Las Campanas tocan solas

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José María Pérez Lozano
LAS CAMPANAS TOCAN SOLAS
A modo de presentación
José María Pérez Lozano amaba el cine y la prensa. Conocía su enorme
capacidad y sus riesgos. Compuso, incluso, una Oración por el cine
(http://www.archimadrid.es/alfayome/menu/pasados/revistas/99/mar99/num
157/testimo/testimo.htm). Sabía que el arte de la pantalla, como todo lo
humano, estaba lleno de posibilidades de bien o de emboscadas de placeres
engañosos, de destellos de luz o de un triste matrimonio con las tinieblas...
Por eso José María Pérez Lozano habría entrado, con prudencia pero sin
miedos, en el mundo inmenso y paradójico de internet. Sonreirá desde el cielo al
ver cómo una de sus primeras obras, Las campanas tocan solas, penetra en el
mundo de la computación y las redes de informática.
Tiberio, el protagonista de nuestra novela, encierra un gran misterio.
¿Muchacho o ángel? Tiberio es un poco las dos cosas. Es un misterio con una
misión, un rayo de luz en un mundo que olvida lo importante, una flecha que nos
recuerda el Amor de Dios a todos, especialmente a los humildes, a los sencillos, a
los locos, a los pecadores... Su historia sirve para cantar la locura de un Dios que
quiso hacerse hombre, que buscó a la oveja perdida, que nos hizo eternos aunque
muchas veces nos preocupamos demasiado por lo inmediato y pasajero.
Gracias a quienes han participado en la preparación de esta edición
electrónica: José Miguel Loera, Oscar Galindo, Rodrigo Ramírez, Vicente Yanes y
Rodrigo Saucedo.
Gracias, de modo especial, a la familia de José María Pérez Lozano,
especialmente a Pablo José Pérez Minnocci, por el permiso que nos han dado de
publicar esta obra en el mundo digital.
Internet deja un espacio a la pluma de un escritor enamorado del hombre.
Con su protagonista, Tiberio, algún corazón podrá volar, libre de ataduras
inútiles, hacia el Silencio, hacia el encuentro eterno con el Padre de los cielos.
P. Fernando Pascual, 3 de febrero de 2004 (este año las cigüeñas llegaron a
España antes del día de san Blas).
Breve biografía de José María Pérez Lozano
José María Pérez Lozano nació en Navalmoral de la Mata (Cáceres) en 1926.
Fue redactor del diario “Ya” y director de “Cinestudio” y “Temas”, así como
Presidente del Club EDICA (Editorial Católica) y miembro de la Junta Provincial
de Protección de Menores. Fue redactor de “Ecclesia” y “La Actualidad Española”;
Redactor Jefe de “Signo”, “Incunable” y “Senda”. Fundador y Consejero de P.P.C.
(Propaganda Popular Cristiana); y fundador y director de “Vida Nueva”.
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Fundó y dirigió las revistas “Film Ideal”, “Temas de Cine”, “Libros y Discos” y
“Esquemas de Películas”.
Escribió y dirigió en Televisión Española los programas “Imagen Club” y
“Música 3”, así como varios guiones de series de gran audiencia popular.
Profesor de la Escuela de Periodismo de la Iglesia, colaboró en el “Anuario
Cristiano” de la B.A.C. y pronunció miles de conferencias por toda España sobre
temas sociales, cinematográficos, literarios, familiares y otros.
Entre sus obras destacan “Las Campanas tocan solas”, “Dios tiene una O”,
“Diario de un padre de familia”, “Formación Cinematográfica”, “Un católico va al
cine”, “Domund todo el año”, “Matrimonio año diez”, “Cristianos cada día”,
“Ventana indiscreta”, “Misterio en el planeta rojo”, “Crimen a ocho columnas” y
“Antiguas leyendas rusas”.
Casado con María Luisa Minnocci Salamanca, tuvieron nueve hijos. Falleció
en febrero de 1975 de una rápida enfermedad.
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José María Pérez Lozano
LAS CAMPANAS TOCAN SOLAS
(HISTORIAS DE TIBERIO)
Juan Flors editor, Barcelona 1966, 4ª ed.
A mi hijo Pablo José,
que tiene en sus ojos aquella misteriosa luz
que yo soñé para los ojos de Tiberio.
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“...Pero quiero mostraros un camino mucho mejor.
Si hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo caridad, soy como
bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y
conociendo todos los misterios y toda la ciencia tuviere tanta fe que trasladase los
montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiese toda mi hacienda y
entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha.
La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no es
interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace
en la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.
La caridad no pasa jamás; las profecías tienen su fin; las lenguas cesarán,
la ciencia se desvanecerá. Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto y lo
mismo la profecía; cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba
como niño; cuando llegué a ser hombre, dejé como inútiles las cosas de niño.
Ahora veo por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al
presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido.
Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la
más excelente de ellas es la caridad” (I Epístola de San Pablo a los Corintios, cc.
12-13).
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PRIMERA PARTE
TIBERIO NO ESTÁ LOCO
TIBERIO, ATILA DE LAS ROSAS
Tiberio es un poeta. Un poeta, sí, que no escribe versos para juegos florales ni
para los anuncios de las bombillas eléctricas.
Y por eso, porque es un poeta, le gustan las rosas. ¿Qué culpa tiene él si
cuando nació, todavía desnudo, con el trasero rojo de los primeros azotes, la tía
Evelina, cursi ella y trombótica, le chilló con grandes aspavientos:
-¡Capullito mío! ¡Botoncito de rosa!
Su padre, no. Su padre, cuando vio al crío, se mordió el bigote desdeñoso:
-¡Vaya birria! ¿Y para “esto” abultaba tanto su madre?
Pero quedamos en que Tiberio es un poeta y en que le gustan las rosas. Le
gusta comérselas. De niño se comía los tallitos rechonchos de las “ubres de vaca”,
las “manzanitas”, las “aceras” y las vainas linfáticas de la cebada verde. Luego,
cuando se puso pantalón largo y le quitaron la gorra de marinerito -“Acorazado
Juan Sebastián Elcano. ¡Viva la Marina española, honra y prez de nuestra
Patria!”-, cuando se cubrió las piernas ruborosas y algo arqueadas, Tiberio
ascendió en el escalafón de la florifagia y empezó a comer pétalos de geranio.
En el pueblo hay una plaza -la Plaza Mayor-, con sus dos fuentes de azulejos
talaveranos, un quiosco de hierro para la música, y el Ayuntamiento. Todos los
años, por San Andrés, corren las fuentes. Y todas las mañanas, a eso de las doce,
el señor alcalde se asoma al balcón, enciende un cigarro, guiña el ojo a la criada
de don Jacobo y dice al secretario que hay que poner un oficio al señor
gobernador.
En la plaza hay también un jardincillo; todas las plantas son inválidas y han
de apoyarse en un trocito de caña para mantenerse derechas. El jardinero mayor
-y menor, porque no hay otro- es Evaristo, floricultor diplomado con Gran
Medalla en la Exposición de Barcelona y otras distinciones en varias Exposiciones
Internacionales.
Una mañanita de sol, cuando el herrero metía una herradura al rojo en la pila
de agua para que hiciese “piff”, Evaristo llegó a su jardincillo -se llamaba “Parque
del Teniente General Díez de Verga”- y se encontró todos los rosales sin rosas;
mejor dicho, las rosas estaban, pero sin pétalos. Un misterioso monstruo dejó
desnudos los cálices, con unos ridículos estambres estirados como los bracitos
rígidos de una muñeca rota. ¡Qué sofocón para Evaristo! Se retorcía en el suelo,
con las manos sobre el corazón, aterrado ante aquella barbaridad que dejaba su
jardín asolado.
-¡Criminal, criminal! ¡Mal rayo le parta al bestia que lo ha hecho!
Las diligencias judiciales, estimuladas por la trémula indignación del
jardinero, no sirvieron de nada. El secretario habló de la Constitución, el juez del
habeas corpus, el alcalde del gamberrismo y el párroco encontró una magnífica
imagen retórica para su homilía del Domingo III de Cuaresma.
El rosicida era Tiberio. Tiberio, que se sintió halagado, sin saber por qué, la
verdad, cuando llegó a sus oídos el anatema de Evaristo:
-¡Criminal, bandido! ¡Atila de mis rosas!
Tampoco Evaristo sabía quién era Atila; a él le sonaba a hereje y no estaba
seguro de si era un jansenista o uno de la Institución Libre de Enseñanza. En
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todo caso, no ignoraba que había ciertas y difusas relaciones entre Atila, los
équidos y la Botánica.
Y sí, Tiberio se sintió halagado. Porque Tiberio es un joven extraño. Se pasa
las horas buscando parecido a las nubes, viendo trabajar a las hormigas o
tocando con la uña el bronce de las campanas:
-Es como si las tocarán muy lejos...
Su hazaña en el “Parque del Teniente General Díez de Vergara” envalentonó a
Tiberio. Y otra noche saltó la tapia del jardín del farmacéutico y devoró sus rosas.
Otra vez, arrasó las macetas de su tía Evelina, y las de la fonda, y las de la hija
del factor de gran velocidad. El pueblo entero se quedó sin rosas. Don Herminio,
el boticario, dijo que se trataba de un pulgón desconocido, procedente quizá del
transformismo de una pulga vegetariana, y comenzó a escribir una comunicación
para la Academia Nacional de Botánica, de la que era miembro correspondiente.
A Tiberio le hacía mucha gracia todo esto y lamentó que no le gustasen las
acacias para comerse todas las del pueblo; así, don Herminio -que siempre olía a
pastillas de goma y alcanfor- podría hablar de la evolución de los proboscídeos.
Pero lo cierto es que Tiberio era un poeta. Le gustaba aquel abandono tibio de
las rosas, el ligero sabor agrio de los pétalos, aquel masticar la belleza delicada e
impalpable de las flores; Tiberio sabía que comer rosas era algo monstruoso y
desnudamente bello, audaz e inteligente:
-Saben a nube -se decía-, a nube y a viento de la sierra, a nido de cigüeñas
con mucho sol, a madera de eucalipto carcomida y a lazos antiguos de seda
crujiente.
Y luego declinaba:
-Rosa, rosae...
En la pared encalada del Juzgado Municipal dejó escrito un día un primer
poema metafísico:
-“La rosa tiene miedo del aire”.
Aquella noche, acostado, le dio vueltas a la frase. Y al día siguiente volvió para
añadir con un trozo de tiza:
-“La rosa es una señorita que tiene miedo del amor”.
Y hasta volvió otra mañana para terminar:
-“La rosa es para el alcalde un presupuesto; para Evaristo, un patatús; para
mí, un pedazo de mundo que me puedo comer”.
Cuando el juez vio el triple poema metafísico en la pared de su oficina, fue y lo
contó en la tertulia del casino. Allí se enteró el alcalde. Rojo de ira, la primera
autoridad local firmó un bando añadiendo al Código Penal un nuevo delito: el de
comedor de rosas.
Y Tiberio, que es un poeta, pensó con una sonrisa:
-El castigo sólo puede ser uno: todo comedor de rosas será azotado con
nardos y claveles y encerrado durante un mes a néctar y geranio.
El nuevo Atila era, además, un cínico.
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TIBERIO VA A LA ESCUELA
El señor Marcelino, padre de Tiberio comerciante de ultramarinos él y bestia
él, tenía unas mejillas rojas y unos bigotes negros. La tienda tenía un rótulo, con
perfiles plateados, que decía:
“Caña de Azúcar. Ultramarinos finos”.
Debajo colgaba un cartel, escrito a mano:
“Ay bacalao”.
Y a la derecha había una pizarra donde el padre de Tiberio apuntaba antaño,
con un pizarrín, el suministro de la semana.
Dentro de la tienda olía a almizcle y a queso rancio. Había cajas de lata que
estuvieron llenas de galletas y una pala rota para coger del suelo las patatas.
Detrás del mostrador estaban los dos hermanos mayores y el padre de Tiberio.
Los hermanos se llamaban Eufrasio y Antolín y eran bestias de nacimiento, como
su padre. También ellos olían a queso y almizcle, a cosa podrida y rancia. Los dos
bizqueaban del mismo ojo, y tenían los dientes amarillos.
El padre quiso que Tiberio aprendiese a manejar la tienda:
-Este es listo; Eufrasio y Antolín son dos mostrencos.
Pero Tiberio odiaba aquel cuarto sombrío, la trastienda llena de sacos y de
polvo, de cajones destripados y de embutidos colgados de las vigas. Todo aquello
le parecía sórdido y viejo: los jamones, piernas extirpadas de futbolistas de
desecho; los fideos, pequeñas lombrices fósiles y amarillentas; las botellas de
vinagre, zumo de uva fracasado; los garbanzos, pequeños rostros ridículos, con
sus naricitas puntiagudas, como cabezas sin cuerpo. Entonces Tiberio se llenaba
los bolsillos de galletas y de latas de anchoas y las repartía entre los muchachos.
-¡Oye, tú! ¿Qué es eso de que regales mis galletas? -le increpó un día el padre. ¡Animal! ¿Te crees que tengo la tienda para que la regales?
-Tu tienda huele a muerto, padre, a carroña de caballo y a Museo Provincial.
Tú eres un vendedor de fósiles.
El padre abrió unos ojos así de grandes; luego abrió la boca, se rascó el
pescuezo y se calló.
Al día siguiente Tiberio, que ya tenía seis oficios, fue de la mano de su padre a
la escuela de don Ganimedes, maestro nacional, que ponía en sus tarjetas:
GANIMEDES GONZÁLEZ GÓMEZ
Funcionario del Ministerio de Educación Nacional
Don Ganimedes, que tenía nariz de borracho y lentes cromadas, se puso en
pie al entrar Tiberio con su padre, y gritó:
-¡Atención, niños! De pie... ¡ar!
Porque el probo funcionario había sido sargento en la guerra de África y se
sabía muy bien lo de la voz preventiva y la voz ejecutiva.
El tendero hizo un aparte con el maestro:
-Aquí le traigo a mi chico, don Ganimedes -se le liaba la lengua con la
dificultad del nombre-. No es para que aprenda, porque él sabe más que usté y
que todos estos juntos. Pero en la escuela se estará quieto y no me arruinará.
Además, yo no sé qué hacer con él. Tiene unas salidas que atontan.
Don Ganimedes se apresuró a tranquilizarle:
-No se preocupe, amigo mío. Mi procedimiento pedagógico, de tan excelentes
resultados...
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El procedimiento pedagógico de don Ganimedes era de castaño y medía
ochenta centímetros.
Así, comenzó Tiberio a ir a la escuela. Los primeros días no hubo ninguna
dificultad apreciable. Pero una tarde, inspirado por la lluvia que caía
furiosamente sobre el pueblo, don Gani, como le llamaban los íntimos, sintió la
irresistible tentación de hablar a sus “queridos niños” de la atmósfera.
-Las nubes, queridos niños, son condensaciones de vapor de agua que...
¿Quieres algo, Tiberio? Ahora no se puede ir al water.
-Usted perdone, señor. No es eso.
Don Gani sintió un escalofrío, se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente,
mientras miraba al “nuevo” con sus hinchados ojos de miope:
-¿De qué se trata?
-De las nubes.
-¿Tienes alguna objeción que hacer a lo que he dicho?
-Sí, señor.
El maestro dirigió una precavida mirada al “procedimiento pedagógico”, que
descansaba sobre la mesa, e inquirió:
-¿No estás conforme en que las nubes son vapor de agua?
-No, señor. Ese es un prejuicio atmosférico. Las nubes son el aliento de las
estrellas.
Un sordo rumor conmovió la clase. Crecientemente irritado, don Ganimedes
continuó, requiriendo al silencio a la desmandada turba:
-Y las estrellas, señor mío, ¿qué son? ¿Pedacitos de hielo? ¿Gotas de rocío
primaveral?
Tiberio no se inmutó:
-No acierta, señor. Las estrellas son gritos de los ángeles hechos cristal por la
ley de las aproximaciones líricas.
-¿La ley de las...? ¡Qué ley ni qué demonios, niño! ¡No conozco esa ley!
-Es una lástima, don Ganimedes, que no la conozca. La he creado yo.
El maestro se restregó los ojos, aturdido. Al fin, lentamente, reaccionó:
-¡Bueno, niños! La clase de hoy ha terminado.
Salieron los chicos alborozadamente, y detrás de ellos don Ganimedes, con las
manos a la espalda y el entrecejo cruzado por una vena cárdena:
-¡Grito de los ángeles! ¡Tonterías, sólo tonterías!
Tiberio quedó en pie, en su banco, mientras la escuela vacía se llenaba del
rumor de la lluvia. Se encontraba un poco sorprendido de sí mismo, de aquellas
respuestas que le brotaban inexplicablemente, sin intervención de su voluntad.
Transcurrieron unos minutos; luego, desde la puerta, rugió don Ganimedes,
mientras frotaba furiosamente los cristales de sus lentes:
-¡Estrellitas!, ¿eh? Y el mundo, ¿qué es? ¿Qué son los ictiosauros? ¿Qué es la
ley de la gravedad? ¿Qué es la luz?
Tiberio giró humildemente sobre sus talones:
-La luz es la justificación del Arte.
Balbuceó sordamente el maestro. Luego chilló:
-¿Y la penumbra, eh? ¿Y la penumbra?
-Una cobardía, señor maestro; como la fe de los tibios, que quiere justificarse
por su falta de sol.
Un sordo portazo iracundo conmovió el viejo edificio.
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LA INFANCIA DE TIBERIO
Tiberio era pensativo y serio, pero cuando se reía, el mundo, el aire, se
estremecían con el gozo más bello y más dulce, como si toda la tierra se
iluminase, repentinamente, con un relámpago de alegría. Don Tomás, el párroco,
decía:
-Cuando ríe Tiberito escucho al ángel que mueve las aguas de Siloé, la fuente
de la gracia.
Porque don Tomás era el único que comprendía que Tiberio era un ser
maravilloso. Lo supo desde el día en que el niño le preguntó:
-Don Tomás, ¿por qué manda doblar cuando se muere un niño? Tienen el
alma blanca, yo lo he visto... Como los copos de lino.
-¿Tú ves las almas, hijo?
-Sí, padre.
-Y... -balbuceó, azorado y temeroso, don Tomás-, oye... ¿y la mía? ¿La ves?
-También, don Tomás.
-¿Cómo es, hijo; cómo es mi pobre alma pecadora?
-Blanca, don Tomás; como la del chico de doña Teresa, que se murió tonto...
Tiberio se quedó estupefacto cuando don Tomás salió bruscamente de la
sacristía. Le vio entrar en la iglesia, a grandes zancadas, y arrodillarse convulso
ante el comulgatorio. El chico sonrió y se subió a la torre a golpear con la uña el
rumoroso bronce, sonoro, de las campanas.
-¡Es como si sonaran muy lejos ... !
Un día, Tiberio saltó desde el campanario al alto tejado de la iglesia. En el
mismo alero, a punto de caerse, se angustiaba una cría de cigüeña que había
resbalado desde el frondoso nido de la espadaña sobre el crucero. La madre
aleteaba, asustada, en torno a su cría; chascaba el largo pico y trataba,
torpemente, de evitar su caída. Abajo, en la calle, los chicos gritaban desaforados
ante un espectáculo que les divertía. Evaristo, indiferente, enderezaba un rosal
mientras el herrero berreaba:
-¡Tiradle una piedra, muchachos, a ver si acaba de caer!
Junto a la acera de la imprenta, el farmacéutico, con su bata blanca, sucia de
potingues, explicaba al secretario del Ayuntamiento la zoología de las cigüeñas y
el misterio de sus rutas migratorias.
Fue entonces cuando Tiberio -apenas seis años- saltó al tejado. Los curiosos
de la calle enmudecieron al ver al niño avanzar, resbalando sobre las tejas,
húmedas, verdinegras, con un musgo de terciopelo verde. En el mismo alero se
detuvo con un difícil equilibrio.
-¡Chico, no seas bruto! -chilló el secretario del Ayuntamiento. Y un escalofrío
sacudió a los divertidos espectadores.
A los gritos salió don Tomás:
-Estad tranquilos, no se cae. Dios está con él.
Después, cuando Tiberio reintegró el peludo cigüeño al nido, cuando bajó a la
calle, apareció furibundo y congestionado el señor Marcelino:
-¡Bestia, más que bestia! ¡Te voy a partir un hueso, so canalla!
Alzó el niño sus grandes ojos tranquilos y miró a su padre.
-¡Sinvergüenza, granuja, mamarracho! -se desgañitaba el señor Marcelino-.
¡Te voy a deslomar! ¡Te ...! ¡Bueno! -se azoró el tendero ante los ojos humildes y
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límpidos del niño-. ¡Bueno! No lo vuelvas a hacer, ¿eh, Tiberio? No lo vuelvas a
hacer, muchacho.
El herrero abrió unos ojos como herraduras:
-¡Arrea! ¡Se ha desinflado!
El señor Marcelino se alejó nervioso:
-¿Por qué no he podido apalearlo?
Y terminó rabioso:
-¡Pues ahora verán Eufrasio y Antolín!
Y fue y les colgó del gancho de pesar las patatas.
Los dos chicos se rascaban los azotados traseros sin comprender la extraña y
no justificada paliza de su padre, al que veían de bruces sobre el mostrador,
mordiendo con rabia un cacho de lápiz desastillado, mientras echaba cuentas en
un papel de estraza:
-Dos kilos de harina a nueve pesetas, veintiuna sesenta...
Porque el señor Marcelino le tenía un poco de miedo a Tiberio. A veces, se
rascaba el cogote, preguntándose cómo podría ser hijo suyo aquel niño delicado,
que no tenía los dientes sucios ni las manazas rojas, que no eructaba ni comía
con los dedos, que tenía la piel blanca y el pelo moreno y los ojos garzos, como la
madre difunta, mientras él, Marcelino, dueño de “La Caña de Azúcar.
Ultramarinos finos”, y los bestias de Eufrasio y Antolín tenían el pelo rojo, las
manos rojas y hasta el alma roja, como los hierros con orín.
Una vez, cuando Tiberio tenía cuatro años, arrimó una mesa a la pared, subió
a una silla y, desde arriba, abrió la jaula de las perdices. La casa se llenó del
zumbido largo y chirriante del vuelo de los reclamos, que pronto encontraron el
aire libre y jubiloso de la calle.
Cuando el señor Marcelino, que no tenía más debilidades que la caza, el vino,
la comida, el tabaco, el juego, el genio y las viudas, se enteró del desaguisado de
Tiberio, creyó que le daba un acindoque.
-¡Canallaaaa...! -rugía-. ¡Los mejores reclamos del pueblo! ¡Tres pájaros que
cada uno valía cuarenta duros! ¡Te voy a destrozar, mala hierba, hijo de...!
Avanzaba hacia el chico con los ojos desorbitados y las manazas abiertas,
pero en el centro del cuarto se detuvo confuso. Tiberio, en pie, le miraba
dulcemente con aquellos ojos irresistibles, que nunca se turbaban.
-¡Vamos a ver, vamos a ver! -balbuceó el señor Marcelino-. ¿Por qué has
soltado los pájaros, di? ¿Por qué los has soltado?
Tras un breve silencio, suspiró el niño.
-Estaban tristes, padre; los vi inquietarse con el canto de una perdiz libre que
llegaba desde los cerros.
-¿Tristes los pájaros? -el señor Marcelino abrió la bocaza.
-La perdiz quiere aire libre, padre; es una criatura de Dios y de aire libre. Tú
las esclavizas, y eso no es cristiano.
El señor Marcelino se mordía los puños, impotente, como una mula que
sintiera en la boca la serreta de un freno irrompible.
-Otro día, padre, voy a tirar tu escopeta al pozo.
Entonces, inesperadamente, el bestia del tendero se echó a reír con unas
carcajadas agrias e histéricas, como rugidos, temblándole el costillar robusto, el
pelo rojo, las manos rojas y el alma roja como los hierros con orín.
Tiberio sonrió y luego se echó a reír también, suave, cristalinamente, como un
pájaro, ante el silencio estupefacto y sobrecogido del tendero, que sintió en su
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rostro sanguinolento el rozar fresco, acariciador, de un ala invisible, mientras su
corazón rojo se estremecía sin saber por qué; mientras un escalofrío de
impalpable y nunca sentida ternura le desbordaba el pecho.
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EL SEÑOR PEDRO FRENTE A LA PROPIEDAD PRIVADA
Cuando llega el verano la vida del pueblo se desploma bajo un sol que fríe las
piedras. Las cigarras -las chicharras de los chicos- cantan de sol a sol,
estúpidamente, e invaden el campo, y hasta la carretera, a cientos de miles, en
una plaga que deja chiquitas a las de Egipto. Los coches y los carros aplastan
sobre el piso de alquitrán los cuerpecillos duros, verdosos y chirriantes, y los
chicos se entretienen en pegarles puntapiés, como pelotas, hasta que se cansan.
Para los chicos es buen tiempo el verano. No hay escuelas, y la vigilancia de
las madres, con tanto calor, también se ablanda. Hay brevas en las higueras y los
cerezos se cubren de rojas esferillas y las zarzamoras ofrecen sus racimos negros
y apretados junto a los tapiales de los huertos, junto al polvo de la carretera y la
frescura de los secos arroyos, donde aún queda la verde presencia de los juncos.
Es el tiempo de los lagartos y los chapuzones en El Charcón, un breve remanso
del arroyo de Santa María, rodeado de espesas y grises encinas. Los cuerpos
desnudos de los niños se tuestan al sol y al aire; parecen delgados y nerviosos
ángeles -las marcadas costillas serían cuerdas de arpa-, y, sobre la hierba seca,
se enseñan las cicatrices de las vacunas o la señal de un divieso, mientras hablan
apagadamente. Luego se zambullen con gritos en el agua fresca y removida de la
charca y salen, chorreando, brillantes los cuerpecillos morenos, con los
costillares pronunciados, la piel de gallina y el negro pelo escurriendo.
