«Niceto Alcalá-Zamora o la razón liberal» CLARO J. FERNÁNDEZ

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«Niceto Alcalá-Zamora o la razón liberal»
CLARO J. FERNÁNDEZ-CARNICERO
Pocas veces como en esta ocasión la presencia y la participación
en un debate público se debe sólo y exclusivamente a la amistad.
La amistad, en primer lugar, de un hombre generoso humana e
intelectualmente, como es el profesor Cuenca Toribio, a quien, una
vez más y son ya muchas, quiero darle las gracias por su invitación
y por las palabras que ha pronunciado al presentarme. Y la amistad,
también, de un compañero del Cuerpo de Letrados de las Cortes,
Ignacio Astarloa, Secretario General del Congreso de los Diputados,
que, por compromisos imprevistos derivados de esta responsabilidad, no puede cumplir el encargo de intervenir hoy ante ustedes, por
lo que me ha cedido los trastos, sin duda seguro de que mi osadía me
iba a empujar, como así ha sido, a presentarme esta tarde ante
ustedes, en esta plaza.
Espero que, aunque el cartel, como en los toros, pierda lucimiento,
mi esfuerzo esté a la altura del respeto que me inspira la audiencia,
en este lugar y este pueblo, indisociable del recuerdo de don Niceto
Alcalá-Zamora, jurista y político, protagonista relevante de la historia política de España en el primer tercio de este siglo.
Les anticipo, como hilo conductor de mis palabras, que mi interés
personal por quien fuera Presidente de la Segunda República Española responde a tres dimensiones de su perfil:
- La dimensión de político liberal.
- La dimensión de parlamentario.
-La dimensión de jurista.
Trataré de no caer en la hagiografía, que suele ser recurso fácil del
instrusismo en el cultivo del arte de Clio. Yo sólo me reconozco como
un estudioso de la historia, que tiene conciencia de su importancia
en la educación política y civil de todo ciudadano responsable. Les
confieso que esta afición personal se acrecienta cuando la historia,
además de describir hechos sociales, se reconoce tributaria de
personas concretas, cuyo rostro y cuya palabra marcan una impronta y dejan una huella en la memoria de quienes les conocieron
personalmente o a través de su obra perdurable.
Este segundo conocimiento, indirecto o de referencias, aun con
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Purificación Navarro Alcalá-Zamora, José Manuel Cuenca Toribio, Joaquín Martínez Borkman, Luis Hidalgo Reina y Claro J. Fernández-Carnicero. (24-03-95).
las limitaciones derivadas de la ausencia del personaje, tiene la
ventaja del distanciamiento que enfría las pasiones y del sosiego que
debiera acompañar a todo juicio histórico.
Cuando Alcalá-Zamora muere en Buenos Aires, en febrero de
1949, quien les habla estaba a punto de cumplir un año.
Sin embargo, este desfase generacional se vio corregido por el
respeto y la familiaridad con que, desde mi infancia, en un medio
profundamente liberal, oí hablar de don Niceto Alcalá-Zamora. El
fervor con que se guardaban periódicos de la época, con imágenes de
la proclamación de la República o las caricaturas de Bagaría, hacía
inevitable identificar fácilmente e interesarse por quien había encarnado el cambio pacífico de régimen, aquel 14 de abril de 1931, en la
Puerta del Sol y desde el balcón central del Ministerio de la Gobernación.
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Ministerio de la Gobernael Partido Liberal, siendo
elegido Diputado por primera vez en 1906, en representación del
Distrito jienense de La Carolina, por donde volvería a presentarse en
posteriores elecciones salvo en 1914, en que saldría triunfante en
este Distrito de Priego, si bien optó por La Carolina, en donde también
había sido elegido. Al final de su vida parlamentaria, en las elecciones
del 28 de junio de 1931 probaría suerte por el Distrito de Zaragoza,
en donde obtuvo acta de Diputado, si bien optó por seguir representando al Distrito de Jaén.
Como politico liberal asumió responsabilidades gubernativas, en
primer lugar con Canalejas, como Director General de Administración y Subsecretario de Gobernación. Posteriormente, en sendos
Gabinetes de 1917 y 1922, presididos por Garcia Prieto, sería
Ministro de Fomento y Ministro de la Guerra.
