Cristo esperanza del mundo

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Cristo, esperanza del mundo
Reflexiones sobre la Encíclica “Spe salvi”
José Luis Illanes
INTRODUCCIÓN ...............................................................................................2
Esperanza y sentido de la vida .......................................................................2
Espera, expectativa, esperanza ......................................................................3
Capítulo I. LA ESPERANZA CRISTIANA, ENTRE EL MÁS ALLÁ Y LA HISTORIA .......4
La esperanza, virtud del caminante ................................................................4
La vida eterna, objeto de la esperanza ...........................................................4
Esperanza cristiana e historia humana ............................................................5
Capítulo II. AMOR Y DESEO EN LA ESPERANZA CRISTIANA ................................6
Anhelo de Dios y esperanza cristiana ..............................................................6
Deseo, amor y gozo en la vida espiritual .........................................................6
Esperanza y vida de oración ...........................................................................6
Esperanza y vida afectiva ...............................................................................7
Capítulo III. ESPERANZA CRISTIANA Y CONFIANZA EN DIOS .............................8
La magnanimidad, manifestación de esperanza ...............................................8
Debilidad humana y omnipotencia de Dios ......................................................8
La esperanza, entre presunción y desesperación .............................................9
Capítulo IV. ESPERANZA CRISTIANA Y MISERICORDIA DIVINA ......................... 10
Libertad, falibilidad, pecado, redención ......................................................... 10
Amor, misericordia, esperanza, perdón ......................................................... 10
Sacramentalidad del perdón y esperanza ...................................................... 10
Capítulo V. El OBRAR Y EL SUFRIMIENTO, PRUEBAS PARA LA ESPERANZA ........ 11
Esperanza y dialéctica de la acción ............................................................... 11
La esperanza ante el dolor y el sufrimiento ................................................... 12
Capítulo VI. ESCATOLOGÍA Y ESPERANZA........................................................ 13
Consumación de la historia y Juicio .............................................................. 13
Gracia y justicia en el Juicio divino................................................................ 14
Vida presente y vida eterna ......................................................................... 15
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INTRODUCCIÓN
Toda decisión se toma en el presente, pero hace referencia al pasado y al futuro,
que se anhela o se teme.
El acto de decidir está ligado a la posibilidad de configurar el futuro, sobre todo
cuando se trata de orientar la propia vida y alcanzar la felicidad.
Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una
esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el
presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia
una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande
que justifique el esfuerzo del camino (SS, 1).
Esperanza y sentido de la vida
El pensamiento griego presentó la esperanza como una pasión, es decir, como un
movimiento del apetito humano hacia un bien considerado como posible y arduo.
Antropológicamente hablando, es más que una pasión, pues se trata de una
realidad profundamente espiritual.
Hesíodo, en Los trabajos y los días, cuenta el mito de Pandora: los dioses le
regalan un gran frasco de arcilla con el encargo de no destaparlo nunca; la
curiosidad le vence y lo abre, dejando escapar todos los males y los bienes allí
encerrados. Pandora intenta sin éxito cerrar el frasco y sólo consigue mantener en
su interior la esperanza… Con ello nos quiere transmitir que la vida está llena de
bienes y de males, pero sólo es soportable si se mantiene la esperanza de
alcanzar la felicidad.
Kant, en su Lógica y otros escritos, se plantea cuatro preguntas: ¿Qué podemos
conocer?, ¿cómo debemos obrar?, ¿qué podemos esperar? Quien pueda contestar
a estas preguntas, sabrá responder a la cuarta pregunta: ¿Qué es el hombre?
Según esto, el hombre es un ser que se hace verdaderamente hombre cuando
conoce lo que debe conocer, sabe cómo debe actuar y espera lo que cabe
esperar.
Tanto Hesíodo como Kant, concluyen que la esperanza no hace referencia sólo a
bienes concretos y relativos, sino al bien absoluto.
Se pueden dar dos posibilidades: la del escepticismo, que muestra el deseo de
absoluto como una ilusión engañosa (budismo por un lado y materialismo por
otro) o la afirmación de que sí hay un sentido de la vida hacia un absoluto que la
colma.
Nos hiciste, Señor, para ser tuyos y nuestro corazón está inquieto hasta que
descansa en ti (Agustín de Hipona, Las confesiones). Mientras uno no pone en
Dios su esperanza, va desgastándose en deseos vanos.
