Museo de los verracos celtibéricos», BRAH, núm. CLXXXI, 1, 1984, p. 4. Antes
de hablar de las preferencias por uno u otro sexo de !a victima, Stella Georgoudi observa: «Los criterios
que determinan la elección de la víctima varían, al parecer, según los lugares. Si se trata de un ternero,
se elegirá uno grueso, de piel lustrosa; si de un cordero, se elegirá uno blanco del todo, o negro del
todo, y muy gordo también». En relación con las víctimas de los sacrificios antiguos, parecen haberse
seguido criterios más racionales, buscando víctimas homologas, hembras o machos, según el sexo de la
divinidad; de colores blanco, negro o rojo, según la zona o el efecto que se buscaba para su acción.
También se procuraba proporcionar a la divinidad, bajo otra forma, aquello que se deseaba de ella, verbigracia: fecundidad mediante el sacrificio de una vaca preñada. Cf. Dumezil, G., La Religion Romaine
Archaïque, p. 364.
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Fig. 8.— El roble sagrado de Dodona en el siglo IV a. C.
Con ánimo de ridiculizar aquel estado de cosas, Arnobio, un cristiano de reciente
conversión, hacia el año 300 d. C., reúne citas de varios autores de la latinidad para darnos noticias como éstas: «Los de Icaria tienen un tronco en lugar de Diana; los de Pesino, una piedra en lugar de la Madre de los Dioses; los romanos, una lanza en lugar de
Marte, como indican "Las Musas" de Varrón y recuerda Etlio...»; «antes de que se impusiesen el oficio y la técnica de los coroplastas, los habitantes de la isla de Samos tenían un tablón en lugar de Juno» 27.
En efecto, así era; y si no ha llegado a nosotros ninguno de aquellos ídolos embrionarios, sí lo han hecho sus reproducciones en terracotas votivas, que los copiaban tales y
como eran, tablas provistas en lo alto de un muñón con una narizota y otras cosas por el
estilo. Algo de aquel mundo pervivió en formas tan extravagantes, pero prestigiosas,
como las hermas de la escultura clásica, muy comunes para representar a Hermes, el
dios [-34→35-] que les dio nombre, y a otros dioses campestres, como Diónysos, dándoles a cada uno la forma de un pilar cuadrado, provisto de un miembro viril y rematado
por una cabeza de hombre.
En gran número de casos, a estos toscos maniquíes de palo o piedra se les revestía
de peplos y de mantos lujosos y caros, pues en muchos de ellos, y sobre todo de «ellas»,
las diosas, el vestido y el tocado eran más importantes que el físico, a juzgar por los
epítetos con que las ensalzan los himnos que les eran dedicados.
En los ritos de bañar estos xóana, regalarles ropajes, vestirlos y engalanarlos, «casarlos», acompañarlos en el cortejo nupcial al son de músicas y cantos de himeneo, celebrar sus triunfos, llorar sus muertes —cuando había lugar a ello—, festejar en estos
casos sus resurrecciones, en suma, sacarlos en procesión con estos u otros motivos, reviviendo sus biografías, los ritos se identificaban con la mitología. Y aquí es donde las
concomitancias con las procesiones cristianas se ponen más de manifiesto. Si aquellos
ritos estaban muy enraizados entre los paganos, nada más natural que al producirse la
conversión de éstos al cristianismo se hiciese sentir entre ellos su añoranza y la Iglesia
adoptase la prudente medida de coadyuvar a la creación de las versiones cristianas de
las procesiones de imágenes, como iban a ser las de la Semana Santa, e incluso de las
procesiones de sacra, como las de Deméter, cuya correspondencia cristiana la ofrece la
procesión del Corpus, y mejor en aquellos casos en que festeja el triunfo del Santísimo
27
Arnob. 6, 11: lignum Icarios pro Diana, Pessinuntios silicem pro Deum matre, pro Marte Romanos
hastam, Varronis ut indicant Musae atque ut Aethlius memorat...; ante usum disciplinamque fictorum
pluteum Samios pro Iunone.
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Sacramento, que en aquellos otros, más pintorescos quizá, en que lo acompañan la tarasca, como encarnación del demonio vencido, y éstos o los otros santos 28.
Las procesiones de eídola, agálmata o xóana, que de las tres maneras llamaban los
griegos a las imágenes de madera (en muchos casos, con elementos de marfil y oro; en
alguno, con rostro y manos de mármol) de sus dioses, imágenes de vestir, como algunas
de las nuestras, y, por tanto, imágenes que requerían provisión de ropa y atenciones de
camareras y azafatas podían tener propósitos varios y revestir distintas modalidades.
En primer término, podríamos empezar por aquellas cuyo objeto era el de llevar la
imagen de una diosa a un lugar en donde ésta tomase un baño ritual, como el baño de
Atenea Polías, de Atenas, en las aguas marinas del Pireo, rito de purificación no seguido
de unas nupcias; o bien como primer [-35→36-] acto de una hierogamia, según era de
rigor en el culto de Hera como preludio de una unión conyugal con su pareja, o como
dirían los griegos, su páredros.
Hera, en efecto, esposa de Zeus, era festejada de esta forma en muchos de sus centros de culto. En Nauplia, por ejemplo, en la costa de la Argólida, la llevaban a la fuente
de Kánathos, donde le daban un baño de inmersión antes de coronarla de astérion, que
crecía en los alrededores de la fuente. El astérion equivalía al azahar de las novias de
tiempos más modernos.
Pero para seguir en todo su desarrollo una de estas procesiones nupciales de Hera,
documentada al pormenor, en este caso tendríamos que trasladarnos a Platea, en Beocia,
el día de la fiesta de los Daídala, que es como decir de las «muñecas». Allí veríamos
cómo estos xóana eran llevados al río, bajo la celosa vigilancia de una mujer, apropiadamente denominada nympheútria, y zambullidos en el agua en medio de gran alborozo.
Aparte de la imagen principal, de la que se referían multitud de prodigios, había en
cada fiesta, según Pausanias, tantas otras como catorce, todas de la misma diosa, una
por cada hermandad participante en la ceremonia. Esta pluralidad recordará a muchos
las que se producen entre las diversas cofradías de Sevilla y de otras ciudades.
En el presente caso, las imágenes eran transportadas en carros de vacas, animales
consagrados a Hera (recordemos su epíteto predilecto, boópis, «la de ojos de novilla»).