En el origen de su carrera política, como en la de otros protagonistas de la época, fue sin duda determinante lo que en sus Memorias
denomina la crisis moral de 1898, a cuyo centenario nos acercamos
también en no fáciles circunstancias. Don Niceto escribe que habría
de sufrir en ese año una terrible y dolorosa sacudida espiritual al
presenciar el derrumbamiento de sus ilusiones patrióticas. Y añade:
«Con reflexión amarga comprendí que por crueldades del destino me
había tocado vivir en una época de decadencia; y que el ingrato deber
de mi generación era conservar los ideales de la patria», palabra ésta
de vieja impronta liberal, entonces no gastada por el abuso, el recelo
ola mala conciencia de quienes, con el tiempo, acabarian por rehuirla
o proscribirla.
De su etapa ministerial, bajo la Monarquía de la Restauración
alfonsina, llama la atención la explicación de su primer distanciamiento de la Corona al reconocer, también en sus Memorias, que
sobre la gestión general de sus dos Carteras no tuvo nunca problemas con Alfonso XIII. Nuestras frecuentes discrepancias, escribe,
surgían en torno a problemas pequeños por volubilidades, caprichos
i mpulsivos o ingerencias del Monarca en todo lo de interés y aún de
intriga personal. Y añade: «Tenía el Rey, como reminiscencia de la
idea patrimonial monárquica, inclinaciones a no distinguir entre su
Casa y el Ministerio de la Guerra, mirado como una prolongación de
aquélla, a tal extremo, que una de las anomalías que me encontré, y
advertí al Gobierno que no podía seguir, era que sobre aquel
Departamento pesaban los gastos de viaje de la destronada Monarquía austro-húngara». Sin embargo, como liberal de buena ley, no
171
Claro J. Fernández-Carnicero.
(24-03-95).
cayó nunca en la rigidez sectaria de un dogmatismo antimonárquico.
Así en la conferencia que pronunció en «El Sitio» de Bilbao el 30 de
abril de 1930, sobre «Condiciones de viabilidad para las Monarquías», advertía que «las Monarquías, para ser viables, necesitan una
noción de exquisitez imponderable, de tacto supremo en la conservación y el uso del poder latente y de la intervención personal».
Como liberal, en defensa de lo que hoy llamamos Estado de
Derecho, Alcalá-Zamora fue un peiinanente luchador contra la
arbitrariedad y la impunidad de las conductas que se sitúan al
margen de la ley o son contrarias al interés público. Esta actitud
aflora, con especial interés en su trabajo «La lucha por la impunidad»,
que como Presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación
publicaría en 1930. Así, al reflexionar sobre distintos tipos de delitos,
se refiere a los de naturaleza electoral con estas palabras, en las que
late la íntima relación entre el principio democrático y el protagonismo
de la opinión pública: «Donde la opinión doiniita y la ciudadanía
sestea, sólo vigilan organizaciones más o menos ficticias». Y añade:
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materia electoral le llevó, en 1914 y en 1919, a defender a Diputados
y candidatos que habían sufrido diversos atropellos electorales, en
muchas ocasiones fruto de maniobras caciquiles.
El liberalismo de Alcalá-Zamora se acusa también en su defensa
de una auténtica autonomía local, en el marco de una política
descentralizadora. Especial resonancia tiene hoy su intervención en
la discusión del Mensaje de la Corona, el 14 de junio de 1916, cuando,
tras aludir Cambó al nacionalismo catalán, Alcalá-Zamora dice: «yo
admiré siempre aquel federalismo constructivo que aproxima a los
que están separados; yo renegaré siempre de aquel federalismo
destructivo que disocia a los que están juntos».
Permítanme que aluda, por la luminosidad y actualidad de sus
ideas, a la defensa que Alcalá-Zamora hace del bilingüismo en
Cataluña, en un discurso lleno de comprensión hacia la realidad
cultural y política de esa región. Pero, con no menor vigor, añade
también: «Es preciso convencerse de que si alguien, algún exaltado,
alguna minoria muy pequeña, pretendiera, con el artificio del Derecho (que puede servir para todos los fines cuando se utiliza como
arma ilícita) desterrar el castellano de Cataluña, haría un grave daño
a Cataluña», aludiendo como efecto negativo de un catalanismo
lingüístico excluyente el que ello afectaría gravemente a la industria
editorial tan importante en Barcelona. Igualmente, durante los
debates de la Constitución de 1931, Alcalá-Zamora rechazó siempre
todas las veleidades de introducir federalismos artificiales e impuestos. Y siempre, en temas tan propensos al apasionamiento como éste,
como en los de la Comisión de Responsabilidades o el de la Reforma
Agraria, en agosto del 31, llevó a cabo un ejercicio permanente de
templanza y de prudencia.
