Conchita Robles. La muerte ronda el teatro.

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Conchita Robles
La muerte
ronda el teatro
Carlos Maza Gómez
© Carlos Maza Gómez, 2015
Todos los derechos reservados
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Índice
Introducción ……………..............
Tadeo y Rosita …………………..
Fernando ………………………...
El bofetón de Fernando ………....
El crimen de Tadeo ……………...
El juicio …………………………
Una actriz ……………………….
El matrimonio …………………..
El crimen ………………………..
El juicio …………………………
Vidal y Planas …………………...
Santa Isabel de Ceres ……………
Los gorriones del Prado …………
El saloncillo del Eslava …………
¿Qué sucedió? …………………..
Los motivos de Vidal …………...
Juicio y cárcel …………………...
Un actor de carácter ……………..
Matar a un hombre ……………...
Salvado de milagro ……………...
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Introducción
En la noche del 21 de enero de 1922 se representaba
en el Teatro Cervantes de Almería la exitosa obra “Santa
Isabel de Ceres”, estrenada aquella misma temporada. La
actriz principal, Conchita Robles, almeriense ella misma y
muy querida en su ciudad, se había retirado después del
primero de los cinco actos de que se componía la obra.
Tras un matrimonio desgraciado recuperaba el ánimo
y el deseo de triunfo que la podía llevar hasta lo más alto del
teatro español de la época, no en vano comenzó a los 25 años
en la prestigiosa compañía de María Guerrero para continuar
en otras desde entonces.
Cuando salía de su camerino para atender a un
supuesto empresario que deseaba verla, observó muy cerca al
que ya casi era su ex marido empuñando un revólver.
Horrorizada, se parapetó detrás de un muchacho pero éste, de
apenas 16 años, mal podía defenderla. Ambos recibieron
varios tiros, Conchita en el pecho.
Mientras tanto, el público se sobresaltó, pero no
demasiado. Habían sido advertidos de que en aquella obra
había tiros y sangre, ya que se situaba en un burdel lleno de
tragedias y crímenes pasionales.
La actriz, tambaleante, salió al escenario por una
esquina y se desplomó. Dicen que el público, impresionado
pese a todo, prorrumpió en una sonora ovación. Vida y teatro,
realidad y representación, se unieron por un instante.
Entonces el humilde y joven empleado, herido de muerte,
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apareció con la camisa ensangrentada gritando que aquellos
tiros “eran de verdad”. Todo el teatro quedó paralizado, entre
el miedo y el asombro, mientras se escuchaba otro disparo, el
que dirigía contra sí mismo el asesino.
El decorador de la obra quizá recordara en ese
momento el crimen que él mismo había cometido cinco años
antes, al disparar en el vestíbulo del teatro Apolo contra un
joven aristócrata que le había ofendido, celoso de su relación
con la cupletista Rosita Rodrigo.
El actor Alfonso Tudela, empresario y actor principal
en el reparto, saltó al escenario para calmar al público, que
empezaba a sentir pánico. No podía saber que él mismo,
cuatro años después, sería degollado por su suegra y estaría a
punto de morir.
También ignoraría el autor de la obra, el conocido
dramaturgo Alfonso Vidal y Planas, que un año más tarde de
saber la terrible noticia venida de Almería, él saldría en la
prensa por asesinar en el teatro Eslava de Madrid a un
periodista y autor dramático que además era diputado
almeriense.
Cuatro muertes reunidas en ese instante a modo de
maldición respecto al pasado, el presente y el futuro. La
muerte, como invocada por el primer crimen en la persona
del aristócrata Fernando de Villamar, fijó su atención sobre
Conchita Robles, Manuel Aguilar, Luis Antón del Olmet y
Alfonso Tudela, para traerlos junto a sí.
He querido narrar en este libro, no las posibles
maldiciones ni el fantasma de Conchita que, tal como dicen
en Almería, vaga sin rumbo por el teatro en la espera eterna
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de concluir la obra que estaba representando. Deseaba
recordar los hechos que realmente tuvieron lugar, las
personas que los protagonizaron, presentes de un modo u otro
en aquella función de hace casi un siglo. Porque fantasmas o
espíritus, fueron personas de carne y hueso, con sus
ambiciones, su concepto del honor, sus rivalidades, su
inocencia y culpabilidad. A esos hombres y mujeres que
vivieron, amaron y odiaron, prestaremos nuestra atención en
esta historia, como el mejor homenaje a sus vidas truncadas.
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Tadeo y Rosita
El 20 de diciembre del año 2009 moría en Colmenar
Viejo, provincia de Madrid, el conocido hombre de cine,
propietario de la productora Alexandra Films, Tadeo “Teddy”
Villalba Rodríguez. No era conocido para el gran público al
no integrar la nómina de actores o directores, pero su vida
había estado ligada al mundo cinematográfico desde su
juventud.
Cuando recibió con más de setenta años un Goya
honorario en 2006 por su contribución al desarrollo
contemporáneo de este arte en España, siendo como era
miembro de la Junta directiva de la Academia de Cine, de la
que había sido miembro fundador, tal vez recordara con
emoción la figura de su padre Tadeo Villalba Ruiz, nacido en
Valencia en 1910 y muerto en Madrid con solo 59 años. Con
él, conocido escenógrafo y productor, se adentró en el mundo
de la producción participando como ayudante en algunas de
las más conocidas películas internacionales rodadas en
España: Mr. Arkadin, Moby Dick, La vuelta al mundo en 80
días, Salomón y la reina de Saba, Lawrence de Arabia,
Espartaco, El Cid, Doctor Zhivago… Así, colaboró con
Henry Hathaway, John Huston, Stanley Kramer, David Lean,
King Vidor, Orson Welles, Anthony Mann o Stanley
Kubrick.
En el obituario de “Teddy” Villalba se mencionaba,
efectivamente, su pertenencia a una saga familiar dedicada al
mundo del espectáculo, empezando por su abuelo Tadeo
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Villalba Monasterio, constructor de escenarios, director
artístico, nacido en Valencia en 1886 y que habría de morir
en la misma ciudad en 1956. En calidad de lo primero fue el
encargado de levantar el escenario para la obra de teatro
“Santa Isabel de Ceres” y, por tanto, testigo de la muerte en
la noche de estreno de la actriz Conchita Robles. Para
entonces él conocía bien la muerte puesto que había sido el
autor de unos disparos que acabaron con la vida de un joven
aristócrata cinco años antes.
Retrocedamos pues al tiempo en que sucedieron estos
hechos, en concreto al 25 de febrero de 1917. Tadeo Villalba
era por entonces un joven de treinta años, casado, con tres
hijos: el mayor, también llamado Tadeo, tenía siete años
cuando posaba para los fotógrafos de la época, sentado muy
formalito haciendo como que leía una revista mientras su
padre abrazaba a una hermana más pequeña y sonreía junto a
su defensor legal.
De él se decía entonces:
“El agresor es un artista muy distinguido, que se
ha especializado en el arte de la decoración,
logrando labrarse, con obras muy notables, un
nombre muy estimable y una reputación muy
sólida. Trabajó siempre en colaboración con otro
excelente artista: el Sr. Benedito.
El Sr. Villalba, que no posee grandes bienes de
fortuna, vivía espléndidamente con el producto de
su trabajo” (El Heraldo de Madrid, 27.2.1917, p.
2).
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Estamos ante un hombre de origen humilde, alguien
hecho a sí mismo gracias a sus cualidades artísticas, lo que
será un importante factor en el desarrollo del juicio al que fue
sometido. Buscando información sobre él en diarios
nacionales se encuentran referencias a su trabajo desde 1909,
cuando contaba solo 23 años y fue autor de una celebrada
carroza que desfiló frente al rey Alfonso XIII en una visita
que realizó en mayo a Valencia. La descripción fue la
siguiente:
“«Atrevido».- Obra del pintor D. Tadeo Villalba.
La escena es tan original como emocionante. Un
trozo de monte, y entre peñascos un árbol, a una
de cuyas ramas se agarra heroicamente un niño,
en cuya espalda hizo presa con sus terribles
garras una colosal ave de rapiña.
El Sr. Villalba estuvo afortunado al llevar a la
práctica su boceto; pues produjo la sensación de
realidad que se proponía” (Época, 23.5.1909, p.
1).
Para entonces ya habría comprobado, al estudiar
tempranamente en la Academia de San Carlos, que su amor
inicial a la pintura no era correspondido con una gran
maestría en tal oficio. Fue por ello que su padre lo colocó en
el trabajo que él mismo hacía: representante de casas
comerciales. Sin embargo, el muchacho era infeliz y pugnaba
por encontrar otro espacio para sus cualidades y gustos.
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Fue por entonces que, tras mucha porfía, no siempre
comprendida por su padre, estropeándose durante algún
tiempo la relación entre ambos, fue a trabajar con el conocido
tallista Estellés, en cuyo taller encontró el lugar idóneo para
desarrollarse.
En aquel tiempo era usual que en las fiestas de
primavera hubiera desfiles de carrozas con motivo de las
“Batallas de flores”, del mismo modo que cualquier evento
especialmente importante, como fue la visita del rey, se
salpicara de celebraciones similares. Si a ello le unimos la
larga tradición de construcción de ninots durante las fallas, el
arte de Tadeo Villalba encontró el marco y la justificación
adecuada para hacer de él, poco a poco, una figura destacada
en Valencia.
Cuando sucedieron los hechos que vamos a narrar era
persona muy conocida y apreciada en los mentideros
artísticos de Valencia, empezando a rebasar en su labor el
marco provincial. Se hablaba de él como un hombre de
temperamento vehemente, impulsivo, algo que parecía
asociarse a su juventud y su condición de artista. Eso no era
óbice para que se hubiera casado y formara una familia,
haciendo de él uno de los hombres respetados en el mundo
artístico valenciano.
Para organizar su vida laboral se había asociado a otro
conocido artista al que conoció en la Academia de su
juventud, el señor Benedito, a cuyo local acudían artistas y
próceres del mundo valenciano a demandar sus servicios.
Allí llegó unos años antes del crimen una artista del
mundo de la farándula cuyo nombre empezaba apenas a sonar
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en los teatros: Rosita Rodrigo. Dispongo de una foto tomada
en 1912 en que posa con otras tiples (sopranos o cantantes en
general) del teatro Ruzafa de Valencia. Ninguna muestra una
gran belleza, aunque es cierto que tal valor ha sufrido desde
entonces profundos cambios y lo que era una mujer atractiva
en aquella época causa no poco asombro hoy en día, cuando
aquellas mujeres que llamamos hermosas serían
probablemente consideradas entonces excesivamente
delgadas e insustanciales.
El caso es que ahí se encuentra, riendo junto a sus
compañeras de espectáculo, sobre una silla en cierto
desequilibrio. Tres años antes empezó a destacar. Hija del
secretario del Ayuntamiento de Almusafes, éste la había
enviado nada menos que a Italia para que aprendiese bel
canto. Tomó sus lecciones y, a la vuelta de aquel período de
aprendizaje, se presentó en 1909 a un concurso de belleza.
Tenía dieciocho años. Junto a la fotografía de otras jóvenes,
su imagen se expuso en el Casino provocando que los
caballeros se amontonasen para decidir su particular favorita
en el concurso. No consta que lo ganara pero su imagen, no
excesivamente atractiva, aunque con una mirada imperiosa
que luego fue tachada de dominante, destacaba.
Poco después debutaba en el teatro Apolo para cantar
en una zarzuela.
“Rosita Rodrigo apareció en escena y el público,
para animarla, acogióla con aplausos alentadores.
Pero desde el primer momento estuvo la novel
tiple con un aplomo y una tal valentía, que
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revelaban en la debutante un carácter recio y
decidido.
Y aquella noche triunfó la artista y fue por
muchos días la nota interesante en Valencia.
La señorita obscura y desconocida, hija del
modesto funcionario, había desaparecido. En su
lugar estaba ya la cantante, la mujer del teatro, la
tiple popular, rodeada de todos los halagos y
todas las adulaciones de una implacable cohorte
de aduladores” (El Pueblo, 29.5.1918).
Este diario republicano, defensor del artista Villalba
en aquel suceso, no sabía el espléndido futuro que esperaba a
Rosita, la que habría de ser una de las cantantes de “varietés”
más famosa de los años veinte, cuando se la llamara la reina
del Paralelo barcelonés, recibiendo en su local el “Patio del
Farolillo” al propio rey, hasta propalarse rumores de amoríos
con el mismo dictador Primo de Rivera.
Tadeo la conoció, cuando ya era cantante pero aún
muy joven, porque Rosita acudió al taller de Villalba y
Benedito en demanda de una original máscara para un baile
de disfraces. Se habló de amoríos entre ellos pero nunca se
confirmó tal extremo, negado por ambas partes. Entonces era
habitual que una joven que empezaba a despuntar en su
carrera dentro del mundo de la farándula, tuviera
admiradores, regalos, amantes y una fama de cierta
liberalidad en las relaciones con los hombres. Una estrella
emergente como ella debía siempre ir acompañada, hacer que
se hablara de sus relaciones con gente enriquecida,
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aristócratas capaces de perder la cabeza. Vemos en este breve
retrato un trasunto de lo que habría de suceder con otra
muchacha que llevaría una carrera paralela a la de Rosita: la
propia Conchita Robles.
Por un tiempo la primera pareció sentar la cabeza,
casándose con uno de esos admiradores: un viudo adinerado
que la seguía en todas sus representaciones. Pero el mundo
del teatro era incierto, los celos debían ser continuos, el
hecho de estar casada no era óbice para recibir regalos de
nuevos admiradores, lo que originaría discusiones en la
pareja. Poco tiempo después el matrimonio se disolvió sin
que se supiera de ningún reproche entre ellos.
De manera que, en el momento del suceso que
traemos a colación, Rosita Rodrigo es una joven de 26 años,
separada y nuevamente disponible, artista con una
experiencia cada vez mayor, que se había estrenado como
cantante en la que sería tierra de sus triunfos (Barcelona) y
planeaba trasladarse a las Américas para aumentar su fama.
Tadeo Villalba era también conocido en Valencia, apuntando
la ampliación de sus trabajos. Le veremos haciendo desde la
cárcel un diseño pendiente para un Casino cordobés. Sin
embargo, sí llevaba una vida más ordenada desde el punto de
vista familiar y, aunque estuviera distante de sus padres,
disfrutaba de un cómodo hogar con su mujer y sus niños
pequeños. En esta inocua relación entre ambos faltaba un
tercer elemento, el que habría de provocar el suceso y
padecer sus consecuencias.
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Fernando
Fernando Hernández de la Figuera y Ferrer de
Plegamáns era hijo del ex diputado provincial Fernando
Hernández, conde de Villamar, y de Teresa Ferrer de
Plegamáns y Haya, condesa de Plegamáns. Largos apellidos
para un “condesito”, como le llamaban sus conocidos, de 19
años y sin dedicación conocida, aparte de asistir a comidas
campestres, corridas de toros, fiestas y espectáculos teatrales,
según se deduce de los comentarios vertidos en los periódicos
aquellos días.
Hijo único y heredero del título, no parecía necesitar
más que la diversión y el entretenimiento. “Tenía fama de
bravucón” afirma “El Siglo Futuro”, “era aficionado a la
matonería y a la continua juerga”. Cuando uno contempla su
fotografía, sombrero a la cabeza, cara afilada y ojos algo
saltones, no puede dejar de adjudicarle el calificativo de
“lechuguino”, como persona joven demasiado arreglada y
presumida.
Los padres, atentos a conservar el cuestionable honor
de su hijo fallecido, aseguraban que no iba a muchos bailes,
que disponía de una asignación limitada y, por tanto, no
podía haber comprado los vestidos lujosos que lucía Rosita,
tal como afirmaban los periódicos. Es de suponer que
limitarían sus gastos ante el temor de que dilapidara gran
cantidad de dinero en su género de vida, pero siempre podría
obtener préstamos y regalos generosos de los parientes.
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En aquel entonces los hombres ricos como él,
aristócratas, de posición social asegurada, daban por supuesto
que la juventud era para disfrutarla en bailes, espectáculos y,
sobre todo, manteniendo a alguna mujer que hiciese de
querida y con la que poder lucir su magnificencia y posición
ante otros hombres. En ese sentido, los objetivos
fundamentales eran las jóvenes de los barrios bajos propicias
a acompañarles en una juerga, si bien peligrosas por sus
modos pasionales de querer, y las artistas del teatro, de mayor
calidad y lucimiento, pero también más caras de mantener.
Pasemos entonces a describir los hechos que tuvieron
lugar aquel domingo 25 de febrero de 1917. No hubo ningún
testimonio de una relación amorosa de Rosita con Tadeo
Villalba, pese a los rumores que empezaron a correr tras el
suceso para intentar justificarlo. Sin embargo, sí está
constatado el interés del “condesito” hacia aquella tiple que
cada vez era más conocida en el mundo de la farándula.
Evidentemente, que el primogénito de un conde te
hiciera la corte, te comprara vestidos y otros regalos, te
rondara a la salida del teatro y bailara contigo, no era
desdeñable para una artista como ella. Si estos señoritos
necesitaban la compañía de estrellas del teatro, también éstas
necesitaban amigos ricos que las enaltecieran dentro de la
sociedad de su tiempo.
Siendo una mujer separada, con veintiséis años, siete
más que ese pretendiente no muy agraciado pero conde y
disponiendo de dinero, suponía que podía manejarlo
adecuadamente. Por eso esa mañana en que tenía otros
planes, Rosita le dijo a Fernando que no iría a comer con él a
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Torrente, donde la invitaba. El muchacho se lo tomó a mal y
quiso obligarla a subir al carruaje, según manifestaron
posteriormente sus amigos. Ella se opuso tan violentamente
que casi estuvo a punto de arrojarse al suelo desde el asiento
donde él la empujaba.
La escena se recordaba como algo violenta y debió
poner al condesito de muy mal humor. De hecho, hay
constancia de que finalmente comió con su madre, que se
encontraba algo enferma, en la casa familiar. El padre estaba
cumplimentando una visita política en Áyora aquel día.
¿Qué tenía que ver Tadeo Villalba con estas
relaciones? Aparentemente nada. Se consideraba buen amigo
de Rosita, la saludaba con interés y cortesía cuando se
encontraban y poco más. Aunque algunos periódicos de
Madrid tomaron el crimen como un problema pasional entre
dos hombres enamorados de la misma mujer, la realidad
parecía más trivial. Es cierto que Rosita, por su condición de
artista, deseaba gustar como mujer a sus admiradores y
amigos. Debía de ser coqueta, algo nada inusual en su
profesión, y jugar al amor atrayendo y alejando a los hombres
que la admiraban.
“-¿Es cierto –preguntamos- que usted bailó el
primer día de Carnaval con el señor Hernández de
la Figuera?
-Sí; bailé con él, porque se acercó a saludarme al
palco donde estaba. Bailé con él un instante,
como bailé con otros varios, y hubiera bailado
con usted si hubiera querido.
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- ¿Y acerca de las causas del suceso?
- Yo no sé nada. Ni me importa nada” (El
Heraldo de Madrid, 27.2.1917, p. 2).
Fijémonos en las frases finales. No sabe nada del
crimen que ha tenido lugar pero, no contenta con afirmar su
ignorancia de los hechos en los que estaba inevitablemente
envuelta, sostiene con rotundidad: “Ni me importa nada”. Es
cosa de hombres, viene a decir, no tiene nada que ver
conmigo ni tengo interés en por qué han hecho lo que han
hecho. A mí me basta, como artista, atender a mis
admiradores manteniéndolos a una prudente distancia pero no
tanta que se alejen de mí. Quiero jugar a gustarles, hacer que
vengan como moscas a la miel para luego, según convenga,
darles celos, mostrarles que no soy suya pero quizá puedo
llegar a serlo. Es un juego y sé jugar a él.
Para el público valenciano y madrileño que leía las
noticias no cabía duda de que el origen de la afrenta de uno y
la muerte del otro era Rosita Rodrigo. ¿Qué había hecho ella
para provocar el crimen? ¿Qué forma de coqueteo se le había
ido de las manos? ¿Quiso poner celoso al condesito
sugiriendo una relación con aquel amigo pintor al que
encontraba en algunas ocasiones? Los lectores, que seguían
con apasionamiento el caso, así lo creyeron a pies juntillas. El
mito de la “mujer fatal”, la que utilizaba y manejaba a los
hombres, estaba muy extendido, sobre todo entre las artistas.
No debió parecerle mal a Rosita una fama semejante que aún
le habría de atraer a nuevos admiradores, sabedores del
peligro de una hembra semejante pero fascinados por el
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encanto añadido de una muerte motivada por el amor no
correspondido de ella.
“El Pueblo”, diario republicano que tomó partido a
favor de Villalba, señaló a Rosita y sus devaneos como
culpables de lo sucedido desde el principio, incluso fabulando
una posible conversación en un palco con su frustrado
pretendiente Fernando:
-
-
-
“ - De manera que el pintor Villalba…
La cupletista exclamó con viveza:
Villalba es para mí un buen amigo y nada más.
¿Nada más? –insistió el condesito.
Ya te lo he dicho.
Pero de repente la cupletista dijo con mimo, como
deseando ser halagada por una conversación de
adorador decidido e incondicional:
Te digo que nada hay entre el pintor y yo… Pero
…
Y clavó su mirada fatal en los ojos del condesito.
Pero… ¿y si hubiera algo entre Villalba y yo?...
¿qué harías tú?
Fernandito nada contestó. El problema que
aquella mujer le planteaba, tenía demasiada
importancia al pensar del conde… Mientras tanto,
la mirada, aquella extraña mirada de la cupletista,
seguía envolviendo a Fernando, oprimiéndole con
su influjo singular…” (El Pueblo, 29.1.1918).
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Este relato, casi una novela decimonónica de pasiones
desatadas, celos, amores de una artista y un aristócrata, es
pura invención. Fue publicado en vísperas del juicio contra
Villalba. Este diario denostaba de los aristócratas pero no
cabía cebarse en la figura del fallecido que, a fin de cuentas,
bastante había pagado la agresión que llevó a cabo contra su
asesino. El retrato de lo sucedido se justificaba así afirmando
que ambos hombres se habían enfrentado por las malas artes
de lo que denominaban “una mujer fatal”. En todo caso, el
que había efectuado los disparos era tal vez, a su juicio, el
más inocente de los tres implicados.
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El bofetón de Fernando
“Yo apenas conocía a Fernandito de la Figuera, ni
tuve jamás trato ni cuestión alguna con él” afirmaba Tadeo
Villalba desde la cárcel dos días después del crimen, aunque
añadía:
“Con su padre, sí. A principios de Enero se
enfriaron nuestras relaciones por un incidente
surgido por admisión de un socio en la Peña, y
por atribuirme intimidad amorosa con Rosita
Rodrigo.
A ésta la conozco sólo como artista, y ella a mí
poquísimo” (La Nación, 28.2.1917, p. 3).
De esta forma sabemos que ambos contendientes se
conocían y no parecían simpatizar demasiado. No conocemos
qué cuestión les había separado en lo que se refiere a la
admisión de un socio en la Peña probablemente de artistas en
la que Villalba tenía amplia influencia. Sin embargo, sale a
relucir también que el conde de Villamar, quizá molesto por
la negativa del pintor a admitir a un recomendado suyo, le
achacaba relaciones amorosas con la cupletista a la que
rondaba su propio hijo. ¿O fue este rumor propalado por el
conde lo que motivó la negativa de Villalba a admitir a ese
posible socio?