De modo que en este aspecto la romería debía de parecerse a las de algunos santuarios
del orbe católico, como el de Boscoreale, cerca de Pompeya, en Italia, o si no queremos
ir tan lejos, el de la Virgen de A Franqueira, en la provincia de Pontevedra.
Después del baño de las imágenes, los fieles cantaban el himeneo y formaban cortejos de comparsas, que al son de flautas seguían al carro correspondiente hasta la cumbre del monte Citerón, donde cada cofradía sacrificaba una vaca a Hera y un toro a
Zeus, de los animales más hermosos que se pudieran encontrar. Es posible que las víctimas fuesen quemadas en su totalidad, pues Pausanias, que es nuestro informador más
explícito, no hace referencia alguna al ágape que sería de esperar. En cualquier caso, el
hecho no parece excepcional del todo. Y más sorprendente aún, si cabe: los daídala
también eran quemados como si fueran fallas, en una especie de nit del foc. Por eso
Nilsson considera esta romería como una fiesta anual del fuego, más en consonancia
con Zeus, como dios [-36→37-] del rayo, que con Hera, como su pacífica, si a veces malhumorada, consorte 29.
28
Filgueira Valverde, J., «El Corpus Viejo en Pontevedra», El Museo de Pontevedra, XXIX, 1975, p. 259
ss.
29 Nilsson, M. P., Geschichte der griechischen Religion, I, München, 1955, p. 131. Las leyendas y relatos
populares que los siglos habían acumulado sobre esta fiesta (muchas de ellas leyendas etiológicas) las
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paganos de las procesiones cristianas
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La procesión de imágenes tenía por fin en otras ocasiones el de que una o más de
ellas hiciesen una visita de cortesía al santuario de otra. Pudo ser esta una práctica inspirada por Egipto, ya que se trata de una manifestación evidentemente tardía, de cuando
Grecia llevaba siglos de relaciones con el exterior. En Egipto era muy corriente desde
tiempo inmemorial el traslado de imágenes desde los santuarios locales hasta el lugar
donde el faraón celebraba la fiesta del Hebsed, como modo de reforzar el centralismo
del país. También era muy frecuente el que la imagen de un dios se trasladase de un
santuario a otro, como la de Amón entre los templos de Karnak y de Luksor.
La visita ritual que hacían a Atenas los sacra de Deméter desde Eleusis (tal vez derivada de un intento por parte de Atenas de apropiarse de los prestigiosos misterios
eleusinos una vez que la ciudad escenario de los mismos fue incorporada a los dominios
de Atenas) era correspondida con la de Iakchos en la procesión de vuelta a la sede de
aquéllos. Iakchos era en principio la personificación de un alarido, iakche, que se profería en las asambleas y procesiones mistéricas; pero sin que se sepa con fundamento el
porqué, acabó encarnando en un personaje masculino provisto de antorchas y tan relevante entre los protagonistas de los misterios, que Sófocles y otros autores lo identificaban con Diónysos. Hay quienes aducen hoy que la analogía de Iakchos con Bakchos
pudo dar pie a la identidad de ambos. El caso es que su visita a Eleusis daba lugar a una
procesión anual, en la que se le traía de vuelta en medio de grandes regocijos al término
de la procesión de los sacra de Deméter. Más [-37→38-] importante aín es que a través
de él Diónysos quedó estrechamente vinculado a Eleusis y a los misterios 30.
En Mantinea, la imagen de Kóre, nombre afectivo de Perséfona, era sacada de su
templo, el Korágion, y trasladada procesionalmente a casa de su sacerdotisa o camarera
de turno, donde pasaba la noche. Al día siguiente, vestida de peplo recién estrenado,
regresaba a su templo en medio de un gran cortejo procesional. Otros ejemplos de
ofrendas de peplos a las diosas los dan las Panateneas de Atenas y las fiestas de Hera en
Olimpia. De las primeras, trataremos en seguida; para las de Olimpia, remitimos a Pausanias (V, 16, 2 ss.).
Algunas localidades griegas sacaban en procesión las estatuas de los doce dioses
olímpicos. En estas procesiones de los doce dioses mayores debió de ver confirmada
Heródoto su hipótesis de que tanto los doce dioses como los ritos procesionales provenían de Egipto, donde se celebraban desde tiempo inmemorial.
La participación en una de estas ceremonias le costó la vida a Filipo de Macedonia.
El acto se celebraba en Aigai. Las imágenes de los doce olímpicos, fastuosamente engalanadas, iban seguidas de otra del propio Filipo. Al término del desfile, todas ellas
fueron expuestas en el teatro como era costumbre para recibir el homenaje de la multi-
refiere Pausanias (IX, 3, 1 ss.). Son particularmente curiosas estas que saco de la traducción de Antonio
Tovar (Valladolid, 1946, p. 591 s.). «No lejos de Alalcómenas hay un bosque de encinas en el que están
los troncos mayores de Beocia. Los plateenses van a este bosque y allí colocan trozos de carne cocida.
De todos los demás pájaros no hacen ningún caso, pero a los cuervos que andan por allí los vigilan cuidadosamente; cuando uno de ellos coge carne, atienden a ver de qué árbol ha sido, y entonces cortan
éste y de él hacen el dédalo, que es como llaman a las imágenes de madera... Cada año se hacen catorce
imágenes de madera... Estas las reparten por suerte entre los de Platea, Coronea, Tespias, Tanagra, Queronea, Orcómeno, Labadea y Tebas... Purifican las víctimas junto con los dédalos con vino y perfumes
sobre el altar, añadidas las ofrecidas por los ricos particularmente, y las víctimas menores que ofrecen
los menos pudientes, y con ellas el fuego consume el altar mismo, y he oído que ésta es la llama mayor
y que se ve desde muy lejos.»
30 Nilsson, op. cit., I, 664. Pauly-Wissowa, R. E-, XXI, 2, col. 1932.
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tud. Allí fue donde el asesino halló ocasión propicia de aproximarse a Filipo y de asestarle el golpe que le costó la vida 31.