Tiberio va algunas veces con ellos. Cuando él les acompaña, los chicos no
hacen demasiadas barbaridades; dejan en paz a los bichos y no tiran piedras a
los árboles frutales por el puro placer de romper las ramas, ni ensayan la
puntería con las jícaras de los postes eléctricos. Se conforman con bañarse en “El
Charcón” y con subir a las higueras.
Un día, en el huerto del juez, les sorprendió el guarda, el señor Pedro, terror
de la chiquillería con su escopeta de sal. Era la hora rumorosa y vital de la siesta,
cuando los árboles y las cosas se amodorran en ese aparente silencio que está,
sin embargo, lleno de oculta actividad, de ir y venir de savias por las ramas, de
transpirar de hojas y de bicharracos moviéndose bajo las piedras. Las brevas
estaban calientes y, por ello, no demasiado apetecibles; pero a los chicos les
sabían a gloria bendita. Aquellas frutas no sabían a fruta; sabían a prohibición y
a rebeldía contra el Corpus juris civilis de Justiniano. Aquello era socialismo puro
o, a lo peor, una especie de comunismo económico; pero no había peligro, porque
los chicos no sabían lo que es el comunismo ni el socialismo, no habían oído
nunca tales palabras, y, ya se sabe, lo que importa en las revoluciones no es
tener un credo político, sino un bonito adjetivo para que el ciudadano pueda
decir: “yo soy esto o lo otro”, que ya lo decía aquél, “ser o no ser”, o como fuese.
Pero el señor Pedro, que tiene una hija casada en Alicante con un capataz de
Obras Públicas, y que hizo la guerra en Melilla y se trajo de allá un cenicero de
plata moruna, precioso; el señor Pedro no entiende de “socialogía”, como él dice.
Así que cuando vio a los robabrevas se sonrió ladino y se acercó sin hacer ruido.
Y cuando estuvo bajo la higuera, carraspeó con sorna y mugió:
-¿Qué? ¿Comiendo brevas?
A la media docena de chicos por poco les da un paralís, que de milagro no se
cayeron del árbol. Todos se quedaron patidifusos y mudos, todos menos Tiberio,
que, imperturbable, contestó simplemente mientras arrancaba una nueva breva:
-Si lo ves, ¿por qué lo preguntas?
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El señor Pedro abrió la boca como asombrado, ¡leñe con aquel crío! ¡Qué
desfachatez! Al cabo de un rato de confusión, el guarda reaccionó con ira:
-¡A bajar todos! ¡Venga! ¡Ahora mismo!
-Quietos todos -ordenó Tiberio.
-¿Cómo que quietos? ¡He dicho que abajo! ¡Os llevaré a la Prevención, os
pasearé por el pueblo con un letrero y tendréis que pagar una multa!
Uno de los pequeños comenzó a llorar. Tiberio, con una mirada de reproche y
la boca llena del dulcísimo fruto, se dirigió al guarda:
-Pero, hombre, ¿no te da vergüenza hacer llorar a un niño?
-¡Los sinvergüenzas sois vosotros! ¡Estas higueras son del juez y vosotros las
estáis robando! -chilló, congestionado, el señor Pedro.
-¿Sabes lo que decía ayer el señor juez en el casino?-inquirió Tiberio,
socarrón-. Pues que cien años de usurpación no hacen un año de derecho. Es... y Tiberio mordisqueó otra breva-, es, por lo visto, un refrán de Alemania. Lo dicen
los campesinos. Y el juez parece que estaba conforme.
-¿Conforme? ¿Conforme? -balbuceó el guarda-. ¡Yo no sé nada de eso!
-Hay que estudiar, señor Pedro. Eso te pasa por no haber ido a la escuela. ¿A
que no sabes dónde está Noruega? ¿A que no sabes quién era don Pedro el Cruel?
¿Ves? No sabes nada de nada. ¡A ver, tú! -señaló a uno de los chicos-. ¿Dónde
está Noruega?
-Al Norte de Europa -contestó tembloroso el interpelado.
-¿Te das cuenta? -y Tiberio balanceó sus piernas sobre la cabeza del señor
Pedro.
Sobre aquella cabeza que, de repente, se había llenado de sombrías
nebulosas, débiles chispazos de luz y humaredas de torpe confusión.
-Yo estuve en la “mili” -balbuceó el desgraciado-. En la “mili” de Marruecos -y
luego, rabioso-. ¡Pero existe la propiedad privada!
-¡Bah, la propiedad privada! Eso para vosotros, para los hombres que no
amáis la tierra, aunque luchéis por ella y os enredéis en pleitos. Lo único que os
interesa es vuestra soberbia y vuestro orgullo. Ah, no, amiguito, lo que importa
no es decir “este árbol es mío”, sino “quiero a este árbol”. Vamos a ver, ¿tú
quieres a los árboles de tu heredad, los amas?
-¡Son míos, son míos, son míos! -berreó el señor Pedro, casi sollozante, que
daba pena verlo.
-¡Son tuyos, son tuyos! -le remedó con burla Tiberio-. Son de Dios. Todo es de
Dios.
-Pero la propiedad...
-La propiedad de una cosa sólo existe cuando se la ama. ¿Tú has visto a algún
ateo que diga “Dios mío”? Además, todo eso es discutible; pero existe para los
hombres. Pero ¿y los niños, eh, y los niños? Los niños son los dueños en
usufructo de todo. De los árboles, de las casas, de la tierra, de las nubes, de los
sueños... Dios se lo da todo a los niños para que jueguen con ello. Los niños son
amigos de Dios y no les pone leyes ni guardas con escopetas de sal.
-¡La escopeta es mía!
-¡Bah, es el del Ayuntamiento!
Tiberio, ágilmente, de un salto prodigioso, bajó de la higuera y se acercó al
señor Pedro:
-Trae la escopeta.
-¡No, no, no!
14
-Vamos, tráela.
El señor Pedro, aterrado, le entregó el arma. Tiberio la examinó
cuidadosamente, buscando el mecanismo de abrirla. Cuando lo encontró, sacó
los cartuchos y se los guardó en el bolsillo. Luego le quitó al guarda la cartuchera
y todo ello lo arrojó al pozo próximo, que bostezaba junto a los árboles, con su
profunda y redonda boca de sombra.
-¡Ale, ahora adiós!
Tiberio y los chicos se encaminaron hacia el pueblo, mientras el señor Pedro
se quedaba allí, bajo el calor asfixiante de la siesta, abrumado y con cara de
idiota.
Cuando los chicos sólo fueron puntos negros en la lejanía, junto a la blancura
violenta de las primeras casas, estalló la tormenta que se incubaba en la frente
del hombre. Se le enrojeció el rostro de ira; se golpeó las mejillas con
desesperación y empezó a mascullar palabras. Cuando desahogó un poco se llegó
hasta la caseta del peón caminero a pedirle unas escarpias para sacar la escopeta
del pozo.
El caminero no comprendía nada de nada:
-Pero ¿qué le pasa a usté, señor Pedro? ¡Le va a dar un ataque! ¿Quiere usté
que le ponga unas compresas de vinagre?
-¡Mal rayo te parta a ti y al vinagre! ¡Y mal rayo me parta a mí! ¡Y mal rayo le
parta a la propiedad privada!
Con la escopeta en bandolera, el señor Pedro se fue al pueblo a contarle al
juez el incidente. Porque, lo que él decía: la cosa no iba a quedar así, y la
“autoridaz” era la “autoridaz”. Y, además, don Ramiro, que era tan listo,
comprendería las razones que le bullían en la cabeza.
Don Ramiro estaba en su casa picando garbanzos para el macho de perdiz y
dijo a la criada que pasara el guarda.
-Don Ramiro, usté que es hombre de letras..., ¿usté quiere a sus higueras?
-¿Cómo que si quiero a mis higueras? Pero ¿estás majareta, hombre de Dios?
-Usté dígame -se emperró el desgraciado-, ¿usté quiere a sus higueras?
-A ti te ha dado calentura, Pedro. A los árboles no se les quiere. Se quiere a
las personas, a la mujer, a la madre, a los hijos, a las tías... ¿A qué viene esa
pregunta?
-Entonces, usté disimule, don Ramiro -suspiró el guarda rascándose una
pierna- pero las higueras de usté no son de usté.
Don Ramiro dejó de picar garbanzos, se secó las manos con el pañuelo, se
sentó en una silla y miró de hito en hito al guarda:
-¿Qué mosca te ha picado, Pedro?
-No me ha picado ninguna mosca, mejorando la presente. Yo no he ido a la
escuela, ni se dónde está la Noruega, ni quién era ese Cruel; pero las higueras de
usté no son de usté. Y usté disimule, don Ramiro. Además, usté ha dicho...,
¿cómo era eso? ¡Espérese a ver si me acuerdo! Es una cosa de la Alemania. Ya me
acuerdo: que cien años de “chupación” no hacen un año de derecho. Así que,
aunque las higueras fueran de su padre de usté, pues no son de usté.
Don Ramiro no entendía ni una jota, pero el guarda siguió:
-Todas las tierras del mundo, y los árboles, y esas cosas, son de los chavales,
sí señor. Y como yo soy guarda y mi obligación es pegarles tiros de sal en el
trasero, y perdone el modo de señalar, y como yo no estoy conforme con eso, y
como nada de lo que tenemos es nuestro, tome usté la escopeta, que yo no quiero
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ser guarda, ni perseguir a los chicos, que, al fin y al cabo, son los dueños de todo
en “usufruto”.
Cuando don Ramiro consiguió respirar miró recelosamente al señor Pedro y
dijo:
-Claro, hombre, claro. Además, tú ya eres viejo para estos trotes. ¿Por qué no
vas a que te vea el médico? Te da mucho el sol, y con estos calores...
Al salir, el señor Pedro encontró a Tiberio olisqueando con hambre las flores
de Evaristo, en la antigua plaza de la Constitución.
-Ya no soy guarda, ¿sabes? Y cuando queráis, tú y los chicos podéis entrar en
mi huerto. Hay unas higueras muy buenas, ¿sabes? Son vuestras...
Tiberio sonrió y puso la mano en la callosa mano del ex guarda:
-Yo te enseñaré dónde está Noruega y la India y Colombia, ¿eh? Te enseñaré
los ángeles que van montados en nubes y te diré lo que hablan los pájaros por la
tarde.
El señor Pedro, que siempre había sido bastante cerril, no entendió nada de
aquello, como de costumbre. Pero se alejó con pasos firmes, lleno de una alegría
intensísima que le rebosaba de dicha el corazón, pensando:
-Eso de la propiedad privada... ¡ya me parecía a mí que era un cuento!
16
“CHICHA Y PAN”
Una tarde, Tiberio se detuvo ante el escaparate de la farmacia. A través del
vidrio veía a don Herminio, el boticario, extender la vaselina con la espátula sobre
la piedra de mármol; disolver en el mortero la exótica nieve del alcanfor y
encender, cada cinco minutos, la lacia colilla ennegrecida que sujetaba con saliva
a su grueso labio leporino. Desde el interior de la rebotica llegaban los
filarmónicos alaridos de la boticaria limpiando con barniz los muebles del
comedor.
A don Herminio le ponía nervioso la inmóvil presencia de Tiberio tras el
escaparate; sí, le hormigueaba el sentirse observado, que alguien viera que a cada
paquete de bicarbonato de cien gramos le quitaba por lo menos diez. Por eso salió
tras el mostrador y soltó la cuerda de la persiana que protegía del sol sus viejos
específicos.
Oculto tras el escaparate y resignado a la oscuridad, don Herminio siguió con
la maza del mortero disolviendo el alcanfor. Recordaba sus tiempos de mancebo,
cuando su primer jefe, en una botica de la ciudad, le dio un mortero y le dijo:
-Toma, dale a esto hasta que huela a ajo.
Aquello no olía a ajo por más que Herminio revolvía la pasta. Al fin,
sugestionado, el mancebo se acercó a su principal.
-Me parece que ya huele...
-A ver... Hum, sí, sí -y luego, socarrón-: Bueno, pues ahora sigue dando hasta
que deje de oler.
Torcía la boca don Herminio recordando su ingenuidad. Ya estaba el alcanfor
disuelto y lo vertió en la piedra de mármol para incorporarlo al excipiente. Pero
aquel hormigueo del nerviosismo no le abandonaba: “Sabía” que Tiberio estaba
allí, tras el escaparate; hasta le parecía ver el cuerpo tras las apretadas rendijas
de la persiana. Irritado, el boticario se limpió las manos en la bata y abrió la
puerta de la farmacia con música de campanillas.
Efectivamente, allí estaba Tiberio, inmóvil, vuelto de espaldas a la calle,
pegado a la vidriera:
-¿Qué haces ahí, se puede saber? ¡Me empañáis los cristales!
-Estaba viendo tu trabajo.
-¿Mi trabajo? ¿Cómo puedes verlo -inquirió despreciativo el boticario- si he
corrido la persiana?
-Pues te veía.
-¡Ah! -se burló don Herminio-. Tú ves las cosas a través de los cuerpos
opacos, ¿verdad?
-Sí.
El boticario parpadeó desconcertado. Luego, convencido de que Tiberio le
tomaba el pelo, bufó:
-¡Tú eres un pobre tonto!
Por una vez, parecía como si los tranquilos ojos de Tiberio fuesen a turbarse.
Brilló en ellos algo húmedo y desconocido, algo quizá triste. Pero debió de ser
imaginación del boticario, porque la voz de Tiberio sonó lenta y suave:
-Me llamas tonto porque no soy como tú.
Ahora los ojos de Tiberio brillaban con una luz jubilosa y nueva. Una luz que
turbó a don Herminio aún más que las últimas palabras del niño:
-Tienes tu alma ruin sucia de ácido nítrico.
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El boticario susurró, atontado:
-Usted perdone.
Y entró de nuevo en su tienda, con pasos autómatas, mientras Tiberio se
alejaba despacio, calle arriba.
Tiberio olvidó en seguida que, por primera vez, le habían llamado tonto.
Después de todo, era una palabra que los hombres decían con frecuencia. Tiberio
había escuchado al hijo del juez llamar tonta a su novia, la hija del alcalde, sin
que él pareciera enfadado ni ella disgustada; ella estaba sólo un poco enrojecida,
pero sonriente. También, cuando al monaguillo revoltoso se le cayó un
candelabro, oyó decir a don Tomás: “No hagas el tonto, chico”. Y don Tomás
nunca se enfadaba. Y en el casino, cuando Evaristo puso sobre la mesa el as de
oro, Tiberio le oyó reprocharse: “Qué jugada más tonta”, mientras el juez tiraba
de bastos y los mirones se reían.
-Estar loco -pensó Tiberio- debe ser más grave.
Se acordó de “Chicha y Pan”, que tenía ocho años y vivía en una plazoleta de
las afueras. Le veía algunas veces, por la calle, descalzo y sucio, con su cesta de
mimbres, recogiendo boñigas y excrementos de caballerías que luego utilizaba el
padre para abonar un huertecillo que daba las más sabrosas coles de la comarca.
O eso decía el señor Marcelino.
El niño loco no hablaba mucho. Tan sólo, algunas veces se sentaba en el
umbral de su puerta y empezaba a gritar como un poseso:
-¡Chicha y pan, chicha y pan, chicha y pan...!
Hasta que se ponía ronco.
Tiberio iba a verle algunas veces. El otro se corría, arrastrando el trasero
sobre el umbral, para hacer sitio a su amigo. Entonces se callaba y se quedaba
quieto, mirando con adoración a Tiberio, a quien sus doce años daban cierto aire
raro de paternidad.
-Tú no me pegas, Tiberio.
-No, yo soy tu amigo.
Pasaban unas vacas lentas, sacudiéndose las moscas y resbalando sobre los
guijos de la calle.
-He visto un nido de abubillas. Tiene huevos.
-Bueno, pero no los cojas.
“Chicha y Pan” se hurgaba en las narices. Luego cazaba una mosca en el aire.
Tenía para ello una maravillosa habilidad.
-En mi ventana hay un morgaño. ¿Quieres verlo?
-Bueno.
Iban a ver el morgaño, que trataba de hipnotizar a las moscas con sus
blancas patas palpitantes. “Chicha y Pan” se quedaba fascinado, como si fuese él
mismo la mosca. Luego, Tiberio espantaba de un manotazo a la posible víctima.
-Aquella nube parece una vaca.
-No. Es un barco que viene de América.
-Sí, es un barco -decía “Chicha y Pan”, que no sabía lo que era un barco.
-Mira, encima hay dos ángeles.
-No los veo, Tiberio -se angustiaba el loquito.
-Es que tú eres muy pequeño todavía. ¿Ves tú lo que está haciendo ahora don
Tomás?
-No.
-Pues por eso, porque eres muy pequeño no lo ves.
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-¿Y tú?
-Yo sí; está confesando a la estanquera.
-¿Tú lo ves todo?
-Cuando quiero, sí. Ahora mi padre le ha dado un guantazo a Eufrasio porque
se estaba comiendo una galleta.
Estaban muchos ratos en silencio. Veían correr las hormigas, afanosas, con
un grano de trigo o de cebada, con una miga de pan, con una pajita.
-Mira cómo se saludan... Son buenas las hormigas. Aunque se preocupan
demasiado de recoger cosas. A veces me parecen más bobas...
“Chicha y Pan” no entendía casi nada, pero se extasiaba oyendo hablar a
Tiberio.
-Hoy has trabajado mucho, “Chicha y Pan”.
-He recogido boñigas.
-Ya lo sé. Trajiste a casa cinco cestas.
-Sí.
-Hoy no te pegó tu padre.
-¿Por qué me pega mi padre, Tiberio?
Tiberio se entristeció un poco:
-Ellos no saben que Dios está contigo.
-¿Dónde está Dios? -decía “Chicha y Pan”, mientras quería morderse el dedo
gordo del pie derecho.
Cuando habían pasado las últimas cabras del Concejo y la noche rumoreaba
de grillos, de lejanos élitros frotantes, de ranas sonámbulas, de toda la palpitante
vida de la sombra, Tiberio se marchaba. Entonces su amigo volvía a sentarse
inmóvil en el umbral de su puerta, con los ojos lejanos y la boca torcida,
chillándole a la oscuridad:
-¡Chicha y pan... chicha y pan... chicha y pan...!
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POR ESO TIBERIO AMA A LOS NIÑOS
Para los chicos del pueblo, Tiberio es un semidiós. No comprenden nada de lo
que dice, pero eso es, precisamente, lo que de los grandes admiran los pequeños.
Así, sin ir más lejos, han surgido algunas escuelas filosóficas.
Tiberio es para estos niños, llenos de mocos y de roña, de rodillas percudidas
y cabellos enemistados con el peine, un ser fabuloso y bello, como todo lo
desconocido. Tiberio les atrae como los gritos de los pájaros o el gozo del sol en
los arroyos donde la Micaela lava las batas, roñosas de pomada, de don Herminio.
Porque Tiberio, aunque ya es grandullón, juega con ellos; les hace cometas
con cara de alcalde, les arregla sus chismes rotos, les sube al campanario para
que vean las pesas del reloj y el nido de la cigüeña madre. Tiberio sabe cuándo es
el tiempo de la peona, de la maricolla, de los bolindres, de los platillos, de la taba,
de la “chita para”, de los botones... Tiberio administra prudentemente sus
conocimientos entre los muchachos, les resuelve sus líos, arbitra en sus
discusiones y, sobre todo, les cuenta historias inverosímiles:
-Tiberio, ¿cómo era aquello del perro que se llamaba “Como Tú”?
Alguien ha dicho que Tiberio tiene la cabeza llena de humo. Y los chicos se
admiran:
-Tiberio, ¿es verdad que tú tienes humo en la cabeza?
-No es humo -contesta seriamente el interrogado-. Son nubes blancas, donde
duermen en invierno las mariposas.
-¿Y las tienes ahí dentro todas?
-Casi todas... Así no se mueren de frío. ¿No habéis visto que cuando llega el
invierno no hay mariposas?
-Se irán a los Marruecos, como las cigüeñas.
-No. Las cigüeñas son grandes y pueden volar muy lejos. Las mariposas, no.
-Es verdad.
-Por eso las guardo yo aquí -y Tiberio señala su frente- y las vuelvo a soltar en
primavera. Yo soy el Arca de Noé de las mariposas.
-¿Y quién era Noé?
Tiberio quiere mucho a esos chicos sucios, de ojos legañosos, pero que todavía
son sinceros, que saben hacer preguntas asombrosas y que creen, creen
firmemente en él, en su palabra, casi casi tanto como en la de don Tomás. Por eso
buscan su compañía, les descubre pirámides de cuarzo brillante y soterradas
criadillas; les enseña qué encinas dan las bellotas más dulces, y en qué zarzales
están las moras más maduras. Otras veces, en la tienda, se llena los bolsillos de
galletas y las reparte entre los muchachos, mientras brama el señor Marcelino
repartiendo tortazos a Eufrasio y Antolín.
-¿Tú sabes más que don Ganimedes?
-No es eso; es que yo sé cosas que él no conoce.
-¿Quién te las enseñó?
-Nadie... -responde Tiberio vagamente, un poco preocupado como siempre que
piensa en su “ciencia infusa”-. Yo que las sé...
Casi tanto como los chicos, quieren a Tiberio las madres del pueblo. Porque
ellas, tan intuitivas, también comprenden, aunque difusamente, que Tiberio es
un ser casi sobrenatural. Por eso, cuando Tiberio pasa por las calles, con las
manos en los bolsillos del pantalón, con la cabeza inclinada como si escuchara el
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rumor de las nubes que llenan de lucidez su cerebro, las madres le llaman y
quieren obsequiarle:
-Toma, hijo, toma una rebanada de pan con miel...
-¿Quieres probar las nueces de mis nogales, Tiberio?
-Tiberio, entra hijo... Ven a tomar la merendilla con mi muchacho.
Sin embargo, hay una mujer en el pueblo que aborrece a Tiberio, la única:
Alfonsa, la mujer de Práxedes, el fondista de la estación. Alfonsa tiene el pecho
liso y un oscuro bigote oscureciéndole el bozo con una rúbrica de maligna
masculinidad. Tiene, además, la peor lengua del pueblo y un mal genio que se
deshace frecuentemente en insultos contra su marido, canijo y flaco. Práxedes la
oye asustado desde un rincón de la fonda, junto a la mesa de mármol en la que
nadie ha comido desde que el Rey Alfonso XIII fue al pueblo a inaugurar la traída
de aguas.
-¡Bragazas, mequetrefe, que eres un vaina! -chilla Alfonsa.
Ella siente una oscura rabia contra Tiberio; le llama hipócrita, santurrón y
mameluco en cuanto tiene ocasión. Tal vez influyan en todo esto la fracasada
maternidad de Alfonsa y su bigote. Y quizá también lo que Tiberio le dijo un día;
cuando la fondista arrastraba a su marido borracho por la plaza:
-¡Gandul, canalla, cobarde! ¡Vamos a casa, que te voy a sacar la borrachera
con la maza del almirez!
Práxedes se emborrachaba porque no tenía más remedio que hacerlo. A ver
qué vida, con aquella mula por señora. Y lo que él decía una vez a Tiberio:
-Si no la “pesco” no la puedo aguantar. Pero en cuanto me echo al coleto una
buena frasca... ya me puede dar con el rodillo o con la badila. No la siento. Y
además me olvido de ello. Créeme, Tiberio, el vino de Felipe es la mejor anestesia.
Aquel día, cuando Alfonsa tiraba de su marido, Tiberio, que estaba viendo a
Evaristo podar un geranio haciendo maravillas con la podadera, se encaró con
aquella fiera corrupia:
-Deja en paz a tu marido. Se emborracha porque tú le pegas y le haces la vida
imposible.
La fondista barbotó, roja de ira:
-¿Y a ti, mequetrefe, asqueroso, quién te da vela en este entierro?
Era verdad, que aquel arrastre tenía algo de entierro. Tiberio, sonrió,
imperturbables los ojos:
-Eres una víbora.
Alfonsa agitó sus manazas sobre Tiberio.
-Pégame si puedes. Pero no puedes; no eres sino una pobre irresponsable. Yo
te quiero, aunque eres peor que un alacrán. Al fin y al cabo, también el alacrán es
una criatura de Dios.
La fondista se agitó como si le diese un acindoque. Apiadado, Tiberio fue a
avisar a don Herminio para que aplicase unas sanguijuelas a la mujer.
-A ver si así se le descargan las venas. Echaba espuma por la boca.
Pero no hizo falta. Alfonsa salió de estampía para su casa, rugiendo frases
ininteligibles, mientras la quisquilla de su marido dejaba el anestésico de Casa
Felipe sobre una de las más lustrosas y prometedoras madreselvas de Evaristo.
Desde entonces, Alfonsa no puede tragar a Tiberio ni en pintura. Cuando le ve
por la calle, la fondista da una media vuelta de recluta y sale arreando por la
primera esquina.
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A Tiberio le importa un comino la mala lengua de la fondista. Porque Tiberio
quizá no sea un cínico. Quizá sea un ángel. Y por eso ama a los niños y se
alimenta de rosas.
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LIMPIEZA MUNICIPAL
El que también era un rato bruto era el alcalde. Bruto y zorro, según se
mirase. Pero, la verdad, más bruto que zorro. En toda su vida el alcalde no había
hecho más que moler pimentón -era dueño de un molino- y jugar al mus. Eran
sus dos únicas ciencias, y en eso daba sopas con ondas al más presumido.
