la casa dei bambini y algunos relatos breves

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UNIVERSITAT DE BARCELONA
Institute for LifeLong Learning
Institut de Formació Contínua
Instituto de Formación Continua
Universitat de Barcelona
LA CASA DEI BAMBINI
Y ALGUNOS RELATOS BREVES
JUAN JOSÉ MORALES RUIZ
Era el 6 de enero de 1907 cuando se inauguró la primera escuela para niños “normales” de tres a seis
años, no con mi método, pues entonces no existía todavía; pero se inauguró aquella escuela donde mi
método debía nacer poco después. Aquel día, no se componía más que de unos cincuenta chiquillos pobrísimos, de aspecto rústico y tímido; algunos lloraban; casi todos hijos de analfabetos y sometidos a mis
cuidados.
El proyecto inicial era reunir a los hijos de los inquilinos de una casa de vecindad, en un barrio obrero, para
impedir que quedaran abandonados por la calle y la escalera, ensuciando las paredes y sembrando el
desorden. En la misma casa se dispuso una habitación para este objeto y fui encargada de esta institución, que “podría tener un excelente porvenir”. Por una sensación indefinible, sentí confusamente en mi
interior que se iniciaba una obra grandiosa de la que hablaría todo el mundo; así se anunció con énfasis
en la inauguración.
Las palabras de la liturgia que en aquel día de la Epifanía se leen en la Iglesia parecían un augurio y una
profecía: “mientras la tierra se hallaba cubierta por las tinieblas, apareció la estrella de Oriente cuyo resplandor guiaba a la multitud”. Todos los que acudieron a la inauguración quedaban asombrados y se decían: ¿por qué la Montessori exagera tanto la importancia de un asilo para niños pobres? Comencé mi obra
como un campesino que hubiera guardado separadamente la buena semilla y le ofrecieran un campo fecundo donde sembrarla con toda libertad.
Pero no fue así; apenas removí los terrones de aquella tierra virgen, encontré oro en lugar de grano. La tierra ocultaba un tesoro precioso. Ya no era el aldeano que habíase imaginado: era como el talismán que
Aladino tenía entre las manos, sin saberlo, una llave capaz de descubrir inmensos tesoros ocultos.
En efecto, mi acción sobre aquellos niños normales me aportó una serie de sorpresas; será muy interesante conocer esta fábula maravillosa. Es lógico comprender que los medios que habían dado excelentes
resultados con niños deficientes debían constituir un verdadero talismán para el desarrollo de niños normales, y que todo lo que había tenido éxito en el tratamiento de espíritus débiles, en la rectificación de
inteligencias falseadas, contuviera los principios de higiene intelectual capaces de auxiliar los espíritus normales para su crecimiento robusto y recto.
Todo esto no tiene nada de milagroso, y la teoría educativa que se ha derivado de ello es lo que se puede
construir de más positivo y científico, para persuadir a los espíritus equilibrados y prudentes.
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© de esta edición: Fundació IL3-UB, 2013
HISTORIA Y VIDA DE MARIA MONTESSORI
D.L.: B-6012-2013
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Pero he de confesar que los primeros resultados me sorprendieron extraordinariamente y con frecuencia
me llenaban de incredulidad. Durante mucho tiempo fui incrédula, hasta convencerme de que no era una
ilusión. A cada nueva experimentación que me confirmaba la verdad de aquellos hechos, me decía en mi
interior: “Ahora no lo creo todavía, lo creeré más adelante”.
UNA MESA ROBUSTA PARA LA MAESTRA
Empecemos por la condición de las familias de los niños,- prosigue el relato Maria Montessori-. Las familias
pertenecían a las más bajas clases sociales, pues sus padres no eran verdaderos obreros, sino gente que
buscaba día a día una ocupación pasajera y, por consiguiente, no podían ocuparse de sus hijos. Casi todos
eran analfabetos (Montessori, 1982, pp. 182-183).
No siendo posible encontrar una verdadera maestra para ocupar aquel cargo sin porvenir, se pensó en ofrecerlo a la hija del portero para que vigilara a los chiquillos, pero se dirigieron a una persona más culta, la
cual había seguido algunos estudios para maestra hacía algún tiempo y entonces trabajaba como obrera,
no teniendo ambición ni preparación alguna, ni tampoco las prevenciones, que seguramente se hubieran
encontrado en una maestra de profesión. (…)
Los únicos gastos posibles eran los ordinarios en una empresa de escasos recursos, es decir, los muebles y objetos absolutamente necesarios. Por esta razón, se comenzó por fabricar muebles y adquirir algunos objetos. (...)