"Magnesia del Meandro, en la costa de Asia Menor, celebraba una magnífica procesión de los doce dioses en honor de Zeus Sosípolis, minuciosamente descrita por las inscripciones dedicadas a ella, todas de época romana. La patrona de la ciudad, la renombrada Ártemis Leukophriéne, se beneficiaba del festejo tanto como su padre Zeus. El toro
destinado al sacrificio era adquirido con antelación suficiente para que en la luna nueva
del mes de Krónion (nuestro julio), al iniciarse la estación de la sementera (sporos), pudiera ser exhibido en público en toda su pujanza. La solemne exposición culminaba en la
promesa del sacrificio, formulada por el pregonero oficial y refrendada por los sacerdotes
y magistrados presentes. En esta anádeixis participaban los sacerdotes y sacerdotisas de
Ártemis, los magistrados epónimos y otros funcionarios, el pregonero, el [-38→39-] sacrificante y un coro de nueve pueri y otras tantas puellae en la flor de la mocedad.
La procesión solemne y el sacrificio correspondiente tenían lugar al cabo de diez
meses, el doce de Artemísion (nuestro mayo). Participaban en la ceremonia los antes
referidos sacerdotes de Artemis Leukophriéne, en compañía del senado o gerousía,
otros sacerdotes, los arcontes, adolescentes designados por elección y por sorteo, otros
jóvenes y muchachos, los ganadores de los juegos leucofriénicos y de otros certámenes.
Jóvenes adornados de coronas dirigían la procesión y transportaban «las doce imágenes
(xóana) de todos los dioses en las más espléndidas vestiduras». En el ágora, junto al
altar de los doce dioses, se levantaba una cabaña de madera (thólos) y en ella se aprestaba un triclinio, en el que se celebraba el banquete de los dioses, amenizado por música
de flautas, siringas y cítaras. Seguía a esto un triple sacrificio, del que los sacerdotes
recibían las primicias de rigor, y después el sacrificio del toro, cuya carne se repartía
ente todos los presentes.
SACRIFICIOS CRUENTOS DE BÓVIDOS
No siempre los sacrificios de toros y vacas se realizaban con la limpieza con que
podía hacerlo un mágeiros profesional, a la vez carnicero y cocinero. En algunas ocasiones y localidades la inmolación revestía otras formas, que acaso se remontasen a las
corridas de toros representadas por los artistas de la Creta prehelénica. Estos actos se
celebraban unas veces en el recinto exterior del templo (lo que se llamaba el témenos) y
otras en el templo mismo. He aquí cómo Pausanias describe el ritual de la ceremonia
celebrada en Hermione en honor a Deméter:
«En resumen, la diosa se llama Ctonía y todos los años en verano le hacen una
fiesta llamada también Ctonia, que es como sigue: van a la cabeza de la procesión los
sacerdotes de los dioses y los magistrados anuales de la ciudad y les siguen mujeres y
hombres, y hasta los niños han de honrar a la diosa en la procesión con vestido blanco y
coronas en la cabeza. Estas coronas se las tejen ellos mismos de la flor que allí llaman
cosmosándalo, que yo creo que es como el jacinto en tamaño y color y con las mismas
letras lamentables. A los que forman la procesión siguen los que llevan una vaca escogida del rebaño, sujeta con cuerdas y de enfurecida bravura. [-39→40-]
Llegados al templo, unos meten la vaca en el santuario y la sueltan las ligaduras;
otros, que hasta entonces habían tenido abiertas las puertas, en cuanto ven la vaca dentro
del templo, las cierran y quedan dentro cuatro viejas, que son las que hacen el sacrificio,
31
Diod. XVI, 92, 5 s.
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pues a la que de ellas le toca, corta con una hoz la garganta de la vaca. Después de esto
se abren las puertas y los encargados de ello introducen una segunda vaca, luego una
tercera y una cuarta, que son sacrificadas de modo análogo por las viejas, y el sacrificio
tiene, además de extraño, que del lado que cayó la primera han de caer todas las vacas.
Este es el modo de hacer sacrificios los hermioneos. Delante del templo hay unas
pocas estatuas de mujeres que fueron sacerdotisas de Deméter, y dentro hay asientos, en
los que las viejas esperan hasta que es introducida una de las vacas, e imágenes no muy
antiguas de Atenea y Deméter. Lo que veneran particularmente, yo no lo sé ni nadie,
extranjero o hermioneo, sino acaso sólo las viejas» 32.
UNA PROCESIÓN POLÍTICA: LAS GRANDES PANATENEAS
El friso escultórico del Partenón fue uno de los varios elementos «jónicos» que los
constructores del templo introdujeron en el orden dórico de éste. Para que el ajuste fuese
perfecto, lo superpusieron a una taenia continua, e incluso, en los tramos correspondientes a las dos fachadas, le añadieron por debajo, a las distancias convenientes, regulae con sus correspondientes guttae, como las del friso dórico del exterior.
Se ha dicho de este friso que es como un himno en piedra al pueblo de Atenas y un
relato gráfico puntual de la fiesta mayor de la ciudad. Pero más que todo eso, es, como todo
el templo, toda la arquitectura y la escultura del templo, la expresión de la unidad reinante
entre el mundo de los dioses y el mundo natural de los hombres y de los animales.
L. Deubner ha hecho el más claro y minucioso examen del friso dentro de su monografía clásica sobre las fiestas del Ática 33, estudio al que remitimos para quien desee
un informe de primera mano al respecto, advirtiendo que no se trata en absoluto de un
capítulo de historia del arte, sino de un estudio de los relieves del friso en cuanto fuente
de información [-40→41-] sobre las fiestas y complemento de lo que la literatura y la epigrafía griegas refieren sobre las mismas.
Las Grandes Panateneas, fiesta pentetérica o quinquenal, fueron instituidas en el
arcontado de Hippokleídes (566-65 a. C.) como solemnidad mayor, a intercalar entre
cada cuatro de las llamadas oficialmente desde entonces Panateneas Anuales. Al igual
que éstas, tenían su día grande el 28 del mes de Hekatonbaíon, equivalente a nuestro julio,
en el calendario ático. Tal era el día de la procesión, pero las fiestas duraban por lo menos
cuatro jornadas, o todavía más si los juegos del agón subsiguiente así lo requerían.
Como preludio, la víspera del 28 se celebraba una velada nocturna o pannychís,
que comenzaba con una carrera de antorchas y continuaba con cantos y danzas de jóvenes de ambos sexos en el recinto de la Acrópolis. Las fuentes mencionan, además, como
inmediatamente anterior a la procesión, un peán de los mozos que las jóvenes secundaban con una ololygé.