El alcalde se llamaba Sebastián, y una vez leyó un libro de Víctor Hugo. Por
eso, en cuanto se enfurecía, llamaba a su víctima “Quasimodo”. Políticamente sí
que era zorro Sebastián; antes de ser alcalde había pertenecido al grupo de “Los
de allá”. Luego, cuando la tortilla dio la vuelta, resultó que Sebastián siempre
había sido de “Los de acá”, y lo curioso es que nadie parecía recordar que esta
actitud era reciente en el primer dignatario municipal; hasta los más conspicuos
de “los de acá” lo habían olvidado y le daban toda la coba que podían. Parece ser
que Sebastián tenía amistad con algún pez gordo de la capital, y hasta pensaban
hacerle diputado o cosa por el estilo.
Ahora que, a pesar de esa marrullería, bruto, bien bruto era Sebastián. No el
más bruto del pueblo, no; porque no hay que perder de vista al señor Marcelino,
propietario de “La Caña de Azúcar, Ultramarinos finos”; al herrero o al maestro
don Ganimedes, funcionario del Ministerio de Educación Nacional, que también
era un rato bruto, sólo que en fino.
Sebastián hacía sentir sobre el pueblo su omnímoda autoridad; un
absolutismo que no se lo saltaba Luis XIV ni con zancos. “El Municipio soy yo”,
decía Sebastián. Y hacía lo que le daba la gana; levantaba o cerraba la veda,
según las ganas que él tenía de despanzurrar conejos y perdices; establecía los
más arbitrarios arbitrios; declaraba festivos o laborables los días que él quería, y
cuando regresaba de uno de sus viajes a la capital convocaba a todo el pueblo por
medio del pregonero y de los “guindillas” para que fueran todos a recibirle a la
estación al devotísimo, unánime y fervoroso grito de “¡Viva el señor Alcalde!”. Los
“guindillas” formaban parte de la atmósfera municipal y eran dos, Antonino y
Salvador; para ellos no había más credo ni más adoración que la del señor
alcalde, y le servían de guardaespaldas. Llevaban uniformes azul marino con
lamparones y mucha fanfarria de correajes, porras y pistolas. La pistola nunca la
usaron, porque a los dos les asustaban las armas de fuego y la llevaban
descargada, pero las porras sí. Eran el instrumento ejecutor de la colérica y
personal justicia del señor alcalde; eran vergajos forrados de badana y habían
entablado frecuentes relaciones con las costillas de los chicos y los adultos. Las
porras de Antonino y Salvador eran los rayos vengativos de aquel Zeus tronante y
bastante tunante que era Sebastián. Y claro, así, ¡cualquiera se ponía en la
oposición! Los “guindillas” lo aplastarían con sus vergajos como Napoleón a los
germanos en Austerlitz. Con la diferencia de que a este Napoleón rural no le
llegaba su Waterloo, no se le vislumbraba su San Martín; se escapaba de todas
las epidemias de glosopeda.
Naturalmente, Tiberio no era santo de la devoción alcaldesca. Más
lógicamente aún, Sebastián no inspiraba particular devoción a Tiberio. Y claro, lo
que pasa... Desde que Tiberio alcanzó su gloriosa e inefable granazón mental, el
pueblo entero esperaba con temor y con mal disimulado gozo que la tormenta
estallase. Que la mala sangre de Sebastián y la insobornable timidez de Tiberio
llegarían a una terrible colisión que acabaría con el prestigio y la gloria de uno de
ellos. Esto había sido comentado muchas veces.
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-Ese chico le va a cantar las cuarenta a Sebastián y se lleva las diez del monte
-decía el juez, que sabía bien, y por experiencia, el número de zapato de cada
uno.
-A ver si Sebastián le pone a ese crío las peras a cuarto -mugía venenoso,
transpirando ipecacuana, el farmacéutico.
-El alcalde no sabe con quién se gasta los cuartos -movía la cabeza el señor
Pedro.
-A ese chico le hace falta una pedagogía fundamental de castaño -soñaba el
maestro don Ganimedes.
Pero la tormenta seguía acumulando electricidad sin que estallase el primer
trueno gordo. Hasta que un día, lo que pasa, la cosa se puso más que fea.
Habían llegado al pueblo unos gitanos; “húngaros”, les decía la gente;
“ladrones”, les llamaba Sebastián. A Tiberio, sin entrar en estas disquisiciones
filológicas, de toda la vida le gustan mucho los gitanos. Como son gentes
inquietas, vagamundas, “globetrotters”, castizos y greñudos, frecuentemente
despreciados, muchas veces temidos, sospechosos siempre, Tiberio les perdona
sus marrullerías y su falta de escrúpulos en lo referente a la propiedad. Total,
gallina más o menos... Y de algo tienen que vivir. Porque Dios hizo las gallinas,
pero las hizo para “el hombre”, así, genéricamente, no para la señora del juez ni
para el primo carnal de don Ganimedes. Por lo menos, así razonaba Tiberio.
Como de costumbre, los húngaros acamparon en unas corralizas
abandonadas en las afueras del pueblo, al lado de los vertederos municipales.
Traían dos viejos carros, con toldos, arrastrados por unas mulas que le vendrían
de perilla a cualquier estudiante de Veterinaria para el estudio en vivo de la
anatomía animal.
Los húngaros vestían con harapos, ellas y ellos; vestidos zurcidos con tela de
otro color, con desgarrones que dejaban ver las carnes morenas, no se sabe si del
sol o de lo otro. Ellas con misteriosas faltriqueras, greñudas, feroces, esmirriadas,
de pechos fláccidos y estériles, con los chicos cogidos a la cintura como si fueran
cántaros. Gentes de color de oliva o de color tierra, de andares cimbreantes y
lenguaje oscuro. Ellos llevaban bigotes lacios y verdes sombreros nuevos; en las
manos, cayadas con nudos de acebuche o varitas de mimbre, gráciles y doradas.
Tiberio fue a verlos. Le gustaba ver a los niños gitanos, panzudos y deformes,
pero más vivos que el aire; jugaban a correr, a vender y comprar o a revolverse
sobre los estercoleros como si lo hiciesen sobre la arena tibia y limpia de una
playa.
Tiberio hablaba con ellos:
-¿De dónde venís ahora?
-De mu lejo, mu lejo, mar lejo...
-Ejte jaj robao una chiva.
-E pa jordeñarla pa mi hermaniya...
-A mí un zeñó me dio juna pezeta.
-A ver, tú, cómo te llamas.
-Zarvaó.
-¿Y éste es hermano tuyo?
-Eze é Manué.
Era rubio y dorado como un niño Jesús criollo. Una gitana aullaba junto a los
carros:
-¡Ejalá zingüezo, malos mengues te...!
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Bordoneaban ejércitos de moscas sobre los niños desnudos con el ombligo al
aire; niños azules casi de puro renegridos, con ojos verdes y pelo lacio y escaso
sobre las testas macrocéfalas.
En uno de los carros tenían un mono; era muy pequeño, raquítico; se
arrancaba los pelos con las uñas desasosegado por el bullir de los piojos y las
garrapatas. El mono se subía a lo alto de una caña y bajaba dando vueltas de
caracol; una gitana lo llevaba por el pueblo, y luego una chiquilla pasaba un plato
desportillado que servía de bandeja petitoria. Otras veces cantaba; un hombre
tocaba una guitarra que sólo conservaba dos cuerdas:
-Chin, pon; chin, pon; chin, pon...
Y unas muchachas cantaban y bailaban una melopea inidentificable. Lo
mismo daba; luego caían unas perras sobre el plato.
Tiberio les seguía sonriente por todo el pueblo, uno más entre la multitud de
chicos que se pegaban a los talones de los húngaros. Hasta “Chicha y Pan”
dejaba su cesta con boñigas en medio de la calle y seguía embobado a la
caravana subyugado por el “achín, pon” de la guitarra. Tiberio les llevaba
peladillas, almendras y fideos de la tienda de su padre.
Un día, cuando estaban los húngaros en pleno festejo callejero, cuando las
gitanillas flacas se contorsionaban las pobres en el remedo triste de una danza,
aparecieron las furias, Antonino y Salvador, porra en mano. Los “guindillas”
irrumpieron brutalmente en el corro y dejaron caer el peso de aquella justicia de
goma y badana sobre las costillas de las “bailarinas”.
La folklórica reunión se deshizo en pocos segundos; huyó la gente por si las
porras, mientras la fuerza pública llevaba a los gitanos -porra va, porra vienehasta la cárcel municipal, un cuartucho infecto con un ventanuco de barrotes en
la puerta, detrás de la fuente de los Caños Nuevos.
Tiberio se quedó pálido. Pero no tardó en reaccionar y se fue hacia el
Ayuntamiento. Algunos vecinos le siguieron de lejos y pronto se corrió la voz por
todo el pueblo:
-¡Tiberio va al Ayuntamiento!
Sebastián estaba liando un cigarrillo de cajetilla de “Dianas” cuando se abrió
bruscamente la puerta del despacho; el alcalde frunció el entrecejo:
-¿Qué haces tú aquí? ¿No sabes que hay que pedir permiso para entrar?
-¿Por qué has mandado encarcelar a los húngaros? -contestó Tiberio.
-¿Y a ti qué te importa?
-Di al alguacil que los suelte.
-¡No me da la gana! ¡Aquí se hace lo que yo digo! ¡Además han robado tres
gallinas a mi suegro!
Tiberio se asomó al balcón; junto a la acera, mirando atónitos el nido de
cigüeñas de la torre, estaban Eufrasio y Antolín. Tiberio dio una voz:
-¿Antolín, Eufrasio? ¡Traeros ahora mismo tres gallinas del corral! ¡No os
traigáis la moñuda, que se va a enfadar tía Evelina!
Los hermanos salieron trotando y Tiberio salió del despacho:
-Ahora te traen las gallinas. Di al alguacil que suelte a los “húngaros”.
Sebastián se había quedado con la boca abierta. Luego se enfureció:
-¡Esto se va acabar ahora mismo! ¡Pedazo de...! ¿Pero qué te has creído tú,
mocoso? ¡Te meteré en la cárcel con esos piojosos húngaros! ¡Quasimodo!
¡Sinvergüenza!
25
Estaba rojo, congestionado, crispadas las manazas sobre los papeles de la
mesa. Pero de repente sintió sobre sí los ojos grandes y cándidos de Tiberio. El
alcalde no supo qué le pasó; se quedó jadeante, desinflado, con las piernas
temblorosas y los ojos nublados como si algo vertiginoso le amenazase.
-Siéntate, Sebastián.
Fuera, en la plaza, la gente se asomaba por las esquinas cautelosamente. Un
gran silencio pesaba sobre el pueblo.
-¿Sabes tú que a lo mejor vienen de la India o de Egipto? No son malos los
“húngaros”, Sebastián. Son, sólo, como perros huidos, ahuyentados a pedradas,
escupidos y despreciados... ¿Verdad que ya sólo por eso se les puede dar cariño?
Cuando llegan a un pueblo, como aquí, los metéis en la cárcel, les pegáis, hacéis
que se marchen... Y en el siguiente pueblo lo mismo. ¿Te gustaría a ti ser
“húngaro”, di, te gustaría dejar tu casa, tus fincas, tu mujer, este despacho...
para irte por ahí, para sentirte acorralado de temor y de odio, para ver que no te
dejaban ser un hombre como los demás?
-Ellos no trabajan, no quieren...
-¿Qué importa el trabajo? Hacen cestos, venden y compran, divierten a los
niños con su mono y con el oso Nicolás, bailan en las calles, dicen la
buenaventura, van y vienen... Y después de todo, ¿qué trabajas tú? Vienes aquí a
echar unas firmas, luego al Casino, vas de caza y te echas la siesta.
-Yo... Yo soy el alcalde y... la justicia...
-Tú sabes que aquí no hay justicia. Si la hubiera, tú no serías alcalde.
Sebastián permanecía sentado, lleno de fatiga y de lástima de sí mismo. Sus
ojos miraron hacia la torre, donde las cigüeñas tableteaban con sus largos picos
entre la algarabía de los vencejos. Oía, lejana, la voz de Tiberio, como si le llegase
del fondo impalpable de un sueño, de un recuerdo, de lo que una vez fue en su
alma la vaga intuición de lo que el mundo debía ser:
-...Todo el mundo es suyo. Duermen junto a los ríos, bajo los álamos negros y
los chopos de plata, junto al rumor del agua que se va y que siempre es la misma.
Tienen el techo de las nubes, las paredes del viento y el aire de las adelfas. Tienen
su alma y su Ángel de la Guarda y su rincón en el cielo esperándoles. Son buenos
y malos, como nosotros, pero dan lo que tienen: la lluvia, el hielo, el sol y la
noche.
Casi había oscurecido. Desde la penumbra hablaba Tiberio; sólo se veía el
brillo de los ojos clavados sobre el techo azul, como si traspasasen los tejados y
sonrieran a los ángeles jinetes de nubes.
Sonaron unos golpes en la puerta, era el secretario
-Aquí están los chicos de Marcelino. Traen unas gallinas.
Sebastián parpadeó como si despertase:
-Que se las lleven otra vez. Y avisa al alguacil que ponga en libertad a los
gitanos.
Se volvió a Tiberio un poco torvo:
-¿Quieres que les dé una paliza a Salvador y Antonino?
-No -sonrió Tiberio-. Sólo procura que sean menos brutos. Y que les limpien
los uniformes; están hechos una guarrería.
El muchacho se puso en pie. Ya en la puerta se volvió con una sonrisa llena
de paz. Aquella paz se quedó en el alma del alcalde, en sus ojos sin violencia y sin
sangre, en sus manos tranquilas y tímidas que alisaban ahora los papeles que
antes arrugaron. Aquella paz bajaba a los ojos de Tiberio y al alma del alcalde
26
desde la terminación gloriosa de las estrellas, que ya habían prendido su
misteriosa luz en la sombra de Dios.
27
DE CÓMO TIBERIO QUISO SER INGENIERO
Cuando a Tiberio le cortaron las melenas como a un perro de aguas y se le
sombreó el bozo con la naciente inquietud de una oscura pelusa de melón, el
señor Marcelino empezó a pensar en el porvenir del muchacho. El tendero le daba
vueltas en su cabeza -pocas vueltas, supuestas las reducidas dimensiones
craneanas del señor Marcelino- al futuro profesional de Tiberio y le habló de ello a
la tía Evelina, que era hermana de su mujer y tenía una pierna hecha cisco por la
trombosis:
-Mira, Marcelino; te pongas como te pongas, el chico tiene que ser
diplomático, que eso viste mucho. Además, los diplomáticos llevan siempre cuello
de pajarita y al chico siempre le han gustado mucho los gorriones.
-No me jeringues, Evelina; si le hacemos eso al chico no puede volver al
pueblo. Lo apedrean.
-¡Ya te estás poniendo burro! Bueno, pues que estudie para arquitecto.
-Bah, para eso aparejador, que gana tanto como un arquitecto y siempre se
“pega” algo.
A todo esto, el chico no manifestaba especial interés por ningún futuro
profesional determinado. A Tiberio sólo le gustaba ver podar las madreselvas a
Evaristo, silbar a la veleta de la torre y acariciar a los perros con sarna. Porque
Tiberio quería mucho a los perros sin dueño, esos que aúllan en los umbrales de
las casas funerarias cuando la segadora de sueños les acaricia a contrapelo las
crines erizadas.
-¿Sabes, Tiberio? -le dijo un día el juez que presumía de conocer los filósofos
alemanes y que había veraneado el año 27 en Cestona-. Un filósofo que se
llamaba Nietzsche, decía: “Yo he descubierto un nombre para mi dolor: le llamo
Perro”.
-¡Ah, sí? ¿No fue él mismo quien dijo: “Yo he salido de la casa de los sabios
dando un portazo”?
-¡Tiberio! -se asombró el leguleyo-. ¿Cómo sabes tú eso?
-Creo que me lo dijo usted una vez -contestó Tiberio con sencillez.
Y luego, pasando la mano sobre el lomo de un chucho lleno de pústulas,
agregó:
-Yo a este perro le llamaría Dolor.
Por eso, cuando la tía Evelina hizo un mohín de asquito al oír lo de los peritos
aparejadores, el señor Marcelino propuso, rascándose con la uña el sarro de una
muela:
-Pues nada, le hacemos veterinario y no hay más que hablar. Ya que para la
tienda no sirve...
-¡Capaz serías de hacerle tendero como el monstruo de su padre o como los
burros cebados de Eufrasio y Antolín!
-¡No me llames monstruo! ¡Siempre has de mentarme ese mote!
El breve consejo de familia, al que asistían con cara de sueño los dos “burros
cebados”, se interrumpió al entrar Tiberio:
-Ven acá, tú -le gritó el padre.
-¡Cuidado que eres ordinario! -refunfuñó la tía Evelina-. ¿Por qué has de
llamarle de “tú”?
-¿Pues cómo quieres? -se asombró el tendero-, ¿de usted?
28
-No; tiene un nombre que se lo puse yo, que para eso soy su madrina de pila.
Ven acá, hijo. Pero, ¿qué traes ahí?
-Tres piedras blancas y una espiga, tía. ¿No sabes que la espiga tiene la crin
larga y afilada para peinar al viento? Mira, mira, oculta sus granos como una
clueca a sus polluelos. La espiga es santa, tía Evelina.
-Claro que sí, hijo. Pero, ¿y esas piedras, qué son?
-Sólo tres piedras; se hicieron blancas y suaves en el río, gastando las rocas
de las orillas, frenando la rapidez de la corriente. Son los dientes del agua para
moler el trigo y los sueños de los niños chiquitos que duermen poco. Mira,
parecen terrones de azúcar, copos de nieve, vedijas de cordero lechal...
La tía Evelina parpadeó atontada.
-Bueno, luego nos cuentas eso. Ahora escucha, hijo; yo no quiero que seas un
tendero.
-Yo no tengo alma de tendero, tía.
-Ya lo sé -gritó triunfal la tía Evelina-, es la pila que se te ha pegado. Yo y tu
padre hablábamos de tu porvenir. Quiero que estudies una carrera; los gastos
son de mi cuenta. ¿Tú quieres ser arquitecto?
Tiberio quedó pensativo. Luego exclamó con una sonrisa:
-¡Lo siento, tía Evelina, pero no, no puedo!
-¿No puedes?
-No; me gustaría hacer una catedral a don Tomás, pero como luego no podría
nombrarle obispo .... ¿para qué? Además yo creo que a don Tomás le gusta
nuestra iglesia tal como es.
Tía Evelina se sonó la nariz mientras el señor Marcelino chillaba mirando
hacia el techo:
-Entonces, ¿qué quieres ser?, ¡anda, dilo!
-Pues yo, padre, quisiera ser ingeniero.
-¿Ingeniero?
-Pues mira -sonrió la tía-, eso no me parece mal. ¿Qué clase de ingeniero
quieres ser, Tiberio? ¿De caminos, canales y puertos? ¿Industrial? ¿Naval? ¿De
minas?
-No, tía -los ojos de Tiberio buscaron la luz azul de la ventana como dos
pájaros soñadores y alegres-. Yo quiero ser ingeniero de Jardines y Arroyos.
El señor Marcelino, que estaba metiéndose entre pecho y espalda su buena
frasca de tinto de sobremesa, creyó atragantarse:
-¿Ingeniero de qué? -aulló, tosiendo.
-De Jardines y Arroyos, padre.
-Bueno, que me maten si te entiendo.
-¿Cómo pretendes entender tú al niño? -gritó furiosa su cuñada-. ¡Déjame a
mí! Oye, hijo, si no me he vuelto tenienta, he entendido que quieres ser ingeniero
de Jardines y Arroyos.
-Sí, tía.
-Pero esa carrera no existe, hijito.
-No creo que eso importe mucho -meditó Tiberio. Y añadió alegre-: ¿Existen,
acaso, las carreras de Tañedor de Vientos, Técnico de Canarios y Hormigas,
Empresario de Gaviotas o Virtuoso de Campanas?
-Me parece que se me fue la mano -suspiró el tendero contemplando la frasca
de vino casi vacía.
-Pero es que tú debes hacer una carrera práctica... -sugirió débilmente la tía.
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-¿Carrera práctica? -Tiberio se asombró-. ¿Para qué, tía?
-Pues... para ganar dinero.
-¿Para qué quiero dinero?
-Para... para comprar cosas...
-No necesito nada.
-Bueno, y para ser útil a los demás, al mundo y...
Tiberio denegó sonriente:
-Tía, tu mundo está lleno de gentes que saben construir un ferrocarril o un
barco, desarrollar la Química Inorgánica enterita o escribir un libro de Historia.
Lo que el mundo necesita, tía, es un buen ingeniero de Jardines y Arroyos.
-Pues Evaristo...
-Evaristo es un capataz de la Jardinería. No, no es eso. Te lo explicaré para
que lo entiendas: ¿No has pensado nunca en lo útil que sería para ese mundo
tuyo plantar un jardín en la rebotica de don Herminio, desviar un arroyo por la
puerta de “Chicha y Pan”, sembrar una violeta en el yunque del herrero o llevar
un poco de agua fresca y limpia, de agua cantarina y alegre, al alma roja y triste
de mis hermanos Eufrasio y Antolín?
-Bueno, yo me voy a acostar -gimió el señor Marcelino, que había escuchado a
Tiberio con la boca abierta y que ya le volvía el flato.
-Espera, no seas mostrenco. Tienes razón, hijo. A tus hermanos les está
haciendo falta el agua; el agua y el jabón, por supuesto. Sí, y a don Herminio un
jardín a ver si no huele a yodoformo, y a “Chicha y Pan” otro arroyo, pero con un
estropajo de alambre nuevecito. Está bien, hijo; sé ingeniero de esos. ¿Te enteras,
tú? -desafió a su cuñado-. El chico será lo que le dé la gana, que para eso es mi
heredero y ya sabes que tengo unos cuantos duros en el colchón.
-Gracias, tía Evelina -sonrió Tiberio.
Y se fue a la calle sonando las tres piedras blancas entre sus manecitas
ahuecadas, mientras la tía buscaba su enlutada toquilla y el señor Marcelino
desahogaba su borrachera y su tiniebla mental, a mamporro limpio, sobre las
estoicas espaldas de Eufrasio y Antolín.
30
LOS DOS IGUALES
Antolín tenía un año más que Eufrasio y dos más que Tiberio. Eufrasio tenía
un año más que Tiberio y uno menos que Antolín. Tiberio tenía, por tanto, si las
matemáticas no son un camelo, un año menos que Eufrasio y dos menos que
Antolín. A ver, ¿cuántos años tenía cada uno?
El señor Marcelino no estaba seguro de los años que tenía, porque era
bastante bestia y no sabía contar más que hasta veintitrés. Por extraño que
parezca, Eufrasio y Antolín sabían contar hasta treinta y siete, y este
conocimiento bastó numerosas veces para que su señor padre no les terminara
de romper las costillas; le eran muy útiles en la tienda, sobre todo cuando la
mujer de Romualdo, el peón caminero y padre de familia numerosa, iba a “La
Caña de Azúcar” por el suministro de la semana.
Eufrasio y Antolín parecían los dos iguales; iguales de altos, iguales los
guardapolvos grises, iguales de bizquera o iguales de burros. Hasta que tuvieron
diez años fueron a la escuela de don Ganimedes, que empleó con ellos toda la
solicitud y la reciedumbre de su popular “procedimiento pedagógico”... Pero a los
diez años, alarmado ante la creciente bestialidad de sus vástagos, el señor
Marcelino los sacó de la escuela y los echó a la tienda.
Tiberio quería sinceramente a aquellos dos besugos. Les ayudaba cuanto
podía, les libraba frecuentemente de las alcohólicas iras paternas y se esforzaba
por espabilarlos.
-Vamos a ver, vosotros, ¿por qué andáis siempre de pedrea con los del
Perchel?
-Porque dicen que son más brutos que nosotros -respondían a dúo aquellas
dos tiernas criaturas.
Un día, Tiberio trató de enseñarles a lavarse los dientes. A los aullidos de los
dos muchachos acudió el señor Marcelino.
-¿Qué pasa aquí, qué jaleo es éste?
-Les enseño a lavarse los dientes, padre. Tienen microbios -contestó Tiberio
que se había arremangado la chaqueta y blandía un cepillo en cada mano.
-¡Lavarse los dientes, lavarse los dientes! -gruñó el tendero-. ¡Déjalos, no me
los eches a perder! Si acaso, enséñales a contar hasta treinta y ocho; la mujer de
Romualdo va a tener otro crío.
Tiberio suspiraba, movía la cabeza pensativo y les ponía una hoja de lechuga
a los grillos.
Los domingos, Eufrasio y Antolín se ponían sus trajecitos de cuadros y
después de misa se estaban toda la mañana en la esquina de Urbano, que tenía
un bar y un altavoz que repetía constantemente el tango “Silencio en la noche”.
En torno suyo, los hombres hablaban del ateísmo del herrero, de los gajes de la
autoridad municipal o de lo guapota que se estaba poniendo la Felipa.
Eufrasio y Antolín, inmóviles, bizcos y con la cabeza inclinada en el mismo
ángulo geométrico; con sus trajes de cuadros, las camisas limpias y las bocas
abiertas, soñaban con horizontes de caramelo y cacerías de enormes lagartos
dormidos al sol.
Entonces llegaba Tiberio:
-¿Miráis las nubes? ¡Mirad aquélla, parece una espada sobre el campanario!
Cada nube -decía estático- es una palabra sin principio, es un color que está
naciendo.
31
-Hay murciélagos en el campanario -decía mecánicamente Antolín.
-El otro día los emborrachamos con un cigarillo -subrayaba Eufrasio.
