Coordenadas Imprecisas de la Muerte

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Coordenadas Imprecisas
de la Muerte
¡Y Ella viene siempre! Desde que nacemos,
su paso,lejano o próximo,
huella el mismo sendero por donde corremos
hasta dar con Ella.
Manuel Machado
Coordenadas imprecisas de la muerte
Preludio
¿
Todavía crees estar vivo?, es el colmo, Amaury, ¿qué hay que hacer para que
entiendas que si no estás ya entre los muertos te falta muy poco, ah?
¿Cuándo pudo ocurrir tu muerte realmente? ¿En la habitación durante la siesta?, ¿mientras soñabas viendo televisión?, ¿en la calle, cuando oíste ese ruido extraño que rozó tu cabeza?, ¿en el horrible atentado de la séptima?, ¿o
cuando ese estudiante se te abalanzó en el salón de clase? ¿Estabas
ya muerto cuando recibiste la visita de Ysa? ¿Fue en México cuando
no viste tu imagen reflejada en los vidrios del metro o en ese camino
perdido de la provincia argentina? ¿Eras tú quien necesitaba los santos óleos en el hospital cuando fuiste a visitar al enfermo? ¿Acaso te
hizo daño la cena en casa de Luis?
Has hecho numerosos ensayos, has tenido muchas pequeñas muertes, pero has pasado por ellas sin percatarte de nada. Ay
Amaury, que terco has sido, que cara dura: entre más claras estaban
las cosas, más te empeñabas en negarlas, Amaury, Amaury, Amaury.
Pero ya no hay más ensayos, ya no hay más tiempo. Hoy tendrás
que enfrentar la decisión final, hoy se estrena tu obra, ya no hay más
oportunidades para ti. Tendrás que someter la rabia por dejar la vida, esa
ira que tanto te atormenta y que secretamente te ha mantenido vivo más
allá de lo permitido. Amaury, Amaury, Amaury, ha llegado la hora.
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Pequeña muerte 1
Hará unos veinte años, Amaury, que empezaste a obsesionarte con la idea
de que tu muerte debía ocurrir alrededor de las tres de la tarde. Una más de esas
ideas bobas por las que te daba, pobre, como consecuencia de tu soledad y de ese
desamparo del que fuiste víctima desde chiquito, pero que nunca fuiste capaz de
confesar. Te dio por imaginarte que ese día estarías acostado, como ahora, y que
desde la calle los sonidos de una ciudad viva y en continuo movimiento empezarían
a lastimar tu alma como si no pudieras desprenderte de las cosas amadas, a pesar
de haberte preparado toda la vida, toda la puta vida, para eso precisamente, para
dar el paso hacia el más allá sin ninguna aprehensión. Con el tiempo, la manía te
fue regalando detalles: estarías enfermo y, sobre todo, estarías solo. ¿Cómo no, si
los curas, y sobre todo tú, en una cama sólo pueden estar solos? Y si no estuvieras
solo ya sabríamos de qué te ibas a morir: de infarto cardiaco cuando vieras a una
hermosa mujer desnuda a tu lado, por primera vez, ¿por primera vez? Pero sigamos que eso son guasadas mías. La vida afuera, como dije que tú la imaginabas
(ya se sabe cómo es eso de las obsesiones), bulliría con lascivia (esas eran las palabras que tu usabas), mientras una penosa y cada vez más fuerte opresión te iría
creciendo en el pecho. Tendrías ganas de gritar, pero por alguna razón sabrías que
tu alboroto sería inútil. Y un dato más: debías estar en el extranjero o en un sitio
donde fueras extraño (¿qué tal en un cambuche, secuestrado?), en todo caso no en
tu casa (¡qué dramático, por Dios!).
Por ahora, Amaury, con la certeza de que aún no te ha llegado la hora (eso
crees) te levantas presuroso, y todavía con las secuelas del ahogo ese en el pecho que te pone a imaginar pendejadas, te acercas al espejo del baño, miras tu
rostro, lo mojas con agua fría y no puedes evitar el impacto de una imagen que lo
dice todo. Mientras te secas con la toalla, piensas en la excusa que tendrás que
inventar a tus alumnos por haberlos dejado sin su clase de las dos y treinta. Sales
de la habitación y te diriges al ascensor. Según el dial, el aparato se encuentra estacionado en el último piso. Cuando al fin baja, pasa de largo y sigue descendiendo, así que pulsas el botón de llamado sin la seguridad de haberlo hecho antes
(los huecos que el maldito Alzheimer ya produce en tu memoria, Amaury), pero
entonces lo ves pasar de nuevo hacia el último piso. Después de que el cuartito
burlón te hace la misma un par de veces más y ya mortificado por la mamadera
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Coordenadas imprecisas de la muerte
de gallo, decides bajar por las escaleras (con todo y el dolor en la rodilla, qué
guapo) y tomar un taxi.
Salir a la calle sólo para comprobar que el día está gris y que las nubes se ven
pesadas y fofas. Ya en el carro, tu ánimo empeora con la fastidiosa perorata seudo
política del taxista; la música de la radio te acaba de enervar y la llegada a la universidad te hunde en un mar de dudas y desganos. Así que, por primera vez en muchos
años no te diriges a la oficina, sino que, justo al frente de la puerta y después de
ver reflejada tu desgarbada figura en el vidrio, giras hacia el sur y resuelves caminar,
caminar sin ruta, tratando de reconciliarte con el mundo como dirías tú o de quitarte
de encima el asqueroso ahogo en el pecho, como diría yo. La última vez que lo hiciste (deambular sin rumbo, a eso me refiero, Amaury) fue hace unos veinte años, precisamente. La gente se preocupó entonces, fueron varias horas extraviado, el alboroto
en la universidad y en la casa. Pero ahora ya no es lo mismo. Lo de hace veinte años
se debió a una pelea con algunos profesores y sobre todo con el colega que había
de quitarte el poder, lo de ahora es puro capricho de viejo cascarrabias.
Lo de hace veinte años fue toda una aventura, lo de hoy es una pataleta.
Hace veinte años, caminaste por el Parque Nacional, subiste a los barrios de la
montaña, te metiste a una tienda a conversar con los vecinos, bebiste de la cerveza
que gentilmente te ofrecieron, accediste a visitar un par de enfermos, jugaste con
los niños de doña Rosa y bajaste convencido de que lo tuyo en adelante no sería
la academia, sino el servicio a los pobres, como debió ser siempre, si no hubieras
traicionado casi desde el comienzo tu motivación adolescente. Pero así son las cosas Amaury, vamos de traición en traición toda la vida, creyendo que más adelante
podemos enmendarlas y comprobando en cambio que la primera vez que uno se
engaña a sí mismo es la última, no hay vuelta atrás.
Hoy la pataleta, confiésalo Amaury, es porque te sientes fatigado, porque presientes con mayor fuerza el final, porque el espejo espejito te ha dicho la verdad,
porque el ocaso te trae dudas, porque… ¿sigo? Nada que ver con esa decisión de
hace veinte años que, dicho sea de paso, volviste a traicionar muy pronto, cuando
te ofrecieron otro cargo. Hoy la pataleta no te va a durar más de media hora, con
esa rodilla medio rota, con ese aire envenenado por veinte años de toxinas acumuladas, con ese ahogo que empeora. Además, y lo sabes, nadie se va a preocupar
como sucedió la otra vez, dirán que el viejito se enloqueció, que otra vez con las
mismas, que esperemos a ver.
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Y preciso, la pataleta se ha convertido en tragedia, por decirlo de alguna manera. Primero te chalequearon dos viejas, después te raparon el maletín con las estropeadas hojas amarillentas de tus apuntes de hace veinte años (eso de no hacer
más vida académica resultó cierto, Amaury, no volviste a leer ni a escribir nada nuevo
desde hace veinte años y ahora engañas a todo el mundo, incluidos tus alumnos, con
los viejos apuntes que se esfumaron, no le digo, qué tragedia), y después la tapa: un
muchacho que pasó corriendo a tu lado te empujó y te lanzó al piso y te acabó de
joder la otra rodilla. Todo en menos de media hora. Record Guinness
De modo que ahora estás en tu cama de nuevo,
adolorido, solo, con un malestar en el pecho que te
ahoga y con el genio completamente agriado. Lo
único que te deja saber que no te ha llegado la
hora (eso crees) es que estás en tu casa, que no
eres un extraño en el lugar donde yaces. Tal
vez por eso te tranquilizas al fin, miras hacia
el techo y después de seguir por un rato los
caminos sinuosos que la humedad ha marcado
sobre la pátina, te hundes en un sueño apacible
aunque largo, muy largo, quizás demasiado prolongado…
Pequeña muerte 2
Sales presuroso de tu casa, renqueando por haber forzado la rodilla al bajar
las escaleras, tras la tonta decisión de no esperar más el ascensor. En la calle te encuentras con un aire demasiado frío que te obliga a echarte la bufanda en el cuello.
Miras al cielo y te das cuenta de que pronto va a llover. Te parece que las nubes,
fofas, están a punto de reventar. Revisas tu maletín repleto de las hojas amarillentas
que conforman tus apuntes de clase y lo ves ahí: bien en el fondo, el viejo paraguas
que te ha acompañado por años. Así que, con la certeza de estar ya completamente equipado, pasas la calle en espera de un taxi que te lleve lo más rápido posible
a la universidad. Tu siesta se ha demorado más de lo previsto y tras haber perdido
la clase ahora debes atender trabajo en la oficina. Es algo que te ha empezado a
suceder con demasiada frecuencia y que por ello te llena de vergüenzas.