El caso es que el rumor existía, fuera cierto o no, lo
que debía llegar a conocimiento del condesito, además de los
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duros términos que en la intimidad su padre el conde le
adjudicaría en base a la ofensa recibida respecto de su
recomendado. Todo ello fue el caldo de cultivo de la tragedia
por venir. ¿Fernando de la Figuera pidió explicaciones a
Rosita respecto al rumor que corría? Es más que probable. En
ese contexto se entendería la folletinesca conversación que el
diario republicano adjudicaba a ambos.
Así pues, el mismo que había ofendido a su padre el
conde, un simple pintor proveniente de un hogar pobre y sin
clase, a ojos de Fernando, era el que además estaría
intentando robarle la mujer que pretendía.
Volvamos a los hechos de aquel domingo. Tadeo
Villalba se había encontrado con varios amigos para comer
en Miramar. Entre ellos dos portugueses con los que trabó
intimidad y que se encontraban en Valencia de paso.
Volvió con todos ellos a las cinco hasta la plaza de
toros, donde el diestro Juan Belmonte se aprestaba a hacer
una buena faena. Era una ocasión importante y allí estaba lo
más conocido del mundo cultural y aristocrático de la capital
del Turia, lo mismo que más tarde habrían de concurrir al
nuevo espectáculo que se presentaba en el teatro Apolo. Una
excelente forma de pasar un día festivo, todo sea dicho de
paso, con dos espectáculos que eran dignos de verse.
Llegados a los toros:
“Allí vimos a Rosita Rodrigo en un palco. Como
yo sabía que estaba contratada para Lisboa, la
presenté a mis amigos, por si allí podían servirla.
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Inmediatamente me marché a otro palco con unos
amigos” (Idem).
Así continuaba la escueta narración del detenido. En
el juicio nadie negó la normalidad de aquella tarde. No era
extraña la razón de dirigirse al palco de una artista tan
conocida para presentarle a aquellos amigos portugueses,
teniendo en cuenta que pocos días después la cantante
marchaba a Lisboa para luego recalar en las Américas.
También parece cierto que contempló la faena del
diestro sevillano acompañando a sus dos más íntimos amigos,
como luego se confirmará: Carlos Carles y su socio
Carballeda Benedito. Sin embargo, es posible que Fernando
Hernández le viera cumplimentando a Rosita cuando le
presentó a sus amigos portugueses, sentado un momento con
ella, charlando con animación. Podemos suponer también
que, a la salida de la corrida, cuando ambos se encontraron, él
le preguntara nerviosamente a ella qué había estado haciendo
el pintor en su palco. La respuesta, seguimos suponiendo, no
debió satisfacerle demasiado ni tranquilizarle. El primer acto
del drama estaba a punto de tener lugar.
“Al final de la corrida salíamos en un grupo
Rosita Rodrigo, Fernandito Villamar, mis amigos
portugueses y yo. Y al llegar al umbral de la
puerta llamada de autoridades, sin que nada lo
motivara y de la manera más inesperada, se
abalanzó sobre mí Fernandito Villamar y me
abofeteó. Promovióse el escándalo consiguiente;
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todos los presentes sujetaron a Fernando y a mí,
por lo cual yo no pude repeler la agresión y quedé
con el bochorno que usted puede figurarse” (El
Pueblo, 24.1.1918).
Sin que variara sustancialmente la situación, la
narración de Villalba no recoge algunas precisiones de
interés. Al principio se dijo que había recibido dos bofetones,
lo que en principio extraña un poco. Uno podía recibir pero
dos sin defenderse resulta raro. En realidad, el primer golpe
lo recibió estando Fernando detrás de él y, ciertamente, sin
que mediara provocación ni altercado entre ellos.
Indudablemente, el condesito iba ya “caliente” contra él
probablemente por las causas comentadas.
Al sentir el golpe Villalba fue a volverse, momento en
que recibió el bofetón en la cara. Casi al mismo tiempo se
debieron suceder empujones, gritos y los amigos se
interpusieron entre ambos impidiendo, ciertamente, que se
enzarzaran a golpes.
En ese momento interviene el gobernador general de
la provincia, señor Cortina, que se disponía a subir a su
carruaje. Conocía a Villalba y se hizo cargo de él llevándolo
hasta el coche para alejarlo del tumulto e impedir la
contienda. Solo cuando se subió al vehículo el pintor pudo
darse cuenta de quién le había golpeado, ya que hasta
entonces se sentía completamente desconcertado.
En el trayecto su mente empezó a asimilar la ofensa.
Indudablemente comentó el hecho con el gobernador.
26
-
-
¿Ha visto lo que ha sucedido? -le diría-, Fernandito
me ha ofendido, no entiendo qué ha pasado pero esto
es inadmisible, ni siquiera he podido responderle
como merecía.
Vaya usted a hablar con su padre el conde y que le
meta en cintura -dicen que le respondió el gobernador.
El condesito ya es mayor de edad -contestó el otro-, es
responsable de lo que hace.
Entonces sólo le queda a usted portarse como un
caballero y enviarle sus padrinos.
Ésta fue aproximadamente la conversación que algún
periódico afirmó que tuvo lugar. De nuevo sólo puede
suponerse, puesto que los únicos presentes eran ellos dos y el
cochero del gobernador, testigo involuntario del crimen poco
después, y que no haría nada por implicar a su jefe en el caso.
Que es más que probable justificaría la crítica que se atrevió a
pronunciar el defensor de Villalba en el juicio, acusando al
gobernador de no haber sabido controlar la situación.
Lo cierto es que la sugerencia no podía ser más
evidente en aquellos tiempos, aunque los duelos estuvieran
prohibidos y tuvieran lugar bajo cuerda. El ofendido pidió
entonces al gobernador, que lo llevaba hacia el teatro Apolo,
que se detuviera en el Casino Agrícola. Al descender del
carruaje pasaron por allí los mismos amigos con los que
hubiera ido hasta el teatro de no mediar la agresión.
Carles y Benedito se interesaron por él, se ofrecieron
a llevarlo para ir juntos, pero él insistió en que tenía algo que
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hacer. Les pidió que le dejaran en taquilla una entrada a su
nombre y prometió alcanzarles más tarde.
Entrado en el Casino pidió papel y pluma para escribir
dos cartas dirigidas precisamente a los dos amigos íntimos a
los que acababa de despedir. En ellas les pedía que acudieran
al domicilio de los Villamar para demandar una disculpa
pública del condesito y, en caso de negarse, una satisfacción
en duelo para el que habrían de servir de padrinos.
Entregadas las cartas al ujier para que las enviara con
premura, decidió acudir hasta la casa de Rosita Rodrigo para
discutir el caso. Conocedor de los rumores que los
relacionaban empezaba a comprender el porqué de la
agresión y quería pedir una explicación a la artista sobre qué
había sucedido exactamente y tal vez qué papel había jugado
ella en el conflicto.
Se sabe poco de aquella visita, que sólo se reveló en el
propio juicio. Tres días después del suceso se había
comentado que en la misma puerta del Casino una mujer le
había gritado que era “un cobarde, un hombre indigno y sin
valor” pero tal cosa parece una exageración. Ni siquiera
privadamente Rosita podía adoptar una actitud semejante. En
la declaración ante el tribunal Villalba no sostiene haber
hablado con ella cuando llegó a su casa, pero sí que allí le
dijeron “que el hijo del señor conde de Villamar tenía un
temperamento muy vehemente, y que fuera despacio con él”.
No sería una criada quien se lo dijera, desde luego, tuvo que
ser la propia Rosita cuando supo que Villalba estaba decidido
a batirse en duelo para defender su honor.
28
Es curioso observar las pocas explicaciones que da
Villamar sobre la intervención de la cupletista, su insistencia
en que apenas la conocía desde hacía poco (cuando en
realidad su mutuo conocimiento databa de varios años), el no
mencionar la visita a su amiga hasta el juicio y no a los
periodistas que le habían entrevistado antes. Para entonces
Rosita Rodrigo triunfaba en México y Argentina, en cuya
capital, Buenos Aires, habría de residir cierto tiempo.
Además, ella ya había declarado que no sabía nada de lo
sucedido y que no le importaba.
Todo parece exagerado en este caso, visto desde los
valores actuales. Probablemente Villalba fuera un buen
amigo, un amigo de mucha confianza podríamos decir. Sin
llegar a mayores intimidades, los rumores de unas posibles
relaciones, ese afán de ocultar su mutuo conocimiento frente
a la sociedad valenciana y a su mujer, la confianza de acudir
a su casa para plantear sus preguntas, indica que entre ellos
había al menos bastante confianza. ¿La suficiente para
provocar los celos del condesito? Probablemente.
Pero si exagerados eran los celos de este último, ya
que a fin de cuentas las artistas de teatro estaban
frecuentemente rodeadas de admiradores, mayor exageración
supone lo que sucedió a continuación: el segundo acto del
drama.
29
30
El crimen de Tadeo
Era poco antes de las siete de la tarde cuando Tadeo
Villalba, aún convulso por la ofensa recibida, se hizo llevar
hasta el teatro Apolo donde había quedado con sus amigos.
Llegaba tarde a la representación, que había empezado a las
cinco y media, trayendo la compañía del maestro Penella
varias obras dentro del género de revista: El Chiquillo, el
Barquillero y El Amor de los Amores.
Habiéndose entretenido escribiendo aquellas cartas,
con la visita a Rosita Rodrigo, como dijimos, encargó que le
dejaran en taquilla, doblada, su entrada. Fue por eso, según
manifestó, que se dirigió hacia allí.
Es difícil reconstruir su trayecto desde la calle hasta el
vestíbulo, pese a la poca distancia entre ambos puntos. El
teatro fue derribado en 1969 para construir edificios de
viviendas, dando fin a una vida que se extendía desde 1876.
Las fotos de que se dispone no muestran muchos recovecos
ni demasiadas formas de ocultarse a la vista de los
viandantes. Pese a ello, se discutió con vehemencia durante el
juicio si Tadeo Villalba había hecho un recorrido que le
permitiera no ser visto (lo que indicaría premeditación) o si,
sobresaltado al encontrar en la acera a Fernando Hernández
de la Figuera, se ocultó en un vano que formaba el vestíbulo.
El condesito se hallaba en la acera junto al cochero
del gobernador, José Vila, al que llamaban “el Salao”. Ambos
miraban, según manifestó este último, hacia la plaza de las
31
Barcas y solo por casualidad no vieron a Villalba, que acudía
a la taquilla, junto a la cual se encontraban.
El encuentro era realmente desafortunado pero
tampoco imposible ya que gran parte de los asistentes a los
toros marchaban después de la corrida hacia el teatro Lírico o
el Apolo, los de mayor atractivo de la ciudad. Los amantes de
la zarzuela al primero, los de la revista al segundo. De
manera que no era extraño prever un segundo encuentro entre
ambos, si bien desde la lejanía de los palcos, era de suponer.
Quiso la mala suerte que, por el contrario, estuvieran a
punto de encontrarse en plena acera, junto a la taquilla. ¿Qué
hacer? Villalba tuvo que decidirlo en un segundo.
¿Enfrentarse otra vez y darle de bofetadas para vengar la
afrenta recibida? Un caballero no haría eso sino que
procedería como lo estaba haciendo hasta ese momento:
enviando al ofensor sus padrinos. ¿Hacer como si no le
hubiera visto? Eso, además de ridículo por la estrechez de la
acera, le expondría a nuevas ofensas.
El pintor optó instintivamente por ocultarse a la
sombra del vestíbulo. Había otras personas caminando por el
lugar, algunos retrasados como él que ingresaban al teatro a
toda prisa y sin fijarse en nada. A partir de ese momento hay
unos hechos que sucedieron y hasta tres testimonios
diferentes de la causa de los mismos.
De repente, un brazo se extendió desde el vestíbulo y
se oyeron dos disparos consecutivos. El primero, al decir de
los forenses y el ministerio fiscal durante el juicio, entró por
la sien izquierda originando una muerte casi instantánea. El
segundo, tras girar la víctima por el primer impacto, entró por
32
el maxilar superior para terminar el proyectil alojado en el
cuello. Esta trayectoria descendente parecía indicar que el
cuerpo estaba desplomándose en el momento de recibir el
segundo disparo.
Muchos se quedaron sorprendidos por las
detonaciones, sin acertar a saber de dónde provenían. El
primer testimonio, el de los testigos independientes, consistía
en puro desconcierto. Sonaron dos disparos y Fernando,
conde de Villamar, se encontraba en el suelo en medio de un
charco de sangre. Un tal Vicente Cano, que se encontraba en
otro lugar del vestíbulo, sólo vio un brazo extendido que
sujetaba un revólver. El testigo principal resultaba ser “el
Salao”, cochero del gobernador. Uno da en pensar que su jefe
no deseaba verse envuelto en más habladurías o críticas como
las que pronunció el defensor contra su incapacidad para
controlar la situación creada.
Tal vez por eso aleccionara a su empleado para que no
se comprometiera en su declaración. Por ello dio una de cal y
otra de arena. Afirmó genéricamente que se encontraba con el
condesito hablando de toros pero que, justamente en el
momento de los disparos, se hallaba distraído porque había
pasado un coche y las caballerías de su carruaje se habían
puesto nerviosas. Hubo de sujetarlas justo cuando se oyeron
los disparos, por lo que no pudo ver nada. Esta “distracción”,
que probablemente fuera real, por otra parte, resultó clave en
la resolución del jurado sobre el crimen cometido.
Los dos siguientes testimonios corresponden al propio
Tadeo Villalba. Inicialmente, en un par de entrevistas que
tuvieron lugar en la cárcel antes de la celebración del juicio,
33
manifestó que se ocultó en el vestíbulo y, desde allí,
comprobó que el condesito refería al cochero lo sucedido en
la plaza de toros y se jactaba del bofetón que había propinado
al pintor. Eso le hizo indignarse y, ofuscado, sacó un revólver
que llevaba sin funda en el bolsillo y que, según afirmó,
apenas sabía utilizar. Siempre sostuvo que lo había hecho con
el propósito de amedrentar a aquel impertinente, que no supo
cómo disparó dos tiros ni la forma en que lo hizo. En otras
palabras, que fue un gesto inconsciente, llevado a cabo en la
excitación del momento.
Durante el juicio su testimonio cambió en un aspecto
fundamental, sin duda aleccionado por Juan Barral, su
defensor. Allí afirmó que el condesito le había visto y se
dirigió a él “con el semblante descompuesto y en actitud
agresiva”. Visto así, habría obrado en legítima defensa. Pero
eso era torcer mucho los hechos comprobados. El cochero
afirmaba que antes de los disparos ambos estaban mirando
hacia otro lado. Además, los forenses certificaban que el
primer disparo impactó lateralmente con el fallecido.
En ese sentido, el hábil defensor dejó en duda el orden
de los disparos porque, si el del maxilar fue el inicial,
entonces la víctima estaba de frente al asesino. Por otro lado,
la distracción del cochero resultaba fundamental porque,
durante unos segundos, había perdido de vista a la víctima.
¿Pudo en ese breve tiempo percatarse de la cercana presencia
de Villalba y hacer ademán de dirigirse a él de forma
agresiva?
Todo indica que el testimonio de Villalba durante el
juicio en este sentido fue una declaración preparada por su
34
defensor, a la vista de que los testimonios de los testigos
dejaban margen a una interpretación semejante que
exculparía a su cliente.
Creemos que el crimen no fue premeditado aunque
queda la duda de por qué llevaba un revólver sin funda en el
bolsillo aquella tarde y quién se lo había dado. Eso se
aclararía durante el juicio. Sin embargo, todo indica que el
crimen fue un asesinato con alevosía, tal como señalaba el
fiscal, es decir, realizado con indefensión de la víctima.
Lo lógico es que éste, durante aquellos segundos
cruciales, estuviera más atento al alboroto de la caballería que
a mirar a su alrededor. Había estado hablando con el cochero
sobre lo sucedido en voz alta, quizá presumiendo de lo gallito
que podía llegar a ser y cómo había humillado al que entendía
amante de la mujer que pretendía. Todo esto, escuchado en
las sombras del vestíbulo por Villalba, había hecho que éste
hirviera de rabia y, echando mano al arma, disparase hacia la
figura que continuaba mirando hacia otro lado.
En ese momento escapó del lugar. No se quedó para
entregarse a la policía. Los disparos habían causado gran
alarma a los que permanecían dentro del teatro. Uno de ellos,
el médico forense Rafael Ferrer, salió con muchos otros para
ver qué hacía sucedido y atendió a la víctima
inmediatamente. Aunque el cuerpo fue conducido hasta la
cercana casa de socorro de la Glorieta, ingresó cadáver y fue
llevado poco después hasta el cementerio.
Aprovechando la confusión inicial Villalba ingresó en
el teatro, se mezcló entre la gente alarmada que preguntaba
qué había sucedido y salió por la parte de atrás. Caminó
35
durante bastante rato por la Gran Vía, tiró el revólver tras
unos arbustos. Luego se dirigió a casa de su amigo Carlos
Carles para contarle lo sucedido y preguntar qué hacía.
Su instinto le había llevado a ocultarse, a fin de
cuentas estaba casi seguro de que nadie le había identificado
como el autor de los disparos. Según manifestó, estuvo
confuso en aquellas horas. En realidad obedecía al impulso
de esconderse, tal vez hacer como que la cosa no iba con él,
alejarse del lugar de su crimen. Incluso afirmaba no saber
durante aquel tiempo que Fernando hubiera muerto a
consecuencia de los disparos.
Su amigo Carles le informó de la muerte y quiso que
entrara en razón, mandó recado para que viniera su socio
Benedito, su otro amigo íntimo. Entre los tres llegaron a la
conclusión de que todo señalaba a Villalba como autor de los
disparos y lo que tenía que hacer era entregarse. Pasadas las
diez de la noche llegaron Benedito y él hasta el despacho del
gobernador y amigo señor Cortinas. Allí el pintor se confesó
autor de la muerte del conde por lo que el gobernador lo
condujo hasta los Juzgados para que fuera detenido.
36
El juicio
¿Honor, venganza? ¿Un asesinato alevoso y criminal
o un homicidio en legítima defensa? Ésta era la alternativa
que tenía ante sí el jurado que quedó finalmente constituido
el 29 de enero de 1918, no sin que mediara un enfrentamiento
entre el fiscal Antonio Sánchez Cortés y el defensor Juan
Barral en torno a la posibilidad, que hoy nos parece
sorprendente, de que dos miembros de ese jurado fueran a su
vez testigos en la causa.
Rechazada esa posibilidad por el presidente de la
Audiencia, lugar donde se celebraría el proceso, Sebastián
Aguilar ordenó que las partes procediesen en sus
interrogatorios. El primero en declarar extensamente fue el
acusado Tadeo Villalba, que desgranó las circunstancias ya
comentadas en capítulos anteriores, introduciendo la novedad
de que su actuación final estuviera fundamentada en la
legítima defensa.
El informe de los testigos del crimen, por otra parte,
no era decisivo como hubiesen querido el fiscal y el acusador
privado Juan Dualde. Aquella “distracción” del cochero del
gobernador impedía tener la seguridad de que la víctima
estuviera indefensa y no hubiera visto en el último momento
a su agresor. ¿Mientras “el Salao” controlaba a las caballerías
Fernando había percibido la cercanía de Villalba y había
hecho algún gesto agresivo?
El defensor se cuidó de dejar en el aire la duda sobre
si esto había pasado o no. De todos modos, ni el cochero ni
37
Vicente Cano, que se encontraba en el vestíbulo, vieron otra
cosa que un brazo que enarbolaba un revólver. ¿Es posible
que lo que no vieron los dos, en particular el cochero que se
encontraba junto a la víctima, lo viera ésta con toda claridad?
Es más que dudoso. Todo hace indicar que Villalba estaba
agazapado ocultándose del condesito en el hueco del
vestíbulo.
Por otra parte, estaba el informe forense, que resultaba
decisivo. Se habían efectuado dos disparos: uno había
impactado en la sien izquierda y otro en el maxilar hasta que
la bala se alojara en el cuello. Los médicos dieron aún más
precisiones: la primera bala había sido disparada desde una
distancia de metro y medio a dos metros, una distancia que
confirmaba el propio acusado, mientras que la segunda bala
había impactado en la cara de la víctima desde más cerca.
Teniendo en cuenta la rápida sucesión de los disparos
y que nadie vio a Villalba aproximarse a su víctima, no se
puede dejar de reconocer imprecisión en este último detalle.
Resulta imposible creer que se aproximara para efectuar el
segundo disparo sin que los demás dejaran de verle con
claridad.
Así pues, podemos tener la certidumbre de que ambos
disparos tuvieron lugar sucesivamente y a la misma distancia.
El testimonio del cochero fue que, en el momento en que se
distrajo con las caballerías, ambos estaban mirando hacia la
plaza adyacente, no hacia el teatro y el agresor que buscaba el
arma en el bolsillo derecho de su gabán. Ello concuerda con
el disparo en la sien, el giro de la víctima propiciado por el
sentirse herido y el recibir el segundo disparo cuando
38
empezaba a caer, lo que motivaba la trayectoria de arriba
abajo del proyectil. La alternativa, que viera a su agresor y se
dirigiera a él de forma agresiva para recibir la primera bala en
la cara, girarse y que la segunda le diera en la sien, era
posible pero mucho menos verosímil que la primera opción.
A esa duda se aferró el defensor, para lo cual era
necesario que Villalba cambiara su versión respecto a todas
las que había dado hasta entonces, tanto en sede judicial
como a los periodistas, y alegara legítima defensa.
Otra cuestión que terminó por ser aclarada era la
tenencia de un revólver en el bolsillo. Declaró el banquero
Juan Bautista Carles, padre de su amigo, que el pintor había
estado en su casa hablando de la inseguridad de las calles en
Valencia debido al escaso alumbrado existente. Temía este
último que el taller que regentaba con Benedito fuera objeto
de algún atraco. Fue entonces cuando el banquero le enseñó
el revólver con el que dispararía más tarde Villalba y éste le
indicó que quería uno igual. Carles se lo prestó entonces
hasta que encontrara uno similar.
El fiscal dejó en el ambiente la duda de por qué lo
llevaba encima aquella tarde en que solo iba a asistir a los
toros y el teatro, cuál era el motivo de que lo tuviera sin la
funda habitual en un arma que potencialmente era peligrosa y
si era verdad, como afirmaba Villalba, que apenas sabía cómo
funcionaba el seguro. La precisión de sus disparos parecía
cuadrar poco con sus manifestaciones de ignorancia.
El señor Sánchez Cortés consideraba que aquello solo
podía calificarse de asesinato con alevosía si bien aceptaba,
tras la detallada declaración de Villalba, la atenuante por
39
reivindicación de ofensa grave, algo que podría evitarle la
condena a muerte pero no una larga reclusión en la cárcel. En
todo caso negaba con indignación que el acusado hubiera
procedido por legítima defensa, ya que la víctima estaba
completamente indefensa.
El defensor, en su alegato final, antes de criticar el
informe pericial y sostener precisamente la legítima defensa,
además de negar la intención de matar (sólo quería
amedrentar a la víctima), realizó un contraste sobre el fondo
social de aquel crimen:
“El defensor, señor Barral, comenzó su informe,
tratando de deshacer las acusaciones y
procurando hacer resaltar las diferencias
psicológicas entre el procesado y la víctima; el
primero, de cuna humilde, que por su talento y
actividad logró conquistar en la sociedad un
puesto preeminente y la estimación de todos por
sus excelentes cualidades; el segundo, como hijo
único, mimado, de voluntad virgen y sin
quehaceres reconocidos” (La Acción, 1.2.1918, p.
4).