Tiberio se desesperaba:
-¿Habéis puesto el oído junto a las campanas? Se oye al viento gritar en los
pinares. Y se oye el mar, como en un caracol. Y todo el mundo rebota en la
campana. Hasta los ecos de los niños muertos.
-Si se pone una boina en la campana y se le da un porrazo con un martillo, la
campana se rompe -se obstinaba Eufrasio.
Y Antolín añadía con ojos de sueño, como su hermano:
-Me gustaría tirar la campana a la plaza. ¡Al que pillase debajo lo
espachurraba!
Tiberio tenía en su cuarto -que compartía con sus dos hermanos- una caja de
cartón que guardaba bajo el catre. Allí escondía sus tesoros. Exquisitas pirámides
de cuarzo violeta, hojas de esparraguera, un trébol de seis hojas, hormigas rojas y
mariquitas de San Antonio, que luego soltaba. Un día Eufrasio y Antolín le
abrieron la caja y echaron un abejorro a las hormigas. El abejorro había entrado
en el cuarto atontado del calor agosteño de la siesta, deslumbrado de sol, y
Antolín le acertó con un manotazo. Luego lo echaron en la caja y se sentaron a
ver la apasionante lucha del himenóptero con los hemípteros, como diría don
Ganimedes.
El abejorro trataba inútilmente de subir los satinados muros de cartón,
aterrado ante el salvaje ataque de las hormigas, que le mordían rabiosas. Los
espectadores terciaban a favor de los hemípteros, estorbando con un palillo de
tarama la huida del abejorro, cuidando de no introducir en la caja sus dedos para
librarlos de las dolorosas picaduras de las hormigas.
Así los sorprendió Tiberio, que había ido en plena siesta a contemplar la
caritativa labor hidráulica de Evaristo en su parque.
Eufrasio y Antolín sintieron que un huracán los envolvía; gritaron,
extendieron sus manos implorantes y las llevaron luego a sus ardientes mejillas.
Y se encontraron panza arriba, derrumbados sobre las baldosas, mientras Tiberio
recogía las hormigas dispersas y colocaba sobre el alféizar de la ventana al
deprimido abejorro.
El señor Marcelino acudió en calzoncillos, rugiendo con el furor de su siesta
interrumpida:
-¿Qué es eso? ¿Quién grita? ¿Es que no me vais a respetar la siesta? ¡Si cojo
una estaca os deslomo!
Luego se detuvo:
-¿Qué hacéis vosotros en el suelo?
-Él nos pegó -susurró temblando Antolín.
-¿Él? -abrió los ojos el tendero. No le cabía en la cabeza que Tiberio, un
alfeñique, pegase a sus dos vástagos, mayores y más fuertes, y que encima se
aguantasen.
-Echaron el abejorro a las hormigas -contestó Tiberio tranquilamente,
cerrando con la tapa su caja de cartón.
-¡Bueno, y qué! ¡Eso no es para pegar a nadie!
Levantó Tiberio su mirada enternecida, su voz paciente y cariñosa:
-No lo entiendes, padre. Tú eres un hombre de Cromagnon.
-¿Queeeé...?
32
En un rincón gimoteaban Eufrasio y Antolín. Sabían que cada discurso de
Tiberio a su padre acababa en paliza para ellos.
-¡Bestias, cafres! -rugió, efectivamente, el señor Marcelino, echándose mano al
cinturón sin acordarse de que no lo llevaba. Pero Tiberio estaba ante él, suave y
enérgico.
-No les pegues. ¿Te pegó alguien a ti cuando sacaste los ojos a un canario
para que cantase mejor? Yo sentí cómo se quejaban los pájaros de todo el mundo.
-¡Quítate de en medio! ¡Voy a desintegrarlos!
-No. Vete a tu marasmo.
El señor Marcelino se mordía un puño; con el otro se sujetaba los calzoncillos.
Luego dio media vuelta sin rechistar y se fue a su cuarto a tumbarse, rechinando
los dientes, en la cama.
Eufrasio y Antolín contemplaban a Tiberio con muda admiración, como a un
Dios salvador.
-Venga; a dormir la siesta -ordenó mansamente el libertador. Y mientras los
dos chicos obedecían en silencio, Tiberio se fue a la calle, a ver si había
suertecilla y pasaba un perro sarnoso al que acariciar el lomo pestilente. Llevaba
ya la íntima convicción de que era inútil sembrar una nube en el cerebro
enmohecido de Eufrasio y Antolín.
33
SAN ANDRÉS Y TIBERIO HACEN UN MILAGRO
Como es la fiesta del pueblo, la gente se ha puesto la ropa de los domingos y
las madres han lavado con estropajo las orejas de sus chicos. Los lagartos se
asoman al sol de los huertos con sus verdes libreas de lacayos antiguos y sestean
en paz, sin el temor de las pedradas ni de los ganchos con punta en arpón. Los
chicos van en la procesión de San Andrés, hinchadas las cabezas a fuerza de
lendreras y coscorrones, con los bolsillos llenos de vidrio de botellas rotas,
bolindres, tapas de cajas de cerillas y pedazos de cuerda.
Tiberio está en la torre, vibrante de campanas, con dos escarabajos y todo el
horizonte para sí. Desde la torre ve el trajín del pueblo, los chicos que corren, los
rostros gesticulantes de los vendedores de cristiones y floretas, perrunillas y
huesos de santo. Benito, el sacristán, auxiliado por dos monaguillos, se desgañita
tratando de organizar a las mujeres para la procesión. Tiberio las ve desde arriba
y se ríe; las ve ir y venir, atolondradas, con sus zapatos de tacón alto y sus trajes
de satén negro, sus velos y sus lentos y desmañados andares, azoradas ante los
gritos del sacristán, incapaces de formarse como él quiere, en dos filas, porque
todas quieren ver la salida del santo seguido del alcalde, con su bastón municipal
y sus orondos concejales. Y como ninguna quiere perderse el espectáculo, todas
se agolpan estúpidamente ante la puerta de la iglesia. Hasta que sale don Tomás,
y las filas, indecisas, se reagrupan y comienzan a andar calle arriba.
Tiberio se ríe de estas buenas mujeres, tan atolondradas, sí; pero... tan
dulces, tan sencillas, tan madrazas...
Escarabajo Martín,
échate a volar,
que los hijos de tu casa
te quieren matar.
El cuchillo está en la mesa
“pa” cortarte la cabeza;
el cuchillo, en el cajón
“pa” cortarte el corazón.
Tiberio les canta esta absurda melopea a sus dos escarabajos. Y cuando
termina el último verso, los escarabajos levantan sus élitros, asoman sus alas
membranosas y amarillentas y emprenden su vuelo bordoneante y rectilíneo. El
conjuro no falla nunca.
Tiberio, que conoce las Florecillas de San Francisco -¡cuántas veces se las
habrá contado don Tomás!-, se extraña siempre de que no se hable allí del
hermano escarabajo. A Tiberio le inspiran un gran amor estos negros insectos, los
últimos en la escala animal, los más despreciados, que tanta repugnancia
producen a la gente; a los chicos les gustan los escarabajos; les atan un papelito
de seda a una pata con un hilo y les cantan el Escarabajo Martín. ¡Y qué bien
vuelan con su lastre como una cometa! El maestro dice que los escarabajos son
muy útiles para la agricultura, la industria y el comercio.
Tiberio baja la escalera de caracol que da al coro y se cruza con los
muchachos que suben a tocar las campanas.
-¡Tiberio, ven con nosotros!
Tiberio deniega con una sonrisa y sigue bajando, mientras comienzan a
voltear las campanas y el señor Felipe, adormilado, pulsa las carcomidas y
amarillentas teclas del viejo órgano con las primeras notas del Cantemos al Amor
34
de los amores, que es lo único que se sabe bien el señor Felipe. Dos muchachos
dan al manubrio del fuelle, ese asmático fuelle, pulmón del viejo instrumento, al
que le han rejuvenecido la semana pasada, que vino un alemán a arreglarlo. Ha
sido un acontecimiento; el día que se inauguró el órgano restaurado vino mucha
gente a oírlo. Hasta don Higinio, que era abogado y ateo y padecía de cólicos
biliares. Claro que don Higinio vino por dos cosas: primero, porque habían
anunciado el acto con octavillas como “concierto de música sacra”, y don Higinio
era el intelectual del pueblo y presumía de hombre liberal y amante de las bellas
artes y de otras bellas; y segundo, porque Tiberio le había dicho que fuese.
Tenía gracia el pánico de don Higinio por Tiberio. Sobre todo, desde aquel día
cuando el abogado estaba discurseando en el Casino y echando pestes de los
curas. Tiberio habrá entrado allí -el camarero le daba azucarillos y oyó la voz
campanuda de don Higinio:
-¡Todo eso son pamplinas, pamplinas y pamplinas! ¡Y vosotros, unos
zopencos! ¡Pero, hombre, hablar de Dios, y de la Iglesia, y de los milagros, a estas
alturas! ¡En pleno siglo veinte, después de Robespierre y Flammarion!
Hizo una pausa, y vio a Tiberio, que escuchaba en la puerta con ojos
asombrados.
-¡Ese, ese chico! ¡Ven acá! ¿Creéis vosotros que a este chico le ha hecho Dios?
Lo hubiese hecho inteligente, y no tonto. ¡Bah, bah! Todos sabéis que este
muchacho es hijo de Marcelino, el tendero, un borracho, un desgraciado
alcohólico. ¿Y a mí? ¿También me ha hecho Dios a mí? Eh, chico; contesta tú.
¿Me ha hecho Dios a mí?
Tiberio sonrió graciosamente:
-Pues .... aunque no lo parece, sí, señor.
-¿Cómo que no lo parece?
-Bueno; se le fue la mano en el barro. A usted lo hizo de posos.
-¡A mí me hizo mi padre! -bramó don Higinio entre las risotadas de los
contertulios-, Mi padre, que era un hombre libre.
-Su padre de usted era alpargatero -sugirió Tiberio, deslumbrante.
¡Madre mía, la que se armó! El juez se desternillaba:
-¡Entonces tú eres una alpargata!
Don Higinio se levantó dando bufidos y salió con un portazo, y Tiberio se
encontró con las manos llenas de azucarillos, mientras todos le daban golpecitos
en el pescuezo.
Desde entonces don Higinio le huía a Tiberio. Y la semana pasada, cuando lo
del concierto de órgano, el niño fue a casa del incrédulo oficial del pueblo; porque
casi todos los pueblos tienen incrédulo oficial, lo mismo que tonto municipal,
perenne invitado a toda manifestación pública: entierros, bodas, funerales...; de
igual manera, el incrédulo oficial es el encargado de recibir y agasajar al diputado
socialista de turno.
Tiberio fue a casa del abogado con una octavilla:
-Don Higinio, mañana se estrena el órgano y hay un concierto. ¡A ver si va
usted por la iglesia, que ya está bien!
El abogado pasó por alto la indirecta, movió las peludas cejas, un poco mosca,
y luego miró el papel.
-¡Ah, Bach! ¡Ah, Haendel! ¡Ah, Franz Lehar! ¡Ah, buen concierto!
-Le guardaré un sitio, don Higinio.
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El ateo fue a soltar un exabrupto, pero la mirada dulcísima de Tiberio le
detuvo. Eran unos ojos suaves, sonrientes y humildes; unos ojos fascinantes que
se hundían dentro de los ojos de don Higinio. De repente, el hombre se sintió
trémulo, azorado; aquellos ojos parecían taladrarle, como si le desnudaran, como
si ante ellos fuese inútil su cinismo y el niño estuviese viendo toda su pobre
carroña enferma y decrépita, su putrefacta vesícula biliar y su alma sucia, como
la bata del farmacéutico.
Don Higinio se abrochó la chaqueta nervioso; pero no, aquellos ojos que
estaban viendo su miserable verdad no expresaban asco ni repulsión, sino
ternura. Y el hombre sintió una infinita gratitud por aquel niño que no se
estremecía ante su miseria moral. Puso la mano en la cabeza de Tiberio y
murmuró con los ojos húmedos, con la voz húmeda de vergüenzas y pudores:
-Gracias, hijo. Guárdame el sitio; sí, iré.
Aquella misma tarde, cuando Tiberio se lo contó a don Tomás, el cura se
estremeció de alegría.
-¿Que va a venir don Higinio? ¡Gracias, San Andrés, gracias por este milagro,
por esta ovejita rebelde, la única que se resistía al trabajo de este pobre pastor de
almas! Pero... ¡si no acabo de creerlo!, ¡veinticinco años hace que no entra en esta
casa, en la casa de Dios, que también es suya! ¡Bendito San Andrés, bendito
concierto, bendito órgano y benditos dos mil duros de mi alma que vale el arreglo!
¡Y bendito tú, Tiberio, ángel mío! ¡Ah, cuán misteriosos tus caminos, Señor...!
Tiberio recuerda estas cosas apoyado en la balaustrada del coro, mientras el
señor Felipe entona por undécima vez con tono nasal:
Bendito sea el Señooor,
Dios estáááá aquííí...
Venid, adoradooores,
adoreeeemos...
Menos mal que ya sale la procesión. San Andrés, la mar de guapo con las
mejores rosas de Evaristo, con los mejores lirios de la tía Evelina, sostiene su
aspada cruz sobre las andas; cuatro mozos bien plantados llevan los varales.
Detrás, va el cura revestido; detrás, el alcalde con el traje azul marino de la boda,
bien oloroso a gasolina, y su bastón de mando, rodeado de la plana mayor de
ediles, todos muy bien pinchados y orondos; siguen el juez, el boticario, el
teniente de los civiles, los “guindillas”, Evaristo y toda la crema social del pueblo.
Arriba, las campanas gimen locas su alboroto de prodigiosos bronces,
mientras Felipe vuelve a la carga:
...a Cristo Redentoor...
Gloriaaa a Cristooo Jesúúúús
El litúrgico cortejo pasa bajo el coro. Y don Tomás, que se sacude los chicos a
manotazos, eleva sus ojos sonrientes a Tiberio y le hace una vaga seña de
complicidad.
Es que detrás del alcalde, y sus edecanes, junto al juez de Primera Instancia e
Instrucción, con un flamante traje nuevo y sin cara de cólico biliar, al revés, con
cara de hombre tranquilo, va... don Higinio, ex incrédulo oficial de la población.
36
“SENCILLO”
Tiberio tenía también un Ángel de la Guarda. El Ángel de Tiberio era blanco y
suave, inocente y sabio, profundo y cercano; un ángel bello y pluscuamperfecto. A
veces se hacía visible sólo para Tiberio, y dialogaba con él:
-¿Cómo te llamas? -le preguntó un día Tiberio.
-Soy un Ángel, tu Ángel simplemente. Pero puedes llamarme como quieras.
-Entonces te llamaré “Sencillo”. Porque todo es sencillo contigo y en ti. ¿Te
parece bien el nombre?
-Bueno.
Don Ganimedes preguntó al chico una vez, asombrado ante aquellas
respuestas que su agotado y rígido cerebro no entendía:
-Tú, Tiberio... ¿has estudiado tú algo? ¿Quién te enseñó a leer, a escribir, la
Geografía y la Botánica...?
-Él, don Ganimedes: “Sencillo”.
-¿Cómo?
-Si; el Ángel.
Don Gani, estupefacto, abría un tomazo de Pedagogía Fundamental; pero ni
por ésas: aquel niño seguía siendo un misterio para el pedagogo.
Mas el chico no mentía. Todo su saber -y Tiberio lo sabía todo, excepto el malle venía de “Sencillo”. No es que el Ángel le enseñase; es que la sabiduría del
espíritu se le pasaba a Tiberio como el agua en los vasos comunicantes de don
Ganimedes.
Tiberio y “Sencillo” se veían en cualquier sitio. En el fondo oscuro de la iglesia
solitaria -¡cómo brillaba entonces el rostro del Ángel!-, en el campanario o por la
tarde en las Eras Nuevas, cuando piaban los últimos pájaros y desfilaban
perezosos los carritos de los huertanos, las cuadrillas de segadores y las cabras
del Concejo.
“Sencillo” surgía siempre bruscamente de un poco de sombra, de un poco de
aire, de un poco de nada. Venía siempre como cabalgando sobre una sonrisa. Y
cuando él llegaba el mundo exterior palidecía en torno.
-Óyeme, “Sencillo” -dijo una vez el muchacho con tono pensativo mientras
mordisqueaba una margarita-. Todavía hay algo que no sé... Verás; yo me veo
distinto, extraño entre este mundo que me rodea, lejano de todos; yo les
comprendo a ellos, a mi padre y al boticario, a la Alfonsa y al herrero. Pero ellos a
mí, no. ¿Por qué es eso? ¿Y por qué advierto esa paz desconocida cuando me
siento con “Chicha y Pan” en su puerta, mientras el morgaño persigue las moscas
en la ventana?
Sonrió el Ángel y, doblando su túnica, se sentó junto a Tiberio sobre la hierba
brillante de luciérnagas.
-Escucha. Imagínate... que un artista, un maravilloso y genial artista, tiene su
estudio lleno de estatuas. No las vende, las guarda para sí, para recreo de sus
ojos y satisfacción de su arte. Pero el artista hace otras estatuas para venderlas,
para que adornen los palacios y las calles, los jardines y las montañas. Son
estatuas mucho menos bellas que las que él se reserva. Y un día... no por
descuido, por alguna razón que él sólo sabe en su genial inteligencia, permite que
el hombre que iba a recoger uno de aquellos encargos, de aquellas obras
inferiores, se lleva una de las prodigiosas estatuas que el creador reservaba para
sí...
37
Tiberio extendió la mano, cubierta de verdosas luciérnagas fosforescentes:
-Entonces... ¿ésta es la explicación...?
El Ángel se rió con misterio. Y el atardecer se cuajó milagrosamente de
estrellas:
-¡Oh, no! Es una explicación..., puede serla... ¿Cómo podríamos penetrar en el
pensamiento de aquel artista? Él se reservó la gran razón de su obra; es su
secreto. Pero tú, que no eres Hombre, tampoco eres Ángel. Y muchas cosas sólo
las conocerás cuando descubras el Silencio.
-Ya lo hice.
-No; ese silencio está lleno de tu voz. Hay otro Silencio que sólo se descubre
una vez.
Pero “Sencillo” y Tiberio raramente hablaban de estas cuestiones; aquello fue
una excepción. Normalmente, “Sencillo” le contaba cosas; él había sido Ángel
Guardián de un niño egipcio, de un pastor etrusco, de un patricio romano, de
una dama griega, de Hesíodo, de un guerrero germánico, de Recaredo, de un
negro pamúe, de don Juan I de Castilla, de un aventurero extremeño, de
Ghirlandaio, de un soldado colombiano...
Otras veces, “Sencillo” callaba mientras Tiberio, asomado a las pupilas del
Ángel, veía el pasado y el presente del mundo. El futuro, no; cuando quería verlo,
los párpados materiales del Ángel caían lentamente y Tiberio apenas llegaba a ver
un difuso conjunto de manos crispadas y voces, de humo y de ruido, de rostros
sin facciones y melodías sin variación.
-¿Por qué no puedo ver el futuro?
-Ya te lo dije; ése es el Gran Secreto.
-Me gustaría saber el futuro de “Chicha y Pan”.
-Oh, no te inquietes. ¿No viste su alma?
-Sí, es blanca, enteramente blanca.
-Entonces...
-Pero aquí, en el mundo...
-¿Qué importa el mundo? Tu amigo no sabrá nunca lo que es el placer ni lo
que es el dolor. Es como una nube, quieta en el cielo. El viento la lleva sobre el
mar y un día la deshace en agua y la hace mar.
-¿Y yo,”Sencillo”, y yo?
El Ángel miraba a Tiberio con ojos sonrientes.
-Siempre estaré contigo. ¿Qué puedes temer? Tú eres otra nube. Un día
lloverás sobre el mar; el día que descubras el Silencio.
Una tarde pasó junto a las Eras el médico nuevo. Era un joven delgadito,
como un alambre, con una nuez desmesurada y ojos de cretino. Llevaba bajo el
brazo un grueso volumen de Patología Quirúrgica, porque presumía de listo,
aunque, en realidad, era más tonto que el que mandó asar la manteca. El médico
nuevo oyó voces junto a la carretera y se acercó curioso. Entonces vio a Tiberio
que hablaba solo, al parecer.
-¿Y dónde van las palabras cuando se mueren?
-... ... ...
-Entonces ¿los álamos son adioses de la tierra al viento?
El médico, que era freudiano y tenía una novia que se llamaba Rosamunda,
parpadeó atónito tras los gruesos cristales de sus gafas:
-¡Eh, chico!, ¡oye! ¡Sí, es a ti, a ti! ¡Ven acá!
-Venga usted -murmuró Tiberio con mansedumbre.
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El galeno, que tenía un diente de oro y un tumor en el bazo con vencimiento a
diez años vista, se acercó blandiendo la Patología Quirúrgica:
-Tú eres Tiberio, ¿verdad?
-Sí; y usted el médico nuevo.
-Curioso, curioso...; ya oí hablar de ti -y el intruso adelantaba sus ojos miopes
sobre Tiberio, mientras le subía y bajaba nerviosamente la nuez-. ¿Por qué hablas
solo?
-No hablaba solo -contestó dulcemente Tiberio-.”Sencillo” está aquí.
-Extraordinario, extraordinario. Y ¿quién es ese “Sencillo”? Yo no veo a nadie.
-Mi Ángel de la Guarda.
-Oh, ya... Interesante, interesante. Fanatismo religioso, alucinaciones
paratípicas...
El Ángel se rió de nuevo y sobre los eucaliptos de las Escuelas Graduadas
surgió otro lucero.
-Fanatismo religioso -murmuraba el memo del médico, mientras cinco de sus
leucocitos despedazaban a un bacilo de Eberth-, alucinaciones; delirio de
sabiduría... Subyugante, subyugante. ¿Tienes espasmos musculares, pequeño?
¿Desdoblamiento de personalidad? Bueno, bueno, no hay prisa. Escucha, ven un
día de éstos por mi casa. Ya sabes, calle de Gabriel y Galán, número uno. Me
llamo...
-Agapito López, ha nacido en Guadalajara el veintinueve de enero de hace
veintinueve años. Es usted bisiesto. Le suspendieron tres veces en Anatomía, es
usted pícnico y cinco glóbulos blancos acaban de hacerle un pequeño favor devorando a un bacilo de Eberth. Pero dada su configuración cerebral, usted no se
entera sino de sus nudos digestivos, de su pobreza de espíritu; nunca sabrá lo
que es un milagro, a qué sabe una rosa masticada despacio o cuántos ángeles
van desde la isla de Madera al Afganistán sobre aquella nube violeta.
El médico abrió la boca y no dijo “mu”, porque no tenía facilidad de palabra.
Luego se alejó despacio, diciendo:
-¡Fascinador, fascinador! Creo que Adler habla algo de estos casos... Bueno,
chico, no dejes de ir por casa cualquier día de éstos.
-Siento algo raro -murmuró inquieto Tiberio.
-Ten cuidado con don Agapito. Va a cambiar tu vida, pero no temas nada ni a
nadie; estaré contigo -respondió el Ángel.
Tiberio emprendió el camino del pueblo escoltado por “Sencillo”.
Todos los búhos del mundo giraban sus ojos enloquecidos, mientras el
boticario despachaba dos pesetas de alcohol a la criada del juez municipal.
39
TIBERIO, ACUSADO DE ESQUIZOIDE
Maldito lo que Tiberio volvió a acordarse del mediquillo ni de su invitación. Se
aproximaba el otoño, que era la época en que los árboles de Evaristo se ponían
tristes y amarillos y el viento les arrancaba a mordiscos las hojas crujientes, que
luego aprovechaba el padre de “Chicha y Pan” para mezclarlas con su tabaco de
colilla. Por aquella época Tiberio andaba muy atareado con los espantapájaros.
Porque Tiberio tenía, entre otros, el título de profesor de Espantapajarología;
lo segundo no lo decía nunca la gente porque se les trababa la lengua.
Pero sí, Tiberio era artífice de monigotes para los sembrados. Hacía
gratuitamente, desde luego, todos los que le pidieran. Y se divertía mucho
colocando los viejos harapos sobre el mástil torcido: una chaqueta de pana toda
zurcida, unos pantalones deshilachados y un sombrero de paja con el ala
mordida por alguna vaca. El secreto de los monigotes de Tiberio estaba en la
cabeza.
-¿Ve usted? -decía-. Ningún espantapájaros tiene cabeza. Los estorninos y los
trigueros se dan cuenta y no los toman en serio. Yo les pongo cabezas con la
cáscara enterita de media sandía.
Pero Tiberio no confesaba su absoluta incredulidad en los espantapájaros. A
veces, mientras vestía a uno escuchaba las risas de los gorriones sobre un bardal
próximo.
-Dios puso el trigo y Dios puso el triguero. Pues dejémoslo así. Yo no voy a
corregir a Dios.
Pero en alguna parte estaría escrito, digo yo, que la vida de Tiberio tenía que
cambiar radicalmente. Ya lo dijo el médico nuevo, ya. Y don Agapito es de los que
dicen que dos y dos son cuatro, y vaya a usted a convencerle de que asen.
Uno de aquellos días, mientras Tiberio andaba ocupado en su peritaje
espantapajarológico, don Agapito entró en “La Caña de Azúcar. Ultramarinos
Finos”, mientras el señor Marcelino le daba palique a la criada de don Guillermo,
el administrador de Correos, y le ponía la pesa de ochocientos cincuenta gramos.
-Usted dirá, don Agapito.
-Ya veo que me conoce usted. Hablo con el señor Marcelino, ¿verdad? Con el
padre de Tiberio...
Al oír el nombre de su vástago, el tendero movió las orejas precavidamente.
-Sí, señor, para servirle. ¿Qué ha hecho ahora el chico? ¿Le ha dicho a usté
que es un hombre de “carcañón”?