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Espera, expectativa, esperanza
Cuando un enamorado “espera” ser correspondido en el amor, expresa una
“esperanza” en sentido fuerte: Sabe que, por mucho que ponga de su parte, la
respuesta depende de la persona amada.
La esperanza de que la vida tenga algún sentido trascendente, sólo puede
fundarse en Dios.
Benedicto XVI, en la Spe salvi, hace referencia a menudo a las “pequeñas” o
“múltiples” esperanzas y a la “gran” o “absoluta” esperanza: La vida tiene sentido,
porque está sostenida por una esperanza absoluta.
El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la
conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también
cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la
situación de los seguidores de otras religiones. Pablo recuerda a los Efesios cómo
antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios»
(Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una
religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos
contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin
Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro
sombrío. «In nihilo ab nihilo quam cito recidimus» (en la nada, de la nada, qué
pronto recaemos), dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece
sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería (SS, 2).
El mensaje cristiano no es sólo “informativo”, acerca de una realidad
sobrenatural, sino que es también “performativo”: impulsa a la acción, a la
conversión, al cambio de vida (oración, frecuencia de Sacramentos, apostolado,
lucha ascética, etc.).
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Capítulo I. LA ESPERANZA CRISTIANA, ENTRE EL MÁS
ALLÁ Y LA HISTORIA
La esperanza, virtud del caminante
Tanto Gabriel Marcel como Josef Pieper consideran la esperanza como la virtud
del caminante (homo viator): Sabe a dónde va y por dónde ha de ir (no es sólo
un anhelo afectivo, sino una virtud intelectiva y volitiva).
El hombre no es un ser surgido de la nada o producto de una evolución material:
es una persona creada por un Dios personal, con un destino eterno de
correspondencia a ese Dios, que es Amor creador.
La fe cristiana es revelación de un Dios personal que nos ama.
La fe cristiana no hace referencia sólo a lo que acontecerá, sino también a lo ya
acontecido, pero todavía no culminado.
Cristo es la revelación viva del Amor divino, donde la esperanza cristiana haya su
fundamento.
La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que
está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la
realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una
«prueba» de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de
modo que el futuro ya no es el puro «todavía-no». El hecho de que este futuro
exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así
las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras
(SS, 7).
La vida eterna, objeto de la esperanza
Benedicto XVI, en esta Encíclica, quiere superar una visión de la esperanza que
sólo se refiera a un futuro trascendente, sin implicaciones en la vida actual (la
vida terrena tiene verdadera importancia, precisamente porque ahora nos
jugamos la vida eterna).
La vida eterna se incoa ya ahora, de un modo imperfecto y frágil, pero real (Cfr.
Jn. 6: Quien come mi carne y bebe mi sangre “tiene” vida eterna).
La vida eterna incoada es la vida de la gracia, participación de la vida trinitaria.
La relación entre la vida de la gracia –vida eterna incoada- y la vida en el cielo es
la misma que entre la semilla y el fruto.
La esperanza cristiana, haciendo referencia a una relación de Amor entre Dios y
su criatura, tiene también repercusiones colectivas e, incluso, cósmicas.
El cristiano no sólo busca su propia salvación, sino también la de los demás.
Por eso contempla el mundo como realidad creada por Dios –Cfr. Génesis: Y vio
Dios que todo era muy bueno-, herida por el pecado y santificable (Cfr. San
Josemaría: Amar al mundo apasionadamente).
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Esperanza cristiana e historia humana
Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin
esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La
verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las
desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue
amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30)
(SS, 27).
La Ilustración ha fracasado, porque la ciencia no puede resolver todos los
problemas y anhelos del ser humano: Ciertamente, la razón es el gran don de
Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un
objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso
cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La razón
del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso,
necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del
hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón
a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de
este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se vuelve humana
si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira
más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del hombre, en el
desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta de juicio del
corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y para la creación
(SS, 23).
La ciencia y la técnica deben tener unos criterios éticos para no convertirse en un
proceso inhumano y destructivo (cultura de la muerte: aborto, eutanasia,
clonación, experimentación y manipulación de embriones, etc.).
Por otro lado, está el peligro del individualismo: La relación con Dios se establece
a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas
no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con
Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cf. 1 Tm 2,6).
Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser «para todos»,
hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás,
pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los
demás, para todos (SS, 28).
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Capítulo II. AMOR Y DESEO EN LA ESPERANZA
CRISTIANA
Anhelo de Dios y esperanza cristiana
En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la
consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la
ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a
entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos
llamados todos los que vivimos en la tierra (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que
pasa, 99).
