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LAS MUJERES EN LA CONSTRUCCIÓN DEL TERRITORIO RURAL
Jesús Casas Grande
Subdirector General de Programas
Instituto de la Mujer
Una sociedad crea futuro cuando quiere crearlo. Resolver los problemas que a todos nos atañen,
aventurarse en nuevas ilusiones, y embarcar a la gente en un proyecto colectivo no es algo que
pueda venir de fuera. Se puede imponer de fuera, es verdad, pero difícilmente, a medio o largo
plazo, puede salir adelante nada si no es con el impulso interior y la voluntad colectiva. Si no
decidimos lo que queremos ser, difícilmente nadie nos lo va a decir. Nadie da respuestas, porque las
respuestas están aquí. Podemos sentarnos a esperar tanto a los salvadores como a los destructores.
Da igual, y da igual porque,… En realidad, nadie,… Nadie a venir.
Y una sociedad crea futuro cuando es consciente de donde está, de donde viene, de cuáles son sus
referencias. El pasado está pasado, es verdad, pero el pasado es el estribo en el que apoyar el futuro.
Lo que nos rodea, los paisajes que percibimos y sentimos, la construcción territorial emocional y
sentida en la que dolidos nos refugiamos, no es nada más que un destilado de vidas y sueños, de
triunfos y fracasos, acumulado de generaciones y generaciones, de siglos y siglos. Todo esto que nos
rodea en realidad nos grita en silencio lo que hemos querido construir y en el fondo, lo que somos.
Nada tiene respuesta si no atiende lo que le rodea. Y en la mayoría de los casos para encontrar las
respuestas basta con mirar a la realidad que nos rodea.
Todo eso viene a cuento, aquí y ahora, en el marco de una crisis económica que, evidentemente, no
podrá solucionarse con medidas económicas. Una crisis que, como corrosivo, poco a poco ha
traspasado lo dinerario para colarse en las rendijas de la vida diaria, de la relación con los que nos
relacionamos, de la forma de entendernos y de sentirnos. Y todo eso viene a cuento para que, de vez
en cuando y más en tiempos de nubes, conviene reiterarlo, miremos lo que somos, de donde hemos
venido, y que modelo de sociedad aspiramos a construir.
Nuestro país es un país todavía rural. Es verdad que hemos renunciado, en no pocas ocasiones, a
querer sentirlo así. Es verdad que durante las últimas décadas hemos asociado lo rural con lo
atrasado, con lo que nos lastraba, con lo que había que evitar. A pesar de eso, aún más del 80% de
nuestro territorio es rural, y en ese amplio escenario vive el 20% de la población. En esa superficie se
cosecha gran parte de los recursos que nos alimentan. Se almacena la energía, el agua. Se atesoran
los recursos naturales, el medio ambiente, los rasgos culturales, los símbolos, la identidad. Y sin
embargo, hay un oculto círculo vicioso de bienes, servicios, ideas y principios de lo rural a lo urbano
que no encuentra reciprocidad. Vivimos desconocedores de la necesidad de atender a lo que nos
alimenta, a lo que nos provee de energía eléctrica, de agua, de calidad de vida. La globalización nos
hace pensar que todo, o casi todo, procede de cualquier sitio, puede venir de cualquier sitio, y es
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indiferente por donde haya ido la traza que la haya llevado hasta nosotros. Pero no es así, no es así, y
no puede ser así. Y, lo que es seguro, no podrá ser así.
Algunas de las posibles respuestas a nuestra crisis, que es económica pero también es moral, radican
en volver a mirar la sencillez de ese territorio rural que nos rodea. Están ahí, por más que nadie
parezca a veces querer verlo. Conviene que, cuanto antes, todos nos demos cuenta de ello.
Reconocer el mundo rural no querer volver al pasado, vivir agarrados al atraso, o sacralizar prácticas
y actividades añosas que hace mucho quedaron periclitados. Mundo rural no es retroceso, no es una
condena a seguir viviendo como siempre con lo de siempre. Todo lo contrario. En realidad, el nuevo
paradigma del medio rural supone, tan solo, el entender que el territorio no es un espacio soporte de
nada sino un escenario en donde tienen que ocurrir cosas de forma armónica, equilibrada,
coherente. Actualmente cerca del 40% de la superficie de nuestro país tiene ya una densidad de
población inferior a los 2 hab/km2, niveles de población que los geógrafos califican de desierto. Y esa
situación no afecta a terrenos que siempre estuvieron así. No son áreas naturales intangibles vacías
de humanidad y que debamos proteger férreamente. Estamos hablando de espacios habitados, de
lugares vividos, de territorios con nombre, propiedad y actividad que se están volviendo,
silentemente, silenciosos. ¿Podemos permitirnos una situación así?…. Sin duda no. No podemos
avanzar hacia un modelo territorial concentrado y concentrador, sensible a las rupturas, dependiente
de todo y de todos, aislado de la tierra. No podemos y no debemos. No sería posible, y sus habitante,
que no se quienes serían, no seríamos nosotros.