-¿Cómo? ¡Ah, ya! De Cromagnon. ¿A usted se lo ha dicho? ¿Sí? Tiberio, ¿es
hijo suyo, de usted?
-¡Oiga! ¡Pues claro!
-No, no quería molestarle. ¡Es extraordinario! Si fallan la constitución
somatopsíquica heredada, es decir, el genotipo y el medio ambiente o perístasis...
-el médico se pellizcaba los labios, como si estuviera abstraído-. El plasma
germinativo... Claro, habría que indagar las fases psicóticas.
Pero, en ese caso, esto demostraría la inconsistencia de la escuela paratípica o
peristática de Signaud. Tal vez examinando la bradipragia y la braditrofia podría
dilucidarse la cuestión del autismo y de la diátesis basewoidea.
Don Agapito sonrió satisfecho. Le había salido de una vez sin una sola
equivocación. Aquello le animó bastante.
40
-“A ver si ahora me sale lo otro” -pensó. Y preguntó al señor Marcelino, que
parecía alelado-: ¿Sabe usted lo que es la personalidad?
-Yo... no, no entiendo de esas cosas. Pero tengo azúcar muy fina, molida...
-Pues la personalidad es un substrato biopsíquico formado por un conjunto
de disposiciones genéticas y de fuerzas somáticas y psíquicas, que se
metamorfosean recibiendo un sello peculiar que denominamos idiosincrasia
individual, lo que separa nuestro “yo” del mundo circundante.
El señor Marcelino se estaba amoscando:
-Bueno, bueno, como usté diga. ¿Desea usted alguna cosa? Tengo ahí
clientes.
-Sí -meditó don Agapito mordiéndose una uña-. Tiberio es un esquizoide
oligofrénico según la descripción de Kretschmer.
El señor Marcelino se arremangó los puños de la camisa.
-¡Oiga usté, doctor, a ver si tengo que mentarle a su madre! ¡Tiberio será lo
que le dé la gana, y usté se calla o le pego un revés que lo espachurro! ¡Pues
estaría bueno, hombre, que venga usté a mi casa a insultar a mi chico!
-No se enfade usted; la oligofrenia de Tiberio no está comprobada, después de
todo. El esquizoidismo es clarísimo. Y creo que se trata de un psicópata
vagamundo, histérico, sin que aún pueda concretarse la función de la libido.
-¡Mire usté! -rugió el señor Marcelino congestionado-. A mí no me hable en
franchute ni en camelo! ¡Al pan, pan, y al vino, vino, y mejor vino que pan! ¡Y
dígame si es que me está insultando o qué!
Don Agapito adelantó sus ojos miopes, bizqueando tras sus cristales con
nueve dioptrías:
-Lo que digo es que Tiberio es un anormal, un psicópata. Debe usted llevarle a
un especialista de psiquiatría.
Aunque parezca mentira, el señor Marcelino sintió un escalofrío. Y después de
eructar, preguntó:
-¿Qué le pasa? ¿Que está malo?
-Es un enfermo mental.
-¿Enfermo? ¡Je! ¡Amos, ande! ¡Si es capaz de pegar a estos dos juntos!
Y señalaba a Eufrasio y a Antolín, que oían la conversación sin entender ni
jota.
El médico nuevo se impacientó:
-¡Acabemos! Para usted no hay más enfermedad que el dolor de tripas o el
tifus exantemático. La enfermedad de Tiberio es de aquí, ¡de aquí!
Y se golpeaba la frente con la mano izquierda, donde tenía el anillo que le
regaló su novia Rosamunda, que era hija de un brigada de Intendencia.
La frente del señor Marcelino se le llenó de venas gordas. Le costaba mucho
trabajo pensar. Luego se quedaba hecho cisco y tenía que irse a la alcoba.
-¿Quiere usté decir... quiere usté decir que... que Tiberio... que Tiberio está
loco?
-Bueno, no precisamente loco, pero algo parecido.
-¡Ya decía yo! -movió pesadamente el tendero su cabeza rojiza-. ¡Mire usté que
tirarme la escopeta al pozo, que la tuve que sacar con unas escarpias y
esconderla! ¡Y no me tiembla, no me tiembla!
-Pues ya lo sabe usted. Le voy a dar una tarjeta para que vea en la ciudad a
un psiquiatra de parte mía.
-Sí, señor -se aturulló el tendero.
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Don Agapito escribió unas líneas con su bonito lápiz cromado de cuatro
colores, marca “El campeón”, sobre la tarjeta de visita, y se la tendió al señor
Marcelino:
-Tome. Mis honorarios son veinticinco pesetas.
Indudablemente la revelación del médico había desconcertado al propietario
de “La Caña de Azúcar. Ultramarinos Finos”, porque sin rechistar sacó un billete
oloroso a bacalao y se lo dio a don Agapito.
-“Mersi”. Buenas tardes.
Cuando salía, el médico se topó en la entrada con Tiberio, que venía lleno de
barro de plantar espantapájaros.
-¡Hola, hombre! ¡No te preocupes! ¿Eh? ¡Ya verás cómo todo se arregla!
Se le enturbiaron los ojos a Tiberio con un extraño presentimiento. Y tendió
su mano, buscando en el aire la invisible mano de “Sencillo”, mientras le volvía a
la mirada un agua mansa de paz.
De bruces, sobre el mostrador, el señor Marcelino se hurgaba las narices,
meditabundo.
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SEGUNDA PARTE
TIBERIO ESTÁ LOCO
TIBERIO, PELIGRO SOCIAL
-¡Pí! -hizo el silbato del jefe de estación.
-¡Piiii! -hizo el silbato de la máquina.
-¡Chas..., chas..., chas..., chas, chas, chas! -hizo el tren deslizándose sobre los
rieles.
Un hombre corre tras el convoy con una cesta. ¡Qué risa! Práxedes aplasta la
nariz contra los cristales de las ventanas de la fonda, pero de pronto desaparece
atraído por una fuerza irresistible: Alfonsa ha entrado en acción.
Desde la ventanilla ve Tiberio empequeñecerse las figuras de sus hermanos
Eufrasio y Antolín, enfundados en sus guardapolvos grises, y el pañuelo de la tía
Evelina humedecido de lágrimas. Y ve alejarse la estampa menuda del pueblo,
con las cigüeñas chascando sobre la torre, mientras un relámpago de angustia
cruza sus ojos serenos. ¿Volverá alguna vez?
Junto al paso a nivel del Cementerio, enfrente de las Escuelas Nuevas, la
guardabarrera alza el trapo rojo que usa para limpiar los cristales, mientras el
boticario y el juez esperan a cruzar las vías hablando del uranio doscientos treinta y cinco.
Tiberio sale de su pueblo, apenas por vez segunda en sus diecinueve de vida.
La tía Evelina le ha enfundado en un traje precioso con rayas “príncipe de galos”,
que da al muchacho la sensación de estar aprisionado tras una reja.
“Sencillo” viene también. Sin billete, claro. La tarde anterior le preguntó
Tiberio, con una ráfaga de inquietud en la boca:
-Y tú, “Sencillo”..., y tú, ¿no vendrás conmigo?
-Soy como tu imagen en el espejo. Iré contigo siempre hasta tu muerte.
Le brillaron curiosos los ojos a Tiberio:
-Anda, dime, cuándo me moriré yo.
-No, ni puedo.
-¿Sabes? -meditaba el muchacho-. Me gustaría morirme un tres de febrero...
Ese día vuelven las cigüeñas después de un largo invierno de lluvias y heladas
sobre el nido vacío... Las cigüeñas son como tú, como vosotros los ángeles...
Blancas, audaces, ¡vuelan tan bien! Y vienen cuando llega la primavera y se
despierta el campo y los tallos chiquitines de los trigos se aúpan sobre los surcos
con huellas de perdices y camadas tibias de liebre... -súbitamente se acongojó-.
Oye, “Sencillo”, y si vienes conmigo, ¿no te ensuciarás? El humo del tren es
pegajoso, y tú ¡eres tan blanco!
Sonreía el Ángel:
-Nada puede manchar mi blancura. Los ángeles somos como las estrellas.
Reflejamos la blancura de Dios.
Por eso, ahora, cuando el tren cabecea, como Práxedes cuando va calamocano
hacia la fonda, Tiberio busca con ojos inquietos la blanca e invisible silueta del
Ángel; y no le ve, pero siente junto a sí, junto a su cabeza, algo como un aliento,
como una respiración suave.
El vagón de tercera va lleno. Frente a Tiberio, el señor Marcelino lee las
noticias de la China.
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-¡No, si acabarán llevándonos a la guerra! -y se promete aumentar las
reservas de azúcar y de aceite en la trastienda, que bien se acuerda del año del
hambre.
En el departamento viajan también una monja, dos comisionistas, dos
labradores, una mujer gorda con bocio, un empleado de ferrocarriles y un
guardia. Los pasillos están atestados de cestas, soldados, mujeres con gallinas y
maletas de cartón piedra podrido, soldados, segadores, estraperlistas, soldados,
empleados del ferrocarril, policías, estudiantes, soldados, guardias y ganaderos.
El señor Marcelino habla de política con el guardia y el empleado de
ferrocarriles:
-¡Vamos a ver, usté que es una autoridad! ¿Qué piensa hacer esta gente? ¿La
guerra? ¡Ni guerra ni pamplinas, todo les importa un pito! ¡Lo que quieren es
llenarse los bolsillos y aumentar los impuestos! ¡Y de eso nada, monada! ¡Yo soy
un ciudadano! ¡Yo soy un hombre libre! ¡Yo soy un “sunfragista”! ¡Yo voto! ¡Yo
pago!
-Todos pagamos.
-Sí, señor. Y dígame usté, ¿para qué? ¡No hay más que granujas! De eso sobra
aquí mucho, ¡pero que mucho! ¿Y sabe usté lo que dicen aquí? -y golpea el
periódico con una mano-. ¡Pues que en “Guasintón” van a aumentar la reserva
del patrón oro! ¡Jajay! ¡Si ya lo decía yo, si eso es lo que se veía venir! ¡Menudo
patrón! ¡El “desenquilibrio” económico! ¡El “superavis”! ¡Y aquí, venga a
jorobarnos con las “restriciones”!
La monja va por el tercer Misterio de Gozo; la del bocio duerme y los
comisionistas echan cuentas sobre un block de espiral. Y Tiberio, junto a la
ventanilla, se estremece de alegría al oír un leve susurro:
-¡Tiberio! ¡Soy yo, tu Ángel! ¡Voy aquí contigo, a tu lado!
-¡“Sencillo”! Dime, “Sencillo”, ¿a dónde voy?
-Ya lo sabes; a la capital a que te vea un médico. ¿Tienes miedo?
-No... Mientras vengas conmigo. Pero... ¿qué pasará?
Ahora, el susurro del Ángel tiene más grave tono:
-Ya lo verás. Pero nunca podrán contigo, Tiberio. ¡Ni con todos sus
microscopios, sus batas blancas, sus gruesos libros y sus inyecciones! ¡Toda su
pobre y falsa ciencia querrá husmear el rastro de tu origen y tu destino,
desmenuzar tus pensamientos, hacer comprensible lo que sus viejos cerebros sin
Luz ni Gracia no pueden comprender! Eres un esquizoide, ya lo sabes...
-No soy nada eso.
-Claro que no, Tiberio. Pero interesas a la ciencia... ¡Oh, la Ciencia! Por eso no
puedes seguir con tus espantapájaros inútiles, ni hablar con “Chicha y Pan”
mientras se encienden las estrellas... Eres un peligro social. ¿No sabes? Hubo
una reunión para decidir tu caso. Como tu padre no quería gastarse dinero en el
viaje, don Agapito convocó a don Ganimedes, don Herminio, el alcalde, Evaristo...
hasta Alfonsa fue llamada a declarar... ¡Como tú le dijiste aquello una vez...!
-¿Y qué pasó?
-¡Te hubieras reído! Todos tienen miedo de ti, te saben extraño, saben que los
conoces, temen tus gestos y, sobre todo, tus verdades. Y decidieron que eres un
peligro social. No pueden vivir contigo, que lees sus pensamientos, que adivinas
sus odios y sus iras, su codicia y su lascivia... No conciben que quieras ser
ingeniero de Arroyos y Jardines, que arriesgues la vida por salvar a un cigüeño y
que te guste comer rosas, que es en ti un atavismo. Y todas las “fuerzas vivas” se
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han desencadenado sobre ti. ¡Cómo temblaban acusándote! ¡Cómo se mordía las
uñas don Agapito y subía y bajaba la nuez de don Ganimedes! Tu presencia les
irrita porque les humilla. A tu luz se ven ruines y groseros, desgraciados y falsos.
Ellos no ven ángeles sobre una nube que va hacia Etiopía. No ven sino sus
cajones de comerciantes; no quieren sino contar la calderilla sucia de sus intrigas
y sus fealdades. Y como tu luz les deslumbra, han decidido apagarte. Entre todos
costearon vuestro viaje aceptando la solución de don Agapito. Confían en no verte
nunca más.
Al empleado de ferrocarriles y al guardia se les abre la boca ante la
elocuentísima perorata del señor Marcelino:
-¿Ustés creen que Alemania atacó a Polonia por lo del pasillo ése? ¡Amos,
anden! Por un pasillo no se pega nadie. ¡Las “reindinvicaciones” económicas, el
mercado mundial, ése era el motivo, y que nos dejen de mandangas! ¡La democracia! Todo eso está muy bien, pero yo les digo a ustés que es mentira. Y lo del
comunismo, igual. ¿Ustés no saben lo que les pasó a Bravo, “Mandonado” y
“Pandilla”, que fueron los comuneros, o sea, los primeros comunistas? ¡Pues eso!
Una buena estaca y se acaban los “confliztos”.
El señor Marcelino siente sobre sí los ojos severos de Tiberio y se calla. De
pronto, al hacerse el silencio -apenas se ha oído el “Mater Christi... ora pro nobis”
de la monja-, se despierta la mujer del bocio.
El guardia aprovecha para cambiar la conversación, que ya está bien de
perorata:
-¿Y qué? ¿De exámenes con el chico?
-No, señor. Vamos a... a por el suministro.
-No se miente, padre -murmura Tiberio.
-¿Eh? Bueno... también vamos al médico para que vea al chico.
-Pues no tiene pinta de estar malo -bosteza la mujer gorda.
-Sí... no... claro... -se atropella el señor Marcelino.
Tiberio sonríe dulcemente.
-Esto no se nota a primera vista. Estoy loco, señora.
Los viajeros del departamento dan un brinco al unísono y se repliegan
asustados en sus asientos, mirando a Tiberio con ojos recelosos, inquietos. Ya
han olvidado sus antiguos pensamientos, su sopor, sus notas en el block de
espiral, sus consideraciones políticas... ¡Viajan con un loco!
Un loco que les mira con una sonrisa, con unos ojos alegres que penetran, sin
embargo, hasta el fondo turbio de sus conciencias. ¡Un loco!
Sólo la monja, sin enterarse de nada, musita:
-“Regina Angelorum, ora pro nobis”...
Y luego aprieta los ojos un poco turbada, para alejar un absurdo
pensamiento, una imperdonable distracción.
-¡Jesús! -piensa-. ¿Pues no iba a decir “Regina Insanorum, ora pro nobis”?
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TIBERIO ES DECLARADO OFICIALMENTE LOCO
Todo ha sido tan rápido, tan inesperado... El señor Marcelino ha vuelto al
pueblo con cincuenta kilos más de garbanzos en el suministro y un hijo menos en
la casa. Ante la tía Evelina, congestionada entre sus encajes, rugiente,
espumeando rabia entre sus encías descarnadas, el señor Marcelino agacha la
cabeza y se pone a hablar. Lo cierto es que se hace un lío y que no es capaz de
explicar nada como Dios manda, porque ¡vaya explicaderas que tiene el hombre!
Pero, secretamente, en el pueblo se respira con tranquilidad: el “peligro
Tiberio” ha sido conjurado. ¡Qué pedazo de suspiro ha dado el farmacéutico!
La cosa no fue difícil. Cuando don León leyó la carta que el médico del pueblo
le enviaba con el señor Marcelino -ya se acordaba, ya, de aquel alumno suyo que
parecía tonto y el día del examen se explicó con un par de jamones-, el
especialista en Psiquiatría se pasó la lengua por los labios como si acabase de
comer mermelada:
-¡Vaya, vaya! ¡Conque un esquizoide oligofrénico según la tipología de
Kretschmer! ¡Un caso precioso, muy bonito, sí, señor! Ven, guapo, ven.
Le sentó en una butaca, frente a la ventana. Y le increpó:
-Vamos a ver. Tú, ¿quién te crees que eres?
-Tiberio, señor.
-¡Claro, claro! Este tipo siempre responde a la lucubración histórica. Unos,
Napoleón; otros, Carlo Magno... Porque tú te llamas Tiburcio, ¿no es así?
-No, señor: Tiberio.
-Ah, ya, autopersuasión. Característico. ¡Tiberio!
-Fue cosa de mi compadre -murmuró muy colorado el señor Marcelino-; yo
quería que se llamara Niceto, pero como mi compadre era del Rey...
Ahora le tocó la china a don León, que se puso como una guinda.
-Bueno... Tiberio. Mañana tienes que estar en el Hospital Provincial a las once
de la mañana.
Los acompañó hasta la puerta. Y se volvió Tiberio:
-Perdone, señor. ¿Por qué hace usted cada tres minutos ese gesto de quererse
morder una oreja? Me temo que aunque lo siga intentando no lo va a lograr.
-Es de nacimiento -balbuceó don León, azorado ante los ojos del muchacho.
Al día siguiente, a las once en punto, estaban el señor Marcelino y Tiberio en
el Hospital. Un enfermero les llevó por un pasillo con macetas que olían a éter y a
yodoformo; el tendero se quedó fuera rascándose el pescuezo -era campeón de
rascadura en el pueblo-, mientras Tiberio entraba en un amplio despacho.
Fumando, esperaban cinco médicos.
Tiberio se detuvo tímidamente, mientras la puerta se cerraba tras él. Y los
cinco doctores, en vez de cantar el coro de “El Rey que rabió”, se precipitaron
convulsos sobre el muchacho:
-¡Ya esta aquí!
-¡Estoy impacientísimo!
-¡Maravilloso; un “krestchmeriano”!
-¡Sujetadle!
Tiberio no se acuerda bien de todo lo que dijo. Aquellos hombres,
¡preguntaban tanto! Y desde el día anterior no veía a “Sencillo”.
-Primero la ficha médica.
-¡No! Primero vamos a medirle el ángulo facial.
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-¡Los reflejos, los reflejos antes!
Manoteaban excitados, se aturullaban, pronunciaban palabras incoherentes y
trémulas, acariciando a Tiberio, tirándole de la chaqueta, oliéndole,
magullándole...
Tiberio les dejaba hacer, abiertos sus ojos, extrañados ante aquella reducida
multitud médica gesticulante.
-¿Has tenido sarampión, escarlatina, pulmonía?
-¿Toses?
-¿Te cansas si corres?
-¿Cuántas son dos y dos?
Don León impuso silencio:
-Vamos a ver. ¿Te duele algo?
-A veces -suspiró Tiberio-, a veces aquí en la espalda.
-¡A ver, a ver! ¡Ooooh!
Hubo un instante de asombro colectivo, como si los cinco médicos se
hubieran vuelto mudos. Al fin, el más viejo, don Amadeo, susurró débilmente tras
examinar la espalda desnuda de Tiberio:
-¡Extraordinario! Diríase... diríase... dos... dos... dos...
-¿No querrá usted decir, colega -silbó burlón el doctor Parra-, que se trata de
atrofia de...?
-¡Sí! -carraspeó don Leocadio, que no podía tragar al doctor Parra, y por eso le
llamaban “Antiparra” en la Facultad, pero que ahora le apoyaba-. ¿No querrá
insinuar que son dos alas atrofiadas? ¡Jo, jo! ¡Estamos explorando a un ángel!
-No... yo no he dicho nada -se turbó don Amadeo-. Bien; sigamos, sigamos.
Investiguemos la vida onírica.
-¡Sí, a ver la función de la libido!
-¿Has conocido el amor, muchacho?
-Sí, señor. Amo a los pájaros que chillan desde los bardales con rocío, desde
las enredaderas de tía Evelina que huelen a iglesia de Mayo. Amo a los perros con
hambre, los que no tienen dueño y aúllan en su soledad de vagamundos al paso
de los ángeles. Amo a “Sencillo”, que es blanco como las nubes. Amo a don
Tomás, que tiene el alma de niño y cada día se alimenta de la verdad redonda de
Dios; amo a mi padre, aunque sea tan bruto. Y a ustedes, que están tan enfermos
de sabiduría...
Le oían asombrados, desorbitados los ojos, sorprendidos ante la voz melodiosa
y serena del muchacho.
Pero el estupor dio paso a una renacida fiebre:
-¡Bárbaro, imponente!
-¡Es maravilloso!
-¡Habla de lo que quieras!
-No tengo ganas, señor.
-¡Sí, de ti; de algo que te haya impresionado!
-Nunca me impresionó nada.
-¿Qué es lo primero que recuerdas de tu vida?
- La oscuridad. Y un día la luz. Y rostros extraños, desconocidos: mi madre, el
médico...
-¡Oh, oh, recuerda su vida uterina!
-¡Veamos el reactivo de Binet! ¡Cierra los ojos y escribe luego lo que hayas
pensado!
47
Con un lápiz escribió Tiberio:
-“Azul”.
-¿“Azul” ¿Y por qué “azul”?
- No lo sé. Hice lo que me dijo.
-¡Ahora, el reactivo de Adler ¿Qué es lo que sueñas más frecuentemente?
-Con el silencio.
-¡Oh, el silencio!
-¡Indudablemente se trata de un “tipo subjetivo”!
-¿Qué harías si fueses rico?
-Un asilo de perros vagabundos. Y un hospital para cigüeñas.
-¿Y por qué no para hombres?
Tiberio sonrió lacónico:
-Pienso que no vale la pena. Hay muchos. Y ellos se defienden; las cigüeñas,
no.
Don Amadeo le acercó una cartulina:
-Mira este dibujo. ¿Qué puede ser?
-¿Esto? Un barco; no, no, quizá una amapola; son rojas y crecen con el trigo,
¿sabe usted? Son como los labios de la mies.
-¿Y nada más? ¿No ves más cosas en ese dibujo?
-Claro que sí: un reloj de sol, una palmera, un yunque, un espantapájaros, el
álamo de Los Carrascos, una hoz, una mata de hinojos, un cigüeño chiquitín, un
surtidor, un Mar Caspio...
-¡Qué imaginación!
-¡Maravilloso!
-¡Fenómeno!
-¡Ahora, dibuja tú algo!
-¿Qué es eso? ¿Quién es?
Tiberio extendió su mano, erguido el índice.
-Aquel señor.
-¿Yo? -chilló don León.
-¡Atiza! ¡Si ha pintado una boca mordiendo una oreja!
Se morían de risa. Tiberio se disculpó:
-Así se quedará tranquilo, señor. Créame, es malo hacer gestos nerviosos;
debe ir al médico.
-¡Al médico, al médico! ¡Ji, ji, ji! -se desternillaban los colegas.
Les interrumpió Tiberio, que aún tenía la lámina de dibujos en la mano:
-Perdonen, ya sé lo que es esto: es la nada. La nada es así; no tiene más límite
que Dios, que es el Todo.
Los médicos, pasado el momento de hilaridad, se movían como murciélagos
borrachos por la habitación. Examinaban la órbita de Tiberio, le aplicaban el
estetoscopio, le golpeaban las rodillas con un martillo de goma, consultaban
libros, mordían sus labios pensativos... Y discutían, rápidamente, como si les
quedase poco tiempo, como si algo les angustiara el corazón y quisieran
desahogarlo en palabras absurdas, sin sentido, disparatadas.
Mientras, Tiberio seguía hablando. Agitaban su cuerpo, le zarandeaban, pero
él miraba fijamente las acacias tras las ventanas, un trozo de cielo azul, recortado
de chimeneas y buhardillas. Los ojos se le encendían con pavesas de oro, como
una noche de feria. Y vibraban unas palabras dulces que, al principio, nadie oía:
48
-Dios no quiere que toquéis mis pensamientos. Nadie ha visto a Dios. Nadie
ha visto al sueño que es blanco y entra de puntillas en la habitación y se posa en
los ojos y en los oídos. La sombra está hecha de noche y de calor, de grillos y de
silencio. Yo quiero encontrar el silencio que es azul. Vuestros gritos no me dejan
oír el silencio, que está en los charcos de la noche, cuando las ranas enmudecen
y se calla el cárabo y se cae una estrella; un mundo como el nuestro en el que
Dios ha escrito la palabra “fin”...
Continuaban aquellos hombres con sus palabras y sus brazos agitados. Sólo
el más viejo, don Amadeo, se había quitado las gafas y escuchaba a Tiberio con
los ojos húmedos:
-Pero nadie ha visto el Silencio, nadie le ha oído, porque éste es el secreto de
Dios. Está en las espigas y en el olvido, en la tristeza que engendra la alegría; los
hombres le rozan cuando tienen el corazón triste y andan por la amargura
camino de la paz. El silencio está en los ojos y lo llevan los niños sin saberlo, los
niños que sueñan que hay tres soles y que saben reír; el sueño son los que
duermen con el corazón en la tierra, cuando les crece en los oídos un rosal
blanco. Y entonces, toda la noche va de puntillas y se detiene el rumor fresco del
río de las estrellas, que son como guijarros en la corriente... Es que entonces está
pasando el Silencio con sus pies descalzos por la sombra. Y se mueren todos los
cardos que esperaban furiosos al borde del camino.