A la salida del sol, el cortejo procesional, que en las últimas horas se había ido
formando, emprendía la marcha desde la puerta principal de la ciudad, o mejor dicho,
desde las tres puertas contiguas por las que se salía y entraba para Eleusis, el Pireo y
Corinto o el Peloponeso en general. Había allí, embutido entre la puerta doble del Dípylon y el paso de la Puerta Sacra, un edificio dedicado a gimnasio de la juventud, pero
que en las Panateneas servía de almacén de los objetos de culto que se llevaban en la
procesión. De este uso recibió el nombre de Pompeíon, por el que era conocido hasta
32
33
Paus., II, 35, 5-8, traducción de Antonio Tovar.
Deubner, L., Attische Feste, Hildesheim, 1969.
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que Sila lo dejó en ruinas cuando el ataque romano a Atenas. Desde el Pompeíon la procesión se dirigía al ágora y de aquí a la Acrópolis. Los responsables de la organización,
los hieropoioí, velaban por el buen orden del desfile.
El friso del Partenón pretende abarcar la totalidad de éste, como si las avanzadillas
hubiesen llegado ya a su destino y la cola se encontrase aún saliendo de su punto de
partida en el barrio del Dípylon. Lo único que no figura es el carro en forma de nave,
que desplegaba, como si fuese su vela atada al mástil, para que toda la multitud lo examinase y admirase, el peplo bordado por las doncellas y matronas de Atenas. Antes de
llegar a la Acrópolis, el peplo era cuidadosamente plegado y llevado a mano mientras
que el carro naval se recogía en el Areópago. Es evidente que tal cosa ya había sucedido; sólo así se explica la ausencia del carro en la panorámica del desfile. [-41→42-]
La razón primordial de la procesión era, en efecto, la ofrenda de este peplo a una de
las varias advocaciones de Atenea, precisamente una de las más antiguas y respetadas:
la de Atenea Folias, la protectora de la polis, representada por una estatua sedente, de
las de vestir, desde una época muy anterior a la institución de las Panateneas y, por tanto,
muy anterior también a que se ritualizase la donación del peplo cada cinco temporadas.
Gracias a las terracotas votivas que la reproducen podemos hacernos idea de cómo era
esta imagen de palo: una a modo de diosa madre, sedente, con la égida sobre los hombros;
la cabeza, no cubierta de casco, sino coronada de una diadema o sphendóne. Tanto la imagen como el peplo, que nunca estuvieron en el Partenón, sino primero en el templo de
Atenea Polías y después en el Erechtheíon, eran llevados al Pireo una vez al año e inmersos ambos en el agua del, mar, baño ritual de limpieza y purificación a un tiempo. La
fiesta, llamada de las Plyntéria, se celebraba en el mes de Thargélion (mayo).
La importancia del acto de la entrega del peplo al sacerdote de Atenea la pone bien
de realce el hecho de que la escena ocupe el lugar de honor de todo el friso del Partenón, con sus doscientos metros de extensión: el centro del lado oriental, entre las dos
mitades de la asamblea de los doce dioses y los héroes que los acompañan. Las niñas
que intervenían en la confección de la prenda, dos seleccionadas entre las llamadas
arrephórai, son probablemente las que llevan sendos almohadones a la izquierda de la
escena de la entrega. Se ignora el destino de esos almohadones, si no era el de servir de
asientos al peplo, una vez que éste había sido plegado y trasladado a mano desde el
Areópago, después de descolgarlo del mástil de la nave.
En compañía de las anteriores, y formando parte del grupo de los oferentes y de las
víctimas y ofrendas, desfilan en cabeza de la procesión —o mejor, de las dos ramas de
la misma, tal y como el friso las representa, una por el lado norte y otro por el lado
sur— las canéforas, doncellas de las familias más distinguidas, encargadas de llevar la
canastilla de las ofrendas incruentas —canastilla que aquí ha sido puesta ya en manos
del encargado de su recepción— y los vasos sacrificiales; a saber: las páteras, las jarras
y un pebetero, todo lo que con mayor o menor nitidez (y según el grado de conservación
de las respectivas figuras) se distingue en manos de algunas canéforas.
Las víctimas se reparten entre los lados norte y sur del friso, con las diferencias que
trataremos de explicar. Lo que aquí sigue está sacado casi [-42→43-] literalmente del
libro de Deubner (cf. nota 33). En el friso norte se encuentran cuatro vacas y cuatro carneros, animales muy hermosos y muy conocidos por ser además los mejor conservados;
en el friso sur, un número mayor de vacas, del que sobreviven restos de nueve y parecen
faltar los de una más, lo que en total haría diez.
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Esta diferencia numérica parece responder a distinciones que se establecen en los
epígrafes de instrucciones dadas a los hieropoioí para procesiones que no eran las Grandes, sino las Panateneas Anuales. Estas, aunque más modestas que aquéllas (en las
Grandes participaban en época de Pericles no sólo la pólis de Atenas, sino todos los
miembros de la Liga Ática), habían de regirse por normas parejas. Según tales normas,
y como estaba mandado de antiguo, habían de hacerse dos ofrendas: una a Atenea Hygieía, que tenía su altar aislado; otra, «en el templo de Atenea Polías». De estas dos
ofrendas reciben sus raciones los prytanes, los arcontes, los tesoreros, los hieropoioí, los
estrategas, los taxiarcas, las canéforas y los participantes en la procesión; la carne restante se distribuye entre los demás. Asimismo debían los hieropoioí adquirir otras vacas,
por importe de cuarenta y una minas, para llevarlas también en procesión y sacrificarlas
todas en el altar de Atenea, no sin antes haber seleccionado una de las más hermosas para
inmolarla en el ara de Atenea Nike. La carne de todas estas vacas no se repartía en la
Acrópolis, sino en el Kerameikós, mirando a que la parte recibida por cada demos (demarcación del Ática) correspondiese al número de sus participantes en la procesión.
El primer grupo de víctimas parece tener más importancia que el segundo, pues de
él y sólo de él reciben sus raciones las autoridades religiosas, civiles y militares del Estado. Al pueblo sólo le toca el sobrante de aquí, aunque también le corresponde, en
cambio, la totalidad de la carne del segundo grupo de víctimas, lo que una inscripción
llama la hekatombé.
Esta misma diferencia parece establecerla el friso del Partenón entre las víctimas
del lado norte (primer grupo) y las más numerosas del lado sur (segundo grupo). Como
si se desease dejar bien clara la mayor importancia del primero, éste va precedido de la
cestilla de ofrendas y del pebetero, y seguido de skaphéphoroi, hydriáphoroi y música
sacrificial, mientras que el segundo sólo lleva muchachas con páteras y jarras, como las
que también encabezan el primer grupo.