Ese talante liberal alcanzó la máxima cima o altura histórica, en
su discurso del 10 de octubre de 1931, al debatirse el artículo 24,
luego 26, de la Constitución y plantearse, en toda su crudeza, la
llamada cuestión religiosa. Alcalá-Zamora rechazó la «fórmula de
pasión», urdida por Azaña, que acabaría aprobándose y que constituiría, como ustedes saben, una flagrante ruptura de hostilidades
con la Iglesia Católica. En su intervención parlamentaria, con
generosidad e inteligencia, advertía: (Si prevalece una fórmula
sectaria, yo tengo todavía una gran misión que cumplir, no solo,
ayudado por muchas personas y muchas de ellas heterodoxas,
173
librepensadoras, descreídas, en servicio de la República; yo tengo
que volverme a las masas católicas del país para decirles: ¿Véis eso
que lo sentis como una injusticia, yyo opino que lo es? Pues fuera de
la República, jamás. Dentro de la República, soportando la injusticia
y aspirando a modificarla». Actitud ésta que luego se tildaría de
revisionista por el reduccionismo sectario. Esta incapacidad para
entender el mensaje liberal de Alcalá-Zamora conduciría a España,
una vez más, a la tragedia.
D. Niceto levantaría acta de ello, en su exilio argentino, con estas
palabras desoladoras: «España no ha sabido nunca conciliar la
libertad con el orden, ni bajo la Monarquía ni bajo la República». En
la amargura de este lamento descubrimos el dolor de un liberal fiel
a si mismo cuya coherencia vital, tan distante de la ambigüedad de
otros, encontró un eco escaso. Ese sentimiento de estar escasamente
acompañado en la vida pública lo puso de manifiesto Alcalá-Zamora
en su obra «Los defectos de la Constitución de 1931», al analizar la
razón electoral de la debilidad de las Cortes Constituyentes. Así
escribe: «Desde mí a la extrema derecha se necesitaban, para que
hubiera una representación fiel de España, cerca de doscientos
Diputados y había unos setenta. Desde el Partido Radical, inclusive,
a la derecha, debieron componer dos tercios de la Cámara, y sólo
formaban cuando coincidían, una minoría inevitablemente vencida.
Pero las clases conservadoras, las fuerzas de orden, temerosas,
egoístas, incomprensivas, fiándolo todo al esfuerzo de aquéllos a
quienes nos dejaban sin medios, o reservando su desquite para
ulterior y quimérica ocasión, desertaban de las urnas».
Si buscamos un perfil humano más próximo de Alcalá-Zamora,
vemos que éste se había definido en 1923 como «un hombre que hace
poca vida exterior y social»; posteriormente, en su discurso del Teatro
Apolo de Valencia de abril de 1930, se retrató como un hombre de
orden, de meditación y de espíritu templado, rasgos todos propios de
una actitud genuinamente liberal. Como tal, en esa ocasión advertía
que si bien la proclamación de la República era relativamente fácil,
no lo era tanto consolidarla. No creo viable, decía, una República en
que yo fuese la derecha, sino una República en que yo estuviese en
el centro, es decir, una República a la cual se avinieran a ayudarla,
a sostenerla y a servirla gentes que han estado y están mucho más
a la derecha mía. Una República viable, gubernamental, conservadora, con el desplazamiento hacia ella de las fuerzas gubernamentales
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de la mesocracia y de la intelectualidad española.
En ese pensamiento, al postular una revolución desde arriba,
aflora también, más allá de la marca ideológica, un cierto influjo
maurista, que nos ayuda a entender mejor su vocación por el centro
politico y por lo que hoy llamaríamos consenso, que entonces, en la
jerga de la época, se descalificaba como pasteleo.