Se detuvo Tiberio. Y alguien gritó:
-¡Oye, Amadeo! ¡Ven a firmar! ¡Ya lo hicimos nosotros!
Don Amadeo se puso las gafas. Y mirando a Tiberio exclamó:
-Yo no firmo. No está enfermo. Os digo que no está enfermo. Este muchacho
es de Dios. Es... -susurró muy bajo, como si confesara una verdad remota- ...es
verdaderamente un ángel.
-Nosotros estamos de acuerdo. Y somos mayoría.
El anciano no escuchaba. Se había acercado a Tiberio:
-¡Perdónanos!
Sentía una enorme vergüenza, una invencible fatiga. Y añadió, turbado:
-¿Tú crees, hijo, tú crees que aún puedo encontrar yo el Silencio?
Se iluminaron con una sonrisa los ojos del muchacho:
-Está en ti. Está en tu tristeza. Está en tu bondad. Está en tu deseo de
hallarlo.
Don Amadeo se quitó de nuevo las gafas y se restregó los ojos. Se sentía lleno
de una infinita paz; una paz nueva, ya olvidada, que sólo sintió una vez, cuando
tuvo veinte años... Y que ahora le refrescaba el ascua cansada del corazón, un
corazón que sentía súbitamente despojado de deseos, de fatigas, de ambiciones,
de sueño...
Estrechó entre las suyas la mano de Tiberio.
Y, suavemente, con una ternura desconocida, la besó.
49
ALFREDO QUISO CORTAR SU SOMBRA
Tiberio ha reconocido la puerta aquélla. Una vez -la otra vez que estuvo con
tía Evelina en la ciudad- pasó por allí y se detuvo sin saber porqué. Le atraía
aquel jardincillo sombrío; los cermeños y los naranjos palidecían sin sol, mientras
los macizos de crisantemos le recordaron las flores que cada Día de Difuntos
llevaba su madre, allá en el cementerio del pueblo, lleno de ortigas, zarzamoras y
gatos muertos.
Quizá por eso, le gustó entonces este jardincillo, el túnel de madreselvas sin
flor, la verja de hierro llena de herrumbre:
-¡Tiberio, hijo! -le gritó la tía Evelina muy nerviosa-.¡No te pares ahí!
Ayer volvió Tiberio ante la puerta aquélla. Y esta vez no pasó de largo. Esta
vez entró, cruzó con el señor Marcelino la verja que sostenía el título de porcelana
descascarillada:
MANICOMIO PROVINCIAL
Y pasó bajo el túnel de madreselvas sin flor, pisando la hierba que
desbordaba los setos descuidados. Todo esto es un poco triste, aunque Tiberio
quiere adivinar el silencio, al fondo de este jardín, antiguo convento que aún
conserva las ventanas con celosías y la misma campanilla de bronce y la
espadaña, arriba, hiriendo al cielo con el agudo lanzón de la veleta.
No hay ruidos; nadie canta ni grita; pasa por la calle un carro con lechugas
dando tumbos, o ladra un perro. Los ligeros ruidos de fuera denuncian este
silencio sobrecogedor del manicomio.
Tiberio ha estado en un despacho. Frente a él, un hombre de frente estrecha y
pelaje de león: el doctor Quiñones, director del establecimiento.
El doctor Quiñones le hace muchas preguntas
-¡Dios mío!, ¿por qué le preguntan tanto estos hombres?-, pero él no contesta.
Lo hace, torpemente, el señor Marcelino.
Tiberio sonríe feliz:
-¡“Sencillo”! ¿Dónde estabas? ¡Te he necesitado mucho!
-Tonto -sonríe el Ángel-, detrás del doctor. ¿No me sentiste a tu lado?
-Sí, pero no te veía. “Sencillo”, ¿qué hago aquí, por qué me han traído a esta
casa?
-Han decidido que estás loco. ¿Tú qué crees?
-¿Loco yo? -sonríe Tiberio-. No, no. Aunque me veo muy distinto a todos;
nadie me entiende. Y a veces... -suspira- yo no les entiendo a ellos.
-Aquí encontrarás quien te comprenda, Tiberio. Y no temas, nunca me separo
de ti.
El señor Marcelino se ha ido, como siempre, rascándose el pescuezo. ¡Vaya
por Dios, él no comprende nada de esto!
El doctor ha llamado a un timbre. Viene una monja, alta y pálida. Se llama
Sor Herminia.
-¿Tú eres Tiberio?
-Sí.
-Ven conmigo; te llevaré a tu dormitorio.
¡Oh!, él no quiere ir ahora al dormitorio. Quisiera huir de la tristeza de estas
paredes húmedas; salir al jardín, sentarse sobre la hierba y recordar a “Chicha y
Pan” que ahora estará sentado en su puerta con los ojos fijos en el morgaño de
antenas palpitantes.
50
La monja anda con ruidos de llaves; con su enorme toca parece una cigüeña o
un avión. Tiberio va detrás, pisando de puntillas. Cruzan un pasillo; hay celdas
con puertas de reja a la que se asoman hombres pálidos con barbas y sueño, con
ojos febriles que miran sin ver; que sacan una lengua blanca, con sarro, entre los
barrotes.
Pasa un hombre vestido de blanco con los brazos al aire, mostrando los
bíceps poderosos:
-Hermana, al 43 le dio el patatús. Le he dado un pie de paliza que no se
mueve en seis días.
Se ríe con dientes anchos, bestiales. Tiberio le ve el alma, torva, primitiva; es
un hombre de las cavernas; y en el fondo, cobarde.
Sor Herminia abre una puerta:
-Aquí dormirás, Tiberio. La cama número 17.
Es una larga sala con ventanas estrechas; hay una docena de camas
niqueladas cubiertas de amarillas colchas desteñidas.
-Pero ahora ven; los demás están en el patio grande. -La hermana se detiene:
-Serás bueno, ¿eh, Tiberio?
Y Tiberio, ante aquellos ojos hundidos y desconfiados siente una gran
congoja. ¿Ser bueno? ¿Qué es ser bueno?
La monja comprende y sonríe; sus facciones se dulcifican. Tiberio ve su alma
en el fondo de las pupilas. Y siente Tiberio que su congoja se calma.
Sor Herminia ha dicho no sé qué y se ha marchado. Es un patio grande,
desnudo; en el centro hay una fuente de cemento y piedra, seca, y unos hombres
que pasean lentos, en silencio. Unos hombres que se quedan mirando al intruso
con recelo:
-¡Hala, hala, uno nuevo!
-¡Eh, chico! ¡Ven acá!
Le examinan curiosos:
-Y a ti, ¿qué te pasa?
-Nada.
-Ah, claro. Nada. Eso decimos todos: Nada, nada, nada, nada...
-¡Cállate tú! ¡Oye, chico!, ¿cómo te llamas?
-Tiberio.
-¡Anda, mi madre! ¡Vaya un nombre!
-Era un emperador romano -tercia uno de los hombres aquellos.
Luego surge un aluvión de preguntas:
-¿De dónde eres? ¿Cuántos años tienes? ¿Dónde vas a dormir? ¿Qué te ha
dicho el director? ¿Te han pegado los loqueros?
-Le aturdís; dejadle en paz.
Tiberio les mira:
-Estoy en paz.
-¡No, estás loco! -chilla furioso un hombre de pelo rojo.
-¡Cállate! -interviene de nuevo el mediador; es un hombre maduro con las
sienes blancas-. ¡Siempre has de tomar las cosas por lo trágico! ¡Imbécil! -luego se
vuelve a Tiberio: -Me llamo Alfredo. Dicen que estoy loco, pero no es verdad. Sólo
hablaba con mi sombra. Mi sombra es mía, ¿sabes? Una vez quise cortarla con
un cuchillo, la aborrecía. ¿Y sabes qué pasó? -hace una pausa, como si preparase
un efecto-: ¡Pues que me herí aquí, aquí! -y señala su pecho-. La sombra me
arrancaba del corazón.
51
Tiembla, un poco excitado. Y de repente abre los ojos, los ojos extraños. La
mano de Tiberio se ha puesto en su hombro, protectora. Y siente la voz del
muchacho como si hundiera sus manos en una fuente, como si sintiera en las
muñecas la frescura del agua, en pulseras de frío.
-La sombra es la angustia que huye del sol. Tú tenías tu alma en la sombra.
Pero la sombra es buena. Las sombras de los árboles y de la hierba. ¿Has visto la
sombra del agua? Está en el fondo, fría y quieta. Tiene miedo del cuchillo del sol.
Pero es buena la sombra. Es fiel, nos sigue, nunca nos deja solos. Tú no quisiste
matar tu sombra. Sólo querías herir tu angustia.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! -exclama Alfredo admirado-. ¿Cómo lo sabes?
Callan todos. Algo raro les aprieta suavemente la garganta como si quisieran
arrodillarse. Y se sientan a los pies de Tiberio escuchándole, sintiendo que
aquellas palabras vibran dulcemente en sus cerebros dormidos:
-La angustia, sí, es mala. Como un alacrán. Muerde nuestro cuerpo, nos hace
daño. Pero no es posible herirla con un cuchillo, hay que ahuyentarla al sol, y
cerrarle el camino del corazón para que no nos robe la luz del alma, para que el
pensamiento no se quede quieto como un niño triste, como un niño pobre... suspira- ...como “Chicha y Pan”.
Desde la ventana de su despacho, el director y Sor Herminia miran
asombrados. No oyen las palabras. Ven sólo a los hombres sentados. Y a Tiberio,
en el centro, de rodillas, elevando sus manos al cielo, como si quisiera alcanzar
los nidos de golondrinas del alero, como si estuviese haciendo una oblación a la
luz.
52
EL DOCTOR ES UN POBRE LOCO
-¿Por qué sonríes, “Sencillo”?
Se reclina el ángel sobre un olivo. Están en la huerta, poco más que un corral
bordeado de árboles frutales. Los almendros llueven un agua mansa de pétalos
con rocío.
-Tienes de hombre la nostalgia. Buscas el silencio en torno, el eco de tu
silencio interior. Pero ese silencio sólo lo encontrarás un día...
Alza Tiberio sus ojos ensoñadores:
-Aún falta mucho..., ¿verdad?
-¿Mucho? ¿Y qué es mucho? ¿Lo que vive una flor, lo que canta un pájaro, lo
que tarda el sol del horizonte al cénit? Tienes también de hombre el lenguaje. Por
esa aún no comprendes la eternidad.
-La eternidad, “Sencillo”, ¿es de día? ¡Quiero que sea de día, que haya un sol
arriba, inmóvil, como una naranja! Sí, aún no sé lo que es la eternidad.
Cierra los ojos y piensa:
-Siempre, siempre, siempre, siempre...
Siente vértigo, como si las estrellas girasen dentro de sus ojos. Luego piensa
en “ellos”.
-¡Los quiero, “Sencillo”! Veo sus ojos con miedo, sus ojos asustados como de
animales que no pueden huir. Veo sus frentes hundidas y en ellas una nube, no
sé si de alba o de la tarde; una nube lenta sin ángeles jinetes; una nube quieta,
tristemente quieta. Oigo crujir sus pensamientos como puertas antiguas que
nunca se abrieron; sus pensamientos lentos que no van a ningún sitio,
mármoles, siempre inmóviles. Y veo la angustia en torno suyo, cegándoles de
pena, asediándoles como un guerrero a una torre...
Sí, y ve también sus vidas al fondo de sus pupilas inexpresivas. A veces,
Tiberio siente vértigo ante estas vidas adivinadas, igual que si pensase en la
eternidad.
-¿Qué es, “Sencillo”, lo que desgarra sus cerebros como una mano crispada, lo
que oprime sus corazones sin risa?
Pasea con ellos, por el patio. Y ellos se acercan a él, tímidamente, con sus
pupilas de niños en las que ve Tiberio el terror y la espera.
Hay uno, Lorenzo, aquel del pelo rojo como una llama. Tiberio sintió un día
los ojos del hombre en los suyos. Y cuando alzó la vista se estremeció. ¡Dios!,
¿qué era aquello? Las pupilas verdes flotaban sobre un charco de sangre
hervorosa. Tiberio adivinó el estallido de aquel fuego crepitante que subía a la
frente de Lorenzo y le incendiaba el cabello. Tiberio sonreía. Y vio calmarse el
hervor de los ojos, como un sol que se hunde en la tierra, como una pavesa que
muere. Y los ojos de Lorenzo reflejaron sólo quietud.
Les conoce Tiberio como si hubiese husmeado allá arriba, en el despacho del
director, que guarda en un fichero metálico unas cartulinas grandes: allí están
las vidas de estos enfermos. Son, sí, unos reflejos grotescos y absurdos de esas
vidas, donde el terror a la muerte sin remedio se llama “epilepsia” y las lágrimas
“histerismo”. El argot médico y las cifras pretenden resumir, científicamente,
inhumanamente, todo aquel barbotar de vidas. Y tras la ficha del inofensivo
soñador Martín está la del terrible asesino Martínez.
A veces, junto a este fichero, el doctor ha sentido un escalofrío de orgullo;
tiene allí escritas con la máquina de letra cursiva que usa Sor Herminia,
53
anotadas de su puño y letra, reducidas a esquemas, estas existencias delirantes
de sus enfermos. Y el doctor se siente un poco dios. Porque no es lo mismo piensa él- extirpar un apéndice o recetar sulfamidas que tocar con las manos ese
misterio de la vida, ese desconocido soporte del alma, esa incógnita del cerebro
donde surge un poema genial o brota una blasfemia.
El doctor hunde sus manos avaras en aquel montón de ordenadas cartulinas.
Sí, allí está Alfredo, que quiso cortar su sombra; allí, Lorenzo, que un día tuvo en
sus manos un cuchillo y lo hundió en el corazón asombrado de un hombre; allí,
Leocadio, el fabricante de sueños; allí, Jerónimo, que se declara autor del
“Quijote”. Incluso Pablo, ese loquito melancólico que espera cada mañana al
doctor Quiñones junto a la cancela y le dice severamente:
-Doctor, las nueve y cuarto... A ver si venimos un poco antes.
Allí está también la ficha de Tiberio. Precisamente ahora, en su visita matinal,
el doctor ha bajado a la huerta para charlar con el nuevo huésped:
-¿Cómo te encuentras, muchacho?
-Bien, señor.
-¿Necesitas algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Tiberio deniega suavemente:
-No, señor; muchas gracias -su rostro se ilumina-. A no ser que...
-Vamos, ¿de qué se trata?
-¿Sabría usted explicarme lo que es la eternidad?
Se sobresalta el director:
-¿La eternidad? ¡Bah! ¿Para qué quieres saberlo? ¡No hace falta!
-Soy eterno, señor. Y también usted. Es un problema humano. “Sencillo” no
quiere explicármelo, no quiere decirme nada del futuro.
-¿“Sencillo”? ¿Quién es?
-Mi Ángel de la Guarda, señor.
-¿Tú tienes Ángel de la Guarda?
-Y usted -sonríe Tiberio con una mirada de reproche.
-¿Tú ves a... “Sencillo”?
-Como a usted ahora.
El doctor se limpia las gafas. Y piensa que se trata de esas visiones típicas
de...
Pero Tiberio protesta:
-Nada de visiones, señor.
Ahora el doctor mira a Tiberio con ojos desorbitados, impresionado.
-¿Cómo? ¿Es que sabes leer el pensamiento?
-¿Leer...? Simplemente, lo veo a través de los ojos. Sus ojos, señor, están
siempre turbados. ¡Desean tantas cosas! Están turbados. ¡Pobre doctor!
El médico seca su frente sudorosa y se sienta junto a Tiberio sobre la hierba,
bajo la sombra del olivo.
-¿Qué sabes de mí, Tiberio?
-Todo, señor. Tengo su vida ante mí, como usted las nuestras en su fichero.
Pero con más amor. ¿Por qué se inquieta, doctor? Cada hombre hace su vida; no
hay un libro donde estén escritos nuestros actos futuros.
Tiberio se detiene y sigue luego en voz baja:
-Pero usted teme. Hace mal. Ella es buena y le quiere. Pero tiene miedo de
usted. Usted le habla de sus locos con ojos febriles, está en el lecho desvelado y
dice palabras extrañas. ¿Se acuerda cuando quiso injertar en el cerebro de
54
Lorenzo el bulbo raquídeo de un perro? Sí, ya sé que usted quería devolverle la
salud; pero eso no puede hacerlo... Usted habla, en esas noches sin sueño. Y
luego no recuerda nada. No debe temer, doctor. Limpie su alma de todo ese poso
de ambición; quiere usted brillar, ser grande, famoso, célebre. Y no se da cuenta
de que no vale la pena. Nada vale la pena. Sólo la eternidad... Y usted no sabe lo
que es.
Siente el doctor la boca seca, ardiente. Pero una paz nueva atraviesa sus ojos,
como una nube. Y con voz ronca suspira:
-Sigue...
-Mire esos hombres. Muchos de ellos poseen la paz. Y usted les hace una
ficha, con números, con palabras de su ciencia. Pero ellos sólo quieren ser
pájaros. ¿Están locos los pájaros, doctor? Mire aquellos gorriones. Se ríen,
cantan, dan saltos sobre las ramas. No piensan en hoy ni en ayer, no necesitan
hablar... ¡Qué tontería! Sólo quieren jugar, como los niños. Parten en dos el cielo
con sus alas nerviosas, se dejan caer para que se asusten los padres. Y luego,
desde el suelo, vuelven arriba, con sus risas dichosas. Ellos quieren ser pájaros,
doctor. Y ustedes no lo ven; sólo quieren tenerlos quietos, disecados, como esas
perdices muertas de los Museos, en una caja de cristal... Ellos sí valen la pena.
Sólo vale la pena el amor, que es lo que hace posible la eternidad.
Se calla Tiberio. Y el médico, un poco confuso, un poco ansioso, pregunta:
-Entonces... ¿tú crees que...?
-Sí -Tiberio siente una infinita lástima de este hombre orgulloso, avergonzado
ahora, suplicante, que tiende manos ansiosas de una pequeña verdad. Ahora ha
desaparecido su soberbia, la vanidad petulante de sus conferencias, el acento de
superioridad con que se dirige a sus colegas. Y sólo tiene deseos de una verdad-.
Sí. Pero destruya su terror con ternura. Sobre todo con fe.
El doctor se levanta, sacude la tierra de su traje y mira a Tiberio con ojos de
gratitud.
-¿Y tú?
-Oh, nada. Déjeme sólo ir y venir libremente. Sentarme aquí, bajo este árbol
para hablar con “Sencillo” mientras oigo la canción de la vida en la hierba que
crece, en el grano que germina, en las abejas que zumban sordamente bajo el sol.
Déjeme hablar con ellos, llevarles un poco de paz; déjeme cuidar de estos pájarosniños que ni siquiera pueden preguntar “por qué”.
Se aleja el doctor, pensativo, a largas zancadas. Y suspira Tiberio, moviendo
suavemente la cabeza, mientras en la mano una mariquita de San Antonio le
cuenta dócil los dedos pálidos:
-¡Pobre loco!
55
EL FABRICANTE DE SUEÑOS
-¡Loquitos, loquitos míos! -piensa Tiberio.
Una ternura muy suave y muy honda le estremece el alma:
-¡Loquitos niños, loquitos pequeños!
Casi se le saltan las lágrimas a Tiberio. Y no son lágrimas de tristeza, ¡qué va!
Al contrario, como un infinito gozo, como una dicha, porque Tiberio se siente un
poco diosecillo misericordioso entre estos hombres encerrados por fuera y por
dentro. Él sabe calmar sus iras, sus espasmos epilépticos, sus ojos inyectados y
furiosos o su mirada, latente de malicia y perversidad. Le basta llamarlos por su
nombre, poner la fina mano en sus frentes congestionadas, erguirse ante el
cuerpo caído y convulso.
-¡Loquitos locos!
El otro día le pasó “aquello” a Lorenzo. Estaban tranquilamente, tomando el
sol en el patio de altos muros, junto a la fuente seta, que parecía un aerolito
espachurrado, un salivazo despectivo de la Vía Láctea.
Y de pronto Lorenzo se levantó. Tenía aquella mirada roja y estremecida de
ansias; se le rompía la retina, allí, al fondo, en un crepitar violento. La tarde se le
oscureció de pronto; giraban mariposas rojas sobre su frente; caían rojas
estrellas; crecían árboles rojos; rojas fuentes desangraban la tierra. Empezó a dar
vueltas al patio, cada vez más rápidamente, como si le faltase el aire, como si el
corazón, desbocado, se le partiera en borbotones. Luego cayó al suelo, rugiente; le
desbordaba la espuma y contraía las mandíbulas y los puños. Todo rojo, rojo,
rojo...
Los locos se asustaron. Alfredo comenzó a gritar:
-¡Mi sombra, otra vez mi sombra!
Se movían alucinados, inquietos, como animales en la tormenta. Luego acudió
un loquero, Cecilio; un pedazo de bestia, de ojos saltones y ancho tórax de gorila,
con pechos pronunciados como una mujer. Y empezó a pegar a Lorenzo, caído en
el suelo con los espasmos del ataque.
-¡Toma, canalla, para que no me alborotes el corral! ¡So mierda!
Le daba patadas en el pecho, en la espalda, donde podía. La punta de las
botas hacía ¡chas! sobre las costillas del enfermo.
-¡Farsante, asesino! ¡Toma, para que se te vaya pasando, hijo de perra!
Los locos enmudecían aterrados, hundidos en la sombra de los rincones,
mientras Cecilio jadeaba, con la Blanca camiseta empapada de sudor.
De pronto se oyó un grito, un alarido de angustia y de ira. Venía Tiberio,
alarmado por el ruido de la paliza, que llegaba hasta la tranquila huerta. Y se
abrazó al caído Lorenzo desesperadamente, mientras sentía en su propio costado
el bárbaro impacto de una patada. Tiberio apenas se quejó; se levantó tan sólo,
pálido y amenazante, y miró al loquero. Cecilio retrocedió con un escalofrío, como
si aquella mirada le taladrase los huesos, como si se sintiera desarmado y
desnudo; algo como una vara de olivo le cruzó el rostro dos veces; dos surcos
rojos señalaron el rostro aterrado del hombre, que miraba los brazos caídos de
Tiberio, el temblor leve de aquellos labios sin sangre.
El loquero sintió un miedo espantoso. ¿Quién le había golpeado? ¿Qué mano
invisible le hirió el rostro?
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Huyó, cobarde, amedrentado ante aquella mirada acusadora que -estaba
seguro de que había sido aquella mirada- acababa de dejarle en las mejillas una
doble y profunda señal.
Suspiraron los locos. Y Tiberio, inclinado sobre el caído, murmuró
suavemente:
-¡Lorenzo...!
El rojo de la tarde azuleó de pronto; ya no había mariposas rosas; ya las
estrellas eran blancas, y verdes los árboles, y la sangre se amansaba en las
venas.
Lorenzo sonrió:
-Tiberio...
Se levantó, sucio de espuma y de arena, y se limpió los labios con el pañuelo
de Alfredo. Y luego fue a sentarse en paz junto a la fuente.
Volvía Tiberio al silencio de la huerta, al silencio del aljibe, donde navegaban
sin ruido las amarillentas hojas del membrillo.
Alguien le seguía. Era Leocadio, aquel loco de ojos siempre entornados, como
si estuviera tarareando una canción. Era, quizás, el que menos loco parecía. Le
gustaba estarse quieto mucho rato en soledad. Luego se acercaba a alguno de los
enfermos y le hablaba al oído, con amplios ademanes insinuadores.
Ahora siente Tiberio los pasos furtivos del hombre; pasos tímidos, indecisos,
un poco avergonzados.
Al llegar al aljibe -ahora empiezan a bañarse las primeras estrellas en el agua
oscura, donde duermen los peces amarillos-, se sienta Tiberio sobre el bajo brocal
de ladrillo. Y espera. Sabe que Leocadio está allí, detrás del tronco del viejo
manzano, sin atreverse a hablar.
Algo se anima en los ojos pensativos de Tiberio; algo como un deseo. Y
Leocadio sale, obediente, de su escondite y se sienta junto al muchacho, de
espaldas a la empezada noche del aljibe. Luego, una pregunta tímida y
preocupada, ardorosa y bella, hace sonreír a Tiberio:
-Tú... tú... ¿quién eres?
-Tiberio. ¿No sabes mi nombre?
-Sí; tu nombre. ¿Qué es un nombre? ¿Bach era un nombre? No; era el diálogo
de la armonía con Dios; eso dijo Goethe. ¿Qué es un nombre: tu nombre, mi
nombre?
Hace una pausa, e insiste después, tenazmente:
-Pero tú... ¿quién eres tú?
-Un loco.
-¿Loco? ¡No! -Leocadio mira en torno suyo, precavido; y susurra luego-: La
locura no existe. Ellos nos llaman locos porque saben que hemos encontrado la
libertad; ellos están sujetos por pensamientos idiotas... No; mejor dicho, ellos no
piensan; ellos son sólo instinto: instinto de comer, de dormir, de gozar, de
bostezar, de beber... En cambio, nosotros... -chasqueó los dedos, con un gracioso
ademán, como si indicase que algo había huido-. Escucha: nosotros somos el
error de Dios. No, no te creas que digo una blasfemia. Yo lo he descubierto: Dios
está enamorado del hombre. ¿Sabes que Dios se hizo hombre y que bajó al
mundo y murió por el mundo? Dios está loco de amor por nosotros; ése es su
error. No se da cuenta de que no merecemos la pena... Dios hace hombres;
millares, millones de hombres. Y con pocos, muy pocos, hace una excepción: nos
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deja un poco más de su aliento. Y eso somos los locos; estamos, igual que las
estrellas, entre la tierra y el cielo. Caro le cuesta a Dios ese error.