Entramos aquí en un terreno que causaría una gran
polémica cuando se leyera la conclusión del jurado: las
circunstancias sociales. No hay que olvidar que Valencia era
una región profundamente republicana donde un escritor
como Blasco Ibáñez soliviantaba a las masas en contra del
régimen imperante. Así se comprende que unos diarios del
40
mismo carácter político como “El Pueblo” o “España Nueva”
sostuvieran denodadamente la defensa de Villalba
presentándolo como una víctima a su vez del escarnio y la
humillación con que la aristocracia trataba al pueblo llano y
humilde.
“Tadeo Villalba había sido ofendido por el
condesito de Villamar, hijo único, caprichoso y
déspota.
La historia galante era secundaria. Aún cuando
intervino una mujer, no ha motivado ella esta
tragedia. Fue la dignidad del pueblo, que se irguió
una vez más frente a la aristocracia.
Tadeo Villalba procedía del pueblo. Y, sin
embargo, era preferido por la mujer fácil. El
condesito se ofendió en su amor propio de niño
mimado, y abofeteó a Villalba. El artista sintió en
lo más vivo esta ofensa injustificada.
Y fue después, al oír hablar de él despectivamente
al condesito y a un criado, cuando quiso vengarse
y se vengó. Porque era la dignidad del pueblo
frente a la aristocracia déspota” (España Nueva,
3.2.1918).
El mismo tribunal sentía la presión popular,
enteramente favorable en sus capas más humildes y
republicanas, a la causa del acusado. El primer día de febrero,
tras la sesión donde el defensor enarbolara las diferencias
psicológicas entre el hombre humilde hecho a sí mismo y el
41
hijo del conde, mimado y sin oficio alguno, Villalba pidió
excepcionalmente ser conducido hasta la cárcel en un
carruaje alquilado por él mismo.
Así lo consintió el tribunal, ante el escándalo de la
sociedad acomodada y bien pensante valenciana,
deteniéndose a su arbitrio en la calle Santa Teresa, donde sus
padres y otros parientes habían bajado para abrazarle y
mostrarle su apoyo. El público que salía del cercano teatro de
la Princesa rodeó al pintor que se abrazaba a su padre para
ovacionarle, algo que según dijo después, le emocionó
vivamente.
La presión popular, como decimos, era más que
considerable y no se detenía incluso ni en la misma familia
que guardaba luto por su hijo muerto. La propia condesa de
Plegamáns, madre de Fernando, recibió visitas y presiones
para que perdonara públicamente la agresión sufrida. Ella no
lo hizo pero igualmente se propagó el rumor de que el perdón
se había dado. Los jurados recibían anónimos amenazantes en
sus domicilios, eran increpados por la calle advirtiéndoles de
consecuencias si no absolvían a Villalba. El caso se había
convertido en un juicio público contra la pequeña aristocracia
que dominaba tantos recursos políticos y económicos en
Valencia.
En esa tesitura, el presidente del tribunal realizó,
como era habitual, una serie de preguntas al jurado para que
las respondiera. Antes de ello aleccionó a sus miembros
alertándolos de las presiones recibidas, encomiándoles que
tuvieran el valor cívico suficiente para emitir libremente su
42
voto. De las respuestas emitidas se extraían varias
conclusiones:
1) Se admitía que a la salida de la plaza de toros, el
condesito había abofeteado al pintor sin que mediara
provocación alguna por parte de este último.
2) A Tadeo Villalba no se le consideraba culpable de
haber disparado dos veces contra el hijo del conde de
Villamar causándole las heridas referidas.
3) También se consideraba que, al llegar Villalba al
teatro y percibiéndose de la presencia de Fernando, no
se había ocultado para disparar tomando a su víctima
desprevenida.
4) Al contrario, el jurado defendía que Villalba había
llegado al teatro para encontrar al conde que se dirigía
a él de forma agresiva, lo que le llevó a defenderse en
legítima defensa.
5) ¿Tadeo Villalba Monasterio provocó en algún modo
suficientemente los hechos de autos? Unánimemente
el jurado dijo que no.
Era la completa aceptación de la tesis del defensor, sin
atender a los hechos más evidentes (como en la pregunta 2) ni
a la propia declaración del acusado (pregunta 3) ni al informe
forense y pericial (pregunta 4). Era la rendición del jurado
43
ante la presión popular recibida. El pintor salía absuelto de su
crimen.
A partir de entonces, incluso con la aureola de haber
defendido su honor, el artista Tadeo Villalba siguió su carrera
profesional con un éxito constante. Lo comprobamos en un
amplio reportaje en que muestra su casa transformada en una
auténtica exposición.
“En Valencia, Tadeo Villalba, un artista 'de
intuición’, un artista de un buen gusto
excepcional, un artista culto, que ha buceado en
el pasado extrayendo de él lo que el afán de la
novedad había sustituido, ha conseguido, con su
gran voluntad, dar un decisivo impulso al arte
decorativo” (La Esfera, 1.11.1919, p. 21).
Se habla de “la sutileza y la elegancia fabril del arte
del Imperio” junto al arte vigoroso de Grecia y el de las salas
de Versalles. El autor de este trabajo decorativo se muestra
serio, reflexivo y más maduro que en años anteriores. Para
entonces nadie habla de lo sucedido tan solo dos años antes,
cuando empuñó el revólver, ni el año anterior, cuando se
sometió a juicio. Su figura, si cabe, se ha hecho más popular
y conocida, en su taller se suceden los encargos.
Al igual que el gran maestro valenciano Joaquín
Sorolla, por entonces en los últimos años de su vida, mostrará
su casa como espectáculo, si bien decorativo más que
pictórico. Por otro lado, no se decidiría nunca a abandonar su
tierra natal como hizo aquel, será su hijo quien lo haga.
44
De todos modos, se sucederán los encargos de
carrozas en fiestas valencianas para luego pasar a realizar
trabajos en Madrid, como la gran exposición de coches Buick
para la que construyó un amplio decorado al efecto en el
número 62 de la calle Alcalá, trabajo muy celebrado.
Suya sería una carroza para los festejos de otoño en la
Corte en 1925, y otra representando el comercio y la industria
en 1931 para festejar la llegada de la República en la capital
de España.
Presidente de la Casa de Levante en Madrid desde
aquellos años, cuando residió cierto tiempo allí, fue
nombrado durante varios años de la República “foguerero”
mayor de las hogueras de San Juan en Alicante. Con la guerra
civil se trasladó de nuevo a Valencia perdiéndose las
referencias a su trabajo en la posguerra hasta su muerte en
1956.
Mientras todo esto sucedía, la implicada en aquel
crimen, aunque indirectamente, triunfaba en Barcelona. En
1922, con la compañía de Eulogio Velasco, estrenaba “Arco
Iris” la revista más famosa aquel año en toda España. Cuatro
años después se integraba en la compañía de Manolo
Sugrañes estrenando “Joy joy” en el Teatro Cómico de
Barcelona, cuando era considerada la artista más relevante
del Paralelo en esta ciudad.
En 1929, cansada de tantas giras tanto en España
como en América, acercándose por otro lado a los cuarenta
años y habiendo perdido la juventud que la hizo triunfar,
Rosita Rodrigo abrió el “Patio del Farolillo” en Barcelona,
tablao flamenco donde ella participaba espontáneamente y sin
45
mayores obligaciones. Lugar de moda durante mucho tiempo
entre la clase burguesa catalana, allí recibía, como dijimos, al
mismísimo rey o a su buen amigo Josep Mª de Segarra, el
gran poeta casi de su misma edad y que triunfaba con poesías
como ésta, que parece dirigida a ella:
Avui només de nostra coneixença
tinc el cor fresc com el celler del mas,
i tota la meva ànima s'agença
d'haver-te dut recolzadeta al braç.
La tarda m'ha sigut traïdora i breu,
més la llum era viva.
Dins de l'ordi pregava el pregadéu,
a la figuera s'ha aturat la griva.
I jo sentia una molt gran paor
de veure els ulls que feies i la cara...
¡Ai, fina pal.lidesa de l'amor,
que no sap si ha d'ésser amor encara!
¡Ay, fina palidez del amor, que no sabe si ha de ser
amor todavía! cantaba en sus versos como si a Rosita fuesen
dirigidos. Después de la guerra ella regresó largo tiempo a
Buenos Aires hasta que, disipadas las primeras consecuencias
de la contienda, volvería a su Valencia natal para dar clases
de canto en el Conservatorio de música. Moriría en esta
ciudad tres años después que aquel pintor que mató por su
honor ofendido y los celos que provocó en un muchacho que,
pese a sus condiciones y forma de vida, no mereció morir.
46
Para el amante de la literatura quizá sea fácil imaginar
que en esos últimos años Rosita y Tadeo se cruzarían en la
Gran Vía de la capital del Turia, o acudiendo a un teatro, algo
nada inusual en la vida del espectáculo que ambos escogieron
para desarrollar su tarea profesional. Pasados los sesenta años
casi ni recordarían aquel lance donde se mezclaron honor,
celos y venganza.
La tarde de enero de 1922 en que Villalba asistió a
otro crimen, el de la actriz principal en el teatro de Almería,
también sería casi un vago recuerdo para él.
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Una actriz
Dicen que cuando se cierran las puertas del teatro
Cervantes de Almería, ya alejado el bullicio de una obra
teatral o de un concierto, cuando finalmente se hace el
silencio, éste se ve roto por leves ruidos, puertas que se
cierran, pasos inconcretos. Incluso se afirma que se ve una
sombra femenina recorriendo escaleras y camerinos. Es el
fantasma de la actriz Conchita Robles, dicen con misterio,
que aún aguarda para terminar de representar la obra que
interrumpieron los disparos de su marido.
Aquí no creemos en fantasmas con los que nutrir
programas de televisión ni noticias para espíritus crédulos. La
única utilidad de su leyenda es la de recordar la figura de
aquella muchacha que fue actriz, que equivocó su camino en
el matrimonio y pagó las consecuencias de manera injusta. La
que tal vez podría haber sido madre o abuela de actores,
como es habitual en las figuras de teatro de aquella época, a
la que quebraron su vida, sus proyectos e ilusiones.
En esta narración nos ocuparemos no del fantasma
sino de la joven, de la mujer que fue. A pocos metros de
donde recibiría los disparos mortales nació en la calle Clarín,
del barrio de la Almedina almeriense, lugar donde siglos atrás
se asentó la ciudad musulmana con su mezquita, también su
aljama judía. Vio la luz por primera vez el 17 de octubre de
1887.
Por aquellas calles creció jugando y soñando. Habría
de tener cuatro hermanos más cuando la familia se trasladó a
49
Madrid en 1899. Algunas informaciones apuntan que su
padre, Juan Robles, era tramoyista de teatro. Los periódicos
de la época son unánimes al asignarle el papel de actor dentro
de la reconocida compañía de María Guerrero y Fernando
Díaz de Mendoza, su marido. Posiblemente trabajara como
ayudante y tramoyista en el teatro almeriense hasta encontrar
una oportunidad para cumplir su sueño: actuar. Cuando fue
prosperando, el siguiente paso en una ambiciosa carrera en el
teatro consistía en encontrar acomodo en una compañía
madrileña. Es muy probable que éste fuera el motivo del
traslado familiar cuando Conchita contaba doce años.
La primera noticia de la que disponemos sobre su
presencia en un escenario data de 1909, cuando ya contaba 22
años. Sin duda, las relaciones de su padre, el hecho de
admirarle y verlo actuar, habían hecho crecer en su interior el
deseo de emulación y triunfo. En julio de ese año aparece
dentro de la compañía de Cobeña volviendo a Madrid
después de una gira por provincias.
Hay tres aspectos que conviene señalar dentro de la
dinámica teatral de la época. En primer lugar, era bastante
usual (pero no obligado) estrenar una obra en San Sebastián,
Sevilla, Barcelona o Granada, por ejemplo, para llevar
después la misma hasta Madrid, escenario que sólo
alcanzaban actrices y actores ya curtidos con obras de ciertas
garantías. Si el éxito se prolongaba se podría pensar incluso
en alguna gira por las Américas, México y Argentina
particularmente.
En segundo lugar, las compañías estaban constituidas
en su mayoría teniendo como propietarios y protagonistas a
50
actores y actrices principales. Debía de ser un mundo
reducido, donde todos se conocían y nadie hacía agravio de
trasladarse de una compañía a otra, sobre todo los aspirantes
a actores y actrices, que nutrían así su carrera en la búsqueda
del mejor camino en su profesión.
Otro aspecto a señalar en las carteleras de la época era
el hecho de que en Madrid, lugar donde el éxito o el fracaso
podían materializarse, había numerosos teatros que
anunciaban funciones dobles diarias con la particularidad de
que el repertorio se cambiaba cada pocos días. Cuando uno
lee los anuncios y crónicas de entonces le da la impresión de
que está ante una cartelera de cine actual: las obras no duran
demasiado y hay que renovarlas constantemente para seguir
atrayendo al público (exigente por otra parte ante tanta
oferta), además de que los periódicos incluyan la crítica el día
del estreno, verdadero barómetro para saber si la obra atraería
público o no los siguientes días.
Por último, es preciso señalar la cuestión de los
géneros en el teatro. Por una parte se aprecian las obras
cantadas (zarzuelas, óperas, cuplés) y por otra habremos de
fijarnos en las obras dramáticas (donde María Guerrero
triunfaba, como luego lo harían Margarita Xirgu o Lola
Membrives, por ejemplo) y las cómicas, las que acaparaban
el mayor de los éxitos populares y garantizaban numeroso
público. Había tal profusión de autores que es difícil destacar
a los hermanos Quintero o Alejandro Casona, entre otros de
los que sabremos en estas páginas, mientras que el llamado
“drama burgués” parecía reservado a autores tan celebrados
como Gregorio Martínez Sierra o Jacinto Benavente.
51
Una cuestión específica de aquel tiempo fue la
irrupción en las tablas madrileñas del género francés del
vaudeville, donde se alternaban piezas cantadas con trozos
cómicos, habitualmente basados en infidelidades que
originaban todo tipo de situaciones ridículas que seguía el
público con mucho agrado. La presencia de este género
híbrido estuvo motivada por la guerra europea de 1914 a
1918, cuando los teatros de París detuvieron las funciones y
muchos autores buscaron el éxito en la Corte madrileña.
En este mundo actuó Juan Robles y de él abrevó
aquella jovencita que se vio obligada a trabajar pronto para
ayudar a la familia, tras la repentina muerte de su padre. Para
entonces, lo mejor que sabía hacer era, precisamente, actuar.
Debía ser una muchacha guapa para la época, joven en todo
caso, sabía recitar, moverse, actuar. Si en 1909 llegaba a
Madrid tras una gira por provincias resulta obvio que su
contratación había sido bastante anterior, ya que las giras
podían durar bastante tiempo.
A partir de ahí podemos seguir su carrera artística, en
la que iría destacando paulatinamente, siempre a la sombra de
los autores o actrices principales de la compañía.
En 1912 la vemos trabajando en la de la celebrada
actriz Rosario Pino, que afrontaba la recta final de su carrera.
En Zaragoza se hablaba de una “dama joven de belleza y
talento”. Cuando representaron D. Gil de las Calzas Verdes
en Lisboa y Oporto a las ovaciones dedicadas a Rosario Pino
las crónicas añadieron que Conchita Robles y Luis Echalde
obtuvieron “triunfos lucidísimos”.
52
Al año siguiente están ya en el teatro Princesa de
Madrid donde la compañía de Rosario Pino, antes de concluir
su despedida en América, habría de estar unos meses
cambiando el programa cada dos días. En una de las obras de
Benavente Conchita “dio a su personaje desenfado lleno de
simpatía y de gracia, una justísima medida” (ABC,
30.10.1913). Al año siguiente, tras representar varias obras de
Quintero y de Jiménez Lora, “El Heraldo de Madrid”
menciona “el talento y facultades de la joven actriz, que ya
ocupa un puesto envidiable en la escena española”.
El éxito no la perseguía sino que era ella quien lo
conquistaba con su vocación para las tablas y la palabra que
iba sustituyendo en las crónicas a la gracia y la simpatía: se
empezaba a defender que era una actriz de talento. Así,
cuando en agosto de 1914 se encuentra en el teatro Eslava
dentro de su nueva compañía, la de García Ortega, el
“Heraldo de Madrid” afirma que “tendrá ocasión de
demostrar su talento y admirables facultades, que la colocan
hoy entre las actrices jóvenes de más brillante porvenir”.
Como se puede apreciar, se ha desgajado de la compañía de
Rosario Pino porque no desea alejarse de Madrid, donde la
espera el éxito nacional que persigue con denuedo y
excelentes cualidades.
En su nueva compañía, llegado el comienzo de la
guerra europea, predomina el género de vaudeville pero ello
no es obstáculo para ella, que se muestra capaz de representar
una obra dramática, una escena cómica e incluso de cantar y
bailar, si es necesario. Sin embargo, su propósito no es ése y
elige integrarse en el elenco de la compañía de Enrique
53
Borrás, célebre actor de la primera mitad del siglo XX,
radicado sobre todo en el teatro Español.
Abordando de nuevo el género dramático debuta en
diciembre de 1914 con la obra “Aben Humeya” de
Villaespesa, donde comparte cartelera con los actores
principales (Carmen Cobeña y Enrique Borrás) hablándose de
que “dio mucho realce a su papel y destacó su gentil figura”.
En marzo de 1915 Conchita tiene 28 años y sigue
confirmando su valía. Se le presenta entonces la oportunidad
de pasar al teatro de la Comedia para trabajar a las órdenes de
María Guerrero estrenando un papel en “El Gavilán” de
Francisco de Croisset. Se la describe entonces en el ABC
como una “gentilísima y simpática actriz, cuyo talento en
tantas ocasiones hemos tenido que celebrar”. Su éxito es
inmediato, su camerino se llena de regalos, recibe una gran
acogida de crítica y público. “Alcanzó muchos y merecidos
aplausos… las señoras celebraron las tres elegantísimas
toilettes que lució, y que eran artístico marco de su belleza”.
Dos semanas después de este gran éxito que la
acercaba a su consagración como actriz, tuvo lugar un
espectacular incendio en el teatro, perdiéndose gran parte del
atrezzo y vestuario de la compañía. Para la propietaria María
Guerrero fue un enorme disgusto además de un fuerte
quebranto económico, hasta el punto que la gira por América
prevista para el 6 de mayo, mes y medio después, quedaba
comprometida.
Entonces nos encontramos con una nueva cualidad
inesperada en una actriz como ella. Mientras finalmente y,
tras un aplazamiento, forma parte de la gira americana,
54
presenta dos poesías originales en los Juegos Florales
organizados por el Ateneo de Albacete dentro de las fiestas
de aquella ciudad. No he conseguido saber por qué se dirigió
a tal efecto a una convocatoria en esa ciudad ni cuáles fueron
las dos poesías presentadas. Lo cierto es que fue accésit en la
categoría de “Canto a la Paz” y obtuvo el primer premio en la
de “Canto al Progreso”. Cuando el 14 de septiembre de 1915
se leyeron las poesías premiadas ante numeroso público
fueron, al decir del “Heraldo de Madrid”, “ovacionadísimas”.
Cuando vuelve de América en noviembre de aquel
año se desliga de la compañía de María Guerrero buscando
tal vez un mayor éxito en la temática donde entonces se
alcanzaba notable popularidad: el género cómico. La vemos
entonces ligada al teatro Infanta Isabel, donde se integra en la
nueva compañía del actor Ernesto Vilches. Es enero de 1916.
A partir ese momento se suceden las obras de Felipe
Sassone, los hermanos Quintero, Muñoz Seca. Representando
en mayo “Los Gabrieles” sucede una curiosa anécdota. La
representación va a empezar y Conchita Robles no ha
llegado. La compañía entretiene la puesta en escena, el
público se impacienta…
“¿Qué iba a pasar? En algunos teatros ingleses,
cuando falta un personaje se encarga un buen
señor de leer su papel, sin caracterizarse y aunque
el ausente sea una actriz bellísima y el substituto
un honorable varón calvo y barbudo, ya podía yo
tener toda la flema del más bovino de los sajones,
que no me resignaría a que me escamoteasen a la
55
señorita Robles, que el mirarla semeja mirar un
jardín sevillano, y arrulla su voz.
Ya cerca, muy cerca de la tragedia y las protestas
del auditorio, surge Conchita, atraviesa el
escenario, y la detienen porque va a pasar cuando
se abre una puerta en la decoración. Está un poco
sofocada, como si reflejase una hoguera su cara
de porcelana.
- Creí que no venía nunca... ¡Maldito el coche,
maldito el cochero, maldito mi caballo!
Ya se desfogó de su cólera -una cólera bonita y
espiritual-, y se echa a reír, y se encierra en su
cuarto. Pregunta a través de las paredes de cartón:
—Oigan, oigan... ¿Saben que me regalaron una
gata de Angora que es una preciosidad? (La
Acción, 1.5.1916, p. 1).
Podemos sentir el placer del éxito, la costumbre de ser
homenajeada, recibir regalos como ese gato de Angora. Al
tiempo, la profesionalidad de una actriz que casi ve
interrumpido su trabajo por azares del tráfico a la hora de
llegar al teatro. Esa mezcla de rabia que se deshace en risas
casi forma parte del papel que hará poco después en el
escenario.
Dos meses después de esta escena algo histriónica, un
poco frívola pero con un final simpático, comete el gran error
de su carrera, una equivocación que le costará la felicidad y
la vida.
56
El matrimonio
En julio de 1916, cuando Conchita contaba 28 años,
un periódico madrileño comunicaba la siguiente noticia:
“La bella actriz Conchita Robles nos participa
gentilmente que abandona el teatro y que contrae
matrimonio el próximo día 26 con el distinguido
capitán de Caballería D. Carlos Verdugo…
Muchas venturas deseamos en su nuevo estado a
la que fue tan inteligente y simpática actriz”
(ABC, 23.7.1916, p. 12).
Por aquel entonces el oficio de cómica, que abarcaba
la representación dramática, los vodeviles, la zarzuela o el
cuplé, por mencionar alguno de los géneros más
sobresalientes, acarreaba una fama de cierta “ligereza” moral
en las actrices. No todas podían ser unas señoras como María
Guerrero o Rosario Pino. Muchas eran jóvenes que buscaban
una ocasión de tener éxito, rodearse de admiradores, recibir
de ellos regalos, tener algunos enamorados a los que
entretener y de los que obtener buenos réditos o la fama de
pasiones tumultuosas. Era muy usual, por ejemplo, que a la
salida de las representaciones numerosos aspirantes a los
amores de las jóvenes actrices esperaran con flores, regalos,
para atraer la atención de las muchachas que gustaban de ser
atractivas, sentirse admiradas y deseadas.
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Se entendía perfectamente que el oficio de cómica
podía llegar a ser una excelente profesión pero, sin duda, si
algún pretendiente con posibles o una posición social
acomodada las “retiraba” mediante el matrimonio y las hacía
respetables para la sociedad burguesa de la época, esa meta
merecía la pena y la profesión podría olvidarse entre los
recuerdos de una alegre juventud.
Carlos Berdugo (y no Verdugo como lo nombraban
muchos periódicos) era, efectivamente, un oficial de
Caballería destinado en puestos de cierta responsabilidad.
Con 42 años en el momento del enlace, era mayor que ella y
viudo. Se había casado hacía tiempo con Mª Lequerica de
Polo de Bernabé, una mujer de la que sabemos poco, y que le
había dado dos hijas antes de su fallecimiento.
A partir de este momento contamos con cuatro
testimonios que en ocasiones han sido difíciles de combinar
para trazar la desgraciada historia de ese matrimonio. No
obstante, los hechos básicos son coincidentes. En primer
lugar, disponemos de la amplia crónica que dio el “Heraldo
de Madrid” dos días después del crimen. Después, una
entrevista que este mismo diario consiguió del asesino dos
meses después de lo sucedido en el teatro. Como reacción, la
madre de Conchita envió una carta indignada al director que
fue publicada una semana después de la anterior. Por último,
tenemos los hechos más fiables pero escuetos que aparecen
en la relación leída en enero de 1925 ante el Consejo
Supremo de Guerra y Marina, lugar donde tuvo lugar la
revisión de un juicio anterior.