Mantener territorios vivos, fuertes, capaces y potentes es un argumento de futuro. Es un argumento
de capacidad y de estabilidad social. Para ello tenemos que empezar por entender que la frontera
entre lo urbano y lo rural no es otra que una sensibilidad distinta con la realidad que nos rodea. Los
espacios rurales ya casi no son espacios agrarios, nunca lo fueron y en el futuro cada vez lo serán
menos (de hecho en la actualidad la actividad agraria no supone, en el mejor de los casos, más del
10% del PIB de los territorios rurales ni más del 20% de la mano de obra). Y lo que diferencia lo rural
de lo agrario es la voluntad de convivencia espacial con lo colindante. Rural es sinónimo de
integración. Supone el apoyarse, mantener y reconocer las pautas esenciales del espacio existente.
Rural no es ruptura, es adaptación. Y más de comparaciones, en el medio rural se puede, se debe, se
tiene, que poder desarrollar cualquier actividad igual que se desarrolla en el medio urbano. En
realidad, la diferencia entre lo urbano y lo rural tiene que estar más en la “forma” de hacer la cosas,
que en las cosas que se hacen.
Construir territorio rural significa, esencialmente, responder a un modelo de equilibrio y de
demandas que no están resueltas. Y atender, de forma singularizada, a aquella parte de la sociedad
que se encuentra en peor situación. Una parte de la sociedad que, paradójicamente, en muchos
casos resulta la más necesaria para arbitrar respuesta. Es el caso de las mujeres. Es en particular, la
situación de las mujeres.
Las mujeres en el medio rural están sometidas, a menudo de forma ignorada, a una discriminación
que en mucho va más allá de lo que pueda ocurrir en las áreas urbanas. Y sin embargo, las mujeres
en el medio rural son un elemento esencial de su vertebración territorial. Los pueblos se vacían,
sencillamente, cuando se va la última mujer. El mantenimiento de pueblos vividos, habitados, con un
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proyecto de futuro viable pasa por la presencia activa y participada de las mujeres en esa realidad
construida. Las mujeres en el medio rural son un factor de integración social, mantienen la trama
ciudadana, y articulan el modelo espacial. El reconocimiento del papel de las mujeres no solo es una
cuestión de derechos, y de ética, que no es poco por cierto, es una cuestión de supervivencia social.
Y sin embargo, que lejos está la realidad de todo ello. Y que ignorantes estamos de todo ello. Solo
desde esta perspectiva se puede entender que hasta finales del año 2011 legalmente no fuera
posible la titularidad compartida de las explotaciones familiares agrarias, con el correlato de que
apenas ninguna mujer resultaba titular de su explotación por más que, en la inmensa mayoría de los
casos, las explotaciones las estuvieran llevando mayoritariamente las mujeres.
La realidad hoy es que nuestras mujeres rurales están más formadas que los hombres, tienen
mejores estudios y capacidades, desarrollan mejores habilidades sociales y están más dispuestas a
acometer más aventuras económicas en el ámbito de la diversificación, que son precisamente las que
suponen una mayor escenario de posibilidad de futuro para el medio rural. Están, además, más
comprometidas con la tierra, con la gente, con el día a día de las sociedades. Y la realidad también es
que, desgraciadamente, todavía no acaba de empezar a materializarse un cambio que permita
identificar papeles y presencias con responsabilidades y reconocimientos. Todavía hay espacios de
oscuridad, lugares para la rémora y el tenebrismo. El resultado es que nuestras mujeres rurales aún
abandonan el medio rural porque no le ven horizonte, porque no se dibujan espacios de convivencia,
porque la trama de la construcción social, que requiere a las mujeres, es diseñada, sin embargo, sin
contar con sus necesidades y demandas. El resultado es que las mujeres se siguen yendo. Las
estadísticas lo dicen. En nuestro medio rural siguen predominando los hombres hasta alcanzar la
tercera edad en que ese predominio, avatares de la genética, se invierte. Vamos camino a un
territorio masculinizado en la madurez y feminizado en la senectud. Vamos, sencillamente, camino a
un desastre.