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Pero parece que los taxistas no te vieran. Pasa de largo un taxi que casi te
atropella, otro estaciona un poco adelante y cuando intentas alcanzarlo aparece un
pasajero inesperado que te gana la puerta. Hay uno incluso que para frente a ti,
el taxista inclina la cabeza hacia la ventana como si fuera a preguntarte algo, pero
entonces ves que arranca sin explicación, justo cuando comenzabas a dar las indicaciones de tu destino. Te quedas pensando si el conductor realmente te vio o si
fue algo de tu apariencia lo que hizo que se alejara.
Amaury, te desesperas. Comienzan a caer unas gotas gruesas que te causan
desconfianza. Pasan otros taxis ocupados y los pocos libres a los que les haces la
seña, siguen de largo. Piensas en volver a casa y llamar uno desde allá o en tomar
una buseta, pero al fin para un carro. Abres la puerta: al entrar te incomodas con
la extraña distribución del asiento de pasajeros.
No te encuentras con el asiento paralelo de
siempre, sino con dos bancas enfrentadas en
una de las cuales hay ya un viajero. Piensas
en apearte, pero el taxi ya ha arrancado,
entonces quieres indicarle al taxista que se
detenga, pero una barrera de vidrio que separa la cabina del chofer te sorprende. Antes de pensar otra solución, oyes que el pasajero te dice: siéntese, creo que vamos para
el mismo lugar, podemos compartir el taxi. Te
extrañas y por eso le repostas: pero si no he dicho para dónde voy. ¿Ah no?, te contesta el pasajero, creí que lo había hecho. De todos modos sé
que va para la universidad y por eso le ofrezco compartir el auto. ¿Y cómo lo sabe?,
preguntas asombrado. Porque yo también trabajo allá y lo he visto, Padre
Al escuchar lo de “padre”, te sientes más tranquilo, aunque no del todo cómodo. Trabas conversación con el extraño hombre y así se pasa el tiempo mientras
arribas a la oficina. Cuando llega el momento, el pasajero ordena al conductor
parar el taxi, dando tres golpecitos secos y seguidos al vidrio de la cabina, una
especie de señal codificada que te causa curiosidad. Te apeas del taxi, pero el otro
pasajero se queda sentado. Entonces le preguntas: ¿No baja usted conmigo? No,
te contesta, debo seguir ayudando loquitos, y suelta una carcajada escandalosa.
Todavía impresionado por lo que acaba de suceder, Amaury, entras a la oficina, donde tu secretaria te espera con las quejas de los estudiantes y un paquete
de papeles para revisar. Te sientas en el sillón tratando de recuperar el alma, pero
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Coordenadas imprecisas de la muerte
todo te irrita. Al lado izquierdo del escritorio están los documentos que has relegado a una segunda prioridad. Ya casi forman una montaña. A la derecha están los
urgentes. Sientes que esa discriminación no tiene sentido y por un momento estás
tentado a revolverlos en un solo bloque. Abandonas rápidamente esa idea y decides mirar los documentos de la izquierda. Quizás evitar la tensión de las urgencias
te permita salir de esta espiral de fastidios y recelos.
Te llama la atención un sobre de manila enviado desde el extranjero. Lo acercas y
examinas su remite. La lectura del nombre, escrito a mano y con pluma, te provoca un
pálpito. Vuelves a mirar el sobre, compruebas el origen y el nombre del destinatario y
lo sueltas de golpe, como si quemara o como si estuviera contaminado con algún virus mortal. Un instante después intentas abrirlo pero suena el citófono. Una mujer que
dice conocerte quiere hablar contigo, Amaury. Pides que no te interrumpan al menos
por una hora, que se disponga una cita para la señora en otro día; pero la secretaria
insiste, la mujer viene del extranjero y sólo tiene unas horas antes de regresar, que se
conocen desde la época de la Sorbona, asegura. Tú, suspicaz, le pides a la secretaria
que confirme el nombre. Ella lo repite torpemente y sueltas el auricular impresionado
por la casualidad. Y cómo no: ¡es el mismo nombre del sobre, Ysabel Hernández, una
antigua conocida de París, de la que no tenías noticias hacía más de cuarenta años!
Del otro lado, la secretaria trata de imaginar lo que ha sucedido y ensaya
un gesto de excusa para la señora, intentando en realidad ocultar su desazón. La
dama sonríe y ya sin esperar la autorización abre la puerta de la oficina y va directo
a tu escritorio. Amaury, a tu escritorio, pero tu has clavado la cabeza sobre la mesa
y te niegas a mirarla.
Amaury, soy Ysa, oyes que te dice, ¿cómo es eso de que te niegas a recibirme? No pude impedirlo profesor, escuchas que dice tu secretaria con voz chillona
y debilitada por el incidente. Amaury, mírame, ordena la mujer. Una cascada de recuerdos te asedia, mientras desde el pecho una onda de calor sube hasta tomarse
tu cabeza. Pese a su insistencia, Amaury, no aciertas a moverte y prefieres apretar
tus ojos con fuerza, como esperando que alguna visión interna venga a apoyarte
contra esa certeza exterior que no puedes soportar.
Después de un rato sientes que el silencio se instala en la oficina y levantas
poco a poco la cabeza para comprobar que estás solo. Entonces escuchas el citófono
y ante su insistencia, no sin temor, respondes al aparato. Oyes de nuevo la voz de la
secretaria. Alguien quiere verte. Preguntas por Ysa y la secretaria se sorprende, no
sabe de qué hablas. No soportas más, Amaury, pides que un automóvil de la universidad te lleve de vuelta a casa, de donde no debiste haber salido esta tarde…
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Pequeña muerte 3
Tus sueños más recurrentes tienen que ver con sobrevuelos por regiones desconocidas que sin embargo te resultan familiares. Caseríos medievales, poblados
de gente sencilla y trabajadora, volcados sobre ensenadas de mares traidores o a
la ribera de vigorosos ríos, como desperdigados por alguna mano poderosa y arbitraria. Si no fuera porque tus creencias te lo impiden, habrías aceptado ya que en
alguna vida anterior viviste en esos lugares.
Tus indagaciones te han llevado a confirmar que las imágenes que sueñas
corresponden a esa región noroeste del litoral gallego llamada a costa da morte,
nombre que te produce escalofríos, pero
que en realidad proviene de la antigua
creencia de que ese lugar era el finis
terrae, el fin del mundo, la puerta
del más allá, lugar del ocaso, donde el sol se hunde inexorablemente
en el mar. Pero también se dice que
el nombre atañe al hecho de que a
lo largo de la costa se exhiben cruces que recuerdan las víctimas de los
múltiples y frecuentes naufragios que se producen en esa ribera desmedidamente
recortada, albergue de tormentas y tempestades invernales que las leyendas y mitos han inmortalizado.
Lo más extraño de todo es que reconoces con una familiaridad, a la vez natural y aterradora, cada uno de los puertos que ahora exhibe la televisión española
y sientes por eso, Amaury, que tus premoniciones del fin y el nombre de la costa
gallega están íntima y tremendamente relacionados.
Son las dos de la tarde, hora en que debes salir de la casa para la universidad
a dictar tu clase. Pero después de hacer un breve balance de las consecuencias que
tendría tu inasistencia a la universidad, decides quedarte en la habitación, viendo
el documental con textos de Camilo José Cela y fotografía de no sé que cineasta
español ultrafamoso. Una simple mirada por la ventana te indica que unas nubes
fofas y prestas a reventar presagian el aguacero inminente, qué pereza. Además,
según te han informado, el ascensor está como loco y no responde a los llamados,
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Coordenadas imprecisas de la muerte
de modo que la perspectiva de bajar escaleras de cinco pisos con esa rodilla rota te
llena de flojera. Por la hora, tendrías que tomar un taxi y la perspectiva de esperar
quién sabe cuánto tiempo a que te recoja alguno para tener que soportar la carreta
seudo política del taxista y la música fastidiosa y a todo volumen que suelen colocar
lo conductores bogotanos te persuade finalmente. La clase se puede recuperar en
cualquier momento, los papeles de la oficina pueden esperar, al fin y al cabo una buena montaña de ellos duerme desde hace rato el sueño de los justos, sin que eso haya
afectado para nada la marcha de las cosas. Las citas en tu oficina pueden ser aplazadas o canceladas sin mayor trascendencia, basta una llamada a la secretaria y listo.
Así que después de comunicarte con la universidad para avisar de tus quebrantos, te acomodas en la cama, tratando de encontrar la posición que alivie ese
ahogo en el pecho que últimamente te asalta a la hora de la siesta. No más comienzan a sucederse las primeras imágenes del documental, Amaury, te llenas de
esa nostalgia y de esa sensación a la vez penetrante y recóndita que te conmueve
desde hace veinte años, cuando te dio por pensar que alrededor de esta hora se
habría de producir tu muerte.