Esa vocación por la tolerancia y la moderación no supuso nunca,
antes lo he dicho, ambigüedad. Así, Don Niceto fue siempre hostil, en
su pensamiento y en sus actos, a la Dictadura de Primo de Rivera,
siendo encarcelado del 14 de diciembre de 1930 al 24 de marzo de
1931 como promotor de la Junta Revolucionaria que, en cumplimiento del Pacto de San Sebastián, traería la República. Posteriormente dimitiría, en congruencia con sus convicciones liberales y
democráticas, en octubre de 1931 del cargo de Presidente del
Gobierno provisional, al fracasar en su intento de moderar la
radicalidad del debate sobre la cuestión religiosa, a que antes he
aludido. Curiosamente, con Azaña como Presidente del Gobierno
Provisional, el primer proyecto de ley del nuevo Gabinete fue el de la
Ley de Defensa de la República, que introdujo, en expresión de Carlos
Seco, la «dictadura parlamentaria», es decir los plenos poderes de la
Cámara.
Pero, más allá de los discursos, para entender hoy el estilo político
de este gran liberal hay que acudir, a mi juicio, a su obra póstuma
«Pensamientos y reflexiones» (L.M. Porrúa. México. 1950), verdadero
prodigio de síntesis y agudeza. De sus reflexiones políticas destacaré
las cuatro siguientes:
« En la muerte violenta de un régimen político no hace falta
autopsia; ha sido siempre por suicidio».
«La moral del estadista es muy sencilla y muy difícil: tal clara como
olvidada. Consiste su deber supremo en evitar todo conflicto entre el
interés inferior de su tendencia y el supremo del país; y si el choque
se produce, resolverlo con su sacrificio personal».
« Desdichados los pueblos que tienen un solo hombre, incluso si
es de bien y lo utilizan». Como última muestra de esta sugerente
panoplia, Alcalá-Zamora denuncia: «Por vil que sea un gobernante,
lo son muchos más y mucho más todos los que le ayudan, sostienen
y aplauden, y casi tanto los que lo soportan».
Convendrán ustedes conmigo en que resulta imposible aplicar a
este hombre la caricatura con que la soberbia y el desdén proverbiales
175
en don Manuel Azaña llegaron a motejar de «anecdótico y parlanchín». Calificativos que quizá eran fruto de confundir la trivialidad
con la modestia, que Alcalá-Zamora reconoce era en él casi franciscana,
llegándosele a reprochar como excesiva. Esa «austera sencillez» de
que habla en su testamento político que acabo de ver expuesto en su
Casa-Museo.
No voy a abundar tampoco, por trillada, en la animadversión
enconada de Azaña hacia Alcalá-Zamora.
Me limitaré a recordar que, tras la aprobación de la Constitución
a finales de noviembre de 1931, y presentarse la candidatura a Jefe
de Estado de Alcalá-Zamora, Azaña, volviendo una vez más a la
carga, se pregunta: «¿Es la más conveniente? Lo dudo. Temo que don
Niceto haga en la Presidencia de la República cosas parecidas a las
que hizo en el Gobierno y, en caso tal, durará poco».
Azaña se siente, una vez más el apoderado o mentor del nuevo
régimen, de cuyas bendiciones o dicterios todos tenían que estar
pendientes.
Paul Preston, en su obra «The coming of the Spanish Civil war»,
Routledge, 1994, nos dice que «Azaña, en particular, estaba harto de
la constante intromisión del Presidente en las reuniones de Gabinete
y de su no disimulada hostilidad. Por eso sus ataques dialécticos
fueron constantes. Azaña se referia al Presidente como «el maleficio
de Priego». No le perdonaba, añade Preston, entre otras cosas el no
haberle defendido en octubre de 1934.
Fatalmente, todo ello anticipaba el injusto desenlace de la destitución de Alcalá-Zamora, a que me referiré al final de mi intervención.
De Alcalá-Zamora como orador parlamentario cabe decir, ante
todo, que sus discursos son reconocidos por el rigor de sus argumentos y el profundo conocimiento de la técnica y de la cortesía
parlamentaria.
Un ilustre cronista parlamentario, Azorín, escribe en «Dicho y
hecho» acerca de la oratoria de Alcalá-Zamora:
« Maestro insuperable en la epiqueya, una memoria prodigiosa -la
mayor que hallamos conocido- ayuda en Su Excelencia al entendimiento. Innecesario es que Su Excelencia lleve siempre en el bolsillo
un ejemplar diminuto de la Constitución. Su retentivo peregrinar le
permite decorar sin titubeos los más dilatados textos».