La Casa dei Bambini no era una verdadera escuela: era una especie de máquina de contar, puesta a cero
al iniciarse una labor. Sin medios para crear el ambiente de los niños, con bancos y mesas escolares, con
los muebles de uso corriente en las escuelas, se preparó un mobiliario sencillo como el de una habitación
cualquiera de una casa.
Al mismo tiempo, hice fabricar un material científico exactamente igual al que yo usaba en una institución
de niños con discapacidad mental, el cual, por haber sido utilizado con este objeto, nadie pensó que pudiera llegar a ser un material escolar. No hay que imaginar que el “ambiente” de la primera Casa de los niños
fuera amable y gracioso, como el que presentan en la actualidad estos colegios.
Los muebles más importantes eran una robusta mesa para la maestra, situada en un sitio dominante, y
un armario inmenso, alto y sólido, en el que podían guardarse muchos objetos, y cuyas puertas se cerraban con una llave que guardaba la maestra. Las mesas destinadas a los niños habían sido construidas
bajo criterios de solidez y duración; eran bastante largas para que tres niños pudieran sentarse en fila; se
colocaron unas detrás de las otras, como los clásicos bancos de las escuelas. La única innovación eran
las pequeñas sillas individuales, muy sencillas: una para cada niño.
Faltaban las flores, que más tarde han llegado a ser una nota característica de nuestras escuelas, porque
el patio de aquella casa, cultivado como jardín, no contenía más que pequeñas plantas verdes y algunos
árboles. (…)
Los sucesos principales de esta época los constituían cosas ínfimas, dignas de aquellos cuentos para
niños que siempre comienzan por: “Érase una vez”. Mis intervenciones eran tan simples y pueriles, que
nadie hubiera podido considerarlas desde un punto de vista científico. Su descripción completa necesitaría un volumen de observaciones, o mejor todavía, de descubrimientos psicológicos.
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EL NIÑO Y LA REINA
El pequeñuelo,- prosigue Maria Montessori-, que componía palabras sobre el tablero con el alfabeto móvil
no se turbó cuando la Reina1 se paró ante él para ordenarle: “Escribe, Viva Italia”, y comenzó por poner
en su lugar las letras del alfabeto que había usado, con la misma serenidad que si hubiera estado solo.
En homenaje a la Reina, hubiera debido suspender el trabajo que estaba realizando, para emprender el que
le había ordenado. Pero había una particularidad de la que no podía prescindir: era necesario recoger y
ordenar las letras sueltas, antes de componer otras palabras con aquellas letras. Y en efecto, después de
aquel trabajo de preparación, el niño compuso sobre el tablero las palabras “Viva Italia” (Montessori, 1982,
pp. 269).
LA REPETICIÓN
Una niña de tres años se ejercitaba con los pequeños cilindros de encaje, que se manejan como los tapones de las botellas; son cilindros de diámetros escalonados, cada uno de los cuales con su posición perfectamente determinada. Me sorprendió que una niña tan jovencita mostrara tanto interés en repetir el ejercicio interminablemente. No había progreso alguno en rapidez ni en habilidad de ejecución: era una especie de movimiento continuo.
Acostumbrada a la medición, comencé a contar el número de veces que repetía el ejercicio, y después
quise probar la resistencia de la extraña concentración que mostraba aquella niña, y le dije a la maestra
que hiciera cantar y caminar a los demás niños.
La niña no se distrajo en su trabajo. Entonces cogí con suavidad la sillita sobre la que se hallaba sentada, y la coloqué sobre una mesa. Con un movimiento rápido, la pequeña había apretado el objeto entre sus
rodillas y continuó su ejercicio sin distraerse.
Desde el instante en que comencé a contar, la niña había repetido el ejercicio cuarenta y dos veces. Se
paró, como si despertara de un sueño, y sonrió feliz: sus ojos brillaban intensamente mirando a su alrededor. Parecía que no se había dado cuenta de las maniobras realizadas a su lado y que no la habían perturbado para nada (Montessori, 1982, pp. 182-183).
LA LIBRE ELECCIÓN
La maestra llegó tarde un día a la escuela, y la víspera había olvidado cerrar el armario con llave. Encontró
el armario abierto y a muchos niños junto al mismo. Algunos cogieron objetos para llevárselos. La maestra atribuyó este acto a un instinto de robo. Para ella, los niños que roban y carecen de respeto necesitan
una severa educación moral. A mi me pareció que los niños conocían suficientemente los objetos como
para poder elegirlos por sí solos y, en efecto, así lo hicieron. Se inició un aumento de actividad, interesante
y vivaz: los niños mostraban deseos especiales y elegían sus ocupaciones.