58
Según la madre, a los ocho días de contraer
matrimonio, Conchita pudo darse cuenta del carácter
“bárbaro, dominador y tiránico” de su esposo. Tachándolo de
miserable en su vida cotidiana daba a su mujer seis pesetas
diarias para cubrir todas las necesidades del hogar, al tiempo
que se entregaba a una de las pasiones favoritas de los
militares de la época: el juego.
Esta afición aparece enunciada también ante el
Supremo como hecho probado, del mismo modo que el fiscal
del primer juicio hacía público que las mismas características
(pérdidas en el juego, carácter violento) habían amargado la
vida de su primera mujer.
La madre afirmaba que, contra lo opinado por
Berdugo en el sentido de la gran afición que tenía su mujer a
las joyas, éste había vendido muebles y alhajas aportados al
matrimonio por su hija, al objeto de saldar las deudas
contraídas en su innoble afición. La muchacha, además,
estaba casi incapacitada para hacer la más mínima vida social
por cuanto se manifestaban violentamente en el marido unos
celos terribles cuando ella recogía miradas admirativas o era
reconocida como la antigua actriz de éxito que fue. La
consecuencia es que apenas la dejaba salir de casa.
En poco tiempo, pues, Conchita debió darse cuenta
del enorme error cometido al ceder a la propuesta
matrimonial de aquel hombre. Sin duda, entre las cuatro
paredes de su casa, viviendo casi sin gastar dado el dinero
que quedaba tras pagar las deudas de juego, viendo
desaparecer las joyas que otrora recibiera con la alegría del
triunfo escénico y la atención de sus admiradores, la actriz
59
añoraría de manera desesperada el sentimiento de triunfo, la
gloria pasada, la atención del público.
Las tensiones eran de tal calibre, la intervención de su
madre era tan constante en medio de un despliegue de
derroches e invectivas en las que ella empezó a colaborar
activamente, que el matrimonio decidió separarse de común
acuerdo. Él no deseaba propalar públicamente su situación
por lo que se estableció un contrato privado entre ambos el 26
de diciembre de 1917.
Hay que decir que Berdugo hizo su propuesta
matrimonial bajo la condición expresa de que Conchita se
retirara por completo de su profesión de actriz. Tal condición,
como hemos visto, fue aceptada. Pero ahora la situación era
otra: ella quería volver a las tablas, entre otras cosas para
sostenerse y poder ayudar a su madre, que aún tenía hijos en
casa. Él no deseaba que el nombre de su mujer fuera objeto
de comentarios dudosos en su entorno de oficial. De ahí la
condición explícita en el contrato de que podría actuar pero
lejos de Madrid, al menos durante un largo período de
tiempo.
Los siguientes años fueron muy difíciles para
Conchita. Su ausencia de los grandes teatros de Madrid
dejaba su reaparición en sordina, sin que apenas trascendiera
su presencia en ciudades alejadas de la Corte. Por otro lado,
el marido, envuelto en unos celos crecientes ante su libertad,
maniobraba todo lo posible para echar abajo los pocos
contratos que ella obtenía. No era extraño que Berdugo se
presentara ante el responsable de la compañía que intentaba
contratarla exigiendo explicaciones, amenazando con hacer
60
caer los tribunales sobre él, detener las representaciones si
ella actuaba, etc.
La actuación del acosador respecto a las empresas
contratantes se supo unos años después de manera pública. El
14 de abril de 1920 se presentó en una casa de huéspedes
donde se alojaban por entonces Conchita y su madre,
exigiendo que ella volviera a su casa. Ella se negó y él,
violento e irascible, forcejeó con ella, con su madre y algunos
alojados en la casa que salieron en defensa de las mujeres.
Tuvieron que intervenir guardias y el sereno de la calle para
reducirlo. El escándalo fue considerable.
La agredida se presentó ante el Juzgado al día
siguiente para denunciar a su marido y, conforme a su
actuación, abrir un proceso de divorcio contra él. Al cabo de
unos días el marido fue condenado en un juicio rápido de
faltas y se abrió el lento camino de la separación legal
definitiva entre ellos.
El 23 de julio de 1921 la Audiencia de Madrid
dictaminó, mientras se resolvían los trámites de divorcio, que
Conchita Robles podía trabajar en el teatro dadas sus
necesidades materiales (su marido le pasaba una cantidad
exigua de 125 pesetas al mes) y las de sus hermanos, pero
siempre con el permiso explícito del juez.
De ese momento data otro de los momentos álgidos
del enfrentamiento entre ambos. La nueva compañía
organizada por el conocido actor Alfonso Tudela y su socio
Pepe Monteagudo, le ofreció la integración en ella para una
amplia gira por las provincias andaluzas. Conchita aceptó
61
viendo en ello una nueva oportunidad para relanzar su
carrera.
Cuando el tren llegó a Aranjuez camino del sur
subieron al mismo Carlos Berdugo y un guardia que venía a
garantizar el cumplimiento de la denuncia presentada por el
primero para impedir que el viaje de su mujer se llevara a
efecto. Acusada de abandono del hogar y sin que el juez al
que apeló Berdugo estuviera enterado por completo de
sentencias legales anteriores, dio orden de que se detuviera a
la señora que abandonaba de esa forma a su marido.
Por una vez, demos la palabra al marido:
“No he de relatarle el escándalo que allí produjo
ni los bochornosos insultos de que fui objeto, los
que sufrí por tener empeñada la palabra de honor
de que nada haría; sólo le manifestaré que una
vez en el departamento en que regresábamos a
Madrid, loca de despecho, me escupió una frase
que ella sola hubiese bastado para justificar lo
que después he hecho... ¡Me juró que en el lecho
de una alta autoridad obtendría el permiso para
continuar su viaje!... No sé cómo pude amarrar mi
voluntad, ni cómo mis manos no se fueron solas a
su garganta; ignoro también si cumplió su infame
promesa; pero lo que sí puedo afirmarle es que al
siguiente día tenía una autorización en regla para
marchar a Sevilla” (Heraldo de Madrid,
22.3.1922, p. 1).
62
El tono posterior del periodista que le entrevistaba
debió hacer hervir la indignación de la madre de la fallecida
días después:
“Yo siento una inmensa piedad por este hombre,
a quien las concupiscencias de nuestras
autoridades arrojaron en la más sombría de las
desesperaciones. Casi me siento intentado a
aliviarle de la tortura que le produce esta dolorosa
revisión de sus desventuras” (Idem).
Desde un punto de vista actual uno no sabe si sentir
más indignación hacia las declaraciones calumniosas del
marido o ante la “comprensión” mostrada por el reportero. En
todo caso, las declaraciones de la madre dejan claro que
Berdugo obtenía apoyo policial por su condición de militar de
cierto rango, amén que en aquel tiempo una mujer que
abandonara el hogar por la causa que fuere estaba destinada a
ser detenida y pasar algunos días en prisión. Conozco casos
con las mismas consecuencias sucedidos incluso tras la
guerra civil española, medio siglo después. Además se añade
una precisión sobre la presunta “procacidad” de la respuesta
de Conchita:
“Señor director: Mi hija no volvió a Madrid en el
coche en que volvía su verdugo. Éste iba en un
departamento con el agente que le había
acompañado. Mi hija venía en otro con el Sr.
63
Tudela, con la esposa de éste, con el Sr. Roldán,
con el Sr. Monteagudo y conmigo.
¿Qué calificativo hay en castellano apropiado
para rechazar tamaña villanía? Mi hija no dialogó
a solas con él. Todos los testigos nombrados
viven. Tampoco necesitaba permiso de nadie
quien, como ella, tenía en la mano la ley”
(Heraldo de Madrid, 28.3.1922, p. 1).
En efecto, bastó que acudieran todos a la Dirección de
Seguridad y aclararan la situación jurídica de la pareja para
que el comisario general les prometiera que no facilitaría
nuevos agentes para hacer una detención arbitraria como
aquella, reconociéndoles el derecho para marchar a Sevilla,
cosa que hicieron al día siguiente.
El suceso de Aranjuez pareció agotar los recursos
legales de Carlos Berdugo para impedir que su mujer
continuara su carrera profesional. Desde entonces asistimos a
una serie de meses donde la presencia de la actriz en las
páginas dedicadas a las crónicas teatrales es cada vez más
frecuente. Dos motivos colaboraban a ello: las expectativas
creadas por la compañía Tudela/Monteagudo siendo el
primero un actor de fama y talento y el hecho de que
Conchita Robles, añorada por el público, apareciese como
primera actriz de la misma.
Todo un mundo se abría ante ella: recuperar el tiempo
perdido en la escena, su propia vida, en la que había tenido
que sufrir las consecuencias de su error. Tras algunas
actuaciones celebradas en Andalucía, la vemos en octubre de
64
1921 en el teatro madrileño Maravillas protagonizando
números de varietés y compartiendo su tiempo con el nuevo
entretenimiento popular: el cinematógrafo.
En esos meses, los últimos de su vida, Conchita
Robles no parece rechazar nada: tras las varietés se la
encuentra, dos semanas antes de su final, en el Palace hotel
interpretando cuplés con Adelina Durán, Elenita España,
entre otras. Es el momento en que aparece, espléndida, en la
portada del “Eco artístico” con sus atavíos de vedette capaz
de cantar un cuplé y de interpretar los más intensos papeles
dramáticos.
En diciembre de aquel año, con 34 años muy bien
llevados y mucho tiempo por delante para rehacer su vida,
hallar el éxito que aparecía cercano y quizá encontrar el amor
definitivo, la vemos en Granada representando obras de los
hermanos Quintero. Los periódicos la acogen con respeto:
“Es una actriz perfecta” dice uno, rendido a su talento.
Así, alternando entre el género de variedades y la
comedia o el drama, llegamos al mes de enero de 1922. Se
estrena en el teatro madrileño Eslava un drama de Alfonso
Vidal y Planas: “Santa Isabel de Ceres”, envuelto en la
polémica por el tema escogido.
Como representación de su propia vida el autor,
relacionado con una prostituta como las de la calle Ceres,
hace un retrato moralizante de las mujeres pecadoras que
pueden llegar a encerrar en sí tanta santidad como la de la
mujer más virtuosa. El público se agolpa en el estreno,
buscando el morbo especial de asistir a lo que los
bienpensantes calificaban de una obra escandalosa por
65
celebrar la vida inmoral de aquellas mujeres. Había pasión,
sexo, violencia, escenas dramáticas, disparos, corría la
sangre…, hasta llegar a un final donde se mostraba la
entereza moral de aquella mujer vilipendiada que, con su
sacrificio, se conseguía redimir gracias a su amor.
Tras el éxito de la novela que este autor había
publicado el año anterior, la obra marchaba a provincias,
empezando por el teatro Cervantes de Almería. Los días
anteriores al estreno todo el mundo hablaba de aquella
función. El obispado alertaba de las crudas escenas inmorales
que presentaba, además de los sobresaltos para el espectador
que podían suponer los trozos más violentos y dramáticos,
salpicados por disparos.
El estreno tuvo lugar el domingo 22 de enero de 1922.
El público llenaba la sala. Los periódicos aquel día se hacían
eco en primera portada de la muerte del Papa Benedicto XV.
Los almerienses que departían entre sí aquella noche, que
miraban de un palco a otro saludándose, riendo de observar
que nadie faltaba a la función entre lo más granado de la
ciudad, no podían imaginar que asistirían en directo a una
muerte bien distinta.
66
El crimen
Mientras el éxito empezaba a sonreír de nuevo a
Conchita, cuando su figura aparecía sonriente en las portadas
de las revistas y se anunciaba su participación en obras de
dudosa moral, el oficial de Caballería que aún era su marido
permanecía en Cuenca a cargo de la Cría caballar del ejército.
En su cuartel hervía de indignación.
“Yo no me decidí –afirma- a disparar sobre ella
hasta que vi deshecha toda posibilidad de que la
perpetua difamación que de mi nombre hacía,
cesara. En esta última época viví bajo el peso de
las amistosas ironías de mis compañeros, de la
brutal cobardía de los anónimos y del mudo
reproche de cuantos me conocían. Decidí acabar
de una vez con la amenaza de mi deshonor y con
la bárbara angustia de los celos porque, a pesar de
todo, la quería demasiado, y vine a Almería
dispuesto a arrancarla de su vida en la forma que
me sugiriera el momento, cualquiera que fuere.
No vine a matarla, vine a salvarla…” (Heraldo de
Madrid, 22.3.1922, p. 1).
En esta breve declaración tenemos todo el origen de la
tragedia. Carlos Berdugo recibía anónimos presuntamente
crueles y burlones hacia su hombría, le gastaban bromas sus
propios compañeros ante las que tenía que aguantar su coraje
67
y humillación. Su imagen como militar y aún como hombre,
estaba en entredicho. Era una cuestión, finalmente, de fama,
de honor tal como entonces se entendía.
En su parte final miente, como quedó demostrado en
la revisión del juicio. Se consideró probado que marchó a la
ciudad andaluza el viernes 20, dos días antes del anunciado
estreno de la obra. Lo había hecho sin el permiso de sus jefes,
lo que le habría acarreado una fuerte sanción y la aparición de
un borrón en su expediente militar. Pero eso no parecía
importarle en ese momento.
Se alojó en el hotel Simón con un nombre ficticio
(Manuel Tamayo), a fin de no dar pistas a su mujer de su
presencia en la ciudad. Al parecer, su propósito de “salvarla”
de sí misma suponía actuar de manera subrepticia y oculta.
Desde el hotel escribió cartas a sus hermanos y al juez militar
anunciando su inminente suicidio. No podía estar más claro
su propósito, en ningún caso dejaba descansar su objetivo en
“lo que le sugiriera el momento”.
Los hechos fueron, en sí mismos, sencillos de
explicar. Tan solo la exacta secuencia de los disparos quedó
poco clara, entre otras cosas porque dos de los testigos
principales murieron y el tercero no quiso describir con
detalle lo sucedido.
Lo cierto es que Carlos Berdugo se presentó en la
puerta de entrada de los actores y actrices. Allí pasó al
muchacho que custodiaba el acceso una tarjeta con el nombre
de “Fernando Roldán, empresario” para que se la entregara a
Conchita. Ésta la recibió mientras se preparaba para el
inminente levantamiento del telón. Luego se dijo que había
68
desconfiado de tal nombre, que dijo no recibiría a ese
hombre. En realidad, no tenía motivos para tal desconfianza.
Era habitual la presencia de admiradores, promotores
teatrales, caballeros de todo tipo que deseaban ver y charlar
con la actriz principal. Le dijo al muchacho que vería a ese
empresario en el primer entreacto.
Recibida esa respuesta el militar no quiso forzar su
presencia en ese momento, sacó la entrada y subió hasta el
gallinero del teatro, lo que se conocía como paraíso, debido a
su altura. No deseaba ser visto por ella en ese momento.
“Había empezado ya la representación de «Santa
Isabel de Ceres», y en ella ostentaba mi señora el
papel de la protagonista, haciendo todas las artes
indecorosas de una ramera. Entonces se apoderó
de mí una locura sangrienta…” (Heraldo de
Madrid, 22.3.1922, p. 1).
Así se expresa el asesino sobre los momentos previos
a su crimen y no hay motivo, en este caso, para dudar de él
porque se ajusta perfectamente a lo sucedido. Durante el
primer acto, efectivamente, se mostraba la vida de la
protagonista de la obra conocida como Isabel, una prostituta
de buen corazón pero a la que había que presentar como tal.
Sin mediar palabra, en cuanto acabó el primer acto el
hombre abandonó su lugar como espectador y bajó
adentrándose en los pasillos buscando el acceso al escenario.
La actriz salió entonces del camerino para buscar a ese
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empresario que deseaba verla. Se tropezó de frente con su
marido, que la miraba furioso enarbolando un revólver.
Al parecer huyó. Resulta muy dudosa la declaración
del asesino en el sentido de que ella le hiciera un gesto
despectivo y le diera la espalda sin más. Ante un hombre
armado del que sabes que quiere matarte es casi imposible
mantener un ánimo semejante.
En los siguientes segundos intervino por desgracia un
muchacho de 16 años, Manuel Aguilar, que andaba por allí.
Era empleado de la imprenta Peláez y había sido encargado
por su jefe para que llevara hasta el teatro los programas de
mano y algunos carteles. Una vez entregados el chico,
aficionado al teatro, se había quedado por la zona para
observar el desarrollo de la obra.
Para unos ella se escudó detrás de él pensando que su
marido se retendría de disparar. Para otros el mismo Manuel
se interpuso para defender a la mujer en apuros. Lo cierto es
que su presencia no fue óbice para que Berdugo disparara
entre dos y tres tiros, que eso nunca quedó aclarado.
Dos impactaron sobre la mujer, otros dos sobre el
chico. Teniendo en cuenta que no hubo más de tres disparos
solo pudo suceder que al menos una bala los atravesara a
ambos. Conchita, sabiéndose herida de muerte, se tambaleó
hacia el cercano escenario, que permanecía con el telón
bajado en ese momento.
El público, que abarrotaba la platea, quedó
sorprendido por las detonaciones, pero no demasiado. Era de
sobra conocido y anunciado que en la escena tenían lugar
disparos, drama, personas heridas. Cuando vieron a la actriz
70
principal salir creyeron estar ante el comienzo del segundo
acto. La representación no podía ser más verídica. La mujer,
al cabo de pocos pasos, envuelta en sangre, cayó
pesadamente sobre un bastidor.
En algún periódico se dijo que el público había
aplaudido estruendosamente la supuesta interpretación. No
sabemos si fue así, ya que los demás hablan sobre todo de
desconcierto y sorpresa, aún no de alarma. En eso, otra
mujer, la mujer del empresario Monteagudo, salió corriendo
alocadamente y se lanzó desde el escenario hasta la segunda
fila donde cayó pesadamente con un grito.
Ahora el que irrumpió fue Manuel Aguilar, herido de
muerte en el vientre, la camisa y el pantalón ensangrentados,
gritando: “¡Esto es de verdad, esto es de verdad!”. Por tanto,
tal vez sí hubiese algunos tímidos aplausos al menos y
Conchita, en sus últimos instantes, hiciera para los
espectadores una admirable representación.
Se escuchó otra detonación detrás del telón. Se sabe
que el mismo Monteagudo, que ya conocía al asesino desde
el incidente en Aranjuez, se enfrentó a él pretendiendo
desarmarle. También que la madre de Conchita, furiosa como
una hetaira, agredió al criminal por la espalda abrazándole
para que no siguiera disparando mientras le gritaba:
“¡Canalla!¡Cobarde!¡Asesino!”.
Según la versión de esta última, del arma salió una
última bala en el forcejeo, impactando a Berdugo en la sien
derecha. La versión de la indignada madre de la víctima es
tendenciosa, como no podía ser de otra forma, y no reconocía
a su antiguo yerno ni la hombría de tratar de suicidarse.
71
Sin duda, trató de hacerlo pero sin el acierto
adecuado, de manera que, infligiéndose una tremenda herida
en la sien, la bala penetró por la cavidad ocular haciendo casi
saltar el ojo derecho.
Mientras tanto, consciente el público finalmente del
drama, la mayoría se arremolinaba para salir pero algunos
subieron al escenario sin saber bien qué había sucedido pero
pretendiendo ayudar a los dos heridos que permanecían
tendidos en él. Sixto Espinosa, director del periódico “El
Faro”, José Gómez, médico, y el propio gobernador civil de
Almería, César Medina, llevaron el cuerpo de la infortunada
Conchita hasta un sofá del atrezzo. Allí el médico comprobó
que ya era cadáver. Una bala le había dañado
irreversiblemente el corazón.
Otros se habían encargado del inocente muchacho que
aún se quejaba de sus heridas. Terminaría muriendo horas
después en el hospital al que fue conducido inmediatamente.
Como aún había público en la sala, renuente a
marchar sin saber qué estaba ocurriendo, salió demudado el
actor y empresario Alfonso Tudela:
“Respetable público: Nos vemos en la necesidad
de suspender la función… Acaba de ser asesinada
la primera actriz doña Concepción Robles… El
autor ha sido su marido” (Heraldo de Madrid,
24.1.1922, p. 3).
Dicen las crónicas que el numeroso público, unos
fuera del teatro y otros aún en su interior, comentaban
72
animadamente el suceso que sería el único tema de
conversación en Almería aquella noche y en días sucesivos.
73
74
El juicio
Todo estaba consumado. Las esperanzas de Conchita
de rehacer su vida profesional y personal, el futuro
prometedor que se ofrecía ante ella, la misma vida de un
inocente muchacho cuya culpa fue la de llevar unos
programas de mano hasta el teatro, todo ello terminó aquella
noche que aún se rememora cuando se habla del fantasma del
teatro, el espíritu de una actriz que no consiguió terminar la
función hace casi un siglo.
Pero los protagonistas, debo insistir, eran de carne y
hueso: una actriz ambiciosa y con talento, un marido celoso y
dolido por su fama en entredicho, un joven inocente. En sus
primeras declaraciones, Berdugo presentó dos facetas
complementarias que habría de mantener incólumes a lo
largo del tiempo: ante el juez civil entendido en el caso, era
un hombre que había actuado para defender su honor y su
fama, ante los periodistas resultaba una víctima abatida por la
desgracia.
“Se dice que el juez tuvo que llamarle varias
veces al orden por sus declaraciones exaltadas
acerca de la víctima.
—Mi condición de militar —dijo—, me ponía en
un grave trance de honor ante mis compañeros.
Mientras ella ostentara mi apellido, yo tenía que
procurar por todos los medios que no lo exhibiera
75
en los escenarios”
25.1.1922, p. 3).
(Heraldo
de
Madrid,
Pese a lo que sintamos el autor de estas líneas y los
lectores, no nos corresponde juzgar con valores actuales la
situación de aquel entonces y las palabras de los implicados.
Sin embargo, sí nos permiten comprender mejor la situación
social y humana de la que venimos para llegar al día de hoy,
donde la conocida como violencia de género sigue siendo,
pese al tiempo transcurrido, un problema sin resolver.
Por ejemplo, durante el juicio se hizo público un
anónimo recibido por el capitán en torno a la conducta de su
esposa. En él se vertían todo tipo de calumnias sobre el hecho
de que ella se había acostado con varias altas autoridades,
entre ellas el alcalde de Granada, también un dentista llamado
Roldán y otros. ¿Quién envió esos anónimos que provocaron
la furia del marido, su humillación, que le hicieron entender
las burlas de sus propios compañeros? Al mismo tiempo ¿por
qué se leyó por el defensor este anónimo que incluso
implicaba a personas concretas? ¿Por justificar de algún
modo la actuación de su defendido o por denigrar la conducta
supuestamente inmoral y procaz de la víctima?
Por otra parte y como una constante en las pocas
declaraciones que hizo, Berdugo se presentó como una
víctima de su mujer y de la mala fama que hacía que
arrastrase su apellido por el barro. En la enfermería de la
cárcel donde fue trasladado y operado al día siguiente para
extraerle el globo ocular, manifestó:
76
“Se mostró en todo momento abatidísimo,
pidiendo detalles de su víctima y lamentándose
amargamente de que su apasionamiento le haya
llevado a tal extremo.
Varias veces ha intentado conversar con sus
enfermeros, llegando a decir a uno de ellos:
—Realmente, la bala que me ha herido a mí ha
sido de suerte. Me ha privado de un ojo… ¡Para
lo que me queda ya de ver en el mundo!” (Idem).