Pero cómo evitar, ahora, por ejemplo, un profundo sentimiento de arraigo
cuando las imágenes muestran los oleiros de Buño en plena acción, creando sus bellas piezas de alfarería. ¿Quizá tu mismo fuiste uno de ellos? Cómo no respirar el aire
salino de Malpica de Bergantiños, cómo no estremecerse con el humor agrio que
exudan sus marineros agolpados en el puerto, cómo no errar por entre las callejuelas
que cuelgan sobre las rocas, cómo no disfrutar de las vistas del mar desde la parte
alta de la zona vieja. ¿Acaso no viviste por esos lares? Cómo no admirar el santuario
de San Adrián do Mar, si las imágenes de sus romerías se llenan para ti de un significado secreto, cómo no sentirlo tuyo si la mirada larga que llega desde sus ventanas
hasta las Islas Sisargas se queda extasiada para darle paso a los pulsos de tu corazón. Cómo no confirmar con la sola mención que Beo, Cores y Nemeño son lugares
conocidos y transitados. Tal vez viviste allí, tal vez te hiciste matar por una mujer en
alguno de ellos, tal vez fue en uno de esos puertos que embarcaste para siempre en
algún buque fantasma, quién sabe. Cómo no detenerse a orar en la iglesia románica
de Mens, donde quizá fuiste su monje superior en tiempos medievales. Cómo no
atreverse a subir de nuevo al Monte Branco y disfrutar desde la cima el espléndido
encuentro del río Anllóns con el mar que resuena como un bello apareamiento erótico. Cómo no impresionarse con los acantilados de O Roncudo que esconden entre
sus quiebres a tanto muerto y a tanto náufrago que todavía cree estar vivo. Cómo
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Coordenadas imprecisas de la muerte
no sentir en toda su dimensión ancestral la excitación del origen que causa la vista
del Dolmen de Dombate. Cómo no caer en la tentación de pasar unas horas en las
bellas y tranquilas playas de Cabana, si sus arenas parecen infinitas.
A medida que avanza el documental, Amaury, te internas en sus imágenes y
te conmueves con la afinidad y la añoranza que te causa su repaso. Ahora aparecen
sobre la pantalla, pero es como si lo hicieran en tu habitación, las dunas de la laguna
de Traba que recuerdan que el agua no muere sino que viene y va, va y viene como
van y vienen los hilares que mueven ahora la mágicas manos de las palilleiras de
Carmiña, cuyos encajes seducen a los hombres. Cómo no adentrarse en el Castillo
de Vimianzo, recorrer sus laberintos y enfrentar alguna aventura romántica. Cómo no
detenerse en Corcubión a probar los mariscos y el magnífico pescado. Tal vez esas
grandes manos tuyas, y que no sirven para nada en una universidad, hayan sido hechas a golpe de herencias genéticas para la pesca fuerte, para el trabajo duro. Cómo
no visitar el Castelo do Cardeal y admirar el Pazo de los Condes de Altamira. Cómo
no, finalmente, llegar para quedarse en Fisterra, cómo no volver a sorprenderse con
la imagen del sol poniéndose sobre las aguas del Atlántico, cómo no volver a fascinarse con los rocosos acantilados que allí, como en ningún otro sitio, luchan impetuosamente con las aguas del océano. Cómo no ir al castillo de San Carlos y luego
parar, para morir, en las playas de Mar de Fora, Langosteira o Estorde.
Cómo no, piensas ahora Amaury, ahora que el documental da paso a algún
programa musical, cómo no quedarse dormido apaciblemente recordando cada
una de tus experiencias en la costa de la muerte, cómo no quedarse en la costa de
la muerte, como no quedarse en la costa, como no quedarse en la muerte…
Pequeña muerte 4
La primera vez que tuviste la convicción de que morirías una tarde, solitario
y lejos de casa fue en México. Habías ido a un congreso en el deefe por una semana y el día posterior al de tu ponencia decidiste irte de tour a las pirámides de
Teotihuacan. Estuviste todo el día fuera recorriendo con desconocidos el camino
prefabricado para los turistas. Ya en las ruinas de la ciudad azteca, te sorprendió
gratamente el poder de tus pulmones y de tu sangre todavía joven cuando superaste, camino a la cima de la pirámide del sol, a un grupo de adolescentes con
descarada y fastidiosa pinta de gringos bien que debieron hacer un par de largas
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Coordenadas imprecisas de la muerte
estaciones antes de coronar. La vida en Bogotá, una ciudad ubicada a 2600 metros
de altura, según te lo repetían desde chiquito, te había dado esa virtud de la que
sólo ahora te hacías consciente. En la cúspide, cumpliste cuidadosamente el ritual
de recarga energética que te había recomendado un colega antropólogo, ¿recuerdas? y disfrutaste por varios minutos de la espectacular vista que te sugería, con
una atracción increíble y misteriosa, todo el poder de la historia albergada en esa
calle ahora deshecha: la calle de los muertos.
Regresaste al atardecer y ya en el metro tuviste un aviso de lo que vendría: un
ataque inaudito de claustrofobia que te obligó a bajar varias estaciones antes de tu
parada y a caminar por unas calles deterioradas y apestosas a maíz cocido. Apenas si
comiste algo y te acostaste temprano sin esperar al dueño del apartamento donde
te hospedabas, el amigo de un amigo que te había recibido en su casa y que de ese
modo te había permitido un ahorro oportuno. Al día siguiente, volviste a la sede del
congreso, pero el dolor de cabeza que se te había instalado subrepticiamente durante la noche, y que te había estropeado el desayuno, no te quiso dejar ya en ningún
momento. Tras el almuerzo, la situación empeoró, así que resolviste ir a casa. Por
supuesto no había nadie cuando llegaste. Te recostaste y te quedaste dormido unos
minutos. Te despertaste con una nostalgia tan profunda que te estremeció hasta las
lágrimas. Jamás te había sucedido, ni tras la muerte de tu hermano, ni durante las
vivencias de largos años en el extranjero, cuando estuviste más expuesto a la separación. Fue como si una potencia extraña se hubiera tomado tus afectos durante el
breve sueño y te hubiera sorbido hasta la última gota de esperanza, de esa esperanza que habías construido y reconstruido con temple y no sin afugias por años. Una
sensación insoportable que te hizo levantarte todavía un poco mareado y decaído.
Miraste por la ventana de tu cuarto hacia la calle y entonces sobrevino: una especie
de indolencia del mundo hacia ti que te excluía de su lógica y de sus movimientos.
Afuera, un gato maullaba con la extraña sonoridad del llanto de un niño y
los niños llegaban de la escuela, vistosos y tranquilos, y las nanas empezaban a
prepararse para salir. Afuera, un sol todavía radiante teñía de miel las fachadas de
los edificios, los autos seguían recorridos misteriosos y la gente parecía hacer su
oficio con entusiasmo. Desde afuera, el rumor de alguna radio te llegaba con la
insistencia de una alegría ajena y tú contemplabas todo eso, Amaury, como desde
un mirador situado a muchos metros de altura, sin que nadie se diera cuenta, sin
que a nadie le importara, como si todo estuviera cumplido y tú ya no fueras una
pieza necesaria del engranaje.
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Te alejaste de un salto de la ventana y saliste del apartamento como si alguna
presencia espantosa te hubiera expulsado. Vagaste durante horas por las calles de
un México que ahora parecía extraño, misterioso y acosador. Te internaste en uno
de los túneles del metro y sin pensarlo te subiste con una premura inexplicable al
tren que estacionaba en ese momento y del que desconocías su origen y su destino.
Te sentaste en uno de los asientos vacíos y entonces viste el reflejo de tu rostro en
el vidrio de una de las puertas de salida que estaba enfrente. La depresión galopaba en tu pecho y pronto se convirtió en necesidad de acabar, de suicidarse, de no
darle más oportunidad a la vida, de morir. Llevaste tus manos al rostro intentando
contener el ansia y lo mantuviste encajonado por varios minutos. Sólo escuchabas el
ruido del tren sobre los rieles, ni una voz, ni una presencia que viniera en tu ayuda.
Cuando soltaste tus manos, miraste de nuevo el vidrio de la puerta de enfrente, pero
ya no viste tu reflejo en ella. Horrorizado, sentiste como si un pedazo de tiempo se
hubiera refundido, como si algo realmente valioso hubiera sucedido mientras tuviste
agarrada tu cabeza entre las manos, algo que ya no conocerías en tu vida.
Ahora, veinte años después, metido en la cama, resurge en tu alma aquélla
sensación sufrida en el metro de México. Corres la cortina y observas un cielo lleno de nubes grises y fofas que lastima tu corazón. Tu rodilla empieza a doler, mal
presagio, Sobre la mesa, esparcidos, los apuntes amarillentos de una clase que al
fin no tuviste ánimo de preparar. Preguntas en la recepción y te confirman que los
ascensores siguen dañados. Resuelves entonces quedarte en cama. Llamas a tu
secretaria y le pides que cancele todas las citas, incluidas la de la señora francesa
que dice haber llegado apenas con el tiempo de visitarte antes de viajar a ese París
que conocieron juntos hace cuarenta años.
Amaury: con el dolor duplicado ahora por la sensación de culpa que te causa
el acto de flojera que acabas de cometer, te escondes bajo las cobijas,
te enrollas hasta que tus rodillas tocan tu quijada y te
echas a llorar, a llorar como nunca antes lo habías hecho, como un niño, como ese niño
que ya no vive en ti y que ahora añoras
como nada en el mundo.
Soñando con las viejas calles de
tierra de tu infancia, te quedas dormido
por fin, profundamente dormido, sospechosamente dormido…
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Pequeña muerte 5
Amaury, te despiertas alterado. Esa horrible sensación que desde hace veinte
años a veces sobreviene sin aviso te acaba de asaltar. Nostalgia intensa, dolor de
dejar la vida, miedo de morir mientras duermes, y justo durante una siesta que se
prolonga demasiado, cosa que te sucede ahora con una frecuencia vergonzosa.
