TEMAS PARA DEFENSA FISCAL DANIEL DIEP DIEP TEMAS PARA

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TEMAS
PARA
DEFENSA FISCAL
DANIEL DIEP DIEP
TEMAS PARA DEFENSA FISCAL
Primera Edición, febrero de 2001
DERECHOS RESERVADOS “C”
por el autor: Daniel Diep Diep
y por Editorial PAC, S. A. de C. V.
Primera Edición
ISBN
Por Editorial PAC, S. A. de C. V.
ISBN
Las características de esta edición son
propiedad de Editorial PAC, S. A. de C. V.
y del autor.
EDITORIAL PAC, S. A. DE C. V.
Antonio Caso número 149, letras F y G,
Colonia San Rafael, México, 06470, D. F.
Números telefónicos 546-0464 y 703-0032
Número de fax: 566-1092
e-mail: [email protected]
Clave de control interno
Impreso en México
Printed in Mexico
Daniel Diep Diep
EL TRIBUTO SEGUN JESUCRISTO
Primera Edición, 2000
Derechos Reservados “C”
por
Daniel Diep Diep
Cuauhtémoc 1615,
Col. Jardín
San Luis Potosí, S. L. P.
IMPRESO EN MEXICO
PRINTED IN MEXICO
ACERCA DEL AUTOR
Daniel Diep Diep es abogado, contador público y auditor y licenciado en filosofía. Ejerce las
actividades propias de sus tres títulos y ha sido catedrático en varias universidades e instituciones
tecnológicas de su natal San Luis Potosí.
Actualmente es asesor fiscal y abogado litigante en la misma materia para diversas empresas del
país. A lo largo de su vida profesional ha formado parte de las comisiones de Principios de
Contabilidad y de Etica Profesional, ambas del Instituto Mexicano de Contadores Públicos, y
fue presidente de diversos organismos locales: Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas,
Unión Social de Empresarios Mexicanos, Colegio de Contadores Públicos de San Luis Potosí,
etc.
Durante los últimos treinta y cinco años ha desarrollado múltiples actividades expositivas ante
auditorios de todos los estados del centro del país y del Distrito Federal, ha concurrido a
convenciones nacionales e internacionales y ha publicado múltiples artículos premiados por
diversas publicaciones nacionales.
Es autor de varias decenas de libros, algunos con nuevas ediciones o reimpresiones y otros más
actualmente agotados.
Destacan, entre los relativos a las materias contable y fiscal: “Planeación Fiscal”, “Estudio
Comparativo de las Sociedades Mercantiles”, “Manual Esquematizado del Impuesto sobre la
Renta”, “Crítica de los Fundamentos de la Contabilidad”, “La Contabilidad del Futuro”, “La
Antitributación”, “Cuentos Contables e Incontables”, “Las Declaraciones (o El Pecado de
Adán) y Otros Cuentos Fiscales”, “Teoría Tributaria”, “Crónica de la Legislación Potosina”,
“Los Dientes del César (o “La Maldición Tributraria”)”, “¿Qué es la Contabilidad?”, “Políticas
Tributarias”, “El Análisis Transaccional en la Empresa”, “Perspectivas del Derecho Electoral”,
“Las Mil y Una Defensas del Contribuyente”, “Exégesis del Código Fiscal de la Federación
1999", “Exégesis del Código Fiscal de la Federación 2000"; “Fiscalística”, “Tendencias,
Teorías y Políticas Tributarias”, “Defensa Fiscal (Tratado Teórico-Práctico)”, esta última en
coautoría con la Lic. María del Carmen Diep Herrán; “La Planeación Fiscal Hoy”; “El Tributo y
la Constitución”; “Los Agravios Fiscales y su Impugnación -Manual de Aplicaciones Prácticas-“
y, desde luego, “El Tributo según Jesucristo”. Las diez últimas obras han sido publicadas por
Editorial PAC, S. A. de C. V., con la colaboración de Ediciones Cedrus Libani, S. A. de C. V.
Dentro de sus libros relativos a temas literarios y filosóficos destacan: “Artículos (pero no los de
la ley)”, “Razones sin Cuentas”, “El Mexicano, según sus Canciones”, “El Mono Vestido”, “El
Autoengaño (La Enfermedad Mortal)”, “Manual de Redacción, Conversación y Oratoria”,
“Cómo Reordenar Nuestro Mundo (o “Hacia una Filosofía de la Justicia”)”, “A la Sombra de
los Sofistas”, “La Cultura del Malestar”, “Filosofía del Obstáculo” y sus “Artículos
Periodísticos 1997"; “Artículos Periodísticos 1998" y “Artículos periodísticos 1999".
Es socio honorario vitalicio del Colegio de Contadores Públicos de San Luis Potosí y del Club
Sembradores de la Amistad (en este último caso sin haber pertenecido al mismo), y fue
distinguido por el H. Congreso local con la designación de Consejero Ciudadano Propietario ante
el Consejo Estatal Electoral de San Luis Potosí 1992-1996, además de la elección como Profesor
Distinguido 1991 por la Zona Centro-Occidente del Instituto Mexicano de Contadores Públicos.
EDITORIAL PAC, S. A. DE C. V.
INDICE
LOS PARAISOS FISCALES
EL TERRORISMO FISCAL
CÓMO EXPRESAR UN AGRAVIO
OJO “SEÑORES FISCALISTAS”, MUCHO OJO
¿EXISTE LA JUSTICIA TRIBUTARIA?
¿SIRVE PARA ALGO EL RECURSO DE REVOCACION?
EL ACTO DE MOLESTIA
LA DEFENSA FISCAL EMPIRICA
LAS MENTALIDADES JUZGATORIAS
“PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD” A LA MEXICANA
LOS ACTOS INMOTIVADOS EN MATERIA FISCAL
CAMBIO 2: REFORMAR A LOS REFORMADORES
¿CUALES “PRINCIPIOS FISCALES”?
LOS IMPUESTOS INVISIBLES
FACULTADES, ATRIBUCIONES Y COMPETENCIAS
LOS PARAISOS FISCALES
Se entiende por paraísos fiscales a todos aquellos países en los que cabe operar sin
impuestos y, semiparaísos fiscales, a los que mantienen desmedidamente bajas las contribuciones
sobre algunos conceptos habituales de tributación. Hace unos pocos años se hablaba de que
existían en el mundo menos de veinte paraísos y más de medio centenar de semiparaísos. Hoy se
habla de casi un centenar de paraísos, aunque dicho en general, sin distinguir entre unos y otros.
México, por ejemplo, en materia de arrendamientos y capitales, es un semiparaíso, pues de
gravarse en exceso a los arrendadores se encarecerían las rentas, dado que tenemos déficit
habitacional; o, de gravarse en exceso los capitales, éstos emigrarían hacia mercados de mayor
rentabilidad y seguridad, así como de menor inflación deteriorante de su poder adquisitivo.
Los paraísos fiscales vienen a ser como “agujeros negros” en el universo monetario.
Atraen las inversiones de toda clase -lo mismo de dinero lícito que ilícito- sirviendo de lavaderos
y tapaderas, de corrupciones y de prácticas fraudulentas, de refugios al crimen organizado y de
medios para la compra de influencias, etc. Los semiparaísos, en su mayoría, sólo sirven para
resolver males mayores, como en el caso de nuestro país por los dos conceptos antes indicados.
Existen paraísos fiscales en países como Panamá, Andorra, Luxemburgo, Liechtenstein,
etc. que no podrían sobrevivir, dada su pequeñez y carencia de otros recursos, si dejasen de
actuar como tales. Para ellos, es una razón de sobrevivencia. También un buen número de islas,
en diferentes archipiélagos, pasan por el mismo problema y solución. Pero la verdadera culpa,
finalmente, de que sirvan para la tolerancia de espacios ilegales al manejo indebido de dinero, de
prácticas de las llamadas “off shore” -que en México nos recuerdan una muy reciente experiencia
de defraudación financiera-, de golpes bursátiles, de enriquecimientos ilícitos, de
financiamientos a través de personas ficticias o de prestanombres, de compras de impunidades o
de poder, de canalización de recursos mal habidos, de refugio a las operaciones del crimen
organizado, de defraudación a los fiscos de origen, de adquisiciones de bancos piratas, de
creación de empresas de membrete, de compras de influencias, de pagos de “protecciones” sin
huella, de corrupción de funcionarios, de manipulaciones políticas, de ocultación de recursos
públicos robados, de financiamientos ocultos a partidos políticos o a sus candidatos, etc., entre
otras muchas “lindezas” adicionales que no terminaríamos de enumerar, esa culpa, -cabe
subrayarlo reiteradamente-, es de quienes los aprovechan con tales fines, que no son otros que
los delincuentes de “cuello blanco”, reclutables entre políticos corruptos, empresarios
deshonestos, criminales altamente organizados, etc.
En principio, desde un punto de vista puramente teórico, los paraísos fiscales son lo ideal:
podrían representar la “puntilla” para que la humanidad lograra acabar con el viejo estigma del
ancestral tributo, ahora disfrazado de “impuesto” o, -más suave aún-, de “contribución”. La carga
de los aparatos burocráticos tendría que adelgazarse al extremo, reservar a los gobiernos las
mínimas funciones y hasta procurarles una fuente de subsistencia distinta; obtenida, por ejemplo,
de la explotación en exclusiva de algún concepto patrimonial, -según cada país-, lo
suficientemente rentable y productivo como para permitirlo. En el caso de México, podría ser el
ingreso total por el petróleo. Pero, desde el punto de vista práctico, los paraísos fiscales se han
convertido en verdaderos infiernos para la democracia, el orden mundial, las leyes, la justicia, la
estabilidad de los gobiernos, la moral pública y la seguridad. Ninguna medida, -de ninguna clase, que pudiera instrumentar cualquier país para erradicar sus peores ilicitudes, puede resultar
suficiente o al menos medianamente eficaz, mientras quepa a los delincuentes encontrar refugio
en cualquier paraíso fiscal. Está ocurriendo exactamente lo mismo que hace algunos siglos, en la
época de los piratas, cuando disponían de una isla absolutamente segura, mediante su
acaparamiento y protección recíproca, para actuar con absoluta impunidad y resguardarse de las
fuerzas que los combatían. Y a tal extremo está resultando grave tal impunidad, puesto que
dentro de ellos resulta imposible a las autoridades el perseguir a los delincuentes y corruptores,
que eso está generando una radical desconfianza en la eficacia y capacidad de los gobiernos
mismos, en la autenticidad de las supuestas y endebles democracias, en el sostenimiento del
llamado “orden mundial”, en la eficacia de las leyes para impedir la gravedad del fenómeno, en
la aptitud para combatir la corrupción creciente de los encargados de impartir la justicia, en la
invulnerabilidad de las instituciones mismas de gobierno, en la habilidad para implantar alguna
clase de moralidad pública y, sobre todo, en la lucha contra la inseguridad salvaje que
forzosamente deriva del caos, el terrorismo, la drogadicción, el armamentismo, etc. Se ha llegado
a calcular, en el presente, que la mitad de las operaciones financieras del mundo se realizan a
través de tales medios, dado que la cuantía de las mismas, pese a ser menores en número a las
que se realizan dentro de la banca convencional de los países de origen, suelen ser
desproporcionadamente elevadas en monto, dado el origen de ilicitud que obliga a realizarlas así
para lograr su ocultación.
Pero lo verdaderamente lamentable, por detrás de todo ese sórdido universo de la ilicitud
y la corrupción, es que los gobiernos permanezcan impávidos ante la gravedad de los hechos. En
nuestro país, por ejemplo, se instrumentan medidas altamente represivas de fiscalización a
contribuyentes establecidos, grandes y pequeños, que operan, al menos dentro de una cierta
legitimidad -sin que ello les haga “santos” para efectos tributarios- y, por contrapartida, se
descuida la llamada “economía subterránea”, que mueve recursos sobradamente superiores, así
como las finanzas privilegiadas mediante el empleo de los “paraísos fiscales”, y que podrían
significar, en conjunto, muchísimo más que la recaudación “controlada”. Y allí es donde
sobrevienen las dudas: ¿será que se pretende proteger o solapar esa clase de conductas tan
evidentemente ilícitas, disimulando un aparente rigor fiscalizador sobre quienes apenas
sobreviven acatando hasta donde pueden lo más elemental de nuestro orden jurídico? ¿O será
que conviene aparentar alguna clase de eficacia gubernativa con quienes se dejan perjudicar,
dada su impotencia crónica para combatir a esos otros, que son los que siempre lo derrotan?
Sin embargo, sea lo que fuere, no perdamos de vista el problema esencial: la
globalización del comercio mundial induce a la apertura de los mercados, tanto de bienes como
de capitales, y ello provoca que no puedan restringirse las operaciones financieras
internacionales sin llegar a consecuencias extremas, de tal suerte que los paraísos fiscales estarán
inevitablemente presentes siempre en toda clase de manejos de fondos dentro del imperante
orden mundial actual. Lo que ya deberíamos comenzar a entender en México es que los
verdaderos incrementos de la recaudación tributaria son los que provienen del desarrollo real de
la economía, no de la simple conservación o elevación de tasas sobre ella, especialmente si es
evidente que se manifiesta notoriamente decadente o estancada. Debiéramos ser un auténtico
semiparaíso fiscal en materia de actividades productivas, comerciales y de servicios, pero, más
aún, en sueldos y remuneraciones, tanto para atraer inversiones extranjeras del mismo género -y
no de “capitales golondrinos”- como para ser realmente competitivos en los mercados mundiales
y autosuficientes en el abasto interno. A mayor producción, mayor recaudación impositiva. A
mayor capacidad de consumo interno, mayor estabilidad social y capacidad contributiva. Y, por
contrapartida: a mayor tributación, menor producción y consumo interno. ¿Será suficientemente
claro?
EL TERRORISMO FISCAL
Hoy en día, este problema se cierne sobre México como una de las más nefastas
calamidades a confrontar, no sólo por el quebranto que representa para la inversión privada, sino
más aún por sus repercusiones en el sentido de antijuricidad, arbitrariedad y ruptura del orden
jurídico. Pero veámoslo con mayor detalle:
SUS PREMISAS
Comencemos por las distinciones básicas entre los siguientes cinco conceptos:
preocupación, temor, miedo, terror y pánico.
La preocupación tiene dos sentidos diferentes: el de angustiarse ante lo que se desconoce,
bien por ignorancia, o bien por resistirse a entenderlo y asumirlo; y el de inquietarse por un
problema u obstáculo para buscarle solución, bien con carácter preventivo o bien con propósito
resolutivo.
El temor es resultado de la incertidumbre. Se teme lo que se ignora, pero por
impotencia para anticiparse a una posible respuesta mentalizable. El temeroso es,
ordinariamente, aquel que, ante el futuro, se siente carente de medios o recursos para confrontar
la forma como se le presente. Se supone que al nacer sólo tememos un ruido intenso, una caída y
la soledad, pero que en el curso de la vida nos “hacemos” de alrededor de treinta mil temores
adicionales por los más variados motivos.
El miedo es la expresión intelectualizada o consciente de lo que se teme y que se ha
llevado a la conciencia como algo susceptible de ocurrir, que -obviamente- aún no sucede, y que
se ve venir como algo para lo que tampoco se dispone de medios o recursos de defensa
suficientemente razonables.
El terror es la paralización ante la presencia o sorpresa de lo imprevisto. Para el
aterrorizado todo parece suspenderse en el tiempo y en el espacio. Popularmente se expresa
como una actitud de mostrarse absorto, anquilosado, con "los pelos de punta", inerme ante los
hechos o fenómenos de la realidad.
El pánico, en cambio, es la huida ante el terror. Es movimiento. Escapatoria. Evasión ante
una realidad inaceptable. Es la manifestación extrema o consecuente del terror, pero convertido
en amenaza inminente de la que hay que alejarse cuanto antes porque ya se tiene plena
conciencia de los peligros que representa. Es desplazamiento en el tiempo y en el espacio. Suele
ser la consecuencia activa o dinámica que sigue en forma inmediata al terror.
Tales reacciones psicológicas pueden ser internas o externas: la preocupación, el temor y
el miedo arrancan del interior del sujeto. El terror y el pánico, provienen del exterior. Se puede
estar en forma más o menos permanente en condiciones de preocupación, de temor y hasta de
miedo, pero sólo sorpresiva o inesperadamente se presentan las condiciones de terror y de
pánico.
Así, cuando se habla de preocupación, temor o miedo ante el fisco, lo que se refiere es
una condición general ante el riesgo de lo que cabe entender como un “acto de molestia” -tal
como se expresa en la terminología Constitucional-, de posible causación de contribuciones
incumplidas, etc., pero, cuando se habla de terror o de pánico, lo que se refiere es una situación
concreta derivada del impacto mismo de la actuación fiscal, es decir, que el contribuyente queda
paralizado y luego pretende, a como dé lugar, huir de inmediato y lo más lejos posible para que
el problema no le afecte.
Un contribuyente puede preocuparse en los dos sentidos expuestos: o porque ignora los
ordenamientos fiscales, de suyo demasiado complejos, y sabe que la "ignorancia de la ley, como reza el apotegma jurídico-, no excluye de culpa", o porque entiende que las circunstancias
del medio y la rigidez de las normas fiscales pueden dañarle en su patrimonio, -y quizá hasta en
su libertad personal-, bien porque ignora si su contador está haciéndole cumplir cabalmente con
tales obligaciones o bien porque él mismo se ha hecho indiferente ante las prevenciones de su
contador para cumplir con ellas.
También puede sentirse atemorizado ante la conducta tradicional de las autoridades
fiscales. Aun sin haber experimentado en carne propia una acción fiscalizadora, ha escuchado los
efectos que haya tenido en otros y se siente en la condición de riesgo de que él mismo pudiese
sufrirla.
Puede, igualmente, sentir miedo, por simple intranquilidad de conciencia, ante el peligro
de que alguna determinada acción suya pudiese no ser aceptada por la autoridad fiscal y que ello
pudiere devenir en consecuencias económicas desastrozas.
Cabe el que se aterrorice, cuando las acciones de la autoridad fiscal se expresan en forma
concreta y de ellas se deriva el que sea conminado a pagar contribuciones que supone o tiene la
seguridad de no deber, o que imposibiliten sus acciones de defensa, o que impidan sus
posibilidades de resolución práctica, o hasta que puedan ser atentatorias contra su libertad
personal.
Y, finalmente, puede ocurrir que huya ante una realidad insalvable por mero pánico ante
la magnitud de los hechos y el terror que éstos le hubieren provocado.
Hablar de terrorismo fiscal, entonces, obliga a tratar únicamente sobre la cuarta de dichas
reacciones: la del terror.
En tiempos subsecuentes a la Revolución Francesa, el régimen del terror se caracterizó y
simbolizó por la guillotina. Bastaba que alguien fuese detenido para aterrorizarlo. Ella era el
instrumento con el que se hacía efectiva la labor del gobernante en turno para acallar todo tipo de
reacciones. Pero esta expresión histórico-social cumplía un doble papel: uno revanchista, ante los
enemigos previos, y otro de amenaza, ante los enemigos posibles. La simple sospecha era
suficiente para segar vidas y amedrentar otras.
Y eso mismo ocurrió con las purgas soviéticas, tanto leninistas como stalinianas; con las
persecusiones de los semitas por los nazis; con los actuales problemas étnicos de los balcanes;
etc.
El papel del terror fiscal, en la actualidad, es el mismo:
- Puede utilizarse para reprimir a la oposición política: suele observarse que los
principales contribuyentes sujetos a visitas domiciliarias casi siempre son aquellos que de alguna
forma se han manifestado contrarios al régimen imperante. Muy difícilmente se le presenta, a
quien ejerce la defensa fiscal, el caso de algún empresario proclive al partido oficial o militante
de él, salvo que haya desertado o caído en desgracia frente a sus líderes presentes.
- Puede utilizarse para castigar a la oposición política: suele emplearse la visita
domiciliaria como amenaza y forma de sanción permamente en contra de todos aquellos que de
una u otra forma se hayan manifestado proclives a respaldar o apoyar las acciones de los partidos
opuestos al régimen o simpaticen, por lo menos, con ellos.
- Puede utilizarse como medio para acallar las inconformidades y protestas ciudadanas: se
propaga la idea de que, si el contribuyente no cumple, de ello deriva la imposibilidad del Estado
para satisfacer adecuadamente las necesidades colectivas.
- Puede utilizarse como excusa para justificar la incompetencia o ineptitud
administrativas: se encubren defraudaciones masivas, “errores”, caprichos, dispendios, etc., para
luego argumentar que deben ser “resueltos” mediante la disponibilidad extraordinaria de partidas
presupuestarias, endeudamientos externos, enajenaciones patrimoniales del país e hipotecas
interminables sobre los bienes del mismo, todo ello bajo la excusa de una supuesta “salud fiscal”.
- Puede utilizarse, en fin, para aparentar un criterio rigorista de cumplimiento inexcusable
de la ley, tanto a los ojos de la comunidad que trabaja en forma limpia, es decir, ajena a la
“economía subterránea”, como a los ojos de la comunidad mundial para dar alguna imagen de
país ordenado, aunque tal exigibilidad de cumplimiento sólo se oriente hacia los gobernados y no
hacia los gobernantes o exgobernantes que gozan de impunidades indebidas.
Desde luego que cabría citar muchas más. Y así lo haremos en seguida.
SU TIPIFICACION
Es común pensar, simplistamente, que la sola visita domiciliaria es una acción terrorista.
Pero no es así. La fiscalización es una facultad legalmente prevista. La verdadera acción
terrorista es que la visita se oriente exclusiva o prioritariamente a ciertos universos de tributantes
a los que se quiere amedrentar o reprimir. Y ésta es la primera y más elemental de tales acciones.
El que se trate, en el fondo, de actitudes represivas, simulatorias o revanchistas configura su
carácter aterrorizante.
La segunda acción terrorista proviene de los resultados de la visita. Cuando se notifican
supuestos créditos -obviamente irreales- que derivan de la actitud ordinariamente arbitraria del
personal visitador; cuando se acude a criterios amedrentantes de sus superiores; cuando se
emplea la acción embargante sin contemplaciones; cuando se emiten resoluciones con
interpretaciones de ley profundamente equivocadas; cuando se deja en franco estado de
indefensión al tributante porque los medios de impugnación existen pero son ociosos al desoírse
o desatenderse; etc. Esta segunda acción surge, en buena medida, por la participación en las
multas a favor del personal hacendario y del beneficio de gastos de notificación, situaciones,
ambas, que convierten a la autoridad en verdugo.
Es terrorismo fiscal que se embarguen hasta las cuentas bancarias; que los recursos
posteriores a la sentencia operen preferentemente para la autoridad; que se invoquen
“autocorrecciones” sin precisar concepto y monto; que se llame a comparecer ante funcionarios
sin que exista disposición que obligue tratándose de visitas domiciliarias; que se practiquen los
ilegales “embargos precautorios” sobre sujetos establecidos, pues nada permite presumir que
puedan ausentarse u ocultarse sin que ello les cueste más; que se formulen liquidaciones con
cuentas del "gran capitán" sobre supuestos créditos fiscales omitidos; que las determinaciones de
multas se hagan siempre al máximo, como si los contribuyentes fueran infractores
consuetudinarios; que se finquen exagerados "gastos de notificación", como si el personal del
caso no tuviese ya sus retribuciones por el puesto; que se mantenga el silencio durante toda la
visita, incumpliendo la prevención legal de levantar actas parciales para que el visitado se entere
de lo que ocurre; que sea prácticamente nula la atención de los recursos interpuestos; que
siempre se contesten con las consabidas fórmulas de que los argumentos "son irrelevantes", "no
fueron probados", "carecen de fundamentación", "no son suficientes para desvirtuar los
hechos", etc. y hasta las proverbiales resoluciones "para efectos de...", con las que eventualmente
“se descuentan centavos, olvidando los pesos”, y sólo para aparentar la aplicación del derecho,
amén de que tales resoluciones "para efectos de..." son meras burlas al régimen jurídico: o se
cumplió con la ley o no. El colmo es que las autoridades administrativas usen la mecánica de las
tribunalicias para emitir sus “fallos”.
Pero el clímax es que se han constituido también en intérpretes de ley. Casi no hay
resolución en la que no asuman potestades de autoridad jurisdiccional, interpretando normas,
definiendo alcances, considerando expectativas, concretando contenidos, enlazando temas y
hasta pontificando sobre intenciones. El Poder Legislativo queda ignorado. El Poder Judicial es
suplantado. Basta con su veredicto ineluctable para que una norma legal quede interpretada a su
conveniencia.
La tercera acción terrorista sobreviene cuando las autoridades encargadas de resolver
aclaraciones, recursos y demandas, nulifican tales medios defensivos convalidando ciegamente
lo señalado por los visitadores, bien por ser "jueces y partes" en el asunto, o bien por simple
consigna de sus superiores imponiendo la obligación de fallarlo todo en contra del contribuyente
por razón de una política altamente confiscatoria, recaudatoria o simplemente arbitraria. Esta
clase de acciones anula el régimen de derecho, convalida la arbitrariedad o la componenda, y
convierte en resolución fatal e inevitable todo resolutivo.
Tales acciones típicas se explican ejemplificativamente como sigue:
La primera, -revisión preferente a ciertos universos de contribuyentes-, con médicos,
empresas de alta inversión, constructores o determinados agrupamientos de negocios en centros
comerciales, supermercados, etc., sin emprender, en cambio, acciones sobre comerciantes
proverbial y evidentemente omisos, como los ambulantes, los de centros de abastos, los
ganaderos, etc., y es indicativa de una actitud cómoda de la autoridad fiscal: le es más fácil
revisar al organizado, al establecido, al que opera contabilidad formal, que al semiclandestino,
que necesariamente induce a la presuntiva o que no facilita en forma alguna la visita y la
determinación tributaria.
También ocurre, con tanta o mayor frecuencia, que los sujetos a visitar sean justamente
los más representativos de algún determinado grupo económico o social al que oscuramente, por
inexplicables atavismos, se pretende combatir. Ni el trabajador, ni el arrendador, ni el capitalista,
suelen ser objeto de visitas domiciliarias, pero sí lo son los empresarios, los profesionistas o los
comisionistas con escasas posibilidades o medios -incluso incosteabilidad- para defenderse.
Hace dos o tres décadas, el criterio para determinar a quiénes debía revisarse derivaba de
sus resultados declarados. Si tenían utilidad fiscal, se “programaban”. Si tenían pérdida, no. Y se
aducía la inutilidad de revisar para reducir pérdidas, -suponiendo la detección de omisiones-, por
lo que carecían de interés. En tanto que, los generadores de utilidades, sí podrían ser pagadores
de algo más.
Luego se invirtió el criterio y se dispuso revisar a los que tuvieran pérdidas,
suponiéndoles omisos deliberados. Después se dijo que el criterio de selección era “por sorteo”,
que se elegía a los candidatos por simple azar. Actualmente no se ha publicitado el criterio que se
asume, por lo que resulta evidente que prevalece alguna otra clase de interés, pudiendo ser el
meramente político.
Sigue resultando inexplicable, pues, el porqué se revisa a los contribuyentes cumplidos,
mientras gozan de absoluta impunidad los evidentemente incumplidos de la economía
subterránea; por qué se revisa preferentemente a quienes acusan alguna clase de oposición al
régimen mientras se descuida por completo a quienes son proclives a su apoyo; por qué se revisa
a las empresas mexicanas mientras se deja en absoluta tranquilidad a las extranjeras; por qué se
penaliza tan exageradamente cualquier infracción del gobernado, mientras gozan de absoluta
impunidad los grandes delitos de los gobernantes; por qué se limitan y vician los medios de
defensa estrictamente legales y se solapan los "arreglos", tan profundamente ilegales; por qué se
establecen, en fin, dentro de una notoria injusticia, graves sanciones para los administradores
infieles de una empresa mercantil y no, en igualdad de circunstancias, medidas punitivas para los
administradores infieles de un país. ¿O acaso no es mucho más grave defraudar al país que
defraudar a una empresa o al fisco mismo?
La segunda acción terrorista -resultados arbitrarios de la visita- evidencia la
extralimitación de funciones. Todavía se maneja el criterio de que "todo contribuyente es
delincuente hasta que pruebe lo contrario". Por ende, no se actúa como autoridad visitadora, con
la mesura y atención propios de toda visita, ni tampoco como auditora, según sucedía en el
pasado, ejerciendo acciones de revisión técnica debidamente ordenadas a un fin determinativo,
sino como simples peticionantes de información con la cual se constituyen, finalmente, en
recabadores de datos, enfrentando al contador con su cliente, pues a partir de la información
presentada por aquél resulta perjudicado éste.
La tercera acción terrorista -convalidación de arbitrariedades entre autoridades- operó en
otros sexenios por consigna del Ejecutivo a los tribunales resolviéndolo todo en contra del
tributante o desechando a priori sus demandas y, en otras épocas, por simple incorporación a las
Salas de magistrados bisoños, quizá versados en otras ramas del derecho pero, definitivamente,
desinformados de la tributaria que, desde luego, tiene la particularidad de “cocinarse aparte”.
SUS EFECTOS
El resultado de toda visita, casi siempre practicada sin criterio ni justicia, deviene
contrario a Derecho. La ignorancia de las normas fiscales o la mala fe de subordinados y
superiores, acaba por convertirse en verdadera guadaña sobre el cuello del contribuyente. Los
fenómenos de extorsión; de amenaza; de instancias de "autocorrección", sin precisar qué es lo
que deba autocorregirse, pues buen cuidado se tiene, en vez de levantar actas parciales por cada
hecho que se conozca, de limitarse a llenar las inconstitucionales e ilegales "cédulas de papeles
de trabajo" que sólo el personal de visita conoce; etc., resultan mucho más que lo que cualquier
contribuyente puede tolerar.
Luego, la instancia aclaratoria con elementos documentales siempre es "insuficiente" para
desvirtuar lo señalado por el personal de visita y el círculo resulta inexorablemente cerrado,
amañado y corrupto. Cerrado, porque nada de lo argumentado y probado es suficiente para
quienes evalúan. Amañado, porque se prefiere el arreglo económico clandestino en beneficio del
funcionario en turno, bien porque se lo embolse, bien porque recaude más y se luzca, o bien
porque las propias leyes le permiten participar en las multas, amén de los "gastos de ejecución", especie de negocio a ultranza-. Y corrupto, porque siempre será imposible que una autoridad
admita la falsedad de lo señalado por otra -simple política solidaria de beneficiarios del sistema,
en razón de las ventajas indicadas-.
El colmo de todo es que sólo exista un recurso: el de revocación, cuya naturaleza propia
obliga a impugnar ante la propia girante de la resolución, lo que equivale a "escupir al cielo".
Huelga decir que, invariablemente, como es obvio, la autoridad resuelve en contra, tanto por la
citada solidaridad funcionarial o burocrática, como porque el fisco, llámese como se llame la
dependencia de que se trate, jamás estará dispuesto a dejar de cobrar lo que arbitrariamente fijó
como “crédito”.
En consecuencia, los medios administrativos de defensa están profundamente viciados,
son casi inútiles y sólo provocan desesperación, impotencia y disgusto. La falta de honradez de
la autoridad es una de las causales más hondas de malestar social, de descrédito de las
instituciones públicas y de animadversión del gobernado hacia el gobernante. No olvidemos que
la mayor parte de las revueltas sociales en la historia han provenido de tal malestar ante la
arbitrariedad del poder. Obviamente, pues, no se juzga: se prejuzga. Y ello, por supuesto, es
inconstitucional.
Este problema tendría solución si, además de independizar realmente al poder fiscal, se
adoptaran medidas de fondo: desde simplificar radicalmente y en forma cierta y efectiva la
totalidad de los ordenamientos tributarios, hasta instruir y capacitar debidamente al personal de
visita y de resolución para moralizarlos, ajustarlos cabalmente a derecho y dejar de operar,
mediante consignas y premios, para complacer sus desmanes; pero pasando por toda una serie de
medidas intermedias, como las de regular la acción fiscalizadora con otra clase de parámetros y
prevenciones de respeto constitucional; las de operar instancias comprobatorias y de recursos
ante autoridades distintas; las de sancionar liquidaciones sin la debida fundamentación y
motivación; las de ajustar multas y recargos a las condiciones reales de nuestra economía; las de
admitir y dar curso, con plena apertura de criterio, a los elementos probatorios sobre la realidad
de los hechos; las de evaluarlos con seria disposición de resolver con criterios de justicia y no
confiscatorios; las de atender a fondo los agravios que se aduzcan; las de prestigiar a la autoridad
con resoluciones apegadas a derecho y no a consignas; etc., para que la autoridad sea
precisamente eso y no un delincuente más que sólo despoja al que trabaja. La burocracia no
produce, ni crea fuentes de empleo, ni acrecienta el producto interno bruto, ni mejora en algo al
país, sólo vive de lo que producen los que trabajan y no cabe, ni es legítimo o aceptable, por
simple lógica, "matar a la gallina de los huevos de oro".
Más aún, el Código Fiscal de la Federación y todos los demás ordenamientos tributarios
ya no deben ser formulados por dependencias del Ejecutivo, sino por el Congreso de la Unión,
sobre todo para impedir la ingerencia de funcionarios menores, cuya cortedad de miras propia de
un criterio puramente confiscatorio y no de política global, le impide engarzar lo fiscal dentro de
la economía nacional. Son unos pocos economistas, absolutamente burocratizados, imbuidos de
las tesis que estudiaron en universidades extranjeras y, por ende, totalmente desarraigados de la
realidad de pobreza y escasez de recursos que padece crónicamente nuestra economía, quienes
instrumentan las leyes y reformas tributarias, de tal suerte que basta, por ejemplo, con la simple
comparación del Código Tributario vigente en 1988 con el actual para advertir, con toda
claridad, cuántos de los medios de defensa del contribuyente han sido suprimidos, cuántos más
se han implementado para fortalecer la acción fiscalizante, cuántas más potestades se han
concedido a las autoridades revisoras y cuántos nuevos requisitos, tan rígidos como insalvables,
se han incorporado para impedir que el contribuyente pueda ejercer su defensa. Hoy, las
formalidades legales del Código Fiscal de la Federación están absolutamente orientadas a
nulificar de antemano toda acción defensiva del tributante, forzando que las opiniones de los
visitadores adquieran el absurdo carácter de “dogmas de fe” sobre su situación tributaria.
La inconstitucionalidad es manifiesta. “Legislan” los visitadores y los liquidadores. Ellos
fijan los tributos. A todas luces, pues, existe una situación palmaria de terrorismo tributario que
convierte en un universo verdaderamente kafkiano el intentar oponerse por vía jurídica a
cualquier acción ejercida por el susodicho personal de visita y quienes los mandan. Nada hay
peor que el atropello del Derecho en un régimen que se ostente como tal. Tan radical hipocresía
pone al contribuyente en fatal desprotección jurídica, inobservancia de garantías e indefensión
inocultable.
Pero no es eso todo. Piénsese que el contribuyente ha tenido que pintar las portezuelas de
sus vehículos; imprimir su cédula de registro en los comprobantes que expide; operar máquinas
registradoras de comprobación fiscal; tributar sobre la inflación; emplear tarjetas para controlar
el kilometraje de sus vehículos; considerar su cilindrada; contar manzanas; pagar derechos por
recoger varitas en el bosque; y tantas y tantas sandeces más, con lo que el cuadro final, tanto
legal como fiscalizador, resulta verdaderamente vergonzante. Se fijan controles fiscales de país
primermundista, con servicios públicos de país tercermundista, y regímenes que desquician
crónicamente nuestra precaria economía sin ameritar más calificativo que el de quintomundistas.
Todo eso, por supuesto, agrava más la imagen de terrorismo fiscal.
Pero el colmo de la paradoja es que ni los países primermundistas han implementado tales
controles fiscales. Sus ciudadanos tienen plena conciencia de las bondades de contribuir ante los
servicios públicos que reciben; advierten en la gestión gubernamental un ejercicio presupuestario
sin corrupciones, o sólo por excepción; perciben el desarrollo y las excelencias de una economía
sana que aflora en estabilidad social y económica; tienen la certeza de que lo recaudado se
emplea para mejorar sus condiciones de vida , no para aniquilarlas; asumen la convicción de que
al llegar a cierta edad podrán retirarse con la certeza de una vida decorosa y digna; etc. Pero en
países donde cada gestión gubernamental es una nueva amenaza sobre el patrimonio de los que
trabajan; donde en ningún momento cabe posibilidad alguna de retirarse porque cada nueva
devaluación hace polvo los ahorros; donde la honestidad gubernativa se cuestiona día a día y las
sorpresas siempre ocurren, impunemente, al concluir el mandato; donde toda oposición se
sataniza sin oír propuestas para corregir tal estado de cosas; el resultado es inevitable:
arbitrariedad, imposición, corrupción, impunidad, extralimitación de funciones, etc. Es tan grave
todo ello, que viene a resultar hasta infantil quejarse de tal impunidad en el ejercicio de acciones
terroristas en materia tributaria.
LA CONTADURIA PUBLICA ANTE EL PROBLEMA
Los contadores públicos nos hemos hecho cómplices del terrorismo fiscal. Ni individual
ni colegiadamente nos hacemos valer. Somos, sin duda, el tipo de profesional más cercano a esa
problemática pero, lejos de protestar públicamente por tantas arbitraridades, somos comparsas
silenciosas del fisco. !Vamos!, hasta puede tipificarse la clase de profesionistas que somos:
Existe, desde luego, como un primer tipo, el clásico contador "acata-leyes", el que sólo
lee las "misceláneas fiscales", no la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ni el
Código Fiscal de la Federación -en lo poco que aún tiene decente- ni las leyes fiscales y sus
reglamentos -en lo poco que aún poseen de razonable-, limitando todo su "saber" profesional a la
lectura y aplicación ciega de recetas prácticas. Y si el Código o la revista consultados le dicen
que hay que registrar, por ejemplo, a los accionistas, simplemente lo hace. No se cuestiona,
siquiera, el por qué deba empadronarse en un Registro Federal de Contribuyentes sin serlo en
forma alguna mientras no perciba dividendos. Le basta con ser novedoso para lucirse ante el
cliente y justificar el honorario. Obviamente, con tales remedos profesionales, no tendremos una
contaduría pública digna.
También existe un segundo tipo: el que se excede en la aplicación de las normas: es el
típico "teme-leyes". No se conforma con acatar la “miscelánea” como dogma de fe, sino que
hasta se vuelve más papista que el Papa. Toma la iniciativa, -digna de mejor causa-, de
implementar la nueva medida en exceso de lo previsto. Es el clásico falto de criterio que
amedrenta al cliente y a su personal exigiendo que todo se ajuste rigurosamente a sus dictados.
Lo que de verdad teme es perder al cliente. Por eso busca hacérsele indispensable. Cultiva la
imagen de "estar al día", de ser "demasiado escrupuloso" en observar la ley, -incluso sin haberla
consultado jamás-, para ostentarse honesto. Nunca cuestiona la constitucionalidad, la legalidad,
la procedencia o el fundamento.
De estas dos clases de pseudoprofesionistas estamos llenos. Suelen ser de los que no se
afilian a un colegio para alcanzar a leer, si acaso, sus revistas de recetas favoritas. Jamás estudian
las leyes fiscales y, por supuesto, menos leen a tratadista alguno. Son meros “curanderos” que,
alguna vez, oyeron sobre el riesgo de las infecciones y, supusieron que, en vez de poner un
vendaje, conviene poner cuatro, aunque se impida la circulación; tema que, por supuesto,
desconocen. Muchos de ellos se dicen contadores, pero no tienen ni el título que los acredite
como tales.
Mientras la profesión colegiada, -que al menos acusa la inquietud de una capacitación
permanente-, no se tome la molestia de combatir a los piratas que ejercen funciones contables o
de auditoría mediante prestanombres, y se siga haciendo cómplice de sus acciones, seguirá
siendo verdaderamente deplorable en su imagen a este respecto.
El otro ángulo del problema reside tanto en los colegiados como en los piratas. El
contador público que no cultive el conocimiento de nuestra Constitución Política y de las leyes
de las que debe servirse, se convertirá, tarde o temprano, en simple agente del fisco. La
ignorancia reduce al servilismo. El silencio suele ser muestra de cobardía, de complicidad o de
simple ignorancia. A todo contador público que se respete como tal necesariamente deberán
dolerle las arbitrariedades fiscales o dejará de serlo, porque ninguna profesión se sustenta en la
sumisión servil a dictados notoriamente irregulares que dañan la economía de su cliente y, por
ende, la del país. Y nada bueno nos dice de una profesión verdaderamente organizada el hecho
de quedar impávidos ante los abusos de funcionarios corruptos o abusivos. ¿Cuándo nos hemos
esforzado por exigir su inmediato reemplazo, aunque sea después de que hicieron "cera y pabilo"
de las leyes y de las empresas mexicanas?
Para sancionar el terrorismo fiscal no hay que ir a buscar culpables en las autoridades que
lo ejercen con nuestra complacencia, sino en nosotros, en la medida misma en que lo toleramos.
Concienticemos a los empresarios para impedir que prevalezca el abuso de funcionarios que
hacen de la legislación tributaria, -además de sus muchas imperfecciones-, una fuente de
beneficios al fisco con criterios puramente recaudatorios y con franco atropello del derecho, o en
su beneficio personal, bien patrimonial o bien de lucimiento, cuando no con la complicidad de
contadores piratas que se dedican a "coyotear" en contubernio con tales funcionarios para
beneficiarse unos y otros.
Exijamos que las leyes tributarias sean acatadas por los funcionarios menores;
demandemos que sean congruentes con las garantías constitucionales; y promovamos, incluso,
llegado el caso, una huelga de impuestos, que es el instrumento por excelencia de la sociedad
para reestablecer el orden legal. Quien se subordina a la arbitrariedad del poder, o se colude con
él, se reduce a esclavo y nos reduce a esclavos a todos los demás, porque anula el régimen
jurídico y arruina al Estado.
Y es que el terrorismo fiscal tambien deviene de la formación de las leyes tributarias: si
están desencajadas de la realidad económica que se vive; si son notoriamente antidefensivas; si
convalidan la arbitrariedad al propiciar su incumplimiento; es obvio e indudable que ello
demande acciones concretas de los afectados. Es insultante que la opinión del personal de visita
acabe inexorablemente por volverse “dogma de fe”. Es aberrante que cualquier funcionario se
arrogue facultades de legislador interpretando las leyes más allá de lo que éste quiso al
formularlas. Y es increíble que ese mismo personal se constituya en juez para pontificar sobre la
condición tributaria de los visitados.
La situación actual del país exige acciones enérgicas y concretas de los contadores para
acabar extralimitaciones. El terrorismo fiscal no es, finalmente, algo más que la tolerancia y la
complicidad de quienes lo sufren sin manifestarse. Y esto es, ya, una demanda social inaplazable.
Ciertamente, siempre habrá sujetos que abusen del estado de cosas para defraudar
impunemente. También es cierto que grandes fortunas particulares se amasaron al amparo de tal
impunidad. Pero no es menos cierto que un buen número de ellas derivaron de los privilegios
propiciados por los cargos públicos y que muchos empresarios enriquecidos fueron antes
funcionarios públicos, aprovechándose de ello para establecer sus empresas. Pero, de un modo u
otro, nuestra política tributaria es inadecuada. Mientras sólo se revise a ciertos sujetos, dentro de
los nacionales, y no dentro de los extranjeros, será obvio que no se procede bien. Mientras sólo
se revise a los más o menos cumplidos y no a los clandestinos o semiclandestinos, es obvio que
tampoco se procede bien. Y mientras la revisión a los causantes nacionales más o menos
cumplidos se priorice sobre nacionales y extranjeros, -unos evidentemente infractores y otros
presuntamente cumplidos-, todo ello dicho a priori, también será indudablemente evidente que
se ha dejado de proceder bien.
Por otra parte, el que en un país se proteste porque los impuestos se destinen a sufragar
gastos armamentísticos o represivos, suena razonable. El que se proteste porque la recaudación
se aplica a la cobertura de gastos burocráticos o electoreros, podría pasar por razonable. Pero el
que toda la recaudación se aplique a campañas populistas mientras se engaña al pueblo con
alardes de primermundismo, no sólo demanda protesta sino incluso castigo o penalización de
culpables.
Y es que el colmo del terrorismo fiscal ha sido la apertura indiscriminada de fronteras
siendo nuestro país tan escasamente exportador, propiciándose con ello una invasión de
productos que abate la producción nacional. Y si a ello se añade la política claramente
confiscatoria y represiva a la inversión privada del país, el resultado es el empobrecimiento
colectivo y el cierre de las fuentes de trabajo nacionales. Cuando más consecuente debiera ser el
fisco, más agresivo e inoportuno se comporta con los mexicanos. Tales actitudes, por supuesto,
detonan inconformidades y disgustos que propician revueltas, supresión de fuentes de trabajo,
caos político y hasta descrédito de la autoridad como tal. La ingobernabilidad y los estallidos
sociales son hijos legítimos del terrorismo fiscal, sobre todo cuando se anulan con él las
expectativas de subsistencia.
Pero existe un fenómeno más grave aún que el del terrorismo fiscal: el del pánico social.
Al crecer el desempleo y aumentar con ello la criminalidad y el vandalismo, la inquietud de huir
se hace emergencia. No sólo es peligrosa la emigración por causas económicas, como la que a
diario fluye al norte, sino, sobre todo, la de razones político-sociales, inseguridad, violencia,
imposibilidad de sobrevivir, que va hacia cualquier frontera o costa. Y no se crea que el
terrorismo fiscal es ajeno a ello: son muchos los que huyen -verdadero pánico- a causa de la
fiscalización arbitraria.
Concienticemos a los contadores públicos: que dejen de ser "acata-leyes", "teme-leyes" o
"paga-impuestos", -cuando sólo eso sean-, para que se solidaricen con sus clientes; que no les
aterroricen, sino que les asesoren para actuar ante las autoridades que correspondan y por los
medios institucionales que procedan. Lo que se logre por esta vía será mejor que el seguir
actuando como simples agentes fiscales con el fin de aparecer como estrictos, cumplidores,
escrupulosos o como lo que se quiera, bien para hacernos imprescindibles o bien para justificar
un honorario, pero descuidando que, con ello mismo, estamos causando la extinción del
empresariado mexicano y la propia ruina del país.
FORMAS DE IMPUGNAR
Toda nuestra estructura jurídica tradicional estuvo cimentada en las tesis de la lógica
aristotélica. El silogismo era obligado no únicamente en la estructuración del derecho positivo,
sino incluso en el ámbito de lo procedimental y de lo procesal, es decir, en la forma misma de
argumentar para hacer valer los agravios sufridos en relación con la aplicación de las
disposiciones de la ley y dentro del obvio contexto de lo litigioso.
La técnica al respecto era indudable réplica del silogismo aristotélico: premisa mayor:
“Todos los hombres son mortales”; premisa menor: “Pedro es hombre”; conclusión: “Pedro es
mortal”. Y lo mismo tenía que ocurrir en materia litigiosa: Premisa mayor: “la ley tal señala en
su artículo tal determinada cosa”; premisa menor: “la autoridad hizo tal otra cosa”; conclusión:
“la autoridad violó la ley”. Se llegó, pues, al extremo de que los propios tribunales arguyeran
que los agravios no habían sido debidamente acreditados cuando no se observaba rigurosamente
esa mecánica de exposición.
Hoy en día, afortunadamente, esta rigidez esquemática -verdadera camisa de fuerza para
cualquier ser pensante- ha comenzado a quebrantarse en forma oficial. La flexibilización
progresiva que acusan los llamados “órganos de justicia” en todos sus niveles, ahora ha llegado
al ámbito de lo litigioso. La tesis que en seguida se transcribe y luego se comenta, así lo
evidencia:
CONCEPTOS DE VIOLACION. PARA QUE SE
ESTUDIEN, BASTA CON EXPRESAR CLARAMENTE
EN LA DEMANDA DE GARANTIAS LA CAUSA DE
PEDIR.- Esta Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de
la Nación abandona el criterio formalista sustentado por la
anterior Tercera Sala de este Alto Tribunal, contenida en la tesis
de jurisprudencia número 3a./J.6/94, que en la compilación de
1995, Tomo VI, se localiza en la página 116, bajo el número
172, cuyo rubro es: “CONCEPTOS DE VIOLACION.
REQUISITOS LOGICOS Y JURIDICOS QUE DEBEN
REUNIR”, en la que, en lo fundamental, se exigía que el
concepto de violación, para ser tal, debía presentarse como un
verdadero silogismo, siendo la premisa mayor el precepto
constitucional violado, la premisa menor los actos autoritarios
reclamados y la conclusión la contraposición entre aquéllas,
demostrando así, jurídicamente, la inconstitucionalidad de los
actos reclamados. Las razones de la separación radican en que,
por una parte, la Ley Reglamentaria de los Artículos 103 y 107
Constitucionales no exige, en sus artículos 116 y 166, como
requisito esencial e imprescindible, que la expresión de los
conceptos de violación se haga con formalidades tan rígidas y
solemnes como las que establecía la aludida jurisprudencia y,
por otra, que como la demanda de amparo no debe examinarse
por sus partes aisladas, sino considerarse en su conjunto, es
razonable que deban tenerse como conceptos de violación todos
los razonamientos que, con tal contenido, aparezcan en la
demanda, aunque no estén en el capítulo relativo y aunque no
guarden un apego estricto a la forma lógica del silogismo, sino
que será suficiente que en alguna parte del escrito se exprese
con claridad la causa de pedir, señalándose cuál es la lesión o
agravio que el quejoso estima le causa el acto, resolución o ley
impugnada y los motivos que originaron ese agravio para que
el juez de amparo deba estudiarlo. (6)
S. J. F. IX Epoca. T. VIII. 2a. Sala, septiembre 1998, p 323
(Visible también en RTFF. Cuarta Epoca, Año II, Marzo 1999,
No. 8, pp. 303 y 304)
En otras palabras, como la propia tesis lo indica, se abandona el llamado “criterio
formalista”, -como eufemistamente se atreve la Corte a calificar tal consigna, porque ni a criterio
llega- y se recomienda admitir la razón o argumento.
Pero analicemos su texto para derivar las diversas conclusiones a las que obligadamente
nos remite su reflexión:
1.- En primer término, debe observarse que dicho reemplazo de criterio se orienta a la
supresión de los “requisitos lógicos y jurídicos” que debían reunir los conceptos de violación
para ser considerados como tales, precisamente conforme a la tesis jurisprudencial anterior que
se alude.
2.- En segundo término, que la medida obedece a razones legales -artículos 116 y 166 de
la Ley de Amparo- antes inexplicablemente inadvertidas nada menos que por nuestra Suprema
Corte de Justicia de la Nación, según se infiere de sus propios señalamientos.
3.- En tercer término, que existe el precedente, también jurisprudencial, de que toda
demanda debe revisarse en conjunto y no por sus partes aisladas.
4.- Y, finalmente, que sólo basta con expresar claramente la causa de pedir, señalando la
lesión o agravio y los motivos que lo originaron, para que el juzgador quede obligado a entrar a
su estudio.
Desde luego que no vamos a detenernos en la injusticia radical que presuponen todos los
cientos o miles de demandas que durante décadas fueron desechadas conforme al susodicho
“criterio formalista”, ni, por supuesto, en las consecuencias verdaderamente pavorosas que
representa el que, durante todo ese tiempo, nuestra máxima autoridad justiciera haya caído en
esos dos “cánceres” de las magistraturas que son el “logicismo” y el “legalismo”, manejados a
ultranza para denegar justicia, pues terminaríamos por exigir como fuera que se les fincara
responsabilidad penal a tan ineptos juzgadores que así procedieron y que ya no podrán reparar
todo el mal que causaron con ello, bien haya sido por estrechez de criterio o bien por consigna o
por mera negligencia.