En febrero de ese mismo año el caso pasó a la
jurisdicción militar, dado su cargo de oficial. Conforme a
ello, y ya recuperado de la intervención, fue primero
trasladado a la enfermería del cuartel de la Misericordia, en
Almería, de donde marchó hasta la enfermería militar de
Cartagena, a la espera de su primer juicio.
Fue juzgado en Valencia en mayo de 1924,
presidiendo el consejo de guerra el gobernador militar de la
región García Trejo. Su defensor fue Emilio Pérez, abogado
madrileño, mientras que el fiscal militar fue Francisco Bosch.
Cuando la sentencia fue recurrida ante instancias superiores,
se celebró un nuevo juicio en enero de 1925 ante el Consejo
Supremo de Guerra y Marina, con los mismos intervinientes
salvo, lógicamente, el presidente del tribunal.
Dado que ambos juicios se desarrollaron con los
mismos
argumentos,
resumiremos
lo
sucedido
englobándolos. Fiscal y defensor tenían ante sí los hechos
comprobados, el crimen era obvio y la responsabilidad del
77
militar, incuestionable. La cuestión, para el defensor, era si
estaba justificada la extremada actuación del marido.
De manera que sus argumentos se centraron en la vida
disipada de Conchita, en los numerosos amantes que se le
presumían sin prueba alguna. Fue en este contexto en el que
se sacó a relucir el anónimo que el capitán había conservado,
así como una supuesta investigación encargada a una agencia
por Berdugo en la que se detallaban las distintas amistades
masculinas que giraban en torno a la actriz.
El defensor incluso se permitió mencionar la
presencia de la suegra (un clásico) como envenenadora del
hogar familiar, además de la desmedida afición de la víctima
a las joyas. Eso cuadraba mal con el hecho de que el marido
hubiera vendido muchas de las que su mujer aportó al
matrimonio para enjugar pérdidas en el juego.
Naturalmente, el fiscal debía defender la
honorabilidad de la actriz:
“Los informes que los compañeros de Conchita
dan respecto a ella son inmejorables, y el director
de una de las compañías en que Conchita trabajó,
Sr. Martínez de Tudela, llegó a decir: «Yo tengo
una hija, y me daría por satisfecho si al correr de
la vida fuese un espejo de moralidad como era
Conchita Robles»” (Heraldo de Madrid,
12.1.1925, p. 3).
El defensor reconocía los hechos, como no podía ser
menos, e incluso que su defendido no había encontrado “in
78
fraganti” a su mujer en el delito de adulterio, algo que
justificaría que le causara la muerte en aquel tiempo. Pero,
aún recordando algunos casos en que se había absuelto al
marido criminal por sospechas de adulterio más que por su
certeza, recordaba al tribunal la eximente 9ª del artículo 8 del
Código Penal: ante la visión de su mujer haciendo de ramera,
el capitán había obrado impulsado por una fuerza irresistible.
La apelación final al tribunal militar es digna de ser
subrayada:
“Termina pidiendo la absolución de su defendido.
Todos los suyos —dice— lo esperamos
anhelantes. Esperamos que ya que la justicia civil
ha deshecho a este desgraciado, vosotros, que no
venís con el corazón hipotecado, no olvidéis que
sois hombres” (Idem).
El fiscal, por el contrario, consideraba que nada
justificaba haber causado la muerte de Conchita. Nada en su
vida personal redundaba en mala fama para el marido y su
comportamiento en las tablas haciendo el papel de prostituta
no significaba en modo alguno que se tratara de tal. De
manera que calificaba el crimen de parricidio, con el
agravante de alevosía, y de homicidio de su segunda víctima,
Manuel Aguilar, con las atenuantes de arrebato y obcecación.
Conforme a ello pedía una pena de reclusión perpetua por el
primer delito y 14 años de prisión por el segundo, amén de
10.000 y 5.000 pesetas para los padres de las víctimas en los
respectivos casos.
79
El tribunal, a pesar de estar constituido por hombres,
como recordaba el defensor, estuvo de acuerdo con la
petición del fiscal. El primer día de abril de 1925 Carlos
Berdugo, envejecido prematuramente al decir de los que lo
vieron, embarcó para las islas Chafarinas, en cuyo penal
habría de pasar el resto de su vida. Su rastro se perdió con el
tiempo, merecedor del olvido.
En cambio, puntualmente cada mes de enero se
celebraba en la iglesia de Santo Domingo de Almería una
misa funeral en memoria de los dos fallecidos aquel aciago
día de estreno teatral en el teatro Cervantes. Aún se registra
en los periódicos la misa celebrada el 20 de enero de 1935,
trece años después de la tragedia.
Por entonces España se preparaba para una tragedia
mayor en todo el territorio nacional. Sin embargo, la memoria
de Conchita no se ha borrado del imaginario almeriense y,
aunque sea en la forma espúrea de un espíritu que vaga por el
escenario de su muerte, su presencia sigue siendo
merecidamente recordada en la ciudad que la vio nacer y
morir.
80
Vidal y Planas
Resulta difícil entender hoy en día la personalidad de
Alfonso Vidal y Planas, autor de “Santa Isabel de Ceres”.
Incomprensible resulta también su éxito en esta obra que,
leída hoy, sabe a exageración, irrealidad y un dramatismo
exaltado. El que mejor ha resumido la extraña vida de su
autor en el último medio siglo quizá sea Javier Barreiro, en
sus “Cruces de Bohemia”, cuando le define como:
“Una especie de exaltado de buen corazón, un
místico anarquista y cristiano, con pujos de
redentor pasional, nervios débiles y cabeza
confusa.
No debe de haber otro escritor del siglo XX
español con más signos de exclamación en su
obra. La intensidad no la logra, como sería lo
canónico, con el estilo sino con la tipografía y el
latigazo de los asuntos que toca… En su favor, el
que esos temas no eran buscados con el afán
publicitario de atraer morbo sino intensamente
vividos: novelas de la cárcel, novelas de la
guerra, novelas del hampa, de la prostitución, del
terrorismo… Necrofilia, sadismo, extorsión,
tortura… Ningún exceso falta en la vida de este
buen hombre que tuvo la suerte y la desdicha de
atravesar casi todos los estados”.
81
Siguiendo en lo básico esta biografía, nos enteramos
que Alfonso nace en el pueblo gerundense de Santa Coloma
de Farnés el primer día de febrero de 1891. Por su crianza no
olvidó este lugar, al que volvería en 1919, a punto de alcanzar
el éxito literario y teatral. Fue entonces cuando organizaría,
con cargo al periódico “La Jornada”, un viaje a pie desde
Madrid hasta Santa Coloma contando día a día la crónica de
sus pasos. Numerosos compañeros comieron con él en un
restaurante el 16 de junio, despidiéndolo a los postres, cuando
lo vieron marchar carretera adelante.
Se sabe que tuvo siete hermanos, uno de los cuales,
militar, le ayudó en momentos de apuro en Madrid. Lo que
resulta algo inexplicable es el despego de sus padres con él al
poco tiempo de nacer. Apenas destetado su padre, que era
teniente coronel de origen leonés, fue trasladado a Barcelona
y con él se fue su mujer y algunos de los hijos pero no
Alfonso, que quedaría durante toda su niñez a cargo de la
abuela materna.
Cuando contaba ocho años le comunicaron que aquel
desconocido padre había muerto en la capital catalana.
Marchó entonces al funeral conociendo a su madre por
primera vez, apenas durante dos días. Después de aquello lo
ingresaron en el Colegio de Huérfanos de Mª Cristina, donde
terminó su niñez hasta que a los 14 años (corría el año de
1905) ingresó en un seminario con el propósito de hacerse
sacerdote.
A tan temprana edad se cuenta de él que tenía furores
místicos, que se disciplinaba duramente con el cilicio en una
imposible lucha contra una fe que se le negaba. Al cabo de un
82
tiempo desde su ingreso escapó del seminario para volver con
su abuela.
Sin embargo, poco duró la tranquilidad porque,
negándose a una solución militar como le ofrecían (no
parecía capaz de ninguna disciplina) marchó a Barcelona para
integrarse en lo más bajo de la sociedad, dedicándose a cargar
maletas, dormir en cualquier parte, mendigar unas monedas.
En Madrid prosiguió su vida errabunda, pernoctando en
figones de mala muerte, pasando las noches en cualquier
local de la Corredera Baja o en el café Colonial, conviviendo
con otros mendigos errabundos, prostitutas y gente de mal
vivir.
Hacia 1909 tenía 18 años y pocas perspectivas de durar
mucho en ese tipo de vida. Fue por ello que ingresó
voluntariamente, según afirmaba él, en el ejército marchando
a Melilla. Lo cierto es que su marcha pudo ser la
consecuencia de un robo cometido cuando se encontraba en
un cuartel, al arrebatar a un compañero una prenda de ropa
que previamente había perdido o le habían robado.
Estuvo en tierras africanas tres años, tal vez
interviniendo en luchas como la del Barranco del Lobo.
Volvió denostando al ejército y dispuesto a triunfar con
veinte años en el periodismo madrileño, donde sólo era
necesario tener buena voluntad y cierta capacidad de escritura
para conseguir destacar.
Nada más volver con la vitola de participante en la
guerra de Marruecos, le publicaron en “España Nueva” unos
artículos vitriólicos sobre la presencia militar española en
África. La consecuencia fue su encarcelamiento durante un
83
año en una dura prisión militar que más tarde reflejaría en la
primera de sus novelas.
Cuando salió tras cumplir su condena ingresaría en el
periódico clerical “El Debate”, en el que no duraría mucho,
dado su espíritu rebelde y alejado de las estrictas normas
editoriales de ese diario. Parece que fue entonces, tras volver
nuevamente a la vida bohemia y arrastrada por las calles de
Madrid, cuando conoció al que años después caería bajo su
revólver: Antón del Olmet.
Éste era por entonces un escritor de cierto renombre y
un periodista acreditado, jefe que había sido de la secretaría
personal del ministro de Gobernación Sánchez Guerra. Ex
diputado a Cortes por la provincia de Almería, su afición a la
letra impresa le hizo abandonar su carrera política. Pese a
todo, eran característicos sus artículos de crítica al gobierno
conservador de turno.
En el momento en que Alfonso Vidal y Planas, un
muchachito algo enclenque, exaltado pero dócil ante un
hombre de fuerte carácter como Olmet, se presentó en la
redacción de “El Parlamentario” supo que podría utilizarlo
para pelear con los lerrouxistas enemigos integrados en la
revista “Los Bárbaros”.
Así, facilitó que Alfonso organizara otra llamada “El
Loco” donde fustigó sin piedad ni miramientos tanto a
Lerroux como a gran parte de la prensa, causando un gran
revuelo en el mundo de la prensa madrileña.
“Voy a obligar a esos desnaturalizados,
engendrados por el ano de la madre que los
84
escupió (…) Tú, bárbaro lerrouxista, que
escribiste mi nombre dignísimo para cubrirlo de
oprobio con tu pluma, fuiste expulsado de tu casa
por tu onceno padre (…) cuando habías metido la
cabeza entre las ancas de rana de esa bestia que te
echó al mundo y le lamías con tu lengua lo más
íntimo y recóndito de su cuerpo…”
Tras solo cuatro números de la revista, ésta fue
secuestrada por la autoridad y su autor volvió por un corto
período a la cárcel, de la que parecía entrar y salir.
En 1917 le vemos escribiendo en “El Parlamentario”,
donde le ha vuelto a acoger Olmet (quizá compensándole por
los servicios prestados) aunque de nuevo utilizándolo para
fustigar a los que deseaba criticar. El verbo más pulcro de
Antón se transformaba, en manos de Alfonso, en una diatriba
implacable que podía recurrir al insulto y la descalificación.
El siguiente objetivo del periódico fueron los usureros
que pululaban en torno a las casas de juegos imponiendo
unos intereses fuera de la ley. La consecuencia es que el 30
de septiembre de ese año se presentó en la redacción un tal
Julián Veguillas, uno de los denunciados, junto a dos matones
con los que agredió a Vidal y Planas dejándolo con la cabeza
vendada una temporada.
Aún escribió después un libelo en la “España
Republicana” por el que le volvió a perseguir la policía. Esta
vez, disfrazado, huyó a Portugal, país donde esperó la
oportunidad de volver, gracias a una amnistía.
85
En 1918 ya era una figura conocida en los periódicos
de Madrid, bien que su extravagancia, su bohemia forma de
vida, su amistad con prostitutas y gente de mal vivir, la forma
exaltada de sus creencias, le daban una cierta fama de
desequilibrado.
Fue entonces cuando publica “Tristezas de la cárcel”,
obra acogida con cierto interés por el público y donde se
anuncian las características básicas de su literatura:
autobiográfica, mezcla de ideales cristianos junto a miserias
de la vida marginal, intensos recursos dramáticos. El libro
encontró el apoyo de bastantes compañeros de prensa y
literatura, revelándonos que Vidal y Planas empezaba a ser
una figura reconocida:
“De fiesta literaria puede calificarse el acto del
martes 12 en el Restaurant Inglés. Se celebró el
éxito verdadero, clamoroso, de ‘Tristezas de la
cárcel’, libro bellísimo y amargo, escrito por
Vidal y Planas con sangre de su noble corazón.
Los comensales eran numerosos y selectos; lo
mejor, lo más escogido del periodismo, de la
literatura y del arte estuvo en el Inglés la noche
del martes. Allí vimos a Basilio Alvarez, el
fogoso; al vibrante Antón del Olmet, a Eugenio
Noel, al ilustre americano de alma gaucha W.
Ghiraldo, al inquieto Hoyos y Vinet, a los
formidables escultores jóvenes Julio Antonio y
Juan Cristóbal, a los poetas Lasso de la Vega,
Olmedilla y Heliodoro Puche, al culto crítico D.
86
Alfredo de Villacián, al señor Torres Bernard y a
muchos más” (El País, 14.3.1918, p. 1).
Obsérvese la presencia de su “protector” Antón del
Olmet, el que le había contratado para nutrir las fuerzas del
periodismo más agresivo a su mando. También, como luego
declararía Alfonso, el que le había utilizado a su antojo
pagándole una miseria. Pero ahí estaba, presente en la vida
del joven de Santa Coloma, como lo estaría hasta su muerte.
Entonces, tres años antes de que Conchita Robles
muriera en una representación en Almería, Alfonso Vidal y
Planas publica como novela la obra que le daría fama y
dinero, aquella que transformaría en obra teatral
posteriormente siguiendo el consejo de Muñoz Seca, que
habría de corregirle el original aunque negándose a colaborar
con él en la redacción de nuevas obras.
87
88
Santa Isabel de Ceres
Todo en la vida de Vidal y Planas es extremado,
exagerado, fuera de todo equilibrio. Él mismo habría de darse
cuenta pero, inflamado por un espíritu volcánico y disperso,
en aquellos años renunciaba a cualquier camino de mayor
serenidad.
“Yo creo que el arte es fervor y por eso pongo en
mis obras, antes que técnica, llamas de mi
espiritualidad encendida” (Nuevo Mundo,
10.11.1922, p. 40).
afirma tras el estreno de su obra más popular. Y continúa:
“Busco, hablando ahora del Teatro en general,
para hacer Teatro, un motivo estético, y cuando lo
he encontrado, lo escenifico con el corazón más
bien que con la cabeza. Motivos estéticos
escenificables los hay en todas partes. El caso es
saber encontrarlos. A veces los descubrimos en
un burdel. Yo no me acobardo: desciendo al
burdel y me los llevo” (Idem).
Ése será siempre su objetivo: descubrir las flores que
esconde el arroyo, sea entre prostitutas, maleantes o
vagabundos, entre los que vivió durante tantos años.
Alentado por ese fervor místico que le inundaba desde su
89
niñez, buscará entre ellos la espiritualidad sin detenerse en
conveniencia burguesa alguna.
Desequilibrio sí, pero en él no había trampa ni cartón.
Lo demuestra su relación con Elena Manzanares, la que era
su novia, testigo privilegiada de las discusiones habidas por
Alfonso en sus últimos días, cuando se fue gestando la
agresividad contra su antiguo amigo y protector Antón del
Olmet.
Durante el juicio su testimonio fue incómodo para
muchos, que hubieran preferido que no se produjese. A ella
debió importarle. En las pocas fotos donde aparece se la ve
vestida de negro, detrás del abogado defensor, el pelo
recogido pudorosamente en un moño. Tiene los labios
apretados, la mirada franca. Pero no habría de faltar nunca a
lo que entendía su obligación: defender a su “ángel bueno”,
justificar su acción en cuanto pudiese, seguirle incluso al
penal del Dueso para casarse con él.
Si dicen que el amor todo lo redime quizá éste sea el
caso para ambos. En el estrado de los testigos:
“Manzanares cuenta su vida, que no puede ser
más triste. Huérfana de padres, entró en un
colegio de donde tuvo que salir a los catorce años
para ganar el sustento de dos hermanos suyos
pequeños y su abuela. Quiso trabajar, pero no
encontró dónde ganar lo suficiente.
Un caballero le ofreció protección a cambio de su
entrega. Se resistió; pero tuvo que ceder.
La defensa: ¿Cómo se llamaba ese caballero? '
90
La testigo: Antón del Olmet.
Sigue después su relato, y aclara que conoció a
Vidal y Planas; se lo presentó el Sr. Antón del
Olmet como individuo al que le podía sacar
mucho dinero. Trabó relaciones íntimas con él y
al Sr. Antón del Olmet le sentó mal que lo
abandonara.
Ella, enamorada del Sr. Vidal, trataba de
defenderse.
El defensor: ¿No supo nunca el Sr. Vidal y Planas
este acoso de que continuaba haciéndola objeto
el Sr. Antón?
La testigo: No señor…
(El Sr. Vidal y Planas llora con la cara entre las
rodillas y un pañuelo en las manos) (El Sol,
13.5.1924, p. 8).
La escena no puede ser más dramática. No es extraño
que el redactor de otro periódico, “el Imparcial”, manifieste
su incomodidad prefiriendo que la testigo no hubiera
declarado. Sin embargo, gracias a este testimonio tenemos un
atisbo más claro de la vida de Alfonso Vidal.
No queda claro cuándo conoció a Elena Manzanares.
El periodista Cansinos Assens, contemporáneo suyo,
afirmaba que, tras un estreno teatral y para celebrarlo, Antón
del Olmet le llevó hasta un prostíbulo de la calle San Marcos,
donde trabajaba Elena a la que él conocía sobradamente.
¿La concepción de su obra principal, “Santa Isabel de
Ceres” es anterior o posterior a ese encuentro? En el primer
91
caso, vería en aquella prostituta joven, guapa, ese espíritu
soberano, esa inocencia interior, que él había reclamado para
las que eran como ella. Si fue posterior, Elena Manzanares
constituiría su inspiración más clara.
En todo caso, el 3 de octubre de 1919 se anunciaba en
el “Heraldo de Madrid” la publicación de una nueva novela
de aquel periodista impetuoso, amante del peligro judicial
que ya le había hecho conocer la cárcel varias veces. Incluía
un tremendo capítulo donde se narraba un episodio
particularmente dramático: Tres prostitutas marchan al
campo con unos señoritos y, a la vuelta en carruaje, éstos
deciden tirarlas a la carretera. Una resultaría herida, otra ilesa
pero la tercera se agarra a la portezuela y es arrastrada hasta
la muerte. En medio de un clima de intensa emoción, la
madre de esta última llega al prostíbulo donde la dejaba cada
día gritando “¡¡¡Hija de mi alma!!!” una y otra vez. Todo el
texto se llena de triples exclamaciones y gritos de aquella
madre desolada.
Resulta difícil entender hoy en día un drama tan
desgarrador y tremebundo como el que plantea Alfonso
Vidal. Queriendo hacer una obra distinta del romanticismo
trasnochado del siglo XIX, algo que aúne el drama con la
realidad social que tan bien retratara, en otro nivel, Pío
Baroja, el autor cae en la misma retórica que dice detestar.
Isabel, o Lola en el burdel, es el nombre de una mujer
de “hórrido pasado”, en palabras de Vidal. Trabaja para un
chulo llamado Cataplum. Allí la conoce León, un antiguo
hospiciano y aprendiz de pintor, que decide redimirla, para lo
cual necesita dinero. Como no lo consigue gana dos mil
92
pesetas en un juego ilegal pero, a la salida del antro, le
esperan los guardias que le despojan de las ganancias y lo
llevan a la cárcel. Para salvarlo a su vez y poder sacarlo del
calabozo, Isabel se pone a trabajar como prostituta
independiente. Claro que Cataplum se entera y en la calle le
raja la cara.
Finalmente, consigue el dinero suficiente y León sale
libre para irse a vivir con ella. Sin embargo, lo descubre un
millonario y le contrata para que pinte un retrato de su hija.
La retratada se enamora de él y el millonario presiona a León
para que ambos se casen.
Visto lo visto, Isabel le escribe una lacrimosa carta
donde dice no haberle amado nunca. Tras este episodio se
encierra en su cuarto y se da un tajo en el cuello, muriendo de
resultas de la herida pero viendo a su amante feliz y casado
con una millonaria.
Que un argumento así, un auténtico dramón
decimonónico, triunfase, puede ser desconcertante a día de
hoy pero lo cierto es que la novela tuvo cierto éxito. Aunaba
visiones poco burguesas (el prostíbulo) con unos valores
cristianos de amor, renuncia y sacrificio, con el añadido
morboso para los lectores de que esos valores estuvieran
protagonizados por una mujer a la que nadie hubiera saludado
entre la buena sociedad. Se defendía así que la virtud no
residía solo en los niveles más acomodados de la vida
madrileña sino también podían estar presentes en otros
lugares donde los burgueses afirmarían que era imposible.
Alfonso Vidal dio paso, como otros lo hacían por
entonces con mayor calidad literaria, a la fascinación secreta
93
de las clases pudientes por aquellas manolas, mujeres de
extracción baja, capaces de entregarse a un hombre por
dinero o por regalos, o incluso yendo más allá hasta llegar a
las auténticas prostitutas. Parte de esa burguesía quedaba
atrapada por la fascinación que les provocaba una vida más
intensa que la suya, apasionada, con un romanticismo que
podía llegar al sacrificio propio y hasta a la muerte.
Sólo así se puede entender algunas de las críticas
vertidas entonces sobre la novela:
“Nos hallamos ante un libro desconcertante,
subyugante, inflamado por una emoción humana
sin precedentes en la novela española… Se titula
esta novela extraordinaria Santa Isabel de Ceres y
es, desde su primera página a la última, de un
sentimiento
de
locura
y
misticismo
verdaderamente conmovedor. Canta ella la vida
de una pobre hetaira haciendo triunfar entre todo
el barrizal que la envuelve a un corazón de santa
y de mártir lleno de palpitaciones generosas.
Fuera de Galdós en algunas novelas, no ha habido
en España un novelista de tan honda emoción, de
tan profunda tortura espiritual como Vidal y
Planas” (Cosmópolis, 11.1919, p. 485).
Dos años después la obra le había hecho popular,
produciéndole pingües beneficios que malgastaba a manos
llenas. No era extraño en alguien que nunca había tenido
94
dinero suficiente, que se había visto obligado a mendigar y
emplearse de la forma más humilde para poder comer.
Ya conocido en los cafés y tertulias literarias, el
dramaturgo Pedro Muñoz Seca le comentó la posibilidad de
transformar el texto de su obra para representarlo en un
teatro. La idea entusiasmó tanto a Alfonso Vidal como a sus
amigos más cercanos. El éxito debía prolongarse y el dinero
estaría garantizado por una buena acogida en el teatro.