Las “esperanzas” temporales y la “esperanza” eterna no está yuxtapuestas, sino
que están conectadas: La esperanza eterna debe informar todas las etapas de la
existencia.
El hambre y la sed de Dios aportan a la vida terrena ilusión, optimismo, alegría y
sentido.
Deseo, amor y gozo en la vida espiritual
El deseo, el amor y el gozo hacen referencia al bien, a realidades que se estiman
buenas y apetecibles.
Desde un punto metafísico, la primacía está en el amor, pues el deseo presupone
un bien que se ama y el gozo es el disfrute en la unión con el bien amado.
Desde un punto de vista dinámico, la primacía está en el deseo, pues constituye
la fuerza que empuja a gozar de la unión y, por tanto, a amar el bien cada vez
más.
Hay, por tanto, una circularidad entre estas disposiciones del ánimo.
La vida cristiana crece en la medida en que el amor (a Dios), presente desde el
principio en la vida de fe –aunque quizá sólo de modo incipiente-, provoca el
deseo de Dios y, como consecuencia, incita a una respuesta viva y sentida a la
invitación que de Dios procede (…). El cristiano crece como cristiano en la medida
en que la esperanza toma posesión del alma y la incita hasta desembocar en un
amor que no se apaga.
Esperanza y vida de oración
Los “lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza” (Cfr. SS, 32 y ss), son:
la oración, el actuar y el sufrir y, por último, la conciencia de un Juicio divino al
concluir la vida y la historia.
Es en la oración donde el cristiano se radica de forma viva y personal en la
realidad afirmada por la fe, es decir, en la realidad de Dios y de su amor.
San Agustín, al reflexionar sobre el acto de fe propone tres movimientos: Credere
Deum (creer en Dios), credere Deo (creer a Dios) et credere in Deum (creer
“hacia” Dios): En el cristiano, creer implica dirigir su ser y su vida hacia Dios.
En la oración es donde la fe se hace fe plena y muestra su riqueza.
6
La meditación hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción y el
deseo. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones de fe,
suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo. La
oración cristiana se aplica preferentemente a meditar "los misterios de Cristo",
como en la "lectio divina" o en el Rosario. Esta forma de reflexión orante es de
gran valor, pero la oración cristiana debe ir más lejos: hacia el conocimiento del
amor del Señor Jesús, a la unión con Él (CEC, n. 2708).
Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en
una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un
ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios
mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la
gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando [su
don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la
hace capaz [de su don]» (SS, 33).
Esperanza y vida afectiva
El hombre es capaz de ser atraído por diversos bienes, por eso ha establecer
entre ellos una jerarquía y, como consecuencia de su limitación –y de las
seducciones de la concupiscencia- tendrá que optar por unos y renunciar a otros:
esto implica lucha.
La virtud teologal de la esperanza nos lleva a desear a Dios sobre todas las cosas
y se nos muestra como una luz que ilumina la jerarquía de bienes y el orden
debido a los deseos.
La esperanza orienta y purifica la vida afectiva:
La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el
corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de
los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del
desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la
bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y
conduce a la dicha de la caridad (CEC, n. 1818).
La mortificación cristiana tiene ahí su razón de ser.
Oración, dominio de la vida afectiva y, por tanto, jerarquía de los sentimientos, y
mortificación (…), se nos muestran como aspectos estrechamente unidos entre sí
y con el crecimiento de la esperanza.
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Capítulo III. ESPERANZA CRISTIANA Y CONFIANZA
EN DIOS
La magnanimidad, manifestación de esperanza
La ambición es algo connatural al hombre: está hecho para acometer grandes
proyectos. Pero esa pasión debe estar bien orientada hacia los bienes adecuados,
objeto de la prudencia, y necesita de un empeño tenaz, fruto de la fortaleza.
El hombre magnánimo sueña con grandes proyectos y persigue grandes ideales
(Sólo vale la pena vivir por aquellos ideales que vale la pena morir, Tatiana
Goricheva).
En un contexto teológico, la virtud de la magnanimidad es llevada a su
culminación.
El cristiano es -debe ser- la persona más ambiciosa del universo: aspira a la
santidad, a la unión con Dios, y a contribuir en el establecimiento del Reino de
Dios en el mundo: tanto la santidad como la difusión del Evangelio por todo el
mundo son ideales que podemos esperar de la bondad divina y de su gracia
actuando en nosotros.