Tampoco habrá que “echar las campanas a vuelo” por este reciente reconocimiento sobre
la preeminencia de la razón como causa fundamental del tema, pues ni el “legalismo”, ni el
“logicismo”, ni mucho menos el “burocratismo”, han sido realmente erradicados de nuestros
tribunales. Todavía sufrimos sentencias “de machote”, hasta con tesis transcritas
secuenciadamente en un mismo orden para resolver repetitivamente, siempre en contra de los
gobernados, y como si hubiesen sido seleccionadas y ordenadas por la propia autoridad
administrativa a la que son tan proclives en defender tantos magistrados, -incluso con mejores
armas argumentativas que ellas-, particularmente cuando omiten emplearlas o lo hacen tan
deficientemente que deberían avergonzarles.
Pero el hecho de que tal obstáculo procesal pueda quedar plenamente salvado, así sea
dentro de varios años, -pues desgraciadamente siempre tardan demasiado en “permear” los
criterios auténticos y nobles en las conciencias -particularmente en las más burocratizadas-; o,
mejor aún, en las inconciencias de tales “servidores públicos” que sólo resuelven
mecánicamente-; no obstante, no deja de ser esperanzador para el país, para el estado de derecho
al que se debe aspirar siempre y, particularmente, para los contribuyentes que sufren injusticias
de tal magnitud, el que algún día las generaciones venideras puedan disfrutar de tal efecto.
Naturalmente que los cuatro conceptos antes enunciados y numerados como justificativos
de tal cambio de actitud obligan, también, a una reflexión especial, misma que puede enunciarse,
en forma secuencial respectiva a tales señalamientos, como sigue:
1.- ¿A quién se le ocurrió en el pasado que debían inventarse tales “requisitos lógicos y
jurídicos” para obstruir la justicia? ¿Por qué no existe en nuestro sistema jurídico el medio legal
para fincar responsabilidades a quienes instrumentaron tal “medida” requisitaria y con ello
emitieron tantas y tantas sentencias denegatorias de justicia que ahora ya son “firmes” y, por
ende, constituyen la fatalidad de la “cosa juzgada”, con las consecuencias económicas, jurídicas
y morales que ello significó? ¿Cómo se van a reparar los daños ocasionados por todas esas
sentencias sustentadas al amparo de tal “criterio jurisprudencial”?
No se olvide, querido lector, que también otros tribunales, aunque sea de los
“administrativos”, -como el Tribunal Fiscal de la Federación-, han venido acogiéndose a ese
mismo “criterio”, -ahora presuntamente rebasado-, y que también les incumbe la aplicación de
las sanciones que pudieren proceder ante tal “mecanicidad” -¿ingenua o dolosa?- en la
administración de justicia, que es el ámbito concreto por el que son remunerados y les
corresponde velar y responder ante la ciudadanía, más que ante quienes les asignaron la
encomienda.
2.- ¿Es que acaso los artículos 116 y 166 de la Ley de Amparo son nuevos o les resultaban
desconocidos? ¿Es que la propia Ley de Amparo es de reciente creación? ¿Es que tales
juzgadores realizan sus labores sin razonar -como se supone, al menos en teoría, que les
corresponde hacer ante cada caso concreto- y que ello les llevó a que, durante tanto tiempo,
emitieran sentencias de rechazo a las demandas presentadas, sólo porque la contraparte les dijera
que los conceptos de violación no reunían esos hipotéticos “requisitos lógicos y jurídicos” que ni
siquiera se preocuparon por buscar y confirmar como tales en las disposiciones de ley, o nada
más porque les dijeron que “hay jurisprudencia” en tal sentido, sin preocuparse siquiera por
cuestionarla, como de la manera más elemental se supone que les concierne hacer?
3.- ¿Y qué pasó con la aplicación de ese precedente que algunos califican como
“principio procesal” al que debieron acogerse para quedar obligados a la evaluación integral o
conjunta de la demanda presentada y no de sus elementos aislados? ¿Es que agravaron esa
estrechez de criterio, ahora evidenciada con la tesis transcrita, hasta con el pecado de negligencia
en el ejercicio de su encargo? ¿Qué clase de penalización cabría aplicar a quienes, en el
desempeño de tal encargo, no sólo evidenciaron ignorancia legal, sino también negligencia en su
ejercicio?
4.- Y, finalmente, ¿por qué hasta ahora se obligará al juzgador que se adentre al estudio
de la demanda presentada, independientemente de que no se cumpla con aquéllas anacrónicas
formalidades y sacramentalidades, bastando con indicarle la causa de pedir, el agravio y sus
causales, si desde siempre ha sido ésa la “materia prima” con la que se trabaja en materia
litigiosa y todo cuanto finalmente cambia, con motivo de la tesis pretranscrita, es el orden o
secuencia de su presentación? ¿Es que antes los juzgadores no podían discernir el contenido de
lo demandado y sólo se limitaban a observar el orden expositivo? ¿En manos de esa clase de
juzgadores descansó la justicia mexicana durante tantos años?
No hay duda de que usted, querido lector, seguramente tendrá muchos más motivos de
reflexión mejores que los citados, pero la conclusión más alarmante de tal estado de cosas es que
aún falta demasiado para que podamos cumplir con el ideal, ya no de “justicia pronta y expedita”
que se predica en nuestra Constitución, sino ya nada más de “justicia”, -a secas-, aunque se
pronuncie y sea verdaderamente tal después de toda una eternidad.
OJO, SEÑORES “FISCALISTAS”, MUCHO OJO
Hoy en día encontramos “fiscalistas” hasta por debajo de las piedras. Vaya usted al
pueblo más humilde y verá como anuncio principal, en todas sus calles, el nombre de cada uno
de sus habitantes con la ya clásica leyenda: “Asesoría fiscal”. Y, debajo de ella, la relación
exhaustiva de todas las virtudes y gracias inventadas o por inventar para atender y resolver todo
al respecto.
¿En qué consiste, realmente, tal “asesoría”? En lo poco que puede pedir un poblado de tal
magnitud, es decir, en el llenado de formas y declaraciones, -la mayor parte de las veces-, y,
cuando mucho, en uno que otro “consejo” sobre la forma de ahorrarse algo de impuestos a base
de “medidas” que casi siempre se repiten para todos los casos, aunque exigiendo discresión para
que no se divulguen y ello “le pudiera perjudicar” al privilegiado consultante que recibirá tales
“dones” al servirse de la receta.
Finalmente, pues, tales “asesores” no son mayor problema que el de la “salida”, un tanto
ingenua y otro tanto intrascendente para todo efecto, tanto recaudatorio como profesional.
El verdadero problema está en algunos de los llamados “tratadistas”, “articulistas” y
“anunciantes” de toda laya que se ostentan como verdaderos paladines o superhombres de la
fiscalidad, bien porque se esmeren en ilustrarnos sobre sus excelsitudes para “enderezar toda
clase de entuertos” -a la mejor usanza quijotesca-, bien para encomiar cualquier clase de
“legalismos” a ultranza -pese a que sólo se establezcan en perjuicio de los tributantes-, o bien
para asustarnos sobre los riesgos infinitos de ejercer medidas defensivas o de planeación fiscal,
dado el peligro permanente de la ilicitud y las razones económicas por las que recomiendan
optar, en franca preferencia y consecuente subordinación plena a los dictados hacendarios -a fin
de cuentas es el dinero de sus clientes- antes que cualquier intento por meterse en los mares
embravecidos del litigio o de la planeación.
Y es frecuente encontrar, entre tales “fiscalistas”, a quienes invocan principios de justicia,
de seguridad jurídica, de legalidad, etc., así como supuestas ventajas, incluso demostrables en
términos aritméticos, para apuntalar ideas de optimización de la producción o de las ventas, antes
que enfrentar el riesgo de esforzarse mental y profesionalmente por una planeación que optimice
la carga tributaria de quienes les consultan. Seguramente, -unos y otros-, son de los que siguen
confundiendo la justicia con la ley o la economía con la hipótesis.
El problema de fondo, pues, es que tienen perdida la brújula sobre el sentido del tributo,
el empleo indebido que se hace de él, y hasta el concepto mismo de legalidad al que cabe
acogerse para exigir el establecimiento de un verdadero régimen de derecho y no de un sistema
ramplón y cínico de abusos e impunidades.
Dicho en otras palabras, ponen la mira en el microcosmos del legalismo, olvidando el
macrocosmos de nuestra realidad socio-política y jurídico-económica, pese a ser insoslayable.
Bien se sabe, por ejemplo, que más del cuarenta por ciento de nuestra población pasa
hambres y miserias, es decir, que sobrevive con menos de un dólar por persona; que, de los seis
mil millones de habitantes del planeta, mil quinientos se encuentran en esa misma condición;
que, de los restantes cuatro mil quinientos millones, no se puede decir que vivan con lujos, sino
que simplemente no pasan por las mismas condiciones de aquéllos, aunque tampoco resulten sus
situaciones concretas demasiado envidiables; que apenas alrededor de doscientas personas -leyó
usted muy bien: doscientas, no doscientas mil, ni mucho menos los miles de millones citados-
disponen de más ingresos que el cuarenta y uno por ciento de la población mundial en conjunto;
que los tres ciudadanos más ricos del planeta tienen mayor fortuna -para formarnos una idea
precisa- que el producto interno bruto acumulado de los cuarenta países más atrasados con sus
seiscientos millones de habitantes; que un puñado de empresas transnacionales manipula el poder
mundial a través del “grupo de los siete”, la ONU, su Consejo de Seguridad, su treintena de
organismos satélites y el Banco Mundial, con los cuales quitan y ponen presidentes y dictan las
políticas a seguir y los precios a imponer en todo y para todo; que la famosa “aldea global”, el
no menos famoso “neoliberalismo”, y los ahora discutidos “capitalismos” -tanto el que se reputa
como nefasto, o sea el de Estado o socialismo y/o comunismo, como el que sigue siendo
paradigma del “jet set”, o sea el de particulares o “neofeudalismo”- sólo han servido para la
reconcentración de la riqueza universal en pocas manos; que, en fin, la injusticia y la desigualdad
campean más que nunca en el orbe, y no únicamente porque se envenenen las aguas, los campos,
los alimentos y el aire a ciencia y paciencia de todos, sino porque los pobres cada vez serán más
pobres y los ricos, por su parte, también lo serán en mayor grado. Y, si esto se sabe bien, lo
menos que procede es que nos vengan tales “fiscalistas” con sandeces tan infames como las de
exigir penalizaciones a los gobernados que no pagan sus tributos porque ya no pueden -y son la
mayoría- o recomendarles que no vayan a ejercer cualquier clase de planeación fiscal porque,
desde sus limitadas perspectivas de escritorio, -según dicen-, todo se reduce a optimizar la
producción, echar números y ser cumplidos para “no comprar riesgos”.
Cualquier profesional que se respete como tal está obligado, por lo menos, a pugnar por
el beneficio de quien pide sus servicios y los paga. Si así no fuera, hasta los criminales se
pudrirían en las cárceles, pues el ser culpables les impediría el ser defendidos. El asesor fiscal
auténtico -e incluso el llamado “coyote” que se ostenta como asesor- no son agentes del fisco ni
están para ayudar a la autoridad. Sobre todo cuando saben de los dispendios que debieran leer en
la prensa de todos los días, al menos para entender que no todos los países son iguales y que el
suyo está naufragando ante tantas irresponsabilidades, impunidades y estupideces gubernativas.
¿Acaso ignoran los índices de endeudamiento que hemos alcanzado, -incluso bajo la demagogia
de los supuestos “blindajes” económicos con los que ahora se disfraza cada nuevo empréstito del
exterior-? ¿No saben de los déficits presupuestales que año con año padecemos? ¿Nadie les ha
informado que, en los últimos veintidós años, nuestro peso se ha devaluado en un ochenta mil
por ciento? ¿Ignoran que las revisiones de la cuenta pública -al menos la del 96- resultó
imposible para los diputados porque en la propia contabilidad gubernamental no se aplicaron
principios de contabilidad y se incurrió en toda clase de barbaridades? ¿Desconocen los sueldos
millonarios que perciben anualmente los magistrados y los consejeros electorales? ¿No han
escuchado de las percepciones, “regalos” y prestaciones que percibe el increíble ejército de
diputados y senadores que nos “representan” y que en vez de legislar se limitan a exhibir sus
viscerales diferencias partidistas? ¿Desconocen lo que cuesta el dispendio de las campañas
electoreras y los subsidios a toda una serie de pseudo partidos políticos que jamás han pasado de
meros membretes y de otros que, o ni siquiera son tales por depender del Estado, o sólo le sirven
de comparsas para aparentar internacionalmente una imagen de democracia, pero que finalmente
se benefician -todos sin excepción- de recursos tributarios pagados por nosotros tanto a la
Federación como a los Estados y Municipios?
En una palabra, ¿cómo puede ostentarse alguien como fiscalista si sólo se ocupa de
predicarle a sus clientes la obligación de tributar ciegamente, de inculcarle temores sobre la
planeación fiscal o de sustentar su defensa en aplaudirle las reformas legales al gobierno cuando
éstas sólo se orientan a la penalización y encarcelamiento de los gobernados? ¿Por qué no se
ocupa, si es tanta su afición por el legalismo y la persecusión de los delincuentes, de la
impunidad de la que gozan los gobernantes, pese a que se descubran a diario todas las
sinvergüenzadas que cometen, han cometido y seguirán cometiendo? ¿Es que acaso no sería
mucho más “legalista” que se luchara por exigir la creación, vigencia y aplicación irrestricta de
leyes que verdaderamente satisfagan los tres requisitos esenciales de toda auténtica democracia:
elegir libremente a los mandatarios, revocarles el mandato cuando incumplan y penalizarlos
cuando hayan incurrido en ilícitos, en vez de tolerar con bromas y chistes que sigan paseándose
por dondequiera después de sus delitos? ¿Se habrán preguntado, en fin, para qué existe una
legislación, -tanto federal como estatal-, en torno a responsabilidades de funcionarios públicos, y
que hasta ahora sólo haya servido para encarcelar carteros y funcionarios menores? O, ¿se
habrán preguntado, por contrapartida, cómo es que existe legislación mercantil que penaliza al
administrador infiel de una empresa, hasta por tener intereses contrarios a los de ella, y no la que
penalice al administrador infiel de todo un país, de un Estado o de un Municipio?
Por otra parte, ¿desconocerán tales “fiscalistas” que la defensa fiscal no es la mera
elaboración rutinaria de cualquier clase de recursos y demandas o la simple promoción de juicios
e incidentes, sino la conciencia plena de la necesidad ciudadana por sobrevivir en medio de una
figura, -antes arbitraria, ahora “legalizada”-, por la que el Estado de todos los tiempos le despoja
de los frutos de su trabajo? ¿Entenderán que la planeación fiscal no es evasión, sino elusión palabra que hasta los propios funcionarios del más alto nivel emplean, desde siempre, con
ánimos engañosos o engañados, es decir, para mal informar al pueblo o por estar mal
informados- y que representa el legítimo derecho de todo tributante -concepto mundialmente
admitido- para optimizar su carga tributaria, por supuesto que “dentro de las leyes”, pues no se
acude a un profesionista de la materia para evadir impuestos, -eso cualquiera lo hace, incluso sin
haber pasado por una institución académica-, sino para que éste le auxilie técnicamente sobre la
forma legal de lograrlo, -cuando la haya-, de tal suerte que se cumpla el ideal económico tan
ancestral como el hombre, - y principio por excelencia de tal ciencia- o sea el del “máximo de
rendimiento con el mínimo de sacrificio”, toda vez que el contribuyente lo es por razón de ser un
factor económico y no una mera entelequia subordinada a los dictados y amenazas del Estado? O
¿no es cierto y hasta obvio que, si se desea un aborto, se autoinduce o se acude clandestinamente
a la “comadrona”, mientras que, si se requiere un parto, se acude al médico?
El deber moral por antonomasia de todo auténtico fiscalista es el de enterarse de la clase
de país en el que vive. Y por “clase” deben entenderse sus condiciones concretas, sus
potencialidades reales, sus tipos de gobiernos, sus experiencias históricas, sus idiosincracias
propias, sus aplicabilidades legales y su régimen de justicia. Ningún país es igual a otro y no
cabe seguir siendo tan torpes como para imitar lo de los demás sólo porque a ellos les sirvió. Lo
que en unos pasa por medicina, en otros se convierte en veneno. Ni nuestra economía se parece,
por ejemplo, a la norteamericana, ni nuestros impuestos son inferiores a los de ella, ni los
servicios públicos son comparables. Hasta se nos impone una tasa de impuesto al valor agregado
que nos impide competirles y siguen sin faltar los ingenuos o los perversos que todavía pugnan
por su elevación o por suprimir las escasas exenciones que medio permiten paliar miserias al
grueso del pueblo.
Nadie puede ignorar, por otra parte, que durante miles de años el tributo fue la forma de
subordinar a los esclavos, a los prisioneros o a los oprimidos. Recordemos, incluso, la realidad
de la Gran Tenochtitlán; realidad que aún subsiste en forma de centralismo y de subsidios
privilegiados a sus habitantes, con franco perjuicio de los demás ciudadanos del país. Bastaría
con citar ejemplificativamente el costo del metro, y las distancias por las que sirve, para
compararlo con el del transporte urbano en cualquier ciudad de provincia, por distancias
muchísimo menores, a pesar de que sigan predicándose tesis descentralizantes que jamás se
realizarán con tales “políticas”.
Sólo desde hace doscientos años el impuesto comenzó a “legalizarse”, es decir, a
convertirse en “figura jurídica”, pero por una razón única: la de sufragar el gasto público, que no
es otra cosa que la necesidad económica de sostener el aparato gubernativo, siempre que éste sea
razonable en su costo, moderado en su gasto y prudente en su manejo. Y habrá que leer y
estudiar, pero en serio, a Rousseau, a Montesquieu y al no menos famoso Adam Smith, -cuando
menos-, para entender el porqué de un “contrato social”, el porqué de una “división del poder” y
el porqué de unas “máximas de los impuestos” -no “principios”, como doctoralmente se solazan
en repetir algunos “tratadistas” desinformados que, obviamente, jamás lo han leído-. Habrá que
entender por qué el “tributo” y el “impuesto” pueden pasar por sinónimos, mientras que, el
concepto de “contribución”, no. Y cabrá recordar que es de “contribuir” de lo que habla nuestra
Constitución, no de tributos ni de impuestos, pese a que nuestras leyes tributarias sean “del
impuesto sobre...” o “del impuesto al...”; a que el órgano de vigilancia sea un tal “servicio” de
“administración tributaria” y a que el padrón federal respectivo sea “de contribuyentes”. ¿Podrá
reputarse fiscalista el que ni siquiera pueda advertir tantos cantinflismos y manejos impropios del
idioma juntos, tanto por parte de quienes hacen las leyes como de quienes tienen el encargo de
aplicarlas? ¿Podrá seguirse consintiendo que el amparo sólo beneficie a quien lo solicita, pese a
que se declare la inconstitucionalidad de una ley, -o de alguno de sus preceptos-, cuando bien se
sabe que durante décadas se ha seguido la política de reformar las leyes tributarias a sabiendas de
su inconstitucionalidad y sólo para acrecentar temporalmente la recaudación, dado el despilfarro
crónico de recursos que padecemos? ¿Se le ha fincado responsabilidad penal, cuando menos
alguna vez, a los funcionarios hacendarios y a los congresistas que han propuesto, discutido y
aprobado tales ordenamientos, pese a que adolezcan de evidente inconstitucionalidad y que sólo
hayan servido para incrementar temporalmente dicha recaudación, es decir, mientras se
impugnaban y el Poder Judicial pasaba tragos amargos para declararla? ¿Se justificará de algún
modo el seguir haciéndonos cómplices de ello mientras predicamos, aplaudimos o celebramos
que deba encarcelarse a todo defraudador fiscal, mientras guardamos un cobarde silencio ante
tales estropicios oficiales?
El tributo -llámesele como eufemísticamente se quiera- jamás ha sido una bendición del
cielo. Recuérdese -nada más por citar unos pocos ejemplos- el impuesto a la barba que impuso
Pedro el Grande; el “derecho de pernada” -atribución del señor feudal para pasar la primera
noche con la recién casada-; el sacrificio humano de nuestros aztecas para embadurnarle el
corazón latiente de sus prisioneros a Huitzilopochtli; y hasta el impuesto a los caballos y a las
ventanas de nuestro principal vendedor de todos los tiempos: el por ello inolvidable Santa Anna.
Si eso no nos deja ver la verdadera naturaleza del tributo, el sacrificio que representa el trabajo
de los gobernados para que terminen por dilapidarlo los malos gobernantes y, sobre todo, su
absoluta inutilidad cuando la economía nacional sigue decreciendo cada vez más por razón de
toda clase de políticas gubernativas equivocadas, dolosas o torpes, mientras enajenamos cada vez
más el resto de país que nos queda e hipotecamos cada vez más nuestra soberanía, entonces ya
no seremos capaces de ver algo distinto que nuestra obsesión por un “legalismo” ingenuo que
castigue a los evasores fiscales, nada más por tener el defecto de ser “contribuyentes” y no
“gobernantes”; o nuestra no menos lamentable condición de plañideras temerosas y lloriqueantes
ante eso que indebidamente llaman “planeación fiscal” y que no pasa de ser más que una
exhibición más de su ignorancia sobre el tema o de su ineptitud para ejercer un servicio
profesional digno y honesto en medio de tales circunstancias.
Obviamente, pues, ya no cabe seguir celebrando cada nueva reforma legislativa por la
que se penalice al contribuyente incumplido, cuando menos por conciencia y respeto a los
millones de ellos que han llegado al incumplimiento debido a que la economía de su país ya no
les permite sobrevivir y temen ser muertos o repatriados si cruzan la frontera, como ya tantos
millones lo han hecho y lo siguen haciendo, nada más que por culpa de tantas rapacerías
gubernativas ya centenarias. Lo que de verdad debieran exigir y aplaudir es que se implementen
y, sobre todo, apliquen leyes que penalicen la incompetencia, la deshonestidad y el dispendio de
recursos públicos. Y tampoco cabe seguir amedrentando a nuestros conciudadanos con “el petate
del muerto”, haciéndoles creer que la planeación fiscal es peligrosa y que más vale acudir a la
simple optimización del negocio, ignorando la competitividad nacional e internacional que
impide tales lujos y pretenciones o limitándose a solapar y encubrir su ineptitud profesional para
abstenerse de proporcionar una asistencia legal de carácter fiscal, tan legítima como la que pueda
proporcionarse en cualquier otra rama del derecho. Nadie que pretenda ostentarse como
“fiscalista” puede ser tan ciego como para ignorar principios jurídicos tan elementales como el
de que: “nadie está obligado a lo imposible”, por una parte, o como el de que: “lo que no está
prohibido, está permitido”, por la otra, pues en ellos se sustenta, respectivamente, el carácter
confiscatorio del tributo cuando el gobernado no puede pagarlo -sin que por ello deba
encarcelársele, pues ello es más culpa del gobernante inepto que de él- y el carácter legal de la
planeación fiscal -que sólo puede ser legítimamente llamada así cuando no transgrede ley
alguna-.
Ciertamente, algunos de esos supuestos “fiscalistas” sustentan su ejercicio profesional en
el cultivo del “temor al fisco”, tal como se hizo en tiempos inquisitoriales con la paradoja
inconcebible del “temor a Dios” -en el fondo, “temor a los tribunales de la inquisición”, ni
siquiera a la Iglesia, pues ni Dios ni la Iglesia pueden ser temibles cuando su misión es la de
predicar el amor o el bien, respectivamente-. Piensan, tal vez, que al atemorizar a sus
consultantes o lectores -política que también cultiva, tanto publicitariamente como en su
ejercicio o actuación diaria, la dependencia encargada de la vigilancia impositiva- forzosamente
les redundará en una mayor clientela. Ni siquiera les pasa por la cabeza que su cliente o lector
pueda saber más que ellos al respecto y que la peor impresión que puede causar un profesionista
es precisamente la de mostrarse atemorizante o temeroso de aquello a lo que atiende, pues con
eso sólo revela o voracidad o inmadurez. El verdadero profesional del tema inculca tranquilidad,
inspira certidumbre, proyecta seguridad y despeja temores, absteniéndose de agravar el estado
crítico del consultante o del lector y dando recomendaciones sanas, -sin ocultar, desde luego, la
gravedad de las cosas, cuando ésta sea tal-, pero siempre consciente y auténticamente entendido
de que está con él para servirle y no de que el consultante o lector acudieron a él para “ir a poner
la Iglesia en manos de Lutero”.
Ojo, señores “fiscalistas”, mucho ojo... Ni las poses de “legalistas” exacerbados que sólo
hacen panegíricos de las reformas legales que penalizan en mayor grado a los contribuyentes, ni
las prédicas atemorizantes sobre el ejercicio legítimo de lo que no transgrede las leyes, son
recursos que proceda utilizar en esta área. Ningún gobernado es tan tonto como para seguirse
“chupando el dedo” con la idea de que sólo tendremos un “país de leyes” o un “régimen de
derecho” cuando se castigue a los supuestos o reales defraudadores fiscales -pues, más
frecuentemente de lo que se cree, sólo lo son porque fueron mal defendidos por tales “asesores”
o porque la simple arbitrariedad habitual del personal de visita les llevó a ser tomados y
calificados como tales injustificadamente-. Todo gobernado sabe que sólo tendremos un “país de
leyes” o un verdadero “régimen de derecho” cuando se comience por penalizar la ineptitud y el
dispendio gubernativos. Nunca se olvide que todo presupuesto tiene dos caras: lo que entra y lo
que sale, el ingreso y el egreso. Y, mientras los gobernantes sólo aprieten en el ingreso y aflojen
en el egreso, será el equilibrio gubernativo de todo el país lo que se deteriore. Recuérdese que así
han surgido las grandes revoluciones, que ésa fue la causa de la Revolución Francesa y de
nuestra propia Revolución Mexicana, para no ir más lejos.
Ojo, señores “fiscalistas”, mucho ojo..., pues no se cultiva con temor, sino con esperanza.
Hasta el campesino más ignorante sabe que arroja la semilla al surco para cosechar, no para que
vengan las aves de rapiña y la devoren. Si sólo creyera, al sembrar, que todo se perderá porque
sólo piense en tales aves, mejor se dedicaría a otra cosa, se quedaría inactivo o se iría a otro país.
Igual ocurre con el empresario y el inversionista: si el promover fuentes de empleo y
arriesgar sus recursos sólo puede convertirle en candidato a prisión, sea porque las últimas
reformas legislativas consideren cualquier supuesta o real evasión fiscal que rebase un cierto
monto como causal de ello, o sea porque el empleo de estrategias fiscales le convierta en
candidato a lo mismo, lo menos que hará será invertir y trabajar.
Obviamente, tales “fiscalistas” con alardes legaloides terminan por convertirse en los
enemigos principales de su país y hasta de la recaudación fiscal misma, pues, en la medida en
que desalientan la inversión, terminan por arruinar las pocas expectativas de progreso y
desarrollo que todos queremos. Y si con tales afirmaciones sólo pretenden congraciarse con sus
amigos funcionarios, la verdad es que terminan por dañarlos, pues cada vez les resultará a éstos
mucho más improbable el que puedan rendir buenos resultados de sus funciones públicas. No
hay que olvidar que el desaliento sigue siendo el peor de los males de cualquier colectividad y
que le hacemos un mejor servicio a nuestra patria denunciando vicios que solapando
extralimitaciones.
Ojo, señores “fiscalistas”, mucho ojo..., porque hay países, -como es el caso del nuestro-,
donde “el horno ya no está para bollos”, es decir, donde ya la paciencia y tolerancia de la
población no puede resistir más. Lo verdaderamente atemorizante no es el fisco, sino el riesgo
cada día más inminente de los estallidos sociales ante tantas injusticias, desmanes y negligencias
gubernativas. No hay que olvidar que “el que siembra vientos, cosecha tempestades”.
Ya no mintamos diciendo que la defraudación fiscal representa un delito en contra de
toda la población, pues es obvio que la defraudación gubernativa es la que ha propiciado la
defraudación fiscal. Desde antes de Cristo se ha predicado con el ejemplo y, así como el hijo
hace lo que ve en el padre, así el gobernado procede como le ilustra hacerlo el gobernante. Si los
mexicanos llevamos siglos de ver la explotación y dispendio de nuestros recursos por toda clase
de gobiernos deshonestos y manirrotos que sólo han visto por su exclusivo beneficio y
privilegios, seríamos muy ingenuos si ahora cayéramos en el garlito de suponer a la inversa los
orígenes del problema. Y tampoco mintamos diciendo que resulte preferible elegir entre la
optimización de los medios de producción o de mercadeo por sobre el ahorro de impuestos
mediante la planeación fiscal, pues ni la competitividad permite tal opción ni la planeación se
reduce a meros diferimientos de la carga tributaria o a medidas extralegales para lograrla.
La situación económica actual ya no se resuelve con encarcelamientos y pudibundeses.
Ambas actitudes son contrarias a la demanda profesional real que exige un país en crisis. Lo que
necesitamos son leyes que penalicen -y sobre todo que se apliquen- realmente a los gobernantes
ineficientes o pillos, no a los gobernados que los soportan y sostienen con sus tributos. Lo que
necesitamos son cargas tributarias acordes a la condición económico-social que vive la mayoría
de los gobernados, no a las demandas de mayores privilegios de quienes ya gozan de todos los
imaginables.
Ojo, señores “fiscalistas”, mucho ojo..., pues no hay que ignorar la historia: durante
varios miles de años se han construido, a lo largo y ancho del planeta, en todos sus continentes,
varias centenas de miles de tumbas, obeliscos, catedrales, templos, pirámides, murallas, caminos,
monumentos, baños, arcos, etc. a título de tributo o imposición de los gobernantes sobre los
gobernados. Sólo las pirámides egipcias y americanas o la muralla china representan ya los
máximos monumentos a la explotación del hombre por el hombre. Cuando menos no pasemos
ante ellos como simples turistas ingenuos sin advertir el oprobio que representan sobre la historia
de todos los gobernados del planeta. Murieron muchos millones de seres como nosotros ,
incluyendo sus familias, y por varias generaciones, nada más en las tareas constructivas y en las
de transportación y tallado de sus piedras. Y así transcurrieron milenios, lo cual se dice pronto.
En el siglo XIX se denunciaba, hasta mediante las novelas de la época, la explotación
inmisericorde de niños y mujeres en las minas de carbón y por jornadas de doce o catorce horas.
Incluso en nuestro siglo existen vestigios de esclavitud y de opresión que siguen sin terminar.
Pero tampoco vayamos tan lejos, volvamos atrás unos pocos siglos y recordemos a nuestros
tamenes, o indios de carga, que no eran más que simples adolescentes que debían ascender,
desde quinientos metros bajo tierra, con sesenta o setenta kilos de mineral sobre la espalda, casi a
oscuras, para ponerlo en la superficie, y que, en el término promedio de siete años,
invariablemente morían por silicosis. Si todo esto no nos dice quién ha sido quien ha abusado
siempre del tributo, mejor dediquémonos a estudiar en serio la historia.
No ignoremos, además, la clase de impuestos que se han manifestado a lo largo de todos
esos milenios: diezmos, capitaciones o censos, acompañamiento a la guerra, formariage o
casamiento con persona extraña al feudo, talla, de mano muerta, sobre grandezas y títulos, de
servicios de lanzas y de media anata, nobleza, de paja y utencilios, de frutos civiles, de culto y
clero, de inquilinatos, de justicia, peaje, pontazgo, productos primos, oro, viviendas, utilidades,
salarios, de pobres, de pernada, a la barba, etc., pues siempre se ha tributado por todo: por comer,
por vivir, por transitar, por vestir, por transportar, por tener, por enajenar, por percibir, por usar,
por ganar, por perder, por trabajar, por respirar y hasta por morir, de tal suerte que, si fuésemos
suficientemente atentos a las evidencias de la realidad, seguramente advertiríamos que,
históricamente, jamás existió la idea siquiera de alguna clase de defensa fiscal, toda vez que,
durante milenios, los gobernantes se ostentaron como dioses, o fueron tomados como tales, y los
gobernados no sólo tributaban, sino que hasta se esmeraban en hacerlo lo mejor posible para
rendírseles a plenitud y hacérselos propicios. Fue hasta hace doscientos años, precisamente con
Adam Smith, que comenzó a surgir el concepto jurídico del impuesto y, por ende, sólo desde
entonces comenzó a vislumbrarse, dado que todo derecho entraña o conlleva una obligación, que
cabría oponerse jurídicamente a sus excesos, pero sin que las leyes de entonces para acá
permitieran mayores libertades en materia defensiva o planeatoria. Todavía hace poco, en este
mismo siglo que está por concluir, había quienes se santiguaran sólo de pensar en incumplir con
su pago.
En consecuencia, jamás existió en el pasado alguna clase de defensa o de planeación
fiscal prácticas o ejercibles que pudiesen merecer tales nombres y, por ende, es hasta estas
últimas cuatro o cinco décadas que han comenzado a referirse formalmente tales temas y a
tomarse un poco más en serio por parte de nuestros tribunales y de los verdaderos especialistas
de la materia.
Y, para concluir: ojo, señores “fiscalistas”, mucho ojo..., pues no cabe seguir ignorando
los dos legados evangélicos que mejor nos guían al respecto:
A.- Tanto San Mateo (XXII-15-22) como San Marcos (XII-13-17) y San Lucas (XX-2226), coinciden en el pasaje harto conocido sobre el tributo. El primero lo refiere así: “Entonces
los fariseos se fueron y deliberaron cómo le sorprenderían en alguna palabra. Le enviaron,
pues, sus discípulos con los herodianos, a decirle: “Maestro, sabemos que eres veraz y que
enseñas el camino de Dios con verdad, sin miedo a nadie, porque no miras a la persona de los
hombres. Dinos, pues, lo que piensas: ¿es lícito pagar tributo al César o no?”. Mas Jesús,
conociendo su malicia, repuso: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del
tributo”. Y le presentaron un denario. Preguntóles: “¿De quién es esta figura y la leyenda?” Le
respondieron: “del César”. Entonces les dijo: “Dad, pues, al César lo que es del César, y a
Dios lo que es de Dios”. Oyendo esto quedaron maravillados, y dejándolo se fueron”.
Los otros dos evangelistas lo relatan casi en los mismos términos, por lo que, si dejamos
de lado la intriga, la tentación, los elogios y el propósito de la pregunta, podremos quedarnos con
tres observaciones esenciales en las que los tres coinciden casi a la letra:
- el calificativo franco de “hipócritas”, que no oculta y que los tres evangelistas señalan;
- la respuesta: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, y
- el resultado: que, a pesar del calificativo, hayan quedado maravillados o admirados.
Lo primero es claro: no puede ser más que hipócrita todo aquel que pregunte si los
impuestos deben pagarse o no, pues a nadie pueden agradarle -salvo al César- y Jesús lo sabía
muy bien.
Lo segundo es una respuesta apropiada para tal clase de consultantes -“hipócritas”- pues
Jesús usó la tesis ciceroniana de justicia: el famoso suum quique -“dar a cada quien lo suyo”-, es
decir, sin entrar en consideraciones sobre el porqué deba darse a cada quien lo que se infiere que
ya le corresponde, ni el porqué deba existir un alguien que deba ejercer tal función, ni, mucho
menos, el porqué ese alguien haya sido autorizado para hacerlo o el porqué eso deba entenderse
como justicia cuando no se trata más que de un mero reembolso. Obviamente, tampoco se detuvo
Jesús -ni tenía por qué hacerlo- en el absurdo que representaba el que todas las monedas tuvieran
que entregarse al César, -toda vez que todas tendrían su efigie-, con lo que dejarían de ser
monedas y de seguir en poder de los gobernados.
Lo último es explicable: nada maravilla más que encontrarse con una respuesta
congruente con los dictados de la época y, a la vez, tan a salvo de las intenciones de tales
“consultantes”.
En suma: Jesús representa, precisamente con esa respuesta, el paradigma de la defensa
fiscal, pues no hay que descuidar el deslinde de derechos, la obligación tácita del César con
respecto a las monedas que emite y que no puede acaparar sin despojarlas con ello de su
significación, y, sobre todo, la argumentación misma por la que cabe calificar de “hipócritas” a
quienes sólo “tientan” con ello.
B.- Pero es el segundo pasaje, aunque sólo lo refiera San Mateo (XVII-24-27), el que
cabe conjuntar con el anterior para formarnos una idea integral del tema. Dice: “Cuando
entraron a Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban el didracma y le dijeron: “¿No
paga vuestro Maestro el didracma?” Respondió “Sí”. Y al llegar a casa, se anticipó Jesús a
decirle: “¿Qué te parece, Simón: los reyes de la tierra ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus
hijos o de los extraños?”. Al contestar él: “De los extraños”, díjole Jesús: “Por tanto, libres
están los hijos. Sin embargo, para que no les escandalicemos, vete al mar, echa el anzuelo, y el
primer pez que salga, tómalo, abréle la boca y encontrarás una moneda. Tómala y dásela por
Mí y por tí”.
Cabe observar que el didracma era la expresión con la que se describían los dos dracmas
que debían pagarse como tributo al templo, -ni siquiera al César-, por lo que venían a representar
el equivalente del diezmo que actualmente sigue cobrando la Iglesia Católica.
Y también cabe aclarar que la esencia original del tributo fue precisamente la de que sólo
se pagara por los extraños, a diferencia del impuesto, que, como “legalización” más o menos
reciente de aquél y dado su moderno destino de “sufragar el gasto público”, debe ser pagado por
todos.
Pero, volviendo al pasaje que se comenta, también aquí las conclusiones son obvias:
- El tributo sólo debía ser pagado por los extraños.
- Pero, dado que existía como tal, no valía la pena escandalizar.
- Sin sacarlo de su bolsa, Jesús ordenó buscarlo en la boca del pez.
- Y terminó por pagarlo para cubrir las apariencias, pero sólo por ello.
Si nuestros “fiscalistas” no saben advertir en este pasaje los fundamentos de la planeación
fiscal y la convalidación -más que obvia- de la defensa fiscal, mejor que se dediquen a otra cosa.
¿EXISTE LA JUSTICIA TRIBUTARIA?
Se ha vuelto tradicional, y hasta rutinario, que todo mundo invoque las dos definiciones
clásicas de justicia -la aristotélica y la ciceroniana- como si fuesen verdades dogmáticas, como si
con ellas se hubiese resuelto para siempre el fondo conceptual del tema. Hoy en día, hasta la
Suprema Corte de Justicia de la Nación enjuicia con las dos expresiones que la caracterizan:
“tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales” y “dar a cada quien lo
suyo”. ¿Pero serán válidas, ciertas y, sobre todo, justas, tales afirmaciones? ¿Procederá aplicarlas
al ámbito de lo tributario? Veámoslo:
A.- Ciertamente, se atribuye a Aristóteles el haber afirmado, quizá por primera vez, que la
justicia se entienda como: “tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como
desiguales”. Pero, en realidad, según Daniel Kuri Breña (“La Esencia del Derecho y los Valores
Jurídicos”, 1939) “los pitagóricos, Platón, Aristóteles, los juristas romanos (Ulpiano, Cicerón)
toda la filosofía medioeval, San Agustín, Santo Tomás, los teólogos y filósofos españoles de los
siglos XVI y XVII: Suárez, Vittoria, Soto... los modernos: Descartes, Kant, Fichte, Vico,
Pufendorf, etc., hasta los juristas contemporáneos han coincidido en lo que fundamentalmente se
entiende por Justicia. Todos ellos, al definir la justicia, encuentran que es fundamentalmente
una relación que implica cierta
igualdad, una armonía, una equivalencia, una
proporcionalidad, una ecuación”.
El propio autor en cita refiere lo que llama: “las tres dimensiones de la justicia”, a saber:
- si atañe a las relaciones entre dos personas: justicia conmutativa;
- si concierne a las relaciones entre múltiples personas: justicia distributiva; y
- si incumbe a las relaciones del hombre con la sociedad: justicia social.
Y concluye en que el problema esencial de la justicia no es el definitorio, sino el
aplicativo, lo cual termina por revertir el tema hacia el “tratamiento” del que hablaban
Aristóteles y Cicerón: “tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales” y
“dar a cada quien lo suyo”.
Ahora bien, por justicia conmutativa se entiende la contractual o judicial, es decir, la que
sólo pretende corregir. Por justicia distributiva, la que alude al reparto de bienes y honores
públicos según merecimientos. Por justicia social, la que concierne a la relación laboral para una
adecuada distribución de bienes. Han sido, pues, los tratadistas del derecho los que han deducido,
aunque sin fundamento conceptual alguno, que el tributo corresponda al ámbito de la justicia
distributiva, dado que involucra a cada uno de los miembros de la sociedad y, por ende, al bien
común, de tal forma que deba considerársele dentro de las finalidades propias de la comunidad.
En consecuencia, Aristóteles y Cicerón jamás se ocuparon de alguna clase de justicia relacionada
con el tributo, sino que ello ha sido deducido o inferido por los juristas y tratadistas.
Estos afirman que el tributo debe conceptuarse dentro de la justicia distributiva, sobre
todo a través de un régimen tarifario que permita a los iguales y a los desiguales ser tratados en
forma distinta entre sí. Sostienen que sólo cuando los tributos se fijen en forma tarifaria es
cuando podremos hablar en sentido estricto de justicia, sin que nos expliquen lo que ocurre
cuando no es así, pues, conforme a esa lógica, las leyes fiscales que no contengan tarifas serían
injustas. Y como algunas tesis tribunalicias indican que tal afirmación sólo es aplicable al
impuesto sobre la renta, también sobreviene la duda sobre los casos en los que dicha ley no
establece tarifas sino tasas.
El resultado real de todo ello es que la justicia pase a segundo plano y se privilegie el
legalismo o la necesidad recaudatoria por sobre la lógica, la razón y el Derecho.
Pero volvamos sobre los conceptos equivalentes que manejó todo el pensamiento
tradicional, o sean, los de igualdad, armonía, equivalencia, proporcionalidad y ecuación.
- Igualdad, al menos jurídicamente, y dado que se refiere a serlo ante la ley, -o ante el
Derecho-, implica indiscriminación. En consecuencia, no puede ser tomada como sinónimo de
justicia, toda vez que -según la tesis aristotélica- debe discriminarse entre iguales y desiguales,
tal como ocurría en la sociedad griega con los ciudadanos libres y con los esclavos.
- Armonía, expresión carente de sentido jurídico, sólo significa, etimológicamente, ajuste
o combinación, y es empleada en materia musical, poética y estética, por lo que resulta
inexplicable de qué clase de armonía pueda hablarse cuando sólo se distinga entre iguales y
desiguales.
- Equivalencia, que tampoco es expresión jurídica, significa, etimológicamente, igualdad
de valor, por lo que tampoco compagina en forma alguna con la desigualdad que se pretende
entre unos y otros para configurar con ello la noción de justicia.
- Proporcionalidad, en sentido jurídico, es precisamente el concepto con el que
usualmente se distingue entre iguales y desiguales. En México, es la expresión que emplea
nuestra Constitución como requisito de las leyes tributarias. Pero, en sentido vulgar, es mera
noción de medida, y se toma por conformidad o congruencia entre partes. Sólo se utiliza en tres
disciplinas: estética (vgr. la simetría); geometría (vgr. la equilateralidad ) y matemática (vgr. la
igualdad entre razones). Queda por definir, pues, de dónde sale la supuesta “proporcionalidad
jurídica”, la que se dice que sólo puede darse mediante tarifas progresivas, sobre todo cuando tal
“progresividad” no corresponde a proporciones matemáticas directas o inversas, sino puramente
arbitrarias, que es precisamente el caso de las tasas del impuesto sobre la renta que la Corte toma
como ejemplo de progresividad y, desde allí, como de equidad y de justicia.
- Ecuación, finalmente, tampoco es concepto jurídico, sino matemático.
Etimológicamente significa igualación, por lo que es el término que más se aleja del concepto
aristotélico, ya que su objetivo es distinguir entre iguales y desiguales, no en igualarlos.
En suma, no hay que ir demasiado lejos para entender que ninguna de las expresiones con
las que resume Kuri Breña el concepto que tenían los antiguos sobre la Justicia puede entenderse
como apropiado para definirla, ni por lo que atañe a las relaciones que alude ni por lo que
concierne al supuesto sentido de “distributividad” que los juristas suelen colgarle.
Peor aún, -si bien se observa-, hasta viene a resultar que todos estos conceptos se
manifiesten radicalmente opuestos a la noción aristotélica que nos ocupa, ya que en ella se quiere
distinguir, dado que se discierne entre “iguales y desiguales”, mientras que, precisamente con
estos conceptos, sólo se pretende igualar, pues la igualdad, la equivalencia y la ecuación eso
representan, mientras que la armonía es inaplicable y la proporcionalidad es discutible.
B.- La segunda expresión que nos ocupa, o sea el famoso “suum quique” de Cicerón, “dar a cada quien lo suyo”-, entraña todavía más problemas que la anterior.
Desde luego que lo primero que molesta en ella es su propio contenido: si ya algo es de
alguien ¿por qué es menester que haya otro que se lo dé? Y, si ya es de alguien, ¿por qué tiene
que volvérsele a dar? Y, peor aún, si ya le pertenecía, ¿por qué se le despojó de ello?
Obviamente, más que de justicia, de lo que se habla es de su “administración”, es decir,
de esa clase de ejercicio jurisdiccional por el que puede discernirse a quién corresponden las
cosas que están en disputa con el fin de atribuírselas jurídicamente en razón de que las merezcan.
Sin embargo, este sentido forense no necesariamente asegura la justicia misma, pues
intervienen en ello -¡y en qué medida!- las habilidades y ardides o ineptitudes y negligencias de
los litigantes, la honestidad y acierto o deshonestidad y desacierto del juzgador, el manejo o
manipulación adecuados o inadecuados del caso, etc., de tal forma que sólo termina por redundar
en mero legalismo o, cuando más, en cierta juricidad, pero, muy remotamente, en estricta
justicia. El ejemplo salomónico lo ilustra al extremo: de las dos mujeres que disputaban por el
hijo, lo legalista fue disponer que se le cortara en dos y se repartiera por mitad. Sólo ante la
protesta de la verdadera madre pudo saberse a quién dárselo. Se logró la justicia por la habilidad
del juez, pero bien pudo quedar en el legalismo absurdo que se supone satisfecho con “dar a
cada quien lo suyo”.
C.- Ahora bien, las dos frases analizadas en A y B han sido asumidas como paradigmas
por nuestras máximas autoridades tribunalicias. Véase la tesis siguiente antes de comentarla:
PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD, SON REQUISITOS DE
NATURALEZA DISTINTA CON LOS CUALES DEBEN CUMPLIR
LAS LEYES FISCALES.- La proporcionalidad y equidad que deben
cumplir las leyes fiscales, conforme a la fracción IV de artículo 31 de la
Constitución, no deben confundirse, pues tienen naturaleza diversa, ya que
mientras el primer requisito significa que las contribuciones deben estar en
proporción con la capacidad contributiva de los sujetos pasivos, el segundo
consiste en que las leyes tributarias deben tratar igual a los iguales y
desigual a los desiguales.
Amparo en revisión 3098/89. Equipos y Sistemas para la Empresa, S.A. de
C.V.- 13 de agosto de 1990. 5 votos. Ponente: Mariano Azuela Güitrón.Secretario: Sergio Novales Castro.
Amparo en revisión 2825/88. Sanko Industrial, S.A. de C.V.- 8 de octubre
de 1990.- Unanimidad de 4 votos. Ausente: Mariano Azuela Güitrón.- Ponente: Salvador Rocha Díaz.- Secretario: José Pastor Suáres Turnbull.
Amparo en revisión 3813/89. María Rocío Blandina Villa Mendoza.- 8 de
octubre de 1990.- Unanimidad de 4 votos.- Ausente: Mariano Azuela
Güitrón.- Ponente: Salvador Rocha Díaz.- Secretario: José Pastor Suárez
Turnbull.
Amparo en revisión 1825/89.- Rectificaciones Marina, S.A. de C.V.- 23 de
noviembre de 1990.- 5 votos.- Ponente: Salvador Rocha Díaz.- Secretario:
José Pastor Suárez Turnbull.
Amparo en revisión 1539/90.- María del Rosario Cachafeiro García.- 13 de
diciembre de 1990.- 5 votos.- Ponente: Salvador Rocha Díaz.- Secretario:
José Pastor Suárez Turnbull.
Tesis de Jurisprudencia 4/91 aprobada por la Tercera Sala de este alto
Tribunal en sesión privada celebrada el catorce de enero de mil novecientos
noventa y uno.- 5 votos de los señores ministros: Presidente Salvador Rocha
Díaz, Mariano Azuela Güitrón, Sergio Hugo Chapital Gutiérrez, Ignacio
Magaña Cárdenas y José Antonio Llanos Duarte.
Octava Epoca, Tomo VII, febrero de 1991, p. 60.
Conforme a este criterio jurisprudencial cabe concluir en lo siguiente:
- Proporcionalidad significa que el tributo corresponda a la capacidad contributiva.
- Equidad significa que se trate igual a los iguales y desigual a los desiguales.
Sin embargo, la realidad se nos muestra como una multiplicidad de capacidades
contributivas, pues ningún sujeto puede ser igual a otro, -recuérdese que sólo existe la igualdad
ante la ley-, de tal manera que todos son económicamente distintos entre sí y, por ende, al ser
desiguales, deben ser tratados siempre como desiguales. Pero con ello se nulifica parcialmente lo
primero, toda vez que, al no haber iguales capacidades contributivas, dado que ninguna situación
económica es absolutamente igual a la de otro, todos serán desiguales, convirtiéndose en falsa -o
al menos imposible- la supuesta igualdad de los iguales, incluso ante la ley. Obviamente, no es,
pues, la capacidad contributiva lo que determina la igualdad ante el tributo, sino la mera
coincidencia aritmética de bases, aspecto que no corresponde a las capacidades contributivas,
sino a la coincidencia de resultados operativos en un ejercicio. Y en ello pueden coincidir el rico
con el pobre.
Consecuentemente, es falso que se tribute conforme a la capacidad contributiva, sino sólo
conforme a la coincidencia de bases. Es falso, por ende, que ello represente proporcionalidad
alguna. Es falso que sea equitativo el tratamiento fiscal por la hipótesis de la igualdad, toda vez
que la económica siempre será desigual y, la legal, tampoco se logra. Y es falso que ambos
conceptos signifiquen, en materia fiscal, dos requisitos de naturaleza diversa, pues ya ha quedado
demostrado que precisamente para ese efecto y materia son absolutamente coincidentes.
Pero lo más grave de todo es descuidar que el mandato constitucional prevé que sean las
leyes las que cumplan los requisitos de proporcionalidad y equidad, no los tributos ni los
tributantes.
Veamos ahora otra tesis más y que también se analizará en seguida:
EQUIDAD TRIBUTARIA. LA TRANSGRESION DE ESTE
PRINCIPIO NO REQUIERE COMO PRESUPUESTO QUE SE
ESTABLEZCAN
DIVERSAS
CATEGORIAS
DE
CONTRIBUYENTES. El requisito de equidad tributaria que debe cumplir
toda ley fiscal, de conformidad con el artículo 31, fracción IV,
constitucional, y que exige el debido respeto al principio de igualdad, que se
traduce en dar trato igual a los iguales y desigual a los desiguales, no
requiere como presupuesto para su posible transgresión el que la norma
legal relativa establezca diversas categorías de contribuyentes o
diferenciación entre ellos, pues basta con que establezca un derecho que no
pueda ser ejercido por todos los contribuyentes, sino sólo por aquellos que
se coloquen en la hipótesis que dé lugar a su ejercicio, o bien prevea
regímenes diversos, aunque éstos sean aplicables a todos los contribuyentes
sin diferenciación, según la hipótesis legal en que se coloquen y puedan,
incluso, ser aplicables a un mismo sujeto pasivo del impuesto, para que se
dé la posibilidad de inequidad ya que tal diferenciación en los regímenes o
el ejercicio del derecho sólo por algunos pueden ser, en sí mismos,
violatorios de tal principio al ocasionar según la aplicación que corresponda
de los regímenes o el derecho, un trato desigual a iguales o igual a
desiguales.
