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EL NORTE
: Domingo 3 de Diciembre del 2000
P E R FI L ES
H I S TO R I A S
Editora: Rosa Linda González
E-mail: [email protected]
La bendición de dar
Reacio a la publicidad, el matrimonio Moller
prefiere seguir la callada labor que ha ocupado
su vida durante 46 años: apoyar a niños
de hogares desintegrados
enry Max Moller es muy claro cuando se
le pide hablar de la casa hogar que junto
a su mujer ha mantenido los últimos 46
años: “No queremos publicidad”.
Lo dice en su acento norteamericano marcado por
erres suaves, sin dejar de sonreír, pero con firmeza.
Este neoyorquino y ex piloto de 80 años –que no
aparenta por lo robusto de su complexión– no tiene
intención de poner en el ojo público una labor que según sus palabras “está hecha por y para Dios”.
Es su esposa Anne, de apariencia frágil y dulce,
quien accede más por amabilidad, que por contrariar
a su marido.
“Ya que han venido hasta acá –por la Carretera Nacional, a la altura de Santiago–, pasen”, dice al tiempo que invita a seguirla a una pequeña sala advirtiendo que no escucha muy bien y que será necesario levantar la voz al hablarle.
Henry se alza de hombros y continúa con los cálculos del presupuesto semanal en la oficina contigua.
Estamos en el Rancho del Rey, una propiedad de
tres hectáreas y media, donde predominan el verdor
del pasto y los tendederos llenos de pantalones de niño, por lo que la construcción al centro, toda en blanco, salta a la vista mucho antes de llegar. Inicialmente eran 15 hectáreas, pero se han ido vendiendo conforme se ha necesitado dinero.
La reja de madera está abierta. No hay que tocar
para conocer las instalaciones: la casa, dormitorios,
capilla, comedor, cocina, oficina y área de juegos, todo por separado. Los únicos guardianes son Dólar, Greta y Little Girl, unos perros bajitos y orejones que se
entretienen olfateando por breves segundos a los recién llegados y luego se van.
Anne se sienta cómodamente en el sofá, recarga la
cabeza sobre el respaldo, cruza los brazos sobre el estómago y extiende las piernas una sobre otra a la altura de los tobillos. Little Girl da un salto y se acurruca a su lado.
C
uando Henry y ella se instalaron aquí a mediados
de los 50 no existía el DIF ni se había puesto de moda la asistencia social como en esta última década.
Sin embargo, entonces como ahora, el matrimonio se
ha caracterizado por su discreción.
A diferencia de otras instituciones que se publicitan en las páginas de periódicos o las pantallas de televisión, ellos no son muy afectos a los medios, prefieren conseguir sus propios recursos entre amistades y
miembros de iglesias cristianas independientes –como a la que pertenecen– del otro lado de la frontera.
De hecho, Anne acepta platicar en su “español
agringado” sobre el Rancho del Rey aclarando que no
es el propósito pedir donativos.
Sus ojos celestes destacan en un rostro blanco y
delgado marcado por los surcos de la edad, pero a sus
79 años conserva cierta chispa infantil y una gran
energía. La mirada se le ilumina al hablar de cómo
ella y Henry se volvieron misioneros.
Se conocieron durante la Segunda Guerra Mundial. A Henry lo enviaron de Nueva York a la base aérea en Pennsylvania. La mamá de Anne tenía un pequeño restaurante en casa, a donde iban a comer los
pilotos. Fue amor a primera vista.
Ella bajó con la Biblia en la mano, mientras él comía.
–¿A dónde vas, hermosa?– le preguntó.
– A la iglesia, ¿me acompañas?
– Dame la dirección y ahí te alcanzo.
Desde esa tarde, Henry, un ateo puro, se identificó con la idea de una vida para servir a los demás.
Quién sabe si por el conflicto que se vivía en el mundo, por romanticismo o por convicción, el caso es que
se volvió un fiel seguidor de Cristo y, por supuesto, de
Anne.
Se casaron y nacieron tres hijos –Linda, Joanna y
Cleofas–. Mientras intensificaban su preparación en
escuelas bíblicas de Oregon y Filadelfia, Henry seguía
piloteando aviones con cierta frecuencia.
El matrimonio esperaba la oportunidad de incorporarse a alguna misión extranjera, pero los coordinadores preferían recién casados para no exponer a
los niños a incomodidades o situaciones de riesgo.