Las vacas de la primera ofrenda estaban destinadas a Atenea Polías, de la que ya
hemos hablado, cuyo antiquísimo xóanon se creía caído del cielo; [-43→44-] los carneros
a Pándrosos, la obediente hija de Kékrops, personificación del beneficioso rocío. Al
igual que la Polías, Pándrosos recibía culto en el Erectheíon. Las víctimas del segundo
grupo correspondían en cambio a la Parthénos, y estaban por lo mismo más vinculadas
al Partenón, al pueblo llano y al Imperio. Las primeras representaban la tradición, el
pasado inmemorial; las segundas el poder y la magnificencia del Estado. El número de
cuatro víctimas de cada especie en el primer grupo —cuatro vacas, cuatro carneros—
podría obedecer a la vieja costumbre de que cada una de las antiguas phylaí ofreciese
una vaca y un carnero para cumplir corporativamente con el rito.
Hablan también las fuentes de los kaloí gérontes, los hermosos ancianos, elegidos
por su belleza física para llevar los ramos del olivo del Erechthéion. Estos eran los thallóphoroi de la procesión. Este olivo sagrado también proporcionaba el aceite que recibían en las ánforas panatenaicas y las coronas con que ceñían sus sienes los vencedores
en los certámenes del agón, que cerraba las fiestas.
Ancianos de gran hermosura no son raros en el friso del Partenón, ni raras tampoco
las cabezas con señales de haber estado coronadas; pero por ningún lado hay trazas de
que los thallóphoroi de que hablan tanto las fuentes como los escolios, esto es, los portadores de ramos, hayan estado representados en el friso.
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LAS DIONÝSIA
Los Acharnés de Aristófanes nos ponen en presencia de una phallephória, una de
las formas más rudimentarias de procesión dionisíaca, como las que se celebraban en
cualquiera de los démoi del Ática durante las llamadas Dionýsia kat'agrous o dionisíacas campestres. Encabeza la procesión, en la comedia, una hija de Dikaiópolis, que
como canéfora (kanephóros) lleva la canastilla de las ofrendas para el que va a ser un
sencillo sacrificio incruento. La siguen dos esclavos que portan un falo erguido, como
los que vemos llevados en andas en un famoso vaso ático de Bolonia (fig. 7). Por último, marcha el propio Dikaiópolis como oficiante y portavoz de la comunidad, compuesta por los miembros del coro, pertenecientes todos al demos que da nombre a la
comedia. Dikaiópolis será quien entone el phallikón, el himno al falo. No hemos de ver
en este último un símbolo de Diónysos, sino un dios de la fecundidad, independiente del
todo, aunque acabase fundiéndose con Diónysos. En el himno que [-44→45-] Dikaiópolis
entona a partir del verso 263, el protagonista invoca a Phalés como compañero de Diónysos —Phalés hetaíre Bakchíou—, en lo que seguramente no pasaba de ser un bienintencionado intento de dignificar al obsceno y tosco objeto del culto primitivo.
También Plutarco señala los pasos de una ceremonia que podría tener por escenario
tanto el Ática como Beocia. En ella los elementos del culto fálico se asocian ya con los
dionisíacos en una misma procesión: «Antiguamente la fiesta patria de las Dionýsia se
celebraba como procesión popular y burlesca, en la que desfilaban el portador de un
ánfora de vino y el de un sarmiento; después, otro que tiraba de un chivo; otro más con
una cesta de higos, y, por último, el phallós». Vino, sarmiento y chivo son elementos
dionisíacos; higos y falo lo son, en cambio, de cultos de la fecundidad,
Sin renunciar a estos ingredientes tradicionales ni restarle a la fiesta su sabor popular, la Atenas de Pisístrato hizo de ella la segunda de sus fiestas mayores, tan grandiosa y magnífica como las Panateneas y más fértil aún si cabe para la cultura, pues de
ella nació lo mejor del teatro griego. Las Dionýsia en ástei, como habían de ser conocidas, constaban de unas vísperas a las que conviene el nombre de eisagogé por lo que
diremos, una procesión solemne (pompé), un carnaval (kómos), unas comedias y unas
tragedias.
La eisagogé conmemoraba, y en cierto modo repetía, lo que tal vez se había hecho
en tiempo de Pisístrato, traer de Eleútherai, aldea fronteriza entre el Ática y Beocia, un
xóanon muy venerado de Diónysos, que en memoria de su origen habría de ser conocido como Diónysos Eleuthereús, e instalarlo en el templo del teatro. La ceremonia de
repetición consistía en trasladar la imagen desde este templo, situado al pie de la Acrópolis, a otro que, con su correspondiente altar (eschára), se hallaba en las afueras de la
ciudad, en los jardines de la Academia. Allí se celebraba un sacrificio que pretendía
repetir el realizado en Eleútherai en desagravio al dios por el forzado traslado de su
imagen, y probablemente se le festejaba también con cánticos, a los que Menandro parece aludir. De noche, a la luz de las antorchas, la imagen era devuelta procesionalmente
al templo del teatro, tras haberla mostrado, quizá desde la orchéstra del mismo, a los
espectadores congregados allí para presenciar la entrada de la imagen en su lugar de
custodia.
La pompé tenía lugar al día siguiente, y como la mayoría de las procesiones de
época clásica, no comportaba el desfile de imágenes, sino [-45→46-] fundamentalmente
el de las ofrendas y las víctimas. A pesar de los muchos documentos que hacen referencia a la procesión, no tenemos de ella un relato completo ni coherente. Unas veces se
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habla de una muchacha kanephóros, otras de varias, como cabeza de la procesión. En
época helenístico-romana los efebos acostumbraban llevar y sacrificar un toro. Hay
constancia, además, del desfile de varios falos de la propia Atenas y de otros que enviaban cada una de las colonias. El Estado, representado por el arconte epónimo (no el basileo, que sólo en época romana figura como realizador de un sacrificio), desplegaba en
la ceremonia todo su fasto.
Por lo que hace al recorrido, sabemos que el término de la pompé era el templo del
teatro, pero su punto de partida se desconoce, aunque la lógica indique como muy probable el Pompeíon y la barriada del Dípylon.