Amparo en revisión 107/92. Consultores en Servicios Jurídicos Fiscales,
S.A. de C.V. 6 de abril de 1995. Mayoría de seis votos. Ponente: Juan Díaz
Romero, encargado del engrose: Ministro Mariano Azuela Güitrón.
Secretaria: Ma. Estela Ferrer Mac Gregor Poisot.
El Tribunal Pleno en su sesión privada celebrada el dieciséis de agosto en
curso, por unanimidad de diez votos de los señores Ministros Presidente
José Vicente Aguinaco Alemán, Sergio Salvador Aguirre Anguiano,
Mariano Azuela Güitrón, Juan Díaz Romero, Genaro David Góngora
Pimentel, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia,
Humberto Román Palacios, Olga María Sánchez Cordero y Juan N. Silva
Meza; aprobó, con el número L/95 (9a.) la tesis que antecede; y determinó
que la votación no es idónea para integrar tesis de jurisprudencia. México,
Distrito Federal, a dieciséis de agosto de mil novecientos noventa y cinco.
Novena Epoca, Pleno, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta,
Tomo II, Agosto de 1995, Tesis P. L/95, pág. 71.
Las conclusiones derivables de esta tesis son las siguientes:
- La equidad es un requisito de toda ley fiscal.
- La equidad es un requisito que depende del principio de igualdad.
- El principio de igualdad consiste en dar tratamiento igual a los iguales y desigual a los
desiguales.
- No se viola el principio de igualdad cuando se establecen diversas categorías de
contribuyentes o diferencias entre ellos.
- Sí se viola el principio de igualdad cuando se establezca un derecho que no pueda ser
ejercido por todos los contribuyentes, sino sólo por algunos. Y también se viola cuando se
prevean regímenes diversos, aunque se apliquen a todos los contribuyentes sin diferenciación.
Tales contenidos ameritan reflexión especial:
- En primer término, -aunque la tesis reconozca que se trata de un requisito de toda ley-,
ya vimos que la equidad tributaria no ocurre jamás. En consecuencia, no puede hacerse depender
del “principio de igualdad”, pues la única forma como resulta concebible tal principio es cuando
se refiere a “igualdad ante la ley”, no cuando se trata de igualdad ante el pago, y menos
mediante el supuesto discernimiento entre contribuyentes iguales y desiguales por razón de una
tal “capacidad contributiva”, pues todo esto atañe a la Economía y no al Derecho.
- En segundo término, tampoco es válido afirmar que la igualdad consista en distinguir
entre iguales y desiguales, tanto porque ningún verdadero principio jurídico puede sustentarse en
un contrasentido tan obvio, como porque la igualdad ante la ley tampoco lo permite de por sí. En
la Grecia de Aristóteles podía hablarse en tales términos porque había libres y esclavos, -tal
como se dijo-, pero el artículo 2 Constitucional prohibe la esclavitud en nuestro país, por lo que
es inconstitucional que la propia Corte nos venga con iguales y desiguales ante la ley y sus
principios.
- En tercer término, es absolutamente falso que no se viole tal principio al establecer
diversas categorías de contribuyentes o diferencias entre ellos, pues eso se llama desigualdad,
misma a la que se contraponen, entre otros, los artículos 1, 3, 11, 12 y otros de la propia
Constitución.
- En cuarto término, aunque lo único cierto de dicha tesis es que sí se viola el principio de
igualdad cuando se establece un derecho que no pueda ser ejercido por todos los contribuyentes,
sino sólo por algunos, y siempre que se refiera a la igualdad ante la ley; sigue resultando
intrincado y enigmático el que se suponga violado tal principio cuando se prevean diversos
regímenes aplicables a todos los contribuyentes sin diferenciación, pues resulta inexplicable y
absurdo que sean diversos tales regímenes y, a la vez, que les afecten a todos por igual, -es decir,
sin diferenciación-, ya que eso precisamente los iguala.
En suma, como se ve, nuestros máximos tribunales se la han pasado haciendo piruetas
para tratar de apuntalar los infortunados requisitos de proporcionalidad y equidad de los que
deben estar revestidos las leyes fiscales, bien acogiéndose a los “sistemas tarifarios”, bien
acudiendo a las “capacidades contributivas”, bien manipulando las igualdades y las
desigualdades, o bien aduciendo supuestos “principios”, tan incongruentes e ilógicos que, para
colmo, ellas mismas contradicen.
D.- Lo que en realidad ha ocurrido, pues, es precisamente lo contrario: se trata desigual a
los iguales e igual a los desiguales, bien que se hable de contribuyentes -como vimos- o bien que
se trate de leyes -como ahora veremos-, pues se han pronunciado tesis como la siguiente:
PROPORCIONALIDAD DE LAS CONTRIBUCIONES. DEBE
DETERMINARSE ANALIZANDO LAS CARACTERISTICAS
PARTICULARES DE CADA UNA.- La jurisprudencia de la Suprema
Corte de Justicia de la Nación, al resolver asuntos relativos al impuesto
sobre la Renta, ha establecido que el principio de proporcionalidad consiste
en que cada causante contribuya a los gastos públicos en función de su
respectiva capacidad económica, aportando una parte justa y adecuada de
sus ingresos, utilidades o rendimientos, y añade que ese objetivo se cumple
fijando tasas progresivas. Sin embargo, tratándose de tributos distintos del
impuesto sobre la renta, no puede regir el mismo criterio para establecer su
proporcionalidad, pues este principio debe determinarse analizando la
naturaleza y características especiales de cada tributo.
Amparo en revisión 1717/88.- Constructora Maple, S.A. de C.V.- 5 de
septiembre de 1989.- Mayoría de 17 votos de los señores ministros: de Silva
Nava, Magaña Cárdenas, Alba Leyva, Azuela Güitrón, Fernández Doblado,
Pavón Vasconcelos, Adato Green, Rodríguez Roldán, Martínez Delgado,
Carpizo Mac Gregor, Villagordoa Lozano, Moreno Flores, García Vázquez,
Chapital Gutiérrez, Díaz Romero, Schmill Ordóñez y Presidente del Río
Rodríguez; López Contreras y González Martínez votaron en contra.
Schmill Ordóñez expresó que su voto lo emitía en acatamiento de la
jerisprudencia relativa.- Ponente: Mariano Azuela Güitrón.- Secretaria: Ma.
Estela Ferrer Mac Gregor Poisot.- Ausentes: Rocha Díaz y Castañón León.
Amparo en revisión 2286/88.- Johnson and Johnson de México, S.A. de
C.V.- 5 de septiembre de 1989.- Mayoría de 17 votos de los señores
ministros: de Silva Nava, Magaña Cárdenas, Alba Leyva, Azuela Güitrón,
Fernández Doblado, Pavón Vasconcelos, Adato Green, Rodríguez Roldán,
Martínez Delgado, Carpizo Mac Gregor, Villagordoa Lozano, Moreno
Flores, García Vázquez, Chapital Gutiérrez, Díaz Romero, Schmill Ordóñez
y Presidente del Río Rodríguez; López Contreras y González Martínez
votaron en contra. Schmill Ordóñez espresó que su voto lo emitía en
acatamiento de la jurisprudencia relativa.- Ponente: Mariano Azuela
Güitrón.- Secretaria: Ma. Estela Ferrer Mac Gregor Poisot.- Ausentes:
Rocha Díaz y Castañón León.
Amparo en revisión 2384/88- Cámara Nacional de la Industria Editorial
Mexicana.- 5 de septiembre de 1989.- Mayoría de 17 votos de los señores
ministros: de Silva Nava, Magaña Cárdenas, Alba Leyva, Azuela Güitrón,
Fernández Doblado, Pavón Vasconcelos, Adato Green, Rodríguez Roldán,
Martínez Doblado, Carpizo Mac Gregor, Vilingordoa Lozano, Moreno
Flores, García Vázquez, Chapital Gutiérrez, Díaz Romero, Schmill Ordóñez
y Presidente del Río Rodríguez; López Contreras y González Martínez
votaron en contra. Schmill Ordóñez expresó que su voto lo emitía en
acatamiento de la jurisprudencia relativa.- Ponente: Mariano Azuela
Güitrón.- Secretaria: Ma. Estela Ferrer Mac Gregor Poisot.- Ausentes:
Rocha Díaz y Castañón León.
Amparo en revisión 1564/88.- Telas Especiales de México, S.A. de C.V.- 6
de septiembre de 1989.- Mayoría de 17 votos de los señores ministros: de
Silva Nava, Magaña Cárdenas, Alba Leyva, Azuela Güitrón, Rocha Díaz,
Castañón León, Fernández Doblado, Pavón Vasconcelos, Rodríguez
Roldán, Martínez Delgado, Carpizo Mac Gregor, Villagordoa Lozano,
Moreno Flores, García Vázquez, Díaz Romero, Schmill Ordóñez y Presidente del Río Rodríguez; López Contreras y González Martínez votaron en
contra y por la concesión del amparo. Adato Green y Chapital Gutiérrez
votaron en contra y por que se sobreseyera en el juicio. Rodríguez Roldan y
Schmill Ordóñez manifestaron que su voto lo emitían en acatamiento de la
jurisprudencia relativa. Díaz Romero, expresó que su voto lo emitía
acatando un acuerdo previo del Tribunal Pleno y Rocha Díaz y Schmill
Ordóñez manifestaron que no estaban conformes con algunas de las
consideraciones del proyecto.- Ponente: Mariano Azuela Güitrón.Secretaria: Ma. Estela Ferrer Mac Gregor Poisot.
Amparo en revisión 1463/88.- Química Flúor, S.A. de C.V.- 5 de diciembre
de 1989.- Mayoría de 18 votos de los señores ministros: de Silva Nava,
Magaña Cárdenas, Alba Leyva, Azuela Güitrón, Rocha Díaz, Castañón
León, Pavón Vasconcelos, Adato Green, Rodríguez Roldán, Martínez
Delgado, Carpizo Mac Gregor, Villagordoa Lozano, Moreno Flores, García
Vázquez, Chapital Gutiérrez, Díaz Romero, Schmill Ordóñez y Presidente
del Río Rodríguez; López Contreras y González Martínez votaron en contra
y por la concesión del amparo.- Ponente: Fausta Moreno Flores.- Secretario:
Guillermo Cruz García.- Ausente: Fernández Doblado. Texto aprobado por
el Tribunal Pleno en sesión de dieciocho de enero de 1990. Unanimidad de
20 votos de los señores ministros: de Silva Nava, Alba Leyva, Azuela
Güitrón, Rocha Díaz, Castañón León, López Contreras, Fernández Doblado,
Pavón Vasconcelos, Adato Green, Rodríguez Roldán, Martínez Delgado,
Carpizo Mac Gregor, González Martínez, Villagordoa Lozano, Moreno
Flores, García Vázquez, Chapital Gutiérrez, Díaz Romero, Schmill Ordóñez
y Presidente del Río Rodríguez.- Ausente: Magaña Cárdenas.
Octava Epoca, Tomo IV, Primera Parte, p. 143.
De ella se infiere que el principio de proporcionalidad sólo opera en materia de tarifas
progresivas de impuesto sobre la renta, -sin que se indique cuál sea el que deba aplicarse a ese
mismo impuesto cuando no se fije en tarifas progresivas y si por ello deja de ser justo o no-.
También se deduce que se trata de un principio “elástico” al tratarse de otros impuestos, pues
debe “determinarse” atendiendo a la naturaleza y características de cada uno -sin que del texto
constitucional pueda desprenderse en forma alguna la razón que así lo sustente y sin que se
precisen cuáles sean las susodichas naturalezas y características para poder “determinar”
cuándo sean proporcionales y cuándo no-, amén de que tal clase de principios “elásticos”
evidencie lo peor.
E.- Pero el colmo de todo esto es que se haya terminado por limitar la inobservancia de
los requisitos constitucionales de proporcionalidad y equidad ya no únicamente a los
contribuyentes y a las leyes, sino sólo a los casos en los que el impuesto sea “exorbitante y
ruinoso”, es decir, cuando se salga de órbita -sin indicar, desde luego, de cuál- o cuando cause la
ruina del contribuyente -sin advertir, por supuesto, que ésta, en materia tanto económica como
jurídica, se llama quiebra y que, por ende, quien la sufre no paga impuestos, pues se gravan las
utilidades, no las pérdidas- de tal forma que el resultado final es obvio: jamás impuesto alguno
incumplirá con los requisitos de proporcionalidad y equidad. Esa es la clase de sentencias que
emite el máximo órgano judicial del país. Y véase la tesis siguiente para terminar de
corroborarlo, especialmente con su parte final:
IMPUESTOS, VALIDEZ CONSTITUCIONAL DE LOS. De acuerdo
con el artículo 31, fracción IV, de la Carta Magna, para la validez
constitucional de un impuesto se requiere la satisfacción de tres requisitos
fundamentales; primero, que sea establecido por ley; segundo, que sea
proporcional y equitativo, y tercero, que se destine al pago de los gastos
públicos. Si falta alguno de estos tres requisitos, necesariamente el impuesto
será contrario a lo estatuido por la Constitución General. Ahora bien, aun
cuando respecto de los requisitos de proporcionalidad y equidad, este
Tribunal Pleno no ha precisado una fórmula general para determinar cuándo
un impuesto cumple dichos requisitos, que traducidos de manera breve
quieren decir de justicia tributaria, en cambio, de algunas de las tesis que ha
sustentado, pueden desprenderse ciertos criterios. Así se ha sostenido, que,
si bien el artículo 31 de la Constitución, que establece los requisitos de
proporcionalidad y equidad como derecho de todo contribuyente, no está en
el capítulo relativo a las garantías individuales, la lesión de este derecho sí
es una violación de garantías cuando los tributos que decreta el Poder
Legislativo son notoriamente exorbitantes y ruinosos. También este
Tribunal Pleno ha considerado que la equidad exige que se respete el
principio de igualdad, determinando que es norma de equidad la de que se
encuentren obligados a determinada situación los que se hallen dentro de lo
establecido por la ley y que no se encuentren en esa misma obligación los
que están en situación jurídica diferente o sea, tratar a los iguales de manera
igual. Es decir, este Tribunal Pleno ha estimado que se vulnera el derecho
del contribuyente a que los tributos sean proporcionales y equitativos,
cuando el gravamen es exorbitante y ruinoso y que la equidad exige que se
respete el principio de igualdad.
Amparo en revisión 6168/63. Alfonso Córdoba y coags. 12 de febrero de
1974. Mayoría de dieciocho votos.
Amparo en revisión 1597/65. Pablo Legorreta Chauvet y coags. 12 de abril
de 1977. Unanimidad de dieciocho votos.
Amparo en revisión 3658/80. Octavio Barocio. 20 de enero de 1981.
Unanimidad de dieciséis votos.
Amparo en revisión 5554/83. Compañía Cerillera "La Central", S. A. 12 de
junio de 1984. Mayoría de catorce votos.
Amparo en revisión 2502/83. Servicios Profesionales Tolteca, S. C. 25 de
septiembre de 1984. Mayoría de dieciséis votos.
Séptima Epoca, Pleno, Apéndice de 1995, Tomo I, Parte SCJN, Tesis 173,
pág. 173
F.- Claro está que, después de todo esto, ya no puede quedarnos duda alguna de que no
cabe hablar de justicia tributaria alguna a través de la proporcionalidad y equidad, pues
sencillamente se han desvirtuado hasta el punto de convertirlas en verdaderos motivos de burla.
Pero, por si el lector aún abriga algunas reservas o dudas al respecto, a continuación se citan
únicamente los datos de otras tesis -dadas las limitaciones de espacio- para que con ellas despeje
hasta el último de sus resabios:
EQUIDAD TRIBUTARIA. SUS ELEMENTOS. Novena Epoca, Pleno, Semanario
Judicial de la Federación y su Gaceta, Tomo V, Junio de 1997, Tesis P./J. 41/97, pág. 43.
PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD TRIBUTARIAS ESTABLECIDAS EN EL
ARTICULO 31, FRACCION IV, CONSTITUCIONAL. Séptima Epoca, Pleno, Apéndice de
1995, Tomo I, Parte SCJN, Tesis 275, pág. 256.
IMPUESTOS, PROPORCIONALIDAD DE LOS. TARIFAS PROGRESIVAS.
Séptima Epoca, Sala Auxiliar, Apéndice de 1995, Tomo I, Parte HO, Tesis 388, pág. 361.
IMPUESTOS, PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD DE LOS. Séptima Epoca,
Pleno, Apéndice de 1995, Tomo I, Parte SCJN, Tesis 170, pág. 171.
IMPUESTO SOBRE LA RENTA. PROGRESIVIDAD DEL. Séptima Epoca, Sala
Auxiliar, Apéndice de 1995, Tomo I, Parte HO, Tesis 381, pág. 354.
PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD TRIBUTARIAS ESTABLECIDAS EN EL
ARTICULO 31, FRACCION IV, CONSTITUCIONAL.- Número 98, Apéndice 1917-1985,
Primera Parte, p. 190 y Apéndice al Semanario Judicial de la Federación 1917-1988, Primera
Parte, Pleno, tesis 162. p. 275.
IMPUESTOS. PRINCIPIO DE EQUIDAD TRIBUTARIA PREVISTO POR EL
ARTICULO 31, FRACCION IV, CONSTITUCIONAL.- Amparo Directo en revisión 682/91.
EQUIDAD TRIBUTARIA. IMPLICA QUE LAS NORMAS NO DEN UN TRATO
DIVERSO A SITUACIONES ANALOGAS O UNO IGUAL A PERSONAS QUE ESTAN
EN SITUACIONES DISPARES.- Amparo en revisión 1525/96.
G.- Sin embargo, no cabe soslayar que el trasfondo del problema es metodológico: si se
atiende al texto del artículo 31 Constitucional, tanto en su primer párrafo como en su fracción IV,
por igual se puede desprender la idea de que deban ser los contribuyentes los que tributen de
manera proporcional y equitativa, o bien que sean las leyes las que deban sujetarse a esa
“manera” proporcional y equitativa que se les impone cumplir. La Corte, como se ha expuesto
hasta aquí, suele inclinarse mayoritariamente por lo primero, aunque la última de las tesis antes
listadas y el propio criterio aquí sustentado se inclinen por lo segundo. Obviamente, las
consecuencias que se derivan de una y otra perspectivas del asunto son diametralmente opuestas,
pero sin que ello nulifique lo afirmado con respecto a la noción de justicia con la que se manejan.
Así pues, el problema de fondo no deriva de la proporcionalidad y equidad de las
contribuciones de los sujetos ni de esos mismos conceptos en torno a las leyes que las imponen,
sino del problema medular que nos ocupa, o sea el de la justicia. Y, lo cierto es que ni de una ni
de otra perspectivas resulta posible alcanzarla, pues el origen del tributo es la arbitrariedad. Su
progresiva “legalización” durante los dos últimos siglos no le quita el carácter de despojo, aun
cuando se le “justifique” por las razones económicas del Estado. Y su actual sentido
eufemísticamente contributivo no pasa de ser más que el disfraz de todo ello.
H.- En consecuencia, si sólo cabe hablar de legalismo y no de justicia, -al menos en esta
materia-, lo menos que debiéramos hacer es comenzar por reconocer que no existe la justicia
tributaria; que la progresividad tarifaria no refleja justicia alguna; que la proporcionalidad y
equidad, -se tomen como se quiera-, no conducen a la justicia, sino a la justificación legal del
tributo; que la condición económica del tributante, así se le llame “capacidad contributiva” o de
cualquier otro modo, es lo que menos se toma en cuenta para efectos legislativos y recaudatorios
al respecto; y que, en fin, las autoridades tribunalicias han sido muy poco francas y honestas en
reconocer todo esto y se la han pasado en meros galimatías para cocinar toda clase de refritos
con los que se pueda convalidar la recaudación, pues, a fin de cuentas, es de ella de donde
cobran.
I.- Finalmente, hoy en día han proliferado las nuevas generaciones de “tratadistas” sobre
el tema de la Justicia. Por ejemplo: Hans Kelsen (“¿Qué es Justicia?”, Planeta- Agostini); Paul
Ricoeur (“Amor y Justicia”, Caparrós Editores); John Rawls (“Teoría de la Justicia”, FCE);
Brian Barry (“Teorías de la Justicia”, Gedisa); etc., todos los cuales se han limitado a meras
reconsideraciones de las tesis tradicionales antes comentadas, bien enfatizando los aspectos
relativos a su juridicidad o bien circunscribiendo sus razonamientos a encomiar los contenidos
juridicistas de igualdad o de legalidad a los que ya nos acostumbraron desde hace siglos todos los
seguidores de las tesis aristotélicas y ciceronianas, particularmente en razón de su proclividad
ancestral a mezclar la Justicia con el Derecho, aspecto al que también nos acostumbraron hasta el
cansancio.
Lamentablemente, sus seguidores suelen olvidar otros conceptos al respecto vertidos por
los propios clásicos. Sófocles decía que: “Hay ocasiones en que la justicia misma produce
entuertos”. Platón señalaba: “Yo declaro que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del
más fuerte”. Cicerón observaba que: “la máxima justicia es la máxima injusticia”. Caro indicó
con extrema causticidad: “¡Cuán expedita sería la administración de la justicia si no hubiera
abogados, procuradores, notarios, pasantes y otras tales harpías del género humano!”.
Délavigne señalaba: “El derecho es la más bella invención de los hombres contra la justicia”. Y
Pascal concluía lapidariamente: “No habiéndose podido lograr que lo justo fuese fuerte, se ha
hecho que lo fuerte sea lo justo”.
Así pues, si ésa es la concepción prevaleciente en torno a la justicia, vista desde su
perspectiva general ¿cuál podrá ser la que tengamos de ella cuando se trata de la materia
tributaria, es decir, cuando se lucha contra los propios órganos de poder para alcanzarla, cuando
la contraparte es el gobierno mismo, cuando se confronta la peor clase de litigio imaginable,
cuando es el interés del propio gobierno el que está en juego, cuando los propios juzgadores
dependen de la recaudación tributaria y es ésa precisamente la materia del litigio?
Evidentemente, pues, la defensa fiscal está por nacer. Basta con advertir que la sociedad
actual apenas lucha por sus derechos electorales o por unas pocas libertades de las más
elementales para que advirtamos cuál es el turno de la justicia fiscal al encontrarse al final de esa
larga fila de exigencias y demandas colectivas aún insatisfechas y que, por muy largo tiempo,
inevitablemente, seguirán estándolo.
El problema, en suma, ya no es el de preguntarnos, conforme al título de este artículo, si
existe la justicia tributaria, pues bien sabemos que sólo existe el legalismo tributario. Tampoco
cabría interrogarnos si será posible que algún día se deje de hacer depender la justicia de los
requisitos de las leyes, como es el caso de la proporcionalidad y la equidad, pues bien sabemos
que sólo han servido de pretexto para aparentarla. Y menos aún cabrá cuestionarse sobre si será
probable que en el futuro se desconecte la justicia tanto de ese legalismo como de esos
requisitos, pues bien se entiende que sin tales muletas nos quedaríamos hasta sin el remedo de
justicia tributaria que padecemos y sobrellevamos.
Y es extremadamente grave el problema por razón de tres de los factores fundamentales
ya comentados:
- La arbitrariedad milenaria de todo tributo por razón de la arbitrariedad igualmente
milenaria de todo poder extralimitado. Basta conocer su historia para entender la dificultad de
superarla.
- El grado de dificultad incomparable del litigio tributario con cualquier otra clase de
litigio, pues, para estos últimos, el poder actúa como árbitro, mientras que, con el tributario,
actúa como parte y como árbitro a la vez.
- La mentalidad deliberadamente binaria de los juzgadores, tan proclive y orientada al
legalismo y a las formas, no al fondo, y mucho menos a la justicia.
¿SIRVE PARA ALGO EL RECURSO DE REVOCACION?
Una de las más graves aberraciones legislativas es la de establecer normas legales que no
se cumplan, bien porque su diseño permita la arbitrariedad de las autoridades encargadas de
aplicarlas, o bien porque se sustenten en ficciones que los gobernados no tengan ocasión de
aprovechar jamás.
El caso más ilustrativo de nuestra legislación tributaria es el del llamado recurso de
revocación, supuesto “medio de defensa” que se ha vuelto inútil por ambos motivos: porque
ninguna dependencia fiscal lo respeta, salvo en contestarlo, y porque todo el articulado que lo
regula ha terminado en “ciencia ficción”. En este trabajo demostraremos lo uno y lo otro.
Y valdrá la pena comenzar por informarle al lector lo siguiente: no hace más de un año,
mediante un recurso de revocación de ciento cuarenta y dos hojas tamaño oficio, a renglón
abierto, y con cuarenta y siete conceptos de impugnación extensa y analíticamente elaborados y
acompañados de contundentes pruebas documentales, la resolución de la autoridad recurrida se
redujo a esa mera letanía que ya todos conocemos y que repite en todos y cada uno de sus
señalamientos sobre los conceptos de impugnación aducidos: “no le asiste la razón al
promovente”, “es ineficaz por infundado”, “no aportó pruebas suficientes”, “no probó su dicho”,
“no trasciende a sus defensas”, “no afecta su esfera jurídica”, etc., fórmulas oficiales
preelaboradas con las que invariablemente se “resuelven” tales recursos, a ciencia y paciencia de
nuestras legislaturas -que siguen perdidas en el limbo de sus sainetes partidistas- y de nuestras
autoridades judiciales -que siguen recargadas de trabajo porque no hay uno que proceda y todo
termina por incidir en sobrecargas para ellas-.
¿Por qué sucede, pues, que uno de los supuestos “medios de defensa” del contribuyente
nunca sea tal? Y ¿por qué ocurre que casi todo cuanto “resuelve” negativamente la autoridad
recurrida termine por ser anulado a través del juicio de nulidad ante el Tribunal Fiscal de la
Federación?
Obviamente, estas dos preguntas conllevan otras: ¿será que estamos en presencia de leyes
diferentes, de criterios interpretativos distintos, de autoridades de diversas naturalezas? O ¿será
que se persigue desalentar al contribuyente para que el revés que se le propina con la resolución
adversa al recurso le haga pagar lo indebido y deje de pelear?
Claro está que nuestra Constitución consagra el derecho a la justicia, incluso exigiéndola
como “pronta y expedita”, pero nuestras autoridades administrativas de inmediato replican que
ésa es una exigencia para los tribunales y que ellas no lo son. Tambien es obvio que el artículo
132 del Código Fiscal de la Federación les impone que la resolución al recurso se funde en
derecho y mediante el examen de todos y cada uno de los agravios que haya hecho valer el
recurrente, pero nuestras autoridades administrativas dan por cumplidas tales prevenciones
mediante la simple repetición de las llamadas “frases de cajón”, como es el caso de las arriba
citadas y otras similares con las que se configura la totalidad de su vocabulario al respecto.
En consecuencia, una primera apreciación del tema, así sea la más superficial del asunto a
tratar, es que el recurso de revocación en materia fiscal sólo sirve para que las autoridades
administrativas nos reciten los ritornellos de las citadas “frases de cajón” que incluso deben tener
preelaboradas en cualquier procesador de palabras computacional para contravenir impunemente
la preceptiva constitucional y legal citadas. Y esto mismo lleva a suponer, pues, que no
únicamente es inútil el entorno legal creado para hacernos creer a los mexicanos que existe un
medio de defensa real en el recurso de revocación, sino que además, y para colmo, con el
susodicho “recurso” contemos con un medio de defensa fiscal con el que se respete el mandato
constitucional relativo a la justicia o el mandato legal relativo al apego al derecho.
Lógicamente, con el sistema que emplean las autoridades hacendarias al respecto, ni
siquiera cabe criticar la mentalidad binaria con la que proceden algunas autoridades tribunalicias
-tema del que ya nos ocuparemos en otra colaboración- sino que aquí ya no se trata de un
problema de mentalidad -que, si así fuera, por lo menos lo dignificaría un poco- sino de un
asunto de consigna y de interés. Mientras las autoridades fiscales sigan gozando de
participaciones en fondos derivados de la recaudación, así fuere nada más sobre los llamados
“gastos de ejecución”, nada resultará más absurdo dentro de un régimen supuestamente de
Derecho que dejarles la potestad de resolver sobre aquello de lo que se benefician. Ni el más
ingenuo de los infantes del planeta se “chupará el dedo” esperando que procedan con
imparcialidad y justicia cuando son sus propios intereses y conveniencias los que están en juego.
Pero, lo más grave de todo esto, es que el tiempo transcurrido durante la interposición y
resolución del recurso, dada la actualización de los créditos fiscales, forzosamente incrementa su
monto y, además, las acciones de embargo acaban por abrumar al contribuyente hasta el punto de
hacerle recelar sobre la eficacia profesional de su propio defensor. En otras palabras, el recurso
se convierte en una trampa aplicable a todos: le permite a la autoridad resolutora que el tiempo
opere en su favor -pues nada hay más incierto sobre la faz del planeta que el sentido de la
resolución tribunalicia posterior con la que se dirima el conflicto-; coloca al contribuyente en
condiciones de zozobra o suspenso sobre el futuro que le aguarda y que hasta le impide trabajar
con la eficacia debida, lo que revierte en menor rentabilidad y, por ende, en menor capacidad
contributiva y abatimiento de fuentes de empleo; pone en duda el prestigio profesional del
defensor a los ojos del propio defendido; y, para remate, encarece el gasto público, con la
consecuente necesidad de incrementar impuestos, pues, finalmente, todo se resolverá en los
saturados tribunales que cada vez exigen más personal. Resumiendo, el hacer justicia en nuestro
país, al menos por lo que a este tema concierne, es el peor y más caro de los lujos, además de
contribuir al hundimiento del país mismo.
Si lo anterior queda claro, lo menos que cabe concluir, en esta segunda etapa de
apreciación del problema, es que las autoridades resolutoras de los recursos de revocación que
sólo se empeñan en “echarlos abajo” y no en cumplir con los mandatos constitucional y legal
citados, están privilegiando su interés particular y no el del país, por lo que, finalmente, están
traicionando a su patria al amparo o bajo la tutela de las propias leyes deficientes que lo
consienten, es decir, gracias a otros traidores a su patria reclutables entre diputados y senadores
que negligentemente toleran tales atracos a los contribuyentes a través de leyes que no evalúan y
analizan con el debido esmero.
Ahora bien, como seguimos sin resolver la pregunta con la que se intitula esta
colaboración, es prudente avocarnos ya a su análisis circunstancial. Y lo primero que asaltará al
lector es la evidencia con la que cabe concluir lo antes señalado: “si el recurso de revocación -se
dirá, en estricta lógica- no sirve más que para maldita la cosa, ¿qué caso tiene promoverlo?” Y,
puestos en esa vía, sabrá que los artículos 120 y 125 del Código Fiscal de la Federación le
permiten optar entre interponerlo o acudir directamente a la demanda de nulidad ante el Tribunal
Fiscal de la Federación y evitarse la farsa, los peligros y la ineficacia de tal “medio de defensa”,
tan absurdo como inútil, por lo que terminará por no volver a emplearlo jamás. Pero, ¿será lo
mejor proceder así?
Y aquí las opiniones se dividen: unos piensan que vale la pena agotarlo para “aprovechar
los errores del contrario”, es decir, para servirse de la resolución burocrática tan frecuentemente
infundada y torpe, con el fin de llegar “con mejores armas” ante el Tribunal Fiscal de la
Federación y acreditar en mayor grado la validez de los conceptos de impugnación que se
esgriman; otros, en cambio, prefieren lo contrario, es decir, que optan por evitarse pérdidas de
tiempo -dada la progresividad del crédito, o la participación condicionada de los honorarios al
resultado, o la simple ansiedad de que se resuelva cuanto antes, por razón de la urgencia del
cliente mismo-, y concluyen por evitarlo.
Claro está, pues, que no resulta fácil inclinarse por una u otra posturas en razón del
número y clase de factores que pueden influir en forma distinta de acuerdo con cada caso, pero sí
es posible tomar algunas pautas al respecto cuando se consideran dichos factores y, por supuesto,
es menester advertir con toda claridad al cliente lo que significa un litigio en cuanto a resultados
y lo que representa, especialmente, la inutilidad del recurso de revocación en nuestro país por
razón de la actitud tan antipatriótica y antijurídica con la que es atendido por las autoridades
administrativas encargadas de resolverlo.
Por otra parte, si ya lo señalado es más que suficiente para advertir su predominantemente
notoria inutilidad, ¿qué cabrá decir de los resultados mismos que pudieran obtenerse con él, aun
suponiéndolo eficaz, justo y exitoso?
Y veamos este segundo aspecto del problema advertidos de que se trata de la mera
hipótesis de que pudiera resultar positivo el haberlo interpuesto porque la autoridad resolutora
dictara resolución a favor del contribuyente y, por ende, se revocara la resolución controvertida.
Lo primero que procede analizar es la clase de resultado posible a esperar. El artículo 133
del Código Fiscal de la Federación dice, entre otros aspectos que más adelante se tratarán, que la
resolución al recurso puede implicar las siguientes consecuencias jurídicas:
- que se deseche por improcedente;
- que se tenga por no interpuesto;
- que se sobresea;
- que se confirme el acto impugnado;
- que se mande reponer el procedimiento;
- que se emita una nueva resolución;
- que se deje sin efectos el acto impugnado;
- que se modifique el acto impugnado; o
- que se dicte un nuevo acto que lo sustituya cuando se resuelva parcial o totalmente a
favor del recurrente.
Si analizamos tales alternativas de resolución, veremos lo siguiente:
A.- En primer lugar, que prevalecen radicalmente los casos en los que se desecha, se tiene
por no interpuesto, se sobresee o se confirma el acto impugnado.
B.- En segundo lugar, que es verdaderamente excepcional -dicho comparativamente con
lo tratado en A- que se mande reponer el procedimiento, que se disponga emitir una nueva
resolución, que se acuerde modificar el acto impugnado o que se determine el dictado de un
nuevo acto que lo sustituya por resolución parcial o total en favor del recurrente.
C.- En tercer lugar, que es casi totalmente desconocido el que se haya dado el caso de que
se deje sin efectos el acto impugnado y que las rarísimas ocasiones en las que ello ha ocurrido
casi siempre sobrevienen investigaciones contraloriles porque se sospechan contubernios o
componendas.
D.- Finalmente, por razón de este cuadro tan sintomático de realidades, lo mismo cabe
concluir que el recurso de revocación es nulo desde el punto de vista del entramado legal en el
que se sustenta que desde el punto de vista de la mera estadística con la que se evidencia tal
inutilidad. Y basta, para corroborarlo, con el propio hecho de que las autoridades administrativas
se hayan cuidado tanto de no ventilar estadísticas reales sobre sus resultados, pues sólo
evidenciarían la corroboración de lo expuesto.
Así las cosas, no cabrá pasar por alto que, de las nueve alternativas antes listadas,
contenidas en cinco fracciones del citado precepto, sólo una se ocupa del resultado plenamente
positivo en favor del contribuyente. Las otras ocho favorecen al fisco en una u otra forma, y no
cabe tomar la última como favorable al contribuyente cuando se diera el caso de que la
resolución fuere total para él, pues el hecho de que se dicte una nueva como consecuencia de ello
no le produce beneficio alguno, sino que sólo representa un mero aplazamiento o diferimiento
del conflicto.
En tal virtud, si de nueve opciones sólo una puede ser realmente a favor del gobernado,
¿de qué clase de medio de defensa se tratará si ya desde la ley misma sólo se favorece el interés
litigioso del fisco, incluso proveyéndole del mayor número de medidas resolutivas posibles en su
favor?
Pero no es eso todo, ahora veamos lo que ocurre con las diversas causales por las que la
propia ley nulifica el sentido y valor del supuesto “medio de defensa” que nos ocupa:
A.- El desechamiento por improcedencia debe tomarse a partir de dos de los preceptos
alusivos al tema: los artículos 117 y 124 del Código que nos ocupa. El segundo de ellos nos
habla de las “causales”. El primero se refiere a la procedencia misma, pero, entendida a
contrario sensu, es obvio que también revierte en causales de improcedencia. También debe
tenerse presente a este respecto que el artículo 126 la señala en relación con fianzas.
B.- La no interposición, o el tener por no presentado el recurso, sólo puede desprenderse
con cierta claridad del último párrafo del artículo 123 del mismo Código, y ocurre cuando es el
propio recurrente quien incumple con las conminatorias al aporte de los elementos documentales
que el propio precepto citado señala como básicos.
C.- El sobreseimiento se contempla en su artículo 124-A, y ocurre por desistimiento del
recurrente, por la improcedencia misma, por inexistencia del acto o resolución en expedientes de
la autoridad o por cesación de efectos del acto o resolución. Lo más increíble de ello es que
tenga que dependerse de la existencia del acto o resolución en expedientes de la autoridad.
D.- La confirmación del acto impugnado no requiere de prevención expresa alguna,
máxime que viene a ser lo que por sistema realiza la autoridad administrativa en el más
descarado de los atropellos sistemáticos al Derecho que pueda concebirse.
E.- La reposición del procedimiento tampoco ha merecido referencia legal o
reglamentaria de nuestras legislaturas y, por supuesto, debe inferirse que se trata de algo
verdaderamente excepcional en la práctica y que sólo sirve para manipular estadísticas oficiales a
efecto de aparentar sus bondades con las escasas veces que se ha resuelto parcialmente en favor
del gobernado.
F.- La emisión de una nueva resolución tampoco tiene referencia legal expresa y cumple
el mismo papel puramente estadístico, ya que siempre se emite nueva resolución, pero no porque
se modifique la original que se impugnó, sino porque sólo se ratifica.
G.- El que se deje sin efectos el acto impugnado no sólo es inaudito y excepcional en la
práctica cotidiana, sino que, precisamente por reunir tales atributos tan infrecuentes, se convierte
en digno de sospecha y, como ya se dijo, hasta de investigación contraloril.
H.- La modificación del acto impugnado es menos excepcional que lo anterior, pero
generalmente se expresa en una levísima reducción de cifras, tanto con los fines publicitarios de
estadísticas ya citados como para incitar al pago del contribuyente mediante el desaliento
indirecto de cualquier otra acción impugnativa, es decir, para aparentar la justicia.
I.- El dictado de nuevos actos, que sustituyan a los anteriores, por razón de reconocerse
parcial o totalmente la razón al impugnante, no sólo es tan excepcional o milagroso como lo ya
citado, sino además sofístico. Si le asiste la razón total al recurrente ¿por qué señala el precepto
que deba emitirse un nuevo acto que lo sustituya? ¿No bastará con dejarlo sin efectos, tal como
se indicó en G? ¿O deberá entenderse por ello que la autoridad se limite a confirmárselo así en
forma expresa? Y, si sólo le asiste la razón parcial al recurrente, ¿no se cumplirá tal
reconocimiento con la mera emisión de lo señalado en F o H?
Dicho en otras palabras, la redacción misma del precepto hasta aquí comentado arroja
más confusiones que precisiones, sin pasar por alto, desde luego, que aparece mucho más
orientado a impedir la eficacia del recurso que a promoverlo, alentarlo, protegerlo o garantizarlo.
Pero vayamos más allá de lo señalado hasta ahora y que ya no compete únicamente a los
aspectos práctico-formales o legalista-operativos de las autoridades que lo atienden, sino al mero
fondo conceptual del único recurso que sobrevive de los cinco que antes existían.
Y lo primero que sobresale desde este último punto de perspectiva es su naturaleza:
A.- Revocación es sinónimo de anulación, pero la autoridad administrativa suele tomarlo
como mera petición de gracia o como invocatoria de clemencia, cuando no de simple
reconsideración para que se conduela o hacérsela propicia, siendo que se trata de una verdadera
reclamación para que corrija los errores y arbitrariedades -cuando no estupideces- de su personal
de visita; de una auténtica inconformidad contra los absurdos que le llevaron a una liquidación
tributaria injustificada o improbada; de una manifiesta protesta contra las aberraciones que al
susodicho personal de visita le llevó a presunciones infundadas o torpes; etc., es decir, que se
debiera tratar como un medio de defensa que al menos merece la consideración reflexiva y
justiciera de la autoridad que va a evaluarlo, y no de una autoridad que deja de ser tal al proceder
con criterios prejuzgantes, defensivos de la postura oficial o puramente recaudatorios a ultranza,
con descarado atropello de la lógica, la razón y la justicia.
B.- No deja de ser pintoresco, -si no fuese de suyo tan deplorable, vergonzante y trágico-,
el que la simple lectura de cualquier resolución recaída al recurso que nos ocupa suela antojarse
en mucho mayor grado un escrito de defensa de las arbitrariedades de la autoridad que un
instrumento de justicia. Y, visto con frialdad, porque no deja de ser indignante, es
verdaderamente folklórico que lo más destacado de tales resoluciones sea el esmero con el que se
empeña el burócrata que lo formula en demostrar que lo negro es blanco en medio de los más
cínicos atropellos de cualquier clase de razón legal. Por eso sigue resultando risible que todavía
pueda creerse en la farsa de los organismos encaminados a la protección de los derechos
humanos, mientras se excluye con todo descaro la protección de tales derechos precisamente en
el ámbito en donde más se dan sus violaciones, que es precisamente el tributario.
Un segundo aspecto a observar, además del relativo a la naturaleza del recurso, es el de su
función legal, pues, ciertamente, aunque deba impugnarse en cada instancia conforme a las
potestades reales de cada autoridad y de ello se desprenda que, ante una autoridad administrativa
de este nivel, sólo se proceda con base en violaciones procedimentales; que, ante una autoridad
tribunalicio-administrativa, sólo se impugnen aspectos de ilegalidad; y que, ante una autoridad
judicial, sólo se combatan aspectos de inconstitucionalidad; no deja de resultar tramposo el
entramado mismo de las disposiciones legales al respecto, pues si el impugnante no combate en
esta etapa los aspectos violatorios de fondo, al acudir a instancias posteriores puede confrontar el
problema de que se le rechace aduciendo que no hizo valer sus agravios dentro de la etapa
administrativa del procedimiento, y si, por el contrario, los aduce desde ahora, la autoridad
administrativa da por resuelto todo el contenido de su impugnación excusándose de conocer de
tales violaciones, aduciendo -con razón- que no le competen, y llevándose con ello hasta el resto
mismo de los que sí le atañe resolver, pues al dar respuesta formal a lo que no le concierne deja
cumplida su obligación legal de atender a todos y cada uno de los puntos del escrito de
impugnación.
Obviamente, esta clase de posturas oficiales deja entrever, desde el principio, y a
cualquier impugnante, que su medio de defensa no es realmente tal, sino que sólo ha tenido
acceso a una etapa de alegatos y regateos con una autoridad que está “montada en su cuaco” y a
la que no se accede en búsqueda de justicia sino que todo se reduce a meros “dimes y diretes” tan
inútiles como absurdos o, en el ¿mejor? de los casos, a un “arreglo” que la propia ley y prácticas
burocráticas propician siempre más, con franco daño a las partes principales: al fisco y al
gobernado, pues el único beneficiado es el funcionario o burócrata que se sirve del cargo en su
personalísimo provecho.
Así pues, en suma, esta manipulación de la justicia y del derecho a través de las propias
leyes termina por tener un corolario todavía peor: el orden legal se desquicia y sobreviene el caos
hasta de la nación misma. Un país en el que las leyes quedan al arbitrio de su burocracia no es un
país de leyes, sino de intereses, de componendas y de arbitrariedades. Y eso es justamente lo que
se ha provocado, para colmo, a partir de las leyes mismas.
Veamos un ejemplo que lo ilustra por completo:
A.- La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señala que la función
legislativa, especialmente por lo que atañe a la materia tributaria, compete al Congreso de la
Unión. Ello lleva a concluir sin dificultad que es a éste a quien compete la fijación de los
tributos.
B.- El Tribunal Fiscal de la Federación ha resuelto que el personal de visita no
tiene por qué tener título profesional de contador público para ejercer sus funciones.
C.- Es el personal de visita quien realiza la visita -o auditoría, pues así sigue llamándose
impropiamente la dependencia que lo envía- y es este mismo personal, con sus superiores, quien
determina, incluso presuntivamente, las supuestas omisiones tributarias del gobernado, con lo
que le finca un crédito fiscal que, aunque derive de las leyes fiscales emitidas por el Congreso de
la Unión, no deja de proceder del mero criterio -o de la ausencia de éste- del referido personal
carente de profesionalidad alguna.
D.- Fincado el crédito fiscal, éste se convierte en motivo de sanciones, embargos y hasta
encarcelamiento.
E.- En consecuencia, el visitador es el clásico “señor de horca y cuchillo”, típico de la
Edad Media, en plena época contemporánea. Y ello, a ciencia y paciencia de nuestras
legislaturas, pues evidentemente ya renunciaron a sus facultades legislativas y han dejado que lo
hagan los visitadores, los que los mandan y los que resuelven los recursos de revocación, toda
vez que vienen a ser todos éstos, finalmente, quienes fijan el monto de las contribuciones de los
gobernados.
Así pues, todavía no superamos aquella aciaga etapa de los “calificadores” de mediados
de siglo, cuando cualquier enchamarrado, con paliacate, tejana y cigarro de hoja, se presentaba a
extorsionar mediante regateos, “calificando” los ingresos del contribuyente y fijándole el tributo
a pagar. Y como dice el refrán que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, bien cabe
concluir que sigue dejándose el derecho en manos de los funcionarios y empleados, que las
legislaturas siguen siendo una farsa más dentro de nuestro sistema de supuesta división del poder
y que ha sido la propia torpeza del fisco federal la que está cavando su inevitable tumba.
Así como en alguna época reciente se indicaba, con toda justificación, que en México
había “empresas pobres y empresarios ricos”, así cabe señalar, ahora, que tenemos “fisco pobre
y funcionarios ricos”.
Pero, si bien, de suyo estas normas ya resultan inconstitucionales, toda vez que se delega
en el Ejecutivo la potestad de fijar los tributos, pese a que ello concierne al Legislativo, y aun
con la atenuante de que la norma constitucional prevea la facultad de las autoridades para
comprobar el cumplimiento de las obligaciones fiscales -lo cual debería limitarse a ese estricto
sentido y no tener más consecuencias que exigir el cobro de lo omitido, -pues sólo a eso se
contrae dicha prevención y ni siquiera refiere recargos y sanciones-, el colmo de todo viene a
manifestarse en la absurda irrupción que se concede a la propia autoridad administrativa para
usurpar las funciones, ya no nada más del Poder Legislativo, sino también del Poder Judicial.
La terminología que emplean los funcionarios que atienden los recursos de revocación
raya verdaderamente en lo ridículo, particularmente cuando acuden al “no probó su acción”, “no
le asiste la razón al recurrente”, “una vez integrados los elementos de juicio”, “es ineficaz por
infundado”, “no alcanzó a desvirtuar el sentido de la resolución”, y tantas zarandajas más por el
estilo con las que se arrogan potestades tribunalicias que ningún ordenamiento legal les concede
ni les podría conceder jamás. Y, si no fuese por lo intrascendente de tales ridiculeces con las que
sólo alcanzan a engatuzar incautos, podríamos guardar un respetuoso silencio ante tales
imitadores de magistrados y jueces, pero lo grave y verdaderamente trascendente es que tal
terminología se emplea para darse un “empaque” de juzgadores que sólo les lleva a resolver
causando daño. Cabe imaginarlos con togas y birretes de juguete al momento de dictar sus
sentenciosas y solemnes resoluciones.
Es todo esto, precisamente, lo que está envenenando el sistema tributario mexicano. Nada
resulta ya más increíble que el hecho de que un instrumento de defensa del gobernado sólo sirva
para la exhibición de funcionarios o empleados públicos cuya único deber real es el de atender a
las exigencias evaluatorias de hechos que se reclaman y prueban, no el de incurrir en
pontificaciones y solemnidades con las que inexplicablemente se revisten por ignotos complejos
o traumas.
Pero el clímax de todo este cuadro de ridiculeces, insensateces y payasadas -porque
desgraciadamente no cabe calificar de otro modo tanta vanalidad y deformidad institucional
juntas- es la imagen tan cantinflesca que viene a resultar de todo ello. Se contesta el recurso sin
atenderlo, se habla de las pruebas sin valorarlas, se responde punto por punto mediante evasivas,
se arguyen conceptos que no vienen al caso, se transcriben tesis que ni siquiera corresponden al
tema, se ofende, incluso, al recurrente mismo, mediante calificativos que le pintan como un
mentiroso, un tonto o un farsante, con todo lo cual termina por ser regañado y, cuando mejor le
va, hasta aconsejado sobre lo que debió hacer y no hizo o sobre lo que debió decir y no dijo.
Con tal clase de “autoridades”, obviamente, el recurso de revocación dejó de ser un
medio de defensa para convertirse en un medio de ofensa, pero en contra del propio recurrente.
Así pues, volvamos a la pregunta con la que se intitula este trabajo: ¿servirá para algo el
recurso de revocación?
Evidentemente no sirve más que para -como se dijo al principio- “aprovechar los errores
del contrario”, pero aun este objetivo hay que reconsiderarlo con todo cuidado, pues si el acto o
resolución que se impugna es de los que se actualizan con el transcurso del tiempo o si el cliente
es de los que ni siquiera cuando es advertido de lo que resultará sea posible evitarse sus dudas y
suspicacias sobre la capacidad profesional del defensor, dada la inevitable e inminente
“regañada” de la autoridad que lo resuelva, lo preferible será optar por la demanda de nulidad de
inmediato y evitarse esta pérdida de tiempo y prestigio, aun cuando ello pueda ir en perjuicio del
propio cliente.
Y es que la realidad de esta preventiva legal es la de su inutilidad absoluta. Quizá no haya
en toda la legislación mexicana disposiciones legales más anodinas e inútiles que los medios de
defensa legal del contribuyente y, entre todos ellos, desde luego que el recurso de revocación se
lleva la prioridad máxima al respecto.
Ahora bien, si ya el lector tiene perfectamente configurada la idea sobre el valor o
alcances del recurso de revocación, sea porque lo haya experimentado en carne propia o bien
porque haya aceptado lo hasta aquí expuesto, sólo nos resta una última reflexión a partir de la
normatividad constitucional para terminar de redondear la idea.
El artículo 16 Constitucional permite a la autoridad administrativa la práctica de visitas
domiciliarias “únicamente... para exigir la exhibición de los libros y papeles indispensables
para comprobar que se han acatado las disposiciones fiscales, sujetándose en estos casos a las
leyes respectivas y a las formalidades prescritas para los cateos”. Por ende, si eso es
“únicamente” lo que la Constitución permite, de ninguna forma puede inferirse de ello que la
autoridad administrativa tenga facultades para determinar créditos, imponer sanciones, practicar
embargos, formular presunciones, juzgar hechos, etc., pues comprobar el acatamiento de las
disposiciones fiscales de ninguna forma puede implicar o presuponer siquiera la idea de todo lo
demás.
Si las autoridades tribunalicias fuesen sufientemente honestas en la aplicación y
observancia de nuestra Constitución, al menos mientras siga redactada como está, tendrían por
ilegales e inconstitucionales todos esos actos con los que se extralimitan las autoridades
administrativas, pues del precepto constitucional citado no cabe inferir ninguna de ellas, sino
sólo la potestad de comprobar el acatamiento de tal clase de disposiciones legales, sin que
mencione en forma alguna las consecuencias de ello cuando haya incurrido el visitado en
desacato de las mismas y, sobre todo, sujetando la propia comprobación a leyes que no pueden ir
más allá de la preceptiva constitucional sin contravenirla -por razón del “únicamente”- y,
además, con la limitante de que la acción misma de comprobación no pueda sustraerse a las
formalidades propias de las diligencias de cateo.