Estás temblando, pobre, quién lo diría. Te levantas y mojas tu rostro para acabar de
despertarte. Tu rodilla duele terriblemente. Miras por la ventana y ves esas nubes
fofas y tontas que quieren estallar, vaticinio de lluvia segura. Llamas a la recepción
y te confirman que los ascensores siguen estropeados. Miras con bochorno el arrume de apuntes de clase que nunca revisaste.
Resuelves no ir a la universidad. Llamas a la oficina y tu secretaria confirma
que no hay nada urgente que atender, sin embargo, la felicidad nunca es completa, pobre viejo, un personaje cercano a ti se encuentra internado de gravedad en
el hospital y se espera que le apliques los santos óleos. Calculas el tiempo. Puede
quedarte todavía un par de horas antes de ir al hospital, así que te acomodas en la
cama tratando de aliviar ese ahogo en el pecho que no te deja respirar tranquilo y
después de un rato logras tranquilizarse y entras en un sueño apacible.
Cuando ingresas al cuarto del hospital lo encuentras vacío. Piensas entonces
que la enfermera te ha dado mal el número o que te has equivocado de habitación,
pero entonces ves que un cable se mueve en la cama y que al final de ese cable
se conecta un frasco de suero y que el cable que sale del otro extremo se interna
en la cobija y que debajo de la cobija hay un bulto,
un pequeño bulto, que delata una presencia. Entonces te das cuenta de que en la
cabecera hay una almohada y que sobre
la almohada yace la cabeza de un viejo y
que el viejo eres tú.
Ahí estaba el enfermo, pero no
querías verlo, Amaury, y por eso tuviste, no la visión, sino el deseo de una
habitación vacía. Tampoco es que estés sólo. Otras visitas se encuentran en
el cuarto. Sientes de golpe una especie
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Coordenadas imprecisas de la muerte
de vergüenza inesperada y contundente cuando ves el rostro adusto y silencioso
de una anciana que, sentada en un rincón, en una silla más o menos frágil, más o
menos flaca, te lanza una especie de ademán que reconoces al principio como un
saludo, pero que indica más bien una demanda contundente de silencio. De modo
que buscas un sitio para sentarte, Amaury, y entonces te das cuenta de que hay por
lo menos cuatro personas más: dos en el sofá y otras dos de pie. Te fijas más en detalle y descubres que en realidad detrás de ti hay una multitud. Ves de pronto que
el viejo de la cama se levanta, como si nada, como si no estuviera muriendo. Un
médico, acompañado de dos enfermeras, entra intempestivamente a la habitación
y entonces todos se ponen de pie y forman una especie de corredor de honor para
los tres personajes; aplauden y luego se saludan entre ellos y después empiezan a
reír, cada vez más escandalosamente, para finalmente dirigir de improviso, como
en una especie de pieza teatral muy bien ensayada, sus miradas burlonas sobre
ti. Es entonces cuando piensas que te has equivocado, claro, me equivoqué, qué
pendejo, estoy en otro lado, quién sabe quién es esta gente, y ofreces excusas y
reculas hasta la salida convencido de tu error. Un instante antes de cerrar la puerta,
llevado por la impresión de silencio que se instala de repente, echas una mirada al
interior de la habitación y la encuentras vacía. Entras despacio, esta vez ya prevenido por el efecto de las imágenes que has topado antes, y te acercas a la cama,
donde un bulto, un pequeño bulto, sobresale de la cama.
Muy discretamente levantas ahora la cobija que tapa el rostro del enfermo y
entonces descubres de nuevo tu propia cara, demacrada, cara de canceroso. Tratas de calmarte y a decir verdad que te comportas de una manera muy digna. Incluso se te ve tranquilo. Otro habría chillado o habría echado a correr como loco,
Amaury, en cambio tú no. Exploras otros detalles, como los cables del suero y los
indicadores de los aparatos; al fin y al cabo se puede afirmar que eres un viejo
conocido, con varias cirugías encima y más de un susto para todos en el hospital.
Después de un rato, en el que permaneces en silencio y se te ve suspirar algo
acongojado, irrumpe el gentío. Una vieja flaca de rostro adusto, dos personajes
sacados del fondo más horroroso de los Castillos de Kafka, un pequeño hombre
que intenta subirse a tu regazo y el médico con sus dos enfermeras que más parecen reinas de belleza. Ingresan todos a la vez aplaudiendo como si celebraran
una actuación fenomenal. Uno que otro flash delata la presencia de la prensa. El
aplauso se convierte en ovación cuando tú, recuperado del asombro, intentas
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Coordenadas imprecisas de la muerte
hablar. Pero lo único que al fin aciertas hacer, Amaury, es recular rápidamente
hacia la puerta, desprendiéndote de los brazos y manos que intentan detenerte.
Echas una última mirada a la cama y ves al viejo recostado exhibiendo una sonrisa
imposible en ese rostro cadavérico y levantando una mano manchada y huesuda
que te asusta.
Llegas completamente agitado y como puedes subes a tu habitación, renqueando por haber forzado la rodilla de nuevo. Te recuestas en la cama y luego
de rastrear los caminos que la humedad ha marcado en la pátina del techo logras
conciliar el sueño, ese sueño, es tu intención, que te ha de permitir olvidar un día
que jamás debió transcurrir, jamás…
Pequeña muerte 6
Mamado de escuchar la carreta seudo política de los taxistas y dado que ya no
vas a llegar a tiempo a tu clase de las dos y media, cargando todavía esa congoja
extraña en el pecho que te asalta cada vez que te quedas dormido más de la cuenta
en tu sagrada siesta, te subes a un buseta que te llevará (eso crees tú, Amaury) a la
oficina, donde esperas deshacerte de una vez por todas de la falsa distribución de los
papeles de tu escritorio, separados en dos grupos: los urgentes y los otros.
Llevas en tu cabeza un intrincado amasijo de imágenes que no sabes de dónde han salido. El rostro de Ysa Hernández, una antigua amiga de la época de la
Sorbona, que no volviste a ver desde hace cuarenta años, la sonrisa idiota de un
turista gringo que sube a duras penas por los corredores de la pirámide del sol en
la ancestral Teotihuacan, los exagerados aullidos de unos gatos que gritan como
si fueran niños chiquitos, las rondas infantiles de los hijos de doña Rosa, esa voz
chillona y débil que tu secretaria lanza cada vez que comete errores, la sensación
de acoso de dos mujeres que quieren atracarte, la vergüenza insoportable pero
forzosa de sacar los papeles amarillentos de tus apuntes de clase delante de los
alumnos, el rumor del mar gallego que enamorado de sus muertos inventa una
lúgubre canción, una mano huesuda, un rostro canceroso, y los ojos desorbitados
del estudiante que ha sido excluido de la universidad por decisión tuya.
Apenas si tienes tiempo de apartar uno a uno esos extraños e insufribles
sentimientos que se estacionan en la base de tu cuello causándote un dolor sólo
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Coordenadas imprecisas de la muerte
comparable al de tu rodilla rota. Apenas tienes tiempo de escamotearlos, cuando
llegas a tu destino. En la calle, un par de nubes fofas revientan en gruesas gotas
que lastiman el piso y que te obligan a sacar de urgencia ese paraguas tuyo que,
asustado, se abre con flojera para proteger al viejo, no va y se nos acabe de enfermar el pobre. Algunos papeles amarillentos vuelan, qué tragedia, y tú corres tras
ellos, los alcanzas y los devuelves a su sitio, pero el que sufre ahora es el veterano
paraguas que se lastima una de sus rodillas.
Ya recuperado del incidente, un muchacho pasa corriendo y tropieza contigo,
tirándote al suelo. El indolente ni siquiera se detiene a ayudarte y tú mismo, Amaury, tienes que levantarte como puedes, pero cuando intentas limpiar tu pantalón
descubres que una herida se ha abierto en la piel ajada de tus manos, con lo que
una dolencia más se suma a tus contrariedades.
Con paso heroico rengueas hasta la entrada de
la universidad. Saludas a doña Herminia, la vendedora de dulces, quien apenas si te mira un poco extrañada, como si hubiera visto a un fantasma y no a su
protector; das las buenas tardes a lo lejos a don Temildo, el celador del edificio, que ni siquiera se mosquea,
y comienzas a subir penosamente los peldaños de la
escalera que conduce a la puerta de la universidad,
cuando escuchas una algarabía a tus espaldas. Te das
vuelta y presencias la típica escena bogotana del raponero que acaba de iniciar carrera entre autos y buses,
escapando con su botín, algún reloj fino o la cartera de
alguna dama asustadiza, mientras la muchedumbre incita
a capturarlo.
Pero esta vez el ladronzuelo tiene la mala suerte de
que un policía de civil lo intercepta al otro lado esgrimiendo su arma. La gente se dispersa ante el peligro
de alguna bala perdida y entonces ves cómo el raponero se devuelve y temerario atraviesa la calle ocasionando un caos. Lo sigue el policía gritando alto. El
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Coordenadas imprecisas de la muerte
ladrón va directo hasta ti. Tú no te has atrevido a moverte, indeciso por continuar tu
trayecto hasta la puerta o recular hacia la calle. Casi a quemarropa ves el rostro del
ratero, congestionado y lleno de miedo y sientes verdadera lástima por el hombre.