Debilidad humana y omnipotencia de Dios
La virtud teologal de la esperanza posee un doble objeto (…):
a) Por una parte, orienta el corazón a Dios y a su Reino, haciendo que el
deseo humano tenga como meta última y suprema a Dios mismo, en
referencia al que puede, y debe, estructurar el conjunto de su vida
afectiva, de modo que esté informada por el amor a Dios y, en Dios, a la
realidad entera;
b) Por otra parte, y simultáneamente, lleva a reconocer (…) la propia
debilidad, no para disminuir el impulso, sino para potenciarlo, mediante
una plena confianza, no en nosotros mismos, sino en Dios.
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y
a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las
promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios
de la gracia del Espíritu Santo (CEC, n. 1817).
Por eso es necesaria la oración de petición: confianza en el poder y la bondad
divina, junto al abandono en la Voluntad de Dios (no oramos para que Él haga
nuestra voluntad, sino para mostrarle nuestra indigencia y cumplir el precepto
que Él mismo nos dio): Dios nos oye siempre, aunque no siempre atienda
nuestras peticiones cuando y como las deseamos.
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La esperanza, entre presunción y desesperación
La presunción es confianza excesiva en uno mismo o en pretender obtener los
objetivos sin poner los medios que Dios nos da adquirirlos: lleva al activismo y,
una vez fracasado, a la amargura y al rencor.
La desesperación es la actitud contraria: no se confía en Dios y en la eficacia de
los medios que Él nos da: aboca a la tristeza y a la tibieza.
Pieper considera que en ambos casos se adelanta el fin al presente,
considerándolo como ya conseguido o como imposible de conseguir: en los dos
casos se ha deformado la realidad.
Desde el punto de vista espiritual, se ha deteriorado la relación con Dios: no se
confía en su amor.
Iacta super Dominum curam tuam et ipse te enutriet (Ps. 54, 23).
El sentido profundo de que somos hijos de Dios es lo que hace al hombre de fe
encararse con la realidad y estar dispuesto, con la ayuda de nuestro Padre Dios, a
superar todas las dificultades externas e internas.
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Capítulo IV. ESPERANZA CRISTIANA Y
MISERICORDIA DIVINA
Libertad, falibilidad, pecado, redención
La libertad existe para un fin en cuya consecución encuentra sentido (…). Dicho
en términos más precisos y concretos: la libertad existe para amar a Dios y a los
demás, de modo que ya ahora de un modo incoado, y de modo pleno en la
consumación de la historia, se instaure una comunidad que sea realmente filial y
fraterna, una familia de seres que se reconocen como hermanos e hijos de Dios.
Pero el hombre es falible y puede fracasar en la orientación de su libertad: puede
dejarse llevar por la soberbia, la pereza o la sensualidad y llegar a ser egoísta,
mediocre y malvado.
Un uso de la libertad que suponga una ruptura o un deterioro en la relación de
amor con Dios, llevará al pecado y a la tibieza.
La tibieza supone una relajación del amor a Dios.
El pecado es una auténtica y radical negación del amor a Dios: es decidir dejar de
amar.
Amor, misericordia, esperanza, perdón
Después de la experiencia de los propios pecados y de los pecados ajenos, ¿es
posible esperar la instauración del Reino de Cristo en el mundo?
En primer lugar hay que considerar que la libertad humana, aunque está herida
por el pecado original y los pecados personales, es capaz de sanación y de
conversión.
Más importante aún, es que el amor de Dios es misericordioso y se apiada de
nuestras miserias.
No sólo está dispuesto a perdonar, sino que anuncia su deseo de perdonar y lo
ofrece a todo pecador, por grandes que sean sus pecados.
De ahí la malicia del pecado de desesperación –pecado contra el Espíritu Santoque niega la posibilidad de alcanzar el perdón de Dios y, por el contrario, que el
acercamiento a Dios, a pesar de la experiencia del pecado, constituya una de las
manifestaciones más significativas de la virtud de la esperanza.
Sacramentalidad del perdón y esperanza
En el Sacramento de la Penitencia, el perdón ofrecido y concedido por Dios se
hace significativo –“audible”- en el momento de la absolución impartida por el
sacerdote “in nomine et in persona Christi”.
Dios no se cansa de perdonar. Eso se manifiesta de modo tangible cuando el
sacerdote absuelve una y otra vez al reincidente que acude una y otra vez a
recibir el sacramento, dolido por su reincidencia y dispuesto a volver a luchar por
amor al Padre Misericordioso.