LAS ANTHESTÉRIA
Por más que Diónysos Eleuthereús hubiese hecho su entrada en Atenas por vía terrestre, a los atenienses les complacía imaginar a Diónysos como venido de ultramar a
bordo de una nave. Sabida es la importancia de los cultos dionisíacos en el ámbito jónico del mundo griego, como que no ha faltado quien haya pensado en Frigia como patria del dios. De la isla de Lesbos vino a Corinto hacia el año 600 a. C. el poeta Arión, al
que se atribuía la invención de la tragedia y la creación del primer coro de sátiros. Nada
tiene, pues, de extraño que los atenienses considerasen que la nave era vehículo muy
adecuado para Diónysos, y que en cierta fecha del año lo paseasen en efigie o en encarnación por sus calles en un carro naval.
La fecha era el tercer día de las anthestéria, cuando ya se había celebrado la apertura de los toneles (píthoí, de donde el nombre de la fiesta, pithoigía) y las competiciones de bebida correspondientes a la fiesta de las choaí, que para muchas criaturas significaba la iniciación solemne en el paladeo del vino.
Los actos de toda esta fiesta eran, primero, una procesión de Diónysos en el antes
citado carro naval, y después, sus nupcias en el Bukoleíon con la basilínna, la esposa
del arconte basileo, el magistrado revestido de la máxima autoridad religiosa de Atenas,
heredero, como su nombre indica, de las funciones sacerdotales de los antiguos reyes.
El problema que se nos plantea a los modernos es el de dilucidar si tanto el dios
que se paseaba en el barco como el que era encerrado en el [-46→47-] Boukoleíon para
celebrar la unión o hierogamia con la basilínna era una estatua o era un hombre de carne
y hueso. Dado el carácter de los antiguos, cuesta trabajo creerles capaces de concebir o
de aceptar como posible que una mujer mantuviese relaciones íntimas con una estatua.
Por consiguiente, el Diónysos del carro naval y de la posterior hierogamia no podría ser
otro que el arconte basileo en persona. Y así se ve, en efecto, tanto en las representaciones de la procesión como en las de la hierogamia, que Diónysos no tiene aspecto de estatua, sino el de un actor que está representando su papel con el oportuno disfraz. Lo
mismo hay que pensar de los sátiros que lo rodean.
LA ÉPOCA HELENÍSTICO-ROMANA
En su obra magna sobre la religión griega, Geschichte der griechischen Religion,
distingue Nilsson dos épocas tan claramente diferenciadas, la clásica y la helenísticoromana, que no sólo trata de ellas por separado, sino que con pleno acuerdo del editor lo
hace en dos volúmenes distintos, con sus correspondientes índices y paginaciones propias. La solución de continuidad entre las dos etapas la señala la persona y la obra de
Alejandro Magno, cuyo imperio universal transformó las bases de la cultura griega y
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con ellas también las de la religiosidad tradicional, tanto para los griegos como para los
egipcios y los orientales.
A poco de morir Alejandro, Tolomeo Lago, dueño de Egipto, alega el deseo de
Alejandro, expresado en su lecho de muerte, de ser enterrado junto a su «padre» Amón,
que en el oasis de Siwah le había profetizado el dominio del mundo. Con ese pretexto
impide el traslado del cadáver a Macedonia y desvía el cortejo fúnebre hacia Egipto.
Las exequias se celebran en Menfis, y allí permanecen sus restos hasta que Tolomeo II
los traslada a Alejandría y deposita en un suntuoso mausoleo. Al tiempo que se le tributan los primeros honores, se le declara oficialmente théos y se le confiere el correspondiente sacerdocio, siempre en poder de un miembro relevante de la familia real
cuando no del rey mismo.
De este modo recibía sanción oficial algo que desde principios del siglo IV a. C. se
había abierto paso entre todos los griegos: la divinización, a raíz de su muerte o incluso
en vida, de personajes a los que se consideraba dotados de poder o de talento singulares,
tanto si se trataba de un político o un militar como de un intelectual, cual pudieran serlo
Esquilo, Sófocles o el filósofo Sócrates. [-47→48-]
Precedentes griegos no faltaban, sobre todo entre los griegos de Sicilia, quizá los
más antiguos. Ya en el siglo V a. C. tiene lugar aquí, donde había regímenes más personales y autoritarios que en la Grecia propia, la divinización de Gelón, Hierón y Diocles
de Siracusa; de Therón de Akragas, etc., a los que se reconocía salvadores del Estado en
situaciones especialmente críticas, como eran las creadas por la amenaza cartaginesa.
Para no ser menos que Alejandría, y aun sin disponer del cadáver de Alejandro para
convertirlo en objeto de culto, Macedonia se apresuró a divinizar al caudillo recién fallecido. En representación de la Casa Real, su secretario, Eumenes de Kardia, hizo del
trono de Alejandro objeto de veneración, puso sobre el mismo los símbolos de la realeza
macedónica (el cetro, la diadema y las armas) e invitó a la oficialidad del ejército a sacrificar al nuevo dios. Era el primer paso para la deificación de las personas y de las
familias regias, que en seguida tendrá su natural repercusión en el culto de los dioses y
en los desfiles procesionales.
El hecho de que en Aigai, como en su lugar observamos, figurase una efigie de Filipo de Macedonia a continuación de las imágenes de los doce olímpicos, no significa
que Filipo gozase de la consideración de théos. Ningún testimonio sugiere que así fuese.
Esta cuestión no tiene por qué preocuparnos. Lo importante estriba en que al reunir en
una sola las festividades de varias divinidades, quedaban éstas desvinculadas no sólo de
sus respectivos contextos locales, tan importantes en las procesiones cívicas antiguas,
sino también de instituciones tan arraigas como los calendarios particulares de cada estado. Alejandro siguió esta misma política y sus sucesores, como no podían por menos
dados sus intereses personales, también la siguieron.
Ya tenemos así dos innovaciones en las procesiones helenísticas: entrada en ellas
de manifestaciones del culto al monarca e incremento de las procesiones de imágenes.
La tercera novedad consistirá en el desfile del ejército como elemento fundamental de la
procesión, no del personal del ejército de ciudadanos, jinetes y peones, mezclados con el
resto de la ciudadanía, sino del ejército en formación como instrumento de combate. Esto
podía explicarse cuando Alejandro procedía a la conquista de Persia, como un medio de
mantener la cohesión entre sus tropas (tal vez los únicos griegos que participaban en la ceremonia religiosa) y como un modo de hacer más patente su presencia y su disciplina.