Atrás, el de la pistola estira su brazo, apoya por debajo, con la otra mano, la mano
que empuña el arma y suelta el disparo que tú, Amaury, como si tuvieras el poder
del ralentí, ves desprenderse del cañón en cámara lenta y dirigirse hacia ti, justo hacia ti. Primero el fogonazo, luego la pepita volando rauda hacia tu cabeza y luego
un ruido intenso y rápido que lastima tu oído, todo en fracciones de segundo.
Un cuerpo cae, suena al unísono el grito de la gente que, aunque protegida
detrás de alguna pared o de un automóvil, no ha dejado de presenciar la escena.
En seguida la carrera del policía que ahora se dirige hacia ti, mientras tú sigues
paralizado allí, petrificado por el miedo y por la rapidez de los acontecimientos,
y luego la visión de un zapato que se ha desprendido del cuerpo que lo portaba
un momento antes. Sientes un extraño calorcito en tu oreja izquierda, Amaury,
como si un molesto zancudo estuviera picándote en busca de sangre, y entonces te
acuerdas del ladrón a quien no ves por ningún lado. Te fijas en el cuerpo tirado que
hay detrás de ti y entiendes que no es el del ratero, con lo cual la única conclusión
es que el policía ha errado el disparo.
Quieres reconocer el cuerpo, pura curiosidad, algo de morbo, pero también
voluntad instintiva de servicio, pero la multitud, ésa misma que un momento antes
incitó a detener al ladrón, la misma que luego huyó despavorida, la que lanzó el
grito en unísono perfecto, ésa misma gente te saca de la escena sin darte tiempo
de nada, te expulsa como quien expulsa sus excrementos y te deja solo, con tu
miedo, con tu sorpresa, con tus dolores en la rodilla, en el cuello, en la mano y en
la oreja izquierda, y más angustiado que cuando saliste de tu apartamento con tu
ahogo colgando del pecho.
Ya no tiene caso ir a la oficina. El incidente del que has sido testigo, del
que en pocos minutos todos en la universidad estarán enterados, te da la excusa
perfecta para volverte en taxi a casa, meterte en tu habitación y tranquilizarte
(eso crees), mientras diluyes en tu mente esa nostalgia terrible que te acosa por
las tardes, justo a la hora en que te imaginas que algún día, lejos de casa, debes
morir, debes morir…
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Pequeña muerte 7
Hubo un tiempo, Amaury, en que podías encargarte sin problema de cuatro
y hasta cinco grandes responsabilidades simultáneamente, amén de las diligencias
cotidianas. Cuando enseñabas a construir a tus alumnos el esquema con el que se
representa la distribución de las actividades que cada quien hace en el tiempo (un
círculo fragmentado en sectores), tú mismo te sorprendías con la cantidad de cosas
de las que eras capaz en un día. Pero, Amaury: ese tiempo ya pasó, Una manera
de apercibir que la juventud se va es verificar cómo esa torta tiene cada vez menos
tajadas, y no porque hayamos decidido renunciar al quehacer, sino porque ya no se
tiene la capacidad para asumir todas las actividades y porque quien nos las encarga
se percata de la mala calidad con que las hacemos, y así llega un momento en que
nos vemos sin nada que hacer, preludio de la muerte. El fin coincide, eso fue lo
que te faltó enseñar en tus lecciones Amaury, con la visión de un pastel completo,
intacto, ya sin rebanadas, sin pedacitos de vida para ofrecer.
Por eso, mientras caminas por la calle a las diez de la noche, piensas en lo raro
que este día haya estado tan agitado. Primero las reuniones de toda la mañana en la
casa para decidir una cuestión para la cual tu presencia era decisiva, pues el registro
en tus cuadernos de ciertos hechos de hace unos años resultaba ahora de una gran
utilidad y tú debías aportar ese valioso testimonio. Luego el almuerzo apresurado
para poder salir a tiempo a rendir una indagatoria por el caso de un hombre asesinado en plena calle y del que fuiste testigo incidental, afán que te dejó sin siesta. Carrera de las oficinas de la Fiscalía a la universidad para dictar a tiempo tu clase de las
dos y media. En seguida, la atención en la
oficina de varias citas acumuladas y la revisión de los papeles que son ya montaña en tu escritorio y que te mantuvo
ocupado hasta más allá de las siete de
la noche. Finalmente, la cena organizada para despedir a un funcionario y
colaborador tuyo que ahora se jubilaba. Y ahora, visitar un enfermo en el
barrio de tus pobres, cuestión que no
puedes aplazar.
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Coordenadas imprecisas de la muerte
El frío en las calles es penetrante, de modo que te echas la bufanda al cuello.
Con la bocanada de aire helado que te llega a las mejillas, sientes que una cola de
recuerdos desfila por tu memoria. Primero, la voz apagada de tu madre cuando
pronunció para ti, para el único que nunca dejó de reconocer, las últimas palabras
en su lecho de muerte. Tu madre, ese ser dulce y tranquilo que siempre te apoyó,
que siempre tuvo una palabra amable para ti y que de pronto se perdió en medio
de recuerdos y recónditas fantasías, viviendo los últimos años en una especie de
locura apacible que a todos causaba más ternura que lástima o miedo. Después,
la imagen de los juegos infantiles con los que tú y tu hermano se entretenían, allá
en las polvorientas calles que rodeaban la vieja casa de Chapinero. Tu hermano,
ese amigo y cómplice que quiso emularte en la vida sacerdotal, pero que terminó
convertido en un eminente médico. Ese ser a veces miedoso, a veces sumiso, que
supo acompañarte en las duras y en las maduras. En seguida, la sonrisa de Jose,
el compañero, el amigo, el hermano. ¿Qué será de su vida? Nunca supiste en qué
terminó su decisión de dejar la Orden y pensar en eso, en la forma como se desenvolvieron los acontecimientos, en ese París remoto que ambos compartieron, en
el papel que jugaste en todo ello, te carga de culpas y de aprehensiones extrañas.
Finalmente y como queriendo cerrar el desfile, Ysa, la mujer, la presencia perfecta
de la mujer, también allá en París. Ysa, con su belleza, con su misterio, con su dulzura, con sus confidencias, con sus defectos y sus iras, con sus caprichos, con su
inteligencia. Ysa se va caminando por la pasarela de tus recuerdos, ofreciéndote
un adiós con sus manos todavía limpias, todavía bellas, mientras el frío penetra con
más vigor en tus mejillas.
Las calles están solas y pueden ser muy peligrosas, pero has decido, Amaury,
caminar hasta la estación de buses para tomar uno hasta el barrio de tus pobres.
Te duele un poco la rodilla y el maletín se te antoja pesado, pero quieres darte un
tiempo, ese tiempo que no te daría un taxi o el auto de algún amigo, para acomodar
tu mente y tu espíritu a la última tarea del día. Al frente de la calle ves un hombre
que camina nervioso de un lado a otro de la esquina, como esperando a alguien. El
hombre, que carga un maletín muy parecido al tuyo, transita la calle que te daría un
atajo para llegar más rápido a la estación, pero abandonas la idea de tomarla porque
no tienes afán, Amaury, todo lo contrario, quieres seguir en contacto con el aire helado de la noche bogotana. A lo mejor, piensas no sin cierto placer, podrían volver a
tu mente algunos otros bellos recuerdos de tu vida, como el de la ya olvidada noche
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Coordenadas imprecisas de la muerte
en que fuiste por primera vez, invitado por tu gente, al barrio obrero. Fue toda una
revelación más de tu fe y de la conciencia de que parte de tu vida la debías a los necesitados, necesitados de tanto bienestar material, pero también de tanto alimento
espiritual. Entre ellos, entre la gente del barrio y tú, fluyó una especie de energía
vital colectiva totalmente desconocida, una especie de sentimiento solidario que
ponía las palabras al lado y los invitaba a la acción. Tiempo después esa energía, es
tu consuelo, es tu pensamiento, dejó de ser necesaria y dio paso a las relaciones un
poco duras, un poco rutinarias que hoy sostienes con la gente, gente, claro, de otra
generación, gente, claro, distinta, pero igualmente necesitada.
La tierra tiembla de pronto, los vidrios explotan, el hombre de la esquina levita montado sobre una especie de fogonazo que se dispara hacia arriba como la
cola propulsora de un cohete, tu rodilla, Amaury, se estremece, tu maletín vuela, tu
bufanda te ahoga, tus gafas caen al suelo, tú mismo empiezas a levitar impulsado
por una especie de fuerza inaudita, y desde las alturas lo ves, Amaury, no lo puedes
creer, ves cómo el cuerpo de ese hombre, que unos momentos antes caminaba por
la calle de enfrente, se fragmenta y, por más que lo intentas, por más que lo necesitas, no puedes apartar la mirada de la escena macabra, primero un brazo, después
una pierna y en seguida la cabeza, la cabeza, como si fuera un muñeco que se
despedaza, más vidrios, el chirriar de llantas numerosas, gritos, muchos gritos y la
cabeza del hombre volando por los aires hacia ti, como un terrible proyectil, hacia
ti, pobre viejo, tu corazón parece reventar, tu pecho sufre un embate simultáneo y
traicionero por los dos flancos y tu cara recibe una cachetada monstruosa, luego
tu cuerpo entero cae, cae, cae y te recibe un piso que se ha hecho gelatina, que
se abre en una grieta, grieta que te traga, que te encierra, que te ahoga, que te
ahoga, que te ahoga…
Pequeña muerte 8
Has intentado de todo hoy, Amaury, desde echarte agua helada en la cara
al despertar de la siesta, hasta conversar con el taxista, siguiendo con esfuerzo la
cuerda de su descarga seudo política. Pero nada, ese sentimiento atravesado en el
pecho, esa nostalgia punzante e ineludible que desde hace unos días te acosa con
tanta saña no desaparece. La imagen de las nubes fofas y pesadas que se divisa
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Coordenadas imprecisas de la muerte
desde la ventana del carro no ayuda, el dolor agobiante en tu rodilla que últimamente se ha acentuado en forma absurda te consume y la música a todo volumen
de la radio acaba con la poca paciencia que aún te quedaba, termina por malograr
la ingenua intención de mejorar el ánimo con la que saliste de casa. De modo que
sin saber cómo, sin saber en qué momento, empiezas a discutir con el taxista, el ser
menos culpable de tu enfado.