Aun así, Anne y Henry se empeñaron en llevar a sus
hijos al campo misionero. Una iglesia de California los
apoyó con una casa móvil y con un par de maletas se
unieron a un grupo que venía a predicar a Mexicali.
Era tanto el ardor por difundir la palabra bíblica,
que el desconocimiento del idioma y el calor en tierras mexicanas no los amedrentaron. Se internaron
en su territorio y sin proyecto de fijar residencia llegaron hasta la capital del país.
A invitación de unos amigos cristianos viajaron después a Monterrey para seguir con la tarea en los barrios más pobres, donde encontraron varios niños sin
hogar. La circunstancia daría origen al Rancho del Rey.
“Me acordé que cerca de mi casa, en Pennsylvania,
había un orfanatorio llamado Hogar de Cristo, y oré
para que el Señor me indicara si ése era mi camino”,
explica Anne.
Henry no estaba seguro de que eso fuera lo mejor,
no contaban con respaldo económico para hacer frente a semejante obra; esto no parecía preocuparle a su
esposa, quien en cuanto supo de una extensa propiedad que se rentaba, le pareció buen lugar para comenzar.
A los dos años de haberse instalado, la dueña les dijo que vendería la casa y el terreno por si se interesaban en comprar, de lo contrario buscaría otro cliente.
“No teníamos tanto dinero. Mi esposo se fue a Estados Unidos a conseguirlo en distintas iglesias amigas. Yo me quedé sola con los niños.
“Veíamos que la propietaria traía varias personas
a mirar el rancho; los niños se ponían tristes y me
preguntaban si nos íbamos a quedar o no”.
Con mucha fe, Anne envió también una carta a
un predicador que dirigía un orfanato en Dallas; él
mismo había crecido en uno y se conmovió tanto que
viajó al lugar. Al conocer la obra prometió que tendrían el dinero en un par de meses, así fue.
“Creo que fue un milagro de Dios, como el permanecer aquí desde entonces”.
La primera pregunta que todos hacen a este matrimonio al saber que llevan 46 años atendiendo pequeños en un lugar tan apartado de la geografía estadounidense es por qué cambiaron su nivel de vida
y comodidades para echarse a cuestas un compromiso monumental que ha exigido sacrificio, fortaleza y
austeridad.
“Yo pienso que nada perdimos, al contrario, ganamos en amor y en el gozo de servir a Cristo. Ésa es nuestra misión. Bueno, la de todos los cristianos”, interviene por única vez Henry, con la intención de precisar.
El ideal lo compartieron sus hijas Joanna y Linda
hasta que se casaron y se fueron a vivir a Puerto Vallarta. Para entonces ya había nacido Daniel, el más
pequeño de la familia –ahora tiene unos 38 años, es
muy alto, robusto, blanco, de lentes y pelo escaso–. Él
ha sido el sostén de sus padres en las dos últimas décadas, y más ahora que la edad comienza a mermar
sus fuerzas; todas las esperanzas están puestas en él
para continuar la labor.
Sólo Cleofas, el hijo mayor, recriminaba a sus padres por las privaciones que debían pasar en un país
extraño, donde él se enfermaba con frecuencia por el
clima y la comida. De hecho, en cuanto pudo se estableció en Houston, vive ahí con su familia.
E
n promedio, más de mil niños de hogares desintegrados han pasado por las instalaciones del Rancho
del Rey; ahí reciben alojamiento, formación y alimento, asisten de primaria a preparatoria en escuelas de
Santiago; no hay una cuota que los padres deban pagar.
Los pequeños van cada mes a su casa en Monte-
Anne y Henry Moller han establecido su misión en Santiago, Nuevo León, donde han formado a más
de mil niños.
rrey durante un fin de semana y luego regresan.
“De no ser por el matrimonio Moller mi niño no
hubiera estudiado. Yo trabajo lavando en casas y no
me dejan tenerlo a mi lado, gano poco y prefiero que
se eduque, además, ellos son personas muy honestas
y espirituales y le han dado el mejor de los ejemplos”,
dice Guadalupe M., madre de uno de los internos.
Cuando los Moller llegaron a Santiago la gente los
miraba con recelo, como no eran católicos, se imaginaron que querían volver protestantes a quienes se
les acercaran. Las cosas cambiaron, poco a poco los
habitantes apreciaron su apostolado.
Héctor Barbosa, médico originario de ese municipio, fue compañero de secundaria de los muchachos
que vivían en el Rancho del Rey. Cuenta que eran muy
educados y sabían trabajar la tierra.