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El hecho es que la práctica del desfile militar cooperó a la pérdida del carácter cívico de las procesiones. Tratándose en su mayoría de soldados [-48→49-] mercenarios,
bárbaros muchos de ellos, la pérdida de cohesión entre los participantes quedaba en evidencia e introducía una disonancia irremediable. Piénsese en qué sería un acto religioso
en el que cerrara la marcha un desfile de cuerpos de ejército, de diez horas o más de
duración. Pues bien, este tipo de actos está plenamente documentado.
LA PROCESIÓN DEL «KÁLATHOS»
Afortunadamente, las procesiones de sabor popular no se perdieron del todo, aunque no pudiesen medirse con aquellas otras patrocinadas por los príncipes. Al igual que
otras muchas ciudades, Alejandría celebraba una, la del kálathos, que era fiel trasunto
de las Tesmoforias de Atenas. Si esta de Alejandría ha alcanzado mayor relieve histórico y literario que todas sus homologas se lo debe al hecho de que Calímaco, el gran
lírico alejandrino, le dedicase uno de sus hermosos Himnos, el que hace el número VI.
El kálathos, la cestilla o canastilla, era la custodia del más sagrado de los símbolos
del culto de Deméter. Tan celosamente guardaron los antiguos el secreto de lo que era
ese símbolo, que resultaría ocioso, ante la ausencia completa de datos, especular acerca
del mismo. Sólo nos es dado saber que la canastilla, con su misterioso contenido, era
sacada en procesión por las calles de Alejandría, hemos de suponer que por calles no
demasiado concurridas, por tratarse de una procesión reservada a mujeres, pero tampoco
tan angostas que no permitiesen el paso de una carroza tirada por una cuadriga de caballos blancos.
La nota del color de los animales la proporciona Calímaco: «Al modo como los
cuatro caballos blancos llevan el kálathos, así trae la diosa la brillante primavera y el
rutilante estío, y el invierno y el otoño, y así también nos conservará a nosotras otro
año...».
Una minúscula viñeta del carro la ofrece una moneda de la ciudad, acuñada a nombre del emperador de Roma, Trajano. Es curioso que otra emisión de la misma ceca
ofrezca la variante de que el carro vaya tirado por bueyes.
El kálathos contenía, pues, los sacra, algo que nadie podía mirar. Entre las mujeres
participantes en la procesión había ciertas diferencias: las no iniciadas no podían entrar
en el templo al término de la ceremonia; a ellas les dice Calímaco: «Mirad al kálathos
de abajo a arriba, y no desde [-49→50-] una terraza o un altozano, seas niña, matrona o
moza que aún no se ha desatado el pelo...».
El espíritu que presidía la celebración era el de un triunfo, con algo de tumultuoso
y festivo. Siendo así, se producían extravagancias o travesuras, que sin ser pecaminosas
podían resultar molestas para quienes no reuniesen condiciones idóneas de edad, salud y
estado físico. De ahí que las enfermas, embarazadas y ancianas se abstuviesen de participar en el cortejo, aunque no de seguirlo a distancia hasta donde, como dice Calímaco,
«sus rodillas las dejasen». La edad máxima de las participantes podía llegar a los sesenta años, no más. La fiesta se celebraba por la tarde y finalizaba cuando Hesperos, el
lucero vespertino, comenzaba a lucir.
LA «POMPÉ» DE TOLOMEO FILADELFIO.
El relato que Ateneo (Deipnosophístai, 197C-203B) hace de esta procesión, resumen de otro más extenso debido a la pluma de Calíxinos de Rodas, parece tan desorbitado, tan fuera de la realidad, que no han faltado quienes hayan puesto en duda el fun© Herederos de Antonio Blanco Freijeiro
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Antonio Blanco Freijeiro: Mitología de las procesiones. Antecedentes
paganos de las procesiones cristianas
damento histórico del mismo. El texto básico era el De Alejandría, de Calíxinos, donde
el autor describía ésta y otras maravillas que se podían ver o haber visto en aquella ciudad. En la cita de Ateneo se describe una descomunal procesión cívica, compuesta de
una serie de procesiones menores en honor de unos dioses, unos personajes divinizados
y dos personificaciones de fuerzas de la Naturaleza. Entre las procesiones menores, la
que se describe con mayor detalle es la de Diónysos, que ocupa las dos terceras partes
de la narración. El texto de ésta no hace constar el motivo, el objeto ni la fecha del
acontecimiento, sólo que éste tuvo lugar en Alejandría bajo el patronazgo de Tolomeo II
Filadelfo. Esto permite asignarle, como fecha aproximada, el año 275 a. C. 34.
Figuraban en ella una serie de pasos, de imágenes aisladas, unos; de escenas míticas, otros. Así, en la procesión de Diónysos tenemos los grupos siguientes: un lagar con
sátiros pisando uva, el tálamo de Seméle, Diónysos niño entre las ninfas que lo criaron y
Hermes, que se lo confió a éstas por encargo de Zeus; el Triunfo Indio de Diónysos,
Diónysos recabando la protección de Rhea contra la amenaza de Hera, Alejandro
Magno en compañía de Tolomeo Soter, Arete, Corinto y Príapo. [-50→51-]
Algunas imágenes pertenecían al género de los llamados autómatas; por ejemplo, la
personificación de Nysa, localidad donde Diónysos había nacido:
«Detrás de ellos, una carreta de cuatro ruedas, tirada por sesenta hombres, en la que
había una estatua sedente de Nysa, de 3,50 metros de alto, vestida de un chitón amarillo
bordado de oro y envuelta en un himátion lacónico. Esta estatua de Nysa se alzaba mediante un resorte mecánico y sin que nadie la tocase, y volvía a sentarse tras derramar
una libación de leche de un pátera de oro. En la mano izquierda sostenía un tirso atado
con cintas. La figura estaba coronada de hojas de hiedra de oro y de racimos de uvas,
hechas de piedras preciosas. La estatua tenía un dosel, y cuatro antorchas sobredoradas
sujetas a las esquinas del carro.» 35.
Es de tener en cuenta que en aquella época vivía en Alejandría Ctesibio, el famoso
inventor de ingenios y juguetes como la bomba de minería conservada en el Museo
Arqueológico Nacional de Madrid. Tal vez él no fuera ajeno a la fabricación de estos
autómatas.