Después de escuchar un insulto inesperado e inaudito de boca del taxista y de
salvar tu mano del portazo con el que el hombre cortó toda posibilidad de alguna
futura sana relación entre los dos, te diriges rengueando hacia el salón de clase, donde te reciben con reproches
unos alumnos ya desesperados por
la constante llegada tarde del maestro. Tu irritada justificación no hace sino
caldear los ánimos y echar al traste cualquier perspectiva de diálogo, así que debes resignarte a ofrecer a regañadientes
tus lecciones a un puñado de estudiantes sumisos y pusilánimes que más que
solidaridad tienen miedo de las consecuencias de tu retiro y que no son precisamente los más avanzados del curso
Así las cosas, Amaury, decides que tras la clase irás de regreso directamente a
tu habitación y le pedirás a tu secretaria que arregle las cosas pendientes de la oficina para otro día; que te cubra, como ella ya ha aprendido a hacerlo con maestría,
en esta necesaria retirada que necesitas con urgencia, mientras amaina un poco al
menos el sentimiento que hoy tanto te agobia.
Mientras arreglas tus amarillentos apuntes de clase, tratando de encajarlos
en su maletín y despides a los estudiantes que se quedaron después de clase, ya
más tranquilo, piensas en los lugares que deberías visitar ahora que te persuades
de la imperiosa necesidad de unas vacaciones. Te imaginas un viaje a Galicia, a esa
Costa da morte que tantos sentimientos inexplicables pero profundos te despierta.
Sueñas con una vuelta a ese París de tus años jóvenes, donde debes saldar más de
una deuda. ¿Qué tal volver al deefe? Una oportunidad para saber qué efecto real
tiene sobre ti la convergencia energética que misteriosamente habita en la cima de
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Coordenadas imprecisas de la muerte
la pirámide del sol de la ancestral Teotihuacan. ¿Por qué no ir a la Argentina de tu
época de pasante? Dicen que muchas cosas han cambiado, que Buenos Aires se ha
hecho más bella a pesar de sus dificultades, pero que la Pampa, que los pueblitos
de la Pampa, donde alguna vez te sentiste feliz, donde alguna vez creíste posible
rehacer tu vida, siguen siendo los mismos de hace treinta años, cuando fuiste por
última vez.
Y entonces recobras el ánimo. Eso es, organizar pronto un viaje, hacer una
especie de balance, de recogida de pasos, pero en vida. No estaría mal, nada
mal, tal vez así te podrías deshacer de tus dolencias físicas y espirituales, tal vez así
podrías reencontrar el camino que ahora seguro has perdido. Lo mereces, mereces
esa oportunidad, habrá que prepararse para eso, habrá que disponer las justificaciones y las diligencias necesarias.
Terminas de empacar tus utensilios, incluido el viejo paraguas, ahora lisiado
de sus rodillas, cuando te percatas de la presencia de un estudiante rezagado. El
muchacho está sentado en uno de los pupitres del fondo y mira hacia las ventanas.
Lo llamas, hijo ya terminó la clase, ¿necesitas algo?, ¿tienes alguna duda? Pero el
muchacho no se inmuta, sigue allí, absorto, mirando hacia la calle, tal vez observando alguna chica bella que pasa cerca o atraído por el paisaje veraniego de la ciudad,
ahora que las nubes fofas se han adelgazado casi hasta desparecer, dando paso a un
cielo brillante, preludio de vacaciones. Hijo, le dices al muchacho, hijo, ¿me oyes?
Claro que lo oigo y desde hace rato, viejo, te suelta el muchacho en una inesperada manifestación de desafío. Oigo su perorata estúpida, su mentira maligna,
continúa. Apenas si te apartas un par de pasos, Amaury, como tratando de apreciar
mejor la figura del bravucón y entonces reconoces que no es uno de los estudiantes de la clase. Pero esos ojos verdes de mirada intensa, ese rostro de facciones
perfectas, esos dientes demasiado blancos, incluso esa voz grave y a la vez afinada,
todo te resulta familiar. Lo he estado esperando todos estos días, pero usted parece que ya no cumple ni años, te increpa con dureza el muchacho
Sigues impávido, resistiéndote a creer lo que oyes y tratando de buscar
entre los huecos que el viejo Alzheimer ha dejado en tu memoria algún indicio,
algún dato extraviado que te permita de urgencia reconocer a este muchacho
que te trata tan agresiva pero familiarmente. Pero al fin lo encuentro y como yo
quería, solo e indefenso, sin esa nube de alcahuetas con la que carga siempre,
viejo cobarde.
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Coordenadas imprecisas de la muerte
Sin tiempo para anticiparlo, ves cómo el muchacho de ojos verdes se levanta
de su asiento y con un movimiento increíblemente rápido se abalanza sobre ti y te
agarra del cuello y se te prende con una fuerza tan impresionante que lo primero
que te pasa por la mente es la ruptura de tu columna vertebral, pero entonces te
llega la horrible sensación de asfixia y con ella ese desesperado deseo de recibir
aire a como dé lugar que se convierte en una fuerza de reacción con poder suficiente como para zafarte por un instante del agresor y correr tras el escritorio.
Durante los segundos que transcurren entre el momento en que tomas distancia del asaltante y el momento en que eres arrollado de nuevo, tu memoria se
repara y recuerdas al detalle las tres ocasiones en que lo viste antes. La primera
cuando lo entrevistaste como parte del proceso de selección para el ingreso a
la universidad, casi dos años antes, y la última apenas hace unos meses, cuando
tuviste un fuerte altercado con él en la oficina, al descubrir que hacía fraude para
reingresar, después de haber sido expulsado por un lío sexual en el que tú, por tu
rango y por tu cargo, actuaste como juez.
Como si hubieras sido atropellado por un camión, Amaury, sientes el empuje del muchacho que te lleva hasta las ventanas que ahora estallan por el peso
sumado de agresor y víctima y, simultáneamente a la sensación terrorífica de una
caída mortal de diez metros, recuerdas, palabra por palabra, la amenaza, la horrible maldición que el muchacho de ojos verdes profirió, cerrando así, con violencia
y provocación, el altercado de la última entrevista.
Cierras los ojos, Amaury, como tratando de someter el miedo que te causa
la visión de un piso que espera allá bajo para estallarte, pero entonces sientes un
alivio que no es el de la caída libre, sino el de la liberación del peso del muchacho
que ahora grita, grita, grita, mientras cae desde el cuarto piso del edificio de Filosofía, del edificio… de Filosofía…
Pequeña muerte 9
Te encuentras solo en la estación de buses, Amaury. Haces la cuenta y estarás
llegando a eso de las nueve y media de la noche al barrio. Esperas cenar con los
de la Junta que se reúne hoy en casa de Luis, revisar las necesidades de apoyo a
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Coordenadas imprecisas de la muerte
la comunidad, programar algunas actividades, ofrecer una breve misa y regresar
hacia el filo de la media noche a tu casa.
El día ha estado muy agitado, piensas, por eso el cansancio, pero claro, para
un viejo como tú que, aunque no parezca, se acerca a los ochenta años, es pedir
demasiado. Reuniones, clases, ceremonias, demasiadas responsabilidades. No tienes hambre, pero te sientes incapaz de rechazar la oferta de comer en casa que te
ha hecho Luis, quien ha insistido, el sancochito que tanto le gusta, Padre, sin mucha
grasa, poquito, para celebrar que por fin se encuentra libre ante la justicia, después
de tanto lío, para agradecer el apoyo que le brindaste, el abogado ése que consiguió redimirlo, el doctor Jiménez, tan jovencito, tan inteligente, tan bueno. De eso
ya como un mes, pero sólo hasta ahora te persuadieron, la obstinación de Luis, los
ojos de María, su mujer, los ruegos de los niños, así que no hay manera de salvarse,
no hay manera de negarse, piensas, mientras subes al autobús que también está
vacío, apenas unas diez personas en un espacio como para cien.
La ventana de tu puesto refleja la imagen de una mujer que está sentada justo
al otro lado de la fila. Te entretienes, Amaury, observando la figura que se refleja
en el vidrio. Parece una mujer joven y hermosa, se encuentra sola, tiene un cabello largo y oscuro que hace un bonito contraste con el color de su piel. Tiene un
aire misterioso y decididamente seductor que te recuerda ese encuentro también
mediado por la magia del espejo allá en el viejo metro de Londres casi cincuenta
años atrás, un encuentro que culminó en el contacto real con aquélla mujer, pero
que no llegó sino hasta ahí, hasta el saludo, hasta el cruce de miradas. La pregunta
vino después y se instaló por años en tu alma: ¿Qué habría pasado si? ¿Y qué crees
que habría pasado viejo coqueto? Pues que tu proyecto de vida se habría ido para
el carajo, porque ésa fue siempre tu debilidad, la mujer, el misterio de la mujer, la
belleza de la mujer, la seducción de la mujer.