Al igual que los vecinos, sólo tiene adjetivos como
amable, generoso y honorable cuando se refiere al matrimonio norteamericano.
Es tanta la confianza que han inspirado en la comunidad, que cuando apareció una noticia que involucraba a Henry Max Moller con la propiedad de una
narcopista a disposición del Cártel del Golfo, tras la detención de Juan García Ábrego, hicieron caso omiso.
“La gente los veía en el restaurant El Charro o los
saludaba en la calle como si nada hubiera pasado. Su
comportamiento no daba lugar a sospechas, y siempre pensaron, incluyéndome, que se trataba de una
grave equivocación”, cuenta Alfonso Salazar, vocal del
Consejo Municipal de la Crónica, en Santiago.
De hecho, cuenta Daniel Moller, su padre prefirió
guardar silencio y esperar a las autoridades –que nunca se presentaron– a pesar de su insistencia para que
acudiera a los medios a quejarse por la difamación.
“Mi papá tenía una pista donde volaba un pequeño
avión en el que traía de Estados Unidos comida y ropa
que luego repartía entre los niños del rancho y de las
comunidades vecinas. Esa pista estaba registrada en
los mapas oficiales, y nadie más que él la utilizaba”.
Las declaraciones de una presunta vinculación con
el lavado de dinero y colaboración con García Ábrego
fueron de Eduardo Valle, “El Búho”, ex asesor de la
PGR, quien también involucró a otras personas que
en los días siguientes aclararon sus dichos.
El año pasado, el municipio de Santiago otorgó una
Los niños del Rancho Del Rey conviven con los Moller después de venir de la escuela.
medalla al mérito cívico a Henry y Anne, la que ellos
recibieron con cierta renuencia, pues no son afectos
a los homenajes.
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Para ellos lo mejor es educar a muchachos que se
vuelven profesionistas o buenos padres de familia.
“Les damos una formación espiritual, pero nuestro enfoque no es meter a los niños en una religión,
sino a una relación con Dios, con ese Dios que todos
llevamos dentro”.
De todas formas, algunos son predicadores, tanto
en Nuevo León como en otros estados de la República, y acuden a visitarlos de vez en cuando.
Anne se ha acostumbrado tanto a esta vida llena
de chiquillos saltando por donde quiera, que el día
que se van a su casa el rancho se le hace muy triste.
Son una treintena de muchachos divididos en tres
dormitorios, y para atenderlos el personal voluntario
se compone de cinco o seis personas, incluido Daniel
Moller, quien en una Van blanca los lleva y trae de la
escuela y, si se ofrece, al médico.
“A veces me mortifico porque el dinero apenas alcanza y pienso: ¿qué haremos la siguiente semana?,
pero no falta quien nos ayude. Dios es muy grande, a
pesar de que yo estoy temblando y me falta la fe”.
Tras ese semblante dulce, la fuerza no le ha faltado. Su mayor prueba fue en 1997, durante un incendio ocasionado por una vela que un pequeño dejó encendida por la noche; un niño murió quemado en su
dormitorio.
El Ministerio Público determinó que fue un accidente y los vecinos acudieron para darles ánimo porque ambos estaban destrozados.
Cada mes, Anne escribe historias de algo interesante que sucedió con los niños en el rancho y las
manda a los donantes, junto con un desglose de ingresos y egresos de la casa.
Una de esas historias es la de Héctor y Javier,
quienes hace años vivieron ahí, este último enfermo
de retinitis pigmentosa, por lo que casi no puede ver.
Ambos residen en Monterrey. Héctor va por él, lo
lleva al rancho de visita y lo regresa a su casa.
Cuando Anne quiso saber por qué siempre lo acompaña, él le respondió que durante su estancia ahí había aprendido lo gratificante que es ayudar a la gente.
Ése es el tipo de cosas que la mantienen al pie del
cañón, al lado de Henry, quien administra y se cerciora de la disciplina porque Anne no tiene madera para eso, es muy consentidora.
“Cada niño que crece y forma una familia, de la
que careció por mucho tiempo, es un regalo que me
invita a quedarme aquí hasta que Dios me llame”.
Henry no se anima a decirlo, pero en sus ojos hay
la misma convicción que en los de Anne.
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Diseño: EL NORTE/ Marisol Pérez
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Por MARÍA LUISA MEDELLÍN / FOTOS: CLAUDIA SUSANA FLORES
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