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Sonríe feliz, complacido, como un niño confiado.
-¡Figúrate! ¡Siempre somos niños; siempre tiene que llevarnos de la mano;
puesto que en el mundo somos los débiles, los abandonados, Él no puede
dejarnos! Durante algún tiempo nos deja andar por aquí. Y luego se asoma al
firmamento, abre esa nube que hace de ventana y nos llama con una sonrisa,
como una madre a su niño que juega en la calle cuando llega la penumbra de la
noche. Nos espera el hogar. Por eso “ellos” nos envidian.
Se cae una estrella con larga cola de caballo: un cometa que gana el handicap
de la luz. Y Leocadio insiste:
-Tú; Tiberio, ¿de dónde vienes?
-No sé... Hay un pueblo lejos, más allá de toda la llanura, de la montaña y del
río. Un pueblo blanco, al lado de unos cerros. Hay una iglesia antigua con un
sacerdote de alma blanca que dice misa, entierra a los niños y toca las campanas.
-¿Dónde está ese pueblo?
-Casi no me acuerdo. Quizá en el horizonte mismo, siempre en el horizonte.
No sé... Ahora me pregunto si ha existido alguna vez.
Leocadio mueve la cabeza suavemente, como alguien que está en el secreto:
-No... Tú vienes de más lejos. Quizá de una vid latina o de una catacumba;
allí están el pan, el pez y la paloma, los símbolos de Cristo. Quizá vengas de una
isla donde un hombre vio el fin del mundo. No; tú vienes de una catedral. O quizá
de la armonía, como la emoción de Bach. Tú vienes con el viento, rozando piedras
y espigas; con la lluvia, aclarando el aire de los caminos; con el sol, a saltitos
sobre la hierba tierna... Yo te estoy sintiendo llegar desde mi principio. ¿Qué
palabras traes -se excita Leocadio- para los hombres de buena voluntad?
-No traigo palabras -suspira Tiberio-. Yo voy por ahí buscando el silencio. Mi
ángel, “Sencillo”, me ha prometido que lo hallaré algún día, ¿sabes? El silencio
está alto; más que las campanas y las garzas. No sé; debe de estar en una nube,
digo yo. Casi lo encontré a veces en el coro de aquella iglesia, cuando la nave
estaba vacía y sólo don Tomás carraspeaba en el presbiterio y los murciélagos se
golpeaban en las arcadas... Pero me aturde el ruido de esa voz que siempre nos
acompaña, ese fatigoso diálogo. Para encontrar el silencio me parece a mí que
tiene que callarse esa voz. Y luego, de tarde en tarde, algo como un aire, algo
lejano y suficiente para que no olvidemos que, por fin, hemos encontrado el
silencio.
Tiberio alza sus ojos dulces. Y musita:
-Eso es todo; soy un buscador del silencio.
Leocadio espera antes de hablar. Luego su mano despierta en el agua un rojo
pez dormido.
-Sí; lo sabía. Lo supe cuando llegaste. Adiviné que tú no necesitabas
comprarme ningún sueño.
-¿Sueños?
-Sí. ¿No lo sabes? Por eso me encerraron aquí. Decidieron que estoy loco. Ya
ves, ya ves; esos pobres que un día acordaron por mayoría de votos que Dios no
existe. ¡Bah!... “Está loco”, dijeron. Y ve tú a convencerles de lo contrario. Ya ves.
Todo porque fabrico y vendo sueños. Y “ellos”, ¡me necesitaban tanto...! ¿no los
has visto en la ciudad? Llenan las calles con su andar agitado, chocándose y
otros, rugiendo, la mirada baja, fríos los ojos; su corazón tiene, exactamente, el
ritmo de un reloj. Gritan, se enfadan, riñen, se asesinan. Luego declaran una
guerra, y listo, unos millones menos. Comen el pan a migajas; cuando miran el
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mar se asustan o piensan que contiene atunes; sólo levantan los ojos cuando
pasa un avión. Un árbol es una especie botánica; la hierba, pienso; la llanura, el
cálculo de una cosecha; la mujer, un poco de placer; el pájaro, un aperitivo de
taberna...
Hace años que Leocadio desea hablar así. Nunca lo consiguió. Se le
enredaban siempre los pensamientos y las palabras, y el espejo, único oyente
posible, recogía finalmente, el ademán resignado del fracaso.
Pero ahora, bajo estos ojos sonrientes de Tiberio, bajo esta cálida mirada que
comprende, siente Leocadio que, por fin, su corazón está libre y hay luz en su
entendimiento. Y habla, habla mucho, desquitándose de años de forzado
mutismo:
-Un día comprendí la causa de esa tristeza de los hombres: no tenían sueños.
Luchaban por cosas tan pequeñas como un poco de vanidad, un poco de dinero,
un mucho de egoísmo. Me di cuenta de lo que había en aquellos versos de Santa
Teresa: Vivo sin vivir en mí, - y tan alta vida espero - que muero porque no muero...
Y me lancé a la calle; hablé en las plazas y las esquinas; en la puerta de los
cuarteles y los Bancos, en los jardines y en las cuevas de los suburbios.
Centenares de hombres: ansiosos me seguían. Y volvían luego a su vida con los
sueños que yo fabricaba para ellos. Eran felices, por fin. Habían encontrado lo
que llenaría su soledad. Ya no lucharían sólo por dinero o por comida; ahora
luchaban por el amor, por los pájaros, por las estrellas, por la virtud. Se daban
cuenta de que estaban viviendo sin vivir. Y algunos desearon la muerte... Leocadio se detiene y titubea-, la buscaron, la consiguieron. Me acusaron a mí de
todo ello. No, no es que aquellos hombres se mataran, no; es que sabían que la
muerte estaba esperándoles en algún lado y no quisieron faltar a la cita. Sabían
que la muerte era la liberación, era...
-El silencio -susurra Tiberio.
-Sí; creo que sí. Pero “ellos” dijeron que yo era el culpable. Me encerraron
aquí. No importa; también estos pobres necesitan sueños; también ellos esperan
la vida que está al final de la vida.
Tiembla en el aire una campana; la señal de la cena. Tiberio y Leocadio se
levantan y caminan hacia el oscuro edificio. Y de pronto, el loco se arrodilla ante
Tiberio:
-¡Sólo tú! ¡Sólo tú no necesitas sueños! Porque tú eres el sueño.
Está llorando, con sollozos hondos y conmovidos:
-¡Porque tú no eres de este mundo ni de esta vida! ¡Porque tú eres de Dios!
Tiberio le levanta suavemente:
-Sólo Dios es de Dios. Pero también los sueños, Leocadio, también los sueños
son niños de Dios. -Luego, casi pensándolo, murmura Tiberio:
-¡Loquitos, loquitos míos!
Y por primera vez en su vida, Tiberio se siente completamente, absolutamente
feliz.
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ALGO SE HA ROTO EN TIBERIO
Desde que Tiberio está en el manicomio -y ya va para tres meses, como quien
no quiere la cosa- la vida allí ha cambiado mucho. Los enfermos mejoran, y se
cuentan de locos muy divertidos. Los loqueros son menos brutos, y todos, desde
la última monja hasta el doctor Quiñones, están de mejor humor.
Sor Herminia sonríe y dice:
-Es la primavera.
Pero es que la buena de sor Herminia tiene la primavera en un oculto
cascabeleo del corazón.
Desde el episodio de Lorenzo, Cecilio evita la presencia de Tiberio. Cuando se
cruza con él por un pasillo se le congestiona la cara y se le marcan en las mejillas
dos extraños surcos violáceos.
Un día Tiberio se plantó frente al loquero:
-No debes tenerme miedo.
Cecilio miró de arriba abajo al muchacho. Luego se miró las manos, aquellas
enormes manos musculosas, y rezongó:
-Yo no tengo miedo a nadie. Y menos...
-Y menos a mí. No seas bruto, hombre.
-Yo soy lo que me da la gana. ¡“Nos’amolao” éste! Y déjame, que tengo prisa.
-Mira, Cecilio. Esta flauta la hice yo con madera del manzano.
-¡Mierda!
-Tú tienes un hijo, ¿verdad, Cecilio?
-Sí, ¿qué pasa?
-Toma; llévasela. A los niños les gustan las flautas.
-Al mío, no.
-Sí, hombre; también al tuyo. ¿Por qué no lo traes alguna vez para que juegue
conmigo? Le enseñaré a hacer espantapájaros.
Cecilio aprieta tanto los dientes que una muela va y le hace ¡cras! y se le
rompe. Luego la escupe y se aleja por el pasillo, de babor a estribor, como un
barco o como un carro cargado de heno.
Tiberio se ríe, porque sabe que al volver la esquina del pasillo Cecilio lleva a
sus labios la flauta de manzano, sopla tímidamente y hace:
-¡Pííí!
Y sigue luego su camino, sonriendo:
-¡Pues sí que le va a gustar al “chavea”!
Al día siguiente, que es domingo, el loquero trae a su niño. Tiberio está en la
huerta cuando ve llegar a Cecilio con un crío de siete o diez años que tiene la
mismísima cara de su padre. Parece igual de mostrenco. Luego resulta que lo es.
-Mi papá dice que me vas a hacer un tirador de goma -berrea el niño cuando
Cecilio, sin decir ni pío, se larga dejando allí a su vástago.
-¿Y para qué quieres un tirador?
-Para matar gurriatos. Fritos están muy buenos. Además, le voy a jorobar a
mi tío Manolo, que es un roñica y nunca me da para el cine. Le voy a apedrear los
cristales. Le voy a esperar en el balcón, y cuando pase, ¡zas!, le arreo en la
mascota con un cacho de plomo.
Tiberio se queda mirando calladamente a aquel pedazo de su padre.
-No. Yo no te haré tiradores.
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El bestia de Cecilín se muerde una uña, estupefacto. Luego se mete el dedo en
la nariz. Luego se vuelve a morder la uña.
-Entonces, ¿para qué me ha traído mi papá?
-Escucha -sonríe Tiberio-; vamos a hacer un espantapájaros.
-Bueno. Y después lo quemamos, ¿quieres?
-Nooo... ¿Tú quieres que te encierren aquí? Lo dejaremos ahí, quieto.
-¡Pues vaya una diversión!
-No hay nada que hacer -piensa Tiberio-. Este crío tiene el alma en camiseta,
como su padre. Tiene la cabeza como una peladilla.
Y, en fin, como no hay manera de convencer al angelito, Tiberio empieza a
armar el espantapájaros. Dos palos en cruz atados con una cuerda y una camisa
rota bastan para hacer un espantajo que no se lo salta un surrealista.
Tiberio está tan absorto en su tarea, que sor Herminia tiene que llamar dos
veces desde la ventana:
-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Que está aquí tu familia!
Con una cáscara de calabaza y la camisa hecha jirones que ha tirado la
lavandera, queda listo el muñeco.
-¡Voy en seguida! -grita Tiberio. Y luego se vuelve a Cecilín-: ¿Qué te parece?
-Se da un aire a mi tío Manolo, que es de “agarrao”...
-Ahora me tengo que ir, ¿sabes? No lo quemarás, ¿eh? Es pecado; el
espantapájaros es el alma del huerto.
Y Tiberio se aleja, mientras el chico se queda rumiando las palabras. Al cabo
de un rato sonríe; la boca le llega de oreja a oreja, y dos gorriones se asustan de
su berrido:
-¡Ah, bueno! ¡Si es el alma del huerto, no lo quemaré!
En tanto, la familia de Tiberio espera en el recibidor. Están todos: el señor
Marcelino, la tía Evelina, Eufrasio y Antolín. ¡Y poco endomingados que vienen! El
señor Marcelino, con un traje de pana marrón tirando a verde, que se lo ha
repasado el señor Paco, el sastre de enfrente de la barbería; la tía Evelina, con el
vestido de satén negro, que sólo se ha puesto dos veces: cuando se casó y cuando
enterró a su difunto esposo; Eufrasio y Antolín, con sus trajes de cuadros, que
hacen juego con sus bizqueras.
Han dejado en un ángulo de la sala sus cestas y paquetes, las alforjas y el
bonito cabás de la tía. Y miran en torno suyo esta habitación gris, enorme y fría,
con manchas de humedad en los zócalos y moscas bordoneantes en la ventana,
de cristales polvorientos. Hay un cuadro de Daoíz y Velarde, y otro, ennegrecido,
que parece ser un bodegón, con manzanas y perdices colgando del pica. Hay
también un calendario.
-¿A cuántos estamos? -pregunta, de pronto, la tía Evelina.
El señor Marcelino saca el reloj de bolsillo -un Roskof con tapa de plata que lo
menos pesa dos kilos- y se lo vuelve a guardar precipitadamente. Luego se le
marcan dos venas gordas en la frente y suda.
-A martes.
-¿A martes, qué? -refunfuña la tía-. Digo del mes, gaznápiro. Ya sé, a quince.
¡Ese calendario es de hace dos años! ¡Vaya un sanatorio éste!
-Esto es un manicomio -dice Eufrasio, ladeando la cabeza.
-¡Tú, a callar, niño! ¿no has leído nunca un tratado de urbanidad? ¡Los niños
no hablan nunca si no se les pregunta! ¡Y los niños como vosotros, ni aunque se
les pregunte! ¡Y esto es un sanatorio! ¿Lo oyes? El manicomio es tu casa.
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-Bueno, bueno; sin ofender; que yo bien callado me estoy -masculla el señor
Marcelino.
Suenan unos pasos y todos se ponen en pie. La silla de Antolín, que está coja,
se cae con estrépito. Y entra Tiberio.
-¡Hijo, hijo, hijo! ¡Hijo mío! -chilla nerviosísima la tía-. ¿Cómo estás, hijo de mi
alma, hijo de mi vida? ¡Ven que te abrace, capullo mío! ¡Dios mío, Dios mío, qué
marranada han hecho contigo estos burros! ¡Encerrarte aquí, decir que estás
loco, tú, que eres santo y más listo que todos ellos juntos!
-No te preocupes, tía; si estoy muy bien y todos me quieren mucho.
-¡Estaría bueno que no te quisieran, pedazo de cielo! ¿Quién puede dejar de
quererte?
-Padre, padre, ¿cómo estáis todos? ¿Y vosotros, Antolín, Eufrasio?
-Bien, mejorando lo presente -se aturde el señor Marcelino-. Pues que hemos
venido por el suministro, y ya, pues, digo, dije, vamos todos para que veáis al
Tiberio.
Tiberio siente una profunda pena por su padre. Le ve más apocado, más
hundido; se expresa peor y tiene el pelo blanco.
-Tiberio; en el tejado de casa hay un nido de golondrinas -asegura Eufrasio.
-Y no las hemos matado -agrega Antolín.
-Ya les tengo dicho -dice el señor Marcelino- que como me toquen un pájaro
les pego una paliza que los deslomo. Ya se lo he dicho: “Mirad que el Tiberio se
entera de todo”.
-Eso está bien -sonríe Tiberio-. Pero el otro día estuvisteis cortando el rabo a
un lagarto en El Fondón.
-Era un “lagarto abuelo” -se relame Eufrasio; y Antolín añade entusiasmado,
enseñando una uña gorda y negra:
-¡Y tenía unos dientes así de grandes! Cuando crezca más y le cacemos, pues
ya sabemos cuál es. ¡Como lo hemos “señalao”!
-¡Qué va! Si les vuelve a crecer el rabo.
-¡A los “abuelos”, no!
El señor Marcelino les da un tortazo a cada uno, porque, como dice él, a ver si
es posible que tengamos la fiesta en paz.
-Lo que os he dicho de los pájaros, pues igual de los lagartos. Y de los perros,
y los gatos, y las truchas, y de todo.
La tía Evelina alcanza uno de los paquetes.
-Mira, hijo; te hemos traído chorizo, y pan blanco, y chicharrones, y peras...
-¿Peras también? -se alboroza Tiberio-. ¡Con lo que le gustan a Alfredo!
-¿Y quién es ese Alfredo? ¿Algún tonto? -frunce el ceño la tía Evelina; pero
cuando ve los ojos apenados de Tiberio carraspea, muy azorada: -Perdona, hijo;
quiero decir un “enfermo”. Es que... esto es para ti; no para que lo repartas,
¿sabes?
-¡Oh, tía! Ellos son tan buenos... Y me dan todo: sus pedazos de cristal, sus
flores, sus pensamientos.
-Sí, claro -se hace un lío la buena mujer; y luego se anima, alegremente-.
¡Pues haberme dicho que a Alfredo le gustan las peras! ¡Mañana mismo le mando
una cesta con el ordinario!
-Gracias, tía; se pondrán muy contentos.
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-Bueno, escucha: hemos hablado con el señor director, y dice que pronto
podrás regresar al pueblo. Pero antes tienen que volver a verte los señores de la
Junta.
-¡Volver al pueblo! -suspira Tiberio-. Es lo que más deseo. Pero no, no es
posible... Y, además, además, creo que nunca volveré.
-¡Hijo, hijo! -se sofoca la mujer-. ¡No digas eso, no digas eso nunca! ¡Claro que
volverás, pues claro que sí! ¡Y te comerás todas las flores, y ayudarás a misa a
don Tomás, y tocarás las campanas, y meteremos en la cárcel al canalla de don
Agapito, que me va a oír, y...
-¿Sabes, tía? -dice el muchacho con voz soñadora-. Me gustaría volver, sí,
para estar con vosotros, para ver a “Chicha y Pan”, que tiene mucha pena sin mí.
Pero hasta que no lo diga “Sencillo”...
-¡Voy a tener que ajustar las cuentas a ese “Sencillo”! -se enfurece la tía,
buscando en el aire fósil de la sala la invisible figura del ángel.
-No digas eso, tía.
El señor Marcelino, que lleva mucho rato callado, abre la boca y va y dice:
-Evaristo ha plantado álamos en Los Abrevaderos, y han nombrado alguacil al
señor Esteban.
Hay un silencio, sólo roto por el zumbido de las moscas. Un silencio triste,
que toca el corazón de todos como un pedazo de sombra. De repente se han dado
cuenta de que no tienen nada más que decirse. No es que se extrañen, no, porque
Tiberio se encuentra allí a gusto, junto a los suyos, sin necesidad de charla.
Pero hay algo que les aleja sin remedio. El señor Marcelino y sus dos vástagos
exploran las manchas de humedad del zócalo, manchas con borrosas formas, que
sugieren a Tiberio rostros y siluetas reales o imaginadas, aunque a su padre y a
sus hermanos sólo les sugieren una cosa: manchas.
La tía se queda medio dormida en la penumbra, y de cuando en cuando
cabecea con voz plañidera:
-¡Hijo, hijo, hijo mío!
Suena un ruido de faldas y de llaves y el rozar de unas sandalias en el pasillo.
Y entra sor Herminia, sonriente:
-¿Qué tal, qué tal encuentran al mozo? ¡Guapo chico! ¡Y bueno como él solo! le acaricia la barbilla a Tiberio.
-Pues nosotros, dicho sea sin molestar -se incorpora pesadamente el tendero-,
nos vamos a retirarnos, porque ya es tarde, y el tren sale a las nueve. ¡Y el tren
no espera, ya sabe! -se ríe él solo de su gracia.
Eufrasio y Antolín, hombro contra hombro, inclinadas las cabezas, bizcos
exactos, quedan en pie, en el centro, mirando con ojos inexpresivos a su
hermano. Tía Evelina hace las últimas recomendaciones:
-Cuídenmelo mucho, hermana. Que coma bien. ¿Tienen jardín ustedes? ¿Hay
rosas? No se enfaden si se las come, ¿eh? Y mándele usted que se ponga el
chaleco de punto si refresca. ¡Es tan distraído, es tan..., tan...!
Y se echa a llorar como una Magdalena.
Sor Herminia los acompaña, con su tintineo de llaves.
Tiberio regresa a la huerta, junto al espantapájaros solitario, junto a la noche,
que ha florecido arriba en lejanas rosas de luz.
-“Sencillo”, “Sencillo” -suspira Tiberio-. Algo dentro de mí se ha roto. No sé lo
que es. Siento que ya no me ata ningún recuerdo. Estoy en blanco, como un
recién nacido. No es que me asuste, “Sencillo”, pero me angustio un poco. Sé que
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nunca volveré a verlos, nunca, nunca... Pero no me importa, “Sencillo”. Yo sólo
quiero que Dios no se olvide de mí, que Dios no tenga el corazón en blanco, como
el mío...
El aire de la tarde hace ondear en la sombra la rota y blanca bandera del
espantapájaros.
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LOCOS BAJO LA LLUVIA
Los días grises, como hoy, son aburridos para los locos. No pueden bajar al
patio a saltar a “pídola” junto a la fuente aquella, de cemento, seca, que parece
una gota gordísima de algo que cayó desde el cielo y se quedó allí, aplastada.
Como se mojarían, no pueden bajar a la huerta a hablar con aquel tío que
está en el fondo del agua en la alberca, como si fuese bobo. Los días grises, como
hoy, los loquitos se ponen tristes, pasean por la vieja galería sin cristales, con las
manos atrás y los dientes rechinando; si acaso, si acaso, estudian geografía:
-Mira, aquella nube es el mapa de África.
-¿Hay negros tocando el tambor?
-¡Anda! ¡Y un tío bembón echando alpiste a los pájaros! ¿No lo ves?
Pablo, Pablito, el loco-reloj que lleva la cuenta del horario al doctor Quiñones,
ladea el pescuezo y guiña los ojitos:
-Pues a mí me parece que aquella nube es Alemania.
-En Alemania hay salchichas. ¡Más ricas!
-La otra noche nos dieron salchichas.
-Sí; pero serían de perro.
Los loquitos hablan y sueñan en los días grises como hoy. Sueñan con prados
verdes -los que dejaron en el pueblo-, con su árbol, su vaca y su hormiga. Los
loquitos empiezan a ver ángeles sobre las nubes rojas que van a California.
Tiberio siente hoy que se le revuelve todo el poso humano de su corazón. Le
pasa ahora algunas veces. Cuando está así, tan tranquilo, va y, ¡zas!, se siente
hombre. Entonces los ojos se le nublan de recuerdos felices y de cigüeñas
aleteantes.
Llueve, y las gotas salpican el ruedo del infinito, con un menudo bombardeo
musical. Tiberio sueña.
Le llega hasta las narices el olor agrio, mohoso, vital y caliente, de la tierra
mojada. Se extiende la lluvia ante sus ojos, danzante, vibrátil como una bailarina
gris. Y recuerda cosas menudas, cositas tontas y sin importancia. Tantas veces
que le sorprendió la lluvia por los cerros, al lado de los juncos de la laguna
Pelocha, bajo los alcornoques y encinas del Espadañal. Primero, asomaban a
tierra, desde los mil agujeros de sus escondites, las hormigas aladas; las moscas
se ponían muy tontas y volaban en zig-zag como borrachitas. Se cuajaba el cielo
con nubes espesas que parecían coágulos de barro y subía desde la tierra un olor
dulzón, sudor de tierra, sudor de miedo de las mieses doradas, por si los
pedriscos. Corría un pastorcillo -doce años- con sus ovejas de nacimiento.
-¡Juy, juy!
Con la manta sobre la cabeza y las abarcas llenas de barro:
-¡Juy, juy!
Con los ojos de oro sobre la piel de tierra cocida, de tierra de alfar.
-¡Juy, juy!
A Tiberio le da un calambre de recuerdos.
-“Sencillo”, me asusta vivir. Me asusta pasar, tan de prisa... Me asusta la
lluvia, la lluvia dulce... ¿Es porque también yo soy lluvia? Tú me dijiste una vez
que yo era una nube y que moriría sobre un mar...
Tiberio mete la mano en la alberca y hay un relámpago de pececillos rojos y de
color limón. Y ve junto a sí a Felipillo. Tiberio está tan abstraído que casi no le
conoce.
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-Soy Felipe, Tiberio.
Felipe es hijo de labradores pobres. Vivía en un pueblo de esos que hay por el
campo, en una choza de tejavana, con una borrica, dos gallinas, una cabra que
daba poca leche y un grillo cebollero que taladraba las noches con su
obsesionante flotar de élitros. Los padres de Felipe eran pobres, pobres. Y primos
hermanos; por eso dicen que Felipe salió tontito. Y eso que se casaron con
dispensa, pero estaba de salir así, qué le vamos a hacer.
Felipe era inofensivo y vegetal. Hasta su tontuna era agrícola. En el mes de
noviembre cogía una hoz y se iba a segar. O quería sembrar en agosto.
Para las Navidades, Felipe decía:
-Padre, a ver si limpiamos la era, que ya va siendo hora de trillar.
A Felipe lo que le pasaba era que había nacido a contrapelo del calendario. Si
Felipe llega a nacer en la Argentina, ni está loco ni nada, porque, aunque parezca
mentira, allí se achicharran cuando aquí nos helamos. Pero como la cigüeñacorreo se equivocó, Felipe salió tonto.
-Tiberio, he visto un nido de oropéndolas.
-Pero hace mucho tiempo -sonreía Tiberio rascándole la nuca-; eso fue
cuando estabas en tu pueblo.
-Sí.
Felipe cerraba los ojos y soñaba con una apoteosis de sementeras:
-Yo creo que deberíamos sembrar ya los garbanzos, Tiberio.
Tiberio sabía mucho. Una vez cortó una rodaja de corcho, metió un grano de
trigo en uno de sus agujeros y la echó a la alberca. A los pocos días germinó y
echó un tallito para arriba.
Felipe abría los ojos estupefacto:
-¡Oye, Tiberio! Podríamos sembrar trigo en todos los estanques, poniéndoles
un corcho como has hecho tú.