Algunos pasos alcanzaban dimensiones y peso muy considerables, aun cuando las
figuras fuesen de madera y estuco policromado, v. gr.:
«En otra carroza de cuatro ruedas, que llevaba el "Retorno de Diónysos de la India", una estatua de Diónysos, de más de 5 metros de alto, revestida de un manto de
púrpura y portadora de una corona de hiedra y vid, de oro; desfilaba a lomos de un elefante. Tenía en la mano una lanza y tirso de oro, y sus pies estaban calzados de sandalias de fieltro bordadas en oro. Ante él, en el cuello del elefante, un sátiro joven, de 2,20
metros de alto, coronado de hojas de pino áureas, hacía señales con un cuerno de cabra,
de oro, que mostraba en la mano derecha. El elefante lucia arreos de oro y una guirnalda
de oro, simulando hiedra, alrededor del cuello.
Quinientas niñas lo seguían, vestidas de púrpura y cinturones de oro. Las primeras
120 niñas estaban coronadas de hojas de pino, de oro. Las seguían 120 sátiros, unos con
armaduras de plata, otros de bronce. Tras ellas marchaban cinco formaciones de asnos,
en los que cabalgaban sueños y sátiros coronados. Algunos de los asnos tenían frontale34
35
Rice, E.E., The Grand Procession of Ptolemy Philadeiphus, Oxford, 1983.
Athen., D-S, 198F.
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Antonio Blanco Freijeiro: Mitología de las procesiones. Antecedentes
paganos de las procesiones cristianas
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ras y arneses de oro, otros de plata. Tras ellos marchaban 24 cuádrigas de elefantes, 60
bigas de cabras, 12 de antílopes saiga, 7 de orixes, 15 de antílopes búbalos, 8 bigas de
avestruces, 7 de onéfalos, 4 bigas de onagros y 4 cuádrigas de [-51→52-] caballos. En
todos ellos iban niños vestidos de túnicas de aurigas y petasos; a su lado, niñas de capas
tejidas en oro y armadas de escudos ligeros y de tirsos-lanzas. Los niños aurigas, coronados de pino y las niñas de hiedra. Además de todos éstos, había 6 bigas de camellos, 3
a cada lado, a las que seguían carros tirados por mulas. Estos contenían tiendas extranjeras, en las que estaban sentadas mujeres indias y otras vestidas como prisioneras. Más
camellos transportaban 300 minas de incienso, 300 de mirra y 200 de azafrán, casia,
cinamomo, iris y otras especias. Etíopes portadores de tributos iban detrás; unos, transportaban 600 colmillos de elefantes; otros, 2.000 leños de ébano, y otros, 60 cráteras
llenas de oro y de plata y de polvo de oro. En pos de ellos venían dos podenqueros, con
venablos de caza sobredorados. También eran conducidos 2.400 perros, indios los unos;
hircanos, molosos y de otras razas, los otros. A continuación venían 150 hombres, portadores de árboles de los que estaban colgados diferentes clases de animales y pájaros.
Después eran transportados en jaulas, loros, pavos reales, gallinas de Guinea, faisanes y
pájaros etiópicos, en gran cantidad...; 130 ovejas etiópicas, 300 arábigas, 20 euboicas,
26 vacas indias completamente blancas, a más de 20 etiópicas; un enorme oso blanco,
catorce leopardos, dieciséis guepardos, cuatro linces, tres cachorros de guepardo, una
jirafa y un rinoceronte etiópico...» 36.
Estas fieras más o menos domesticadas y los demás animales exóticos y salvajes
constituyen otra innovación de las procesiones de época helenística. No se trata de víctimas, sino de motivos de curiosidad y de boato. Para que no hubiera confusión posible
con ellos, las carrozas de las imágenes y de los pasos no eran arrastradas por animales
de tiro, sino por hombres, los precursores de esos artistas que son los costaleros de las
procesiones sevillanas, irreemplazables por cualquier otra fuerza locomotriz.
Parte de los animales exhibidos provenían, sin duda, del magnífico parque zoológico de Tolomeo; el resto lo aportaban el ejército, dueño de elefantes de guerra, tan importantes en los ejércitos helenísticos y cartagineses, y el departamento de comercio del
palacio real, bien provisto de camellos (importados a Egipto desde Arabia, hacía aún
poco tiempo) para actividades tan lucrativas como el comercio de las especias del lejano
Oriente.
Aunque el resumen de Ateneo no sea muy largo, ha dado que pensar a los estudiosos sobre el tiempo necesario para un desfile de aquellas [-52→53-] proporciones. Se ha
pensado en un día entero. De hecho, el texto (fragmentario e incompleto, no lo olvidemos) dice que la procesión iba encabezada por la imagen de Eósphoros —la aurora—
en atención a la hora mañanera de su comienzo y que se cerraba con la de Hésperos —
el lucero de la tarde— en atención a la hora de su terminación. Pero no todos los críticos
admiten que tantas cosas cupiesen en un solo día, cuando el espectáculo y la diversión,
la comida y la bebida gratuitas daban para dos o muchos más días.
El número de víctimas era inmenso, y las arrobas de vino andaban en consonancia.
Baste decir que sólo la procesión de Diónysos llevaba 2.000 bueyes al sacrificio. Para
imaginar el escenario de la inmolación debemos recordar el altar gigante de Hierón de Siracusa, capaz de llenar la arena de un estadio, o el Gran Altar de Pérgamo, que si menor
que el de Hierón también necesita de una buena hecatombe para colmar su capacidad.
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Athen., D-S, 200D-201C.
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paganos de las procesiones cristianas
Cerraba la procesión el desfile del ejército, en número de 57.600 infantes y 23.000
jinetes, números que por su misma falta de redondez tienen visos de auténticos. Posibles
desde luego lo son si los comparamos con los que Apiano copió del registro del ejército
tolemaico de aquella época: 200.000 infantes, 40.000 caballos, 300 elefantes, 2.000 carros de combate 37. El inconveniente para aceptarlos estriba en el tiempo que haría falta,
quizá toda una jornada, para exhibirlos con comodidad para la tropa y para los espectadores. Si el objetivo era dar ante los visitantes forasteros una cumplida impresión de la
fortaleza militar de Egipto, la parada tenía que desarrollarse en óptimas condiciones. De
ahí que para muchos éste y otros extremos del fasto, del boato y de la riqueza desplegados superen los límites de la credibilidad.
Así fue como las procesiones, que comenzaron siendo actos religiosos cívicos y
populares, se convirtieron en alardes de poder y de riqueza, como cuestiones de prestigio, o en espectáculos para el placer y la diversión de participantes y testigos.
37
Appian, Prooem., 10; Rice, E. E., op. cit., 124.
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