Queda perfectamente claro que lo que acaba de decirse rompe con todo el esquema de
nuestra codificación tributaria, pues el Código completo vendría a resultar inconstitucional, toda
vez que permite o consiente toda una serie de acciones carentes de sustento en nuestra Carta
Magna. Y es que el único texto constitucional que se refiere en forma expresa a la visita
domiciliaria es el citado, de tal suerte que, mientras no se reforme su redacción actual, todo
cuanto hacen en la práctica las autoridades fiscales, si fuésemos suficientemente respetuosos del
orden constitucional que nos rige, inevitablemente tendría que ser calificado de inconstitucional.
Claro está que tamaña conclusión, precisamente por la magnitud de su contenido y
alcances, debe antojarse inaudita para todos. Pero cabe retar a quien sea con el fin de que, en
estricta lógica jurídica, demuestre su falsedad.
Y, todavía más, si descendemos en la escala jerárquica de las leyes, veremos que la Ley
Orgánica de la Administración Pública Federal, en su artículo 31, a través de las veintitrés
fracciones que contiene, -pues dos de las veinticinco están derogadas-, no prevé en favor de la
dependencia hacendaria más facultades a este respecto que las de cobrar impuestos y conceptos
afines, así como vigilar y asegurar el cumplimiento de las disposiciones fiscales, -sin precisar lo
que deba entenderse por estos dos últimos términos, pero sin que sean mayormente relevantes,
pues sólo se orientan al “cumplimiento de las disposiciones”-, de tal suerte que tampoco, a través
de su preceptiva, cabe atribuirle potestades determinativas, embargatorias, presuntivas,
juzgatorias o liquidatorias de clase alguna.
En suma, si se respetara lo indicado, los tribunales debieran tener por inconstitucional e
ilegal todo tipo de actos practicados por autoridades fiscales que no se limiten “únicamente” a
comprobar el acatamiento de las disposiciones fiscales, sin que de ello quepa inferir que la
Constitución les delegue lo que, por sí misma, muy claramente les restringe.
EL ACTO DE MOLESTIA
El primer párrafo del artículo 16 Constitucional consigna la menos impactante de las
garantías individuales, -si se le ve comparativamente con las de libertad en diversos órdenes, de
propiedad, de expresión, de asociación, etc.-; pero también la más profunda -si se le ve en la
perspectiva de restringirle a la autoridad, de cualquier clase, la mera posibilidad de incomodar al
gobernado en forma injustificada.
Pudiera antojarse decir que está encaminada -dicho sea en términos nada prosaicos- a que
“no se le toque ni con el pétalo de una rosa” mientras no exista una causa legal debidamente
justificada para hacerlo.
Y esto, desde luego, viene a convertirla en el paradigma de todas las demás garantías
constitucionales, pues permite advertir que el espíritu del Constituyente era absolutamente claro
en el sentido de salvaguardar hasta la tranquilidad de la persona y no únicamente sus libertades
clásicas y universalmente admitidas para todos los efectos jurídicos. Nada más afortunado, pues,
que el empleo del término molestia, toda vez que por ello se entiende, -hasta con el más
elemental de los diccionarios escolares en la mano-, todo cuanto perturbe, fatigue, desazone,
impida, enfade o fastidie. Y, si se acude, a su vez, al análisis literal de cada uno de estos
sinónimos, encontraremos que molestar es afectar, simple y sencillamente, el sentir de la
persona.
En otras palabras, el Constituyente no sólo se preocupó por asegurarle a los mexicanos el
disfrute de garantías individuales tan obvias como el caso de las libertarias, las igualitarias, las
propietarias o las procesales, sino también las sentimentales o sensibles, es decir, las que atañen a
su tranquilidad, su bienestar, su concentración, su estabilidad, su alegría y hasta su comodidad.
Si esto se entiende bien, lo obvio es concluir que el Constituyente tenía clara conciencia
de todo cuanto puede incomodar, fastidiar y alterar los ánimos de los gobernados cada vez que la
autoridad actúe en cualquier forma sobre ellos. Y es que tuvo perfectamente definida la idea de
que los grandes pueblos sólo pueden prosperar cuando sus habitantes son felices, o, lo que es lo
mismo, cuando se tiene tanta sociedad como sea posible y tanto gobierno como sea estrictamente
necesario. Es lo mismo que se dice respecto de los árbitros de cualquier deporte: son tanto
mejores cuando menos se hagan notar. Sus protagonismos e interferencias arruinan los partidos.
En consecuencia, este primer párrafo del precepto y ordenamiento que se comentan, lo
pronunció de la manera más imperativa que le resultó posible: “Nadie puede ser molestado...”.
Ni siquiera se detuvo a señalar en términos más suaves o convencionales alguna clase de
expresiones equivalentes, como pudieron haber sido las clásicas y formalistas del: “no procederá
la molestia...” o el “deberán evitársele molestias...”, etc. Nada de eso: simplemente “Nadie
puede ser molestado...”, sin distingos ni consideraciones. Un imperativo tan categórico como
contundente para despojar a cualquier aspirante a dictador o imitador de tirano hasta la más leve
tentación de lastimar la sensibilidad de los gobernados con actos que de cualquier forma
pudieran mortificarles.
Pero la imperatividad del párrafo ni siquiera quedó imprecisada al máximo, sino que, por
el contrario, fue suficientemente explícita hasta el extremo de indicar con todo rigor los ámbitos
específicos en los que tal mortificación podría darse, de tal suerte que no quedara la menor duda
de sus alcances jurídicos reales. “Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio,
papeles o posesiones...”, es decir, que el Constituyente tuvo clarísima conciencia de que los actos
de molestia no sólo pueden ser meras incomodidades sensibles a la persona en forma única o
directa, tal como quedó dicho arriba, sino que también se manifiestan a través de su entorno
normal: familia, domicilio, papeles y posesiones, de tal manera que son cinco los aspectos
fundamentales de esa gama de posibles molestias que pueden serle inferidas: nada menos que en
su individualidad, en su familia, en su domicilio, en sus papeles y en sus posesiones. Más claro
no puede resultar el mensaje. Se trata de proteger a la persona y a su entorno, a lo que le es más
cercano y querido, a lo que le resulta más privado y propio; porque el Constituyente jamás perdió
de vista que ninguna molestia puede ser puramente personal o que proceda abstraerla de su
contexto, sino que se infiere cuando se afecta cualquiera, precisamente, de esos cinco elementos:
la persona, la familia, el domicilio, los papeles y las posesiones.
A tal extremo es esto importante que, sin vulnerar los alcances del ejercicio de la potestad
gubernativa, -pues bien podría inmovilizársele si no se le permitiera actuar jamás-, sólo abrió la
puerta, dentro del mismo párrafo, a los casos de excepción, es decir, a aquellos en los que a una
determinada autoridad competa el poder actuar sobre los gobernados en algún aspecto específico,
de tal suerte que no cualquier autoridad pueda molestarles, sino sólo la que tenga la atribución
expresa de hacerlo por corresponder así a las funciones que la ley le otorga y, consecuentemente,
que le atañe cumplir, de tal forma que no incurra -por omisión o incumplimiento- en violaciones
legales que puedan resultarle imputables por inaplicabilidad de sus potestades: ““Nadie puede
ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de
mandamiento escrito de la autoridad competente...”. Esta condición limitativa a lo competencial
claramente impide, pues, que cualquier otra autoridad, por el solo hecho de serlo, pueda
ostentarse y actuar como si estuviera facultada para el ejercicio del acto de molestia, toda vez
que sólo la expresamente facultada como competente, en razón de la clase de acto de que se
trate, es la que puede ejecutarlo. Y con ello se quiso cerrar para siempre otra puerta más a la
arbitrariedad.
Pero tampoco cabe imaginar que por el hecho de ser autoridad competente ya se disponga
de la mayor de las libertades para molestar a los gobernados indiscriminadamente, como si fuera
una especie de patente de corso para agredirlos en cuanto los vea o en cuanto se le presenten,
individualmente o en grupos, sobre la persona, sobre los papeles o sobre lo que fuere, sino que
estará obligada a sujetar sus actos a una “causa legal”, es decir, a que sus acciones deriven de un
atributo constitucional requisitado con un fundamento y motivo reales: “Nadie puede ser
molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de
mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del
procedimiento”.
No nos detengamos, por ahora, en el aspecto de la fundamentación y motivación en el
que suelen recargar el acento las tesis tribunalicias tradicionales, sino en el de la “causa legal”, aspecto todavía inexplorado y descuidado-, pues es el que representa, en mi opinión, el pivote, la
piedra angular y hasta el cimiento de todo lo demás.
Ciertamente, el texto constitucional que nos ocupa no precisa la noción de “causa” y,
menos aún, la de “causa legal”, por lo que habrá que acogerse, de nuevo, a las definiciones de
diccionario. Y cualquiera de éstos nos dice que, por causa, debe entenderse el fundamento u
origen de algo, la razón o motivo para obrar de alguna determinada forma, e incluso, lo que se
toma como bandera, sobre todo en términos revolucionarios, hasta para oponerse a las leyes o a
la moral. Desde la perspectiva de la lógica, tradicionalmente ha sido entendida como el
precedente del efecto. Y, dentro de la jerga jurídica, es el litigio mismo o pleito legal.
Así las cosas, tomemos la causa por origen, razón, motivo, justificación, precedente y
materia, al menos dentro de esta primera aproximación a su sentido. Pero, si le añadimos el
calificativo de “legal” que le adiciona el Constituyente, tendremos que prescindir de algunas de
estas expresiones, pues no podríamos asumirla, por ejemplo, en el contrasentido al que conduce
si supusiéramos que signifique oposición a las leyes o a la moral. En tal virtud, tendremos que
quedarnos, en una segunda aproximación a la esencia, con la idea de que sólo puede representar
origen, razón, motivo, precedente y materia. Pero también observemos, de paso, que al
prescindir de la idea de que represente una bandera o justificación, el Constituyente fue lo
suficientemente sabio para añadirle las condiciones de fundamentación y motivación, pues no se
habría podido justificar de otra forma el que fuese una causa legal y, a la vez, que no permitiera
el poder ir contra las leyes o la moral sin dejar de ser causa. En otras palabras, sigue siendo una
justificación y una bandera de acción de la autoridad competente, pero siempre que funde y
motive su actuación, ya que, de lo contrario, sería una causa ilegal.
Ahora bien, el entenderla conforme a los demás significados que nos quedan, una vez que
se conjuguen con el calificativo de “legal” que aquí nos ocupa, también representa algunos
problemas, aunque menores.
- El primero de ellos es que una causa legal no puede ser un origen impreciso, sino sólo
un origen de ley, es decir, que por “causa legal” debe entenderse ya no únicamente la
competencia de la autoridad, sino la prevención normativa de los actos que pretenda realizar o, lo
que es lo mismo, la legalidad de la que estén revestidos a través de la norma expresa que le
faculte para realizarlos competencialmente como tales.
- El segundo de ellos es que una causa legal no puede ser una mera “razón”, entendida en
términos de simple justificación racional para avalar el hecho de que se ejecuten, sino que debe
acentuarse el que dicha razón sea legal, es decir, que corresponda a una preceptiva jurídica que
vaya hasta la llamada “legitimidad de origen” -a la que tantos gestos suelen hacerle nuestros
tribunales-, pues se trata de la razón misma por la que la autoridad se ostenta como
constitucionalmente facultada para ser tal. Si no fuese así, nos quedaríamos con los elementos
finales de la fundamentación y motivación -puramente requisitarios- para excusarnos de ir a lo
fundamental, lo cual, por supuesto, ha venido a dejar al Constituyente en condiciones de ente
redundante y anticuado por razón de las excusas tribunalicias y la tesis de Vallarta. Desde luego
que el Poder Judicial debe estar en condiciones de poder enjuiciar los actos de los otros dos
poderes, pues, al no hacerlo, se fomenta la impunidad, -ya que no habría nadie más que lo
hiciera-, se tolera la arbitrariedad -toda vez que se les deja al capricho-, y se concluye en la
ingobernabilidad -pues nada vulnera más el orden de derecho que las excepciones e impunidades
que desde las leyes se concedan a los propios órganos de poder-. El manejar la “causa legal”
como razón legitimadora de la autoridad misma es reconocerle la bandera con la que debe
ostentarse para actuar sobre el gobernado y, a la vez, permitir que éste pueda impugnarla en
cualquier momento, dado que la soberanía -de acuerdo con la propia Constitución- reside en el
pueblo y no en la mera impunidad conjunta en la que se escuden los órganos de poder creados
por él y fomentada a través de excusas enjuiciativas de una de sus divisiones con respecto a las
otras dos.
Dicho en otras palabras, no hay razón alguna para que la causa legal, entendida como
razón legal, no pueda ser impugnada bajo la excusa de que el Poder Judicial no deba enjuiciar a
los otros dos poderes.
- El tercero de ellos es el de asumirla como motivo. Pero si hablásemos de “motivo legal”
y luego viésemos que también debe motivarse el procedimiento, volveríamos a caer en el error
de suponer al Constituyente redundante o torpe, de un vocabulario limitado y restrictivo, de una
contextualización de hechos puramente mecánica, etc., de tal forma que terminaríamos por
suponer que la causa legal es una mera reiteración de la fundamentación y motivación, o que se
identifica con la mera observancia de las leyes secundarias o que se cumple con la pura
solemnidad formalista de los oficios con los que se realicen sus mandatos.
Obviamente, no es así. El motivo legal, sobre todo cuando se sustituye con esta expresión
uno de los elementos contenidos en la fórmula “causa legal”, no equivale a la fundamentación y
motivación de la propia causa, -caeríamos en atribuirle al Constituyente una simple redundancia, sino a la constitucionalidad del acto, sobre todo si se entiende tal constitucionalidad en los
términos en los que la definió para siempre Carl Schmitt, como la entraña misma del país al que
integra, como la configuración de su sentido último, como nación y como “contrato social”
específico, -no como una ley más-, de tal forma que el motivo por el que se instituya el acto de
molestia, para que obedezca a ese motivo o causa legal, forzosamente debe sujetarse al resorte de
origen, que es la propia intencionalidad de fondo de toda constitución, o sea, esa parte del
contrato social que subordina al gobernado, en aras del bien común, como un sujeto susceptible
de ser molestado sólo mediante el sustento de una constitucionalidad que arranca del origen de la
propia organización social de la que se trate y cuyas premisas de legalidad se oriente a implantar.
- El cuarto de ellos, o sea el de entender la causa legal como precedente, también va a los
principios. Ningún acto de autoridad puede sustentarse en la posesión de una función, por muy
prevista que aparezca en las normas legales o de derecho positivo, si no se basa en la estructura
constitucional que contemple y permita la existencia y accionar del órgano de que se trate. No
hay más precedente de acción legal de la autoridad que el derivado de la preceptiva
constitucional, pues ninguna puede legitimarse como tal a partir de normas inferiores a ella, -y
no hay que olvidar que, en el propio concepto de constitución, está implícita la noción de órgano
y estructura-, de tal forma que sólo mediante las llamadas “leyes orgánicas” que la reglamenten
al detalle, siempre que estén contempladas con ese carácter y fin por la propia Constitución,
pueda resultar posible el derivar de ellas la autenticidad del órgano que infiera o pretenda inferir
el acto de molestia con el que se le quiera afectar al gobernado.
- Y el quinto de tales aspectos, o sea el de la materia, tampoco debe soslayarse en cuanto
a su sentido y alcances reales, pues bien puede ocurrir, -y así sucede en la práctica cotidiana-,
que se le tome por cumplido con sólo ajustarse a la normatividad legal de orden secundario.
Para que la “causa legal” pueda ser tomada como “materia legal” no debemos acudir a
los dictados de las leyes, toda vez que estamos en el rango de la normatividad constitucional,
sino a la propia naturaleza del acto de molestia: se trata de una garantía individual y, por ende, lo
que está en juego es la excepción de que se pueda inferir la molestia cuando la materia misma o
causa por la que se incida en ello tenga una justificación lógica y no nada más legal. La materia
legal, pues, no es la molestia en sí, sino la lógica por la que pueda, constitucionalmente, serle
inferida aquélla.
Ahora bien, si lo hasta aquí expuesto es suficientemente claro como para concluir en que
no son los llamados “requisitos constitucionales” de fundamentación y motivación lo que
realmente importa, sino la “causa legal” de que se emprenda un procedimiento que deba ser
satisfecho o cumplido con la observancia de tales requisitos, será fácil advertir en qué medida
nuestras autoridades, tanto administrativas como tribunalicias, nos han venido engañando,
durante más de un siglo, con la idea de que son esos requisitos lo esencial del asunto.
Y es que casi toda la jurisprudencia al respecto se ha venido centrando en la tesis de los
requisitos, es decir, de que los actos de autoridad deben estar fundados y motivados,
entendiéndose por lo primero el que “se cite el precepto legal exactamente aplicable al caso” y,
por lo segundo, que “se expresen con precisión las circunstancias especiales, razones
particulares o causas inmediatas que se hayan tenido en consideración para la emisión del
acto”. Pero lo que realmente importa no son los susodichos requisitos, -y menos aún como
suelen tomarse en el sentido de meros formalismos a cumplir ritualistamente por parte de una
burocracia mecanizada-, sino la causa legal que exige la Constitución y que debe revestirse de
ellos, es decir, de dos elementos diferentes -la causa legal, por un lado, y los requisitos citados de
fundamentación y motivación conjuntamente, por el otro- que sólo cuando se cumplen en forma
simultánea -causa y requisitos- es cuando permiten justificar la excepción a la regla y molestar al
gobernado
En otras palabras, nos hemos quedado en el acto de molestia de la autoridad, pero sólo en
su aspecto operativo, no en el racional, en el conjunto, en el constitucional.
Y es que la causa legal del procedimiento va más allá de la mera satisfacción mecánica
de los requisitos, especialmente porque, para colmo, también éstos han terminado mixtificándose
en uno solo. Ha bastado con observar que el artículo 63 del Código Fiscal de la Federación
establezca los elementos para motivar -y aducir cualquiera de ellos- para dar por cumplida esta
parte de la fórmula; y ha bastado, también, con que se citen preceptos constitucionales, legales,
reglamentarios y administrativos al por mayor, independientemente de que los primeros
conciernan a garantías individuales de los gobernados y los segundos, en su mayoría, ni siquiera
vengan al caso, para que algunos juzgadores den por satisfecha y cumplida la exigencia
constitucional y de principio que nos ocupa. Y se habla de mixtificación, porque todo termina
reducido al “legalismo”: se da por satisfecha la causa legal del procedimiento con sólo citar tales
preceptos, todos de orden legal, sin advertir que la motivación, per se, no es “legislable”, sino
demostrable, particularmente cuando se obliga a evidenciar la “causa legal” y no a reemplazarla
mediante el sucedáneo del ritual protocolario que consiste en la mera satisfacción formularia de
requisitos legalmente previstos pero que no evidencian la legitimidad y validez racionales de
dicha causa en forma alguna.
Ahora bien, incluso si descendemos al nivel de los citados requisitos, de inmediato se
advierte que lo habitualmente tomado por fundamentación y motivación tampoco justifica, por sí
mismo, la causa legal del procedimiento. Y es que se han venido falseando hasta los conceptos
mismos de fundamentación y motivación.
Fundamentar significa, si los diccionarios no mienten, -e independientemente de su
sentido arquitectónico de “echar los fundamentos o cimientos de un edificio”-, el “establecer,
asegurar y hacer firme una cosa”. En materia jurídica, la fundamentación nunca tuvo una
connotación especial distinta a la convencional que haya sido expresamente reconocida en forma
general. Se intuía su valor conceptual dentro del orden jurídico, pero nunca se le definió con
claridad. Por ello se ha tomado, por adopción, la interpretación jurisprudencial forjada a lo largo
del tiempo, en el sentido de que sea la mera indicación o cita de las leyes y de sus preceptos que
exactamente apoyen, tanto la acción concreta de autoridad, como la competencia del órgano que
la disponga, ejecute o pretenda ejecutar.
La motivación, por su parte, tiene el sentido primario de dar causa o razón para una
cosa, pero su significación etimológica es la de “movimiento”, por lo que se trata de la
estimulación o puesta en marcha de la acción misma y siempre que se le fije algún sentido,
objeto o propósito. Jurídicamente tampoco ha tenido una significación específica formalmente
reconocida, pero la jurisprudencia se ha encargado de atribuirle la característica de una mera
descripción de circunstancias de hecho que induzcan a la aplicación de la norma al caso
concreto, es decir, una mera concordancia, supuestamente lógica, entre la norma y el hecho.
A partir de ambas premisas, pues, se ha entretejido una supuesta concepción jurídica del
tema que puede resultar suficientemente justificada si sólo nos quedamos en el ámbito del
derecho positivo, de la ley escrita y hasta del simple “legalismo” procedimental o procesal, pero
que no resiste el menor análisis si se le ve desde el punto de vista constitucional, de filosofía del
derecho y de lógica convencional, pues jamás podrá afirmarse con alguna respetabilidad hacia la
razón y la juricidad que, la mera cita de las leyes o la congruencia de éstas con los hechos, sean
suficientes para acreditar a plenitud de valor una “causa legal”, particularmente en el sentido de
molestia que le reserva nuestra Constitución como garantía individual.
Visto desde otra perspectiva, no se satisface la “causa legal” de un procedimiento
encaminado a provocar el acto de molestia con la mera satisfacción formulística de referir en los
documentos al efecto las leyes que se aplican o las congruencias entre los hechos y ellas, pues ya
vimos que la causa legal es una razón de fondo -auténticamente excepcional- por la que se
permite la alteración de tan delicada y sutil garantía. Y, evidentemente, -no huelga repetirlo una
vez más-, la mera satisfacción requisitaria con la que ahora se simula su cumplimiento, es
absolutamente insuficiente para acreditarla.
Ahora vayamos al porqué de esta última afirmación para que no pase por simple crítica
sin sentido:
A.- En primer término, porque una causa legal no es un requisito, -aunque para
acreditarla se requiera del auxilio de requisitos-, toda vez que su objeto es el de justificar el acto
de molestia, no el de formalizarlo, pues entonces dejaría de ser causa para convertirse en medio.
B.- En segundo lugar, porque una causa legal no es un fin al que deba llegarse mediante
la satisfacción de requisitos, sino la razón misma por la que se puede hacer excepción a una
garantía individual -que no puede ser más que de rango constitucional-.
C.- Y, finalmente, porque una causa legal no es un pretexto que se pueda cumplimentar
con el mero enlace de solemnidades y concordancias, es decir, de simples citas de preceptos
legales y congruencias, comparaciones o similitudes con los hechos; sino la condición misma por
la que cabe molestar a un gobernado en particular -con exclusión justificada de todos los demásy por razones que obligan a seleccionarlo para tal fin -con justificación excluyente de todos los
demás-.
Claro está, pues, que nuestras autoridades tribunalicias no proceden así. Se limitan a
observar el oficio en el que se contiene el mandato -la orden de visita domiciliaria, por ejemploy les basta con que se cite el artículo 16 Constitucional ¡que atañe a las garantías individuales del
gobernado y no a la causa legal de la autoridad!, así como ordenamientos y preceptos legales,
reglamentarios y administrativos específicos, con cuyo conjunto ni siquiera se funda
constitucionalmente el acto, menos aún la causa legal del procedimiento. Con un formalismo,
pues, dan por cumplida la fundamentación. Y luego, por lo que atañe a la motivación, ni siquiera
exigen -mínimo de mínimos- que se haya citado alguna de las causales que refiere el artículo 63
del Código Fiscal de la Federación, sino que la dan por satisfecha con el solo indicativo de que
se ordena la visita domiciliaria, sin más, -anteriormente aduciendo supuestas “importancias del
contribuyente en el marco de la recaudación tributaria nacional”, y ahora ya hasta sin eso-, de
tal forma que la “causa legal” que exige la Constitución queda tan absoluta y cínicamente
soslayada como soslayados vienen a resultar los propios fallos tribunalicios en lo que a esta
garantía constitucional respecta.
Es incontrovertible, entonces, que con la bendición o burla de nuestros tribunales, la
causa legal jamás se acredita y que se conformen con el mero ritual burocrático de que se hayan
llenado machotes de oficios en los que se cumplen mal ambas formalidades para darse por
satisfechos de la constitucionalidad del asunto, es decir, solapando la evidente violación
constitucional en la que se incurre por parte de las autoridades administrativas.
Ante este estado de cosas, viene a resultar obvio que el acto de molestia se inflija al
gobernado a ciencia y paciencia de tan limitadas o solapadoras interpretaciones de nuestra
preceptiva constitucional. Y el hecho más sintomático e ilustrativo de tales vicios en las prácticas
ordenadoras y enjuiciadoras de los actos de autoridad es que incluso se publiciten campañas de
fiscalización sobre determinados giros: comerciantes ambulantes, médicos, etc., que constituyen
incontrovertibles actos de molestia, que no tienen más fundamentación y mucho menos
motivación -si a eso pudiera llamársele así- que la de ejercer una determinada actividad
prototípica, pues nada más evidente que la violación descarada, con ello, ya no nada más de este
primer párrafo del artículo 16 Constitucional que se analiza, sino hasta del artículo 63 del Código
Tributario que, por supuesto, ni se cita ni se cumple en forma alguna. Y, para colmo, tampoco se
cumple con la jurisprudencia al respecto, pues, a partir de tales actos, se deja de obedecer a las
propias tesis que obligan -a título de motivación- a soportar el mandato de autoridad en la
obligación de que se “expresen con precisión las circunstancias especiales, razones particulares
o causas inmediatas que se hayan tenido en consideración para su emisión”.
No hay que ir muy lejos, pues, para entender que ninguna motivación puede soportarse en
circunstancias genéricas, razones imprecisadas o causas mediatas, -lo contrario a la exigencia de
tales tesis-, que es lo que concretamente ocurre en dichos casos, pues se atiende a la actividad,
giro o profesión, a la sin razón más absoluta y a meras hipótesis a ultranza. ¿De qué clase de
motivación especial, particular e inmediata podrá hablarse cuando no se molesta a un gobernado
sino a un grupo de ellos? ¿Corresponderá, siquiera, a la prevención del artículo 63 multicitado?
Y, sin embargo, nuestras autoridades tribunalicias siguen inmersas en la mentalidad
binaria que les caracteriza -el sí y el no, el cero y el uno- y que sólo les alcanza para discernir
entre los contenidos del oficio y no entre los objetivos y garantías individuales que pretende
garantizar nuestra Constitución.
Para remate, han sido los propios constitucionalistas y demás doctrinarios afines o
similares quienes han terminado por contaminar el tema. Se han acogido a las tesis de la Corte
para priorizar los requisitos de la fundamentación y motivación y dar por sentado que, con su
simple observancia, se da por cumplida la causa legal del procedimiento. No se han atrevido a
pensar por sí mismos para darse cuenta de la falsedad de origen de tal proposición. Se han
conformado con las viejas tesis que ni la propia Corte ha logrado hasta la fecha rebasar, al menos
fuere por el simple ejercicio elemental de la capacidad de raciocinio.
Hoy en día, nuestros tribunales aún se cuestionan si procede o no tratar como actos de
molestia las revisiones de gabinete o sólo las visitas domiciliarias; si este precepto constitucional
-en su primer párrafo- se satisface o no con la cita de las leyes y artículos aplicables, así como
alguna “explicación” adicional que justifique la actuación; si se cumple con este precepto
constitucional fundando y motivando los actos desde su origen o reponiendo el procedimiento
para que se cumpla con tal “formalidad”; y, sobre todo, si serán o no “procedimiento” las
diversas clases de diligencias que las autoridades puedan o deban ejecutar para poder determinar
si les resulta aplicable o no este primer párrafo del artículo 16 Constitucional que se analiza.
A tales extremos se ha manipulado, desvirtuado, deformado y degradado el concepto de
acto de molestia. Se le ha minimizado en importancia y despojado de su carácter constitucional
para convertirlo en un mero motivo de disputa legalista con el que cabe regatear justicia cuando
se litiga contra el propio gobierno y ante tribunales que lo constituyen o representan de un modo
u otro.
La consecuencia funesta de esta clase de actitud y postura tribunalicias es que ahora todo
nuestro sistema legal esté naufragando. La respetabilidad de autoridades y leyes cada vez decrece
más. La seriedad enjuiciativa va demeritando en la medida en que los fallos hacen de una
premisa constitucional aplicable a todo procedimiento -pues en ninguna parte se distingue,
dentro de la norma que nos ocupa, la clase de procedimiento de que se trate y “donde la ley no
distingue no hay por qué distinguir”- un simple “legalismo” más, sujeto a formalismos,
reposiciones, rutinas, citas y alegatos, siendo meridianamente evidente que lo esencial es el acto
de molestia, no el procedimiento por el que se infiere; que lo medular es la causa legal por la que
se incurre en la excepción misma de la molestia, no los requisitos formalistas del acto por el que
se da; y que, en síntesis, lo que el afectado impugna es la molestia misma, no las formas o los
medios con los que se instrumentó.
Así las cosas, ha llegado el momento en el que ya no se sabe si nuestros tribunales, con
esta clase de fallos -y pese a que existan las naturales excepciones que les honran- sólo pretenden
convalidar las arbitrariedades de las autoridades administrativas, incluyendo los actos de las que
no lo son pero que ejecutan actos administrativos -como ocurre, por ejemplo, con las legislativas
locales, cuando imponen sanciones a los presidentes municipales por la revisión de sus cuentas
públicas; o con las tribunalicias mismas, cuando castigan por el mismo medio económico las
demandas frívolas- o si su conocimiento de los alcances de esta disposición de la Norma
Suprema son tan limitados que, de verdad, todavía no comprenden el sentido constitucional de
la garantía que nos ocupa o la imaginan resuelta o reparable con formulismos y rutinas.
Pero el clímax de este cuadro de ideas es el que resulta del enlace obligado entre este
primer párrafo del precepto constitucional que nos ocupa y el antepenúltimo de él. Si “la
autoridad administrativa podrá practicar visitas domiciliarias únicamente para... exigir la
exhibición de los libros y papeles indispensables para comprobar que se han acatado las
disposiciones fiscales, sujetándose en estos casos a las leyes respectivas y a las formalidades
prescritas para los cateos” viene a resultar inexplicable que aún no pueda comprenderse el
alcance mismo del acto de molestia de que se trata.
En otras palabras, si el “procedimiento” al que se refiere el primer párrafo, “únicamente”
puede consistir, de acuerdo con el antepenúltimo, en la mera exigencia exhibitoria de libros y
papeles, nada más simple que buscar y encontrar la fundamentación y motivación del acto en el
propio texto constitucional, pues las “leyes fiscales” sólo se refieren en éste con dos fines: como
objetivo de la “comprobación” -“acatado las disposiciones fiscales”- y como complemento
referencial -“sujetándose en estos casos a las leyes respectivas”, lo que entraña la referencia
simultánea a “los reglamentos sanitarios y de policía” y a “las disposiciones fiscales”-, por lo
que no puede darse por satisfecha la excepción de incurrir en el acto de molestia al gobernado a
partir de lo que digan o dejen de decir tales reglamentos y leyes, sino que la fundamentación y
motivación para hacerlo deben provenir de la propia Constitución.
En consecuencia, si nos resultara impecable la lógica de estos últimos razonamientos, lo
obvio será concluir que la fundamentación del acto de molestia, cuando de “exigir la exhibición
de los libros y papeles indispensables” se trate, no consiste en citar el artículo 16 Constitucional
ni, mucho menos, referir otro precepto o preceptos de las diversas leyes fiscales, sino en ceñir el
procedimiento de molestia a una preventiva legal que la Constitución y sus leyes orgánicas y
reglamentarias aún no precisan cómo deba hacerse. Es obvio, pues, que existe un vacío legal al
respecto y que se ha suplido esta deficiencia legislativa acudiendo a las leyes secundarias y a la
jurisprudencia para disimularla o encubrirla.
Y, por otra parte, aún bajo el supuesto de que todo lo expuesto resulte inobjetable, otro
tanto ocurre con la motivación, pues a menos de tomar como tal el antepenúltimo párrafo del
numeral que nos ocupa y teniendo en cuenta que ni del artículo 63 del Código Tributario suele
servirse la autoridad administrativa en la práctica, lo obvio es concluir que nuestro sistema
legislativo carece de preceptos que nos ilustren de algún modo sobre la forma como pueda
acreditarse y, por supuesto, que no puede tomarse como tal lo que actualmente se ha determinado
ambiguamente por casi todas las tesis tribunalicias como una mera obligación formalista de
expresar “con precisión las circunstancias especiales, razones particulares o causas inmediatas
que se hayan tenido en consideración para su emisión”, pues, evidentemente, esto no pasa de
simple retórica, dado que puede satisfacerse o no como se quiera o “según el cristal con que se
mire”.
Y eso, por supuesto, ni es Derecho, ni corresponde al mandato Constitucional, ni satisface
a nadie, -excepto al fisco federal-, ni impide el acto de molestia sin causa legal.
LA DEFENSA FISCAL EMPIRICA
Todo mundo sabe, desde los más remotos orígenes de la humanidad, que el tributo ha
sido un estigma. Cuando los líderes -fuese cual fuere el nombre que recibieran- decían ser la
divinidad en la tierra, así como cuando sólo dijeron haber sido investidos o constituirse en
representantes de ella, el tributo era inevitable, indiscutible y fatal. Todo el Antiguo Testamento,
por ejemplo, es un verdadero catálogo de luchas y sojuzgamientos, así como de la consecuente
imposición de tributos. Sólo hasta que el hombre comenzó a tomar conciencia plena de la
injusticia de tales absurdos y arbitrariedades, la resistencia surgió. Y ha sido esa resistencia el
primer balbuceo histórico de la defensa fiscal. Hoy en día, coexisten las actitudes de mera
oposición empírica con las profesionalmente jurídicas y hasta se involucran entre sí.
Es obvio, entonces, que existen esas dos clases de medios o técnicas para defenderse del
poder tributario: la puramente rústica y la formalmente profesional. La primera opera, -aunque
en algunos casos sólo de manera aparente-, al margen del Derecho. La segunda, en cambio, trata
de mantenerse exclusivamente dentro de su ámbito. Aquí nos ocuparemos de la primera, no por
ser aconsejable, sino por ser la que sigue prevaleciendo universalmente. Veamos por qué.
A.- Toda comunidad humana sabe perfectamente, sin necesidad de formación académica
alguna, que la recaudación que lleva a cabo su gobierno sirve para aplicarse al pago del propio
aparato gubernativo y, si algo sobra, para la realización de algunas obras de interés público.
B.- También sabe, sin necesidad de grandes análisis, que todo el ámbito presupuestario
entraña simultáneamente una entrada y una salida de dinero, por lo que le preocupan al parejo las
pretenciones recaudatorias de su gobierno y la forma como éste aplica lo recaudado.
C.- En suma: al pueblo le interesa saber en qué se gasta lo que se le quita y, a la vez, por
qué se le quita tanto con ese -hasta cierto punto- justificable fin.
Es tan simple este esquema que pasaría por perogrullesco el solo enunciarlo tal como aquí
se ha hecho, pero no lo es tanto si se piensa que los “oídos sordos” de los gobiernos del planeta
siguen tan cerrados que ni siquiera se preocupan por entenderlo o fingen que no lo comprenden,
pues están en juego sus intereses personales, incluso dentro del ámbito de los tres poderes
convencionales, por lo que termina en círculo vicioso esta confrontación de conveniencias.
El punto medular del asunto es, pues, que la resistencia se manifiesta en todos los ámbitos
y niveles. Y ello obedece a la lógica más elemental: si voy a ser despojado de una parte del fruto
de mi trabajo lo menos que debo exigir es que se me explique el porqué de tales o cuales
conductas, decisiones y gastos gubernativos y, a la vez, que se justifique la cuantía de tal
sacrificio en razón de la falta de probidad y nula austeridad en las percepciones de los empleados
y funcionarios públicos, amén del evidente dispendio y de los privilegios desmedidos.
La primera resistencia al tributo procede, así, de las propias conductas desordenadas,
desmandadas y corruptas de las autoridades. Y, por ende, la primera reacción defensiva en
materia fiscal, es la de oponerse como sea a tales clases de procederes. Y ese “como sea” va
desde lo que increíblemente se denomina evasión o defraudación fiscal -¡cómo si no fuese mayor
la evasión y defraudación gubernativa derivada de la corrupción, los privilegios y el dispendio!-
hasta la simple simulación o clandestinaje -¡cómo si no fuese más grave la simulación del
servicio público y el clandestinaje cotidianos que se acostumbran en las componendas
burocráticas!-.
En otras palabras, es la propia autoridad gubernativa la culpable única del
incumplimiento tributario de los gobernados, sea cual fuere su forma y alcances, pues es ella
quien propicia la desconfianza popular y provoca la desatención de una obligación
pretendidamente legal, -aunque carezca de generalidad-, ya que si no se penalizan los actos
corruptos de las autoridades, a cualquier nivel, menos cabe admitir que lo sean en el caso de los
gobernados. Y ello provoca esa clase de defensa fiscal empírica cuya fenomenología procede
describir como sigue:
A.- Existen dos clases de reacciones típicas del pueblo para manifestarse pacíficamente
en contra de un estado de cosas tal. Una de ellas es la manifestación popular pacífica en contra
de los actos de gobierno que aparecen como impropios a los ojos de la colectividad, sobre todo
cuando ese malestar se convierte en enfermedad crónica y cunde o se refleja en todos y cada uno
de los ámbitos de la vida social y económica de las grandes masas. Se trata de la canción
popular. Con el conjunto de ellas puede perfectamente formularse el mejor indicador económico
de una época determinada al compararlo con el conjunto de otra época distinta. Y, para no
ahondar con exceso en este tópico, aunque cualquiera lo entienda, bastará comparar, por
ejemplo, la letra de las canciones que se hicieron más populares en la llamada “época de oro del
cine mexicano” con las que actualmente se cantan por nuestros conjuntos musicales. Ya no es lo
mismo, por ejemplo, el entorno bucólico, alegre y amoroso de “Así es mi tierra” que el
policíaco, delictivo y sombrío de “Contrabando y traición”.
La otra se expresa a través de refranes o frases que la conciencia colectiva asume dentro
de un contexto de burla, sorna, sarcasmo, ironía o desprecio. Y no hay que olvidar que la
sabiduría popular emplea este medio de expresión como una especie de sublenguaje que le
permite propagar su descontento, -todavía por vía pacífica-, aunque altamente sintomática, de esa
clase de malestar que en cualquier momento puede hacer explosión y causar verdaderos daños
socio-políticos. Es como el agotamiento del agua dentro de la olla de presión que puede hacer
inminente su próximo estallido.
En consecuencia, dado que la temática que aquí nos ocupa es un fenómeno
eminentemente popular, tomemos, para ejemplificarlo, esas manifestaciones igualmente
populares. Y acudamos únicamente a las que interpreta el conjunto de “Los Tigres del Norte”,
por ser de las más representativas al respecto. Así pues, veamos la letra de la siguiente, que, sin
duda, ejemplifica esta primera concepción sobre el destino final del tributo, el descontento ante
la manifestación corruptiva generalizada y la visión misma sobre los pretextos y excusas para tal
manipulación:
“La Liebre”
“Unos corretean la liebre y otros sin correr la alcanzan.
Unos gastan el dinero y otros son los que trabajan.
A dónde va a dar el pueblo, si tiene un montón de ratas.
El dólar a diario sube, nadie lo puede frenar,
porque a muchos les conviene nuestro peso devaluar
y el dinero que ellos gastan, el pueblo lo va a pagar.
Mi patria es país hermoso, pero es un nido de truhanes
que se van pasando el hueso entre amigos y compadres.
Se pasan comiendo al pueblo. No se les acaba el hambre.
Al subir la gasolina, todo lo suben de precio.
La mentada deuda externa les sirve como pretexto.
Prometen que pagarán para subir los impuestos.
El gobierno no te ayuda y menos si estás abajo,
pero si cambia tu suerte y miran que estás triunfando
te viene a quitar Hacienda el fruto de tu trabajo.
Cada sexenio que llega nos cobran por estrenarlo.
Porque, el que se va, se lleva millones que no ha ganado.
Muy poco les interesa dejar al pueblo endrogado”.
Obviamente, de su letra se desprenden varias observaciones útiles a nuestro estudio:
1.- La improductividad burocrática.
2.- El sacrificio del contribuyente para sufragar tal clase de “gasto público”.
3.- La desconfianza del gobernado en sus gobernantes.
4.- El fenómeno alcista de los precios.
5.- El descontento ante el dispendio de los recursos públicos.
6.- La tradicional manipulación electorera.
7.- La sobreexplotación de los recursos financieros del pueblo.
8.- Los ardides gubernativos para incrementar la recaudación.
9.- El absurdo de la progresividad tarifaria y la injusticia de los contribuyentes
“cautivos”.
10.- La impunidad sexenal crónica y sus efectos empobrecedores en el pueblo.
Ahora bien, esta conciencia colectiva sobre una realidad determinada no es una mera
protesta sorda que cupiera limitarse a tomar como representativa de un malestar común ante
determinados hechos o, peor aún, como mera expresión oposicionista para desacreditar
determinadas gestiones administrativas o vulnerar la credibilidad en algunos mandatarios; no, se
trata de una manifestación defensiva primaria en la que duele el bolsillo de cualquiera que paga
el tributo y encuentra tal clase de respuestas oficializadas hasta por la ley. Impunidades e
inmunidades se conjugan con solapamientos y complicidades que arruinan cualquier clase de
“educación fiscal” imaginable, pues si la ley consiente las bellaquerías y canalladas de las
autoridades, así como las impunidades y privilegios posteriores al mandato, lo menos que puede
ocurrir es la resistencia popular a contribuir. Un hecho ilegal hacia el interior del poder lleva al
otro, hacia el exterior del mismo. Afortunadamente aún no llegamos a los “senadores vitalicios”
ni a los decretos de protección a ex-dictadores, pero poco nos falta.
B.- En segundo término, aunque no menos importante que el señalado en el apartado
anterior, es observable la realidad circundante por lo que concierne a sentidos y contenidos de la
vida comunitaria. Si los planes y programas gubernamentales concluyen invariablemente en el
más rotundo de los fracasos, es obvio que no podrá sobrevenir algo más que un malestar
generalizado. La conciencia colectiva es extremadamente sensible para detectar los
falseamientos de las cifras oficiales; la manipulación presupuestaria para otros fines,
principalmente electoreros; la complicidad partidista para encubrir los grandes fraudes y errores
cometidos; la pobreza e improvisación de los más inocultablemente mediocres en los más
elevados cargos públicos y, sobre todo, la demagogia con la que se revisten hasta los errores
mismos para hacerlos aparecer como aciertos. El maquillar la realidad ha provocado un
fenómeno imitativo en los gobernados. Se maquillan las operaciones gravadas para evadir del
mejor modo a un fisco que es el primer maquillista del país. Obviamente, esto se refleja en otra
forma distinta a la comentada: aquí se produce la inmovilización misma del sistema en la medida
en que los gobernados se frustran y sus anhelos morales desaparecen.
Ejemplo de ello lo encontramos en la letra de la siguiente canción:
“El Titulado”
“Siempre quise yo estudiar y ser alguien en la vida.
Ser aquel hijo ejemplar, orgullo de la familia.
Un honor para mi pueblo y pa´ mi patria querida.
Pero de nada ha servido haberme yo titulado,
como todos mis colegas, andamos por todos lados
en busca de un buen trabajo y sin poder encontrarlo.
El título no es bastante cuando me acerco a la mesa,
me siento tan desgraciado que me lleno de tristeza
de tener una carrera y vivir en la pobreza.
(Hablado:
No me asusta la pobreza porque pobre siempre he sido.
He luchado por superarme para un mejor futuro.
Por eso yo fui a la escuela, para ejercer mi carrera,
pero el resultado es que trabajo en lo que sea.
Por eso me hierve la sangre y este título que tengo
sólo me ha servido para dos cosas:
para limpiarme el sudor y para secarme el llanto. (Termina)
Mis padres siempre soñaron que un día me recibiera,
tanto se sacrificaron para pagar mi carrera.
Ahora no sé cómo hacerle para saldar esa deuda.
Yo sé que no es un remedio, pero sí es un gran alivio:
a veces me echo mis tragos para calmar mi martirio:
sólo dormido y borracho se me olvida lo dolido.
Mi pueblo es un gran tesoro y lo quiero con el alma,
pero la crisis y el hambre me hacen que pierda la calma.
No es justo que el titulado ande quebrado y sin chamba”.
De esta composición se desprenden, a su vez, las siguientes observaciones:
1.- El esfuerzo ciudadano en un medio impropio para su desarrollo causa frustración.
2.- De nada sirven las campañas publicitarias oficiales si la planeación es pésima.
3.- El proyecto mismo de país queda en descrédito ante la ineptitud gubernativa.
4.- La frustración personal induce al descontento, al vicio o al delito.
5.- La injusticia social amenaza destruir la estructura misma del Estado.
Obviamente, si al nivel del titulado el fracaso gubernativo es tal, imagínese lo que ocurre
con quien se abstiene del esfuerzo de estudiar y, al pasar hambres y miserias, tiene que dedicarse,
empujado por regímenes corruptos, a delinquir o huir de su patria. La inseguridad y la
emigración son culpa directa, exclusiva e inocultable de los excesos e injusticias gubernativas.
En tal virtud, ¿cómo esperar que se cumpla con las llamadas “obligaciones tributarias” si las
necesidades más elementales a satisfacer son las de simple sobrevivencia y, por contraste, se
observan las remuneraciones increíbles de toda clase de funcionarios, representantes populares y
empleados oficiales, amén de sus privilegios, canongías e impunidades?
C.- Un tercer aspecto es el de las consecuencias que produce un estado de cosas tal. En la
medida en que los gobernados adquieren conciencia de la inutilidad de esperar de sus gobiernos
la clase de respuesta honesta que se advierte en otros países, en esa misma medida se provoca el
que las actividades delictivas afloren como nata sobre el caldo de la pobreza generalizada.
Ante la insuficiencia de oportunidades y la desesperación que provoca el desacierto
gubernativo en todos los órdenes, el delito adquiere carta de naturalización. Las conductas ilícitas
se convierten en algo cotidiano y hasta “heróico” o “admirable”. La sociedad se acostumbra o
resigna a convivir en medio del peligro, como si ése fuera el medio ambiente natural de vida que
deba tolerar o sobrellevar. La niñez misma se solaza en lo armamentario por esa intuición infantil
-hasta ahora insuficientemente explicada por los psicólogos- que advierte la crudeza de la
realidad antes de toda formación de conciencia medianamente sospechable. La siguiente letra nos
lo ilustra:
“La Resortera”
“Cuando yo estaba chiquillo
tiraba con resortera.
Ahora con cuerno de chivo
puedo pelear con cualquiera.
Yo no le temo a la muerte
ni al que presuma de fiera.
Siempre ando muy bien armado,
aunque no soy busca pleitos.
El que me la hace la paga,
peleándole a lo derecho.
Le cumpliré la palabra
que canta mi ronco pecho.
Tengo un negocio muy bueno,
que me ha dejado dinero.
Algunos son envidiosos y me pusieron el dedo
pude arreglar el problema y se desaparecieron.
Mi territorio es Nevada, Los Angeles y Chicago.
Les llevo mi mercancía a los norteamericanos.
Les gusta lo que les llevo
pues tienen con qué pagarlo.
Del sur al norte yo tengo
caminos por dondequiera;
arrastro mi mercancía
hasta cruzar la frontera
y voy dejando propinas por toda la carretera.
Si se reparte el pastel, seguro no te indigestas.
Donde se mueve el dinero
los grandes favores cuestan.
Llévate lo que te toca, lo de los otros se deja.
Tiraba con resortera
cuando yo estaba chiquillo.
Ahora mis armas son otras,
porque me sobran motivos.
En mi negocio hay dinero,
pero toreando el peligro.
Las conclusiones a obtener de esta canción son las siguientes:
1.- Las armas como alternativa ante la inutilidad gubernamental.
2.- Su empleo para dirimir competencias mercantiles y “desaparecerlas”.
3.- La clase de negocio más conveniente, el interés consumidor extranjero, el territorio de
ventas y el sacrificio del trabajo para asegurar la subsistencia, dada la falta de otras perspectivas.
4.- La corrupción institucionalizada y su colusión con esta clase de negocios.
5.- El riesgo como premisa y, por ende, la magnitud misma de las ganancias compartidas
sin pensar en tributación alguna, pues se abatirían aún más.
Evidentemente, pues, esta clase de “economía subterránea” -al menos mientras no se
legalice el narcotráfico- crea una competitividad tributaria que induce al contribuyente cautivo a
disgustarse por mantener el “gasto público” trabajando dentro de la ley, a diferencia de quienes
ganan mucho más y no tributan. En consecuencia, la propia estructura gubernativa premia o
estimula la ilicitud y castiga el orden. Lo menos que puede ocurrir, pues, es que sobrevenga toda
clase de medidas defensivas, del tipo que sea, para abatir la carga tributaria.
D.- En el medio laboral se manifiesta más aún esta inconformidad tan notoriamente
antitributarista. Bien sabemos que todo trabajador es considerado como “contribuyente cautivo”,
pues no tiene deducciones y termina por pagar más que cualquier otra clase de contribuyente.
También sabemos que el sofisma de las tarifas progresivas y el redentorismo con el que se
formularon sólo ha producido más pobres entre los que ya lo eran y más privilegiados entre los
pocos que escapan a ello. Por ende, se produce una emigración de actividades gravadas a
“exentas”:
“Por ser sinaloense”
“Nomás por ser sinaloense
yo me siento afortunado,
porque he nacido en la tierra
donde se dan los pesados.
¡Que viva mi Sinaloa!,
cuna de gallos jugados.
Me vine hace muchos años
del pueblo de Sanalona.
Yo trabajé como burro:
de cocinero mi compa.
Ahora muevo los kilos
al norte de California.
Yo tengo mi propia gente,
pero muy bien entrenada.
A la hora de una caída
sé que no cantan por nada.
Es que no saben la letra,
mucho menos la tonada.
Me dicen el sinaloense.
Mi nombre no se lo saben.
Mis documentos son falsos.
Más vale que no lo indaguen.
Aquel que me identifique,
puede que no se la acabe.
Pueden pensar lo que quieran.
Me tienen muy sin cuidado.
Lo que haga no les importe.
Miren y queden callados.
No olviden que por la boca
es como muere el pescado.
Ni modo, soy traficante.
Sé que me busca el gobierno.
Ya me cansé de ser pobre
y andar deseando lo ajeno.
Más vale un rato de gloria
y no una vida de infierno.
Claro está que aquí nuestras observaciones resultan de otro orden:
1.- No sólo se abandonan las actividades laborales mal pagadas, sino que, además, se
alcanza el beneficio de no tributar por las más rentables.
2.- Las únicas alternativas que puede tener un gobernado dentro de ese desorden nacional
son: a) la de permanecer resignadamente en la pobreza; b) la de delinquir para obtener lo ajeno y
ser encarcelado con el fin de sobrevivir, aunque sea en las peores condiciones; o c) dedicarse a
esa permuta inevitable de “un rato de gloria y no una vida de infierno”, mediante el ejercicio de
actividades rentables, no gravadas, aunque más riesgosas. ¿Qué elegiría usted si fuese su caso?
3.- Es evidente, en suma, que las posibilidades permitidas por ese desorden nacional son
extremadamente limitadas, pues ya se ha encargado de estrangular las demás alternativas
razonables y sensatas que cualquier orden respetable podría permitir.
