EL DOLOR

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EL DOLOR
Hace poco coincidí en Soria con un grupo de científicos,
todos gente estupenda y con esa capacidad metafórica y
poética que encierra dentro de sí la buena ciencia. Uno de ellos,
el biólogo Carlos Belmonte, me habló de una terrible enfermedad
cuya existencia yo ignoraba y que consiste en la imposibilidad de
sentir dolor. Hay niños que, por un problema neurológico, nacen
genéticamente insensibles al dolor físico. Todos mueren muy
jóvenes, y no porque la enfermedad sea degenerativa o letal en
sí misma, sino porque esa insensibilidad les coloca en un riesgo
perpetuo. Son niños que se apoyan en radiadores hirvientes y se
abrasan de ese modo sin darse cuenta; que padecen múltiples
infecciones porque no advierten (ni curan) las heridas que se
hacen. Y que sufren constantes necrosis, porque al sentarse o
tumbarse no notan que con esa postura están interrumpiendo de
manera fatal la circulación de un brazo o una pierna. Al no
experimentar dolor, los niños se maltratan a sí mismos hasta la
muerte. Todos sabíamos que se podía morir de dolor, físico o
psíquico, porque hay daños que son más grandes que nosotros
mismos y que acaban con nuestras ganas de vivir. Pero morir por
la falta de dolor resulta de primeras algo chocante. sobre todo
en nuestra sociedad occidental, que ha hecho de la huida del
sufrimiento una bandera. En épocas pasadas el dolor formaba
parte sustancial de la existencia: era una poderosa manifestación
de los enigmáticos designios de los dioses. Fue hace muy poco,
apenas un par de siglos, cuando empezamos a pensar que quizá
sufrir tanto no fuera obligatorio, ni moral ni necesario. En 1847 se
descubrieron las propiedades anestésicas del éter, un avance
científico que revolucionó el mundo de la cirugía (antes se abrían
barrigas y amputaban piernas en vivo), pero que aun así fue
recibido con notable polémica: los simples consuelos de la
anestesia, esto es, ahorrarle al paciente una tortura indescriptible,
era considerado por algunos un atrevimiento pecaminoso, una
rebelión contra la voluntad divina.
Después empezaron a morirse los dioses y el sufrimiento
extremo comenzó a ser visto como lo que es, un daño ciego y
absurdo; y los humanos nos lanzamos a buscar antídotos, curas,
aturdimientos. Aun así, en la reticencia que muchos médicos
muestran todavía hoy a la hora de dar calmantes a los enfermos
terminales o crónicos asoma la oreja ese prejuicio religioso
ancestral, el viejo y cruel mito de que el dolor, todo dolor, tiene un
sentido y un lugar. Y no, no es cierto. Hay sufrimientos colosales
que son tan espantosos como inútiles. Aprovechemos el
desarrollo científico y evitemos el dolor físico siempre que sea
posible.
Pero al compás de esta búsqueda de remedios contra el
daño del cuerpo nuestra sociedad ha ido también desarrollando
una ansiedad neurótica por librar el ánimo de toda zozobra y
hasta de la inquietud más pequeñita. La publicidad, las comedias
de televisión, la literatura y el cine de consumo nos ofrece la visión
de un mundo sin arrugas, sin inquietud ni deterioro. Como si la
vida fuera sólo felicidad, compacta, continua, interminable, una
eterna jarana. Cegados por el fulgor de los anuncios (y por su
modelo de paraíso idiota), hoy le exigimos a la existencia lo
imposible: ser dichosos todos los días, todas las horas, todos los
minutos; y no padecer ni el más mínimo dolor. Pero todas las
vidas, hasta las más afortunadas, están llenas de sinsabores, de
pérdidas. de pesares. El malestar forma una parte tan sustancial
de la vida como la risa; y si no experimentas el primero, dudo que
llegues de verdad a saber reírte.
Pensando en todo esto, recuerdo ahora lo que me contaron
Belmonte y los demás biólogos en Soria y me maravillo una vez
más de la sabiduría del cuerpo, de las profundas metáforas de la
carne. Esos niños insensible al dolor terminan muriendo porque no
saben protegerse. En ciertas dosis, el dolor nos enseña , nos
educa, nos informa de los que no funciona dentro de nosotros y
de las que hay que cuidar. El dolor nos despierta y nos hace
movernos para que nuestras piernas no se pudran (ni nuestras
ideas, ni nuestros sentimientos), por que hay quietudes fatales que
conducen a la necrosis (y a las distintas variedades de muerte). Sí,
siempre que se pueda hay que evitar el daño, que es el dolor
desordenado, el que carece de un lugar en nuestra cabeza, el
dolor inútil y perverso, tanto de la carne como del corazón. Pero
también hay que vivir sabiendo que el sufrimiento existe y que nos
completa y que nos corresponde.
El niño que padece esa insensibilidad genética es una criatura
incapaz de cumplir la función fundamenta de todo ser vivo que
consiste justamente en cuidar de sí mismo y en procurar sobrevivir.
En esto ese niño es un ser incompleto; sin dolor no está entero, no
es persona. Y hasta tal punto no es, que muere pronto. Su
carencia le enferma y le aniquila; por no sentir dolor, ese niño es
terriblemente desgraciado. De lo que se deduce que,
paradójicamente, el dolor nos puede hacer felices. Conviene
recordarlo en los ratos sombríos.
Rosa Montero. Artículo en el País.
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