banquete-macabro

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Banquete macabro
(Extraído del libro Leyendas de horror, escrito por Guillermo Murray Prisant)
Hacia el 1863 el hambre era lo cotidiano en el barrio de “El Carmen”, suburbio de la colonial
Puebla de los Ángeles, debido al sitio que le impuso la guerra contra los invasores franceses. De un
lado, las tropas enemigas; del otro, el sitiado ejército mexicano. En medio, un pueblo que moría de
inanición.
Los invasores se posesionaron de los huertos, los jardines y los establos, lo que impedía a los
habitantes carmelitas obtener siquiera algunos productos de granja. Incluso el cementerio quedo
en terreno de nadie, lo cual nos explica que hoy existan dos panteones en el barrio de “El
Carmen”.
Pronto las reservas comenzaron a escasear y los embutidos, como los chorizos, los jamones
ahumados, las chistorras y morcillas aderezadas con nueces, entre otros fiambres, adquirieron
precios de locura. Ni hablar de las conservas de jamón del diablo, tasajo, cecina u otras viandas.
Hasta el pan duro y el queso añejo o agusanado comenzaron a tener un valor de no creerse.
Curiosamente, en la plazuela de la Capuchinas existía una fonda regenteada por dos guapas
hermana donde no faltaba nada, ni menudencia ni carne. Con los reales que ganaban, bien podían
abastecerse con guarniciones frescas, las que, según se contaba, mercaban a precio de oro a los
soldados franceses que gustosos cambiaban sus raciones por doblones españoles, centenarios de
veinticuatro quilates u onzas de plata pura. Así que ni verduras les faltaban. Y lo más llamativo del
asunto es que cobraban precios módicos a su regular clientela; si lo comparamos con los dineros
que alcanzaban a costar las viandas en esos días, hablando en plata no era mucho lo que
cobraban.
Llego el momento en que ya no hubo carne en ninguna casa del barrio de “El Carmen”, excepto en
la fonda de la plazuela de las Capuchinas, donde a diario se ofrecía suculentos platos preparados
con jugosas chuletas, sabrosos picadillos e inolvidables embutidos. Se cuenta que el jamón asado
no tenía comparación. Y que el picadillo preparado por las hermanas estaba de rechupete.
La fonda propagaba unos humores aromáticos, vapores de ensueño. Perfumes paradisiacos para
todos aquellos carmelitas muertos de hambre, pues no había en Puebla ni un hueso que roer. Lo
notable es que no habiendo carne en ningún otro lugar, en este establecimiento no faltaba. Se
corrió el rumor y fueron muchos los jefes y generales de la tropa mexicana que dejaban los
garbanzos rancios, que era el último alimento para la tropa en el cuartel, y se iban a la fonda de
las dos hermanas para regresar orondos a sus parapetos, con el buche a reventar y chupándose los
dedos.
Está claro que las iras y las envidias no se hicieron esperar. La gente que manejaba otros
restaurantillos comenzó a sospechar que allí había gato encerrado, aunque ya los pobres mininos
hacía meses que habían ido a parar a las ollas del guisado. Entre varios se propusieron vigilar a las
hermanas fonderas para averiguar los medios por los que se proporcionaban dicho alimento, pues
cabía la sospecha de que ambas debían tener pacto con el demonio, solitaria explicación que
permitiría comprender la forma en que estas dos damas se hacían de carnes apetitosas.
Se les mando seguir y espiar, lo que ocurrió durante varios días. Pero no se descubría nada
anormal. Mientras tanto, en la fonda de las Capuchinas la tropa seguía devorando platillos
compuestos por sesos salpimentados, higaditos encebollados, picadillo de lengua a la vinagreta y
otras delicias por el estilo, entre las que destacan los moles y guisos tan típicamente poblanos. Así
como los tamales de carne adobada y pipián con costillitas.
Uno de los alguaciles encargado de la averiguación, se acercó hasta la fonda de las dos hermanas
y, sin darle muchas vueltas al asunto, comento:
-
Señoras, tenemos información de que ustedes obtienen carnes ilícitas.
Las dos señoras dieron un respingo, pero de inmediato recobraron la compostura y le pidieron a
alguacil, don Carlos Espinal de Rivasmercado, que tomara asiento. Mientras, ellas, le explicarían el
asunto con detalle.
Así lo hizo el señor. Y de inmediato una de las fonderas fue a la cocina y le trajo al buen hombre un
plato de carne guisada con papas, el cual no pudo despreciar, ya que el hambre por aquellos días
era mucha y fiera.