La muchacha del autobús se acomoda y deja ver ahora una vista frontal de
su rostro que no hace sino comprobar la belleza sugerida por el perfil. Por un
momento crees, Amaury, que ella te mira, primero a través del reflejo del vidrio
y después arriesgando una mirada a tu presencia real, pero esquivas el contacto
y cuando vuelves a mirar el vidrio ya no la ves, alguien se ha sentado a su lado y
te impide la visión. Entonces dejas el juego y tratas de concentrarte en los temas
de la reunión del barrio, pero te das cuenta de que ya casi llegas a la estación de
destino. Resuelves levantarte del puesto a pesar de que aún faltan varias cuadras
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Coordenadas imprecisas de la muerte
para la parada y miras hacia el otro lado de la fila, curiosidad, algo de nostalgia y
mucho de morbo. Entonces te encuentras con los rostros de dos ancianos que te
miran con unos ojos agrandados por la burla y por los gestos obscenos con los que
te desafían. Viejos que te exhiben una lengua verdosa y descomunal, que arrojan
mocos por una nariz repleta de verrugas, que tuercen sus ojos y escupen gargajos.
Apenas tienes tiempo para sorprenderte porque un hombre te empuja en ese momento y te hace caer a un metro de distancia de tu asiento. Y cuando te levantas,
otro hombre te arrastra hasta la puerta de salida, de donde eres arrojado como una
basura, mientras escuchas atrás la risa chillona de los ancianos.
En la estación, ya fuera del autobús, todavía con el corazón agitado por el extraño suceso, revisas tu viejo maletín, Amaury, y encuentras todo en orden: tus amarillentos apuntes de clase, la bufanda que ahora te echarás al cuello para protegerse
del sereno y el paraguas que te mira desde el fondo como expresándote solidaridad. Antes de salir a la calle, tratas de tranquilizarte, te sientes sólo e indefenso en
medio de una estación extrañamente vacía. Caminas con premura las cuatro cuadras
que te separan de la casa de Luis, soportando el frío helado de la noche bogotana y
asegurándote a cada paso de que nadie te persigue. La imagen del rostro diabólico
de los ancianos del autobús permanece tercamente en tu memoria y destroza el
buen ánimo con el que venías, a pesar del cansancio acumulado del día.
En la velada todo fluye según lo previsto y logras evadir los asuntos innecesarios, incluido el postre que te tenía preparado María: brevas con arequipe. Sólo
aceptas al final un cóctel preparado por el
propio Luis con aguardiente y un extracto
de flores de su jardín y con el que se brinda por el sobreseimiento del que él ha
sido objeto por el caso de homicidio del
que fue acusado por unos vecinos nones
gratos del barrio.
La reunión termina a eso de las once,
Amaury, pero apenas sales a la calle te sientes mal. Sientes como si un peso muy grande hubiera caído de pronto sobre ti. Tal vez el cansancio del día, tal vez el ahogo
en el pecho que te asalta con demasiada frecuencia desde hace un tiempo, tal vez
el susto de hace un momento, tal vez la rodilla que vuelve a molestar o los efectos
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Coordenadas imprecisas de la muerte
del golpe contra el piso cuando fuiste arrollado por el hombre en el autobús, tal
vez todo junto. En todo caso, sientes que un peso te agobia, te dobla, te aplasta,
te tumba.
De la casa de Luis salen varias personas que se han dado cuenta de la situación, te atienden allí mismo en la calle, y te suben a un taxi con destino a tu casa,
pero durante el camino tu estado empeora, así que deciden llevarte al hospital,
donde te reciben de urgencia y te llevan directo al quirófano, pues necesitas una
inmediata intervención.
Apenas tienes modo de procesar lo que sucede a tu alrededor, Amaury, pobre viejo, te encuentras inmerso en un mundo mental que se llena de imágenes
extrañas. Los rostros espantosos de los ancianos, sus gestos obscenos, el brindis
en la casa de Luis, los ojos lastimeros de María, las risas inocentes de sus hijos. El
rostro de Ysa Hernández, una antigua amiga de la época de la Sorbona, que no
volviste a ver desde hace cuarenta años, la sonrisa idiota de un turista gringo que
sube a duras penas por los corredores de la pirámide del sol en la ancestral Teotihuacan, los exagerados aullidos de unos gatos que gritan como si fueran niños
chiquitos, las rondas infantiles de los hijos de doña Rosa, esa voz chillona y débil
que tu secretaria lanza cada vez que comete errores, la sensación de acoso de dos
mujeres que quieren atracarte, la vergüenza insoportable pero forzosa de sacar
los papeles amarillentos de tus apuntes de clase delante de los alumnos, el rumor
del mar gallego que enamorado de sus muertos inventa una lúgubre canción, una
mano huesuda, un rostro canceroso, el cuerpo destrozado de un hombre que cabalga sobre la cola luminosa de un cohete y los ojos desorbitados del estudiante
que ha sido excluido de la universidad por decisión tuya…
Pequeña muerte 10
La ventana del autobús donde viajas hacia Córdoba, Amaury, deja ver un paisaje
compuesto por callejones de árboles y casas de campesinos que laboran ya a esta
hora prematura del día. Son casas y caminos distintos a los que has conocido en las
tierras colombianas de la provincia, pero tienen algo en común: están habitados por
gente sencilla y trabajadora, gente que sin reparos ni esperas regala su sonrisa a los
pasajeros que pasan de largo hacia las grandes ciudades, gente dispuesta siempre a
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recibir en su casa a un extraño, gente que no conoce el rencor a pesar de que pasan
de largo no sólo los pasajeros, sino la atención y las acciones del estado y de los políticos que la han abandonado a su suerte. Los rostros son diferentes, la vestimenta nada
tiene que ver con las usanzas de los campesinos del altiplano y mucho menos con la
sencillez de la gente de tierra caliente allá en la lejana Colombia; el paisaje es mucho
más parecido al de la campiña europea, pero sientes enseguida una afinidad profunda, una especie de solidaridad primordial que te llena de renovados sentimientos.
Partiste de Mendoza tres horas antes y esperas llegar hacia el medio día, lo
que te da en tus cuentas otras seis horas de viaje. Han anunciado que en unos
minutos se detendrán a desayunar y esa noticia te ha causado un gran alivio porque ya te sentías incómodo sin poder hacer uso del baño. Mientras sigues observando el paisaje en espera de la parada, tu mundo
mental se colma de imágenes que evocan ese
momento de tu vida en que decidiste hacerte sacerdote. Cierto que desde niño
tu padre te había notado la inclinación,
cierto que en el colegio te habías distinguido por tu devoción, cierto que te
agradaba acompañar y colaborar en los
ritos diarios, cierto que te habías dedicado motu propio a leer en profundidad
la Biblia, pero nada de eso era garantía de que seguirías el sacerdocio como secretamente querían tus padres. Había que esperar las pruebas definitivas de la
vida, especialmente tu ingreso a la edad adolescente con toda su explosión, con
toda su apertura de visiones, con toda su transformación. Pero las cosas siguieron
un camino que a veces parecía predeterminado. La única desviación se produjo
quizá, aunque nunca lo sentiste así, cuando conociste a Carmencita, una niña de
tu barrio, hija de una familia de conocidos, con quien trabaste una sincera y hermosa amistad que para algunos constituía un noviazgo, el noviazgo que echaría
al traste con tu vocación. Pero la verdad es que la propia Carmencita sabía del
destino que querían tus padres, Amaury, así que se abstuvo siempre de insinuar
siquiera la exigencia de formalizar la relación, más bien actuó como un aliciente,
como una ayuda, más que como una prueba, de modo que tras la graduación
como bachiller, solicitaste a tu padre, a manera de premio por tu comportamiento y resultados en el colegio y como ingrediente para la decisión que debías
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tomar, un viaje por varios lugares de Colombia, empezando por algunos de la
propia ciudad, que tú no conocías.
No se trataba de un viaje de turismo como tampoco ahora ocurría, treinta
años después, con tu travesía por los pueblos de la provincia argentina. Querías
conocer en directo las condiciones de vida de aquéllos a quienes, suponías, debías
ayudar como sacerdote: los pobres, los necesitados. Te uniste a un viaje de misión
organizado para jóvenes católicos, una especie de pasantía pastoral como la que
ahora desarrollas en el país austral. Y la encontraste. La razón para dejar lo que habría sido una vida normal, tal vez al lado de Carmencita con quien seguro te esperaría una familia tranquila, fecunda y próspera, La razón para hacer sinceramente el
sacrificio que implicaba el celibato y la dedicación al estudio y al servicio. La razón
para entregarse de por vida a Dios, a la gloria de Dios.
Treinta años después de tu decisión y tras haber demostrado la firmeza de tu
vocación, habías sentido de nuevo la necesidad de reencontrar la presencia directa de los necesitados, la obligación de renovar tu disposición de servicio. Habías
regresado a tu país, tras unos brillantes estudios en Europa, con el firme propósito
de servir, especialmente a la gente que en Colombia sí que era cierto que estaba
abandonada a su suerte. Pero te habías enredado con otros deberes, particularmente los académicos, y tu deseo de ayudar como querías se había cruzado con
tus indudables capacidades académicas que te llevaron al magisterio en la universidad. Por eso aprovechaste esta misión en Argentina y ahora te encuentras desarrollando ese servicio que con seguridad no podrías realizar, todo hay que decirlo,
en tu país natal, al menos con la libertad con la que se requería hacerlo allá. Sonaba
triste, pero así eran las cosas, casi la única opción de servicio que te había quedado
en tu propio país había sido la consagración a la educación superior.