Darle la vuelta a todo esto no es sencillo. No es sencillo porque, sencillamente, no se ve. Pasa
desapercibido. Y esa es la primera obligación. Romper el silencio. Esta no es una cuestión ideológica,
aunque a lo mejor también lo es, pero lo que sí es, esencialmente, es una cuestión de construcción
territorial y de modelo de país. España va camino de un desequilibrio territorial importante, de
espacios limitados por bordes de hierro, conurbaciones enfrentadas y mirándose en disputa, de
territorios desequilibrados y contrapuestos en busca de una grieta para la ruptura o la división.
Evitarlo significa trabajar obsesivamente por la continuidad y cohesión territorial. Implica trabajar
por forzar los espacios abiertos y habitables. Implica homogeneidad y equilibrio en las capacidades y
en las posibilidades. Implica poder hacer cualquier cosa, en análogas condiciones, en cualquier sitio.
Implica dotar a todo el espacio, a todo, de análogas capacidades, dotaciones, infraestructuras... E
implica una trama social que lo resista, que lo potencia y que lo acoja. Para eso, para que esa trama
social exista, es imprescindible empezar, en nuestro medio rural, a pensar en lo femenino. A pensar
que quieren, que precisan, que demandan nuestras mujeres rurales para, sencillamente, quedarse
allí. Porque al igual del clavo que costó un reino, en este caso, la ausencia de mirada femenina puede
costar un país. Esto, ya se ha dicho, no es solo una cuestión de igualdad, que también, es una
cuestión de futuro colectivo.
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Mirar el territorio en femenino implica atender a lo pequeño y a lo concreto. Atender a la escala
humana y entender que el progreso está en lo elemental. Dar respuestas a las demandas de los que
apenas demandan pero mucho precisan, y atender lo esencial que queda desguarnecido sin
atención. Entender que lo público tiene que llegar a lo necesario donde no llega lo privado, y que en
la atención sensible por las personas hay y habrá siente gotas de dignidad que la economía no puede
entender. Mirar al territorio en femenino significa apoyar e impulsar la diversificación entendida
como innovación, dar respuesta atrevida y valiente a la corresponsabilidad y a la conciliación,
encontrar espacios para el ocio y el desarrollo personal y, definitivamente, abrir espacios, a costa de
lo cueste, a la presencia femenina en los centros de decisión, en los lugares de representación, en la
presencia social. No tiene sentido que la pieza más importante en la construcción del futuro, la más
formada, la que tiene proyecto, se pierda en el silencio de los muros interiores o en el olvido de la
distancia infinita.
Mirar en femenino significa impregnar de una orientación atenta todas y cada una de las acciones
que emprendemos por todos y cada uno los actores y las administraciones. No son las cosas iguales
cuando se piensan y cuando se repiensan. Y en esto, en todo, las mujeres tienen que estar en la
repensada. Animo a los planificadores a que revisen sus perfectos diseños, sus arquitecturas del
progreso. Animo a que las revisen desde la perspectiva de las necesidades de una sociedad en donde
necesitamos a las mujeres. Que las revisen y que comprueben, que comprueben hasta que punto
deben cambiarlas. Y no se trata de cambiar por cambiar, como no se trata de escenificar una
diferencia antesala de cualesquiera visiones sectarias. Se trata, simplemente, de poner atención en
las cosas, en las demandas, en las necesidades.
Y también, cómo no, mirar hacia lo femenino significa atender a determinados colectivos de mujeres
que tienen problemas concretos. Dar respuesta a situaciones determinadas que, a veces, resultan
lacerantes. Están ahí, conviene también aprender a verlas.
Acciones singulares donde se precise. Atención y visión global, siempre.
Quizá con todo ello despacio, necesariamente despacio, podamos darle una vuelta a todo esto. Quizá
haya suerte y encontremos las claves para entonar la respuesta correcta. No es exageración, pero
creo que nos jugamos mucho. Y aunque las cartas están sobre la mesa, y es nuestra partida, no creo
que tengamos libre derecho a apostar impunemente. En esto, y casi para finalizar, una mirada
clemente a todo lo que nos rodea no nos vendría mal. Mirar el territorio significa devolver
protagonismo a la gente. Entender que la construcción territorial es un proceso de los que viven
aquí, no de los que especulan desde fuera. Y reconocer el derecho a la gente a tomar las riendas de
su futuro.
Todo eso tiene mucho trazado, mucho por recorrer. Y quiera el destino descubrirnos hasta qué punto
es necesario ponerse a ello. Porque a lo mejor jugamos más de lo que pensamos.
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