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Capítulo V. El OBRAR Y EL SUFRIMIENTO, PRUEBAS
PARA LA ESPERANZA
Recordamos cómo Benedicto XVI nos exponía en la Encíclica que los “lugares del
aprendizaje y ejercicio de la esperanza” eran la oración, el obrar y el sufrir y la
perspectiva del juicio divino”.
Esperanza y dialéctica de la acción
Es conocido que “el fin es lo primero en la intención y lo último en la ejecución”.
También es sabido que el hombre pretende muchos fines que tienen entre ellos
una jerarquización y que, al mismo tiempo, el hombre aspira a un fin supremo
que unifica todos los otros fines y la vida entera.
Como dice Maurice Blondel, en el fondo de todos los actos de voluntad que el
hombre realiza hay una voluntad más profunda: la voluntad de no permanecer
nunca inactivo y, por tanto, que la voluntad humana está abierta al infinito, que
sólo puede saciar Dios.
Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en
el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más
grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para
el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo
llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas
hacia el futuro (SS, n.35).
Sólo la esperanza basada en Dios, puede infundir, siempre y en todo momento,
ánimo para actuar y proseguir. Si no es así, se cae en el fanatismo –que erige en
absoluto una esperanza efímera- o en el escepticismo y en el nihilismo (budista,
pensamiento débil, etc.).
Gracias a la “gran esperanza” del amor misericordioso de Dios, el hombre puede
esperar en una felicidad completa, en un reino de Dios que se manifestará en
toda su plenitud al final de la historia, enderezando su obrar hacia esa meta, con
serenidad, responsabilidad y alegría.
La esperanza cristiana se basa en la fe y no en la experiencia inmediata, por eso
mismo, el obrar y el sufrir son lugares de aprendizaje y de ejercicio de la
esperanza:
1) Porque el cristiano, como todo hombre, se puede proponer metas terrenas
y “esperar” el éxito; pero sin olvidar nunca que ninguna de ellas es la meta
definitiva.
2) Por otro lado, la experiencia de dificultades y de fracasos, no le ha de
llevar a perder la esperanza “grande” de la meta definitiva. Por tanto, debe
rechazar tanto la desesperación como la abulia.
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La esperanza ante el dolor y el sufrimiento
La vida del hombre sobre la tierra está llena de gozos y dolores. Los dolores nos
escandalizan y nos mueven a la rebelión.
La revelación cristiana nos enseña dos cosas:
1) Que el sufrimiento no pertenece al plan original de Dios, sino que ha sido
introducido en el mundo por el pecado de origen: Al igual que el obrar,
también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se
deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de
culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante
también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para
disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los
inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas
(SS, n. 36).
2) El sufrimiento humano, que es purificador en este mundo, está destinado a
desaparecer en la Parusía: Lo que cura al hombre no es esquivar el
sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación,
madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con
Cristo, que ha sufrido con amor infinito... Cristo ha descendido al
«infierno» y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando
por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son
terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la estrella de la
esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata
el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar de ser
sufrimiento– se convierte a pesar de todo en canto de alabanza (SS, n.
37).
En este mundo, herido por el pecado y redimido por Cristo, la capacidad de sufrir
es un signo patente de la capacidad de amar y su garantía: Sufrir con el otro, por
los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y
con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos
fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo (SS,
n.39).
Cristo, sufriendo por nosotros, ha santificado el sufrimiento y lo ha convertido en
medio y ocasión de unión con Él: No es el dolor de Cristo el que nos redime, sino
el Amor de Cristo hasta el extremo del dolor; igualmente, no es nuestro dolor el
que nos salva, sino el amor que nos hace aceptar el dolor.
Son estas las razones por las que el sufrimiento constituye en momento
fundamental –un “lugar”, dice Benedicto XVI en la Encíclica- del aprendizaje y del
ejercicio de la esperanza.
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Capítulo VI. ESCATOLOGÍA Y ESPERANZA
Consumación de la historia y Juicio
Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los
cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente,
como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia
de Dios.
La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre
adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado
repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el
presente para el cristianismo (SS, n. 41).
Para Hegel, uno de los representantes del pensamiento racionalista, no hay
Juicio: la Historia se juzga a sí misma.
Auguste Comte, con un planteamiento más cientificista, decía algo parecido: la
Historia conduce por sí misma a la plenitud.
Ambas posturas son propias del inmanentismo, negador de toda trascendencia.
Horkheimer y Adorno denuncian los males de una ciencia sin ética.