De manera que propuso al autor consagrado que
colaboraran juntos en la redacción de la obra pero Muñoz
Seca, que corrigió alguno de sus borradores, declinó la oferta
de aparecer como coautor.
El 10 de septiembre de 1921 se anunciaba que la
nueva compañía Tudela-Monteagudo se haría cargo de la
representación de esta versión teatral, empezando por su
estreno en Sevilla. Fue entonces cuando tuvo lugar el
incidente de Aranjuez entre la primera actriz, Conchita
Robles, y su marido.
Subsanado finalmente el problema, “Santa Isabel de
Ceres” pudo estrenarse en la capital hispalense. Días después,
leemos una crónica:
“El triunfo teatral de Vidal y Planas ha sido algo
desacostumbrado, y las representaciones de la
obra se cuentan por llenos. El joven dramaturgo
ha sido objeto de un homenaje en la capital
andaluza, al que concurrieron todas las
autoridades, artistas, literatos, etcétera, etc., y, en
95
suma, cuanto representa la intelectualidad
sevillana” (La Voz, 17.10.1921, p. 3).
Comenzaba un espléndido camino de éxito para el
autor, que pasaba de la bohemia y la escasez a disfrutar de
una posición reconocida y muy holgada en lo económico. A
ello hay que unir que el público sevillano, entusiasmado, le
obligaba a salir cada noche a saludar, al tiempo que se le
ofrecían banquetes, felicitaciones, por parte de todos los
estamentos sociales de la ciudad. Incluso llegó pronto una
petición para la traducción de la obra al portugués, a fin de
representarla en Lisboa.
Era el éxito rotundo, casi inesperado de esa forma.
¿Qué pensaría Alfonso Vidal? ¿Con qué euforia acompañaría
la culminación de todos sus sueños él, que tenía poca
sensatez y medida? Hoy sabemos que debió vivirlo de una
forma exaltada, intensa, sin matices, algo que le pasaría
factura más adelante, cuando el entusiasmo del público se
trocara en rechazo.
Pero ahora no, ni siquiera pensó que fuera posible.
Alguien muy cercano a él afirmaba en letra impresa:
“Siempre he creído en Vidal y Planas. Enjuto,
nervioso, pasional, de una morbosidad psíquica a
veces delirante, parece un intelectual ruso de los
tiempos anteriores a Lenin” (La Hora,
30.10.1921, p. 3).
para añadir después:
96
“Santa Isabel de Ceres, plebeya, bárbara, poética,
idealista, retórica, pujante, con sus llantos, con
sus alaridos, con su frenesí, irrumpe en mitad de
la escena española para demostrar que el público
ya no quiere técnica, eso que dicen técnica los
cucos sin numen, sino, escrita así la palabra, en
letras muy grandes: LITERATURA” (Idem).
Quien escribía estas líneas entusiasmadas celebrando
las veinte representaciones sevillanas de la obra, algo inusual
cuando los estrenos no llegaban a ocupar cinco o seis días
como mucho, era Antón del Olmet.
Cuando la obra se estrenara en Madrid en enero de
1922 (en Almería lo haría poco después y simultáneamente)
se habló elogiosamente de ella:
“Inspirada en la realidad de la vida, de una vida
cruel y dolorosa, tiene que ser cruda en su
lenguaje y en su acción; de otra manera, la obra
sería de una falsedad absoluta; Vidal, que es un
hombre que tiene conciencia de escritor y sabe lo
que se hace, ha hecho en esta obra lo que debía
hacer: un fiel reflejo de la realidad; y aunque por
esto mismo, dado el medio ambiente en que la
acción se desarrolla, tiene que existir en su fondo
y forma toda la crudeza amarga y dolorosa de la
vida que describe, carece en absoluto de grosería
y de procacidad. Vidal y Planas es escritor, es
97
literato, y ha sabido, con extraordinaria habilidad
y sin quitar nada de la verdad de las situaciones,
adornarla con un fondo de sentimentalismo
hondamente pasional que conmueve, que
emociona y que interesa muchísimo” (El Globo,
9.1.1922, p. 2).
Sin embargo, no todo el mundo pensaba igual. Había
voces y críticas que alertaban sobre el tipo de realismo que se
encontraba en esta obra y los recursos dramáticos empleados.
“Pasó un acto, dos, tres, los cinco. ¿Qué ocurría?
¿Se había sometido la obra a una previa censura
eclesiástica?
Aquello no era ni realista, ni crudo, ni nada que
se le pareciese: allí no había nada pecaminoso, y,
al contrario, todo era de un lirismo exaltado, muy
exaltado, hasta no tener relación con nada de la
vida” (Buen Humor, 15.1.1922, p. 8).
“La obra sabe a cosa vieja que no llega a antigua.
Gritos, chulerías, tipos fáciles, naturalismo
inverosímil, y, sobre todo, palabras, en el vacío
sentido que le diera el príncipe dinamarqués.
Ninguno de los dramas de angustia espiritual o
ideológica que puedan ocurrir en la triste calle de
Ceres (callejuela de meretrices de Madrid) está
siquiera entrevisto” (Cosmópolis, 1.1922, p. 71).
98
No consta que Alfonso Vidal respondiera a estas
críticas y valoraciones, probablemente las ignorara envuelto
en las mieles del éxito. Tenía una mujer a la que había sacado
del arroyo para redimirla, una mujer que le adoraba, el
reconocimiento de sus compañeros de profesión, el
sentimiento de haber triunfado sobre la pobreza y la
necesidad, sobre el hambre y la miseria. Al fin podía decir
que el mundo era suyo, que lo había conquistado sin más
impulso que su enorme corazón y el entusiasmo exaltado que
ponía en cada acto de su vida.
99
100
Los gorriones del Prado
Pese a algunas discrepancias y críticas negativas, el
éxito popular de “Santa Isabel de Ceres” fue muy notable. Si
en Sevilla las representaciones habían sido veinte, en el teatro
Eslava de Madrid, bajo la dirección del propietario Gregorio
Martínez Sierra, los llenos estuvieron garantizados durante la
friolera de cien puestas en escena. En un tiempo en que las
obras no duraban en cartelera más allá de dos o tres días, la
de Vidal y Planas se mantuvo ininterrumpidamente desde
enero a marzo con dos funciones diarias.
De repente, sin que podamos saber con claridad qué
sucedió, la opinión del público cambió. Tras el éxito en el
Eslava, para prolongarlo en provincias y aumentar los
beneficios, el mismo Vidal y Planas se erigió en propietario
de una nueva compañía que agrupaba a los actores Fuente y
Vargas.
Con ellos se dirigió para estrenar la obra en Valencia.
Como era usual, debían contar con una segunda que sirviera
de complemento en la función. Vidal escogió “Mala madre”,
de Antón del Olmet. Sea por la diferencia entre ambas, por la
distinta interpretación de los actores respecto a los dirigidos
por Martínez Sierra, el caso es que la obra de Olmet fue muy
bien recibida, justo lo contrario de la tan afamada “Santa
Isabel de Ceres”.
El rechazo del público a la nueva puesta en escena se
volvió a repetir en Barcelona, capital también muy
importante para triunfar. La situación llegó a tal extremo que
101
la misma compañía de Vidal y Planas se rebeló contra su
propietario negándose a volver a representarla. Aquello
terminó en un profundo desencuentro entre ambas partes que
podía haber quedado en ruptura artística y nada más. El
problema personal que surgió es que Fuente y Vargas,
viéndose sin obras, se pusieron en contacto con Olmet para
que les cediese otra de las suyas, de manera que la gira, que
había empezado a mayor gloria de Vidal y Planas, terminó en
un triunfo de Olmet. El primero lo tomó como una traición y
un insulto personal de su antiguo protector.
El rifirrafe entre ambos entró finalmente en un
período de reconciliación, no ajeno al hecho de que Olmet
ejercía un poderoso dominio sobre su antiguo empleado, de
carácter débil, apasionado pero sujeto a la voluntad del
primero. De modo que cuando Olmet le propuso escribir una
obra conjuntamente, un drama sobre los caciques rurales que
el proponente quería denunciar, aceptó el reto. Surgió así “El
señorito Ladislao”.
La compañía de un señor llamado Gatuellas, cuyo
actor principal era José Monteagudo, la representó en
provincias el 12 de octubre de 1922. Al mes siguiente llegó al
teatro madrileño de la Zarzuela con división de opiniones.
Como había sucedido en “Santa Isabel de Ceres”, el tema
mostraba una gran valentía política, el desarrollo era en
exceso dramático pero lo que más se criticaba era el hecho de
que rompía las formas teatrales al uso para diluirse en una
sucesión de escenas con escasa ilación, a modo de totum
revolutum que desorientaba a los espectadores.
102
“La obra, referencia casi exacta de un luctuoso
episodio de la vida castellana y trágica, cuadro de
la vida de esos pueblos agobiados por el
caciquismo, plaga de España, responde en un
todo a la psicología exaltada de los dos
luchadores valientes que la escribieron. Ni tiene
habilidades escénicas ni está escrita con
prejuicios literarios que la diluyan en párrafos de
oratoria brillante.
Dijéramos que Vidal y Planas y Antón del Olmet
se complacen en mostrar la llaga con toda
crudeza. Desbridan la herida, enseñan la
infección social, y luego, de un modo
radicalísimo, procuran evidenciar que la
terapéutica no es otra que la sanción
personalísima... Ojo por ojo.
¿Acertaron los notabilísimos autores? Para una
parte del público, sí. Otra, en cambio, creyó que
el drama era demasiado crudo, que carecía de
"forma teatral", que era aquello ensañarse
demasiado... Cuestión de interpretaciones” (La
Voz, 9.11.1922, p. 2).
El mismo día salía la crítica de “La Época” y
resultaba demoledora. Empezaba de la siguiente guisa:
“Parece que un buen día los señores Antón del
Olmet y Vidal y Planas hojearon un periódico en
busca de algún suceso que fuese apto para el
103
desarrollo escénico. Y que no acertaron a hallar,
por lo visto, sino el lance, por demás frecuente a
las altas horas de la noche, del borracho que se
sitúa en una esquina para atajar la calle y
provocar al transeúnte pacífico. El suceso no
suele ir nunca más allá de la Comisaría. Pero
como los señores Vidal y Antón querían hacer un
drama a toda costa, no hallaron medio mejor que
compensar con el latiguillo político la notoria
insuficiencia artística del motivo inicial. ¿Y si el
borracho —debieron de pensar— fuese el hijo de
un espantable cacique? ¿Y si llegase, sin motivo
alguno, al homicidio? ¿Y si el muerto fuera,
precisamente un muchacho simpático y honrado?
De esta suerte, la prosa trivial de una corriente
gacetilla de la sección de sucesos ha querido
alzarse hasta el énfasis docente de un artículo de
fondo a la antigua usanza. Los personajes de El
señorito Ladislao no dialogan, sino discursean, y
todos se mueven en función automática de la tesis
prestablecida. ¿Quedó el público convencido de
que los caciques son, en efecto, de una depravada
índole moral? Sin duda; pero la literatura de los
señores Antón y Vidal no se manifestó como de
mejor calidad” (La Época, 9.11.1922, p. 1).
Olmet tomó esta crítica como una ofensa personal, no
en vano había sido en otro tiempo redactor de ese mismo
periódico. Periodista reconocido por entonces, tras el período
104
juvenil dedicado a la política, se había entregado a su labor
en periódicos como ABC, “el Debate” o “la Época”, donde
fustigaba con su verbo brillante los males de la patria, labor
en la que quiso que le secundara bajo su dirección aquel
joven llamado Vidal y Planas.
Tras un tiempo dedicado a algunas novelas de cierto
éxito (“La viudita soltera”, “El hidalgo don Tirso de
Guimaraes”, entre otras) se había pasado al teatro, con la
misma evolución que a su amparo seguiría Vidal y Planas.
Pero de carácter fuerte, dominante y controlador, no sufriría
ningún recelo por el éxito del gerundense sino que vería en su
escalada precisamente una oportunidad de sacar provecho
propio. De ahí la colaboración en “El señorito Estanislao”.
Mientras Vidal y Planas permanecía pendiente del
próximo estreno de la obra en la que había puesto toda la
ilusión de reeditar su éxito, Olmet escribió en “El
Parlamentario” y sin consultar a su compañero un incendiario
artículo contra los críticos y los que se dedicaban a reventar
los estrenos ajenos.
El texto, que causó un amplio revuelo en la profesión,
le llegaba a Vidal y Planas a pocos meses de un nuevo
estreno, lo que le causó un profundo malestar. Con el ánimo
alterado por las críticas a “El señorito Estanislao” vivía con
angustia la recepción por la crítica y el público del que
entendía debía ser un nuevo éxito equiparable a “Santa Isabel
de Ceres”.
Olmet era de otra madera y no le arredraban los
problemas ni las polémicas. De hecho, parecía vivir de ellas
pero siempre, al contrario que Vidal, manteniéndose en el
105
terreno de la legalidad. Algo así como ese dicho actualmente
en vigor: Háblese mal de mí, pero háblese.
De manera que menos de tres meses después de su
artículo envenenado estrenaba en Valencia su obra de
denuncia política “¡Responsables!”. El lugar estaba bien
escogido, ya que esta zona del país era intensamente
republicana, de manera que cosechó un sonoro éxito. Pero,
sin arredrarse por la posible crítica, el lanzamiento de su obra
fue casi simultáneo con su representación en el teatro
madrileño de la Latina.
Diez días después de que la obra de Olmet fuera bien
acogida en general, estrenaba Vidal y Planas “Los gorriones
del Prado”, la historia de unos aspirantes a toreros que
malviven en la gran ciudad sujetos a todo tipo de penalidades
por cumplir el sueño que han tenido desde que eran niños. De
nuevo, el esquema de bajos fondos junto a sentimientos
nobles que tanto éxito le había deparado un año antes.
El 16 de febrero de 1923, tras su representación en el
teatro Eslava, escenario de su anterior éxito, se informa que
la obra no ha tenido el favor del público. “Rechazado
ruidosamente por el público y reído sin piedad en sus escenas
más sentimentales” dice un periódico. El crítico Alejandro
Miquis hace un análisis de los fallos de la obra bastante
acertado:
“Faltaban en su
indispensables para
producción dramática
primero, que la obra
obra dos condiciones
el buen éxito de una
en los tiempos que corren:
fuese realmente dramática,
106
y en ella lo más intenso fuese la acción y no la
serie peor o mejor combinada de relatos más o
menos líricos, y luego, la pintura de ambientes,
que fuese la acción de las masas determinando las
reacciones emotivas o pasionales de los
personajes que finalmente habían de determinar
las del público, y con ellas, el buen éxito de la
obra.
Y aún hay en Los gorriones del Prado otra razón
de falta de fuerza emotiva: cuando el pensamiento
del dramaturgo se resuelve acertadamente en
acción, ésta es de una falsedad tal que no sólo
carece de fuerza en sí misma, sino que, por
reflejo, amengua la que en el caso más favorable
hubiesen podido tener los relatos” (Nuevo
Mundo, 23.2.1923, p. 10).
El diagnóstico ponía el énfasis en las limitaciones del
propio autor. Mientras que en “Santa Isabel de Ceres” su
conocimiento del ambiente le permitía moverse con facilidad
en torno al drama, reflejar sus pasiones mediante la acción en
el escenario, su nueva obra demostraba que Vidal y Planas no
conocía la realidad de sus personajes y cambiaba dicha
acción por relatos más o menos entretejidos llenos de buenas
y líricas intenciones, restando fuerza dramática a lo que
sucedía sobre las tablas.
¿Qué sentiría el autor cuando viera sus escenas más
emotivas acogidas entre risas, la distracción del público, los
silbidos y abucheos al final de la representación? De esa
107
humillación le era imposible escapar. Acunado por el éxito de
su primera obra se creía en el olimpo del teatro, capaz de
cualquier cosa. Ahora encontraba que sus defectos como
autor, enmascarados antes por la intensidad con que supo
mostrar un ambiente bien conocido, salían a la luz. Ni
siquiera podía simularlos con una buena técnica teatral
porque carecía de ella. Había creído tanto en sí mismo, en el
apasionamiento de sus ideas, el misticismo y la bondad de sus
creencias, que había olvidado que en el teatro también había
una técnica para enlazar los cuadros, para trazar los
personajes, para mostrar la acción dramática. Era el fracaso
sin paliativos ante el que se mostraba vacilante por fuera,
contrito y humilde, pero frente al que hervía por dentro,
incapaz de comprender el porqué del mismo.
Dos semanas después de que la obra fuera tan mal
acogida, Vidal y Planas disparó sobre su antiguo protector y
supuesto amigo, Antón del Olmet.
108
El saloncillo del Eslava
Vidal y Planas vivió el fiasco de su nueva obra con
mucha angustia. La expresión que empleó su novia Elena, a
cuya entrevista posterior a los hechos recurriremos en este
capítulo, era “acongojado, quería meterse en un convento”.
Curiosa esta reacción de volver a la vida religiosa que había
desechado en su juventud.
Olmet no contribuyó en ningún momento a la paz de
su espíritu. En el entreacto de “Los gorriones” se había
pasado a ver a Vidal siendo bastante duro en sus opiniones.
Por otro lado, el autor de la obra se hacía cruces de cómo era
posible que fracasara el estreno de tal manera cuando había
repartido casi doscientas entradas entre sus amigos. Se sentía
traicionado por ellos y el primero, su antiguo protector, cuyo
incendiario artículo entendía que estaba en la causa del
rechazo de la crítica.
“Insiste Elena Manzanares en que Vidal y Planas
estaba completamente dominado por Antón del
Olmet, situación de sometimiento que tenía
desesperado, y a veces hacía llorar a Vidal y
Planas.
En una ocasión se enteró Vidal de que en
presencia de Antón se cantaban por los
saloncillos de algunos teatros cuplés mortificantes
para él. Otra vez tuvo Alfonso que abandonar la
tertulia
a
que
ambos
acudían
por
109
desconsideraciones en que Antón era el principal
culpable.
Pues ni en el primer caso se atrevió Vidal a
quejarse a Antón, ni en el segundo a decirle, aun
cuando éste se lo preguntaba, que él había sido la
causa de que dejase la tertulia” (La Voz,
7.3.1923, p. 3).
Lo que esta mujer no aclara es que, probablemente,
las coplillas y burlas de los contertulios de Olmet se debían
referir específicamente a la relación que mantenía Alfonso
Vidal con ella, a la que había encontrado en un burdel.
En todo caso, la amistad entre ambos, basada en una
morbosa dependencia psicológica, se iba deteriorando por
momentos. A Elena Manzanares la vemos siempre del lado
de su futuro marido, incondicional e indignada con el
fallecido Antón del Olmet. De manera que quizá hubiera que
matizar su subjetividad, aunque solo podemos hacerlo con
otros testimonios sobre el carácter exaltado y pusilánime de
Vidal y Planas frente a su compañero.
Parece que ambos se encontraron, como era habitual
puesto que concurrían a los mismos cafés, un par de días
después del estreno de “Los gorriones”. Olmet no estuvo
cordial ni consoló a su amigo del sonoro fracaso cosechado.
Por el contrario, tal vez regodeándose en su superioridad,
estuvo todo el rato hablando del éxito en el estreno de su
nueva obra “¡Responsables!”.
Al día siguiente surgió entre ellos una nueva
discusión, esta vez a cuenta de “El señorito Ladislao”. Olmet
110
culpó a Vidal y Planas de su responsabilidad en la tibieza de
la crítica por su excesivo y desaforado dramatismo. El
aludido calló su amargura pero, al intervenir otro amigo en el
mismo sentido, se enfrentó ásperamente con él y le dijo lo
que no se había atrevido a decirle a Olmet. Una demostración
más del dominio que ejercía su antiguo jefe sobre él.
Llegamos así al día anterior al crimen. Vidal se
presentó junto a Elena en el café Lyon D’Or donde habían
citado a Olmet para discutir la redacción de una nueva obra
conjunta. Antes de que éste llegara lo saludó un antiguo
compañero de redacción, que le mencionó algunas burlas que
se hacían sobre él en las tertulias. Le preguntó también si era
cierto que Olmet y él ya no eran amigos.
La conversación soliviantó a Alfonso, que se enfrentó
a él de malos modos, obligándolo a separarse y marchar con
otros amigos. Con esa alteración de ánimo llegó ante ellos
Olmet y Vidal le propuso no continuar en esa cafetería
marchando a otra de la calle Platerías, donde podrían hablar
más tranquilos.
Allí, Vidal y Planas estuvo leyendo el primer acto de
la nueva obra que habían quedado en hacer conjuntamente.
Estuvieron haciendo observaciones uno y otro sin que
mediara disputa alguna. Olmet se llevó ese primer acto con el
compromiso de ir trabajando en el segundo.
Elena afirmaba que había intentado varias veces que
Alfonso dejara de tratar con Olmet, al que veía dominante y
avasallador con su novio, sintiéndose éste casi indefenso
frente a su antiguo jefe y compañero. Hubo alguna ocasión
incluso en que éste llegó a abofetear a Alfonso Vidal para que
111
se calmara en uno de sus consabidos estallidos de furor,
consiguiéndolo de inmediato y sin obtener más respuesta de
Alfonso salvo la claudicación.
La idea de la separación bullía en su mente, no cabía
duda, pero no se atrevía a enfrentarse a Olmet, que le
dominaba en cuanto a carácter y hasta físicamente. Así se lo
comentó al parecer a otro amigo llamado Miguel Pascual,
antiguo reportero de “El Parlamentario”, al que vio a la
mañana siguiente, horas antes del suceso que conmocionó al
mundillo teatral madrileño.
Pascual había estado ausente casi dos meses de
Madrid y a la vuelta se enteró en persona del fracaso
cosechado por Vidal en “Los gorriones”. Según manifestó
posteriormente ambos se habían distanciado tiempo atrás
pero sin malos modos. Al volverse a encontrar por la calle los
ánimos se habían suavizado y quedaron aquella mañana en el
café de Puerto Rico.
“Yo califiqué probablemente con dureza la
conducta de Alfonso para conmigo, y esto le
produjo de momento bastante exaltación; pero
calmado por los razonamientos, volvimos a
hablar en tono amistoso, y hasta le aconsejé que
cambiase de conducta con los buenos amigos
como yo, que no se desvaneciera ante los éxitos...
Alfonso, que es muy comprensivo, ante los
razonamientos, llegó a afectarse, hasta el extremo
de que en el curso de la conversación lloró alguna
vez. Respondiendo también a su temperamento,
112
llegó un instante en el que, poco menos que
dejándome con la palabra en la boca, se marchó
del café” (La Voz, 6.3.1923, p. 3).
El amigo tuvo que salir detrás de su antiguo
compañero, calmarlo, llevarlo a un nuevo café para terminar
la conversación. Alfonso Vidal debía estar hecho un manojo
de nervios. Según Pascual, sólo hablaron de Olmet
incidentalmente pero uno piensa si no estaría dulcificando la
situación de cara al juicio que habría de pasar Vidal y Planas.
A fin de cuentas, otro periódico había afirmado el día
siguiente del crimen que Vidal le había confesado
“excitadísimo, estar dispuesto a matar a Antón del Olmet”.
Eso significaría premeditación, lo que agravaría una pena que
Miguel Pascual no deseaba aumentar. Es posible que optara,
en estas declaraciones realizadas mes y medio después, por
suavizar la conversación y referirla a la amistad entre ambos.
En todo caso, pasaron la mañana discutiendo hasta
que se separaron hacia las dos y cuarto, con Vidal y Planas, a
su juicio, más calmado y tranquilo. Le propuso almorzar
juntos pero Alfonso le dijo que marchaba hasta el Eslava para
hablar con Olmet.