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discursos de éste como «increíbles por la perfección formal y la pasión
persuasiva».
Los juicios son unánimes al reconocer en don Niceto las cualidades clásicas del orador: «Vir bonus dicendi pentus».
Como hombre especialmente dotado para el verbo se dio ya a
conocer en 1900 en la velada necrológica de Castelar, junto a don
Segismundo Moret. En 1908 pronunciaría un discurso memorable al
debatirse el Proyecto de Administración Local de Maura. Pero,
humilde siempre en medio del éxito, el propio Alcalá-Zamora reconoce lo que debe a los discursos leídos de Castelar, que grabaron en su
alma, dice, «durante la niñez y la adolescencia, imborrable huella, en
la cual quedaron más profundas todavía las ideas que las palabras
armoniosas, con las cuales penetran en el espíritu».
Al cabo de los años sentiría también que su vida pública había sido
paralela a la de don Emilio: «El golpe de Estado de 3 de enero de 1874
fue militar, dado por el General Pavía; los de 4 y 7 de abril de 1936
fueron parlamentarios, realizados por las Cortes, que primero se
declararon indisolubles durante mi mandato, y después me destituyeron como castigo de haberles dado, al convocarlas, triunfo, vida y
poder. Las víctimas en ambos casos fueron España y la República».
Alcalá-Zamora, hombre de tribuna, reconoció que el Parlamento
había moldeado su espíritu. En su defensa de la vida parlamentaria
llegó a declarar que «en la lucha política, tan vieja y duradera como
la sociedad, las máximas alturas y los más dilatados horizontes de
pensamientos y cultura, expresión, rectitud e ideales se alcanzaron
y descubrieron dentro del debate parlamentario». Por cierto, fue
siempre receloso de los sistemas unicamerales, fiel a la prevención
clásica de la tendencia de las Cámaras únicas al poder absoluto. Así
afi~ p iaba que «toda Cámara única propende a ser Convención».
Como jurista, Alcalá-Zamora es un jurista clásico, con una visión
integral e integradora del Derecho en todas sus ramas, dimensión
ésta que se pone de manifiesto, entre otras ocasiones, en el discurso
que pronuncia en la Academia de Jurisprudencia y Legislación al
inaugurarse el curso en noviembre de 1931 sobre «Repercusiones de
la Constitución fuera del Derecho Político». Con una brillante carrera, que inicia a los 22 años al ganar con el número uno las oposiciones al Cuerpo de Oficiales Letrados del Consejo de Estado, AlcaláZamora se revela como un hombre con especial interés por la
177
casuística procesalista (ya en 1930 publica con su hijo, luego
profesor en esta rama, Alcalá-Zamora y Castillo, un trabajo sobre «La
condena en costas»).
Para no alargarme en el análisis de esta dimensión de su obra, sin
duda más técnica aunque no por ello menos valiosa, destacaré su
discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua el 8 de mayo
de 1932 sobre «Los problemas del Derecho como materia teatral» en
donde descubrimos a un Alcalá-Zamora humanista profundo, con
un ingenio casuista, yo diría de hombre del foro en ejercicio, que
busca en la realidad del drama humano el sentido último de las
normas jurídicas. Por cierto, como anécdota relataré la que me llega
de alguien que conoció personalmente a Julio Casares, autor del
«Diccionario ideológico de la Lengua Española» y Secretario perpetuo
de la Real Academia de la Lengua, quien reconoció siempre el interés
y la laboriosidad de D. Niceto en la tarea, que como Académico
asumió, de revisar las fichas con términos jurídicos del Diccionario
oficial.
Volviendo a la afición de Alcalá-Zamora por la casuística histórica
y literaria, la encontramos reflejada en un artículo publicado en
1928, en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia, artículo
de gran finura literaria y sociológica, nada menos que sobre los
«Aspectos sociales y jurídicos de I Promessi Sposi», la conocida obra
de Alessandro Manzonni. En este trabajo, el autor hace una defensa
del jurista como enemigo de la arbitrariedad y el desorden. Valga esta
cita: «Los hombres de ley, aún plegados por exigencia de la realidad,
término también de la ecuación jurídica, son freno a ratos y contención siempre».