E.- Pero no se crea que la defensa fiscal empírica sea un fenómeno puramente nacional o
localista, -aunque, por supuesto, tampoco debamos consolarnos por ello-, sino que se trata de un
disgusto universal y, por supuesto, ello sea lo que le confiera mayor validez y credibilidad a la
tesis de que tal tipo de defensa fiscal prevalece sobre la profesional. La letra de la canción
siguiente, a pesar de sus deficiencias gramaticales tan obvias, así nos deja advertirlo:
“Con la soga al cuello”
“Señor: tienes que volver
a explicar todo de nuevo,
que la gente de la tierra
seguro no lo entendieron.
Señor: tienes que volver.
Desclávese de la cruz
y vuelva a traer la luz
para salvar a su pueblo,
que toda la humanidad
ya está con la soga al cuello.
Si no cambiamos las cosas,
va el mundo a su destrucción.
Vale un dólar más que un beso,
una bomba que una flor.
El hambre atraviesa el mundo
y llego a la conclusión
que hay pocos que tienen todo
y muchos sin solución.
Y pobre la juventud,
que no encuentra su mañana.
Van arrastrando una cruz
cubierta de yerba mala.
Le infestaron el amor
y está desesperanzada.
Señor: tienes que volver.
Desclávese de la cruz
y venga a traer la luz
para salvar a su pueblo.
Que toda la humanidad
ya está con la soga al cuello.
Cae el muro de Berlín
pero otro se levantó.
Cuesta a veces la esperanza
un tiro en el corazón.
Anda Judas por el mundo
disfrazado de señor
y el poder bebe sus copas
en el bar del deshonor.
Los ladrones andan sueltos.
La guerra no terminó.
Señor: tienes que volver.
Desclávese de la cruz
y venga a traer la luz
para salvar a su pueblo
que junto a la humanidad
yo estoy con la soga al cuello”.
No se necesita sacar conclusiones. Son demasiado obvias. Pero vale la pena conjuntar sus
apreciaciones con las previas para concluir en un señalamiento único con respecto al tributo,
aunque ahora expresado en refranes, pues, como ya sabemos, éstos representan la otra forma de
manifestar la indignación popular.
Así, como “a fuerza, ni los zapatos entran” y “al cabo la muerte es flaca y no ha de
poder conmigo”; lo mejor es que: “al maguey que no da pulque, ni pa´ que arrimarle el guaje”;
y como “al nopal lo van a ver sólo cuando tiene tunas” y “al perro más flaco se le cargan todas
las pulgas”, lo prudente es: “amarrarse las agujetas antes de irse de hocico”, es decir que: “a mi
no me digas tío que ni familiares somos” y, en consecuencia “a palabras de borracho oídos de
cantinero”.
A fin de cuentas: “cada quien es dueño de hacer con su capa un sayo” y, por ende, “casa
y potro, que los haga otro”, pues bien sabemos que todo gobierno es “celoso de la honra y
desentendido del gasto” o, como quien dice: “come frijoles y eructa a pollo”, además de que casi
todo burócrata es “como el tío lolo, que se hace tarugo solo” mientras el tributante termina
“como las ollas de fonda, fregadas y boca abajo”, de tal suerte que, para evitar que nos digan
que”el que de santo resbala hasta el infierno no para” o que “el que nace pa´ tamal, del cielo le
caen las hojas”, o que “el que por su gusto es buey, hasta la coyunda lame”, lo correcto es
entender que “en cuestión de puercos todo es dinero y en cuestión de dinero todos son puercos”,
de tal manera que nadie nos sorprenda, pues “en casa del jabonero, el que no cae resbala” y, por
supuesto, “en tiempos de remolino hasta la basura sube”.
Si hubiera que sacar conclusiones de ello diríamos que: “entre gitanos no se dice la
ventura”, pues “entre mula y mula , nomás las patadas se oyen” y como bien se sabe que “para
mentir y comer pescado hay que tener mucho cuidado”, lo mejor es “ir en caballo de hacienda”
(pero no de la que usted cree), pues “juego que admite desquite, ni quien se pique”, pero, como
no es ése el caso, lo mejor es evitar que nos apliquen “la ley de caifás: al fregado fregarlo más”
y, en consecuencia, como “la reata se revienta por lo más delgado”, adoptar las actitudes
defensivas fiscales por excelencia en el orden de lo empírico que aquí se estudia: recordar que
“no hay general que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos”, que “no hay milpa sin
huitlacoche”, que “por el tufo se reconoce el petate”, que “perro no come perro”, que “para
que la cuña apriete, ha de ser del mismo palo” y, sobre todo, que nunca hay que dejar de
protestar mediante fórmulas universales: “o todos coludos o todos rabones”, “que beban agua
los bueyes, que el vino es para los reyes”, “¿qué mis pesos no tienen águila?”, “la reforma, a
muchos friega y a pocos conforma” o, “como le dijo Judas a Gestas: ¿que ch... son éstas?”, pues,
si no se acostumba la queja, lo menos que puede ocurrir es que termine usted por entender el
porqué se dice que “si he sabido que te zurras, ni los calzones te quito” o el porqué “si quieres
saber quién es el indito, dale un puestito”.
Pero, finalmente, como todo forma parte de lo mismo, recuerde que de ciertas entidades
públicas bien vale decir: “tantos años de marquesa y no saber mover el abanico”. Pues aunque
asuma la actitud de “tejones porque no hay mapaches”, lo cierto es que “unos son los de la fama
y otros los que cargan la lana”, por lo que no deja de haber disgusto en que “las gallinas de
arriba cagan a las de abajo” y, en consecuencia, “la que un día fue tinaja, una tarde se vuelve
tapadera”.
Dicho en otros términos, la defensa fiscal empírica conlleva su porción de planeación
fiscal inauténtica, pues deriva de la idiosincracia de cada pueblo. Sólo los funcionarios educados
en escuelas extranjeras pueden desarraigar de su medio hasta el extremo de querer imponer
criterios aquí inaplicables y sólo porque las fórmulas aplicadas allá les dieron buenos resultados.
Todavía no entienden el viejo adagio médico de que “no hay enfermedades sino enfermos”, lo
que, traducido a términos sencillos significa que cada caso es diferente y que en el discernirlo
está la verdadera sabiduría.
El pueblo mexicano es y seguirá siendo resistente al tributo por culpa de su gobierno. A
nadie más debería castigarse que a las propias autoridades que provocan esa resistencia con su
ineptitud, su falta de visión, su pobreza de ideas y, sobre todo, con su rapacidad, corrupción y
desvergüenza. Mientras los secretarios de estado, los magistrados tribunalicios y los consejeros
electorales perciban en un mes lo que un tabajador se ganaría en más de diez años, o mientras los
senadores y diputados disfruten de percepciones sexenales que cualquier trabajador sólo
alcanzaría si viviera más de trescientos años, la resistencia al tributo será endémica y no se
requerirá de la planeación fiscal auténtica ni de la defensa fiscal profesional para combatir el
tributo, pues, como ya vimos, éste se combate solo.
Decía Inge que: “la corrupción de las democracias procede inmediatamente del hecho de
que una clase social fija los impuestos, y otra los paga. De esta manera, el principio
constitucional ´ningún impuesto sin la representación oportuna´ queda totalmente reducido a la
nada”; pero, en el caso de nuestro país, tal principio constitucional es inaplicable y, además, ante
el fenómeno de que una clase fije el impuesto para que otra lo pague, nuestro pueblo ha tomado
una solución temeraria: evadirlo sin limitaciones, a sabiendas de que: “a la casa vieja no le faltan
goteras”.
Charles Churchill, el novelista, hacía decir a uno de sus personajes: “¿Qué nos importa
que los impuestos suban o bajen? Gracias a nuestra fortuna, nosotros no pagamos ninguno”. Y
eso nos hace recordar aquella frase presidencial relativa a que “lo peor que puede ocurrirle a
México es convertirse en un país de cínicos”. Pero ahora el problema ya no es ése, -pues ya
éramos cínicos desde antes-, sino el de saber quiénes comenzaron a serlo. Y viene a colación
otro de nuestros refranes populares: “sólo el que carga el cajón sabe lo que pesa el muerto”.
Pero quizá la frase más afortunada al respecto fue la de William H. Borah ante el Senado
norteamericano: “lo más maravilloso de la historia es la paciencia con que hombres y mujeres se
someten a las cargas innecesarias con que sus gobiernos los abruman”. Y digo que es la frase
más afortunada porque deja traslucir, -por detrás de esa supuesta “paciencia” que sólo un senador
podría atreverse a mencionar como tal-, lo ingenua que nos resulta a los mexicanos. Para nadie
que entienda nuestro medio puede resultarle misterio alguno el entender que: “pa´ los toros del
jaral, los caballos de allá mesmo”, que ya todos sabemos que “no tiene la culpa el indio, sino el
que lo hace compadre”, que “no hay mal que dure cien años ni enfermo que los aguante” y que
se trata de una entidad -la hacendaria- que “hasta lo que no come le hace daño”, por lo que, a fin
de cuentas, como “lo que se ha de pelar, que se vaya remojando”, y como “la burra no era
arisca, los palos la hicieron”, hemos terminado por adoptar alguna de las siguientes actitudes de
planeación y defensa combinadas que ya son indiscutiblemente clásicas:
A.- Resignación a medias: “hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre”.
B.- Manipulación a ultranza: “dar gato por liebre”.
C.- Apariencia de cumplimiento: “ves la procesión y no te hincas”.
D.- Insuficiencia ostentada: “fregado como cuerda de noria” o “andar pariendo
chayotes”.
E.- Arrogancia senil: “el que ya conoce a Dios no a cualquier santo se le hinca”.
F.- Fingimiento de ignorancia: “hacer que la virgen le habla” o “el que nace para buey,
del cielo le caen los cuernos”.
G.- Abrir puertas: “el más estreñido muere de deposiciones”.
H.- Crear conflictos internos: “echarle el copal al santo” o “echarle el moco al atole” y
hacer valer aquello de que “donde manda el caporal no gobiernan los vaqueros”.
I.- Aires de suficiencia: “donde quiera lavo y plancho, y en cualquier mecate tiendo” o, lo
que es lo mismo: “con dinero baila el perro”.
Recuerde, pese a que le parezcan crípticos estos señalamientos, que ¡hasta la burocracia
tecnocrática los entiende!, por lo que nada raro resulta que hable inglés, maneje computadoras y,
sin embargo, sepa muy bien de lo que se trata: “aunque la mona se vista de seda, mona se
queda”.
LAS MENTALIDADES JUZGATORIAS
Uno de los más graves problemas de la práctica litigiosa es la mentalidad del juzgador. Y
cabe denominar así -al menos sea en forma convencional para los efectos de este ensayo- tanto a
los funcionarios administrativos que tienen la encomienda de resolver un escrito con el que se
aporten elementos probatorios, casi al concluir una visita domiciliaria, como a los que se ocupan
del juicio de amparo y que bien sabemos que deben resolver, en última instancia, las más altas
autoridades judiciales del país.
En otras palabras, siempre que deba enjuiciarse algo, sea por el empleado o funcionario
del nivel que fuere, encontraremos como problema principal la forma como ejerce su libertad en
calidad de juzgador para decidir sobre el asunto que se somete a su consideración, incluso -por
supuesto- cuando actúa arbitrariamente, dicho sea este último término, no en el sentido de hacer
ejercicio cabal de su libertad, sino, por el contrario, en el de subordinarla a sus particulares
intereses y pareceres o en restringirla a caprichos y consignas recibidas, es decir, ya no a la
facultad de ejercer la susodicha libertad en todo cuanto tiene de valioso, sino a la proclividad de
caer en el libertinaje y adulterarla o simularla. Obviamente, -como en todo-, existen los naturales
casos de excepción, pero no es de ellos de los que habremos de ocuparnos aquí.
Claro está, por otra parte, que a pesar de la magnitud del problema de que se trata, como
la humanidad apenas acaba de pasar la opresión de los totalitarismos milenarios en los que las
actuales “divisiones del poder” permanecían cautivas y confundidas bajo un solo mando, bastante
les conforma a las generaciones actuales -y hasta les consuela- el que haya jueces, el que se
cumpla el ritual teatralizado de un juicio, el que se establezcan algunos “frenos” a los viejos
despotismos absolutistas a partir de las leyes, el que se implementen medios de impugnar o
recurrir sus fallos, etc. Dicho en términos simples: nos hemos resignado a una imitación o
escenificación de la justicia -“de los males, el menos”- por contraposición a su antigua y opresiva
ausencia total.
Sin embargo, la humanidad actual ya debiera comenzar a demandar otra clase de actitudes
juzgatorias y no las que viciadamente padece, pues tal conformismo -al menos en materia
tributaria- todavía revela una resignación mayor a la que ocurre en los demás ámbitos del
Derecho, pues seguimos actuando como si todavía tuviésemos que agradecerle al Estado el que
nos trate arbitrariamente en este ámbito a cambio de que, en los demás órdenes, se muestre un
poco más civilizado o benévolo.
Ahora bien, el origen del problema deriva de las actitudes que asumen los propios
juzgadores a partir del hecho de ser tales. Los primeros e inevitables resortes que les mueven son
obvios: suponen haber alcanzado tal papel por razón de sus conocimientos jurídicos, su probidad,
su capacidad intelectual para discernir y decidir, pero, sobre todo, por los atributos excepcionales
de su personalidad. Y todo ello, desde luego, les produce un efecto psicológico fundamental: el
sentimiento de haber sido entronizados en una especie de peldaño superior al del común de los
mortales, tal como ocurre con los beneficiarios de toda elección o designación, desde la más
elemental y simple hasta la del más elevado cargo público, pues resulta tan mecánicamente obvio
e inevitable que la preferencia encumbre, -sea por elección o por designación, como ya quedó
dicho y conviene repetir-, que ningún humano puede abstenerse de tal clase de reacción
ensoberbecedora y de las consecuentes conductas a las que ello inevitablemente conduce. Y
conviene distinguir la soberbia del orgullo. La primera es vanidad. El segundo, simplemente
satisfacción.
Por otra parte, también se manifiesta un fenómeno paralelo a éste. En ningún momento
puede suponerse o admitirse -aunque sea absolutamente obvio- que tal elección o designación se
hayan producido por la mera necesidad de cubrir un puesto o cargo, que no haya habido más
elementos de los cuales “echar mano”, que hayan existido o podido existir oposiciones,
objeciones o resistencias de fondo para ello, etc., es decir, que mentalmente se comienza por
descartar todo cuanto se oponga a la soberbia inmensa de tal privilegio, pues sobreviene la
resistencia mental a todo cuanto pudiera ensombrecerlo y la contraposición obligada de festejarlo
y celebrarlo hasta para acallar o reprimir cualquier clase de duda al respecto.
Por tales motivos, pues, que cualquiera entiende mejor que como se ha pretendido
describirlos aquí, la potestad juzgatoria es un poder en múltiples sentidos: lo es, en primer
término, porque tácitamente deriva del hecho de un revestimiento de autoridad formal, bien
desde el empleado o funcionario con facultades administrativas de carácter evaluatorio sobre
libros, papeles y documentos, o bien hasta el más alto ministro de la Corte, pues todos disfrutan
de esa potestad delegada por la soberanía del pueblo, en una u otra forma.
Lo es, en segundo término, desde un punto de vista personal, como privilegio de una
capacidad de ejercicio que no a todos se les concede dentro de una sociedad determinada.
Y lo es, en tercer término, como una fuerza de la que psicológicamente se sabe investido
y que puede aplicar privilegiadamente por sobre todos los demás, es decir, disponiendo y
mandando hasta sobre sus vidas y haciendas.
Esta simultaneidad de convicciones y creencias, a su vez, genera en su conciencia un
efecto adicional al señalado y no menos peligroso y decisivo, pues no sólo entraña el
reconocimiento de los demás a sus cualidades o atributos personales, sino también el
otorgamiento de una confianza total, o casi total, a sus designios.
Obviamente, pues, con ello se configura una mentalidad genérica que les es prototípica,
exclusiva y distintiva.
Pero anticipémonos a entender plenamente el concepto de mentalidad. Decía Gastón
Bouthoul que es “un conjunto de ideas y de disposiciones intelectuales integradas” y añadía que
esa integración se efectúa por razón de las “relaciones lógicas y las relaciones de creencias” de
la que se nutre. En suma, que toda mentalidad es una mezcla de juicios y prejuicios.
Así entendida, la del juzgador nace de una premisa de elección o designación
privilegiante, tal como se ha observado líneas arriba, y, a la vez, de una aleación de convicciones
jurídicas y de apreciaciones puramente opinativas. La opinión -o doxa, según los griegos- carece
de significación científica y sólo representa el parecer o apreciación particular y empírica sobre
temas que se ignoran en su fondo y de los que, obviamente, sólo puede tenerse una noción
puramente superficial, ligera o “de oídas” que, no obstante, permite aventurar conjeturas o
hipótesis puramente coloquiales y efímeras que, desde luego, terminan por recibir ese nombre.
En tal virtud, el juzgador combina sus nociones jurídicas con las leyes que debe aplicar y
con la apreciación psicológica que se forme sobre los hechos que se sometan a su juicio, de tal
forma que con ese refrito o mixtura de elementos empíricos y conceptuales termina por resolver
o sentenciar, pese a que suponga, en todo momento, que está consciente de una supuesta
aplicación rigurosa del derecho y de un apego irrestricto a la ley. El “legalismo”, la habilidad del
litigante, sus propias reacciones psicológicas, sus estados transitorios de ánimo, las camisas de
fuerza de las tesis y políticas prevalecientes, etc., forzosamente terminan por condicionar sus
fallos. Obviamente, pues, la Justicia se merece mucho más que eso.
Y es que viene a ocurrir lo mismo que sucede en materia periodística: si al trabajador que
hace las veces de reportero -normalmente un jovencito con escasa formación intelectual- se le
encomienda un reportaje sobre algún determinado hecho, su apreciación personal casi siempre
termina por distorsionarlo, deformarlo o desdibujarlo, a tal extremo que lo desvirtúa por
completo en cuanto al mínimo de objetividad que reclama su descripción y que merece su
público. Lo mismo ocurrió -como seguramente lo sabrá el lector- con aquel experimento, ya
clásico, de los cinco pintores ante el mismo paisaje, con el resultado de cuadros tan distintos
entre sí que parecía que hubiesen estado ante paisajes totalmente diferentes. Y es que, si ya en el
arte se reconoce que todo cuanto se produce es una mezcla de naturaleza y emoción, lo menos
que nos debiera hacer sospechar sobre la naturaleza de ese ejercicio libertario del juzgador es que
forzosamente se distorsione la realidad, incluso hasta el punto de que uno de ellos pueda relevar
de culpa al acusado y otro pueda condenarlo, es decir, que cada uno termine por pintar paisajes
diametralmente diferentes, estando, por supuesto, en presencia del mismo caso.
Dicho en otras palabras, mientras el derecho se maneje como arte, como artesanía o como
mera rutina reproductiva de las mismas pinceladas burocráticas de siempre, los gobernados
estaremos a merced de las reacciones de los juzgadores, quienes, además, seguirán gozando del
privilegio natural y legal de la más descarada de las impunidades para juzgar, incluso
independientemente de que ello lo hagan de buena o mala fe, es decir, que bien pueden actuar
mal hasta por simple negligencia o desinterés sobre sus propias limitaciones de origen.
Esto nos lleva a concluir, en una primera apreciación, que las demandas de una aplicación
mucho más profesional y científica del derecho es ya un clamor universal, pues no es verdad que
la Justicia sea ciega. Los ciegos siempre hemos sido, tanto los juzgadores que la olvidan o
ignoran, como los gobernados o juzgados que así la toleramos.
Pero volvamos al tema de las mentalidades que aquí nos ocupa. Y lo primero que resulta
del estado actual de las facultades juzgatorias es su grado de insustancialidad. Este fenómeno se
manifiesta en tres niveles: el de la repetitividad de fórmulas tan ilógicas como absurdas, el de la
mecanicidad burocratizada de los fallos y el de la simplificación extrema del enjuiciamiento.
Analicémoslos uno a uno, pero sin perder de vista el tópico tributario:
A.- La repetitividad de fórmulas tan ilógicas como absurdas se materializa en la forma de
las llamadas “muletillas” con las que se convalidan arbitrariedades. Por ejemplo: repetir
interminablemente la expresión aristotélica de “tratar a los iguales como iguales y a los
desiguales como desiguales”, pronunciada hace veinticinco siglos y aplicada a una población de
amos y esclavos, y suponer a ciegas que con eso baste para entenderla extensiva a una sociedad
como la nuestra, donde sus dos primeros artículos constitucionales nos igualan ante la ley y
prohiben la esclavitud, de tal forma que en México no hay desiguales ante la ley y ya no cabe
seguir tomando tal “muletilla” para “justificar” y “abanderar” la arbitrariedad e
inconstitucionalidad de las “tarifas progresivas”, máxime cuando los propios tribunales saben
que la Ley del Impuesto sobre la Renta contiene tarifas y tasas, de tal forma que, o son
inconstitucionales las tarifas o lo son las tasas, pues rompe con la lógica más elemental -la del
propio Aristóteles- que con tales tarifas progresivas se pretenda tener por convalidada la
proporcionalidad y equidad constitucionales. Y, sin embargo, nuestros tribunales siguen
repitiendo hasta el cansancio tal absurdo y siguen proliferando las tesis que se sustentan en él.
B.- La mecanicidad burocratizada de los fallos, o simple rutinización de las sentencias, lo
mismo puede provenir de las sobrecargas de trabajo y la inevitable necesidad de agilizarlo a base
de improvisaciones prácticas o de auxilios técnicos -como es el caso de las preparadas de
machote o preelaboradas en computadora- que de la imposibilidad de atender debidamente a la
función cuando el juzgador debe sujetarse -por la razón o sinrazón que fuere- a toda una serie
adicional de actividades de representación, vigilancia, visita, etc. que, por supuesto, restringen el
tiempo real de la función que debiera serles propia y le obligan a la delegación de esa actividad
prototípica en funcionarios o empleados menores, quienes terminan por incurrir en parecidos
vicios, o que simplemente carecen de la formación y capacidad necesarias para el ejercicio de tal
labor. Finalmente, los gobernados son realmente “ajusticiados” -no juzgados- por proyectistas,
secretarios y notificadores, por una parte, y por rutinas, consignas o hábitos, por la otra, pero no
directamente por los jueces propiamente tales.
C.- La simplificación extrema del enjuiciamiento, pues, obedece a los dos elementos
citados en los apartados previos. La única manera de que se reproduzcan mecánicamente las
fórmulas preestablecidas y de que puedan ser ejecutadas o aplicadas por funcionarios y
empleados auxiliares con menor preparación jurídica que la de los juzgadores, es
simplificándoles la “justicia” misma: todo se reducirá al sí y al no, al cero o al uno, a la
mentalidad binaria que debe limitarse a discernir si le asiste o no la razón al actor, demandante,
inconforme o como se le quiera llamar, pues la manera más sencilla de “administrar justicia” es
la de poner al alcance intelectual de los empleados menores la simple disyuntiva de si se debe
resolver a favor o en contra de aquél. De allí el que todavía siga manejándose la sentencia a partir
del mero cotejo silogístico entre lo que dice la ley y lo que ocurrió en la práctica. A eso se le
puede llamar, desde luego, “legalismo”, pero nada tiene que ver con la Justicia. Y, por supuesto,
ubicados en tal coyuntura, automáticamente los jueces salen sobrando, pues, para realizar tal
labor, viene a bastar y sobrar con sus proyectistas y demás auxiliares.
Ahora bien, no cabe concluir de lo anterior que se trate de una mera deficiencia operativa
de
los juzgadores el otorgar confianzas exageradas en sus colaboradores o de simples negligencias
de su parte en el ejercicio de sus funciones propias por razón de sus actividades colaterales, no,
se trata de una mentalidad que permea desde ellos hasta dichos colaboradores. La idea de que la
Justicia, en un sistema de derecho positivo como el nuestro, forzosamente descansa en el mero
cumplimiento literal de las leyes, automáticamente equivale, desde su origen, a una delegación a
ciegas de la facultad de razonar por cuenta propia en la “pontificidad” incuestionable e infalible
de las leyes. La mentalidad que viene a prevalecer a este respecto es la de suponer en la ley esa
especie de infalibilidad de la misma que ni siquiera procede discutir o atreverse a cuestionar. Y
entendámoslo bien: ya no se trata de una mera sujeción burocrática a la letra de las normas
legales, -como ocurre con la mentalidad binaria-, sino de una sujeción mental a la hipotética
infalibilidad de dichas normas legales. Ello se hace extensivo, en seguida, a las tesis
jurisprudenciales a las que deben obligarse.Y aquí, en suma, el problema ya no es de mentalidad
binaria, sino de ausencia de mentalidad. El juzgador deja de ser un autómata, como ocurre en
aquélla, para convertirse en un ciego: jamás podrá ver la deficiencia de la ley o de la
jurisprudencia, sólo las acatará, tal como si fuese guiado por el clásico perro y el no menos
clásico bastón al cruzar una avenida altamente transitada de cualquier ciudad con cierto volumen
de tráfico.
A esta ausencia de mentalidad -aunque no venga a serlo plenamente tal- cabría bautizarla
como “mentalidad renunciante”, pues exterioriza y refleja el cansancio o tedio del juzgador, una
vez pasada la euforia de la obtención de dicho privilegio, para rutinizarse, estandarizarse,
mecanizarse y llegar a la más profunda de las apatías o de las mediocridades. Esta es la época
precisa en la que tal clase de especímenes comienzan a corromperse y entran en “arreglos” que
les favorezcan personalmente, pues la Justicia pasa al último de los planos. Y desde luego que los
litigantes hábiles en el ámbito de la componenda son lo suficientemente perspicaces para percibir
el momento y aprovechar la ocasión.
Esta mentalidad renunciante también permea en los subalternos del juzgador. Al advertir
la indiferencia del titular, intuir su desinterés, percibir sus debilidades y olfatear sus “arreglos”, el
entorno completo se descompone. Y ellos también asumen esta clase de mentalidad, la imitan, la
reproducen o la aprovechan. El resultado final no hay que irlo a buscar en intrincadas
descripciones intelectuales o en simples caricaturas periodísticas ocasionales, sino en la realidad
misma. Basta con ver la forma de operar de los departamentos jurídicos de las dependencias
hacendarias, los tribunales administrativos, los juzgados, tribunales y cortes, para advertir hasta
qué punto se ha sobrepuesto la mentalidad renunciante a toda clase de idealizaciones juveniles
sobre el ejercicio de la potestad juzgatoria, e incluso sobre la mentalidad binaria, ya de suyo
deplorable.
Pero lo más grave de esta problemática es la clase de mentalidad que ha resultado del
matrimonio indisoluble de aquellas dos, es decir, del hijo de la mentalidad binaria y la
mentalidad renunciante. Y se trata, ni más ni menos, que -ahora sí- de la ausencia total de
mentalidad.
Quizá resulte muy poco sistemático, académico o metodológico, para quien espera de un
ensayo que habla de mentalidades, el que se incluya dentro de ellas su propia negación, pero el
lector habrá de disculpar esta aparente deficiencia expositiva si nos concede la paciencia
suficiente para advertir que también la ausencia total de mentalidad constituye, en sí, una nueva
forma de mentalidad juzgatoria.
Por ausencia total de mentalidad deberemos entender, ya no al joven abogado idealista, -y
hasta soberbio-, que recibe una encomienda juzgatoria de cualquier nivel y ello le convierte en un
nuevo artífice del Derecho, en un consumado realizador de la Justicia o hasta en un nuevo
Cicerón investido de la mejor oratoria y raciocinio jurídicos como para cambiar al mundo e
inaugurar una nueva era en el universo de la llamada “administración de justicia”. Tampoco le
identificaremos con el juzgador pragmático que ha logrado mecanizar y eficientar sus labores con
una delegación de facultades en su personal mediante la simplificación extrema de sus funciones
a través de apreciaciones binarias o maniqueas con las que todo se resuelva en serie, a la usanza
de las mejores técnicas industriales de división del trabajo y alta rentabilidad. Y ya no se tratará,
tampoco, del juzgador cansado que ha renunciado a la función misma y termina por convertirse
en “arreglista”, “compositor” o simple “bohemio” indiferente, porque se supone un virtuoso del
arte, un incomprendido social o un artista ignorado. No, aquí ya se trata de la proscripción misma
de toda clase de mentalidad posible, de toda idealización o arte imaginables, de toda
mecanización o burocratización concebibles. Si toda mentalidad implica, -según vimos al citar a
Bouthoul-, tanto ideas y disposiciones intelectuales como relaciones lógicas y de creencias, aquí
se trata de abstenerse de todo ello, de renunciar a las ideas y a las disposiciones intelectuales y de
rehuir toda clase de relaciones lógicas y de creencias. Ni juicios ni prejuicios. Sólo negación.
En otras palabras, la función juzgatoria se convierte en una mesa de dádivas a petición. Al
interesado le convendrá “acercarse” a los privilegiados detentadores de la “administración de
justicia” para “condolerlos”, “hacérselos propicios”, “invocarlos” y “rendirles culto”, como en
las más elementales concepciones mágicas de la humanidad primitiva, a efecto de que la clase de
“justicia” que se obtenga -y que obviamente sólo será la propia conveniencia de verse
favorecidos por los hados- de algún modo sobrevenga como una especie de milagro tan
esperanzadoramente anhelado dentro de un entorno no menos mágico de credulidades,
fanatismos, obsesiones, fantasías y ensueños.
Obviamente, si en este momento volviésemos la vista hacia el Derecho, sólo veríamos un
enorme templo arruinado y vacío; y quizá, hasta por volver la vista, terminemos como la mujer
de Lot, convertidos en estatuas de sal.
Y es que nada puede resultar peor, para cualquier país, que el momento en el que las
autoridades encargadas de las funciones juzgatorias, a cualquier nivel, dejan de juzgar. En ese
momento, el Derecho queda eclipsado, la Justicia encarcelada y el Estado en riesgo. Es cuando
sobrevienen las revoluciones, los cuartelazos, las asonadas, el terrorismo, el vandalismo, la
inseguridad creciente, los atentados, los golpes de Estado, etc. Se trata, pues, de una ausencia de
mentalidad -con la que se constituye otra- y que consiste en priorizar el interés propio por sobre
el interés común, es decir, en la ruptura misma del contrato social.
Por tal motivo, esta ausencia de mentalidad viene a resultar una forma de mentalidad más,
que consiste precisamente en la negación de cualquier clase de mentalidad posible, toda vez que
se trata de la irracionalización colectiva, la negación del orden, la renuncia a la gobernabilidad y,
en suma, la provocación del caos social. Cuando esto ocurre, viene a evidenciarse -otra vez: “de
los males, el menos”- que con frecuencia son más útiles a cualquier pueblo los dictadores que los
abúlicos, pues un país puede sostenerse como tal en medio de las peores dictaduras, pero ninguno
resiste la más leve de las anarquías.
Hasta aquí, pues, ya tenemos los tres tipos de mentalidades prevalecientes en los medios
juzgatorios: la binaria, la renunciante y la negativista. Hemos visto sus causas y efectos, aunque
sólo se hayan expuesto en forma superficial y puramente descriptiva. Vayamos ahora a sus
consecuencias concretas en materia tributaria.
Lo primero que conviene destacar, a este respecto, es el sentido mismo de la
impugnación. En el litigio fiscal se confrontan tres problemas que le son típicos: se trata de la
rama del derecho más cambiante; se litiga contra el Estado; y, sobre todo, se comparece ante
juzgadores que suelen rehuirlo por su complejidad o dificultad.
Estos tres factores agravan mucho más lo ya expuesto. En primer término, porque el valor
de la jurisprudencia se minimiza -comparativamente hablando con otras ramas del Derecho- en la
medida en que las leyes tributarias son reformadas con mucha mayor frecuencia, de tal forma que
los apoyos jurisprudenciales para litigar quedan rebasados u obsoletos con mayor inmediatez que
en aquéllas. Consecuentemente, el gobernado carece de un sustento jurisprudencial más sólido
para apuntalar el fondo de sus conceptos de impugnación.
En segundo término, porque litigar contra el Estado conlleva el agravante de que todo
juzgador percibe sus ingresos de él y, tácitamente, debe esforzarse por privilegiar a quien le paga
a primera vista, de tal forma que necesariamente deberá inclinarse, sea psicológicamente o sea
por consigna, a favorecer los intereses que le son más inmediatos. En consecuencia, el gobernado
lucha con una contraparte que a la vez juzga.
Y, finalmente, porque las implicaciones contables o técnicas con las que se aderezan las
leyes tributarias agravan la dificultad de su comprensión, hasta el punto de que todo juzgador
ignore deliberadamente hasta la menor consideración sobre lo técnico y lo contable para quedarse
con lo puramente jurídico, de tal suerte que termina por buscar la razón legal únicamente en este
último plano, siendo que, más frecuentemente de lo que se cree, la explicación técnica o
contable debieran ser más que suficientes para anular lo impugnado. Todavía deberán transcurrir
algunos siglos para que se incluya en las leyes del procedimiento y del proceso las indispensables
consideraciones de tales elementos técnicos y otros siglos más, todavía, para que también los
tribunales dejen de ser el coto privado de caza de los juristas y se incluya a los contadores, como
en estrica justicia debe corresponder a todo enjuiciamiento en el que forzosamente se deban
tomar en cuenta sus contenidos y alcances.
Estas agravantes de un problema que ya de suyo es sobradamente grave, convierten en
funesto el panorama tributario de cualquier país con una mentalidad sobre la justicia tan pobre,
como es el caso específico del nuestro. Por eso son ridículos todos los empeños oficiales por
“educar para el pago del tributo” desde los primeros años de escuela. Ridículos los esfuerzos por
persuadir a los contribuyentes, mediante campañas publicitarias, sobre la obligación de
contribuir. Y mucho más ridículos aún tales esfuerzos cuando contrastan con tantas y tan
lastimosas noticias diarias sobre los dispendios, abusos, extralimitaciones y pillerías de tantos y
tantos funcionarios corruptos que son mantenidos en sus cargos a pesar de los escándalos
nacionales que protagonizan. Por mucho menos que esto, en otros países, ya habrían renunciado,
se habrían suicidado -o se les habría separado del cargo- y, desde luego, se habrían sometido -o
se les habría sometido- a juicio.
En tales circunstancias, pues, los juzgadores menos podrán tomar con seriedad sus
funciones. La inmoralidad creciente que se manifiesta en todos los demás medios, forzosamente
termina por repercutir en los juzgatorios. ¿Con qué cara puede juzgarse a los gobernados si las
propias esferas de poder se muestran tan ejemplarmente corruptas y podridas? ¿De dónde sacar
fuerzas para actuar con plena idoneidad si hasta el ser honestos en un país así forzosamente se
toma por anacrónico o estúpido? ¿Cómo instaurar la respetabilidad de las leyes, si los primeros
en violarlas son precisamente los encargados de velar por su cumplimiento? ¿A dónde puede
llevarnos un estado de cosas tal cuando la corrupción viene desde la autoridad?
Así pues, el fenómeno de la clase de mentalidades juzgatorias que padecemos tiene una
causa de origen: la desmoralización creciente. Y no hay fenómeno peor que pueda sufrir un país
que la pérdida de confianza en sus instituciones. El caso de México, en el tiempo actual, es
precisamente ése. La abulia gubernativa, el “dejar hacer, dejar pasar”, la practica reiterada de
pseudo gobernar o fingir que se gobierna, la continencia medrosa del ejercicio del poder y hasta
el coloquialismo “chistoretero” y fraseológico con el que se finge una suficiencia que sólo
concluye en soberbia enmascarada, han permeado a toda la esfera gubernativa. La potestad
juzgatoria se ha revestido de una novedosa mentalidad no contemplada en el cuadro anterior.
Ahora se juzga a partir de presunciones manipuladas desde el escándalo periodístico preliminar
que las denuncie, exhiba y sentencie aún antes del juicio formal. Y por ese tamiz se ha hecho
pasar a los personajes famosos, encarcelándolos temporalmente, para exhibir la supuesta fuerza
del Estado penalizando el incumplimiento fiscal. A fin de cuentas: simples borrascas de
propaganda para encubrir su ineptitud crónica hasta para la fiscalización más elemental.
Y junto al enjuiciamiento por presunción manipulada, ha vuelto a florecer el otro
instrumento denunciador de la torpeza del Estado: el incremento o recrudecimiento de las penas
para simular que con ello se combate y abate la delincuencia fiscal. Podría hasta implantarse la
pena de muerte para quien incurriera en ilícitos con el fisco y, de todos modos, seguirían
ocurriendo, pues no basta con reformar códigos fiscales y penales si el contribuyente sobrevive
en medio de las máximas penurias y la propia autoridad opera en el mayor de los descréditos para
exigir la observancia de las normas legales, y ello pasando por alto que son las políticas
equivocadas que han empobrecido más al país las culpables directas de la delincuencia en todos
los órdenes. La criminalidad, inseguridad y demás flagelos sociales se resuelven con trabajo,
honestidad, remuneraciones razonables al personal de gobierno, austeridad en el gasto y
penalización a los delincuentes del propio sector público, no con medidas represivas hacia
quienes mantienen el aparato del que aquellos comen.
Lo que ha venido ocurriendo, pues, no es que se mate a la gallina de los huevos de oro,
sino algo peor: que se le acuchille para encresparla. Tenemos una situación económica tan
deplorable que ya no cabe ni el seguir anunciando más estupideces recaudatorias mientras se
dilapidan fondos en todos los demás órdenes, incluyendo, sobre todo, las percepciones
desmedidas y hasta ofensivas de la propia burocracia y tecnócratas que la dirigen y favorecen.
Así las cosas, cualquiera que ejerza funciones juzgatorias no sólo debe ser
extremadamente sensible a las razones legales que deban asistirle al enjuiciar, sino también y
sobre todo, a las circunstancias concretas en las que se desarrolla nuestra convivencia actual. La
inadvertencia de la realidad circundante no sólo repercute en una visión miope de dicha función
juzgatoria, sino, sobre todo, en la atrofia de la convivencia misma. Y esta última mentalidad es
más insoportable aún que las demás.
Por otra parte, tampoco cabe perder de vista ese otro factor tan decisivo, hasta ahora sin
comentar en este ensayo, que deriva de la ignorancia misma del juzgador. Ya decía Quintiliano,
en sus Instituciones Oratorias, que los jueces “condenan lo que no entienden”. Y esta clase de
mentalidad, si no fuesen ya tan deplorables todas las demás, quizá pudiera ser la peor de todas.
Pues la ignorancia del juzgador suele sobrevenir en lo que apuntaba Francis Bacon: que “cuando
el juez se aparta de la ley, se convierte en legislador”, es decir, que convierte su ignorancia en la
norma por la que se rige y, a la vez, en la que impone al caso para ocultar sus limitaciones.
Cuando esto último ocurre, todo viene a concluir en lo que apuntaba Henri Bordeaux: “en
la justicia siempre hay peligro: o por parte de la ley o por parte de los jueces”. Y huelga añadir
que, en un entorno tal, la justicia se vuelve tan paradójicamente temible que ya no se sabe si
asustarse más con los delincuentes que con los órganos encargados de velar por ella.
Obviamente, un país en tales circunstancias está condenado al estallido social. Las
consecuencias de una justicia decepcionante o temible son más terribles aún que los pequeños
males que se pretende combatir.
Hoy en día, -al menos dentro del ámbito tributario-, donde ya se padecen leyes
verdaderamente intolerables, el panorama de la fiscalización se muestra peor que nunca. A partir
del cuerpo de “auditores” que sólo visitan y formulan el fincamiento de créditos fiscales con
meras presunciones mediante los datos proporcionados por los propios visitados, se inicia un
verdadero calvario para el contribuyente mexicano, pues el paso siguiente es que los susodichos
“créditos” se formalicen y conduzcan a embargos y remates que los juzgadores jamás alcanzan a
percibir en su dimensión real. Se le otorga una presunción de validez indebida a los actos
superficiales de sujetos que ni siquiera tienen el carácter da autoridades -según las tesis del
Tribunal Fiscal de la Federación- ni requieren título profesional -según el mismo órgano- y que,
no obstante, se convierten en la materia prima del litigio en el que cualquier contribuyente se ve
enfrascado de la noche a la mañana, siendo tan obvio que se le está otorgando a tales sujetos, con
apoyo en nuestras propias leyes, una potestad ilimitada para “legislar” hasta sobre los tributos a
cubrir por quien tuvo la desgracia de recibirlos en visita. Pero si ya las legislaturas han pecado de
ingenuidad y miopía al concederles tanta beligerancia, peor ocurre con nuestros juzgadores, que
convalidan tales arbitrariedades, tan manifiestamente inconstitucionales, a partir de su
ignorancia, su exceso de “legalismo” o su indiferencia para ejercer sus funciones con dignidad y
honradez.
Ciertamente, también existen hoy en día, -y es justo decirlo-, dentro de los propios
órganos de justicia, muchos y muy honrosos integrantes de los mismos que se manifiestan
profundamente preocupados y hasta ocupados por cambiar tal estado de cosas, pero su esfuerzo
es notoriamente insuficiente si no comenzamos por exigir a las legislaturas mismas que nuestras
leyes fiscales se reformen radicalmente para ajustarlas y sintonizarlas a plenitud con la preceptiva
constitucional. El hacerlo de inmediato ya es inaplazable, pues ninguna economía puede ser sana
si su sistema legislativo y de justicia se muestran tan precarios y funcionan tan mal.
A fin de cuentas, bien vale la pena tener presente la pregunta que se formulaba Joan de
Galles: “¿Qué son los reinos sin justicia, sino un gran latrocinio y pillaje?”.
“PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD”
A LA MEXICANA
Todos sabemos que el artículo 31 Constitucional, en su fracción IV, nos obliga a
contribuir “de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes”; pero, lo que no
todos sabemos, es que las nociones de proporcionalidad y equidad han sido desvirtuadas por
nuestros tribunales de la manera más burda y quizá hasta dolosa.
En otras palabras, que han convertido estos conceptos en simple progresividad y
discriminación, lo cual, por supuesto, es absolutamente inconstitucional.
Además de tomarlos como meros “requisitos” a cumplir por las leyes fiscales, han
definido la proporcionalidad diciendo que “las contribuciones deben estar en proporción con la
capacidad contributiva de los sujetos pasivos” y, la equidad, diciendo “que las leyes tributarias
deben tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales”. (Gaceta del Semanario Judicial de
la Federación, 3a. Sala, No. 38, febrero 1991, p. 15, o Revista del Tribunal Fiscal de la
Federación, 3a. Epoca, Año IV, abril 1991, No. 40, p. 18).
Han dicho que la proporcionalidad se cumple, al menos en materia de impuesto sobre la
renta, mediante las tarifas progresivas. (Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Pleno.
No. 25, enero 1990, p. 42, o Revista del Tribunal Fiscal de la Federación, 3a. Epoca, Año IV,
febrero 1991, No. 38, p. 8), sin precisar cómo se cumpla en el caso de los demás impuestos,
aunque, eso sí, estableciendo que debe determinarse “analizando la naturaleza y características
especiales de cada tributo”, lo cual, por supuesto, además de romper con lo propio de todo
principio para que realmente sea tal, nos deja en el más absoluto desconcierto, pues tampoco
precisa qué es lo que deba entenderse por “naturaleza y características especiales de cada
tributo”.
También han dicho que “la equidad exige que se respete el principio de igualdad”
(Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Pleno. No. 44, agosto 1991, p. 109, o Revista
del Tribunal Fiscal de la Federación, 3a. Epoca, Año IV, octubre 1991, No. 46, p. 44), pero sin
definir qué tenga que ver la igualdad con la equidad ni el porqué de tal exigibilidad de respeto.
Y, mediante esta misma última tesis han establecido, además, que se violan ambos
principios, elevados ya al rango de garantías individuales, “cuando los tributos que decreta el
poder legislativo son notoriamente exorbitantes y ruinosos”, sin preocuparse, naturalmente, por
definir, a su vez, los parámetros por los que pueda determinarse cuándo ocurre esto, pues es
obvio que en ciertas posiciones económicas un impuesto no lo será y, en otras distintas, sí. Lo
que para un contribuyente puede ser intrascendente, para otro puede significar su ruina.
Finalmente, también han tomado la proporcionalidad como identificable con las tarifas
progresivas y, la equidad, como una especie de “apéndice” de aquélla, al restringirla a una mera
“igualdad frente a la norma jurídica”, de tal forma que, lo que tenía que ser un principio
constitucional a observar por nuestras leyes fiscales, ha terminado por ser una mera igualdad ante
la ley que lo eclipsa por completo.
Pero vale la pena transcribir completa la tesis alusiva para concluir este preámbulo:
IMPUESTOS. SU PROPORCIONALIDAD Y EQUIDAD.- El Artículo 31, Fracción IV, de la
Constitución establece los principios de proporcionalidad y equidad en los tributos. La
proporcionalidad radica, medularmente en que los sujetos pasivos deben contribuir a los gastos
públicos en función de su respectiva capacidad económica, debiendo aportar una parte justa y
adecuada de sus ingresos, utilidades o rendimientos. Conforme a este principio, los gravámenes
deben fijarse de acuerdo con la capacidad económica de cada sujeto pasivo, de manera que las
personas que obtengan ingresos elevados tributen en forma cualitativamente superior a los de
medianos y reducidos recursos. El cumplimiento de este principio se realiza a través de tarifas
progresivas, pues mediante ellas se consigue que cubran un impuesto, en monto superior, los
contribuyentes de más elevados recursos y uno inferior los de menores ingresos, estableciéndose,
además, una diferencia congruente entre los diversos níveles de ingresos. Expresado en otros
términos, la proporcionalidad se encuentra vinculada con la capacidad económica de los
contribuyentes que deben ser gravadas diferencialmente conforme a tarifas progresivas, para que
en cada caso el impacto sea distinto no sólo en cantidad sino en lo tocante al mayor o menor
sacrificio, reflejado cualitativamente en la disminución patrimonial que proceda, y que debe
encontrarse en proporción a los ingresos obtenidos. El principio de equidad radica medularmente
en la igualdad ante la misma Ley tributaria de todos los sujetos pasivos de un mismo tributo, los
que en tales condiciones deben recibir un tratamiento idéntico en lo concerniente a hipótesis de
causación, acumulación de ingresos gravables, deducciones permitidas, plazos de pago, etc.,
debiendo únicamente variar las tarifas tributarias aplicables de acuerdo con la capacidad
económica de cada contribuyente para respetar el principio de proporcionalidad antes
mencionado. La equidad tributaria significa, en consecuencia, que los contribuyentes de un
mismo impuesto deben guardar una situación de igualdad frente a la norma jurídica que lo
establece y regula.
Primera parte del Informe de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Año 1985, Pág. 371 y
372.
RTFF. 3a. Epoca. Año VII. Diciembre 1994. No. 84, pág. 57.
Resumiendo los conceptos contenidos en las tesis hasta aquí citadas, cabe concluir que,
para nuestras autoridades tribunalicias, las nociones de proporcionalidad y equidad son:
A.- Proporcionalidad: a) capacidad contributiva de los sujetos y tarifas progresivas -en el
caso de algunos conceptos de impuesto sobre la renta-; y b) “naturaleza y características
especiales de cada tributo” -en el caso de los demás impuestos-.
B.- Equidad: a) trato “igual a los iguales y desigual a los desiguales”; b) simple igualdad,
sin más; y c) sólo igualdad ante la ley.
C.- Proporcionalidad y equidad: impacto y sacrificio distintos, pero con alguna clase de
igualdad ante la ley que fija el tributo.
Ahora bien, no se crea el lector que los conceptos hasta aquí resumidos son las reglas fijas
y definitivas a las que debemos acogernos para entender el criterio tribunalicio al respecto, pues
existe toda una serie adicional de tesis que relativizan, amplían o cambian tan radicalmente tales
nociones que terminan por sumirnos en el más absoluto de los desconciertos. Veámoslo:
A.- En primer término, se ha sustentado la idea de que, además de reducir la equidad a
simple igualdad, ésta deba cumplir con cuatro requisitos que, finalmente, termina por ser
interrelacionados con la proporcionalidad: “a) no toda desigualdad de trato por la ley supone
una violación al artículo 31, fracción IV de la Constitución Política de los Estados Unidos
Mexicanos, sino que dicha violación se configura únicamente si aquella desigualdad produce
distinción entre situaciones tributarias que pueden considerarse iguales sin que exista para ello
una justificación objetiva y razonable; b) a iguales supuestos de hecho deben corresponder
idénticas consecuencias jurídicas; c) no se prohibe al legislador contemplar la desigualdad de
trato sino sólo en los casos en que resulta artificiosa o injustificada la distinción; y d) para que
la diferenciación tributaria resulte acorde con las garantías de igualdad, las consecuencias
jurídicas que resultan de la ley, deben ser adecuadas y proporcionadas, para conseguir el trato
equitativo, de manera que la relación entre la medida adoptada, el resultado que produce y el fin
pretendido por el legislador , superen un juicio de equilibrio en sede constitucional” (El texto
completo de esta tesis aparece en el Semanario Judicial de la Federación, IX Epoca. T. V. Pleno,
junio 1997, p. 43; así como en la Revista del Tribunal Fiscal de la Federación, 3a. Epoca.
Septiembre de 1997, pp. 76 y 77; y en la página 24 de mi libro “Las Mil y Una Defensas del
Contribuyente”, Editorial PAC, S. A. de C. V; Segunda Edición).
De esta porción de la tesis aquí transcrita cabe ahora concluir en lo siguiente:
1) La equidad ya no es trato “igual a los iguales y desigual a los desiguales”; simple
igualdad, sin más; o igualdad ante la ley, -según habíamos concluido-, sino que ahora se trata de
una mera igualdad “entre situaciones tributarias”, salvo que exista una “justificación objetiva y
razonable” para que ello no sea así y, por ende, se justifique la desigualdad.
Obviamente, no se precisa el porqué la equidad termine en igualdad; ni el porqué la
igualdad sólo se reduzca a las “situaciones tributarias” y ya no a la de los sujetos ante la ley; ni
el porqué tal igualdad concluya cuando exista una “justificación objetiva y razonable”, -pues
tampoco se precisa lo que deba entenderse bajo tal clase de “justificación”; ni la clase de
autoridad facultada para calificar los casos en los que sea lo uno o lo otro, toda vez que no nos
proporciona los parámetros a los que pudiera proceder acogerse, por parte del tributante, para
saber cuándo cumple con la Constitución o cuándo deja de cumplirla-. En otras palabras, se
coloca a los gobernados, impunemente, a merced del capricho tribunalicio que podrá calificarla
como le plazca.
2) La equidad se reduce ahora a la mera “igualdad de los supuestos de hecho” pues a ello
se condiciona la identidad de “consecuencias jurídicas” que deba producir. Ello implica, pues,
que son los “supuestos de hecho”, aunque en razón de las “consecuencias jurídicas” que generen,
lo que finalmente determinará la satisfacción o no del principio constitucional de equidad; de tal
suerte que esto equivale a poner el principio de cabeza: se llega a la equidad cuando las
consecuencias jurídicas de los hechos, en razón de sus supuestos, permiten alguna clase de
igualdad.
3) La equidad, -nuevamente bajo el disfraz de igualdad-, ahora se reduce a una mera
“libertad legislativa” para “desigualar” a los contribuyentes, salvo cuando ésta resulte
“artificiosa o injustificada”. Y aquí surgen la incongruencia y la paradoja juntas: el Poder
Judicial permite al Poder Legislativo que “desiguale” a quien quiera, sin más limitante que toda
aquella “desigualación” que se antoje “artificiosa o injustificada”, aunque sin precisar lo que
deba entenderse por lo uno o lo otro; ni el porqué el Poder Legislativo exceda al Constituyente;
ni el porqué el Poder Judicial renuncie a sus funciones delegándolas en otro poder; ni el porqué,
en fin, se tolere la desigualdad en medio de la búsqueda de la igualdad, sobre todo cuando lo que
está en juego es el principio constitucional de equidad y no una burda pugna entre igualdades y
desigualdades.