Se daba la penosa circunstancia de que en este teatro,
el mismo donde su obra “Los gorriones del Prado” había sido
rechazada cayendo de la cartelera tras solo cinco días, Olmet
estaba ensayando su nueva obra “Capitán sin alma”.
Al llegar preguntó por él al portero y éste le dijo que
aún no había llegado, pero debía hacerlo en breve plazo.
“Dígale que le espero en el saloncillo”, contestó. Era aquella
113
una salita junto a Contaduría, un lugar de espera y charla
tranquila donde nadie les molestaría.
Olmet llegó minutos después y recibió el recado,
entrando donde le esperaba Alfonso Vidal. El portero
escuchó voces algo destempladas pero no hizo caso hasta
que, de repente, se escuchó un disparo.
El actor Crespo, junto con parte de la compañía,
ensayaba en ese momento sobre el escenario. Fue entonces
cuando llegó hasta allí una actriz demudada gritando: “¡Por
Dios! ¡Algo ocurre abajo, en el despachito! ¡He oído desde
mi cuarto un disparo, y voces de socorro!”.
Marcharon todos en tropel hacia allí. Encontraron al
encargado de la Contaduría, Acisclo Gil, inclinado sobre el
cuerpo de Antón del Olmet, que jadeaba. En el pasillo se
encontraba su agresor:
“Vidal y Planas, con una pistola humeante en la
mano, había salido al pasillo, diciendo:
— He matado a Antón. Que llamen a la policía…
El actor Sr. Baena arrebató la pistola a Vidal, y le
dijo :
— ¿Qué has hecho, Alfonso?
.— Nada —contestó- , que le he matado. Se metía
mucho conmigo. Decía que estaba loco...
Y, excitándose, continuó:
- Sí, sí... estoy loco... Perdonadme, perdonadme
todos...” (El Heraldo de Madrid, 2.3.1923, p. 3).
114
¿Qué sucedió?
Mientras el cuerpo de Olmet era conducido en un
carruaje hasta la Casa de Socorro de Centro, en la calle Navas
de Tolosa, reclamaba a su acompañante que lo terminara de
matar porque se asfixiaba. Al llegar al centro médico el
doctor Bolívar, de guardia aquella tarde, poco pudo hacer
además de ponerle cuatro inyecciones de aceite alcanforado.
A los pocos minutos de su ingreso, el conocido periodista
dejaba de existir.
Vidal y Planas estaba en la comisaría cuando se enteró
de la noticia. Si ya entonces se encontraba convulso y
sobreexcitado, la muerte de Olmet terminó de descomponerlo
hasta el delirio. Repetía una y otra vez que su víctima le había
agredido, que estaba de pie cuando disparó, que lo
zarandeaba agarrándole las solapas del abrigo tras la
discusión. Fue lo único coherente que pudieron arrancarle
antes de que se echara a llorar y balbuceara como un niño
pidiendo perdón.
Ante su actitud y la dificultad de obtener alguna
declaración más consistente, el juez de guardia decretó su
ingreso en la Cárcel Modelo en calidad de incomunicado. En
la puerta de la comisaría estaban Elena, Miguel Pascual y
numerosos periodistas. Se abrazó a los dos primeros al salir,
visiblemente exaltado, diciendo a su novia: “¡No te asustes!
¡Seguirás viviendo como hasta aquí!”. Ella, que un año
después tendría que pedir una pensión alimenticia para
sobrevivir, no dijo palabra.
115
Durante el trayecto hasta la Modelo, Vidal y Planas se
excitó sobremanera y tuvo que ser reducido cuando empezó a
golpearse la cabeza en el cristal del carruaje. La primera
noche la pasó aullando, llorando y gritando con voz
espantada: “¡Abridme! ¡Abridme! ¡Que apaguen esa lucecita!
¡No se va esa lucecita! ¡Es el espíritu de ese hombre, que me
busca! ¡Perdonadme!”.
Uno de los primeros en declarar ante el juez fue
Acisclo Gil, el contador del teatro, que estaba en un cuarto
junto al saloncito en el momento del crimen. Según manifestó
oyó a los dos discutir, Vidal con voz exaltada y Olmet con
otra más calmada y tranquila. No percibió ruido de lucha
pero, en un momento determinado, oyó exclamar al primero:
“¡Tú eres un canalla y te voy a matar!”. A continuación
escuchó el disparo.
El testimonio de Acisclo fue decisivo, a fin de cuentas
era el único testigo imparcial que había escuchado algo de lo
que allí sucedió. El agresor fue coherente con sus primeras
declaraciones: Habían discutido, con él pretendiendo romper
la relación entre ambos y exigiendo a Olmet que le
devolviera el primer acto de la nueva obra que le había
entregado el día anterior. Éste se había opuesto rotundamente
contestándole con menosprecio, incluso mencionando de
forma solapada la relación que había mantenido con la que
ahora era su novia. “Ya sabes que Elena y yo…” dijo Vidal
que había dicho Olmet.
Nunca se sabrá si ese insulto sería fundamental para
entender lo que sucedió, como la gota de agua que colma el
vaso. La autopsia confirmó que la bala había entrado por la
116
axila izquierda, que perforó un pulmón para luego adoptar
una trayectoria descendente terminando en el intestino
grueso.
Un lugar de impacto semejante era compatible,
dijeron los forenses, con la declaración del acusado: la
víctima estaría de pie, con las manos sobre el cuello o los
hombros de Vidal o, como mucho, estaría levantándose del
asiento. Quedaba excluido en todo caso que Olmet hubiera
recibido el disparo estando sentado.
¿Medió agresión por parte de éste hacia Vidal y
Planas o sencillamente se levantó para impedir que su antiguo
amigo consumara la amenaza que, según el contador, había
proferido? En el primer caso sería un acto de legítima
defensa, como sostendría su abogado durante el juicio; en el
segundo, constituiría un homicidio, como mantuvo el fiscal.
El tribunal se inclinaría por la segunda hipótesis atendiendo,
precisamente, a la declaración del contador y a la secuencia
de actos que se deducían de ella.
Si bien el suceso en sí no resultaba difícil de describir,
pese a las dudas que era posible plantear, lo que resultaba
más complicado era saber por qué Vidal y Planas había
disparado al que le había protegido en otro tiempo, utilizado
también dentro de su periodismo combativo, el que había
colaborado con él en el teatro e incluso planteaba seguir
haciéndolo en nuevas obras.
¿Qué había podido causar la destemplada reacción de
Alfonso Vidal? ¿Por qué había muerto Olmet a sus manos?
Los compañeros periodistas, incluso los que estaban al tanto
de sus desavenencias, de la humillación de Vidal tras su
117
fracaso teatral reciente, no acertaban a explicárselo. En el
sector siempre había rencillas y mucho peores, en el teatro los
estrenos se contaban por éxitos pero también por fracasos,
eso era sabido. El que recibía ovaciones un día encontraba
abucheos unos meses después, pero también sucedía al revés,
eran gajes del oficio. ¿Qué había pasado entre ellos dos que
llegase a ese irremediable punto en que uno acabara con la
vida del otro? Eso se preguntaban todos los que los
conocieron, pese a saber del carácter de Vidal.
118
Los motivos de Vidal
Durante toda la noche del día de su muerte y en la
jornada siguiente, el cadáver de Antón del Olmet permaneció
en el Depósito judicial sin que se pudiera acceder a él hasta la
realización de la autopsia. En la segunda noche sí se pudo
velar el cuerpo del infortunado periodista, acudiendo
entonces redactores del “Heraldo de Madrid”, periódico en el
que colaboraba asiduamente, toda la peña de periodistas que
se agrupaban en el café Lyon D’Or, así como actores del
Eslava, amigos y conocidos.
En la tarde siguiente fue llevado el ataúd a un coche
tirado por cuatro caballos para que el cortejo fúnebre,
encabezado por el ministro de Marina, llegara una hora
después a la plaza de Manuel Becerra para marchar luego
hasta el cementerio de la Almudena. En todo momento por
las calles céntricas de Madrid el acompañamiento, como se
comprueba por alguna foto, fue muy numeroso. Aunque el
caso no había ocupado las primeras planas de los diarios,
tuvo el suficiente eco popular para que muchos madrileños
quisieran estar presentes.
Indudablemente, entre los compañeros que se
asombraron la primera tarde en que se supo el suceso
sobrevenido, se debían hacer muchos comentarios sobre la
causa de la muerte.
Muchos estaban de acuerdo en que el último año
había desequilibrado enormemente la vida de Alfonso Vidal.
Tras el éxito de “Santa Isabel de Ceres” se encontró en las
119
manos veinte mil duros, una fortuna para la época. De
repente, le surgieron amigos donde no los había y él, que
nunca había gozado de fortuna alguna sino todo lo contrario,
se compadecía de cada uno y se mostraba generoso con
todos. En no mucho tiempo se vio casi sin blanca.
De todos modos, se mostró dispuesto a estabilizar su
vida afectiva, yendo a vivir a un hostal de la calle de la Cruz
junto a Elena Manzanares. Al levantarse cada día,
contemplaba el cuadro en que lo había retratado Julio
Romero de Torres cuando era un aprendiz de periodista,
bohemio y arrastrado. No sabemos en qué circunstancias tan
eminente pintor quiso fijarse en él hasta el punto de regalarle
su obra.
La empeñó por varios miles de pesetas en tiempos de
necesidad para rescatarla hacía meses y poder disfrutar de su
visión cada mañana. Su vida personal, de todos modos, era
tan desordenada como cuando dormía en figones de mala
muerte encima de una estera. Había días, decían sus vecinos
en el hostal, en que no se levantaba y dormía con los zapatos
puestos. Otras veces se ponía a rugir como un león o soltar un
kikirikí, algo que hacía sonreír a muchos que lo recordaban
así, excéntrico y disparatado en sus reacciones.
Nuevamente escaso de dinero, había acudido a sus
obras para seguir cosechando éxitos y estipendios. Los dos se
le negaban en el nivel del año anterior. El fracaso de “Los
gorriones” fue especialmente doloroso. Si “El señorito
Ladislao” había obtenido división de opiniones (buenas
intenciones pero mala realización de la obra) la más personal
dedicada a los torerillos que sueñan con la gloria entre
120
miserias hasta sucumbir a la desgracia, se había hundido en el
fracaso más estrepitoso.
Como siempre sucede, se hace leña del árbol caído y
alguno de sus compañeros periodistas o autores dramáticos se
alegraban del fracaso ajeno, empezando a sacar a colación en
los corrillos y tertulias las irregularidades de su vida y el
hecho incontestable de estar viviendo con una antigua
prostituta. Esas burlas llegaban hasta sus oídos, alcanzaba a
saber quiénes las pronunciaban, quiénes (como Olmet) no
hacían callar a los demás sino que también reían.
Tal vez entre los acompañantes del sepelio se
comentara el artículo aparecido el día anterior en la primera
página de “El Sol”. Lo firmaba un buen periodista,
dramaturgo de escaso éxito, que sería llamado años después a
ejercer un importante papel en la República española: Luis
Araquistáin. Su contenido era de una claridad y una finura de
pensamiento que contrastan con tantos editoriales
apasionados, retóricos, cargados de palabras rimbombantes y
moralidades vacías, tan usuales en aquel tiempo.
Contra las opiniones que se escuchaban, a favor de
uno o de otro de los desiguales contendientes en aquel
suceso, el autor del artículo retrotrae lo sucedido a un mal
social:
“Se ha hablado de la fatalidad, y yo también
quiero hablar de ella, con restringida
especificación. Los hombres son juguetes de sí
mismos, del corto vuelo de la visión de sus actos
o del grado en que su razón pierde su propio
121
dominio; pero hay otra fatalidad, que está fuera
del hombre y le gobierna, y es el conjunto de
ideas, aberraciones o costumbres ambientes que
muchas veces se sobreponen a la voluntad y al
claro raciocinio del individuo y le arrastran a la
comisión de actos que en otro medio social
probablemente no cometería” (El Sol, 4.3.1923,
p. 1).
A continuación, se dedica a identificar esas ideas y
costumbres ambientales, esas creencias insertas en la
sociedad y que caracterizan a los que viven en ella hasta el
punto, tocando a este caso, en que se erigen como causantes
del crimen.
“Una de las especies más abundantes y funestas
de la sociedad española es el monomaniaco de la
valentía. Cualquier delirio de ideas y sentimientos
produce fatales perturbaciones en quien lo padece
y en el mundo circundante. Las ideas y los
sentimientos son buenos o indiferentes en tanto
que se presentan con mesura, sin desbordarse con
frenesí sobre la linde de la vida individual. Nadie
debe molestarse porque un vecino profese la
religión que más prefiera; la molestia comienza
cuando su fe se transforma en fanatismo o en
monomanía religiosa, invadiendo la libertad y el
reposo del prójimo…
122
La valentía es un bien; pero cuando los hombres
caen en la monomanía de querer serlo a todas
horas, como si eso fuese la exclusiva misión de su
vida, no es extraño que se engendren aberraciones
delictuosas como la de un mozo tímido y
desmedrado que mata para probar su valor en
entredicho” (Idem).
Finalmente, da el diagnóstico concreto para el caso
que nos ocupa:
“Puedo equivocarme, porque un acto como el de
Vidal y Planas es siempre un complejo de
motivaciones difíciles de desentrañar; pero
sospecho que por debajo de todas las hipótesis
sugeridas —celos literarios y tal vez de otro
linaje—, hubo un impulso básico, del cual fueron
las otras manifestaciones signos meramente
externos: el impulso de un hombre físicamente
débil y de fondo sentimental que, ante otro
hombre de superior constitución y voluntad más
enérgica, necesita demostrar su valentía, acaso
puesta en duda, usando de la pistola como
instrumento de ecuación trágica” (Idem).
Hemos expuesto gran parte del editorial porque es
difícil hacer un mejor análisis del crimen ocurrido y
exponerlo de un modo más brillante que como lo hace este
periodista y socialista santanderino.
123
Si alguien podía tener duda de que esto era así no
tenía más que acudir a la entrevista que obtuvo “El
Imparcial” con Vidal y Planas el día posterior al entierro. No
fue un encuentro fácil. El preso tenía los cabellos en
desorden, temblaba bajo la gabardina con que se abrigaba,
hablaba de forma atropellada al principio, pedía perdón y
luego insultaba al finado, gemía y se contradecía.
Pese a todo, el periodista pudo extraer algunos
párrafos muy reveladores de lo que, por otra parte, ya había
denunciado Elena Manzanares: el carácter débil y apocado de
Alfonso Vidal se veía dominado constantemente por el de
Olmet.
Así, manifestaba desde la cárcel que había ido al
Eslava para terminar su colaboración literaria, reclamarle el
acto de la nueva obra y marcharse. No quería más pero iba
temblando, temiendo el carácter de su antiguo amigo y el
hecho de que él no sería capaz (suficientemente valiente,
diría Araquistáin) de enfrentarse a él. “Quería librarme del
dominio que ejercía sobre mí” dice, “del hombre que
llamándose mi amigo me despreciaba y pretendía anularme”.
Hablaba de desdenes, insultos, desprecios. Él trataba
de portarse bien con él pero Olmet envenenaba el ambiente
contra Vidal y Planas allá donde iba para que luego él
encontrara la hostilidad en torno suyo. Humillación, complejo
de persecución, en que derivaba la cortedad de su carácter
frente al avasallador de Olmet que, en el fondo, lo
despreciaba desde que lo había conocido y utilizado como un
servidor en sus campañas periodísticas.
124
“Antón me sugestionaba, mi espíritu no podía
rebelarse a su mandato, a su imperio; yo era ante
él un niño sin voluntad; es un fenómeno que
nunca me expliqué. En mil ocasiones lloré de
rabia por esta impotencia espiritual. Además yo le
temía, sabía su manera de ser, reconocía su
superioridad física y su carácter” (El Imparcial,
6.3.1923, p. 3).
Hay hombres cobardes, mansos ante el mandato de
alguien con más decisión y carácter que ellos. El problema de
esa mansedumbre, tan alejada del refrán “más vale una vez
colorado que ciento amarillo”, es que aguanta y aguanta la
presión, las humillaciones y desprecios, los insultos, pero en
un momento determinado estalla en una violencia
desproporcionada, sin medida.
Éste debió ser el caso de este crimen. Alfonso iba con
el decidido propósito de romper las relaciones con Olmet.
Acumuló desprecios recibidos, desdenes, malestar personal,
todo dicho de forma excitada, confusa. Su antiguo amigo
debió intentar calmarlo como otras veces, no mediante la
comprensión precisamente, sino por medio del menosprecio.
Tal vez le dijera: “Eres un fracasado sin mí”, quizá le
recordara como manifestó durante el juicio que “Ya sabes
que Elena y yo…”. Menosprecio como autor, como hombre.
Alfonso Vidal se mostraba cada vez más excitado y
agresivo, por lo que Olmet se levantó para asirlo por las
solapas, imponerle esa superioridad física que denunciaba el
primero desde la cárcel. Mientras lo zarandeaba como tantas
125
otras veces, tal vez diciendo alguna grosería más viendo que
la separación era definitiva, Vidal y Planas estalló, su
mansedumbre de tantos años hecha pedazos. Él no era un
espíritu apocado, como le decía su novia, no era un cobarde,
como le apostrofaba Olmet. Un hombre de verdad, un
valiente como había que ser, no se dejaba dominar de esa
forma por otro. En un atisbo de claridad se dio cuenta de que
tenía un revólver en el bolsillo así que se envalentonó. Gritó:
“¡Tú eres un canalla y te voy a matar!”. Quizá su oponente se
riera o lo zarandeara con más fuerza. Entonces sonó el
disparo.
126
Juicio y cárcel
Los días 12 y 13 de mayo de 1924 tuvo lugar el juicio
contra Alfonso Vidal y Planas en la Audiencia madrileña,
presidido por el magistrado Mariano Pascual. Actuaba como
fiscal el señor Escosura, de acusador privado contratado por
la viuda el señor Teixeira, siendo el defensor el abogado
Valero Martín.
Durante el juicio el acusado relató los hechos
poniendo especial énfasis en que el disparo había sido
accidental y fruto de un forcejeo entre ambos, algo que
desmentía lo declarado por él mismo inmediatamente después
de cometido el crimen. Trató por todos los medios de resaltar
su buena voluntad hacia Olmet, a pesar de los desdenes que
sufría de él, a fin de que nadie pudiera sostener que había
premeditación en sus actos. Ello iba en la línea de su
defensor, que propugnaba que lo sucedido era un acto de
legítima defensa o, en todo caso, como calificaría después de
oídos los testimonios, un homicidio imprudente con la
atenuante de miedo insuperable.
En cambio, tanto el fiscal como el acusador privado
sostenían que aquel homicidio se había cometido con la
agravante de alevosía (indefensión de la víctima) y, para el
segundo, con premeditación además. Las preguntas al
acusado giraron en torno a estos puntos, sin que se
consiguiera probarlos plenamente. Desde luego, razones para
la premeditación había, puesto que Vidal y Planas reconocía
las muchas ofensas que recibió de Olmet, su dolor ante las
127
burlas y murmuraciones propiciadas o consentidas por él, las
humillaciones que sufría. Sin embargo, insistía una y otra vez
que él había tenido verdadero afecto por Antón del Olmet,
que siempre se había portado como un caballero con él
aunque no sucediera en sentido contrario.
Aguantó el interrogatorio bastante bien, pese a los
breves momentos de exaltación y abatimiento que mostró.
Precisamente, uno de los aspectos que el defensor quería
recalcar era su aparente fragilidad de carácter. Habiendo sido
examinado por los médicos forenses estos dieron su
diagnóstico en el estrado:
“El doctor Palancar dice que la clase de vida que
ha hecho el señor Vidal ha influido notablemente
en su constitución física. Esta clase de vida
determinó alteraciones psíquicas que hacen del
procesado un tipo que se aparta del normal. El Sr.
Vidal es un hiperestésico.
Expone los resultados de las observaciones que
han hecho en el procesado y las pruebas a que lo
han sometido. No es, sin embargo, un alienado;
pero, desde luego, no es normal: está de lleno en
el grupo de los que sufren desviaciones
psíquicas” (El Sol, 13.5.1924, p. 8).
El tribunal, reunido aquella misma tarde emitió su
sentencia al día siguiente: Vidal y Planas era condenado a
doce años y un día de reclusión por el cargo de homicidio con
las atenuantes de arrebato y obcecación. Fue desestimada la
128
alevosía y premeditación pero también la legítima defensa o
el miedo insuperable. En suma, había causado la muerte en
un momento de ofuscación mental al que tan propicio era,
pero ni lo planeó ni se aprovechó de la indefensión de su
víctima.
La sentencia incluía una indemnización de cien mil
pesetas para la viuda de la víctima, pero lo cierto es que el
procesado había dilapidado una cantidad similar en solo un
año y ahora no le quedaba casi nada. De hecho, como
mencionamos, en enero del año siguiente su mujer habría de
pedir una pensión alimenticia ante su estado de pobreza.
Cuando lo supo la viuda de Olmet, en un elegante y generoso
gesto, renunció judicialmente a la indemnización que, de
todos modos, nunca habría de recibir.
Elena Manzanares, que se había casado con él el 26 de
septiembre de 1923 en la misma Cárcel Modelo, pocos meses
después de cometido el crimen, inició una campaña
intentando que le concediera el indulto. Inicialmente se
denegó y Vidal y Planas fue trasladado al penal santanderino
del Dueso en marzo de 1925. Allí habría de permanecer solo
un año y medio gracias a indultos parciales que iría
recibiendo con el tiempo.
En enero de 1926 fue entrevistado en el penal por un
redactor del diario “La Libertad”. Seguía escribiendo,
nuevamente sobre su experiencia carcelaria. Continuaba
soñando con la poesía y el arte de la literatura:
“La Poesía es la única verdad... Es la buena ley
del oro. Es la Novia, Imán y puerto de todos los
129
-
sueños, remanso de paz y de esperanza en toda
ruta y en toda sombra. Es el hogar del corazón...
Se la quiere, se la desea, se la sueña como a una
mujer. Mejor que como a una mujer, como a una
novia... Los escritores que cuando escriben no lo
hacen con el mismo santo gozo, con la misma
divina pureza humana con que se besa la boca
trémula de la novia, deben dejar de escribir,
deben buscar otro camino... Son como esas
pobres mujeres que viven del Amor, que ofician
en el Amor y que nunca saben del Amor...
¿Qué obra está usted preparando ahora?
A hombros de la adversidad. Es el libro mío que
yo he escrito con más fervores, con más amor y
más dolor a la vez... Voy poniendo en él, en cada
capítulo, en cada página, en cada línea, toda mi
alma... Lo escribo con verdadera fiebre de
espíritu y de carne. Tengo mucha fe en él...” (La
Libertad, 15.1.1926, p. 5).
Dos meses después salió a la luz dicha obra, un canto
al dolor carcelario salpicado de inflamados arrebatos
cercanos al misticismo. No obtuvo un gran éxito, la obra
estaba llena de amargura a fin de cuentas, y trataba de una
realidad que la sociedad burguesa de su tiempo no deseaba
conocer en demasía. De todos modos, tuvo la virtud de
mantener su nombre en el candelero de las informaciones
periodísticas, algo que favorecía las constantes peticiones de
su mujer para que fuese liberado.
130
La prensa afín como la del diario republicano radical
y de izquierdas “La Libertad”, clamaba por las penosas
condiciones de Vidal y Planas en el penal, por su endeble
constitución física que le llevaba a padecer enfermedades,
insinuaba la posibilidad de que no soportase las duras
condiciones de la cárcel.