En el ámbito del Derecho Público, merece especial mención su
discurso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (1921)
sobre «Los derroteros de la expropiación forzosa». En esa ocasión
Alcalá-Zamora reconoció la función social de la propiedad o del
derecho de dominio, sujeto al interés general. por lo que se asemeja,
dice, «a una gestión, a una gerencia, con deberes, responsabilidades,
representaciones y posible revocación».
Con ese bagaje de conocimientos y su talante de moderación y
templanza, consustancial a todo buen jurista, Alcalá-Zamora llegó a
encarnar a mi juicio la conciencia jurídica, en primer lugar del
Gobierno provisional y luego de la República misma.
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de Alcalá-Zamora se debieron los decretos de instauración de la
República, de la que cabría decir que, por ello, salió al orada de su
cabeza como Atenea de la de Zeus.
Suele admitirse también la influencia de don Niceto en la moderación liberal del anteproyecto de la Constitución de 1931, elaborado
por la famosa Comisión Jurídica Asesora, que presidió Ángel Ossorio
y Gallardo, gran amigo de Alcalá-Zamora. Este consideró siempre
superior ese anteproyecto al texto finalmente aprobado.
En su defensa escrupulosa de la legalidad, Alcalá-Zamora fue a
veces denunciado como excesivamente ingenuo. Pero no lo era. Así,
en la conferencia, que antes he mencionado, del 13 de abril de 1930,
en el Teatro Apolo de Valencia, descubría su fiel conocimiento de la
realidad española, al decir: «Este país que de la Ley tiene escasa
noción, pero de la equidad muy alta, no consentiria jamás que
hubiera la condena de culpables, aun cuando lo fueran, si había
absoluciones o impunidad de culpabilidades mayores».
Alcalá-Zamora sabía bien que en la vida pública, cuando el pueblo
invoca más la equidad que la ley, el riesgo de inseguridad jurídica, de
arbitrismo y de demagogia es permanente. Porque, a mi juicio, no
suele haber mucha distancia entre la epiqueya, o justicia del caso,
que Azorín ponderaba en la cita que antes he hecho, y la justicia del
Cadí, que es sinónimo vulgar del arbitrio más imprevisible.
El último capítulo de la vida pública de don Niceto se inicia con su
elección como Presidente de la República, el 10 de diciembre de 1931,
para lo que, por cierto, no contó con los votos de Acción Popular
(antecedente de la CEDA) ni con los Agrarios y Tradicionalistas. Con
ello, como él ya había presentido, se ponía de manifiesto la fragilidad
del régimen que encarnaba.
Desde aquella fecha hasta el 7 de abril de 1936, en que abandonaría el cargo a consecuencia del voto de censura, tras aplicación
torticera del artículo 81 de la Constitución, Alcalá-Zamora, en su
soledad, confinado en lo que se denominaba el poder presidencial,
alcanzó, sin duda, plena conciencia de los limites de la razón liberal
que hasta ese momento, y hasta su muerte, dio sentido a su vida.
Pero no precipitemos el análisis. Tras la disolución de las Cortes
Constituyentes, el 10 de octubre de 1933, se celebraron las elecciones del 19 de noviembre que llevarían a lo que Tusell ha denominado
«un movimiento pendular de la vida política».
Las tensiones de Alcalá-Zamora con Gil Robles y los Cedistas del
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Gabinete Lerroux, formado el 6 de mayo de 1934, debilitarían un
escenario institucional ya de por sí bastante frágil.
Al año siguiente, en el otoño de 1935, el escándalo del estraperlo
vino a confin mar o sancionar la degradación de la política que quedó
reducida a una cadena de conspiraciones y denuncias.
Así llegamos al Decreto del Gobierno de Portela Valladares, de 2
de enero de 1936, por el que se disponía la ampliación de la
suspensión de las sesiones parlamentarias por un mes, medida
denunciada como inconstitucional por la mayoria republicanosocialista de la anterior legislatura.
Alcalá-Zamora no vio más salida que firmar el decreto de disolución de las Cortes, el 7 de enero, convocando elecciones para el 16 de
febrero.