Por esta razón se adoptó un armario bajo y elegante, que pareció mejor adaptado, donde el material, una
vez ordenado, quedaba mejor dispuesto y al alcance de los pequeños, que lo elegían según sus gustos.
De esta manera, el principio de la libre elección acompañó al de repetición del ejercicio. (…)
1 Elena Petrovich Niegos (Cetinje, 8 de enero de 1873 - Montpellier, 28 de noviembre de 1952), reina consorte de Italia (1900-1946),
esposa de Víctor Manuel III. Fue hija del rey Nicolás I de Montenegro. En 1896 contrajo matrimonio con el príncipe Víctor Manuel de
Saboya, hijo y heredero del rey Humberto I de Italia. La reina Elena reinó sobre los italianos (desde 1900 hasta 1946), sobre los etíopes
(desde 1936 hasta 1941) y sobre los albaneses (desde 1939 hasta 1943).
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Una de las primeras consecuencias interesantes fue ver que los niños no elegían todo el material científico que yo había hecho preparar, sino sólo algunos objetos. (…) Entonces comprendí que en el ambiente
del niño todo debe estar medido, además de ordenado, y que la eliminación de confusiones y superficialidades engendra precisamente el interés y la concentración (Montessori, 1982, pp. 185-186).
LOS JUGUETES
Aunque en la escuela había juguetes realmente espléndidos a disposición de los niños, éstos no los cogían nunca. Esto me sorprendió tanto que procuré enseñarles la manera de jugar con ellos, indicándoles el
modo de manejar la minúscula vajilla, encendiéndoles el fuego de la cocina de muñecas, colocando junto
a la misma un hermoso bebé.
Los niños se interesaban un momento y los abandonaban enseguida, sin elegirlos nunca espontáneamente. Entonces comprendí que los juguetes son algo inferior en la vida del niño, y que éste sólo los elige
cuando no dispone de algo mejor (Montessori, 1982, pp. 193).
PREMIOS Y CASTIGOS
Al entrar un día en la escuela, vi a un niño sentado en una butaquita en medio de la clase, completamente solo, sin hacer nada: llevaba sobre su pecho la pomposa condecoración preparada por la maestra como
recompensa. Ésta me explicó que el niño estaba castigado, pero que poco tiempo antes había recompensado a otro, poniéndole la cruz dorada sobre su pecho.
Pero este niño, al pasar junto al pequeño castigado le había cedido su cruz, como un objeto inútil y molesto para un niño que quiere trabajar. El niño castigado miraba la condecoración con indiferencia, y luego contemplaba tranquilamente la clase, sin mostrarse apenado por el peso del castigo. Esta comprobación anulaba el valor de las recompensas y de los castigos (Montessori, 1982, pp. 195).
EL SILENCIO
Un día entré en clase llevando en mis brazos a un niño de cuatro meses que había tomado de los brazos
de su madre, al atravesar el patio. El niño iba apretado en sus pañales, como es costumbre entre la gente
del pueblo; no lloraba, su semblante era mofletudo y rosado.
El silencio de esa criatura me causó una impresión profunda y quise hacer partícipes de mis sentimientos
a los niños. “No hace ruido”, dije, y para bromear, añadí: “Mirad cómo tiene fijos los pies…, ninguno de
vosotros sabría hacerlo”. Observé con estupor una tensión en los niños que me miraban: todos pusieron
los pies juntos e inmóviles. Parecía que estaban pendientes de mis labios y que sentían profundamente
mis palabras.
“Pero qué delicada es su respiración”, continué. “Ninguno de vosotros podría respirar como él, sin el más
leve rumor…” Y los niños, sorprendidos e inmóviles, contenían el soplo. En aquel instante reinó un silencio sepulcral, comenzó a oírse el tic-tac del reloj, que generalmente no se oía. Parecía que aquel pequeño
hubiese aportado una atmósfera de intenso silencio, como no existe en la vida ordinaria.
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En aquellos instantes, nadie realizaba el más pequeño movimiento. De ello nació el deseo de encontrarse
en aquel silencio, y quisieron reproducirlo. Todos los niños se apresuraron, no podemos decir que con entusiasmo, porque el entusiasmo lleva en sí mismo algo de impulsivo que se manifiesta exteriormente, y esta
manifestación correspondía, por el contrario, a un deseo profundo; pero se inmovilizaron, controlando incluso su respiración.