4) Pero el climax del galimatías tribunalicio que se comenta es el de pretender que la
desigualdad tributaria sea acorde con la igualdad mediante la simple adecuación y proporción de
las consecuencias jurídicas, de tal manera que con ello se logre el “trato equitativo”, mismo que
se supone alcanzado cuando la medida, el resultado y el fin pretendidos por el legislador
“superen un juicio de equilibrio en sede constitucional”.
Obviamente, pues, el poner de acuerdo la desigualdad con la igualdad no sólo se
antojaría, por la magnitud del trabajo que representa tal proeza entre tópicos contrapuestos, algo
verdaderamente digno de Hércules, sino que, además, el adecuar y proporcionar las
consecuencias jurídicas para alcanzar la equidad a partir de tal contradicción ya nos obliga a
prescindir de Hércules y acudir a Jesucristo, pues lo que se exige es ni más ni menos que un
auténtico milagro. La frase final es verdaderamente críptica, mística, esotérica, enigmática o sólo
para “grandes iniciados”: el que la medida, el resultado y el fin pretendidos por el legislador
“superen un juicio de equilibrio en sede constitucional” confieso que lo único que creo que
supera es mi capacidad de comprensión, pues ni se precisa en lo que consistan o puedan consistir
tales “pretenciones” del legislador; ni se antoja medianamente sensato que sea a partir de
medidas, resultados y fines como se acceda a “juicios de equilibrio”; ni se aclara en qué
consistan tales clases de “juicios”, -amén de que no hay diccionario jurídico alguno que los
refiera o cite siquiera-; ni, mucho menos, se aclara lo que cupiera entender por “sede
constitucional” -y, por supuesto, tampoco cabe encontrar referencia diccionarial alguna que nos
lo precise-.
En suma, si ya con las primeras tesis citadas no teníamos la menor idea de que nuestros
tribunales nos hubiesen ilustrado en forma alguna sobre los principios que nos ocupan, con esta
tesis nos han dejado en la más completa de las obscuridades.
B.- Pero existe una segunda tesis que, a pesar de que a primera vista produce la impresión
de ser un verdadero monumento a la lógica jurídica, termina por sumirnos en el caos total.
Veámosla:
EQUIDAD TRIBUTARIA.- IMPLICA QUE LAS NORMAS NO DEN UN TRATO
DIVERSO A SITUACIONES ANALOGAS O UNO IGUAL A PERSONAS QUE ESTAN
EN SITUACIONES DISPARES.- El texto constitucional establece que todos los hombres son
iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza,
sexo, religión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social; en relación con la
materia tributaria, consigna expresamente el principio de equidad para que, con carácter general,
los poderes públicos tengan en cuenta que los particulares que se encuentren en la misma
situación deben ser tratados igualmente, sin privilegio ni favor. Conforme a estas bases, el
principio de equidad se configura como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico,
lo que significa que ha de servir de criterio básico de la producción normativa y de su posterior
interpretación y aplicación. La conservación de este principio, sin embargo, no supone que todos
los hombres sean iguales, con un patrimonio y necesidades semejantes, ya que la propia
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos acepta y protege la propiedad privada, la
libertad económica, el derecho a la herencia y otros derechos patrimoniales, de donde se
reconoce implícitamente la existencia de desigualdades materiales y económicas. El valor
superior que persigue este principio consiste, entonces, en evitar que existan normas que,
llamadas a proyectarse sobre situaciones de igualdad de hecho, produzcan como efecto de su
aplicación la ruptura de esa igualdad al generar un trato discriminatorio entre situaciones
análogas, o bien, propiciar efectos semejantes sobre personas que se encuentran en situaciones
dispares, lo que se traduce en desigualdad jurídica. (3)
Semanario Judicial de la Federación, IX Epoca. T. V. Pleno, junio 1997, p. 36
Revista del Tribunal Fiscal de la Federación, 3a. Epoca. Septiembre 1997, pp. 75 y 76.
De su análisis resulta obvio que:
1) Comienza como la declaración misma de los derechos del hombre: elogia la igualdad
plena en todos los órdenes y, por ende, se pronuncia en contra de cualquier clase de
discriminación concebible.
2) Luego acude a la equidad en materia tributaria, lo mismo en el sentido aristotélico de
“tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales” -pese a que en la sociedad
griega de aquellos tiempos haya habido amos y esclavos y a que, según la declaración previa, en
México sólo pueda haber igualdad plena y, por ende, todos debamos ser iguales sin excepción-;
que en el sentido de “criterio básico de la producción normativa y de su posterior interpretación
y aplicación” -desconociendo flagrantemente, aunque sea en forma tácita, que tal “producción
normativa” debe derivarse de la Constitución para adquirir legitimidad, y no así, como cabe
inferir del texto, en el sentido de que sólo sea un “criterio básico” para el ejercicio operativo de
los tres poderes-.
3) En seguida le pone limitaciones a la equidad misma, a través del consentimiento de las
desigualdades materiales y económicas, para poder justificar el efecto final de llevarnos a la
desigualdad en materia tributaria.
4) Y concluye, ¡claro está!, contradiciéndose: no discriminar en situaciones análogas y
hacerlo en situaciones desiguales. En suma, más de lo mismo: “tratar a los iguales como iguales
y a los desiguales como desiguales”, a pesar de todas las hermosísimas prédicas iniciales con las
que se inicia su texto y con cuyos conceptos se suponía plenamente superado el problema griego
antiguo de la desigualdad justificada por la esclavitud, es decir, sin respeto alguno por la
redacción de nuestro artículo 2 Constitucional y de tantos otros preceptos de la misma que la
proscriben en definitiva.
De lo dicho hasta ahora procede concluir, pues, que: nuestros tribunales siguen inmersos
en la noción aristotélico-esclavista; que siguen sin respetar a la letra nuestra Constitución; y que
sólo se han ocupado de los principios que aquí nos ocupan en forma incontrovertiblemente
cantinflesca. Sin embargo, es justo reconocer que también han tenido la honradez de reconocerlo
así. La tesis del Pleno número 44, publicada en la Gaceta del Semanario Judicial de la
Federación, de agosto de 1991, p. 109, reproducida en la Revista del Tribunal Fiscal de la
Federación, 3a. Epoca, Año IV, octubre de 1991, No. 46, p. 44 (y también reproducida en “Las
Mil y Una Defensas del Contribuyente”, p. 28) textualmente señala, en la parte conducente, que:
“aun cuando respecto de los requisitos de proporcionalidad y equidad, este Tribunal Pleno no
ha precisado una fórmula general para determinar cuándo un impuesto cumple dichos
requisitos, que traducidos de manera breve quieren decir de justicia tributaria, en cambio, de
algunas tesis que ha sustentado, pueden desprenderse ciertos criterios”.
Es obvio, entonces, que ya conocemos tales “criterios”, por lo que viene a resultar
inevitable, “a confesión de parte”, que el propio Pleno está admitiendo y reconociendo la
paupérrima “justicia tributaria” que padecemos ante la evidencia de tal omisión en la que
cotidiana y reincidentemente ha venido incurriendo desde siempre. En consecuencia, tampoco de
tal confesión expresa se puede desprender la menor preocupación de su parte por resolver tan
capital problema. Y esto, que se antoja inaudito en un país supuestamente sujeto a un régimen de
Derecho, no sólo resulta vergonzante e inconcebible, sino que, para colmo, deja ver sin tapujos la
clase de sentencias que pueden emitirse al respecto, dado que los propios juzgadores carecen de
una noción precisa sobre la materia con la que trabajan. Sólo así se explica la clase de fallos tan
evidentemente inexplicables en los que termina nuestro remedo de “justicia tributaria”.
Así pues, no estará por demás el ayudarles a precisar ideas, al menos para que, como
decimos en tierras potosinas, “no sigan confundiendo la melcocha con el colonche” (miel y licor
de tuna, respectivamente).
A.- Si el texto constitucional dice que debemos contribuir “de la manera proporcional y
equitativa que dispongan las leyes”, lo menos que cabe entender es el sentido contextual en el
que tal frase se formuló. Y, aunque ciertamente se trata ni más ni menos que de la justicia
tributaria, cabe precisar que el requisito de proporcionalidad y equidad se le atribuye a las leyes,
no a los gobernados, pues ninguna ley tributaria puede dejar en las “maneras” de los ciudadanos
la coerción del tributo, sino en estas dos exigencias básicas que sólo pueden imponerse a los
ordenamientos legales.
B.- Para que las leyes se caractericen -“manera”- por ser verdaderamente proporcionales
y equitativas -requisito a disponer en ellas-, debe comenzarse por entender aquello en lo que
consistan ambos elementos de la fórmula.
C.- Proporcionalidad es una expresión que sólo se emplea en tres disciplinas: aritmética,
geometría y estética. El tributo, por expresarse en forma aritmética, -dado que se manifiesta en
unidades monetarias y éstas sólo pueden tener significación numérica-, automáticamente obliga a
excluir las concepciones geométrica y estética.
D.- En aritmética se conocen y se opera con proporciones directas e inversas. La directa
es ejemplificable como sigue: si a diez corresponden dos; a veinte, cuatro; a treinta, seis; etc. La
inversa: si a diez corresponden seis; a veinte, cuatro; a treinta, dos; etc.
E.- En materia fiscal, nuestros tribunales han acuñado una supuesta “proporcionalidad
tributaria”, con la cual se pretende justificar la arbitrariedad de fijar bases y tasas al gusto: a diez
puede corresponder el pagar dos; a veinte, siete; a treinta, dieciocho; etc., pues el efecto final que
produce el establecer rangos: de diez a quince; de dieciseis a treinta; etc. también tiene por
resultado final el aquí descrito. No se trata, pues, en sentido estricto, de una proporcionalidad,
sino de una convencionalidad. Y nada resulta más paradójico e incongruente que esperar la
justicia dentro del Derecho y encontrarse con una burda arbitrariedad.
F.- Han concluido nuestros tribunales, a través de ello, que son las tarifas progresivas pues a eso se reduce el esquema antes ejemplificado- el medio que permite gravar en mayor
grado a los que tienen “mayor capacidad contributiva” y en menor grado a los que carecen de
ella, con lo que suponen logrado el ideal aristotélico de justicia en el sentido en el que se expresó:
“tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales”, olvidándose
precisamente nuestros tribunales de que la Constitución que nos rige no permite tales
discriminaciones ni prevé que deba pagarse el tributo en proporción a la capacidad contributiva,
máxime cuando ni siquiera establece o permite establecer las bases para configurarla y definirla
en forma alguna.
G.- Pero, lo más grave, es que pasen por alto, tanto los casos en los que no se tributa
mediante tarifas -incluso dentro del impuesto sobre la renta-, como el hecho de que sean las tasas
el medio idóneo para alcanzar la auténtica proporcionalidad. Cuando se fija una tasa porcentual o
alícuota, todos los sujetos tributan en auténtica proporción a la magnitud de sus operaciones. A
todos se les trata igual y, sin embargo, contribuyen en la medida de sus actos o hechos gravables.
La verdadera capacidad contributiva se define, pues, por los hechos mismos, no por ficciones
tarifarias artificiosas que pueden corresponder a una excepcional y variable base en un ejercicio y
a otra diametralmente opuesta en otro, toda vez que los resultados jamás reflejan el patrimonio,
sino sólo las consecuencias de operar con él, de tal manera que nunca podrán ser indicativos en
forma alguna de la capacidad contributiva de cada tributante.
H.- La proporcionalidad exacta se expresa, pues, en forma de tasas, no de tarifas. En
consecuencia, las autoridades judiciales están obligadas a reconocer como inconstitucionales toda
clase de tributos basados en tarifas. Reconocer, por ende, como constitucionales, únicamente
todos aquellos tributos basados en tasas. Y, adicionalmente, debe operarse en cada ley tributaria
con una tasa única y no con varias de ellas, pues esto último revierte, una vez más, en
desproporción y desigualdad.
I.- Por otra parte, debe comenzarse a discernir entre equidad e igualdad. Si bien,
etimológicamente, son lo mismo; jurídicamente son distinguibles. Se debe, por ejemplo, ser
iguales ante la ley y, sin embargo, encontrarse con que el trato que la propia ley conceda a los
gobernados no sea equitativo. Si no se es igual ante la ley, estaremos incurriendo en la aplicación
de leyes privativas. Si no es equitativa la ley, estaremos incurriendo en injusticias legales. Lo
primero es problema constitucional. Lo segundo, comienza por ser problema puramente legal.
J.- En otras palabras, la igualdad es una exigencia constitucional. No admite excepciones.
Es requisito ineludible de todo sistema jurídico que haya rebasado la esclavitud. En cambio, la
equidad, es un requisito constitucional que se impone en forma expresa y especial -sobre todo- a
las leyes tributarias como obligación a cumplir para que puedan ser acatadas y cumplidas.
K.- No se trata, entonces, de la igualdad “material o económica” de los gobernados, ni de
su “capacidad contributiva”, ni de su “igualdad ante la ley”, sino de la equidad de la que deben
estar investidas y revestidas todas las leyes tributarias por tratar a los gobernados en la condición
o calidad universal de contribuyentes.
L.- Los tribunales, en consecuencia, no tienen por qué aludir a la igualdad como base
argumentativa de sus sentencias, ni limitarse a repetir eternamente la frase aristotélica
multicitada, ni perderse en los bizantinismos de la confusión entre igualdad y equidad, ni
distraerse en infames conjeturas con las que mezclan la igualdad y la equidad con la
proporcionalidad y la progresividad tarifarias, sino limitarse a discernir si la ley o precepto de
ella que se somete a su juicio corresponden o no al criterio de equidad que debe prevalecer en la
normatividad tributaria conforme al imperativo constitucional. Su tarea no es la teorización, sino
la observancia.
M.- Así las cosas, cuando se deba ocupar la Corte de discernir si una determinada
disposición tributaria reúne o no los requisitos de proporcionalidad y equidad, deberá
circunscribir sus apreciaciones, -prescindiendo de toda clase de argumentos demagógicos y
expresiones crípticas o inentendibles-, a la mera determinación de que el tributo se haya fijado en
forma de tasa, no de tarifa, y de que la ley tributaria conceda idéntico tratamiento a todos los
sujetos de los que se ocupe; pues, de no ser así, deberá declararlo contrario al principio de
proporcionalidad y equidad que exige la Constitución.
N.- En tales condiciones, la Corte deberá revisar toda su jurisprudencia al respecto, pues
hasta ahora sólo ha consentido, solapado o tolerado ¡exactamente lo contrario!: la progresividad
de las tarifas como criterio de proporcionalidad y el trato discriminatorio como criterio de
equidad.
Ahora bien, es tan endeble el sustento de esta doble equivocación tribunalicia, que se ha
caído en el absurdo de faltar a la lógica jurídica de la manera más garrafal. El afirmar que las
tarifas progresivas son la respuesta justa al criterio de proporcionalidad, automáticamente ha
dejado todo cuanto no se exprese en tarifas dentro de la más evidente inconstitucionalidad. E
incluso el tratar con distintos raseros la Ley del Impuesto sobre la Renta -aunque sólo por la parte
en la que consista en tarifas progresivas- con respecto al resto de ella y a las demás leyes
tributarias -atendiendo a la “naturaleza y características especiales de cada tributo”- ha
colocado al contribuyente y a las propias autoridades tribunalicias en una condición de
incertidumbre, de casuística y de capricho notoriamente insalvables dentro de un régimen legal
que pretenda respetarse y ser respetado como tal. Y, por otra parte, el persistir en la cantaleta de
la vieja y obsoleta expresión aristotélica con la que se ha venido encubriendo la ancestral pereza
tribunalicia para obligarse a pensar, ha propiciado que se tome la equidad por igualdad
excepcionalizada, que se confunda la igualdad ante la ley con la equidad de la ley misma, que se
controviertan ficciones conceptuales en vez de hechos concretos y que se termine en la más
completa de las obscuridades al momento de juzgar. Y no hay que olvidar que la propia Corte ha
reconocido que proporcionalidad y equidad son precisamente las condiciones básicas de la
noción misma y fundamental de justicia tributaria.
Pero no puede darse por concluido aquí este trabajo sin antes ocuparnos, así sea muy
brevemente, del valor mismo de los conceptos de proporcionalidad y equidad.
Ya habrá observado el lector que tanto la Corte como a lo largo de esta colaboración se
han empleado por igual los calificativos de “principios”, “requisitos”, “conceptos”, “criterios”,
“nociones”, etc. al hacer referencia a la proporcionalidad y a la equidad, así se aludan en forma
conjunta o separada. Y también habrá observado que no se ha discutido si se trata de principios
constitucionales en general o sólo aplicables a lo tributario; si se trata de meros requisitos, más
que de verdaderos principios; si son conceptos jurídicos o económicos; si se trata de criterios
legislativos o tribunalicios; si son nociones doctrinarias o jurisprudenciales; etc., es decir, que se
ha dejado de lado el aspecto racional y dialéctico de fondo de la temática que nos ocupa para
ocuparnos únicamente de su aplicación concreta a la realidad enjuiciativa convencional.
Consecuentemente, debe aclararse que también a cada uno de tales planteamientos debe darse
respuesta cabal si se quiere entender el trasfondo del tema.
Así pues, habrá que tomarlos como “principios” constitucionales aplicables a todo el
ámbito de la juricidad, ya que si sólo concernieran a lo tributario dejarían de ser principios
constitucionales y no es ése el caso, pues es incontrovertible que tanto la proporcionalidad como
la equidad, al menos en la forma en que han sido aquí reconocidas, son condiciones sine qua non
para que cualquier norma jurídica pueda aplicarse con legitimidad. Tanto la porcentualización por ejemplo: la indemnizatoria en materia civil o laboral- como la indiscriminación en cualquier
orden de ley, -y tómese la que se quiera-, son premisas indiscutibles del derecho contemporáneo,
por lo que nada justifica el dar marcha atrás para volver a la ficción de la progresividad tarifaria o
a la discriminación por razones de clase, especie o tipo, para efectos de dar por cumplida la
falacia de que se satisfacen con ello la proporcionalidad y la equidad.
También habrá que tomarlos como “requisitación” indeclinable de toda normatividad
tributaria, pues así lo prevé la enfatización expresa del texto constitucional que se comenta al
ocuparse específicamente de este tópico en relación precisa con dicha materia. Y es que la
preocupación del Constituyente, según se infiere de ello, es la de asegurar la justicia
precisamente en el resquicio en el que más pudiera resultar vulnerada, dado que el Estado es juez
y parte cuando del tributo se trata.
Proporcionalidad y equidad, por otra parte, son a la vez “conceptos” jurídicos y
económicos, pues el tributo tiene este segundo origen y le ha sido sobrepuesto el primero. La
conceptualización de los tributos como materia económica le viene desde los tiempos más
remotos. La jurídica le ha sido añadida, al menos de manera formal, desde los tiempos de
Montesquieu, Rousseau y Adam Smith. Pero, dentro de ambas perspectivas, no deja de ser una
conceptualización solamente para objetivizar su estudio.
El tratarlos a título de “criterios” implica el reconocimiento de los dos poderes que
pueden intervenir en su manejo -a diferencia del Poder Ejecutivo, que también interviene,
obviamente, en la manipulación del tributo, pero sólo desde el punto de vista operativo o
recaudatorio, más no así desde el conceptual-, de tal forma que son los poderes Legislativo y
Judicial los únicos que realmente pueden enjuiciar y opinar sobre él para conformar una política
tributaria a contener en las leyes que emiten y valoran, respectivamente.
Y el tratarlos como “nociones”, dado el ámbito concreto en el que se debaten, -que es el
doctrinario y el jurisprudencial-, obliga a reconocer su valor teórico para discernir en torno al
tema con alguna clase de supuestos o precedentes conceptuales de fondo que permitan dilucidar
sus alcances y sentido, que es, a fin de cuentas, -ejemplificativamente dicho-, lo que aquí se ha
intentado.
Por tales motivos, pues, viene a resultar irrelevante, para efectos del fondo del asunto que
nos ocupa, el que nos perdamos en disquisiciones puramente terminológicas al respecto, -que es
el error en el que han caído tradicionalmente nuestras autoridades tribunalicias, según llevamos
demostrado-, toda vez que la naturaleza de fondo del tema sólo nos obliga a determinar su
elementalidad más inminente. Mientras no se precise y reconozca por parte de nuestras máximas
autoridades tribunalicias que el principio de proporcionalidad se cumple a través de la simple
tributación mediante tasas, -nunca mediante tarifas-; y que el principio de equidad se satisface
mediante la simple indiscriminación, -sin que tenga algo que ver la igualdad-, sólo perderemos el
tiempo en bizantinismos y vanalidades, en patrañas e injusticias, en tesis y jurisprudencias que
siguen sin afinar lo esencial y nos reducen a un mero remedo de justicia.
Obviamente, pues, la justicia tributaria aún está por realizarse y, lamentablemente, ya no
cabe hacerla esperar más. Es responsabilidad de la Corte el comenzar a servir a la Verdad, a la
Lógica y al Derecho, no a los dictados que se le impongan por ignorancia, politiquería o
servilismo.
LOS ACTOS INMOTIVADOS EN MATERIA FISCAL
Sobradamente han resuelto nuestros tribunales que: “motivar un acto es externar las
consideraciones relativas a las circunsancias de hecho en que se apoyó la autoridad para
determinar la adecuación del caso concreto a la hipótesis legal”.
También han resuelto lo que ya de suyo deviene obvio a partir de la preceptiva
Constitucional: que fundamentación y motivación son los dos elementos de un solo requisito, es
decir, que no pueden desligarse, dado que aparecen unidos por la conjunción copulativa “y”, lo
cual obliga a contenerlos y evidenciarlos simultáneamente en todo acto de autoridad.
Pero ocupémonos aquí -para fines de estudio- únicamente de la motivación, pues el tema
de la fundamentación es relativamente sencillo: basta con la cita correcta y completa de los
preceptos legales aplicables al caso para que pueda acreditarse, de tal suerte que, no siendo así, se
impugne con relativa facilidad, toda vez que no entraña o implica grandes análisis.
Así pues, lo que cualquiera se pregunta con respecto al enunciado alusivo a la motivación
que se citó al principio, es lo siguiente:
- ¿Qué es eso de: “externar las consideraciones relativas a las circunstancias de hecho”?
- ¿Por qué fue en ellas que: “se apoyó la autoridad para determinar la adecuación del
caso concreto a la hipótesis legal”?
De estas dos preguntas nos ocuparemos aquí.
Y lo primero que nos asalta como duda adicional y relativa a las dos preguntas es: ¿por
qué se habla de esa tal “hipótesis legal” a pesar de que no estemos tratando el tema de la
fundamentación, sino el de la motivación? Comencemos, pues, por atender a esta duda para
luego ocuparnos debidamente de las dos preguntas indicadas.
La única “hipótesis legal” que se ocupa expresamente del tema de la motivación de los
actos de autoridad es el artículo 63 del Código Fiscal de la Federación. Su primer párrafo dice
que: “Los hechos que se conozcan con motivo del ejercicio de las facultades de comprobación
previstas en este Código, o en las leyes fiscales, o bien que consten en los expedientes o
documentos que lleven o tengan en su poder las autoridades fiscales, así como aquéllos
proporcionados por otras autoridades fiscales, podrán servir para motivar las resoluciones de la
Secretaría de Hacienda y Crédito Público y cualquier otra autoridad u organismo
descentralizado competente en materia de contribuciones federales”. Y su segundo párrafo se
inicia convalidándolo y obligando a dichas autoridades en ese único sentido: “Las autoridades
fiscales estarán a lo dispuesto en el párrafo anterior...”, lo que equivale a inferir que ese
“estarán” es el único camino que tienen para motivar, de tal forma que tampoco pueden aducir
que el famoso “podrán” del párrafo preliminar tenga un sentido de opcionalidad o
discrecionalidad del que libremente puedan servirse, ya que este segundo párrafo disipa hasta la
más remota duda con respecto a su obligatoriedad ineludible.
En tal virtud, únicamente por medio del empleo de cualquiera de estas tres “fuentes” es
como cabe aducir que se ha cumplido suficientemente la “hipótesis legal” como para poder estar
en condiciones de entrar al análisis restante y que pueda ser demostrativo de que se hubiere
motivado cabalmente el acto de autoridad de que se trate.
Resumamos y comentemos, entonces, a partir del contenido de ese primer párrafo del
artículo 63, las tres “causales” que pueden justificar legalmente la susodicha cobertura previa de
la “hipótesis legal”:
- Porque se hayan ejercido facultades de comprobación (y obsérvese que ningún precepto
excluye de la obligación de que, a su vez, tal ejercicio de facultades de comprobación haya
estado debidamente motivado, pues aquí la norma se refiere a los actos de autoridad que tienen
carácter resolutivo, obviamente que sobre otros actos previos).
- Porque haya constancia en expedientes o documentos que operan las autoridades
fiscales (que no pueden ser otros que los avisos y las declaraciones, principalmente, y que son los
que pueden motivar, por razones de incumplimiento debidamente acreditado en el propio
documento por el que se implementa el acto de molestia, hasta el ejercicio mismo de las
facultades de comprobación antes comentadas).
- Porque otras autoridades fiscales les hayan proporcionado tales expedientes o
documentos (siendo importante observar que tal información motivadora de actos de molestia
sólo puede provenir de otras autoridades fiscales, no de las que no lo sean, y sin que el precepto
precise o aclare en forma alguna que también se conceptúe como tales a las extranjeras, por lo
que en razón de conceptos de soberanía deben sobreentenderse como excluidas para tal efecto).
De ello se desprende, pues, que las autoridades fiscales jamás podrán motivar sus actos en
cualquier otra clase de elementos o consideraciones -e imagínese usted, respetable lector, todos
los que quiera- sino únicamente en esos tres. Y, por supuesto, si no lo hace así en cualquiera de
sus actos, éstos estarán inmotivados y, por ende, serán ilegales, amén de inconstitucionales.
Suponiendo resuelta la duda, ocupémonos de la primera pregunta: “externar las
consideraciones relativas a las circunstancias de hecho” significa que deben consignarse por
escrito, en el propio acto de autoridad, la (o las) causal(es) -de las tres señaladas- por las que se
emite el referido acto precisamente en contra de ese sujeto y no de otro distinto, pues se trata de
un “acto de molestia”, como expresamente lo califica el artículo 16 Constitucional, y que no
puede ser inferido al gobernado sin motivarlo con cualquiera de los elementos indicados.
El texto del acto de molestia, en consecuencia, debe señalar tales consideraciones a partir
de ese repertorio de las tres posibles, -¡ninguna otra, ninguna más!-, y, además, vincular tales
“consideraciones” con las “circunstancias” que les dieron origen, pues no basta que se
“externen” dichas consideraciones al indicarlas como tales en el escrito que corporiza el acto,
sino que, adicionalmente, deben ser “relativas a”, es decir, estar ligadas, vinculadas o
relacionadas con esas concretísimas “circunstancias de hecho”, que son las que, finalmente,
vinieron a dar pie o justificación a la acción misma de la que se trata.
Y, en cuanto a la segunda pregunta, o sea la relativa a la adecuación del caso concreto a la
hipótesis legal, y que sirve, así, de apoyo a la autoridad, quedemos debidamente advertidos que
no se trata de una mera corroboración de lo que aquí hemos resuelto para la primera, sino de una
temática totalmente distinta: no basta, únicamente, que se “externen” o expresen por escrito las
“consideraciones”; tampoco basta que tales “consideraciones” sean precisamente las “relativas”
a las “circunstancias de hecho” que se aduzcan por la autoridad; y, menos aún bastará el que la
naturaleza de tales circunstancias deba cumplir, precisa e ineludiblemente, el requisito de que
sean “de hecho” para poder circunstanciarse con apoyo en cualquiera de las tres prevenciones del
artículo 63 supracitado; sino que ahora se trata de otro requisito más: que ese “apoyo” de la
autoridad debe cifrarse en un criterio y un objetivo puramente determinativos, es decir, en un
acto de voluntad suya que sólo puede existir jurídicamente cuando se haya adecuado “el caso
concreto a la hipótesis legal”, o, lo que es lo mismo, cuando demuestre que se apoyó en
cualquiera de los tres elementos citados para proceder precisamente conforme a ellos y en razón
de una conducta previa de quien debe sufrir el acto concreto de molestia que debe resultar
obligado realizar a causa de la citada acción del gobernado, misma que puede ser lesiva, omisiva,
evasiva, etc., en cualquier forma, de las prevenciones legales en materia tributaria y que,
obviamente, vulneren de algún modo el interés del fisco federal.
Esto conlleva entonces, como se habrá advertido, una doble problemática:
- Mientras los tres elementos citados coexistan -artículos 16 Constitucional y 63 del
Código Tributario, así como el criterio jurisprudencial sustentado tanto por el Poder Judicial
como por el Tribunal Fiscal de la Federación-, casi todos los actos de autoridad deberán
juzgarse como inmotivados, pues basta verlos, -una vez impugnados debidamente-, para que así
deba ser. Y en apoyo de ello debe acudirse a los artículos 38, fracción III; 43, primer párrafo; y
238, fracción II, del propio Código citado; sin soslayar las sutilezas que se desprenden de la
fracción IV de este último precepto para efectos de hacer valer la anulación lisa y llana por esta
misma causal.
- Es tan grave este señalamiento sobre el tema motivacional, y más aún cuando se
adiciona a una inadecuada fundamentación, que prácticamente puede afirmarse que no hay acto
de autoridad administrativa de nuestro país, al menos en materia fiscal, que no deba combatirse
invariablemente por esta vía con sobradas perspectivas de éxito, salvo cuando esa perspectiva de
éxito se frustra a causa de la impreparación de algunos de los magistrados, bien porque sean
bisoños en la materia o bien porque procedan con criterios puramente burocráticos o “legalistas”
y se pongan a convalidar actos inmotivados a pesar de que su propia jurisprudencia
sobradamente les desmienta.
En suma, pues, un acto de autoridad fiscal es inmotivado, y debe reconocerse así, cuando:
- No se externe (o exteriorice) -obviamente que por escrito, pues todo en materia
tributaria se sujeta a esta formalidad esencial- en el propio acto de molestia, sea cual fuere la
naturaleza o calificativo del mismo.
- No derive de alguna, por lo menos, de las tres prevenciones que señala el artículo 63 del
Código Fiscal de la Federación, misma que debe ser acreditada suficientemente en el citado acto
de molestia, pues sólo así lo convalida a este respecto.
- No indique las consideraciones relativas, es decir, que sea ayuno en el señalamiento de
las causales mismas que lo originan.
- No precise las circunstancias de hecho, lo que obliga a la descripción detallada de los
avisos, declaraciones u otros elementos concretos cuyo incumplimiento, expresamente indicado
con todos sus pormenores, haya dado pie a la citada acción.
- No se apoye en la adecuación del caso concreto a la hipótesis legal, es decir, que no
personalice la conducta específica del afectado que tipifica la transgresión de una norma fiscal en
concreto y que justifica realmente la multicitada acción.
CAMBIO 2: REFORMAR A LOS REFORMADORES
“Existen dos tipos diferentes de cambio; uno que tiene lugar dentro
de un determinado sistema, que en sí permanece inmodificado, y otro, cuya
aparición cambia el sistema mismo. Para poner un ejemplo de esta distinción
en términos más conductistas: una persona que tenga una pesadilla puede
hacer muchas cosas dentro de su sueño: correr, esconderse, luchar, gritar,
trepar por un acantilado, etc. Pero ningún cambio verificado de uno de estos
comportamientos a otro podrá finalizar la pesadilla. En lo sucesivo
designaremos a esta clase de cambio como cambio 1. El único modo de salir
de un sueño supone un cambio del soñar al despertar. El despertar, desde
luego, no constituye ya parte del sueño, sino que es un cambio a un estado
completamente distinto. Esta clase de cambio la denominaremos en lo
sucesivo cambio 2... Cambio 2 es por tanto cambio del cambio.”
“Cambio”. Paul Watzlawick, John H.
Weakland y Richard Fisch. Herder. 1989.
Barcelona, pp. 30 y 31.
Desde hace más de cincuenta años es rutinario que los órganos oficiales hablen
sistemáticamente de “reforma fiscal”. Y, a lo largo de ellos, como para romper con el hábito y
ocuparse de la excepción, sólo le cambian a “reforma fiscal integral”. Este año le ha tocado el
turno a la excepción.
Pero ¿qué es lo que entienden por “reforma fiscal” y qué lo que podría entenderse por
“reforma fiscal integral”?
A.- Por “reforma fiscal” se ha entendido siempre la simple modificación, adición y
derogación de los preceptos de las leyes fiscales. Y ¿cuáles son las leyes fiscales? El Código
Fiscal de la Federación, la Ley del Impuesto sobre la Renta, la Ley del Impuesto al Valor
Agregado, la Ley del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios, la Ley del Impuesto al
Activo, la Ley Aduanera, y sus respectivos reglamentos, así como la Ley del Impuesto Sobre
Tenencia o Uso de Vehículos, la Ley Federal del Impuesto sobre Automóviles Nuevos, la Ley de
Contribución de Mejoras por Obras Públicas Federales de Infraestructura Hidráulica, la Ley
Federal de Derechos, la Ley del Impuesto por la Prestación de Servicios Telefónicos, la Ley del
Impuesto General de Importación y la Ley del Impuesto General de Exportación, que carecen de
reglamentos. Obviamente, también se conceptúan como fiscales la Ley Orgánica del Tribunal
Fiscal de la Federación, la Ley de Coordinación Fiscal, la Ley del Servicio de Administración
Tributaria, con su reglamento, y hasta -exagerando las cosas- un ordenamiento puramente
presupuestario: la Ley de Ingresos de la Federación para cada ejercicio.
B.- Por “reforma fiscal integral”, pues, debiera entenderse su cambio sustancial, como
sería, por ejemplo:
a).- Que se modificaran todos los ordenamientos legales precitados a profundidad.
b).- Que se implantara algo verdaderamente nuevo, como podría ser el impuesto único.
c).- Que se cambiara, al menos, de un sistema a otro, como fue el caso del instrumentado
hace décadas en impuesto sobre la renta, mediante el cual se sustituyó el “sistema cedular” por el
actual.
d).- Que se dejara de ser un país con sistema tributario convencional para pasar a
convertirlo en paraíso fiscal.
e).- Que se suprimieran todos los impuestos a cambio de duplicar todos los derechos, dado
que representan partidas presupuestales casi iguales y los segundos son mucho más tolerables.
f).- Que se destinara todo lo percibido por las ventas de petróleo para sufragar el gasto
público, suprimiendo todos los impuestos, dado que el mayor contribuyente es Pemex.
En consecuencia, si se anuncia que no se tratará de un simple cambio a las leyes fiscales,
sino de “mucho más”, lo mismo puede suponerse que se trate de una “reforma fiscal integral”
que de alguna otra clase de reforma que ni siquiera se describe con precisión, quizá porque ni sus
precursores saben discernir bien a bien entre los términos y expresiones que emplean. Por
ejemplo: si se habla, como ahora, de la consabida “ampliación de la base”, que se reduce a
suprimir algunas exenciones y gravar a quienes no lo estaban; de la tan traída y llevada
“simplificación administrativa”, que sólo entienden como sencillez de las formas para las
declaraciones; del incremento presupuestario a la educación y el gasto social, por aquello del
abatimiento a la inflación y el crecimento al 7%; del financiamiento a la microempresa, dado que
no podemos aspirar a ser algo más que maquiladores y mecánicos de las grandes transnacionales;
del establecimiento de exenciones fiscales corporativas, sin precisar a qué corporaciones se
quiera beneficiar o el porqué deba hacerse; del fomento a la inversión privada en las industrias
eléctrica y petroquímica, para acabar de subordinarnos a los amos de la aldea global; etc., lo que
realmente está ocurriendo es que se le llame “reforma fiscal integral” a un extenso cambio
administrativo, orgánico, estructural, político y, como de soslayo, tributario, sin que se justifique
en forma alguna tal ensalada de aberraciones al amparo del calificativo que se emplea y sin que
nos merezcamos los mexicanos semejantes exageraciones y sandeces.
En otras palabras, lo que verdaderamente pretenden tales anunciantes, aunque
lamentablemente no lo sepan, no lo puedan o no lo quieran expresar con precisión, es una
reforma de mayor calado, pero sin que proceda calificarla de “fiscal” ni de “fiscal integral”, pues,
a fin de cuentas, lo que evidentemente pretenden, -según se infiere de lo que dicen-, no es lo uno
ni lo otro.
Así las cosas, ¿qué clase de reforma será, pues, la que proponen y cuál será la que
verdaderamente demanda nuestro país? La que proponen, como vimos, es una simple mezcolanza
de tópicos económicos, políticos, tributarios, etc. La que de verdad necesitamos sí es mucho más.
Si partimos de la idea de que una reforma se justifica -y con urgencia- cuando se ha
pasado por muchas décadas de rutina, inmovilismo, intereses creados, etc., lo menos que haremos
será oponernos a ella, pues sólo la movilidad y el cambio impiden el anquilosamiento. La
antítesis del cambio auténtico es la persistencia, el “gatopardismo”, el “más de lo mismo”. Lo
importante, entonces, será determinar la clase de reforma que se requiere, su magnitud y su
trascendencia. Y toda reforma auténtica debe comenzar por la propia Constitución, pues sólo
prefijando con mayor claridad y precisión las reglas fundamentales de lo que nos caracteriza
como nación es como podremos reestructurar el sistema completo de leyes y cambiar a fondo su
esquema operativo, y también, a la vez, por cambiar nuestra noción misma del cambio. Ya decía
Karl Schmitt que una constitución no es una ley más, sino la entraña misma de cada país, su
carácter y su sentido auténtico de ser, lo que le configura y define, lo que tipifica su sentido y
determina su trascendencia como nación.
Reformar la Constitución y sus leyes orgánicas y reglamentarias es, pues, el primer paso
de lo que podría denominarse correctamente “reforma integral” o, como también se ha dicho:
“reforma del Estado”. Sin embargo, una reforma tal no puede realizarse “al vapor” sin el riesgo
de incurrir en graves errores, máxime si sólo se pretendía, al principio, lo que impropiamente se
denominó una “reforma fiscal integral”, es decir, un cambio orientado a mejorar las finanzas
públicas únicamente, con el obvio sacrificio de cualquier clase de consideraciones sobre justicia
tributaria, economía popular o cualquier otro tópico de interés colectivo, toda vez que sólo se está
buscando con ella, inocultablemente, privilegiar el incremento de la recaudación. En decir, puro
cambio 1.
Ante ello, quizá debiéramos conformarnos con lo que podría denominarse, con mucha
mayor propiedad, “reforma presupuestaria integral”, puesto que ésa termina por ser la verdadera
esencia del asunto publicitado. Y, si así es, limitémonos a la reforma de los conceptos mismos
con los que se formulan los presupuestos de ingresos y egresos -dado el despropósito que,
tomado literalmente, representa el que se trate de leyes anuales y, por principio, irreformablessin la pretención de que ello sea o equivalga a una “reforma fiscal”, mucho menos “integral”, y
sin el clásico “manoseo” de los preceptos de las leyes fiscales que tantos males ha solido causar
por su inevitable carga de improvisación, ligereza y contraposición.
Ahora bien, cualquiera se dirá: “bueno, pero es que el presupuesto de ingresos incluye los
tributos, -además de los préstamos internos y externos y la emisión de moneda-, y, por ende, una
reforma presupuestaria incluiría la fiscal o recaudatoria”. Y estaría en lo cierto. Pero una
“reforma presupuestaria integral” también tendría que incluir el destino de lo recaudado, es
decir, el egreso. Y éste representa, precisamente, la otra página de la misma hoja, pero en la que
no se quiere poner la atención oficial en forma alguna. ¿Por qué será?
Cuando se dice, como se hizo, que “ya está comprometido” casi todo el presupuesto de
egresos para el año próximo, lo que se quiere es salvaguardar el costo operativo del Estado,
principalmente representado por toda clase de retribuciones y privilegios de la alta burocracia,
además de la carga financiera -culpa del endeudamiento indiscriminado- y de las transferencias a
estados y municipios -que también representan, en su mayor parte, retribuciones burocráticas-. En
tales condiciones, nada se deja como reformable en esta página y, por consiguiente, sólo se pone
atención al incremento de los ingresos. La trampa del privilegio, pues, hasta allí, sigue sin abrirse.
Pero la verdad es que en un país donde la mitad de sus habitantes apenas sobreviven y son
candidatos a la peor de las hambrunas o tienen que huir al extranjero para escapar de la miseria,
lo más ilógico y criminal es incrementar la recaudación tributaria para garantizarle a su alta
burocracia el que siga gozando al máximo. En consecuencia, no es el presupuesto de ingresos lo
que debe privilegiarse al pensar en reformas, sino el de egresos. Y veamos algunas razones para
comprobarlo:
1.- ¿Para qué queremos alrededor de mil diputados locales, con un costo promedio anual
de medio millón de pesos por cabeza, además del costo de sus auxiliares y demás gastos, si las
legislaciones locales son absolutamente inútiles, tanto por la preeminencia constitucional de la
legislación federal como por su evidente anacronismo, superficialidad e inaplicabilidad? ¿No
bastará con las contralorías locales para cumplir las tareas de vigilancia que también se les
encomiendan y con las que se pretende justificarlas?
2.- ¿Para qué queremos quinientos diputados federales, con un costo promedio anual de
un millón de pesos por cabeza, además del costo de sus auxiliares y demás gastos, si en su
inmensa mayoría son absolutamente ineptos para la tarea legislativa? ¿Acaso con ex-deportistas,
ex-vedetes, ex-trabajadores y ex-campesinos es posible hacer buenas leyes o dar por representado
al pueblo en su totalidad? En países como el del Norte, con el triple de población y varias veces
más territorio que el nuestro, el número es igual. ¿Estaremos por ello mejor representados? ¿No
bastaría con cincuenta o cien, pero con título académico, para ganar en racionalidad
representativa, en vez de engañarnos con las tradicionales multitudes de semianalfabetos que, en
múltiples casos, ni siquiera tuvieron la responsabilidad y dedicación de cumplir con el estudio de
la primaria?
3.- ¿Para qué queremos ciento veintiocho senadores, con un costo promedio anual
superior al millón de pesos por cabeza, además del costo de sus auxiliares y demás gastos, si, tal
como empleamos al Senado, termina por ser una entidad prácticamente decorativa o puramente
filtrante? Desde hace siglos, los pueblos indígenas nos enseñaron que la mejor forma de gobierno
es la que se organiza con un consejo de ancianos experimentados y sabios, además de un
ejecutivo o jefe que se limite a la realización de sus mandatos. ¿No podríamos quedarnos con un
Senado que asuma todas las tareas de la actual Cámara de Diputados, para suprimir ésta, y
reconocerle a él la fuerza plena que como poder esencial debiera tener? ¿Por qué se divide al
Poder Legislativo, -que representa, recordémoslo, la soberanía del pueblo-, sin que se divida en
forma alguna a los otros dos poderes?
4.- ¿Para qué queremos Secretarios de Estado, Magistrados tribunalicios, Consejeros
Electorales, etc. con percepciones anuales de alrededor de un millón y medio de pesos por
cabeza, además del costo de sus auxiliares y demás gastos, si sólo detentan un privilegio que en
nada les distingue del resto de los mortales, ni en capacidad, ni en inteligencia, ni en preparación,
ni en honradez, ni en nada? Para que un trabajador de salario mínimo se gane lo que ellos en un
año, necesitaría laborar durante un siglo, y para que se gane lo que perciben en un sexenio, más
de medio milenio. ¿Será tanta la diferencia y méritos entre unos y otros como para justificarlo?
5.- ¿Para qué queremos, en suma, un gobierno que juegue al “doctorcito”, al “ingenierito”,
al “financierito” o al “productorcito”, es decir, para que acapare, controle o manipule,
respectivamente, la salud, la vivienda, la banca o la explotación de nuestras materias primas,
mediante entidades burocráticas que sólo han servido al corporativismo electorero y al
sindicalismo subordinado? Dolosamente se manejan hipótesis engañosas, como las de si se deben
privatizar o no la seguridad social, los organismos de vivienda, los servicios bancarios y los
energéticos, pero el problema y la solución son otros:
a) La seguridad social debe controlarse por el Estado mediante una oficina de caja,
exclusivamente, de tal forma que los asegurados acudan a las instituciones hospitalarias o
médicos privados que prefieran y dicha oficina se limite a cobrar aportaciones y pagar los
comprobantes que acrediten la prestación del servicio. Nada de sindicatos serviles, burocracias
subordinadas, prestaciones desmedidas, dispendios absurdos, mediocridades crónicas, esperas
interminables hasta en estado de gravedad, negligencias médicas, politiquerías insulsas,
corporativismos electoreros, etc. Por supuesto que los recursos aportados y sus rendimientos, así
como la calidad de los servicios y la atención al paciente, se optimizarían al máximo, a pesar de
las aparentes diferencias de costo entre las actuales nociones dolosamente popularizadas entre
medicina privada y medicina social.
b) La construcción de viviendas no es una tarea que competa al Estado moderno, pues la
función de éste es reguladora, no interventora. La prevención constitucional originaria ya no sólo
es anacrónica sino irrealizable en un mundo de tan alta competitividad internacional como el
actual. Por ende, la intervención gubernativa en este orden debe asimilarse a la de la seguridad
social: una entidad de caja que se limite a cobrar aportaciones y pagar la obra realizada. El solo
ahorro de la burocracia actual, con sus trapacerías y componendas, permitiría multiplicar varias
veces la eficacia del sistema.
c) Ciertamente, la banca actual opera como entidad privada, pero el intervencionismo
regulador y de vigilancia por parte del Estado no sólo ha propiciado irregularidades de todo
orden, sino también su financiamiento periódico con recursos públicos. Obviamente, la primera
de tales acciones sí le compete al Estado y debiera cumplirla a plenitud, incluyendo el control y
vigilancia rigurosos de las entidades de financiamiento no bancarias a las que ha descuidado
atender de manera fatal; mientras que la segunda, definitivamente, no le concierne ni tiene por
qué disponer de recursos públicos para financiar sus fraudes, desvíos de fondos, negligencias,
abusos, etc. En vez de seguir creando entidades subsidiarias de toda clase de rapacidades e
ineptitudes -fobaproas e ipabs que sólo son más de lo mismo- para solapar tales realidades, quizá
fuese preferible que se volviera al viejo concepto del “encaje legal” con el que el Estado la
controló mucho mejor en el pasado, máxime que ahora la banca se ha extranjerizado.
d) También se ha manejado sofísticamente el tema de los energéticos. El problema no es
el de privatizarlos o no, sino el de optimizar su explotación y asegurar por el mayor tiempo
posible su prestación o empleo. El Estado-empresario es tan absurdo como el Estado-indiferente.
La función estatal por excelencia es la reguladora, la arbitral, la correctora. Manejar
indefiniciones cantinflescas como las de “entidades o empresas paraestatales” y “órganos u
organismos desconcentrados”, sólo ha servido para operar híbridos con los que se simula que
está y no está presente el gobierno. Lo está, en tanto que actúa como monopolio permitido. No lo
está, en tanto que delega hasta cierto punto su operación directa y le obliga a contribuir. Pero, en
el fondo, su acaparamiento obedece a la necesidad de sostener una burocracia desmedida con las
consiguientes ventajas políticas: corporativistas y electoreras. Lo que se requiere, pues, es el
control riguroso del Estado, independientemente de la naturaleza o nacionalidad de sus
operadores, pues para el pueblo lo mismo viene a resultarle lo uno o lo otro si finalmente carece
del servicio, se sobreexplota, se dilapida o se corrompe.
Una verdadera “reforma presupuestaria integral” debiera comenzar por suprimir, pues,
toda clase de puestos y cargos superfluos, pero, además, debe terminar restableciendo el
equilibrio entre los sueldos y prestaciones del sector oficial con los del mercado en general. Hoy
en día todo mundo pretende alcanzar un cargo público porque éste se ha convertido en el negocio
más codiciado al ser el más remunerador. Y entre el financiamiento a los partidos políticos y las
prestaciones excesivas a funcionarios, padecemos de un partidarismo y un electorerismo que
hasta parecieran revelar el más alto de los índices cívicos del planeta, sin que, por supuesto, se
obedezca a civilidad alguna, sino al simple mercantilismo del más literal y productivo de los
negocios nacionales: el de la política.
Ahora bien, si todo lo que se recauda es destinado al pago de lo señalado, no se necesita
ser demasiado sabio ni egresado de universidades extranjeras o ex-empleado de entidades
financieras o políticas internacionales para entender con toda claridad que debe reducirse el
gasto cuando no alcanza el ingreso porque la miseria se ha generalizado o tiende a ello. Hasta un
escolar sabe que si sólo puede meterse un peso diario al bolsillo, lo menos que deberá hacer será
gastarlo en lo que no le conviene o limitarse a soñar que puede obtener más si carece de fuentes
para lograrlo o ignorando la forma de hacer que otras fuentes se lo proporcionen. Mientras el
gobierno sea tan inepto que no pueda cobrarle impuestos a quienes lo evaden a plenitud -mafias
de supuestos ambulantes, economía subterránea, narcotraficantes, algunos funcionarios públicos
o ciertas percepciones de ellos, etc.- resulta cínico que hable de “ampliación de la base” y ello lo
haga consistir en desgravar artículos de primera necesidad a cambio de suprimir impuestos
suntuarios con los que sólo se favorece a ciertas élites intermedias y altas. A ningún pobre del
planeta se le puede consolar diciéndole: te gravaré las medicinas pero, a cambio, te quitaré el
impuesto sobre automóviles nuevos, pues todos requeriremos medicinas, mas no todos
compraremos automóviles nuevos. En los países que sólo son capitalistas de nombre, -pues
carecen de capitales-, nunca será idóneo aumentar tributos, sino reducir gastos. El no entenderlo
así, sólo los condena irremisiblemente al recrudecimiento de sus miserias. Y ésta es precisamente
la clase de fórmula que les recetan el Banco Mundial y demás organismos dependientes del
Grupo de los Ocho para acabar de hundirlos y subordinarlos. De allí que sus corifeos se
complazcan en insistir en ello para seguir manipulando esa “aldea global” en la que ellos comen
en exceso mientras que otros se mueren de hambre.
En consecuencia, las premisas esenciales de todo cambio de fondo son obvias:
A.- No se trata de cambiar dentro de lo que se tiene, sino hacia lo que se anhela tener.
B.- No cabe conformarse con revisar lo actual, sino que hay que esforzarse por
reemplazarlo.
C.- No procede realizar tal reemplazo a base de sustituciones de piezas del propio
engranaje, sino de crear uno nuevo, más operante y que sirva a todos.
D.- Lo que cambia, pues, es la forma de cambiar; la razón para hacerlo; el sentido en el
que debe hacerse; el fondo de la necesidad a satisfacer; y, sobre todo, la esencia del esfuerzo para
emprenderlo, o sea, el cambio hasta del cambio mismo. Se trata, en suma, de ese “salto de la
imaginación” que puede conducirnos del encantamiento infantil cifrado en la inmovilidad feliz
con la que se arrullan en su cuna los espíritus mediocres para incurrir, por contrapartida, en la
audacia de convertir la oruga en mariposa, tal como la naturaleza y la realidad lo prescriben.
Es obvio, entonces, que la persistencia o inmovilidad no sólo es antitética al cambio, sino,
para colmo, hasta la renuncia misma a concebirlo siquiera. De tal forma que el llamado cambio 1
termina por identificarse con ella, pues sólo representa una simulación hipócrita de renovación
que se limita a remover los asientos del mismo recipiente, sin impedirnos beber la pócima
habitual.