Benedicto XVI dice que hay que reconocer tres verdades de las que depende la
solución correcta: la inmortalidad del alma, la resurrección y la absoluta
trascendencia de Dios. Dios juzga la Historia y la juzga a partir del amor. El juicio
divino manifiesta el fundamento de la esperanza, provocando sentimientos de
confianza y de alegría; al mismo tiempo, es una llamada a la responsabilidad.
En la configuración de los edificios sagrados cristianos, que quería hacer visible la
amplitud histórica y cósmica de la fe en Cristo, se hizo habitual representar en el
lado oriental al Señor que vuelve como rey –imagen de la esperanza–, mientras
en el lado occidental estaba el Juicio final como imagen de la responsabilidad
respecto a nuestra vida, una representación que miraba y acompañaba a los fieles
justamente en su retorno a lo cotidiano (SS, n. 41).
En la vida de un cristiano, esperanza y responsabilidad deben ir de la mano.
La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una
imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza.
¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen
que exige la responsabilidad (SS, n. 44).
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Gracia y justicia en el Juicio divino
El Dios cristiano es un Dios Misericordioso, pero no un “dios” bonachón, que
renuncia a poner a los hombres frente a sus propias responsabilidades: El Amor
busca el bien, la felicidad del amado, pero, a la vez, quema: se da del todo y pide
todo.
Es un juicio sobre cada persona y sobre la Humanidad en su conjunto. Sobre la
Historia.
Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero
en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada
hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser
vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la
injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha
hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor (SS, n. 44).
La justicia de Dios es misericordiosa –y la misericordia divina es justísima-, por lo
que hay esperanza de alcanzar el perdón y ser renovados por la gracia.
El hombre no puede autoperdonarse, sino que ha de pedir perdón a Dios, al que
ha ofendido con su pecado. Pero, al mismo tiempo, el perdón que Dios ofrece
sólo produce su fruto cuando es acogido (decía San Basilio que, si uno se
condena, no será por los pecados cometidos, sino por rechazar el perdón que
Dios le ofrece).
C. S. Lewis plantea la pregunta de una mujer, a la que habían asesinado a su
hijo:
-Si Dios me lleva al Cielo y allí me encuentro al asesino de mi hijo, ¿podré
amarlo?
-Sí. Porque no te encontrarás con el “asesino”, sino con un hombre
distinto, transformado por el arrepentimiento.
La gracia transforma radicalmente al pecador (en esto nos distanciamos los
católicos de los luteranos).
Ante el Juicio, se pueden dar tres situaciones:
1) Personas llenas de odio y de mentira, que han rechazado el amor a Dios y
al prójimo: En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la
destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la
palabra infierno (SS, n. 45).
2) Personas llenas de amor y de entrega al prójimo, que han purificado ese
amor de toda pereza y egoísmo: son las que van directamente al Cielo,
donde reina el Amor.
3) Personas que mantienen un deseo de amor a Dios y al prójimo, pero que
necesitan purificación: Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que
arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro
con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace.
Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para
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llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que
se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua
fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo
impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la
salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una
transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un
dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como
una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello,
totalmente de Dios (SS, n. 47).
Vida presente y vida eterna
La vida en esta tierra no es una farsa, es una realidad llena de posibilidades y de
riesgos. Hay libertad. Hay responsabilidad. Hay gracia. Hay pruebas. Hay
tentaciones. Hay posibilidad de recomenzar una y mil veces, por la Misericordia de
un Dios que nos ama.
Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que
tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en
particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá
imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí
donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la
posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la
esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo
tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo
llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de
nuestro ser: la vida que es «realmente» vida (SS, n. 31)
La vida eterna, la plenitud a la que estamos convocados, se alcanzará por entero
al final de la historia, pero ya está presente hoy y ahora, en el acontecer de la
historia. La vida de la que Cristo vive es la vida de Dios. De esa vida estamos
llamados a participar; más aún, participamos de ella en virtud de la gracia. La
vida plena y eterna no es únicamente objeto de promesa, sino don ya otorgado. Y
esta realidad debe empapar todo nuestro obrar, incitándonos a vivir con la actitud
de quien no sólo sabe que, si permanece fiel al don divino, podrá llegar a la
completa unión con Dios, sino de quien sabe que también ahora, en todos y cada
uno de los instantes del acontecer está en la presencia de un Dios que le ama, y
con el que puede entrar en comunión si abre las puertas de su corazón.
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