-
-
Nada hay de sospechosos, señor Espinal en nuestro proceder.
No, ¿eh? –exclamo el alguacil limpiándose los bigotes y relamiéndose.
Nada. Nada de qué preocuparse.
Y entonces, señoras, como podemos explicarnos la abundancia que está presente en esta
mesa.
Mire, señor alguacil. Ya que lo pregunta, tendremos que develarle una parte del misterio.
Cuando la sepa, comprenderá porque no podemos decirle abiertamente la totalidad del
secreto.
Adelante –pidió aquel hombre una vez que había dado cuenta hasta del liquido que
bañaba a aquel guiso tan sabroso.
Tenemos un correo secreto.
¡Cómo!
No podemos decirle más… sería como evidenciar el cuerpo del delito –Dijo una de las
hermanas en todo de broma.
Por lo tanto, ¿admiten que hay un delito? –interrogo el alguacil que era corto de
entendederas y carente de sentido del humor.
No alguacil, no hay ningún delito. Nuestro correo puede ir y venir a través del cerco de las
tropas francesas, pero no podemos revelarle ni quien es ni que procedimientos realiza,
porque eso sería delatarlo, con lo cual todos perderíamos irremediablemente.
La explicación satisfizo al alguacil, quien se la comunicó a sus superiores y estos a su vez dieron
difusión a la noticia. Él único que no creyó pero nada de aquel embuste fue Carlitos Espinal. Único
hijo del alguacil, quien antes de la invasión gustaba de ir al mesón de la Torrecilla, que
administraba una de sus tías maternas. Como juego, puso un teatro de títeres en los portales del
mesón, dando funciones a los arrieros. Tenía un perro al que le llamaban Tesupo y, cuando
finalizaba la presentación, le decía: “¡Ora Tesupo!”. Y el perro en un santiamén hacia pedazos a los
títeres. Cosa que daba mucho gusto a Carlos, porque así podía hacer nuevos muñecos durante la
semana. Su mamá le ayudaba a vestirlos.
Pero desde la llegada de la hambruna, su tía estaba cada vez más triste y taciturna y ya no le
dejaba montar sus obritas, alegando que nadie iría a soportar, además de la miseria, las travesuras
de un muchacho. Ni que decir que Carlos estaba furioso. Y le daba una rabia tremenda ver que
aquellas dos fonderas cada día estaban más gordas mientras su madre y su tía se acababan a ojos
vista.
Una de esas noches en que no podía dormir porque las tripas se le revolvían en un nudo de
hambre, decidió ir a espiar a las dos hermanas.
-
Tesupo, vamos a estar en silencio.
El perrito movió el rabo en señal de asentimiento y la pareja de niño y perro se dirigió hacia la casa
de las señoras.
En ese tiempo que separa a la noche profunda de la luz de la madrugada, cuando el mundo es más
oscuro que nunca, vieron a un bulto negro deslizarse de casa de las señoras hacia el bosque.
Sin hacer el menor ruido siguieron al personaje embozado, hasta que se perdió dentro de la
espesura.
No daban con el paradero del perseguido y lo mismo debió haberles ocurrido a los anteriores
espías. Era evidente que allí debía existir una entrada secreta y un pasadizo, los cuales, debido a la
penumbra nocturna, eran prácticamente invisibles. Pero a diferencia de los anteriores
perseguidores, Carlos tuvo una ventaja: el olfato infalible de Tesupo. Al perro no lo confundieron
las sombras ni la oscuridad, porque el rastro olfativo evidenciaba a quien seguían.
Dieron, efectivamente, con el túnel, oculta su entrada por una empalizada que les servía como
camuflaje. Después de entrar y caminar varios cientos de metros, se abría en un claro en medio
del Bosque, a un lado del cementerio y a pocos pasos del campamento zuavo. Vieron a quien
venían siguiendo, entrar a una casucha. Un bujía alumbraba tenuemente el interior de la casa. Se
aproximó a ver el interior a través de una hendidura en la madera que parecía in ojo. Casi se
vomita el pobre Carlitos al descubrir lo que adentro sucedía. Pero pudo más su coraje y
determinación. Contuvo el aliento y volvió a su casa.
Ahora conocía una parte de la historia, pero debía comprender la manera en la que se iniciaba.
Millones de conjeturas, cada una de ellas más asquerosa que la anterior, venían a su cabeza.