Una ejemplificación idealizada de la clase de cambio 2 que podría instrumentarse en
beneficio de nuestro país es la que se consigna en las siguientes líneas, con la obvia advertencia
de que no se pretende con ello el suponer resuelta en su totalidad la problemática nacional ni,
mucho menos, presumir atendida, con tal exposición y dentro de tan breve espacio, la dimensión
completa del problema que esta temática representa. Lo único que se persigue es hacer entendible
que el reciente voto mayoritario de los mexicanos por una opción que se abanderó en el cambio,
de ninguna forma implicó que sólo se cambiara de titular del Poder Ejecutivo, pues esa clase de
“cambio” ya se daba cada sexenio y jamás ha dejado de representar algo más que una mera
“renovación de poderes” conforme a la prevención constitucional que obliga a ello, sino del
cambio 2, es decir, de algo distinto a la mera renovación rutinaria, porque el hartazgo del cambio
1 invadió la conciencia colectiva e indujo a optar por el cambio 2. Cabe suponer, entonces, que el
presidente electo debe entenderlo así y, por ende, cuando sus “asesores” vuelven a las premisas
del cambio 1 invocando medidas subsidiarias para apuntalar supuestas “reformas fiscales” tan
absurdas como las inicialmente descritas, también deberá entender que la protesta y el desencanto
colectivos tienen una justificación plena, pues tales “asesores”, evidentemente, no han entendido
que se votó por el cambio 2, precisamente en razón de ese hartazgo nacional ante el “más de lo
mismo” del ya rutinario cambio 1 en cuya bandera se había envuelto al país desde muchas
décadas atrás para arrojarlo al vacío de la miseria.
Por ejemplo:
A.- Incluir en el texto constitucional que todos los cargos de elección popular serán
absolutamente honorarios, o, por lo menos, que tendrán topes moderados e inmodificables, como
podrían ser, en vía de ejemplo, los siguientes:
a) Que el presidente de la República sólo pueda percibir un máximo de treinta salarios
mínimos; los secretarios de Estado y los senadores, -pues se prescindiría de diputados locales y
federales como ya se indicó-, un máximo de veinticinco salarios mínimos; los magistrados
tribunalicios, consejeros electorales y gobernadores, un máximo de veinte salarios mínimos; y los
presidentes municipales un máximo de quince salarios mínimos para los correspondientes a las
capitales de los Estados o a las poblaciones que rebasen cierto número de habitantes, y de diez
para los demás; de tal forma que ninguna otra clase de prestaciones, viáticos, gratificaciones,
indemnizaciones, “créditos”, “regalos” o retribuciones similares o distintas les sea permisible
obtener con cargo al erario público. Obviamente, ninguno de los cargos burocráticos que no sean
de elección popular podría ser remunerado con más de ocho salarios mínimos, incluyendo dentro
de ese límite cualquier clase de prestaciones adicionales.
b) Que los viajes de todos ellos al extranjero o al interior del país se restrinjan, se realicen
sin comitivas y se justifiquen plenamente, tanto al solicitar la indispensable autorización previa y
general para todos los que ocupen cargos de elección popular, como una vez realizados, mediante
la información plena sobre sus resultados concretos, de tal forma que se impida la
ingobernabilidad derivada del exhibicionismo, el abuso y la ausencia, o la gobernabilidad a través
de funcionarios menores no electos por el voto popular, pues esto último nulifica el sentido de la
elección misma y hasta contraviene, en buena medida, el espíritu y la letra de la Constitución.
B.- Obligar, -también a través del texto constitucional-, a que todos los cargos de elección
popular queden sujetos al triple requisito de toda democracia auténtica: la libre elección; la
revocación del mandato durante el desempeño del cargo por evidente incumplimiento, ineptitud
manifiesta o deshonestidad comprobada; y, sobre todo, la penalización inmediata de las
transgresiones a las leyes en las que hubieren incurrido los electos durante su desempeño.
Obviamente, pues, la honestidad no se garantiza con remuneraciones elevadas ni con leyes
penalizantes inaplicables, sino con medidas y controles eficientes y ejercidos sin restricciones.
C.- Suprimir toda clase de fueros en favor de los electos, pues si la propia preceptiva
actual de nuestra Constitución propugna por la igualdad ante la ley, la supresión de la esclavitud
y tantas libertades más, nada resulta más anacrónico y contrario a la misma que privilegiar a los
mandatarios cuando procede precisamente lo opuesto: exigirles responsabilidades.
Ahora bien, ¿por qué constituye cambio 2 este breve planteamiento sobre el ejercicio
honorario de los cargos de elección popular o, al menos, sobre las remuneraciones limitadas y las
responsabilizaciones ilimitadas para los funcionarios citados? Porque, hasta ahora, ha ocurrido
precisamente lo contrario. Y ello nos lleva a concluir, en una segunda apreciación temática, que
bien puede ocurrir el cambio 2 cuando se procede precisamente al revés de como antes se
procedía, pues la esencia de esta clase de cambio es precisamente la de contraponerse a la rutina,
a lo admitido, a lo consentido y a lo tolerado.
Esto conlleva entender, pues, que ya no debemos ser un país de inercias interminables, de
vicios preadmitidos, de fatalismos inocultables, de renuncias a priori, sino una nación dinámica y
orientada, en la que se supere la novedad operativa por la convicción en lo trascendente, el hábito
populista por la eficacia comprobada y la improvisación ignorante por la responsabilización
plena.
Ya no cabe seguirse equivocando, y menos en la elección de nuevos tecnócratas que como “asesores” o como funcionarios- vengan a repetirnos las mismas patrañas del pasado,
aderezando de populismos y supuestos “planes sociales compensatorios” los incrementos
tributarios que tratan de “meter con calzador” bajo la infame excusa de que sólo así se podrán
lograr tales o cuales metas económicas. De “solidaridades”, “progresas” y “procampos” ya
llenamos y nos asqueamos. Sólo sirvieron para engordar burocracias rapaces que nada más
dejaron caer algunas migajas de su mesa en tiempos electoreros. México demanda el cambio 2.
Nunca más el cambio 1.
Reformar hasta la forma de reformar ya no es nada más un clamor popular, sino una
necesidad de supervivencia como nación. Si el verdadero cambio es el tránsito de un sistema a
otro, ya no cabe seguir manipulando las viejas formas de cambiar que sólo incidían en un “más
de lo mismo”, sino que se hace ineludible cambiar tal clase de “cambio”, ya no únicamente en el
sentido de un “menos de lo mismo”, pues ello no pasaría de ser una excusa o un subterfugio más
para evitarse el cambio 2, sino única y exclusivamente en el de un “jamás volver a lo mismo”. Y
no porque se suponga, dentro del peor de los maniqueísmos, que todo lo pasado fue malo y todo
lo venidero será perfecto -pues ello entrañaría la más pueril de las ingenuidades- sino porque ya
el horno de la realidad no está para los bollos de los aprendices.
El cambio 2 va más allá, incluso, de reformar la reforma, pues, cuando se enuncia así, lo
que en verdad representa es una revolución. Si recordáramos el viejo esquema de las
mentalidades quizá pudiésemos precisarlo mejor:
A.- La mentalidad regresista -“todo tiempo pasado fue mejor”- no pasa de ser una mera
reminiscencia de ancianos o de ex-privilegiados que ya perdieron sus canonjías. En un mundo
como el actual hasta pasa por inatendible.
B.- La mentalidad conservadora -“mejor no menearle”- jamás ha dejado de ser una
postura avara y egoísta de quien se conforma con lo que tiene o con lo que finalmente le tiene a
él, de tal forma que nunca rebasa la mera posesividad. En un mundo como el presente puede
representar “status”, pero también inmovilismo.
C.- La mentalidad reformista -“jarrito nuevo ¿dónde te pondré?; jarrito viejo ¿dónde te
aventaré?”- por igual puede representar un mero reemplazo de los mismos recipientes que una
verdadera innovación de contenidos. Pero en un mundo rutinizado, regido por mediocres, suele
prevalecer lo primero y conformar a las grandes masas.
D.- La mentalidad revolucionaria -“borrón y cuenta nueva”- también puede representar,
por igual, el mero derribe violento de las piezas del tablero, sin afán alguno de reiniciar la partida,
-como ocurre con el terrorismo y la violencia por la violencia misma-, que la visión clara de la
clase de futuro deseado a cambio del pasado que conviene sepultar. Para el mundo de los
rutinarios y mediocres, el cambio 2 asusta, pues termina con sus privilegios, y, a la vez, les hace
solidarios para defenderse, pues forzosamente exhibe su mediocridad e ineptitud.
Pero aun si sólo se tratara de una simple reforma fiscal más, habría que instruir a sus
corifeos para que rebasen el cambio 1 y adquieran conciencia del cambio 2. Por ejemplo:
A.- Sigue siendo el gran enigma que una temática tan importante como la tributaria sólo
pueda desprenderse de la fracción IV del artículo 31 Constitucional, es decir, que se maneje como
cualquier obligación genérica, pese a tantas reformas a nuestra Carta Magna.
B.- No tenemos una ley reglamentaria de los artículos 14 y 16 Constitucionales, -pese a
contar, por ejemplo, con la de sus numerales 4 y 5-, siendo tan indispensable para enlazar el
fondo y la forma de los actos de autoridad con las prevenciones del Código Fiscal de la
Federación, donde inexplicablemente se habla de “revisión” a pesar de que la norma superior
habla de “comprobación”, es decir, sin discernir sobre las etimologías, sentidos y alcances de
tales conceptos.
C.- Aún se resuelven los recursos y los juicios de nulidad mediante todo un abanico de
ambigüedades -desechar, tener por no interpuesto, sobreseer, confirmar, reponer, dejar sin
efectos, modificar, reponer y hasta resolver total o parcialmente, así como, respectivamente,
reconocer la validez de la resolución, anularla o hacerlo “para determinados efectos”-, con todo
lo cual se eternizan los litigios y se relativiza la justicia. Las funciones resolutora y juzgatoria
sólo debieran concretarse a determinar si se cumplió o no con los preceptos legales, es decir, al sí
o al no exclusivos, categóricos y definitivos para resolver honestamente la actuación de la
autoridad sobre el gobernado.
D.- A pesar del artículo 63 del Código Fiscal de la Federación, con todo y la absurda
redacción inicial de su primer párrafo, aún se “motivan” los actos de autoridad con meras
parrrafadas demagógicas y, para colmo, las autoridades juzgadoras lo consienten.
F.- Subsiste la arbitrariedad extrema del procedimiento administrativo de ejecución,
donde los notificadores “hacen justicia” atropellando patrimonios y derechos con toda
impunidad.
G.- Aún se “actualizan” las contribuciones y otros conceptos.
H.- Subsisten aberraciones como los embargos precautorios, los honorarios de ejecución,
las intervenciones de negociaciones, el tratamiento delictivo de meras infracciones, las
presuntivas, la participación de los empleados públicos en la recaudación y hasta la requisitación
excesiva para solicitar la devolución de cantidades -no contribuciones- entregadas indebidamente.
I.- Se siguen equivocando tan radical e impunemente las autoridades juzgadoras, tal como
se evidencia por la cantidad alarmante de tesis contrapuestas, algunas de las cuales han sido
resueltas por contradicción, pero quedando muchas más pendientes de resolver o que nunca se
resolverán, y que, sin embargo, han dejado una estela de injusticias jamás reparadas de algún
modo por el Estado, y que tampoco han implicado el debido castigo a quienes incurrieron en tales
negligencias juzgatorias por gozar de una supuesta libertad enjuiciativa que ya es mero
libertinaje, impunidad o componenda.
En suma, dada la limitación de espacio propia de un artículo, concluyamos: México
reclama la mentalidad revolucionaria, la que no se conforma con reformas fiscales sino
presupuestarias; la que ya no se resigna al “más de lo mismo”, sino al cambio del cambio; la que
votó por la adquisición de conciencia gubernativa, no por la perdida crónica de orientación
nacional; la que exige la proscripción total de privilegios y canonjías, no la que los reemplace en
nuevos usufructuarios.
Son demasiadas las esperanzas, pero pronto serán mayores las exigencias. Ojalá que unas
y otras se cumplan a cabalidad, pues sólo así tendremos cambio 2 para bien de nuestra patria.
¿CUALES “PRINCIPIOS FISCALES”?
Casi cualquier tratadista en materia tributaria alude -más por inercia, imitación o rutina
mental, que por investigación propia- a los llamados “principios fiscales”. Pero, ¿existen tales
principios? Lo curioso es que nuestros tribunales también los refieren, dándose el caso de que
múltiples litigios se “resuelvan” apoyándose en ciertas nociones a las que se les atribuye el
carácter de serlo. Vale, pues, la pena el indagar si existen y, en su caso, determinar cuáles
pudieran ser.
La noción de principio.
La voz latina principium significa comienzo. En consecuencia, tiene dos sentidos
esenciales:
- El histórico, como instante en el que una cosa se inicia.
- El arquitectónico, como base, cimiento o fundamento en el que una cosa se sustenta.
En el ámbito de la filosofía, al hablarse de principios -unidad, orden, origen y finalidad- se
refiere la causa primera, el punto de partida de todo lo demás. En materia científica cabe
referirlos a leyes y métodos. En materia técnica, a procedimientos y recursos. En materia
artística, a formas y estilos. En materia moral, a máximas o reglas por las que se rige la conducta
humana.
Pero es en el ámbito jurídico -dado que ese carácter se le atribuye a lo tributario- en donde
más nos importa saber qué es lo que se entiende por principio. Y encontramos que tiene por igual
el sentido de norma constituyente por la que se organiza una nación; de justicia, razón o derecho
en los que se sustenta la convivencia social; y de conceptualización general del derecho mismo a
título de premisa o norma del orden e ideología -los llamados “principios generales de derecho”que se toma supletoriamente para resolver deficiencias de las disposiciones jurídicas escritas.
En otras palabras, una cosa es que la constitución de cualquier país represente el principio
estructural del mismo y otra, muy distinta, el que su constitución sea el principio de las leyes
secundarias a las que da pie para que ella pueda complementarse y aplicarse. Lo primero es
principio del Estado. Lo segundo, principio constitucional. Así mismo, el orden social debe
regirse por la justicia, la razón y el derecho en tanto que representan el ideal convivencial básico.
En tal virtud, la justicia, la razón y el derecho son principios convivenciales. Pero,
separadamente, la justicia, la razón y el derecho no son principios de ciencia alguna, sino la
materia misma a la que se orientan, proceden o aplican, respectivamente, tales principios
convivenciales. Lo primero es principio. Lo segundo, objetivo. Y, finalmente, ya en el ámbito
concretísimo de las aplicaciones jurídicas, los llamados “principios generales de derecho”
representan el sedimento de sapiencia universal que permite inferir “reglas generales” aplicables
a los casos en los que la ley es omisa. Suplen la omisión pero revisten todo fallo tribunalicio de
lógica jurídica. Complementan al derecho procesal, pero no son principios del derecho procesal.
Su propia denominación nos evidencia que se trata de “principios generales”, siendo que los
principios de fondo de cualquier disciplina siempre se distinguen, -entre otros dos factores que
trataremos en seguida-, por ser obligadamente universales a la disciplina de la que se trate, pues
sólo así pueden reputarse como tales.
En consecuencia, para que algo pueda considerarse como “principio” se requiere de tres
condiciones:
- que sea universal -aplicable a todo el universo de la realidad a la que concierna-;
- que sea fundamental -inexcusable en todo momento a esa universalidad aplicativa-; y
- que sea fundamentante -sustentador de todo el edificio teórico o conceptual en el que
tal realidad se manifieste-.
De no darse las tres condiciones, se podrá hablar de todo, menos de principios.
Los matices de los principios.
Las condiciones antes mencionadas como ineludibles para hablar de principios en relación
con cualquier tema doctrinario, además de ser entendidas, deben ser analizadas.
El concepto de universalidad permite discernir que sólo así cabe entender por principio un
enunciado expreso, pues todo cuanto admita excepciones dentro de algún determinado ámbito de
conocimiento automáticamente le quita el valor de principio y lo anula como tal. Lo que se
considera invariable -por ejemplo la Ley de Boyle, que relaciona la presión del gas con el
volumen- es un principio. Lo que puede cambiar en cualquier momento o admitir excepciones, no
puede serlo.
El concepto de fundamentalidad implica imprescindibilidad. Si un enunciado al que se
atribuye el carácter de principio es sustituible sin alterar toda la estructura teórica del tema,
automáticamente evidenciará que no lo es. Lo que se considera inexcusable -por ejemplo la
palanca de Arquímedes para apoyar el movimiento- pasa a ser principio en tanto que ley de la
mecánica. Si se descubriera que cabe desplazar objetos sin apoyo o sin palanca, no puede serlo.
El concepto de fundamentabilidad entraña sostenimiento. Si un concepto determinado al
que se atribuye el carácter de principio puede suprimirse sin destruir el edificio teórico del tema,
automáticamente evidenciará que no lo es. Lo que se considera imprescindible -como es el caso
de la cimentación de un edificio- se constituye en principio arquitectónico. Si se descubriera que
cabe construir edificios sin cimentación alguna, no puede serlo.
En materia tributaria, pues, habría que demostrar que el impuesto es un concepto de
validez universal -recuérdese que existen, para comenzar, los llamados “paraísos fiscales”-; que
es fundamental -recuérdese que también cabría sufragar el gasto público, en el caso de países
monoexportadores, con el producto total de ese recurso-; y que es fundamentante -recuérdese que
cabría instituir un régimen contributivo exclusivamente de “derechos” y que los estímulos y
exenciones fiscales constituyen excepciones universalizables-.
En consecuencia, el tributo, como tal, no admite principios, pues jamás se han podido
instituir como tales la imposición ni la necesidad.
Las máximas de Adam Smith.
Para algunos de los tratadistas del llamado “derecho fiscal” resulta muy cómodo tomar las
máximas que enunciara, hace poco más de doscientos años, el economista Adam Smith, en “La
Riqueza de las Naciones”, -y que muy claramente señala así, como “máximas” y no como
“principios”-, pues con ello han “resuelto” para siempre el sacrificio mental que podría
representarles el ponerse a indagar si los tiene y, en su caso, demostrarlos como tales.
Y por el mismo camino del menor esfuerzo han transitado nuestros tribunales, pues nada
les resulta más sencillo que resolver o sentenciar como les conviene aduciendo que se acogen a
los susodichos “principios”, pues así es como les han facilitado la vida tales “tratadistas”.
Obviamente, el que los impuestos cumplan con las máximas -proporcionalidad,
certidumbre, comodidad y economía- nada nos dice sobre sus orígenes, ni desde el punto de vista
histórico ni desde el arquitectónico. Tampoco nos permite encontrar en ellas -ni aisladamente ni
en conjunto- algún viso de universalidad que los justifique y, por supuesto, menos aún nos
permite encontrar su fundamentalidad o discernir qué sea lo que permiten fundamentar. Y a tal
extremo es esto grave que incluso las actuales leyes fiscales se manifiestan notoriamente opuestas
al propósito de tales máximas: hoy, como antes de Adam Smith, nuestros impuestos son
desproporcionados, inciertos, incómodos y antieconómicos.
Ello corrobora, sí, que subsisten a pesar de tales contrasentidos, pero sin poder desconocer
que ello ocurre en forma arbitraria, por lo que las susodichas máximas jamás podrán erigirse -al
menos por parte de cualquier intelectual que se respete como tal- en el sentido de que sean
principios del tributo, sino meras imposiciones temporales de un determinado sistema jurídicopolítico.
Los “otros principios”.
Algunos tratadistas -los pocos que han intuido la insostenibilidad doctrinaria de las
máximas de Adam Smith dentro del rango de “principios” que infundadamente se les atribuyehan indagado para encontrarle “otros principios” al tema; y suelen referir como tales la
“capacidad de pago”, el “beneficio”, el “crédito por ingreso ganado”, la “ocupación plena”, etc.,
de tal forma que ¡por principios no paramos!
Obviamente, de todos no se hace uno. Jamás podrá erigirse en principio el que los
contribuyentes tengan mayor o menor capacidad de pago, o el que dependan del gasto público
para beneficiarse de ello, o el que se sujeten a la excepcionalidad del ingreso, o el que
indirectamente se pueda estimular o no con ellos la producción y el empleo, etc., pues nada de
eso nos explica el porqué del tributo mismo ni, mucho menos, su naturaleza o esencia, tal como
corresponde a los verdaderos o auténticos principios de cualquier disciplina que realmente lo sea.
Pero el colmo de todo sobreviene al pretender la existencia de unos supuestos “principios
constitucionales en materia fiscal”, pues los ordinariamente referidos como tales -generalidad,
legalidad, obligatoriedad, proporcionalidad, equidad, etc.- sólo pueden erigirse como principios
propios de toda ley, -incluyendo la constitucional-, de tal forma que tampoco permiten explicar, a
través de ellos, la sustentación racional del tributo.
El impuesto, en suma, no tiene ni puede tener principios. Históricamente comenzó por ser
una imposición o dominio. En la actualidad, es eso mismo y, además, una necesidad económica
para la subsistencia del Estado, convalidada a través de las leyes que lo confirman. Su
“establecimiento” y manejo, a través de las leyes, sólo obedece a la necesidad de hacerlo
coercitivo, -la misma imposición o dominio-, pues, si así no fuera, nadie lo pagaría y, por ende, el
Estado no podría sostenerse. Obviamente, entonces, la imposición y la necesidad no son
principios, ni podrán serlo jamás. Son simples necesidades convivenciales que cambian con el
tiempo.
La manipulación tribunalicia.
Hasta aquí hemos visto que el tributo carece de principios. Añadamos ahora que obedece
a la historia de la esclavitud y la sumisión, del poder y la conquista, de la guerra y la invasión, de
la “divinización” de los gobernantes y del servilismo de los gobernados; que corresponde a la
mera necesidad de subsistencia del aparato burocrático y, correlativamente, hasta donde es
posible, a ciertas inversiones y gastos públicos; y que se ha revestido de “juricidad” para
mantenerlo dentro de un cierto indicio “civilizador”, como pretende serlo el actual, pero sin que
ello quiera decir que podrá prevalecer en el futuro mediato o que, sin él, pueda desplomarse o
desaparecer el Derecho.
Pero lo más grave es que nuestros tribunales lo usen para solapar injusticias. Ya el que los
tratadistas se entretengan en conjeturas y polémicas insulsas no pasa de mera especulación
intelectual, -aunque ingenua y simplona-, pero el que los tribunales sentencien con base en
conjeturas es demasiado serio para pasarlo por alto. Y eso es precisamente lo que ha venido
ocurriendo.
Las distinciones básicas.
Claro está que existen principios constitucionales y procesales. Y que, en la medida en
que los tribunales resuelvan con base en ellos, su actuación es inobjetable, -aunque sin demérito
de que puedan aplicarlos mal-. Pero, al resolverse así, a lo que se atiende es a las razones de
ilegalidad y de inconstitucionalidad de las que adolezcan los actos de las autoridades
administrativas que se demanden, lo cual, por supuesto, nada tiene que ver con el tributo en sí,
sino con los actos de los gobernantes y de los gobernados en torno a él. Lo que se litiga es la
improcedencia de lo actuado por unos y otros, no el tributo como tal. (Si ya bastante sudan
algunos tratadistas para encontrarle “principios” y evitarse la búsqueda de fórmulas que permitan
reemplazar al tributo, imagínese si el pobre contribuyente que se defiende de los abusos de la
autoridad se va a poner a cuestionar los orígenes y principios del tributo o la razonabilidad misma
de que pueda existir como tal).
Y, tan es así y no de otro modo, que la temática litigiosa sólo gira en torno a esos dos
polos: la ilegalidad y la inconstitucionalidad, pero nunca con respecto al tributo propiamente tal.
Más aún al tratarse del amparo contra leyes, pues sólo cabe objetar su inconstitucionalidad, sin
que proceda cuestionar el impuesto mismo por serlo. Y más todavía: no se combate en juicio el
que se fije un impuesto sobre esto o aquello, ni, menos aún, el porqué lo haya de más a más, sino
únicamente porque la ley que lo establezca acuse violaciones de cualquier clase respecto del
orden constitucional a respetar, incluyendo el que se haya creado o el que se haya fijado sobre
esto o aquello, pero sólo por contraposición a dicha normatividad.
En otras palabras, aunque se cuestione la voluntad ejecutiva o el proceso legislativo por el
que se hubiese creado, se impugna esencialmente su inconstitucionalidad, no el tributo en sí. Y
esto es lo más indicativo del porqué sólo cabe impugnar por ilegalidad e inconstitucionalidad,
pero nunca por lo que cupiera llamar “antitributariedad”.
El otro aspecto del problema, o sea el relativo al origen doctrinario del que pudiera caber
el desprendimiento de principios, automáticamente queda invalidado. ¿Cómo podría tener
principios la imposición si sólo obedece a un objetivo de dominio y a una condición de
necesidad? ¿Cómo podrían instituirse si el tributo es únicamente una obligación de dar? ¿Qué
podría permitirlos si todo se reduce a la mera observación sobre si se cumplió o no con la
susodicha obligación?
En resumidas cuentas, la propia simplicidad arbitraria de la imposición, contrastada con
su necesidad, la constituyen en “mal necesario” mientras no se invente algo que la sustituya, pero
de allí a que puedan atribuírsele principios sencillamente existe un abismo insalvable.
Consecuentemente, los tribunales pueden juzgar acogiéndose a los principios
constitucionales, a los principios procesales y, en su caso, a los principios generales de derecho,
pero nunca a supuestos “principios fiscales” ni a los no menos supuestos “principios
constitucionales en materia fiscal”, por la sencillísima razón de que ni unos ni otros existen. Y,
por supuesto, quien no esté de acuerdo con esta apreciación, que lo demuestre a cabalidad.
El sofisma de los “principios fiscales”.
A partir de las ya citadas máximas de Adam Smith, -proporcionalidad, certidumbre,
comodidad y economía-, indebidamente elevadas a la condición de “principios fiscales”,
proliferaron las tesis tribunalicias sustentadas en semejante ficción. Nuestros tribunales se
olvidaron, por ejemplo, de que la preceptiva constitucional obliga a ligar indeclinablemente la
proporcionalidad con la equidad, pese a lo cual se han emitido tesis que sólo atienden a una u
otra, y que, además, las atienden mal, pues las ligan con la progresividad tarifaria y la igualdad,
respectivamente. También olvidaron que la certidumbre del tributo no únicamente se desprende
de la previa publicación de las leyes fiscales o de la vigencia anual de las que tienen carácter
presupuestario, sino también de los resultados del contribuyente, por lo que si la legislación
mercantil establece el requisito del balance anual y determina que sólo se conocen sus resultados
de operación hasta que haya ese balance que los arroje, no caben los pagos provisionales a cuenta
del impuesto, pues ni siquiera se sabe si al final del ejercicio se obtendrán utilidades gravables o
no. También se olvidaron de la comodidad del tributo, pues ni las leyes tributarias son lo
suficientemente claras y sencillas para aplicarlas sin problemas, ni puede concedérseles crédito
alguno mientras se continúe con la práctica de emitir disposiciones administrativas tan frecuentes
y alambicadas que todo lo complican aún más. Y se olvidaron, finalmente, de la economía, tanto
en el sentido de establecer gravámenes acordes con la realidad del país, donde la mitad de la
población se debate en la más deplorable de las pobrezas y miserias, como en el de compaginar el
ingreso con el gasto dentro de esa misma realidad nacional, pues nada es más vergonzante que
contar con ejércitos de funcionarios y empleados sobrepagados y privilegiados con toda clase de
canonjías, mientras el hambre corroe las entrañas de la Nación.
Así las cosas, no únicamente sería aberratorio y burlesco tomar por “principios fiscales”
semejantes contraposiciones a lo recomendado por Adam Smith, sino que, para colmo, hasta
suena inaudito que la seriedad tribunalicia desmerezca tan frecuentemente mediante la emisión de
tesis o sentencias que convalidan semejantes sustentos de sus fallos.
El sofisma de los “otros principios en materia fiscal”.
El que algunos tratadistas extranjeros, sobre todo los educados en el pragmatismo
anglosajón, no sepan distinguir los principios doctrinarios y tomen como tales las primeras
simplezas que se les ocurren, de ninguna forma justifica que las asumamos como “dogmas de fe”.
Ciertamente, nuestro proverbial “malinchismo” nos hace suponerlos infalibles por ser extranjeros
o por vivir, escribir y publicar en el llamado “primer mundo”, pero el que hablen de “capacidad
de pago”, “beneficio”, “crédito por ingreso ganado”, “ocupación plena”, etc., podrá justificarse
como simple manifestación o descripción de la realidad económica o patrimonial de los
gobernados, pero nada nos autoriza a considerar semejantes situaciones específicas de los
contribuyentes como principios del tributo.
Ni la capacidad de pago tiene algo que ver con él, pues ningún gobernado es igual a otro y
las tasas contributivas no dependen de dicha capacidad sino de la cuantía de las operaciones que
cada uno realice; ni procede tributar jamás sobre la base de beneficios irrealizados; ni cabe
derivar la contribución del supuesto crédito por ganancias obtenidas; ni depende de la ocupación
-tema laboral- lo que no pasa de ser más que fiscal. Y es tan endeble esta segunda tanda de
supuestos “principios” que, por supuesto, hasta nuestros tribunales han sido extemadamente
cautelosos en intentar siquiera su aplicación. A lo más que se han atrevido es a referirse a la
capacidad de pago, pero siempre en relación con las tarifas progresivas, -tema que también tiene
lo suyo-.
El sofisma de los “principios constitucionales en materia fiscal”.
En el caso de esta clase de “principios” el problema radica únicamente en el calificativo.
Puede hablarse, desde luego, de “principios constitucionales”, de “principios procesales” y hasta
de “principios generales de derecho”; pero no de “principios constitucionales en materia fiscal”,
sino, en todo caso, de “principios constitucionales aplicables o aplicados a la tributación”, toda
vez que en ningún momento puede demostrarse que existan o puedan existir aquéllos.
Y ello es así porque no hay principios constitucionales aplicables a cada materia
específica sino que, por el contrario, son las materias específicas las que acuden a los principios
constitucionales para sustentar la validez de sus respectivos ámbitos. El tributo encuentra apoyo,
para poder ser cobrado y vigilado, en las normas constitucionales. No son las normas
constitucionales las que se inmiscuyen en él. Lo más que se permiten es delegar en las leyes
fiscales la facultad de ejercer ambas funciones. Pero los principios a los que la Constitución se
refiere sólo conciernen a ella y no pueden desprenderse de las leyes secundarias ni ser tipificados
en forma expresa a partir de éstas, de tal suerte que hasta demeritaría en universalidad la propia
Constitución en la medida en que se particularizara su preceptiva.
E incluso al hablar de “principios constitucionales aplicables o aplicados a la
tributación” hay que extremar la cautela, pues los principios constitucionales solamente pueden
ser realmente tales cuando se aplican a todo, no nada más a lo tributario. Y esto también es
sobradamente obvio, pues dejarían de ser principios constitucionales si sólo sirvieran para este
tópico en particular. Obviamente, el hablar de generalidad, legalidad, obligatoriedad,
proporcionalidad, equidad, etc. no concierne sólo a lo contributivo, sino a todo el ámbito de la
juricidad del que se ocupe una constitución. Si toda la normatividad vigente para las diversas
ramas jurídicas acusa deficiencias en cuanto a esos requisitos de generalidad, legalidad,
obligatoriedad, proporcionalidad, equidad, etc., lo que se impugnará no será un tópico
contributivo, sino una violación constitucional.
Y nadie puede sostener doctrinariamente que dichos principios constitucionales sólo
conciernan a lo tributario sin demérito de que, ipso facto, deban dejar de considerarse como
principios constitucionales, pues al excluirse de este último ámbito dejan de ser principios y de
pertenecer a tal normatividad de orden superior. Obviamente, el derecho fiscal jamás podrá
reclamarlos para sí sin la evidente e inevitable consecuencia de anularlos como principios
constitucionales, pues su particularización automáticamente les quita ese rango.
Los principios mismos de proporcionalidad y equidad, que, por su ubicación dentro del
texto constitucional, parecieran explicarse únicamente en razón de lo tributario, no sólo
conciernen a dicha temática sino a la de todo el derecho al que pretende tutelar y acogerse la
Constitución misma. Y es que, si tales requisitos se le imponen a las leyes fiscales en forma
expresa, ello no representa más que una puesta de acento en ese tema, toda vez que también las
leyes no fiscales deben reunir dichos requisitos para ser tales, pues imagínese lo que ocurriría si
esas demás leyes automáticamente quedasen excluidas -interpretando la norma a contrario sensu,
como por simple lógica jurídica correspondería hacerlo- del requisito de ser igualmente
proporcionales y equitativas.
Las conclusiones inevitables.
El más grave de los daños que puede causar una teorización incorrecta suele manifestarse
precisamente en el ámbito jurídico. Y ello es así porque la doctrina se considera
convencionalmente como “fuente de derecho”. De tal forma que, ante la imposibilidad de
encontrar apoyos en la ley, en la jurisprudencia, o en los principios generales de derecho, se
acude a los tratadistas. Y si éstos se inclinan por “teorizaciones” puramente repetitivas de lo
dicho por otros, -tan perezosos como ellos para indagar por su cuenta-, el resultado es que la
mentira tantas veces repetida se tome por verdad.
En el caso de los principios fiscales, pues, eso es justamente lo que ha ocurrido. Son
tantos los tratadistas que se han limitado a repetirlos sin ton ni son que se ha terminado por
tenerlos como ciertos, pese a que se trate tan evidentemente de una serie de mentiras más.
Ahora bien, nuestro propio análisis quedará trunco si no evaluamos el valor del tributo
como tal, pues la razón principal por la que sobrevive, a pesar de la evidencia incontrovertible de
su arbitrariedad o naturaleza impositiva, -aunque necesaria a la subsistencia del aparato estatal-,
es por su apoyo en la ley y, desde luego, eso le dá valor jurídico y significación operativa.
Y lo primero que cabe considerar es su sentido ético: ¿es bueno o es malo? En seguida,
advertir su significación ideológica: ¿es un instrumento de dominio y control sobre los
gobernados o no lo es? Y, finalmente, aclarar su trascendencia económica ¿procede o no pagarlo
a la vista de la forma como se ejerce el poder y como se eroga lo recaudado para sustentarlo?
Claro está que las tres preguntas están implicadas entre sí, pero procede estudiarlas
primero por separado y, posteriormente, analizarlas en conjunto.
El sentido ético del tributo, para comenzar, ni siquiera debiera ser materia de
conocimiento, pues ninguna arbitrariedad o dominación puede conceptuarse, a priori, como
positiva. No obstante, vale la pena entrar en una segunda etapa de discernimiento que nos
permita dilucidar su positividad puesto que su cobro atiende a una necesidad económica colectiva
y, correlativamente, su negatividad, dado que dicha carga puede emplearse para dominar o abusar
de los gobernados, sobre todo cuando incumplen con esta clase de “obligación jurídica”
posteriormente inventada.
Por otra parte, el que sea bueno o malo también se manifiesta como una inevitable
dualidad: para el recaudador es bueno de por sí; para el pagador es malo siempre. Pero el
verdadero problema ético se plantea al tratar el incumplimiento, toda vez que se trata de una clase
de “conducta culpable” sin ribetes delictivos, pues, a pesar de los tratadistas, popularmente se
toma como encomiable e ingeniosa esta clase de ilícitos, por contraste con los que
verdaderamente lo son.
Políticamente, -desde siempre-, el tributo se emplea como medio de control o dominio
sobre la población. La sola finalidad económica de apuntalar el sostenimiento del aparato
burocrático no explica en modo alguno la magnitud de las acciones represivas o simplemente
amenazantes que derivan de él. Para todo estado es un instrumento de doble uso: la recaudación y
el dominio. Y no cabe suponer que esta dualidad de fines pudiera deshacerse en algún momento,
pues, la coerción misma que conlleva en su naturaleza, forzosamente induce al manejo opresivo
de él como instrumento y expresión de poder.
En tal virtud, también cabe el uso opuesto del arma: una “huelga” de tributos puede
blandirse como muestra de fuerza u oposición popular en contra del Estado, por lo que tal
concepción armamentística del susodicho instrumento también se corrobora desde la orilla
opuesta.
Económicamente, ningún gobernado puede dejar de observar la forma como se emplea lo
recaudado. Si el dispendio y la corrupción campean, su resistencia a pagarlo aumentará en
proporción directa. Si la inversión pública se evidencia en mayor grado que el gasto burocrático,
tal resistencia decrecerá. En ambos casos, pues, el tributante quedará sujeto a los avatares de la
política económica que se observe por parte de sus gobernantes.
Pero tampoco se reduce a esto la reacción contributiva del gobernado cuando se está en el
plano de lo económico. Sabe que puede resultar más afectado si la cuantía del tributo excede su
capacidad económica y la rentabilidad mínima a esperar de la actividad por la que se sacrifica.
Así, el contribuyente queda, por este particular motivo, más vulnerado que por la arbitrariedad o
voracidad recaudatoria, toda vez que, por encima del tributo, estará siempre su patrimonio.
En suma, pues, tampoco dentro de la línea de ideas de lo ético, lo político o lo económico,
es posible encontrar sustento alguno al objetivo de hallarle principios a la tributación.
La apreciación final.
Es común creer en una cierta infalibilidad de los tribunales. Su jurisprudencia suele llegar
a ser, -al menos para algunos-, una especie de “principio” o “dogma de fe”. Se supone que el
considerar “firmes” sus sentencias, al no controvertirlas, o el tomarlas como última palabra, a
falta de otras instancias, automáticamente confiere a sus dictados el rango de “verdades
reveladas”.
Pero nada más falso que eso. Y veamos, para terminar, un par de muestras de sofismas
jurisprudenciales que nos dejan ver la forma como se cocina esto, tanto en lo que atañe a
ejemplificar uno de los “principios” citados como de la temática que distrae a nuestros tribunales:
3046 CONTRIBUCIONES ESPECIALES. PRINCIPIO DE BENEFICIO QUE LAS
INFORMA.- Una de las notas distintivas de la contribución especial como la que es materia de
examen, consiste en que los sujetos pasivos de la relación tributaria son los individuos que, por
ser propietarios o poseedores de predios ubicados frente a las instalaciones que constituyen la
obra pública, obtienen un beneficio económico traducido en el incremento del valor de sus
bienes; y así obtienen una ventaja que el resto de la comunidad no alcanza. Esto es lo que la
doctrina jurídica ha calificado como “principio de beneficio”, consistente en hacer pagar a
aquellas personas que, aunque no reciben un provecho individualizado hacia ellos, en cambio se
favorecen directamente por un servicio de carácter general.
Amparo en revisión 107/1972. Armando Antonio Sánchez Chávez. Julio 24 de 1973.
Unanimidad. Ponente: Mtro. Ernesto Aguilar Alvarez.
Como se ve, no sólo la inflación, sino hasta las obras públicas que el Estado debe realizar
con la recaudación fiscal obligan otra vez a tributar, pese a que también el predial y el de renta
sobre la utilidad que se obtenga cuando se venda el inmueble en cuestión, incidan también. Se
grava la plusvalía, pero sin haberla realizado. Con ese criterio, también deberían gravarse todas
las obras y servicios públicos que realice el gobierno, pues policía, alumbrado, agua, etc. nos
hacen resultar a todos favorecidos “directamente por un servicio de carácter general”.
Ya en su “Filosofía de la Historia”, el inolvidable Voltaire decía, respecto de la brujería
en su siglo: “Habríais visto a miles de miserables lo suficientemente insensatos como para
creerse brujos, y a jueces lo suficientemente imbéciles y bárbaros como para condenarlos a la
hoguera. Habríais visto una jurisprudencia establecida en Europa, sobre la magia, tal como hay
leyes sobre el robo y el asesinato: jurisprudencia basada en las decisiones de los concilios. Lo
peor era que los pueblos, viendo que la magistratura y la Iglesia creían en la magia, se
convencían aún más de su existencia: por consiguiente, cuanto más se perseguía a los brujos,
más aparecían”.
Y lea usted la tesis siguiente y dígase a sí mismo si en algo habremos cambiado, sobre
todo a la vista de los bizantinismos y barbaridades con los que nuestros actuales jueces se
entretienen en discernir, definir, distinguir y elucubrar sobre asuntos tan sesudos como los tratar
el “principio de aplicación estricta” para pontificar en torno a las diferencias entre las sandalias y
los huaraches:
ARTICULO 18 DE LA LEY DE LA MATERIA PARA LOS INGRESOS POR VENTAS
DE HUARACHES.- LOS RELATIVOS A LAS VENTAS DE SANDALIAS DE PLASTICO
NO PUEDEN GOZAR DE ELLA.- Con fundamento en el principio de aplicación estricta de las
disposiciones que establecen cargas a los particulares y excepciones a las reglas generales,
señalado en el artículo 11 del Código Fiscal, no pueden equipararse las sandalias de plástico a los
huaraches, para el efecto de que los ingresos percibidos por la venta de las primeras, gocen de la
exención prevista para los ingresos provenientes de la venta de los segundos, ya que por un lado,
de acuerdo con su significado, la sandalia es una especie de calzado que se sujeta al pie por
medio de cintas o correas, y el huarache es una especie de sandalia tosca de cuero usado por los
campesinos mexicanos, lo que quiere decir que si el huarache resulta una especie del género
sandalia y la exención se refiere a la especie, dicha exención no puede comprender todo lo que
incluye el género. Además, del citado artículo 18 fracción IV inciso ñ) se infiere que la intención
del legislador al establecer una exención para los ingresos obtenidos de la venta de huaraches y
sombreros de palma, tomando en cuenta la naturaleza repercutible del tributo, fue la de beneficiar
a las clases campesinas de bajos recursos del país, ya que es un hecho notorio que es ese sector de
la población el que utiliza esa indumentaria y esa intención se vería desvirtuada si la exención se
ampliara de tal modo que llegara a favorecer, al dejarse exentos los ingresos obtenidos por la
venta de otro tipo de sandalias, a otro grupo de personas, respecto de las cuales no existen
elementos para deducir que también las quiso tomar en cuenta el legislador.
Revisión No. 1155/78.- Resuelta en sesión de 8 de junio de 1979, por unanimidad de 6 votos.Magistrado Ponente: Mario Cordera Pastor.- Secretario: Lic. Celestino Herrera Gutiérrez.
Revisión No. 738/77.- Resuelta en sesión de 8 de junio de 1979, por unanimidad de 6 votos.
Magistrado Ponente: Mariano Azuela Güitrón.- Secretario: Lic. Edgar Hernández Carmona.
Revisión No. 955/81.- Resuelta en sesión de 26 de enero de 1982, por mayoría de 6 votos y 2 más
con los resolutivos. Magistrado Ponente: José Antonio Quintero Becerra.- Secretario: Lic. Jaime
Cancino León.
TESIS DE JURISPRUDENCIA No. 117 (Texto aprobado en sesión de 23 de febrero de 1982).
(Visible en Revista del Tribunal Fiscal de la Federación, 2a. Epoca Año IV, Núm 26, Febrero
1982).
De esta increíble tesis jurisprudencial se infieren múltiples enseñanzas:
A.- Que las sandalias se sujetan al pie por medio de cintas o correas. Habrá que suponer,
entonces, que los huaraches se sujetan al pie con engrudo, cola, cemento o pegamento epóxico.
B.- Que los huaraches son sandalias toscas de cuero usadas por los campesinos
mexicanos. Habrá que concluir, entonces, que la diferencia es entre lo tosco y lo delicado.
C.- Que la sandalia es el género y el huarache es la especie. Habrá que concluir, entonces,
que a Darwin se le escaparon estos especímenes.
¡Qué lástima que no hayan definido la chancleta, la alpargata, la zapatilla, la abarca, la
babucha, la pantufla, la chinela y el chanclo, pues todos son sinónimos de sandalia y huarache!
¿Cómo explicar, entonces, que Jesús de Nazareth usara sandalias y no fueran de plástico?
Pero, en fin: ¡así es como se aplican los “principios fiscales” en nuestro país!
LOS IMPUESTOS INVISIBLES
Suele decirse que la inflación es un impuesto oculto. Y, ciertamente, así es. Pero no serán
los “impuestos ocultos”los que atenderemos en este trabajo, sino los invisibles.
Para ello comenzaremos por distinguir entre lo que se entiende como “impuesto oculto” el citado caso de la inflación- y el “impuesto invisible” -el caso de los que veremos aquí-, pues,
definitivamente, no es igual lo que se oculta momentáneamente que lo que no puede verse en
forma alguna y que, sin embargo, sabemos que está allí y lo sufrimos.
Y es que, lo oculto, en algún momento se hace muy claramente visible como lo que es;
mientras que, lo invisible, siempre será imperceptible, aun cuando sepamos de su existencia por
otros aspectos de la realidad. En otras palabras: lo oculto se califica así porque puede hacerse
visible en algún momento, aunque transitoriamente se esconda; mientras que lo calificable como
invisible sólo se intuye, -porque no se esconde-, sino que está presente y no aparece. Viene a ser
como esos cuerpos celestes que jamás veremos al telescopio y que, sin embargo, ejercen su
fuerza de atracción o alguna otra influencia en el equilibrio cósmico y por ello permiten a los
astrónomos inferir su existencia.
Adicionalmente, cabrá considerar un segundo y último aspecto preliminar del tema: desde
hace milenios la humanidad se acostumbró a entender el tributo como una entrega incondicional:
primero, de la vida personal y de la familia; luego, del trabajo y de los bienes de ambos;
enseguida, de la libertad y de los frutos del trabajo personal únicamente; y, ahora, -dicho todo en
esta forma tan suscinta-, sólo de los frutos del trabajo. Ha ocurrido, pues, una correspondencia
plena con el tipo de regímenes imperantes: del absolutismo al totalitarismo, del totalitarismo al
esclavismo, del esclavismo al liberalismo y del liberalismo a la filodemocracia contemporánea,
pero sin que ello haya significado en forma alguna, como equivocadamente podría inferirse en
forma apriorística, que haya menguado en su esencia por razón de este proceso de
“modernización” de los demás órdenes. Lo que realmente ha ocurrido es que se ha venido
simulando y ocultando, sin replegarse en forma alguna, para aparecer más suavizado o
“civilizado”, pero sin que el poder se haya resignado jamás a la idea de renunciar a su
abatimiento en lo más mínimo.
Y, prueba indirecta de esta última apreciación preliminar, es que sigue siendo delictivo o
penalizable su incumplimiento. Antes, se colgaba o azotaba al que incumplía; ahora, se le
encarcela o embarga. Cambiará el dramatismo de la pena, pero la causa y el efecto son los
mismos.
Así, una vez apercibidos de lo hasta aquí expuesto, comencemos a identificarlos conforme
a los tres parámetros que convencionalmente se aplican doctrinariamente en materia tributaria: al
ingreso o renta, al gasto o consumo y a la posesión o tenencia.
1.- Al ingreso o renta.Si socráticamente entendiéramos que somos “ciudadanos del mundo”, lo primero que
debiera alarmarnos son las disparidades tan radicales que padecemos. El norteamericano medio,
por ejemplo, vive económicamente en el paraíso, sobre todo si lo comparamos con los habitantes
de Etiopía o de la República Dominicana, para quienes la vida es literalmente un infierno. El
ingreso per cápita es tan desproporcionado que ya desde 1976 denunciaba Roger Garaudy (“Una
Nueva Civilización. El Proyecto Esperanza”, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1977), que:
“un americano consume 500 veces más energía y recursos naturales y, en consecuencia, es 500
veces más contaminante que un hindú. Un crecimiento demográfico de 10 millones de
americanos es más peligroso para el futuro del planeta que el de 4,000 millones de hindúes”, y,
desde entonces: “los Estados Unidos, con el 6 por 100 de la población del globo, consumen el 35
por cien de sus recursos naturales”, todo lo cual permite advertir que la diferencia de ingreso y
consumo no únicamente crea una condición de extrema desigualdad entre ricos y pobres de la que
bastaría culpar a los demás gobiernos para dar por “resuelto” el asunto, sino que, además:
- Convierte en totalmente absurda la tesis aristotélica en el sentido de que haya que
“tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales” para efectos de justicia,
pues ninguna razón existe para considerar que los norteamericanos sean mejores, superiores o
privilegiables con respecto a los habitantes de casi todos los otros países.
- Evidencia la más infame de las formas de tributación, pues las mayores potencias son los
primeros productores de basura nuclear, de desechos atómicos arrojados al mar con su
irreversible contaminación, de la deforestación creciente, de la radioactividad que resulta de cada
falla de las plantas nucleares, del problema del ozono, del dispendio energético en su beneficio,
etc. todo lo cual se concentra en las eufemísticas expresiones “crecimiento” y “progreso”, pero
de las que son ellos, prioritariamente, los beneficiarios principales, por lo que se origina una
tributación ineludible con la propia vida de generaciones enteras que bien puede confluir en el
suicidio universal.
- Y si ya de por sí el trabajar y generar ingresos o rentas conlleva el castigo de la
tributación ordinaria, en vez de gravarse por cada país únicamente sus actividades contaminantes,
es obvio que sobrevenga un desestímulo para toda actividad nacional; reacción que, por supuesto,
termina por incidir en mayor grado en quienes menos contaminan. Además, lo mismo que ocurre
a nivel mundial se reproduce localmente. Las tasas y tarifas tributarias, por ejemplo, gravan igual
al que vive en las grandes urbes que al que sobrelleva una vida miserable y ayuna de servicios
mínimos en poblaciones abandonadas. ¿De dónde desprender, pues, en estricta lógica, que se esté
tratando igual a los iguales y desigual a los desiguales?
2.- Al gasto o consumo.Sobre la base del mismo parámetro antes tomado, el gasto o consumo refleja, antes que
nada, una capacidad. Quien más “crece” o “progresa”, mayores posibilidades tiene de gastar o
consumir, especialmente porque toma ventaja sobre los demás. Dicho en términos refraneros muy
nuestros: “el que tiene más saliva traga más pinole”. Y ello es todavía más obvio en una
sociedad globalizada, pues se conjugan en ella toda clase de recursos adicionales para fortalecer
más a los que más tienen y deprimir más a los marginados. Pero pensemos en ello no nada más
en términos individuales, sino, sobre todo, de comunidades y países.
¿Hasta dónde es válido creer que tal “crecimiento” o “progreso” no pase de ser una mera
bandera consumista? El propio Garaudy (op. cit.) nos hace ver que el crecimiento demográfico y
la producción excesiva de vehículos, así como el congestionamiento de tránsito de las grandes
ciudades ha provocado un retroceso del susodicho “progreso”. Y refiere a M. Bourgine, quien
estimaba que: “ya en 1967 las pérdidas por embotellamientos en la región parisina
representaban 10,000 millones de francos brutos, y 40,000 millones para el conjunto del país (8
por 100 del producto bruto nacional)”, y añadía por sí mismo nuestro autor que: “si en 1952 los
autobuses circulaban a una velocidad promedio de 14 kilómetros por hora, en 1970 sólo
lograban hacerlo a 10 kilómetros por hora. La misma velocidad de los ómnibus a caballo del
siglo pasado”.
En otras palabras, que el “progreso”, o “crecimiento”, está implicando el consumo del
planeta, de la vida, de la salud y del tiempo, pero, sobre todo, que está revirtiéndose: algún día,
cuando idealmente se alcanzara a plenitud en términos de máxima disponibilidad de recursos
técnicos y materiales, así como de la existencia plena de medios para explotarlos, es muy
probable que ya no haya habitantes sobre la tierra que puedan disfrutarlo.