La prerrogativa de disolución, exponente máximo de la
racionalización del parlamentarismo de entreguerras, había sido
objeto de detallado estudio en nuestra doctrina, así por el Profesor
Pérez Serrano y el entonces Letrado del Congreso, señor Bayón
Chacón, con el tiempo Catedrático de Derecho del Trabajo.
El texto del articulo 81, tras limitar la facultad de disolución del
Presidente de la República a dos veces durante su mandato, establecía en su último párrafo lo siguiente: «En el caso de segunda
disolución, el primer acto de las nuevas Cortes será examinar y
resolver la necesidad del decreto de disolución de las anteriores. El
voto desfavorable de la mayoria absoluta de las Cortes llevará aneja
la destitución del Presidente».
Era la consagración de lo que ya Alcalá-Zamora había advertido
en el debate constituyente y que Adolfo Posada denominó «sistema de
desconfianzas», fruto de una defectuosa y contradictoria recepción
de modelos constitucionales extranjeros, como eran los de la Constitución alemana de Weimar y la Leyes constitucionales de la III
República francesa.
La doctrina reconocía la incongruencia de que una Cámara fuera
juez de una disolución previa a su constitución, o que la medida se
sometiera a refrendo gubernativo, llegándose a considerar también
que no debía computarse la primera disolución por afectar a unas
Cortes Constituyentes. Al final, la entente entre Azaña y Prieto, como
apunta Bécarud, se impuso a las advertencias de hombres más
responsables y mejor dotados para el análisis, como Fernando de los
Ríos, que vio claro el riesgo de una intervención militar, o Gil Robles
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que rechazó el carácter de destitución encubierta, al margen del
procedimiento del artículo 82, más riguroso al exigir una iniciativa de
tres quintos de los miembros de la Cámara.
Alejandro Lerroux, con su sagacidad elemental de hombre de
gramática parda, superior a veces a la exégesis de los jurisperitos,
escribió en su libro «La pequeña historia de España, 1930-1936» lo
siguiente: «Lo lógico seria que el nuevo Parlamento hubiese declarado
que el anterior estaba bien disuelto, puesto que las elecciones, dando
la mayoría a los que en aquel tenían la minoria, habían demostrado
que ya no representaban al país, es decir, habían declarado la
necesidad de su disolución», de acuerdo con el espíritu del precepto
constitucional aplicado.
Lo cierto, sin embargo, es que Alcalá-Zamora en realidad estaba
solo y por eso fue desalojado, con escasa resonancia de la Presidencia
de la República. Así, en el voto del día 7 se abstuvieron los grupos de
derecha y de centro.
Con su caída, como temía don Niceto, se rompe el frágil equilibrio
y quiebra el ideal republicano mismo.
Y voy tei minando. Estamos, una vez más en nuestra historia, ante
un liberal injustamente tratado en su patria, exiliado en Paris, Pau
y Buenos Aires y muerto, lejos de su tierra, en esta ciudad rioplatense. Otro ilustre exiliado, felizmente regresado, el Profesor Tuñón de
Lara, al prologar en Pau, en 1978 la edición de los «Discursos
Parlamentarios» de don Niceto escribiría:
«Va siendo hora de aventurar que el acierto no presidió las
decisiones de las fuerzas políticas motrices del Parlamento de 1936
al destituir a Alcalá-Zamora valiéndose de una argucia leguleyesca
poco acreditable; porque en aquella España las fuerzas de izquierda
cometieron el error de no valorar debidamente el peligro fascista que
gravitaba sobre el país; cada cual pensó en su partido, en su facción,
en su grupo y hasta en su particularísima idea de la revolución». De
la doctrina constitucional contemporánea valga la mención de la
obra de Francisco Fernández Segado quien, en su libro sobre «Las
Constituciones históricas españolas» (Civitas. 1986), destaca el
protagonismo intelectual de Alcalá-Zamora en la construcción jurídica de la Segunda República. Advierte también este autor que «la
dramática realidad de la España de aquellos años nos muestra cómo
una persona con tan ponderada y sensata visión de la política estaba
condenada a caer en el más absoluto de los ostracismos».
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Estos juicios, aunque tardíos, honran a quienes los expresan.
Permítanme sumar también, en último lugar, el mío, con la emoción
de estar aquí en Priego, esta tarde, para que, de una vez, se levante
el velo con que nuestra falta de memoria histórica sigue ocultando,
todavía, a este español ilustre y señero. Muchas gracias.
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