Nuevamente espero a que se hiciera de noche y llegara a la hora en que las sombras mandan.
Fue directamente hacia la casucha del bosque y esta vez espero para ver quien entraba.
Al poco rato llego una muchacha; era grande, fuerte, morena, del tipo de la mujer de la sierra
poblana. Y casi de inmediato se entrevistó con las dos hermanas. Las oyó cuchichear, reír y
ponerse de acuerdo.
-
Hoy serán tres –establecieron.
Luego la poblana salió y se dirigió directamente hacia el campo francés. Y no había pasado ni una
hora, cuando regreso con lo que a Carlos le pareció una enorme y pesada carga. Nada había de
anormal en ello, pensó el Muchacho. Y aguardo, pues él había visto con sus propios ojos la
procedencia de la carne.
Volvió a salir la poblana. Se escuchó entonces un grito apagado y risas ahogadas, y Carlos
comprendió a la perfección cuanto ocurría en el interior de la choza. Se dijo que era su
oportunidad, iría a buscar a su padre, a dar aviso a la gente de “El Carmen”, para volver de
inmediato y atrapar a las tres mujeres en su sangrienta obra.
Corrió al lado de Tesupo hasta la casa paterna. Al principio el padre no daba crédito a lo que decía
el chico. Luego le dio por vomitar. Cuando finalmente se repuso, toco una campana de alerta y
con una docena de seguidores armados de trinches, palos y antorchas, corriendo en pos de
Carlitos y Tesupo.
Cuando abrieron la puerta de la casucha, el ánimo les falto a casi todos. Un asco mayor que el
espanto les recorrió de pies a cabeza al comprobar que diariamente se habían deleitado con carne
de… Francés. La poblana se dirigía al campamento de los invasores, esperaba a que uno de los
hombres se alejara a orinar y en ese momento salía de su escondite como una aparición
seductora. Con mimos y caricias convencía a los soldados para que la siguieran; en ocasiones los
golpeaba, para llevarlos inconscientes hasta la casucha, dentro las dos hermana acuchillaban al
desgraciado.
Luego procedían a descuartizar, destazar y cortar en rodajas las carnes que podían guisarse.
Hueso, viseras y otras menudencias inservibles o delatoras eran prontamente enterradas en el
cementerio vecino.
Otras veces llegaban medio borrachos. Las más de las ocasiones, sin embargo, entraban a la
casucha convencidos de que iban a pasar una noche de amor con aquella mujer poblana, cuando
dos arpías caían sobre sus huesos y sin decir agua va, comenzaban a destriparlos.
En la madrugada iban por la carne, pues esto era el contenido de los grandes y pesados bultos que
las autoridades habían visto y reconocido. Muy espantosa fue la reacción de los moradores de “EL
Carmen”.
Decir que los vómitos se produjeron como reacción en cadena es poco. Cataratas de repudio
llovieron sobre aquellas antropófagas. Hubo mujeres que se enfermaron y que casi mueren por
una anorexia nerviosa, que es el odio a los alimentos. Muchas se dedicaron a la cocina vegetariana
y esta es la razón, cuentan, de que hayan proliferado los dulces regionales. Nadie en ese lugar
volvió a comerse una buena chuleta asada con gusto y regocijo.
Se cuenta que las dos hermana de la fonda de la Plazuela de las Capuchinas, como también la
mujer poblana, de quienes no se guarda memoria de sus nombres, habían sido condenadas a
muerte, pero un abogado defensor logro la libertada de las inculpadas alegando que habían dado
muerte a muchísimos enemigos.
El fiscal indignado, se levantó de su asiento y le recrimino al leguleyo que le ganaba el caso:
-
Tú también comiste carne de francés.
Cierto. Ni modo, hermano. También nuestros ancestros, los valientes aztecas, comían la
carne de sus prisioneros de guerra.
Las tres mujeres fueron dejadas en libertada. Y cuanta la leyenda que emigraron a la ciudad de
México y se establecieron muy cerquita del Panteón de Dolores, pusieron una escuela de cocina y
enseñaron a muchas, muchas cocineras, la técnica que hace tan suculentas a las carnitas, la sopa
de medula, el pozole rojo con trocitos de carne deshebrada, la carne en adobo, los deliciosos
taquitos de moronga y las quesadillas de sesos.
Sin olvidarnos, claro está, del tasajo y la cecina. Formas muy mexicanas de preparar la carne para
su conserva.
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