Y permanecieron así, en actitud serena de meditación. Lentamente, en medio del silencio impresionante,
se oían rumores ligerísimos, como el de una gota de agua que cayera a distancia o el piar lejano de un
pajarito. De esta manera nació nuestro ejercicio del silencio.
LA ESCRITURA
Otra vez vino a verme una delegación de dos o tres madres que me pidieron que enseñara a leer y a escribir a sus hijos. Esas madres eran analfabetas. Y en vista de que yo me resistía (pues era una tarea ajena
a mí), insistieron con vehemencia. Entonces me encontré con las mayores sorpresas.
Comencé por enseñar a los niños de cuatro a cinco años algunas letras del alfabeto, que hice recortar en
papel de esmeril para hacerlas tocar con las yemas de los dedos en el sentido de la escritura; seguidamente reuní sobre una mesa las letras de formas semejantes, para que los movimientos de la mano pequeñita que debía tocarlas fueran lo más uniformes posible. (…)
Nos sorprendió el entusiasmo de aquellos chiquillos; organizaron procesiones llevando en alto, como si
fueran estandartes, los cartones recortados del alfabeto, gritando de alegría. ¿Por qué?... Cierto día sorprendí a un niño que se paseaba solo diciendo: “Para escribir Sofía, se necesita, S, O, F, I, A”, y repetía los
sonidos, que componían la palabra.
Estaba realizando un trabajo, analizando las palabras que tenía en la cabeza, buscando los sonidos que
las componían. Hacía esta labor con la pasión que despliega un explorador en el camino de un descubrimiento sensacional; comprendía que aquellos sonidos correspondían a las letras del alfabeto. (...) Una vez
establecido el alfabeto, el lenguaje escrito debe derivarse lógicamente del mismo, como una consecuencia natural (…) (Montessori, 1982, pp. 209-2011).
Pero los signos alfabéticos no son más que símbolos; no representan imagen alguna y por consiguiente
son fáciles de trazar. Yo no había reflexionado sobre todo esto cuando en la Casa dei Bambini se produjo
el suceso más importante. Un día, un niño comenzó a escribir.
Tuvo una sorpresa tan grande que se puso a gritar con todas sus fuerzas: “¡He escrito; he escrito!”. Sus
compañeros se agruparon a su alrededor, interesados, contemplando las palabras que su compañero había
trazado sobre el suelo de yeso blando. “¡Yo también, yo también!”, gritaron los demás, dispersándose.
Fueron a buscar medios para escribir: algunos se agruparon alrededor de una pizarra, otros se echaron
sobre el suelo, y así comenzó a desarrollarse el lenguaje escrito como una explosión. Aquella actividad
insaciable podía compararse a una catarata.
Los niños escribían por doquier: sobre las puertas, en las paredes, y hasta en su casa sobre la corteza
del pan. Tenían cerca de cuatro años de edad. La iniciación a la escritura había sido un hecho imprevisto.
(…)
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Nos encontrábamos verdaderamente ante un milagro. Cuando nosotros presentábamos libros a los niños
(muchas personas se enteraron del éxito de la escuela, y regalaron libros ilustrados muy hermosos), éstos
los acogían con frialdad: los consideraban como objetos que contenían hermosas imágenes, pero que no
les distraían de esta cosa apasionante que es la escritura.
Por supuesto, estos niños nunca habían visto libros, y durante algún tiempo procuramos llamar su atención sobre ellos, pero no fue posible hacerles comprender lo que era la lectura. Los libros fueron, pues,
almacenados en el armario, a la espera de mejores tiempos.
SIENTO SER TAN PEQUEÑO
Un día se habló de una catástrofe ocurrida en Sicilia, donde un terremoto había destruido por completo la
ciudad de Mesina, ocasionando centenares de millares de víctimas. Un niño de cinco años se levantó, fue
a escribir a la pizarra, y comenzó así: “Siento…”
Nosotros seguíamos interesados en aquella manifestación, suponiendo que deseaba lamentarse por la
catástrofe; pero escribió: “Siento… ser tan pequeño…” ¿Qué reflexión curiosa y egoísta era aquella?
Pero el niño continuó la escritura: “Si fuera grande iría en su auxilio”. Había trazado una pequeña composición literaria, demostrando al mismo tiempo su buen corazón. Era hijo de una mujer que, para vivir, vendía verduras por la calle (Montessori, 1982, pp. 212-213).
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