Llevan casi media hora en la cafetería de la estación de autobuses, tiempo
que has aprovechado para conversar con los vecinos y para meditar un poco más
sobre esos sentimientos tan profundos que albergas. Te han propuesto quedarte
definitivamente ayudando a la misión en la provincia argentina, Te han pintado un
panorama de lo más cercano a tus deseos, te han ofrecido el apoyo que requieres,
y todo ello finalmente ha hecho mella en tu voluntad. De alguna manera, la experiencia académica ha cumplido su ciclo, ¿por qué entonces no emprender esta otra
vida? Tienes una prerrogativa al hacerlo fuera de tu país, la ventaja de no tener
que cuidar ninguna imagen previa, de poder mostrarse tal y como eres frente a tus
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hermanos argentinos quienes, todo hay que decirlo, han sabido apreciar tus dotes,
no sólo intelectuales sino humanas, mucho mejor que tus compatriotas.
Sientes que tomar la opción sería como morir un poco, o al menos como dejar
la vida, la vida que has forjado hasta ahora, sientes que es una decisión tan fuerte
como la que te llevó al sacerdocio. Por eso, junto a la solidaridad y a la sincera decisión de servicio que hoy te llenan de renovados sentimientos aparecen la nostalgia
y el aprecio por lo cosechado hasta ahora, pesares que debes valorar seriamente
antes de resolverte.
Tu rodilla te duele, tu pecho se encoge, algo te agobia, te dobla, te aplasta.
Padre Amaury, padre Amaury, escuchas, y cuando abres los ojos no entiendes lo
que pasa. Ves la estancia esa del pueblo situado entre Mendoza y Córdoba en donde han parado a comer, ves la familia que te acaba de atender con un humeante
desayuno, ves la campiña argentina y a su gente sencilla y trabajadora, ves al conductor del autobús que te llama con urgencia, pues el viaje debe continuar, pero
en lugar de oír sus voces, en lugar de percibir sus presencias, escuchas gritos y una
algarabía de palabras que se refieren a un traslado al quirófano. Te ves a ti mismo
levantándote de la mesa, dirigiéndote al conductor del bus, te ves diciéndole algo
y luego te ves devolviéndote a la cafetería, con el rostro radiante por la determinación a que has llegado: te quedas, te quedas, te quedas; pero lo que sientes a tu
alrededor es un alboroto de hospital, una terrible bulla.
— ¡¡Se queda, se nos queda, aplíquenle inmediatamente la atropina!!
Sientes la tranquilidad del paisaje, Amaury, sientes la seguridad de tu decisión, sientes el cariño, sientes el gesto de complicidad y de gratitud de la gente
que sabe que has resuelto quedarte con ellos, que has decidido dejar tu vida por
ellos, que has decidido dejar tu vida, dejar tu vida, dejar tu vida…
Coordenadas imprecisas de la muerte
Según lo indica el reloj de la habitación, son las 3 de la tarde. Has escuchado,
Amaury —porque por ahora no puedes hablar, no puedes moverte—, que la intervención fue todo un éxito. Más de doce horas de trabajo arduo, cirugía de corazón
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abierto que fue hecha a tiempo. Así que todo aquello, el ahogo ése en el pecho,
el dolor en el cuerpo, la sensación de presión sobre tus huesos, todo ello eran síntomas de un problema cardiaco que se demoraba en venir. Y tú jugando a otras
cosas, empeñándote en seguir los días como si fueran normales. Eso te sucedía por
despistado, pero la culpa no es tuya.
— ¿Qué no es suya? ¿Pero le pasa lo que le pasa a este cara dura y él
no entiende?
Lo que no sabes, de lo que no te has dado cuenta, es que lo de la cirugía
ocurrió hace más de cinco semanas. Saliste bien de ella, es cierto, y fue a tiempo,
pero con los días, las cosas se complicaron y caíste por fin en estado de coma, y
aunque por momentos como que te despiertas y por eso crees que el tiempo no
ha transcurrido, vuelves a caer en las tinieblas esas que te llevan por las imágenes
y las situaciones más absurdas.
— Absurdas desde el punto de vista suyo, es decir, desde la lógica de la
vida normal en la que cree que está inmerso todavía
Estás solo, aunque habrías jurado que antes de abrir los ojos había una multitud en tu habitación. Te levantas y caminas hacia la ventana que te muestra ahora el paisaje de una calle llena de gente y de movimiento totalmente ajenos a ti.
Miras hacia el cielo y ves unas nubes con forma de cirros que se te antojan fofas.
Echas una ojeada a la habitación y reconoces algunos de tus objetos personales: el
maletín ajado y sucio que te ha acompañado por años y dentro de él, porque está
abierto, como si alguien lo hubiera estado esculcando, los apuntes amarillentos de
tus clases, la bufanda con la que te proteges, no va y se nos enferme el viejito, de
los fríos helados de la noche bogotana, y el paraguas que de tanto uso y abuso está
maltrecho como una vieja pieza de artillería, con todas sus rodillas rotas. También
hay mucha flor, hermosos arreglos que la gente conocida te ha enviado con mensajes bellos y alentadores
— Pero serán los mensajes, porque los sentimientos son otros bien distintos. El papel aguanta todo.
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Ahora entra el médico y se acerca a la cama, donde un hombre viejo yace
completamente entubado y conectado a varios aparatos electrónicos que
señalan la complejidad de sus signos vitales. No te sorprendes, Amaury,
al reconocer como tuyos el rostro y el cuerpo del enfermo. Ya antes viviste esa misma situación, así que tan sólo te
alejas un poco para apreciar mejor la escena que se desarrolla ante tus ojos.
— El problema no es de enfoque visual, sino de enfoque mental. Si el
viejo no acepta esa premisa, difícilmente podrá tomar decisiones tan
importantes como las que le esperan.
Uno a uno los personajes de tus sueños hacen entrada a la habitación. Ahí están
juntos los marineros de Malpica, las tejedoras de Carmiña, lo muertos vivientes de
Finisterra, las almas de la calle de los muertos, el terrorista de la séptima, el raponero,
don Temildo, Ysa, Luis con su mujer y sus hijos, Doña Rosa quien murió hace años,
tu madre refundida entre recuerdos y fantasías, tu hermano, repuesto ya del cáncer
que se lo llevó, Jose, tan joven como cuando lo dejaste abandonado a su suerte allá
en Paris, dos viejas con pinta de atracadoras, el muchacho que siempre te arrolla, los
ancianos del autobús con su narices llenas de verrugas, el taxista que por poco te
machuca las manos, tus alumnos, el muchacho loco que casi te mata en el salón de
clase, el conductor del bus que te llama con urgencia para seguir el camino a Córdoba, todos allí reunidos alrededor de tu cama, acompañándote en tu trance.
— Acompañándolo si, pero no necesariamente de buena voluntad. Es
más, por las caras que traen algunos creo que están molestos y esperan
el pronto deceso del viejo
Lo que no te puedes quitar de encima, Amaury, es la sensación de numerosas
voces que tratan de decirte algo, algo que no entiendes muy bien. Son como moscas que se agolpan en tu oído y que te causan un dolor terrible. Intentas quitártelas
de encima, pero lo único que logras es que el sonido que hacen se convierta en un
chillido insoportable
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— Es que no se trata de quitarse de encima las voces, sino de atenderlas. Si el viejo se tomara el tiempo, si tuviera la paciencia necesaria, tal
vez así podría dar el paso.
Te sientes ahora bien, te sientes fuerte o al menos con la energía suficiente
como para atreverte a salir de la habitación. Y lo haces: cruzas la puerta y ves, ya
no los corredores del hospital donde eres un viejo conocido, sino las calles de
polvo que rodean la antigua casa de tu infancia, allá en Chapinero. Tu padre y tu
madre, todavía jóvenes, todavía sanos, te despiden desde el umbral de la puerta
y tú abrazas a tu hermano, quien, sumiso y solidario, te acompaña. La calle por la
que caminan es larga, muy parecida a la calle de los muertos allá en Teotihuacan,
y a medida que pasan por las casas apostadas a lado y lado vas despidiéndote de
las personas que salen a saludarte. Allí tus compañeros de colegio, allá Carmencita
con sus ojos pequeños y su sonrisa grande, allí Jose, allá Ysa, allí tus compañeros
de estudio en Europa, allá tus colegas en Colombia, allí los campesinos de la provincia argentina, allá tus alumnos, tus innumerables alumnos. Cuando tu hermano
se suelta de la mano, una lágrima rueda por tu mejilla, pero tú sigues adelante,
despidiéndose de todos los demás.
— Ese es el camino, así debe continuar el viejo, aunque el sentimiento
agolpado en el pecho se haga insoportable.
Al final de la calle te esperan otros paisajes, como si alguien hubiera preparado decorados sucesivos para tu obra. Y te sientes por fin liberado de tus cargas,
Amaury, atiendes por fin las voces, te liberas de tu dolor en el pecho y pasas por
los escenarios, por cada uno de los escenarios, convencido de que ésta es tu obra,
tu obra en estreno.
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