El gobierno, que ya había rebajado una cuarta parte de
su condena en febrero de 1926, tras la entrevista mencionada,
optó por ceder en julio de aquel mismo año cambiando la
pena de cárcel por otra de destierro de manera que no pudiera
acercarse a menos de 200 km de Madrid. Esta condición, que
fue aceptada en su nombre por Elena Manzanares, se hizo
oficial el 21 de julio de 1926.
Radicado desde entonces en Barcelona y ayudado por
su editor Artemio Precioso, otro de los hombres clave para
entender su indulto, siguió escribiendo en revistas y
periódicos con cierta regularidad, al menos para equilibrar su
presupuesto familiar y vivir con cierta holgura. Fue haciendo
incursiones en una literatura que no se recataba de causar
escándalo por sus escenas truculentas y hasta sádicas: en
“Mujeres malas” el protagonista se dedica a golpear con
rudeza a las chicas de un burdel y el título de otra de sus
obras (“Expendeduría de carne humana”) lo dice todo.
Durante la guerra civil militó en el anarquismo
colaborando con Angel Pestaña en “El sindicalista”, aunque
admitiendo solo la posición de corrector. Viendo el rumbo
que tomaba la contienda para la región catalana en 1937, se
embarcó junto a su mujer en el vapor Veracruz que llegaría a
México el 7 de junio de aquel año.
131
En el exilio, que duraría el resto de su vida, marchó
primero a Norteamérica donde se graduó en Metafísica nada
menos y dio clases hasta que fue expulsado de la docencia
durante el período del macartismo, debido a sus tendencias
izquierdistas.
Radicado en Tijuana (México), habiendo engordado y
asentado la cabeza junto a su mujer, alcanzaría una cátedra de
Literatura colaborando con revistas mexicanas, al tiempo que
escribía algunos libros más que, como todos los suyos, han
sido olvidados. Moriría en agosto de 1965 tras padecer
largamente un cáncer que terminó con su vida.
Quizá sea ahora el momento de recordar estos versos
que escribiera en Ellis Island en 1939, cuando aún estaba
cercano el recuerdo de su tierra:
Enterradme en España cuando muera
(¡por caridad, hermanos en mi España!)
si herido de su amor, en tierra extraña,
desangrado en suspiros, me muriera.
132
Un actor de carácter
Alfonso Tudela fue el actor que anunciara al alarmado
público almeriense la suspensión de la obra “Santa Isabel de
Ceres” debido a la tragedia que acababa de vivirse en el
mismo escenario del teatro.
La primera referencia encontrada a su trabajo
corresponde a septiembre de 1919, cuando el teatro Lara de
Madrid abría la temporada con una obra bajo el título
“Febrerillo el loco”. Junto a Tudela, por entonces un actor
que destacaba, actuaba algún otro como Miguel Mihura
Álvarez, padre del que luego sería conocido autor de obras
teatrales.
Sin embargo, como sabríamos más tarde, cuando ya
fuera un actor consagrado, su carrera empezó como meritorio
hacia 1910, contando 19 años. Fue entonces cuando se
integró en la compañía de Rosario Pino actuando en el teatro
de la Zarzuela, la misma que acogería a Conchita Robles. Tal
vez en aquel tiempo haya que buscar la buena relación que
existió entre ambos.
Tras un breve paso por el Infanta Isabel, teatro al que
volvería años después con gran éxito, recaló en el Lara, como
decimos, para atreverse finalmente en 1921 a formar
compañía propia junto a su compañero el actor José
Monteagudo. La andadura de esta nueva alianza entre ambos
iba a comenzar en Sevilla, con la nueva obra de Vidal y
Planas. Fue entonces cuando se atravesó Carlos Berdugo para
133
alterar el guión de la gira que, al fin, pudo recomenzar días
después.
Al año siguiente, tras la breve aventura como
empresario, le vemos iniciar una carrera que le permitía
asentarse entre los papeles destacados y polivalentes del
teatro cómico de la época. En 1922 se encuentra en Barcelona
estrenando en el Tívoli, dos años más tarde en el Poliorama,
donde protagonizaría un enojoso asunto.
Durante una representación le fue robada una valiosa
sortija. Indignado por el asunto y sabedor de que los ladrones
la entregarían a un perista joyero que la haría pasar como
propia, denunció ante la policía a la casa López y Fernández
creyendo reconocer la sortija entre el muestrario a la venta.
Los propietarios se vieron obligados a demostrar
fehacientemente que la que ofertaban había sido suya desde
su misma fabricación y Tudela tuvo que retirar su denuncia.
Dos semanas después se encontraba en Madrid de
nuevo, trabajando en el teatro del Centro. De ese tiempo data
uno de sus éxitos más resonantes: el papel de actor principal
en “La cabeza del Bautista” de la nueva figura del teatro
madrileño: Valle Inclán.
Unos meses más tarde de ese intenso papel dramático
que puso a prueba sus dotes de actor terminó su contrato con
este teatro incorporándose a la compañía de Mimí Aguglia,
que habría de embarcarse en una breve tourneé por provincias
recalando después en América. De él se decía entonces:
134
“Tudela se ha colocado ya en uno de los primeros
puestos de la escena española por sufragio
unánime del público y la crítica.
Con pena le vemos alejarse de nosotros, y
deseándole los triunfos que merece, esperamos la
vuelta del gracioso y admirado artista” (El
Imparcial, 23.1.1925, p. 5).
Quizá fuera entonces cuando mostrara los lapsos de
dicción y memoria que habrían de perseguirlo a lo largo de
toda su carrera, impidiéndole probablemente asumir papeles
tan importantes como su vocación y técnica merecían.
En cambio, se le empezaba a reconocer con asombro
como un consumado actor de carácter, llamado así por saber
caracterizarse cambiando radicalmente su aspecto físico, su
gestualidad y comportamiento. Esta versatilidad no estaba al
alcance de cualquiera. En la mayoría de los casos se decía:
“Ese es fulano”, “ha entrado en escena zutano”. Con Tudela
era imposible muchas veces reconocerlo gracias al cuidado
extremo que ponía en una tarea de la que hoy se encargan
expertos maquilladores.
“Ningún actor español, ni acaso entre los
extranjeros, ha creado en menos tiempo mayor
cantidad de tipos totalmente distintos, porque su
dominio de la caracterización alcanza límites
insospechados, ya que su arte extraordinario le
permite, además de cambiar su rostro, producir la
sensación de ser distinto siempre, alto unas veces,
135
menudo otras, grueso o flaco, dándose el caso de
que en muchas de sus caracterizaciones, ni aún
después de hablar, el público se convence con
facilidad de que el actor que ante él se mueve en
escena es Alfonso Tudela” (Escándalo,
11.3.1926, p. 5).
Por entonces no era así, de manera que el propio
actor, frente al espejo en su camerino, se veía obligado a
pasar mucho tiempo utilizando todo tipo de pelucas y
postizos, además de maquillaje, para adoptar el papel que
fuera necesario. Lo podemos encontrar de viejo, de loco, de
Lenin, e incluso existe una foto muy reveladora en 1931
donde se le observa como un chimpancé bien vestido.
Por una entrevista concedida a la revista barcelonesa
“Escándalo” nos enteramos de que, cuando era muy joven,
coqueteó con la idea de ser médico y estudió aspectos de la
anatomía que ahora aplicaba a su rostro y gestos. También
quiso ser pintor durante un breve tiempo, el suficiente para
coger gusto a la combinación de colores estudiando su efecto
sobre el observador. Todo ello lo aplicaba a sus labores de
maquillaje, trazando sombras que arrugaban aparentemente
su cara, jugando con efectos visuales tan sencillos como el
cuello de la camisa:
“¡Usted no ha advertido que si se pone un cuello
ancho parece más delgado…! Pues pruebe a
colocarse un cuello que le oprima la garganta, y si
además lo elige muy alto para que la carne forme
136
arrugas debajo de la barba, la impresión es
decisiva. Oirá usted decir: ¡Qué barbaridad, cómo
ha engordado este hombre!” (Idem).
Era indudable que, aunque sus pequeños defectos y su
misma vocación le impedían habitualmente ostentar el puesto
de actor principal, su concurso era muy apreciado por la
versatilidad que mostraba en adoptar cualquier papel, por
extraño que pareciese. Era uno de los más destacados actores
secundarios en la escena española, aproximadamente desde
1925 hasta 1936.
Lo mejor de su carrera lo desarrolló en aquellos años
en que trabajaba en la compañía de Arturo Serrano dentro del
teatro Infanta Isabel, en la calle Barquillo de Madrid.
Actuaban con él figuras que habrían de ser muy reconocibles
hasta edad avanzada: Isabel Garcés, por ejemplo, compañera
del empresario, o José Isbert. Habitualmente, las obras
estrenadas eran cómicas pero también las había de aquel
nuevo género de la astracanada que nacía con Jardiel
Poncela, además de las clásicas aportaciones de Muñoz Seca,
Arniches o los hermanos Quintero.
Sin embargo, el comienzo de esta andadura teatral
pudo ser nefasto para Alfonso Tudela. El 5 de febrero de
1926 estrenaron con gran éxito “La mano de Alicia”, donde
interpretaba con mucha gracia el papel de un inglés. Un mes
después estuvieron a punto de arrebatarle la vida en su propia
cama.
137
138
Matar a un hombre
No es fácil matar a un hombre. No lo fue para Blasa
Aranguren, de setenta años, el 5 de marzo de 1926. La noche
anterior su hija Mari Carmen y ella habían acudido al teatro
Infanta Isabel para llegar hasta el camerino del marido de la
primera: Alfonso Tudela.
Por entonces el actor tenía 35 años, comenzaba a ser
un actor reconocido. Era un hombre joven, atractivo, tenía
éxito entre sus admiradoras femeninas, algunas de las cuales
se apelotonaban a la salida del teatro para pedirle un
autógrafo o una sonrisa, tal vez algo más. María del Carmen
Aranguren llevaba muchos años casada con él. Se habían
conocido en el café Romea cuando él era un simple meritorio
de la compañía de Rosario Pino. El flechazo fue instantáneo,
el matrimonio no tardó en llegar cuando los contrayentes
apenas tenían veinte años.
Desde que su posición se había consolidado, hacía
nueve años, el matrimonio fue a vivir a una casa propia en el
número 6 de la calle San Lorenzo de Madrid. Al poco llegó
su hijo Alfonso y tres años más tarde la pobre niña Carmen,
muda de nacimiento. Pese a ello, la pareja podía considerarse
feliz hasta el verano anterior al suceso que aquí traemos.
La madre de ella había enviudado y, como era
habitual, fue a vivir con su hija y su yerno. Los problemas, al
parecer, menudearon entre ellos. El detonante de un cambio
de actitud en Alfonso había sido el viaje realizado a San
Sebastián con ocasión de un estreno teatral. Allí había
139
conocido a una joven llamada Rosario, no sabemos en qué
circunstancias, dado que ella vivía también en Madrid. “Una
joven agraciada” decía un periódico, “de buen tipo, bien
ataviada, tocada su cabeza con elegante sombrero, que
llorosa, preguntó detalle de lo sucedido”. La descripción la
sitúa en la Comisaría del distrito del Hospicio, donde estaba
encerrada la agresora.
Era joven, guapa, más que probablemente enamorada
del actor, por lo que podemos deducir de sus lágrimas.
¿Temía por él? Si se salvaba ¿tenía miedo de que la relación
acabara tras el escándalo? No volveremos a saber de ella,
agujeros de información que son habituales en la vida de
Alfonso Tudela. Entre periodistas aún persistía un respeto al
honor, una actuación propia de caballeros:
“Respetamos el santuario de su vida privada y
admiramos, hoy más que nunca ante la desgracia
del suceso, los éxitos de Tudela: no es
conmiseración, es caballerosidad, característica
primera del reportero, que reconocemos en todos
los camaradas informadores como nosotros, de la
opinión en este enojoso asunto” (La
Correspondencia militar, 6.3.1926, p. 6).
No todos respetaban tanto la intimidad de los
implicados en aquel “enojoso asunto” pero, indudablemente,
se aprecia en todas las informaciones un respeto considerable
que impide entrar en detalles, detalles que hoy en día
ayudarían a entender el cuadro completo de lo sucedido y de
140
sus consecuencias para la vida matrimonial de Tudela, que
desconocemos.
Al parecer, la relación de la pareja cambió desde
aquel verano de 1925 en que conoció a la señorita Rosario y
comenzó una estrecha relación con ella. La suegra ahora en
casa y defensora a ultranza del honor de su hija, no colaboró
en serenar los ánimos.
En la noche del día cuatro ambas, madre e hija, habían
acudido como decimos hasta el teatro para volver con el actor
a casa cuando terminara la función. Aquello irritó
sobremanera a Tudela, que se sentía vigilado por su celosa
mujer y su madre. Uno de los periódicos comentaba que
ambas mujeres habían sospechado previamente que Alfonso
se había atrevido incluso, aprovechando un viaje de ambas a
Valencia, a introducir en su casa aquella amante. Tal vez la
portera les fuera con el chisme, vete a saber. El caso es que,
desde entonces, las escenas de celos, los enfrentamientos y el
deseo de las dos mujeres de controlar a Alfonso Tudela había
llevado la situación hasta extremos explosivos.
Cuando los tres regresaron a casa cerca de las dos de
la mañana, la escena se tornó violenta. Alfonso, que había
maltratado meses atrás y de forma esporádica a su mujer, se
peleó nuevamente con ella. La suegra, que acudió en ayuda
de su hija, recibió un fuerte puntapié. Los ánimos se
calmaron entre lágrimas, los gritos de él amainaron y,
finalmente, terminaron por acostarse con mal sabor de boca.
141
“La agresora es una mujer de poca estatura, toda
de negro, es delgada en extremo y tiene el rostro
muy demacrado” (La Libertad, 6.3.1926, p. 3).
Verdaderamente, la imagen de Blasa Aranguren no es
muy tranquilizadora. Si uno se deja llevar por la imaginación
podría pensar que es una vieja bruja. Sin embargo, los
periodistas la trataron, como a todos los implicados, con un
respeto exquisito. Todos los que comentaban en los cafés
aquel mismo día el intento criminal lamentaban lo sucedido
por cotidiano y desgraciado. Se buscaban más detalles pero
no se utilizaban para criticar o denigrar a nadie.
Blasa había pasado toda la noche sin dormir, llorando,
según confesó. Recordaba las amenazas del actor pocos
momentos antes de irse finalmente a dormir, veía las
bofetadas sobre su hija, el golpe que ella misma recibió.
Aquella casa era un infierno y temía por Mari Carmen, más
que por ella misma.
Cuando su hija despertó por la mañana y abandonó el
lecho conyugal también habría pasado una mala noche.
Alfonso, en cambio, dormía a pierna suelta. Se acercó al
dormitorio donde estaba su madre y la oyó rebullendo.
Preguntó si se encontraba bien. Blasa le dijo que no, que si
era necesario que ella se fuese de casa se iba, si eso arreglaba
las cosas. Su hija le contestó que se tranquilizase. Tal vez,
viéndola tan agitada, añadió que todo se arreglaría aunque
veía la situación muy mal. Pero otros maridos habían entrado
en vereda con el tiempo, era cuestión de aguantar.
142
Luego le dijo a la criada, que ya estaba en pie, que la
acompañase a hacer la compra. Eran poco más de las once y
media de la mañana y Alfonso seguía durmiendo, ajeno a
todo. ¿Qué pasó por la mente de esa mujer? ¿Qué escrúpulos
se desvanecieron en esa noche sin sueño, obsesiva y terrible?
Se levantó, tomó la navaja barbera del propio actor y
entró despacio en el dormitorio donde éste dormía. Le dio
entonces un tajo de entre diez y doce centímetros que llegó a
interesarle la tráquea y, desde luego, le hizo sangrar
abundantemente.
La niña de seis años entró en el dormitorio con el
ruido que hacía su padre, forcejeando con su abuela. Al ver
tanta sangre salió corriendo espantada bajando las escaleras
hasta la portería mientras daba gritos inarticulados y asía la
manga de la alarmada portera para que la acompañase arriba.
Cuando ascendía la escalera se cruzó con la mujer,
que aún iba con la navaja en la mano.
- ¿Sucede algo, doña Blasa? –preguntó.
La aludida, muy tranquila, le contestó:
- Nada, voy a casa de una amiga –y luego, casi sin
transición-. Acabo de matar a Alfonso cuando estaba
durmiendo. Suba y lo verá.
Completamente asustada y guiada por la niña, Isidora
subió hasta el piso para encontrar en una cama ensangrentada
al actor que se agitaba pero era incapaz de pronunciar
palabra. Bajó corriendo y dando gritos hasta la calle. Un
policía que pasaba por la zona acudió enseguida y detuvo a
Blasa por indicación de la portera.
143
144
Salvado de milagro
No, no es fácil matar a un hombre pese a que éste se
encuentre indefenso, aunque tú dispongas de una navaja en la
mano y sientas desesperación en tu interior, un impulso de
defender a tu hija de las amenazas de aquel hombre. Porque
nunca has quitado la vida a nadie y, aunque puedas ser de
muchas maneras criticables, no eres una asesina. En el
momento de descargar el tajo sientes un súbito temor, un
rechazo instintivo a hacer algo tan primitivo y bárbaro como
segar la vida de un hombre con el que has convivido.
Eso fue lo que salvó la vida y la carrera de Alfonso
Tudela. El temblor en la mano de aquella vieja, su rechazo a
quitarle la vida tal como estaba, sin defensa. La hoja interesó
la tráquea pero levemente. No tocó grandes vasos, las arterias
que hacen del cuello una zona tan frágil y por la que puede
escapar la vida con tanta facilidad. Ni siquiera afectó
definitivamente a la tráquea porque siguió respirando ante la
herida, con el paso de los días hasta recobraría la voz para
seguir declamando su parte en cualquier obra cómica.
Todos coincidieron en afirmar que la rápida
intervención de los doctores Gómez Ulla, Harranz y
Echenique en la cercana Casa de Socorro impidió que el
desgarro fuera mayor o que muriera desangrado. Mientras
tanto, muy serena y sin arrepentimiento alguno, como quien
se enfrenta a una desgracia irremediable, Blasa Aranguren
confesaba ante el juez de guardia Fernández de Quirós, la
causa de su acto y cómo lo había cometido.
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También lo que sucediera con ella, al igual que con
Rosario o Mari Carmen, quedaría discretamente en el silencio
de los reporteros. El matrimonio ¿llegó a separarse? ¿volvió
la convivencia, con la madre lejos, quizá encerrada un corto
período de tiempo? Nadie informó de que se procesara
públicamente a Blasa. ¿Fue perdonada por su víctima en aras
de la reconciliación matrimonial? Casos más raros se veían
por entonces. O tal vez el perdón de Alfonso viniera al
tiempo que se separaba de su mujer para siempre.
Lo único de lo que estamos informados es de que
Tudela saldría a la calle dos semanas después, ya en claro
proceso de recuperación. Se mencionaba la posibilidad de
que volviera en breve plazo a reanudar su trabajo en las
tablas.
En julio del año siguiente lo vemos actuando en el
teatro de la Comedia, en la Habana, representando una obra
de autores argentinos y título muy español: “En un burro tres
baturros”. Tras su presencia en otros estrenos y distintas
compañías volvió finalmente a aquella donde había
encontrado el éxito previamente para disfrutar de los que
pueden entenderse como los mejores años de su vida
profesional.
El tres de octubre de 1931 estrenaba “El peligro rosa”
de los hermanos Quintero en la compañía de Arturo Serrano,
junto a Isabel Garcés, Eloísa Muro, José Isbert y varios
actores
más.
Como
siempre,
sus
prodigiosas
caracterizaciones hacían de su presencia en el escenario un
espectáculo. Por ello y porque el público se reía a mandíbula
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batiente se le perdonaban los lapsus verbales y de memoria
que cada vez eran más frecuentes.
Cada año un nuevo estreno, obras de Arniches, Suárez
de Deza, Muñoz Seca. En cada ocasión la crítica celebraba la
corrección de su papel, incluso en esas obras disparatadas e
histriónicas que hacían caer a sus compañeros en algunas
interpretaciones cuestionables.
En 1934, cuando se sube el telón para la obra
“Angelina o el honor de un brigadier”, el público madrileño
reacciona con entusiasmo ante ese nuevo autor llamado
Jardiel Poncela y sus exageraciones y astracanadas, tan bien
hilvanadas entre sí. Alfonso Tudela luce especialmente en el
papel de galán que ya entra en la madurez a sus 43 años. Le
llaman para dar conferencias en las que explique su técnica
de caracterización, su consideración del arte escénico. No
dirá como Vidal y Planas que todo reside en la Poesía con
mayúsculas, en la pasión y la locura que dicta el corazón.
“La caracterización se divide en dos partes:
primera, creación del personaje; segunda,
realización. Para la primera, para la concepción,
hay que ser artista; para la segunda, para la
realización, hay que ser artífice.
— ¿Cómo debe empezar la concepción de un
personaje; es decir, la creación, en la mente
del artista?
Pues verá usted. El actor o la actriz, claro está, al
escuchar la lectura de una obra deben quedar
impuestos ya de lo que es su papel, y de
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inmediato, conociendo todas las características de
éste, pasiones, vicios, virtudes, origen,
nacionalidad, edad, estado, posición, lugar de
acción, estados anímicos y fisiológicos, etcétera,
ir viendo in mente la personificación de un ser
real poseedor de todas esas cualidades conjuntas.
Y empezar por identificarse con aquella persona
inexistente: cómo hablaría, cómo accionaría,
cómo vestiría. Para saberlo hay que observarlo.
— ¿Dónde?
En la realidad. La observación para el actor es un
enorme caudal, tan importante como para el
novelista” (El Heraldo de Madrid, 15.3.1934, p.
4).
Al año siguiente participaría en la única película que
hizo, cuando la industria cinematográfica española apenas
apuntaba. Se trató de “Crisis mundial”, una comedia de
Benito Perojo, donde actuaba junto a Antoñita Colomé y
Miguel Ligero. Ese mismo año, en la cumbre de su carrera,
celebraría en abril una comida homenaje a sus bodas de plata
con el teatro. Veinticinco años como actor, presencia casi
imprescindible en muchas comedias del mayor éxito, un
futuro espléndido por delante.
El 7 de mayo de 1936 estrenaba en el teatro Infanta
Isabel la última obra de Jardiel Poncela. El empresario Arturo
Serrano le cambió el nombre porque le parecía muy largo. El
nuevo título sería “Morirse es un error”. Después de la guerra
civil ese título se consideró inapropiado y se volvió al que
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originalmente le había dado su autor: “Cuatro corazones con
freno y marcha atrás”.
El papel de Germán lo haría otro en todo caso. La
presencia de Alfonso Tudela en la prensa acaba allí, dos
meses antes del golpe militar del general Franco. Algunos de
sus compañeros del teatro Infanta Isabel seguirían actuando
después de la contienda, cosechando éxitos. Los más
longevos como Isabel Garcés o Pepe Isbert interpretarían sus
papeles en un nuevo medio, la televisión, o participando en
espléndidas películas que los harían entrañables. Pero el
recuerdo de Alfonso Tudela acabaría al empezar la guerra,
donde debió encontrar la muerte. Otros en el exilio, como
Vidal y Planas, encontraron alguna referencia, siquiera una
necrológica. Para él no hubo nada de eso. Una búsqueda
detallada en la base de datos del Centro de Documentación
Teatral revela que no participó en ninguna obra desde el año
1939.
La navaja de la muerte en forma de bomba, de
disparo, acabó finalmente con su vida en un día
indeterminado de aquellos años donde tantos cayeron y
permanecen en el olvido. Como nadie merece eso, ser
olvidado, él tampoco.
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