Obviamente, esta clase de tributo también es invisible. Los ciudadanos de los países
menos favorecidos por la fortuna seremos arrastrados, sin participación alguna de nuestra
voluntad, hacia una debacle que nos destruirá irremisiblemente.
Pero también en el ámbito doméstico las cosas ocurren igual. El centralismo, el
presidencialismo, la falta de acotamiento legal efectivo a los caprichos gubernativos, la
imposibilidad práctica de revocar los mandatos cuando son obvios los incumplimientos, etc. están
propiciando que los desmanes prevalezcan por sobre cualquier clase de racionalidad y
razonabilidad en el ejercicio de los cargos públicos. Y esto, por supuesto, representa una clase de
tributo tan invisible como el anterior, toda vez que se sacrifican generaciones enteras a la pérdida
de oportunidades para mejorar la realidad dentro de un orden más humano.
Obviamente, no hay mayor crimen que el de desperdiciar el tiempo, particularmente si se
entiende que la vida está hecha de éso y que constituye el menos renovable de todos los recursos.
En consecuencia, al hablar de consumo o gasto habrá que meditar sobre el efecto del tiempo
dilapidado en oportunidades fatalmente perdidas para la comunidad humana por negligencia,
burocratismo o ineptitud gubernativas.
3.- A la posesión o tenencia.En la hipótesis del llamado derecho de propiedad se esconde el sofisma más nefasto de
todos los imaginables. Hasta el más ignorante de los gobernados sabe y repite a diario que: “al
morir, nada nos llevamos”, pero, a pesar de ello, nos pasamos la vida en el desgaste total que
representa el empeñarla en adquirir o poseer. Sabemos, por ejemplo, que a pesar de contar con las
máximas riquezas, no podremos comer más que los demás, pues tenemos estómagos similares; ni
empalmarnos dos o más camisas, pues sería hasta de mal gusto el hacerlo; pero, a pesar de saber
de todo ello sin el menor género de duda, seguimos esforzándonos por desperdiciar la vida en
atesorar riquezas -incluso hasta por sobre el mandato cristiano: “No atesoréis riquezas en la
tierra...” y que tiene equivalentes conceptuales en todas las religiones auténticas-. ¿A dónde
puede conducirnos, entonces, una carrera tal?
El derecho de propiedad convalida una posesión o tenencia demasiado tentadora. La
inseguridad tradicional del hombre se resuelve, para muchos, precisamente así; aunque no haya
límite para tal concentración desmedida de bienes, incluyendo el grado en el que influyen para
ello la soberbia, codicia, avaricia, vanidad y otros factores afines o similares. Obviamente, ni hay
un impuesto mundial a tales excesos ni se han establecido limitaciones legales a los mismos. En
consecuencia, sólo las transmisiones hereditarias logran equilibrar un poco tales concentraciones
cuando se fragmentan las fortunas heredadas entre varios beneficiarios.
Pero el trasfondo del problema subsiste. La posesión es la base de sustentación de todo
capitalismo y éste, por su propia naturaleza estructural, tiende a buscar los mismos niveles de
asociación o reconcentración al exclusivizar el matrimonio entre clanes selectos. Ello genera
élites de altísima reconcentración patrimonial que se desarrollan exponencialmente en ese preciso
sentido agudizador de la riqueza atesorada, y que tienden a marginar, en definitiva, a todos los
ajenos o extraños a ellas, quienes, a su vez, van a una pauperización creciente e irrefrenable.
La falta de control legal, tanto mundial como local, viene a representar un impuesto
invisible de extrema gravedad. La marginación progresiva de los descapitalizados -hombres y
pueblos- es uno de los peores tributos que pueden pesar sobre ellos. Y no bastan las prácticas
legales antimonopólicas, tan evidentemente domésticas, -que finalmente suelen terminar
maquilladas a través de meras pulverizaciones aparentes o formalistas de los mismos capitales-,
para dar por cumplido el ideal de la coparticipación universal. Los monopolios singularizan e
impiden por sí mismos la competencia, pero no van más allá de la concentración localista. Las
leyes antimonopólicas buscan evitar la concentración, pero no impiden los efectos que ya hayan
causado. La solución de fondo al problema de la concentración desbordada de riqueza sólo puede
encontrarse en la fijación de un tributo mundial fuerte a las transnacionales, amén de su
aplicación o reinversión del total recaudado en proporción inversa al índice de riqueza de todos
los países del globo, pues sólo así se equilibraría el saqueo de recursos que ejercen los más
poderosos al arrogarse hasta la potestad de fijarle precios a los bienes naturales y productos que
generan o elaboran. Es la injusticia económica del capitalismo universal lo más desgravado del
planeta y, a la vez, el principal erosionador de las estrecheses de los miserables.
Pero dejemos de lado estos tres enfoques del tributo, cuya invisibilidad, como hemos
visto, deviene, de la desigualdad, la contaminación y la concentración desproporcionada de
riqueza, para ocuparnos ahora de otra clase de impuestos invisibles, aunque tan funestos como los
señalados.
Y comencemos por referirnos a cuatro principales: el armamentismo, la radioactividad,
los desechos nucleares y la extorsión de los órganos oficiales.
Del primero de ellos, o sea del armamentismo, deben advertirse dos matices esenciales:
para salvaguardar la hegemonía de los mercados propios y reprimir a los mercados emergentes
ajenos, se invoca una pacificación institucionalizada a través de los organismos internacionales
que justifique la existencia de ejércitos sobrearmados en manos de las grandes potencias. Pero,
además, como son ellas mismas las mayores productoras de armas, propician mercados
clandestinos o abiertos en menor escala para surtir sus excedentes y desechos.
Obviamente, pues, en tales potencias el tributo ordinario se distrae en subsidiar a la
industria militar, cuando así se requiere, a efecto de mantenerla en plena competitividad, pero,
además, se genera un impuesto invisible a través de tal distracción. Paralelamente, en los países
importadores de armas, sean legales o clandestinas sus compras, se provoca el aporte de las
víctimas necesarias para justificar su adquisición, la inseguridad perpetua que ello conlleva y, por
supuesto, la agresión o represión social que encadenadamente provocan tales procesos, todo lo
cual entraña un impuesto invisible peor, tanto en fuga de divisas como en vidas. Se pretexta, por
ejemplo, el combate al narcotráfico, para que los latinoamericanos y asiáticos se combatan y
maten entre sí con las armas que otros les proveen, pese a que el problema del consumo sea de
esos “otros”, quienes, además, y para colmo, son los primeros productores y consumidores de
drogas en el planeta y lo único que realmente quieren que se combata es la pequeña competencia
extranjera que les impide el monopolio total del negocio, incluyendo el eufemístico “lavado de
dinero”, -como si estuviera muy limpio cuando sale de la mano de sus consumidores- sin que su
presunta eficacia fiscal y policíaca -tan sobada en sus películas- sirva un comino para detectarlo
así en su propio territorio.
Del segundo y tercero de ellos, o sea de la radioactividad y los desechos nucleares, cabe
ocuparse en común, pues sobreviene un conjunto de tributos invisibles mucho más grave. Las
explosiones y fugas de plantas nucleares, con su aún indeterminable efecto radioactivo sobre toda
la humanidad, sobre los territorios y cultivos de los demás países, y por varios milenios, así como
el arrojo de desechos nucleares al mar o en grandes tiraderos de dudosísima seguridad sanitaria,
son causa oculta de múltiples enfermedades, padecimientos y degeneraciones orgánicas cada vez
más inocultables e irresolubles.
Claro está, pues, que la atrofia de la vida, de la salud y hasta de los genes representa una
clase de tributo mucho más grave que el económico o convencional, pues no hay forma de
resarcirse de él. Y, como en lo antes señalado, son quienes no los producen quienes más resultan
afectados por los países que los generan. Pero el clímax de esta clase de calamidad es que se trata
de un tributo invisible que no puede evadirse en forma alguna por nadie. Tampoco hay manera de
eludirlo o quedar exento de él. Y, muy probablemente, puede representar el exterminio mismo de
la especie a corto o mediano plazo.
Del último de ellos, o sea de la extorsión de los órganos oficiales, también cabe hablar en
términos de invisibilidad tributaria. Se trata de toda una cadena de ardides por los que el agente
tributario convencional consigue que la recaudación no llegue a las arcas públicas sino a su
bolsillo y, consecuentemente, que deban incrementarse las tasas y tarifas para alcanzar la
recaudación presupuestada, lo cual convierte en una espiral interminable la gravedad del
fenómeno. A mayor elevación de la cuota, tasa o tarifa impositiva, mayor es la “mordida” y, por
ende, a mayor insuficiencia de fondos públicos disponibles, mayores cuotas, tasas o tarifas para
sufragar el gasto público. La corrupción impune agrava al Estado.
A primera vista parece un fenómeno intrascendente, pero va desde la extorsión
escasamente significativa del agente caminero o el oficinista deliberada o mañosamente
negligente, hasta la que permite solapar ilegalidades industriales en materia de contaminación o
los mercados subterráneos del contrabando y el narcotráfico, pero pasando por la de toda clase de
inspectores, visitadores, jueces, actuarios, notificadores, etc., que terminan por constituir un
verdadero ejército de encarecedores de la actividad legal, hasta el punto de hacerla incidir en el
consumidor final inevitablemente y como un tributo invisible que no proviene de la inflación,
sino única y exclusivamente de la extorsión y, paradójicamente, de las deficiencias de los
ordenamientos legales, tanto en sí mismos como para resolverla.
¿Por qué, pues, vienen a resultar más graves y peligrosos los tributos invisibles que los
visibles y los ocultos? Porque son literalmente fatales.
Pero abordemos un tercer aspecto del tema que nos ocupa. Se trata de las pérdidas de
oportunidad gubernativa que ninguna prevención legal permite sancionar en forma alguna. Para
explicarlo con mayor claridad, pensemos imaginativamente en un gobernante que hace unas
décadas tuvo oportunidad de construir, con los recursos de la recaudación tributaria que obraban
en su poder, una presa o una carretera y que, inexplicablemente, se abstuvo de realizar. Al
pretender ahora la realización de tal obra tendrán que erogarse recursos mayores, claro está, pero,
además, habrá que considerar todo el daño que causó aquella negligencia gubernativa que obliga
a realizar hoy lo que pudo realizarse en su tiempo, los daños causados a tantos ciudadanos
durante esas décadas al hacerles carecer de tal satisfactor, y, sobre todo, el daño actual que causa
el distraer fondos para subsidiar aquella negligencia y que bien podrían emplearse en otras
prioridades.
No faltará, desde luego, quien diga que estamos hablando de lo que pudo haber sido y no
fue, o que estamos explotando la historia para satanizar la ineptitud o irresponsabilidad de
nuestros ancestros, o que, sencillamente, no vale la pena ocuparse de conjeturas e imposibles;
pero lo que realmente se pretende aquí es destacar un problema totalmente diferente a tales
pretenciones: el impuesto invisible que representa para las actuales generaciones un pasado que
no cumplió consigo mismo, una irresponsabilidad que no se penalizó, una gestión gubernativa
que defraudó, una ficción de gobierno que no fue tal. ¿Qué clase de sanciones prevén nuestros
sistemas legales para castigar tales conductas gubernativas de carácter omisivo?, ¿cómo puede
rescatarse el tiempo -recurso inevitablemente irrenovable- a pesar de que su abuso representa el
peor de los gravámenes?, ¿dónde está la autoridad judicial que califique tales ilícitos
gubernativos?
En otras palabras, esta tercera perspectiva de los impuestos invisibles es la que resulta del
incumplimiento gubernamental en el ejercicio de las funciones que se le atribuyen como propias.
Y, curiosamente, no termina todo allí, pues no es únicamente el incumplimiento de funciones lo
que origina esta clase de tributo invisible, sino que en toda decisión errada, en toda equivocación
operativa, en toda desviación de recursos, en todo acto de gobierno, en suma, siempre estará
latente el riesgo del tributo invisible. Más aún, cada vez que se aumentan por decreto los salarios
de los burócratas, cada vez que se modifican a capricho los precios oficiales de ciertos productos,
cada vez que se determinan convencionalmente los precios de ciertas materias primas
exportables, cada vez que se interviene en la fijación de paridades monetarias, tasas de interés,
etc., el impuesto invisible aflora inevitablemente, pues ningún gobierno del planeta produce algo
por sí mismo, sino que son las contribuciones de los gobernados las que sirven para cubrir los
importes de tales determinaciones administrativas, de tal forma que no sólo se trata de
erogaciones reales con cargo directo al bolsillo de los gobernados, sino, además, y sobre todo, de
una forma de hipotecar el futuro de la recaudación misma, irreversiblemente, mediante un
impuesto invisible que nace desde hoy y asegura su vigencia en la posteridad.
En esa misma línea de ideas sobrevienen problemas específicos como, por ejemplo, el del
llamado “rescate bancario”, que, obviamente, nunca ha sido correspondido en forma alguna
cuando se trata de otra clase de empresas privadas que confronten el riesgo de quiebra, y que, sin
embargo, gravitará durante varias generaciones sobre las oportunidades de otro orden que
pudieran legítimamente corresponderles si fuesen distintas las circunstancias. Subsidiar la
ineptitud de un supuesto “error” gubernativo que no tuvo por consecuencia ni siquiera la mención
pública de revocarle el mandato al responsable constituye, también, un tipo muy bien
caracterizado de impuesto invisible. Si la recaudación pública del futuro tendrá el recorte
necesario para subsidiar o encubrir tales “errores” impunes del pasado, no sólo se tratará de una
aplicación indebida de lo recaudado y que ya fue tal, sino de un gravamen invisible al menguar el
efecto normal que hubiera sido de esperarse con la citada recaudación efectuada.
En síntesis, pues, ya no se puede incurrir en la ingenuidad de suponer, o imaginar siquiera,
que los únicos impuestos de importancia son los que aparecen formalizados y cuantificados en las
leyes tributarias convencionales. Muy probablemente hasta sean los de menor importancia, los
más eludibles y los menos significativos. Los verdaderos impuestos de cualquier país actual son
los invisibles. Los que envenenan y consumen al ser humano. Los que limitan su futuro. Los que
atentan contra su tiempo. Los que le anulan como ciudadano. Los que traicionan su existencia, su
vida y su esperanza.
Todavía, en algunos países, se indemniza, por ejemplo, al ciudadano cuyo vehículo cae en
una zanja provocada por negligencia de la autoridad. En los demás países tal impuesto invisible
sigue sin reconocerse cuando menos para ese efecto final indemnizatorio.
Ahora bien suponiendo que haya quedado debidamente destacada hasta aquí la
importancia del tema que nos ocupa, avoquémonos ahora, aunque sea muy brevemente, a la
propuesta primaria y elemental de los medios para comenzar a combatirlos, pues nada resulta más
trascendental, según ha quedado esbozado, que vivir en un mundo donde los impuestos invisibles
tienden a destruir al hombre mismo.
Idealmente -y demos por varias veces subrayada esta primera expresión para efectos de
todo lo que sigue- debiéramos reemplazar la totalidad de los impuestos locales -y entendamos
ahora por “locales” a los federales, estatales y municipales de cada país- por un impuesto mundial
que gravite exclusivamente sobre las empresas transnacionales, sean estatales, privadas o mixtas,
-no olvidemos que las cuarenta mil, en números redondos, que actualmente operan en el planeta,
perciben la mitad de los ingresos mundiales- y que, por razón de la globalidad de la que tanto nos
ufanamos en los tiempos modernos, son las que más contaminan y las que más se enriquecen y
medran a la sombra de todos los gobiernos del globo, o utilizándolos sin limitaciones, e incluso
poniéndolos y quitándolos a capricho.
La distribución de dicha recaudación en proporción inversa, -tal como se apuntó líneas
arriba de esta misma colaboración-, permitiría equilibrar países, abatir hambrunas, liberar a los
contribuyentes con menores índices de riqueza y paliar el gasto gubernamental al suprimir
verdaderos ejércitos de funcionarios, empleados y jueces que han convertido el presupuesto de
egresos de cualquier país en el más insoluble e insaciable de los problemas mundiales.
Obviamente, al abatirse la imparable y siempre creciente carga burocrática actual, la humanidad
podrá destinar sus participaciones a fines reales de inversión pública y no a sostener parásitos
improductivos. Se incorporarían a las fuerzas reales del trabajo efectivo todo un ejército mundial
de ociosos que medran actualmente a la sombra de sus presupuestos nacionales. Y, lógicamente,
cambiaría el concepto de gobierno que actualmente susbsiste tan demeritado y, con ello,
consecuentemente, cambiaría hasta nuestra noción del mundo.
Pero el complemento indispensable de tal medida sería el de vigilar y sancionar al
extremo toda extralimitación gubernativa en el acopio, manejo y aplicación de las participaciones
que se obtuvieran de ese impuesto mundial. De ninguna forma podrían seguir justificándose
decisiones torpes, medidas impropias, abusos, viajes, dispendios o extralimitaciones de ninguna
índole. La función pública tendría que ajustarse a parámetros jurídicos, económicos y morales
muy distintos a los actuales. Habría que rediseñar, por supuesto, hasta la noción misma de
gobierno.
Colocados, pues, en esta tesitura de la idealidad, la liberación de cualquier clase de
gravámenes sobre los gobernados les permitiría posibilidades de reinversión mucho mayores,
expectativas de ahorro radicalmente acrecentadas, enriquecimiento real y efectivo con sus
propios recursos, -ahora tan drásticamente erosionados por los tributos absurdos que todos
conocemos-, y que siguen gravitando en mucho mayor grado sobre los desposeídos que sobre los
verdaderamente poderosos, y que son, esencialmente, -no huelga decirlo de nuevo-, las empresas
transnacionales. Este solo cambio debería permitir un auténtico liberalismo que cupiera calificar
como inverso al neoliberalismo fatal que se padece: en vez de que se enriquezcan en mayor grado
los más ricos, se enriquecerían más aceleradamente los menos ricos, se estimularía el trabajo y,
sólo cuando las empresas se convirtieran en transnacionales, quedarían sujetas al gravamen en
cuestión, lo cual obedece, sobre todo, a la lógica propia del tributo, tal como ancestralmente fue
concebido en la época moderna: como fórmula para redistribuir la riqueza. Obviamente, esta tesis
ya no encaja en los tiempos actuales con las nociones tecnocráticas que se han subordinado al
gran capital y privilegian los dictados de los organismos financieros internacionales manipulados
por el Grupo de los Siete, pues ningún redentorismo tributario puede resultar concebible en un
mundo donde prevalece la imposición de las nociones de “disciplina fiscal” y de “máxima
recaudación” para volvernos incompetitivos con países vecinos que operan con tasas tributarias
menores y poseen la hegemonía mundial del comercio, pero sigue siendo vigente,
conceptualmente hablando, la única justificación racional moderna de la susodicha arbitrariedad.
Si el tributo no sirve para redistribuir, ya nunca más servirá para nada. Y ya el proponer que se
grave a las transnacionales y se desgrave a todos los demás contribuyentes actuales del planeta
choca de frente con la hegemonía alcanzada, en términos de poder mundial, por tales mafias
internacionales tan irremoviblemente enquistadas.
No obstante, es por esto por lo que más debe lucharse. Debemos concientizarnos de la
realidad actual lo más rápidamente que nos sea posible, pues ningún futuro podrá ser
suficientemente razonable ni esperanzador mientras sigamos padeciendo los cánceres actuales de
la burocracia creciente, la ineptitud irremediable y la negligencia infinita.
Los impuestos invisibles son los peores enemigos de la humanidad.
FACULTADES, ATRIBUCIONES Y COMPETENCIAS
En la práctica litigiosa fiscal es frecuente el problema de discernir entre conceptos que,
por su empleo indiscriminado, tanto en textos legales como en tesis jurisprudenciales, se suponen
sinónimos, sin que realmente lo sean. Y eso ocurre con las nociones de facultad, atribución y
competencia, pues se emplean sin orden ni concierto. Aquí analizaremos sus etimologías,
sentidos, contenidos y alcances, para buscar algunas recomendaciones prácticas que puedan ser
utilizables.
Nociones etimológicas y conceptuales básicas.Facultad: (facultas, facultatis): es la facilidad, factibilidad, capacidad, habilidad, aptitud o
poder -sobre todo poder- para realizar una cosa. Es lo potestativo. Facultar es reconocer una
capacidad de acción. Facultado o facultativo es el que tiene poder para ejercerla.
Atribución: (atributio, atributionis): es la cualidad o propiedad de un ser. En el ámbito
jurídico son los derechos y obligaciones específicos de una determinada autoridad para realizar
algunos fines. Difiere de la facultad en que ésta es poder, mientras que la atribución es cualidad.
Además, no cabe “atribuir facultades” -ni en el sentido vulgar de suponer méritos que se tengan
o no, ni en el de reconocerle, a una determinada autoridad jerárquicamente menor, poderes que
ejerza o no-, y menos aún “facultar atribuciones” -pues el poder es una capacidad
intransmisible, aunque la cualidad sea propiedad transmisible-. Más aún, conviene tener presente
que los derechos y obligaciones siempre se asumen como condición previa para que puedan
transferirse.
Competencia: (competentia, competens entis): es la idoneidad, suficiencia, disposición o
incumbencia de un sujeto en un asunto determinado. Un órgano de gobierno puede llevar a cabo
ciertas funciones o actos jurídicos concretos, pero sólo cuando se manifiestan ante quien recibe su
efecto cabe considerar su idoneidad. Para que nazca se requiere de la facultad de un sujeto y de
su atribución para un fin, pero una vez aplicadas. Representa la síntesis de sujeto y objeto, pero
también la condición para que se enlacen y expresen. El tener un poder -facultad- no
necesariamente implica que se ejerza. El disponer de un derecho u obligación -atributo- no
necesariamente implica que se reconozca. Sólo al manifestarse, afectando al gobernado, es como
se realizan ambos.
La competencia tiene la virtud de restringir la ilimitación de cualquier facultad de la que
esté investida una autoridad y sirve también para demarcar la atribución concreta que pretenda
ejercer con el fin de impedirle posibles excesos de poder. Sólo puede ser competente cuando
dispone de ciertas facultades, pero delimitadas o delimitables ante la obvia realidad de que
existen otras autoridades y, por ende, de que su poder no es absoluto, de tal forma que, aun
cuando cuente con la atribución para ejercerlas de algún modo predeterminado, es decir, que
aparezcan especificadas de alguna manera concreta en la ley, no deba -y, de ser posible, no
pueda- extralimitarse al aplicarlas.
La facultad, la atribución y la competencia se asimilan, respectivamente, al órgano, a su
fuerza y a su empleo: cuento con mi brazo -órgano o poder-, pero no necesariamente lo aplico
para golpear siempre, -.ejercicio de la fuerza-, sino sólo cuando realmente deba , quiera o se
justifique que lo haga. El brazo es la facultad. La fuerza es el atributo. El golpe es la
competencia.
En suma: facultad es legitimidad orgánica -o poder implícito a la existencia de toda
autoridad en cuanto tal-. Atribución es legalidad operativa -o cualidad que puede ejercerse por
razón de tal disponibilidad de poder-. Competencia es incumbencia o efecto -es decir, destino de
la fuerza, expresado en forma de golpe, siempre que se justifique-.
Facultar es, entonces, legitimar a una autoridad por razón de reconocerle en la ley un
poder para que lo sea. Atribuirle una función es darle legalidad a los actos que se prevén como de
permisible realización a su cargo. Acreditar su competencia es justificar legalmente el ejercicio,
tanto de su facultad como de su atribución, al aplicarse sobre algún gobernado en concreto. Y
esto es así, porque las facultades y las atribuciones preexisten, mientras que la competencia sólo
nace y se cuestiona cuando afecta. No nos engañemos, pues, con redacciones deficientes como
las que se estilan en los reglamentos interiores, donde se dice de cada dependencia que “le
compete... esto y aquello”, siendo que sólo se trata de sus atribuciones específicas. Tampoco nos
engañemos con los supuestos “conflictos competenciales entre autoridades”, pues sólo se trata de
meras invasiones de sus ámbitos atributivos. Y menos aún nos dejemos engañar con la idea de
que el aporte de datos del contribuyente -artículo 18, fracción II, del Código Fiscal de la
Federación- sirva para “fijar la competencia de la autoridad”, pues sólo se trata de fijar su
jurisdicción atributiva. Téngase presente que, con todo acierto, el último párrafo del artículo 33
del propio Código Tributario claramente refiere, en dos ocasiones, que se trata de atribuciones
todo lo relativo al Servicio de Administración Tributaria, pese a que se hable de “competencias”
en su reglamento interior.
Las facultades, entonces, -puesto que son poderes o legitimaciones-, sólo pueden
reconocerse mediante ley, pero nunca mediante reglamento y, menos aún, mediante
“acuerdo delegatorio”. Las atribuciones -dado que son investiduras o cualidades-, pueden
reconocerse mediante ley o reglamento, pero nunca mediante “acuerdo delegatorio”. La
competencia, -en tanto que representa el vínculo de la legitimación con la cualidad o, lo que es lo
mismo, del poder con la investidura al momento de aplicarse-, sólo puede reconocerse,
igualmente, a través de la ley o reglamento aplicados, pero nunca mediante acuerdo
delegatorio. Sin embargo, en la práctica, se han empleado tales “acuerdos” -como lo veremos
con mayor análisis- para “delegar facultades”, para “ejercer facultades” -realmente, atribuciones, y hasta para “adscribir órganos”, todo lo cual, por supuesto, coloca a estas instituciones
jurídicas precisamente al revés.
La Constitución, la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal y las diversas
leyes y códigos son los únicos medios para crear órganos de autoridad y, consecuentemente,
para facultarlos como tales. Sus atribuciones, -insistamos-, pueden fijarse en leyes o
reglamentos.
En cambio, la naturaleza del acuerdo delegatorio aparece muy claramente configurada en
los artículos 11, 12 y 16 de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Recuérdese
que el primer párrafo de su artículo 1, al referir su objeto, señala: “La presente Ley establece las
bases de organización de la administración pública federal...”. Así pues, obsérvese que su
artículo 11 obliga a los titulares de las Secretarías de Estado y Departamentos Administrativos a
“ejercer las funciones de su competencia por acuerdo del Presidente de la República”; su
artículo 12 señala que: “Cada Secretaría de Estado o Departamento Administrativo formulará,
respecto de los asuntos de su competencia, los proyectos de leyes, reglamentos, decretos,
acuerdos y órdenes del Presidente de la República”; y su artículo 16 concede a dichos titulares el
delegar sus facultades no indelegables, adscribir unidades administrativas ya establecidas,
subsecretarías, oficialía mayor y otras unidades, siempre que aparezcan precisadas en el
reglamento interior, sin otra condición que la de publicar en el Diario Oficial de la Federación
los acuerdos por los que se les deleguen facultades o se adscriban unidades administrativas.
En suma, pues, los acuerdos delegatorios: 1) sólo pueden ser emitidos por el Presidente de
la República y por los titulares de las Secretarías de Estado y Departamentos Administrativos; 2)
los del Presidente de la República se emiten para fijar el ejercicio de funciones de los segundos,
aunque deben ser formulados por estos últimos; 3) los de dichos titulares, para transmitir
facultades a determinados auxiliares o adscribir ciertas entidades, -también auxiliares-, siempre
que se cumplan tres condiciones: que no se trate de facultades indelegables, que los cargos de
tales auxiliares estén previstos en el reglamento interior y que se publiquen los acuerdos en el
órgano oficial al efecto.
Así pues: 1) no nos interesan aquí los acuerdos del Presidente de la República por los que
se indican las funciones competenciales de los referidos titulares, sino sólo los de éstos; 2) y, en
cuanto a los expedidos por éstos, sólo nos interesan los que delegan facultades o adscriben
entidades, siempre que cumplan con las tres condiciones citadas, pues de no ser así, serían nulos.
Pero el problema sobreviene cuando se advierte que la ley en cita sólo persigue establecer
“las bases de organización de la administración pública federal, centralizada y paraestatal”,
según lo indica su artículo 1, pues no es lo mismo establecer bases de organización que
“delegar facultades” -recuérdese que las facultades son poderes y que éstos son indelegables por
naturaleza- ni menos aún “adscribir unidades” -pues adscribir es inscribir, agregar o atribuir y,
por supuesto, los referidos titulares carecen legalmente de poder alguno para agregar entidades de
poder, dado que dicha potestad es eminentemente constitucional y concierne, en exclusiva, al
Congreso de la Unión. De conceder a los referidos titulares tal delegación de poderes o
adscripción de entidades que los ejerzan, -atentos a que éstos, a su vez, participan de ellas por
acuerdo presidencial-, sería lo mismo que convertir al Presidente de la República en dictador, sin
que sea ése, obviamente el objeto mismo de una ley orgánica como la que nos ocupa y sin que
resulte siquiera imaginable que sea tal el sentido de contar con un régimen de derecho
configurado dentro en un orden de carácter constitucional.
En consecuencia, a pesar de la pésima redacción de la preceptiva comentada, debe
inferirse que los referidos “titulares” únicamente pueden -conforme al criterio de que es una ley
que sólo “establece las bases de organización”- distribuir funciones -no “delegar facultades”- y,
sobre todo, que carecen de la facultad de llevar a cabo adscripción alguna, pues no están para
agregar entidades sino para hacer funcionar las que están obligados a dirigir. Pueden agregar
funciones o encomiendas a las que ya están creadas, pero no crear organismos, cargos o
funcionarios nuevos.
Veamos ahora la tesis siguiente:
ACUERDO DELEGATORIO.- SU NATURALEZA.- El artículo 16 de la Ley Orgánica de la
Administración Pública Federal faculta a los Titulares de las Secretarías de Estado y
Departamentos Administrativos para delegar el trámite y resolución de los asuntos de su
competencia en los funcionarios creados a través de su reglamento y otras leyes, lo que significa
que mediante un acuerdo delegatorio el Titular de la Dependencia puede asignar funciones a
órganos que integran la estructura de la Administración Pública Federal, pero será necesario que
dichos órganos ya hayan sido creados, a través de una ley o reglamento. De ello se colige que la
razón de ser de un acuerdo delegatorio es distribuir funciones (competencia), no la de crear
órganos de autoridad. (2)
Recurso de Apelación No. 100(A)-I-1372/96/414/96.- Resuelto por la Primera Sección de la Sala
Superior del Tribunal Fiscal de la Federación, en sesión de 26 de junio de 1997, por unanimidad
de 4 votos.- Magistrado Ponente: Luis Humberto Delgadillo Gutiérrez.- Secretaria: Lic.
Guadalupe Camacho Serrano.
(Tesis aprobada en sesión del 2 de octubre de 1997)
Tesis III-PS-I-91. RTFF. Año XI. No. 123. Marzo 1998, pág.8. Tercera Epoca.
Obviamente, pues, lo que el artículo 16 de la Ley Orgánica de la Administración Pública
Federal prevé, y lo que la pretranscrita tesis señala, es que:
1.- Unicamente procede delegar “el trámite y resolución de asuntos” que competen a los
titulares, a lo cual procede llamar, como se acostumbra doctrinariamente, “competencia
delegada”, pero sin perder de vista la condición ineludible de que sólo se trate del “trámite y
resolución de asuntos”, no de la transmisión de facultades, pues éstas son, por naturaleza,
intransmisibles.
2.- Tampoco les es permisible el acuerdo delegatorio para “adscribir orgánicamente” en
el sentido de agregar -o crear- entidades, pues carecen de facultades para hacerlo, sino sólo en el
de cambiar a las existentes desde el punto de vista organizativo, es decir, de remover una
dependencia de una unidad administrativa a otra. Debería, pues, hablarse de modificaciones al
esquema de organización y no de adscripción.
Finalmente, adviértase que el artículo 31 de la propia ley orgánica en comento, al señalar
como potestad de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público “el despacho de los siguientes
asuntos”, refiere en múltiples fracciones el detalle de éstos y, en la última de ellas, señala: “los
demás que le atribuyan expresamente las leyes y reglamentos”, lo cual confirma que los acuerdos
delegatorios nada tienen que hacer en este orden de ideas.
Sentido de los conceptos que nos ocupan.-
A.- Al hablar de facultades, se comienza siempre por distinguir entre las correspondientes
a los tres poderes, y es así como se alude a legislativas, ejecutivas y judiciales; pero también es
frecuente que se discierna entre facultad legal y facultad reglamentaria, significándose con ello
que existen las derivadas del poder legislativo -en forma de leyes sujetas a un proceso de
formación que culmina con su publicación- y la atribuida al Presidente de la República en
exclusiva para proveer en la esfera administrativa a la exacta observancia de aquéllas.
Pero, cuando se atiende a su naturaleza específica, lo común es distinguir entre las
expresas y las discrecionales, pues así se alude a las restringidas, en su aplicación, a la letra del
texto legal, y a las que dejan libre al funcionario para proceder como estime mejor, aunque en
ambas ajustándose al hecho de que se prevean en la ley. La expresa es, pues, un poder delimitado,
rígido y sujeto a la observancia literal del texto legal. La discrecional, en cambio, es un poder
abierto, flexible y susceptible de adaptaciones a la realidad porque así lo permite el texto legal.
Tena Ramírez llamaba implícitas, -por contraposición con las expresas-, a las que permiten al
Poder Legislativo concederse a sí mismo o a otros poderes alguna facultad expresa, pero pueden
incluirse en las discrecionales sin alterar el criterio clasificatorio empleado, pues ésa es, en mi
opinión, su naturaleza final.
Más aún, no se pierda de vista que la discrecionalidad es una mera liberalidad en la forma
de ejercicio, no de la facultad en sí. Lo propio sería que habláramos de facultad -en singular- y no
de facultades -en plural- al referir el poder de un órgano, pues toda facultad de cada uno de ellos
se debe expresar siempre como una singularidad legal, dado que es poder de uno, no de varios.
B.- El concepto de atribución casi siempre se asocia, exagerándolo, con el de “atribución
de facultades”. Se habla, por ejemplo, de “atributos del Estado” para referir el conjunto de
funciones, fines y privilegios de los que se muestra más ordinariamente investido en razón de lo
que las leyes otorguen a sus diversas entidades de poder. Por ejemplo, las funciones de vigilancia,
servicios públicos, asistencia social, etc. que proporcione cada entidad o nivel de gobierno; los
fines económicos, políticos, sociales, etc. que persiga cada gobierno en lo particular; y los
privilegios que se reserve en diversas materias, como el de embargar bienes de contribuyentes,
rematarlos, intervenir sus negociaciones, romper cerraduras, etc., dentro del ejercicio de sus
tareas fiscalizadoras.
Pero las auténticas atribuciones no se refieren a funciones, fines y privilegios genéricos
del Estado, -que es el punto en el que suelen confundirse con las facultades-, sino
específicamente al ejercicio de las porciones de poder que se le asignaron a cada entidad
gubernativa -sin que tampoco debamos confundirlas, en este extremo opuesto, con la
competencia de cada autoridad- para realizar o ejecutar ciertas labores o actos concretos.
Precisémoslo de una vez por todas: las atribuciones tienen por condición la preexistencia de la
facultad, pues no se puede ejercer una porción de poder si éste no preexiste como un todo; y, a la
vez, no implican necesariamente la competencia, pues ésta sólo sobreviene cuando la autoridad
conjuga su legitimidad facultativa con la atribución concreta que pretende realizar en forma de
acto o resolución sobre los derechos del gobernado.
C.- La noción de competencia, por su parte, suele falsearse con más frecuencia de lo
creíble: se enfatiza en las entidades del Poder Ejecutivo y se eclipsa en los poderes Legislativo y
Judicial; o sólo se polemiza en torno a ella cuando se trata de este último poder, como si no fuese
importante en aquéllos. Obviamente, pues, se tiende a confundirla con las atribuciones cuando se
pone el acento en las resoluciones o actos propios del Ejecutivo, -dado que en mayor grado
permiten advertirla a plenitud-, o con los procedimientos y trámites procesales, respectivamente,
cuando se acentúa lo puramente judicial. Pero, sin duda, no son ésas las formas acertadas de
entenderla.
En todos los casos se le clasifica en atención al sujeto y al objeto, es decir, como
originaria, delegada y por ausencia, tratándose del primer caso; y como territorial, temporal o
material, tratándose del segundo. Sin embargo, aunque tal clasificación resulte plenamente
acertada para todos los efectos prácticos, entraña ciertas sutilezas teóricas que es imprescindible
advertir.
Por ejemplo, aunque el atender a la subjetividad y a la objetividad involucre la facultad y
la atribución, recargando el cuerpo sobre uno u otro pies, en el fondo prevalece -o debiera
prevalecer- la conciencia de que se trata del mismo cuerpo, pues en el caso de los sujetos puede
confundirse con las facultades y, en el caso de los objetos, con las atribuciones, sin que,
obviamente, se trate en forma alguna de facultades o de atribuciones, sino única y exclusivamente
de competencia.
Otro tanto ocurre con los conceptos mismos que se emplean dentro de cada segmento
clasificatorio, pues las nociones, por ejemplo, de “originaria”, “delegada” o “por ausencia”
suelen inducir a suponer que se trata de facultades transmisibles, pero evidentemente, las
facultades no son transmisibles, sino sólo las atribuciones para ejercerlas, pues cada entidad de
gobierno debe conservar siempre su naturaleza legal expresamente reconocida por la ley, toda
vez que es el poder que la ley le otorga en exclusiva. Lo transmisible entre autoridades, pues, son
las atribuciones, pero siempre que se justifique legalmente el hacerlo, a efecto de poder
corroborar la competencialidad concreta de cada una de ellas, independientemente de la forma
específica como se ejerza, -que puede ser cualquiera de las tres señaladas-.
Y lo mismo sucede con los tópicos de la objetiva. El hablar de “territorio”, “tiempo” o
“materia” no implica que las atribuciones se restrinjan, -pues las cualidades o propiedades no son
“elásticas”- sino que se ajusten o conformen a la realidad y, sobre todo, a su pluralidad -similares
o distintas- de las que participan las demás autoridades. Ninguna atribución se altera como tal por
razón de sus adaptaciones al medio, sino que sólo se ubica e interrelaciona con las demás para
producir, finalmente, el indispensable orden competencial que permite la gobernabilidad.
Así las cosas, bien cabe afirmar, por ejemplo, -y en contra de las tendencias del lenguaje
común-, que jamás “se delegan facultades”, sino atribuciones; que sólo se dispone de una
facultad en materia de poder, no de varias; y que nunca estaremos en presencia de “autoridades
facultadas”, -lo cual es un pleonasmo-, sino, en todo caso, de autoridades competentes.
Contenidos conceptuales.Uno de los más graves problemas de cualquier análisis doctrinario es el de engranar los
fenómenos a estudio con los recipientes intelectuales en los que se quiere envasarlos. Y no
constituye excepción a la regla este caso, pues el primer problema que nos asalta al estudiar el
tema de las facultades, las atribuciones y las competencias, es el de lograr un verdadero deslinde
intertemático.
Mientras no se distinga con toda precisión entre los tres tópicos e incluso se deje de
incurrir en la ligereza de tomarlos como sinónimos, lo más probable es que ninguna clase de
defensa fiscal pueda apuntalarse con acierto. Para el litigante que no los distingue, el fracaso es
inevitable, pues el juzgador -como vimos- manipula estos conceptos prácticamente como quiere.
Por ejemplo: el confundir un problema de facultades, -legitimidad de la autoridad que
actuó o resolvió-, puede conducir a impugnar por vía administrativa lo que de suyo es temática
judicial. Y el tomar un asunto de atribuciones como si fuese un problema competencial, puede
orillar a confundir violaciones de forma con lo que de suyo es temática de ilegalidad.
Dicho en otros términos, la necesidad de discernir con precisión entre ilegitimidad,
ilegalidad e incompetencia es verdaderamente trascendente para precisar la estrategia defensiva a
ejercer. El contenido del acto o resolución nos permitirá determinar la naturaleza del asunto
cuando nos preguntemos, respectivamente, pero también de manera invariable, lo siguiente:
- ¿Existe legalmente la autoridad de la que se trata?
- ¿Cuenta con atribuciones concretas para realizar el acto o resolución de que se trate?
- ¿Es evidente la relación directa entre la autoridad que pretende realizar el acto o que
dictó la resolución y sus atribuciones específicas asignadas como para que se justifique su
acción?
Si es afirmativa la respuesta a cada una de tales preguntas, concluiremos que no hay
problemas de legitimidad de la autoridad, es decir, que está facultada por la ley; que tampoco le
son ajenas las atribuciones que intenta realizar, es decir, que una ley o reglamento le asisten; y,
finalmente, que le compete ejercer lo que pretende por existir una relación directa entre su
existencia legal como autoridad y sus atribuciones concretas para actuar en ese específico
sentido. Si la respuesta es negativa a cada una de ellas, el contenido conceptual que nos ocupe
será, respectivamente, de ilegitimidad, de ilegalidad o de incompetencia, es decir, de carencia de
poderes o facultades; de imprevisión de las atribuciones que pretenda hacer efectivas; y de
ruptura o inexistencia de relación entre ambos elementos.
Obviamente, la legitimidad puede acreditarse o no en el documento con el que se intente
el acto de molestia de que se trate, pues deviene de la ley, y su ignorancia o desconocimiento no
excluye de responsabilidad a gobernado alguno. La posesión de la atribución que se pretenda
ejercer sí implica el debido acreditamiento en el documento con el que se materialice el acto de
molestia, pues, aunque lo mismo puede provenir de leyes o reglamentos, estos últimos no obligan
al conocimiento universal de los gobernados, -como legalmente se prevé, desde la preceptiva
civil, que deba ocurrir con las leyes-, por lo que sí entraña un riesgo de inseguridad jurídica el
ignorar si la autoridad que incurre en el acto de molestia tiene atributos para realizarlo, pues no
por ser autoridad, -como vimos-, puede realizar todos los actos de gobierno imaginables. Y la
competencia, dado que también se justifica con leyes o reglamentos, debe acreditarse en el propio
documento con el que se instrumente el acto de molestia, pues el gobernado podrá estar obligado
al conocimiento de las leyes o a que le afecten a pesar de su desconocimiento de ellas, pero de
ninguna forma puede quedar exceptuado del derecho a conocer el enlace legal entre la autoridad
que intenta la acción de que se trate y el acto específico que pretenda realizar sobre sus derechos
constitucionalmente tutelados. En suma: además de la razón legal que acredita la cualidad del
órgano de gobierno actuante, se requiere impedir el que no hubiera enlace con la protección
constitucional de sus garantías individuales.
De allí que deba comenzarse por distinguir cada vez con mayor claridad entre legitimidad
y competencia, o, mejor aún, entre sus contrarias: ilegitimidad e incompetencia, tal como lo
pretende, aunque con muy obvias limitaciones conceptuales, la tesis siguiente, -máxime que en el
caso de la incompetencia sólo se refiere al tópico del nombramiento ilegal de autoridades-:
INCOMPETENCIA E ILEGITIMIDAD SON DOS INSTITUCIONES JURIDICAS
DIFERENTES.- La incompetencia propiamente dicha y la ilegitimidad (también llamada
incompetencia de origen) son dos instituciones diferentes, pues la primera se actualiza cuando
una autoridad, entendida como órgano administrativo sin importar quien sea su titular, carece de
las facultades para ejercer ciertas atribuciones, mientras que la segunda se actualiza cuando el
nombramiento del titular de un órgano administrativo no se ha hecho en términos legales. En
otras palabras, la incompetencia y la ilegitimidad son dos cuestiones independientes y por tanto,
una no puede abarcar a la otra. (1)
Juicio Atrayente No. 76/93/77/93/392/93.- Resuelto en sesión de 8 de febrero de 1994, por
unanimidad de ocho votos.- Magistrado Ponente: Jorge A. García Cáceres.- Secretario: Lic.
Mario de la Huerta Portillo.
PRECEDENTE SS-161
Juicio Atrayente No. 187/91/451/91.- Resuelto en sesión de 6 de agosto de 1992, por unanimidad
de siete votos.- Magistrado Ponente: Jorge A. García Cáceres.- Secretario: Lic. Mario de la
Huerta Portillo.
PRECEDENTE SS-265
Juicio Atrayente No. 13/92/16462/91.- Resuelto en sesión de 15 de junio de 1993, por mayoría de
seis votos y 1 en contra.- Mgistrada Ponente: Silvia Eugenia Díaz Vega.- Secretaria: Lic. Martha
Gladys Calderón Martínez.
(Texto aprobado en sesión de 3 de marzo de 1994)
RTFF. 3a. Epoca. Año VI. Marzo 1994. No. 75, p. 7.
Alcances prácticos.-
El tema sobre el cual se litiga en mayor grado -en lo que toca a los tópicos que nos
ocupan- es, sin duda, el de los visitadores. Y por igual se argumenta que “carecen de facultades”,
o “de atribuciones”, o “de competencia”. E incluso de dos de ellas o de las tres. Y es que se
acude por igual a la Constitución, a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, al
Reglamento Interior del Servicio de Administración Tributaria y, -quizá por razón de su cita en
las órdenes de visita-, hasta a los “acuerdos delegatorios” con los que se pretende acreditarlos.
El resultado de todo ello es que se proceda a la formulación de conceptos de impugnación
que finalmente fracasan, pues se suele incurrir en confusión y desorden al argumentar por razón
de la mezcolanza de origen de los conceptos mismos con los que se opera.
Así, si pretendiéramos la formulación de algunas reglas para aclarar ideas, quizá cupiera
proceder como sigue:
1.- El atributo de fiscalizar se refiere en el artículo 16 Constitucional, pero es impropio
que la autoridad cite esta preceptiva en los documentos con los que acredite sus actos de molestia,
dado que se orienta a la tutela de las garantías individuales y no al sustento de las acciones de
gobierno.
2.- La Ley Orgánica de la Administración Pública Federal es el instrumento
legal idóneo para instituir entidades dependientes del Ejecutivo Federal, de tal forma
que las facultades allí consignadas son las únicas de las que sus dependencias pueden
disponer. Pero debe recordarse que las facultades no se acreditan, dado que devienen de
ley, por lo que no es necesaria su cita.
3.- La Ley del Servicio de Administración Tributaria, cuyo artículo1
impropiamente habla de “atribuciones y facultades ejecutivas”, -sin precisar, por
supuesto, lo que deba entenderse por tales “facultades ejecutivas”- pero que viene a
quedar aclarado al precisar su objeto en el artículo 2, que indica las atribuciones, por lo
que debe tomarse como un instrumento puramente atributivo y no facultatorio. Su cita,
en consecuencia, es obligada en el acto de molestia.
4.- El artículo 42 del Código Fiscal de la Federación, aunque en su primer
párrafo señale que las autoridades fiscales estarán “facultadas” para realizar los actos
previstos en sus diversas fracciones, con leerlas basta para saber que realmente se
refiere a la clase de atribuciones que pueden ejercer, por lo que tampoco debe tomarse
como un instrumento facultante, sino atributivo, de tal forma que su cita también es
obligada en el acto de molestia.
5.- Los “acuerdos delegatorios” -como es el caso, por ejemplo, del Acuerdo por
el que se Adscriben Orgánicamente las Unidades Administrativas de la Secretaría de
Hacienda y Crédito Público, publicado en el Diario Oficial de la Federación de 10 de
junio de 1998; el Acuerdo por el que se Delegan Facultades a los Servidores Públicos
de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público que se Indican, publicado en el Diario
Oficial de la Federación de 29 de marzo de 1989 y modificado mediante publicaciones
de 15 de marzo de 1993, 16 de abril de 1993, 14 de febrero de 1994 y 24 de octubre de
1994; el Acuerdo por el que se Señalan el Nombre, Sede y Circunscripción Territorial
de las Unidades Administrativas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público que se
Mencionan, publicado en el Diario Oficial de la Federación de 29 de enero de 1993 y
modificado mediante publicaciones de 8 de marzo de 1993, 15 de marzo de 1993, 13 de
octubre de 1993, 29 de junio de 1994, 7 de diciembre de 1994 y 18 de diciembre de
1996; etc.-, son instrumentos para la distribución interna de atribuciones, no facultantes
en forma alguna, por lo que su cita es obligada en actos de molestia únicamente cuando
sea necesario acreditar la delegación de atribuciones entre autoridades o la remoción de
entidades dependientes de una unidad administrativa a otra, no así para el otorgamiento
de atribuciones inexistentes o para la creación de entidades imprevistas en la ley.
6.- Las atribuciones concretas de cada uno de los órganos de autoridad deben
localizarse, pues, actualmente, en el Reglamento Interior del Servicio de Administración
Tributaria, pero siempre que éste se encontrara debidamente sustentado en la Ley
Orgánica de la Administración Pública Federal, por ser el único tipo de instrumento
orientado al señalamiento de ellas respecto de cada uno de los órganos legalmente
creados y facultados mediante ley para su ejercicio. Obviamente, su cita exacta en el
documento que acredite el acto de molestia debe ser plena e indispensable, pero
recuérdese que, conforme al artículo 18 de la citada Ley Orgánica, corresponde al
Presidente de la República expedir reglamentos internos para las Secretarías de Estado y
Departamentos Administrativos, mientras que el Servicio de Administración Tributaria
no es lo uno ni lo otro, sino un órgano desconcentrado, según lo señala su numeral 17 y
el artículo 1 de la propia ley que lo creó.
7.- Separadamente deben estudiarse las facultades del órgano emisor del acto de
molestia -en el caso ejemplificado: la girante de la orden de visita-; las atribuciones a
ejercer por la autoridad emisora y por las entidades y personas encargadas de su
ejecución; y, particularmente, la competencia de unos y otros, pero, sobre todo, de los
visitadores como tales, pues suele incurrirse en múltiples equívocos y exageraciones
tanto en su denominación como en su capacidad de ejercicio.
Ahora bien, por lo señalado en los siete numerales inmediatos anteriores cabe
desprender algunas fórmulas prácticas que pueden ser útiles para el litigante. Por
ejemplo: 1) no debe confundirse el acreditamiento competencial de la autoridad que giró
la orden con la fundamentación y motivación de ella; 2) no debe omitirse el distinguir
entre las atribuciones o la competencia de la autoridad giradora de la orden con las de
los visitadores; 3) no debe inferirse, sobre todo sin indagarlo, que las atribuciones o la
competencia convaliden la facultad, ni viceversa; 4) no debe tomarse la cita de algún
precepto constitucional en la orden de visita como fundamento competencial de la
autoridad que la haya girado; 5) no debe tomarse la cita de “acuerdos delegatorios” en
la orden de visita como referencia competencial, pues sólo se aplican y proceden para
ciertos “asuntos” de las autoridades, principalmente atributivos; 6) no debe tomarse la
cita del artículo 42 y de su fracción respectiva del Código Fiscal de la Federación como
facultad ni como fundamento competencial del acto emanado de la autoridad actuante,
pues sólo se refiere a sus atribuciones; 7) no debe tomarse la cita de preceptos del
Reglamento Interior del Servicio de Administración Tributaria como acreditamiento
facultatorio o competencial de la autoridad, sino únicamente como fundamento
atributivo, sin demérito de evaluarlo al detalle en cuanto a su acierto y validez como tal;
8) no debe perderse de vista la clase de atribuciones que se desprende de la cita de los
preceptos del reglamento interior invocado; 9) no debe olvidarse que las atribuciones
acreditadas conforme a tal reglamento interior no siempre son suficientes ni idóneas
para justificar el acto que se pretenda; 10) no deben descartarse los demás elementos a
observar en materia competencial, es decir, los correlativos a la misma, pues ya vimos
que ésta no sólo representa la justificación del acto, sino también la limitación de la
facultad o poder y la confirmación o desmentimiento de las atribuciones o cualidades.
Finalmente, aunque todos los enunciados previos han sido redactados en sentido
preventivo, quizá deba cuidarse su elaboración en forma de instructivo una vez que se
descienda a la aplicación concreta, bien dentro del cuestionario que se emplee para ello,
o bien como simple rutina evaluatoria de elementos para optimizar la defensa.
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