A Felipe no le pasaba lo que a Hilario, otro loco del pueblo. Hilario se estaba
todo el día quieto en un rincón chasqueando la lengua. Cada vez que
chasqueaba, ¡zas!, mataba una perdiz o una avutarda con su escopeta. La
escopeta era una caña y las perdices sólo estaban en la cabeza de Hilario. Pero
daba lo mismo. Hilario no hablaba nada; era sordomudo.
Pensando en sus locos, a Tiberio se le ponen los ojos tiernos. Se va hacia el
cobertizo, mientras la lluvia le empapa gozosamente y le corona de blancas
perlas, como a una estatua de Neptuno.
Tiberio sabe que en el cobertizo está el “nuevo”, el loco Federico, que no hace
más que tocarse la cabeza con mucho cuidado.
-¡Hola, Federico!
El “nuevo” mira a Tiberio con ojos de susto. Pero se le deshace el miedo con la
sonrisa cordial de este muchacho coronado de lluvia.
-Yo soy Tiberio.
Federico mira sigilosamente en torno suyo. No hay nadie. Y cuchichea,
temblándole los párpados.
-¿No traes..., no traes ningún pincho?
-No; mira. -Tiberio le enseña sus manos delgadas, translúcidas, llenas de
suavidades mágicas, de palpitaciones líricas, azuleadas de venas que no llevan
sangre, no, sino pedacitos de cielo con nubes teñidas en un crepúsculo-. Mira
mis manos...
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Federico coge esas manos firmes y delicadas y las huele, las acaricia, las
muerde un poquito -sólo un poquito, jugando-, las besa.
-No, eso no, Federico. Mira, tengo una pirindola -la hace bailar sobre la palma
tersa.
-No será el movimiento continuo, ¿eh? -desconfía Federico receloso.
-No; es un trocito de madera que baila; como la lluvia, como los remolinos de
polvo, como los pensamientos tuyos cuando no tienes miedo.
Se le deshacen las sombras a Federico y la boca se le tensa y se abre luego,
bruscamente, como un arco flojo, disparando una sonrisa feliz:
-¿Me la das?
-Sí.
El “nuevo” quiere hacerla bailar en su mano. No sabe y se le llenan los ojos de
lágrimas. Luego se queda en suspenso.
-¿Oyes, Tiberio? ¡Unos pasos!
-Es tu corazón, Federico.
-Sí, mi corazón. Mi corazón anda, ¿sabes? Se pone a andar y se va de mí. Yo
me quedo vacío, sin sentir la vida. Sin corazón, ¡no puedo, no puedo soñar!
-Pero ¡si los sueños no están en tu corazón! -habla Tiberio-. Están en lo alto y
los traen dos ángeles, uno rubio y otro pelirrojo, uno de trigo y otro de fuego.
Vienen bailando como la pirindola sobre el camino de los hombres dormidos. Y
ponen sobre su frente los sueños. A cada cual su sueño, el que merece. Como
copitos de lino, ¿sabes?
Se queda pensativo el “nuevo”. Después se sobresalta:
-¿Y navaja, tienes navaja?
-Sí: ésta.
-¡No! ¡No! -Federico tiembla convulso; se muerde una mano frenético y
extiende la otra temerosamente, igual que si quisiera detener una invisible
amenaza-. ¡No la tocaréis! ¡Mi alma es mía!
La mano de Tiberio arroja el cuchillo, que cae, trazando un arco románico
perfecto, en la profundidad silente del estanque.
¡Clop!
Y Tiberio se vuelve hacia el loco compasivamente.
-¿Ves? ¡Ya no está! La he tirado, no tengas miedo. Yo soy tu amigo -reprocha
con tristeza mientras el loco jadea.
-Sí; tú, sí; pero ellos...
Se sientan en el suelo; de los alerones del cobertizo caen las gotas de lluvia,
gruesas, musicales, con una sonoridad de banda de regimiento.
-¡Pobrecillos! -suspira Tiberio.
-¿Quiénes?
-Los chinos. Ahora se está desbordando el Yan-tse-Kiang.
-Y ¿qué pasa?
-Van a morir veinte mil chinos.
-Hay muchos.
-Sí; hay muchos. Pero esos veinte mil tienen todos su cabeza y sus brazos, su
corazón y su alma... Dios les hizo también... ¡Adiós! -sonrió Tiberio levantando la
mano hacia el cielo.
-¿A quién dices adiós?
-A un ángel conocido; va en aquella nube, ¿le ves?
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Federico aguza los ojos. Luego, bruscamente, rompe a hablar, como si otra
tormenta sacudiera las entrañas de la atmósfera y lloviera una secreta, una
oculta ansia de confidencias.
-No les dejaré, no; no les dejaré que toquen mi alma. El doctor dice que va a
operarme; me abrirán la cabeza, quedará al aire toda la masa cálida y palpitante
de mi cerebro; querrán hurgar con sus dedos sucios, con sus bisturíes en eso que
nadie sabe, en la intimidad de mi vida, de mi historia y de mi futuro. Y querrán
verla, ver mi alma... ¿Sabes? Dice Descartes que el alma reside en la glándula
pineal. Ellos querrán verla, querrán tocarla, conocer su color: blanco, azul, verde,
negro o violeta... ¡No quiero, Tiberio, defiéndeme! Diles que dejen mi alma quieta,
que no laven mi alma con alcohol de noventa grados. Cada hombre tiene en su
alma, Tiberio, la grandeza y podredumbre de su propia vida; ¡hay allí tanta
belleza y tanta miseria! Yo quiero ir con mi alma mía a la presencia de Dios;
quiero presentarle todo lo bello de mi alma, para que Dios sonría; pero quiero
llevarle toda mi miseria, toda mi aberración, toda mi locura, para que Dios
compadezca. Y si Dios no supiese perdonar, Dios no sería tan bello. Porque yo
quiero su justicia, pero quiero su caridad...
-Nadie puede tocar tu alma -y Tiberio piensa en aquel día, cuando le vieron
aquellos hombres del hospital-; nadie puede rozar tus pensamientos. Ese es el
dominio de Dios; lo que los hombres nunca podrán palpar, pesar ni medir. Tu
alma es de Dios; Dios quiere tu alma tal como es; Dios quiere tu auténtica vida.
Te quiere con tu pecado para poder quererte con tu arrepentimiento. ¿Tú no
sabes que Dios no nos hizo reos, sino hijos? Sólo aquellos que se obstinan, sólo
los rebeldes, conocerán la justicia de Dios. Tu alma no está en la glándula pineal;
tu alma es un cálido aliento que salió de la boca misma de Dios. Tú eres como un
cristal empañado sobre el que Dios ha pintado una cruz; tú eres como un niño
pequeño buscando el pecho rebosante de la ternura divina. Tu alma es un aire
divino que te llena e invade, que ocupa tu cuerpo entero, que te enciende y te
levanta en equilibrio vertical. Tu alma es como una luminosa niebla, un
relámpago maravilloso. Nadie puede coger el relámpago ni la niebla...
Ha cesado la lluvia. Sobre las acacias y los manzanos del huerto saltan los
gorriones, rozando las hojas que aún conservan una redonda gota líquida. La
hierba se esponja con un verde fresco y henchido, matizado y suave. Al otro lado
de la tapia, por la calle, pasa un camión “Pegaso” cargado de tomates, y se oye el
pito de un cartero que llama a don Francisco Izquierdo Martínez, dueño de una
vaquería con grifo.
Es un crepúsculo verde como las vitrinas de un acuario, en el que flotan
fantásticos peces dorados.
Federico y Tiberio vuelven hacia el edificio. A estas horas los locos estarán en
la sala grande jugando a las prendas. Los ángeles clavan en el papel negro del
cielo, con chinchetas de cristal, estrellas de purpurina. Y todos los niños del
mundo sueñan con un caballo de cartón que tenga espuelitas de plata.
Un caballo blanco, como el caballo blanco de Santiago, cuyo camino ha
florecido ya, para los niños, con lirios de luz.
Para los astrónomos, en castigo, el Camino de Santiago es sólo uno de los diez
mil cúmulos estelares catalogados.
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EL DIRECTOR, TIBERIO Y SUS MUCHACHOS
La verdad es que no se sabe por qué encerraron a Nicolás. Nicolás es un
hombre bondadoso y pacífico que anda por la cuarentena; tiene una hermana
casada con un asentador de frutas y verduras y se llama a sí mismo Nicolás I, rey
del Azul Prusia.
Más loca hay gente por ahí y, sin embargo, no la encierran.
Nicolás tiene un ojo más chico que otro y es pintor. Estaba empleado en un
Banco, donde cobraba cuatrocientas treinta y siete pesetas con cincuenta
céntimos, descontados ya el Seguro de Enfermedad, Impuestos de Utilidades,
Cargas Familiares, etc., y sumado el 20 por 100 de Carestía de vida; Nicolás se
pasaba todo el día poniendo un sello, que decía “Efectos a negociar”, en unas
pilas de letras de cambio.
A lo mejor es por eso por lo que está así, cualquiera sabe.
Nicolás empezó, como muchos, pintando la cocina de su casa y terminó, como
muchos, pintando bodegones. Pintaba en sus horas libres, que era de ocho a diez
de la noche, y, además, los sábados por la tarde, que se hacía semana inglesa, y
los domingos después de la misa. Realmente no hacía mal a nadie.
El primer cuadro lo tituló “Naturaleza muerta”, y bien muerta que estaba,
porque representaba un pollo asado; lo pintó de memoria, claro, a falta de
modelo.
El segundo cuadro se llamaba “Geráneos”, y lo pintó con maceta y todo.
El tercer cuadro se llamaba “Autorretrato”, y si le salió feo era porque Nicolás
era feo, qué le vamos a hacer.
Poco después, una devoradora fiebre pictórica invadió a Nicolás. Pintaba con
frenesí, con devoción, con absoluto olvido de sí mismo y, por desgracia, de la más
elemental educación artística. También como muchos, claro.
-Soy un autodidacta -decía, como si dijese: “soy un marqués”.
Cuando pintó su cuadro centésimo trigésimo quinto se presentó en la oficina a las nueve en punto, que había firma- y le puso el sello de “Efectos a negociar” a
su jefe de negociado en la mismísima frente.
Hay que ver lo que son las cosas, el jefe le tomó tirria; los empleados le
llamaban don Efecto, y el que le hacía al jefe era deplorable. Así que no paró
hasta que le echaron a Nicolás, que se quedó sin sus cuatrocientas treinta y siete
con cincuenta, descontados el Seguro de Enfermedad, Impuesto de Utilidades y
los numerosos etcéteras.
-Yo me alegré, ¿sabes? -le contaba Nicolás a Tiberio, sentados los dos en la
cama del segundo, a oscuras, porque los loqueros apagaban las luces a las nueve
y cuarto, que había que gastar el 50 por 100 de fluido eléctrico.
-Bueno, pero no te rasques -decía Tiberio.
-Es la fiebre de la creación artística hombre. ¡Como hace trece meses que no
puedo pintar más que con el dedo en la tierra de la huerta...!
En la oscuridad, un loco cantaba:
Ay, mamá Inés,
ay, mamá Inés,
todos los negros tomamos...
-“¡Café!” -rugían todos los locos de la sala terminando el bonito cantable.
-Pues sí -continuaba Nicolás-, me alegré de que me echara don Efecto porque
así podía dedicar todo mi tiempo al arte, ¿comprendes? ¡Era el sueño de mi vida!
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Empecé a ir todas las mañanas al Café Chinchón como todo artista de tono,
porque allí suelen estar las musas y los amigos Pacos que le pagan el café a uno.
Allí, en un velador, fue donde concebí mi original teoría, y redacté, con medio
lápiz que me dejó uno de los Pacos esos, mi famoso y trascendental manifiesto del
Arte Puro. Me lo sé de memoria: “¡Oh república de las Letras y las Artes...!” No lo
vayas a creer, lo de la república produjo bastante follón y hasta vino un “guripa”
al café, por si era pitorreo; pero... ¡es que la gente, la masa, no entiende el noble
lenguaje del artista. “¡Oh república de las Letras y las Artes! Han pasado los
tiempos en que el endoso artístico se sujetaba a inflexibles moratorias de
rigurosidad estética”. ¡Fenómeno!, ¿eh? “La individualidad es la expresión
máxima del libre albedrío, es la cuenta corriente donde, en cinco minutos, se
hace efectivo el cheque de la inspiración por su valor nominal”. Eso quedó bonito
con el símil ése... “El Arte ha estado harto tiempo sumiso a la dictadura
académica, y hora es de que levantemos acta de protesto contra la
indiferenciación demagógica del arte capitalizado al 20 por 100. El artista merece
un crédito de expresionabilidad sin usura, en que las garantías de las propias
firmas hagan posible la emisión y endoso del pensamiento estético”. Luego venía
aquello de “la negociación de títulos artísticos, de nuestra Cartera de Impagados,
debe extenderse a la aceptación del propio ideario, en una valoración que haga
posible el autobalance definitivo con el aval de nuestros libramientos”...
Nicolás I encendió un cigarro de hoja de manzano y suspiró con evidente
compasión hacia la humanidad:
-¿Quieres creer que la gente no lo entendía?
-Es que hay gente algo bruta -simpatizó Tiberio, sonriendo en la oscuridad, el
muy cuco.
-Ahora que lo bueno venía más adelante; era mi Teoría de la Revolución
Cromática. Ya sabes lo que dijo Oscar Wilde: “La naturaleza imita al arte”. Es, por
tanto, la naturaleza quien ha de sujetarse a la copia de la expresión artística, y no
al revés. Por no entenderlo así fracasaron todos, todos: desde Andrea del Sarto a
don Ramón de Campoamor.
-Campoamor no pintó nada.
-Bueno, es igual. Miguel Ángel, Murillo, Vázquez Díaz, Roberto Koch,
Velázquez... Todos los artistas fracasaron porque querían copiar a la naturaleza.
Yo hice la Revolución del Arte, decreté que, en adelante, la libertad creadora no
debía tener límite alguno, ni siquiera el de la realidad. Y como primera
demostración de ello, todavía elemental, como en todo Arte incipiente, pinté un
cuadro: “Eloísa”. Era el retrato de una vecina mía, que tenía un gato siamés y que
era viuda de un capitán del Cuerpo Jurídico. Eloísa tenía el cabello blanco; yo lo
pinté verde. Tenía los ojos azules; los pinté amarillos. Tenía la piel color piel; la
pinté violeta. A su lado tenía unas rosas rojas; las pinté azul prusia. También el
fondo era azul prusia y el gato también. Porque el azul prusia es el color básico y
primario del nuevo Estado Artístico... ¿Tiberio? ¡Oye, Tiberio! ¿Te has dormido?
Nicolás I, rey del Azul Prusia, se fue a acostar. Soñaría con mares blancos y
nubes verdes; con doña Eloísa, toda azul ése, sentada en la copa de un pino
haciendo ganchillo con hilos de araña, mientras el gato siamés se relamía los
bigotes viendo aletear por el aire lubinas imponentes.
Tiberio no dormía; desde hace tiempo, desde la visita de la familia, está
viviendo Tiberio en una expectación dulce y dolorosa, esperando el parto
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misterioso y desconocido de una hora que se aproxima sigilosamente por el
camino del tiempo.
Pero ahora, no. Ahora, con la cabeza en la almohada, con las manos
enlazadas detrás de la nuca, en el silencio de la sala llena de respiraciones en
tonos de todos los surtidos, mientras los loquitos dormían, Tiberio se hundía en
el blando éxtasis de una idea naciente. De una idea que le surgía como un suave
fantasma; como la luz de un amanecer, dando poco a poco un contorno exacto a
las cosas, ahuyentando cucarachas de sombra que corrían chirriantes sobre el
pavimento de los sueños. El gato de la luz extendía sus uñas perezosas ante el
rescoldo de un fantástico pensamiento.
Y Tiberio se durmió.
Al día siguiente, por la mañana, Tiberio esperaba junto a la puerta. Cuando
entró el doctor Quiñones, Pablito movió la cabeza con reproche:
-Las nueve y veinte, doctor. ¡A ver si venimos antes!
Tiberio se acercó al médico; sonreían ambos amistosamente.
-Doctor, quiero hablar con usted.
-Cuando quieras, hijo.
-No hay prisa; le esperaré en la huerta.
Junto a los manzanos, Tiberio fruncía los labios y silbaba la canción de los
Gorriones Felices que tienen la Tripita Llena; como un aire de cuna, acompañado
por una masa coral de 55 pajarillos; 50 cantaban; los otros cinco, no, porque
eran muy pequeños, eran pájaros de pico.
El doctor llegó al mediodía, después de hacer la visita. Poca cosa; algún loco
con catarro o que le había sentado mal la cena o que se había caído en el patio
jugando a la “chita pará”. El médico les examinaba atentamente, miraba con toda
seriedad el cuadro de temperaturas, que parecía un dibujo de montañitas hecho
por un niño; les tomaba el pulso, les auscultaba y se volvía a sor Herminia:
-A éste, bicarbonato. Dosis normal.
Lo que él decía:
-Si les mando sulfamidas, a lo mejor se me mueren y todo. Nada, nada;
bicarbonato, que es inofensivo y económico.
Y todos se curaban, claro, porque ya sabían los microbios que allí no había
nada que hacer; si esperaban jugar al escondite con la hidrazida nicotínica o con
la estreptomicina, estaban listos. Bicarbonatito, un buche de agua y a jugar al
patio.
-Tú dirás, Tiberio.
-Siéntese, doctor, siéntese. Como si estuviera en su casa. ¿Le ayudo a
quitarse la chaqueta? ¿O quiere que le vaya a por las zapatillas?
-Gracias, majo -agradeció el doctor-. Se está bien aquí, ¿eh?
-Ya lo creo.
-¿Qué tal los chicos? ¿Son buenos?
-Sí, doctor, muy buenos todos.
-¿Y “Sencillo”? ¿Tan simpático, tan campechanote?
-Sí, señor; ahí está, mirando los peces -y Tiberio le enviaba una mirada
cariñosa al ángel. “Sencillo”, que era muy sentido, enarcaba las alas satisfecho,
como un gatito pequeño al que se le rasca en la nuca.
-Quería hablarle de ellos, doctor.
-¿De los muchachos? ¿Qué pasa?
-Nada, nada. Es que... ¿se ha parado usted a pensar en si acaso son felices?
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-¡Hombre! -el doctor se rascaba la cabeza-. Yo creo que... No les mando más
que bicarbonato; les damos mermelada de calabaza un día sí y otro no. Y loquero
que veo pegando a uno de los muchachos, loquero que meto en el calabozo tres
días a pan y agua.
-Ya. No me refiero a esa clase de felicidad física. Mire, doctor; todos estamos
aquí por..., ¿sabe por qué?
-Por... por... Antes creía saberlo, pero ya... -el doctor se puso colorado.
-Porque todos deseábamos algo; algo sencillo y limpio, inofensivo y fugaz.
Ellos, los... los “sanos”, no comprenden eso. Ellos creen que todos los hombres
tienen que desear cosas prácticas: dinero, honores, estimación, un “haiga”, un
sillón de despacho, una moto. Cuando no cosas peores, cosas sucias, cosas
tristes. Nosotros no deseábamos esas cosas. Y los sanos, los prudentes, los
normales, decidieron que éramos peligrosos para la sociedad. La belleza de
nuestros deseos hacía más miserables los suyos. Entonces se veía toda la roña
sucia y desdichada de sus almas con úlcera. Nos encerraron.
-Ya lo sé -dijo el doctor en voz baja.
-Yo creo -continuó Tiberio- que ya es hora de que hagamos algo por los
chicos. Leocadio sólo desea que le dejen vender sus sueños, esos sueños que
tanto necesita la humanidad; Pablito sólo quiere ser reloj y tocar la campana a la
hora de las comidas; Jerónimo quiere tan sólo que le creamos autor del “Quijote”;
Felipe sueña con ser agricultor a contrapelo; Hilario, con cazar perdices
inexistentes, porque, aunque él no lo sabe, es descendiente bastardo de Wifredo
el Velloso; Fernando sueña siempre con dar un concierto con esa flauta que les
hice con una caña y un papel de fumar; Nicolás ansía una revolución del arte
para pintar gatos de color violeta... Doctor -y Tiberio miraba al médico con ojos
límpidos de río de alta montaña-; doctor, ¿por qué no les dejamos? ¿Por qué no
establecemos un nuevo orden social?
-Pero es difícil...
-No, no lo es. ¿Acaso usted mismo no desea escapar de su propia vida, de su
rutina y de su ciencia, de las limitaciones que le asfixian? Su
“bicarbonatoterapia”, ¿no es una evasión?
-Pero la Inspección...
-No, doctor. Comprenda que lo único serio que podemos hacer en este mundo
es ofrecernos a los demás, a nuestros chicos, a estos pobres recluidos,
contrabandistas de mariposas, que sólo han encontrado la negación del mundo.
Doctor, si nuestra vida no es entrega... Doctor, ¡cómo hemos perdido nuestra
vida!
El doctor Quiñones se quitó las gafas y las limpió con una gamuza amarilla.
Sin los cristales sus ojos aparecían hinchados, tristes, pero humanos.
-Yo soñé una vez -dijo Tiberio- con ser ingeniero de Jardines y Arroyos, con
sembrar un clavel en el yunque del herrero. Quizás ha llegado el momento de que
el hierro dé rosas.
-¡No sé, Tiberio! ¡Tu idea es tan hermosa...! Desde que llegaste a esta casa
nuestra vida, la de todos, está tocada de una maravillosa locura. Creo que todos
estamos locos, Tiberio; pero empiezo a sospechar si no será la locura el estado
perfecto del hombre. Empiezo a sospechar que a mí no me hizo Dios para que
tuviese piorrea alveolar, para que cobre mi sueldo los días treinta ni para que
organice un fichero. Pero antes..., Tiberio, entonces... -tembló con miedo la voz
del doctor Quiñones-, ¿no estará Dios un poco loco?
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Se rieron los gorriones, todos con la misma risa alegre y dichosa de Tiberio.
-Empieza usted a rozar la verdad. Sí, Dios está loco porque es perfecto;
porque nos creó, porque nos ama, porque vino a la tierra, porque está en las
iglesias silenciosas, sin más música que el roer de las polillas; porque se levanta
cada mañana, cada instante, como un pequeño sol blanco, y sonríe desde lo alto
a las moscas y a la hierba, a los árboles y a los hombres de buena voluntad. Dios
tiene la feliz locura de la pureza sin mancha de sí mismo. Y nosotros, los locos,
estamos tocados de Dios, de la locura de Dios; para nosotros no hay cielo ni
infierno; hay sólo Dios, que ha retenido nuestra voluntad, y al darnos la desgracia
de los hombres, nos ha dado la gracia y la promesa de su eternidad.
“Sencillo”, sentado en la rama de un almendro, donde mascaba florecillas
blancas, batió el aire con las plumas exquisitas de sus alas.
Y así se estableció en el manicomio el nuevo orden social. No estaba escrito en
ningún manifiesto, como el artístico bancario de Nicolás. Emanaba de Tiberio,
como el agua de un surtidor, y estaba en los corazones de los locos. Una infinita
paz, un absoluto sosiego, una serenidad perfecta posaban sus alas quietas sobre
aquellos seres.
El doctor juega al tute arrastrado y al julepe con Alfredo y Lorenzo. Sor
Herminia, ¡qué risa!, se deja vendar los ojos y es “la gallina ciega”; Cecilio, el
loquero que estudió bandurria, ha organizado una orquesta de bastante púa y
regular de pulso. Felipe siembra lo que le da la gana y juega a trillar en el patio
con dos loquitos que le hacen de mulas. A Nicolás le han comprado una caja de
acuarelas con los cuartos que se guardaba antes el doctor Quiñones por
específicos que no recetaba. Jerónimo está empezando a escribir las “Novelas
ejemplares”. A Pablito le han comprado una campana nueva y se pasa el día:
-Din-don; din-don; din-don... Tin, tin, tin. ¡Son las tres!
Leocadio se ha hecho millonario de caracoles vendiendo sueños:
-A ver, tú, ¿quieres un sueñecito? ¿De qué lo quieres? ¿De general o de
marino? ¡Tengo sueños, sueños de poeta y de héroe, de pandero y de chocolate!
¡Baratitos los sueños! ¡Sólo cuestan un caracol!
Para los que no saben música se ha organizado una Orquesta Palafónica de
Instrumentos Absurdos, donde caben desde las tapaderas de cocina a las flautas
de cañas y papel de fumar. Otro grupo de locos ha fundado un Cuadro Artístico,
donde se representan “El loco cantor”, “El idiota”, “Locura de amor”, “Malvaloca” y
un extenso repertorio entre obras originales y adaptaciones especiales, como “El
puñal del loco”, “La muerte de un locatis”, “Doña Rosita la loquera” y “Seis
loquitos en busca de su doctor”.
Las veladas se prolongan hasta medianoche y todos ríen y se divierten
disciplinadamente, eso sí, haciendo lo que les da la gana.
El hombre que trae la leche por las mañanas se quedó el otro día rezongando:
-¡Así ya se puede ser loco! ¡Unos mucha locura y otros nada! ¡Siempre dije que
el mundo estaba muy mal hecho!
Sí, todos son felices. Tiberio también lo es, aunque el reloj de su corazón está
empezando a hacer esos ruidos que hacen los bellos y antiguos relojes cuando
van a dar la hora. Una hora solemne y decisiva que va a resonar en el alma de
Tiberio como un viejo bronce, como el bronce de las campanas aquellas que él
rozaba con el dedo, en un pueblo, en su pueblo, suspirando el aire acribillado de
zánganos:
-¿No oyes? ¡Es como si las tocaran muy lejos...!
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HOY LLEGÓ SEBASTIÁN
El día que trajeron a Sebastián fue uno de esos días raros en que el azul del
cielo está cargado de alguna misteriosa potencia eléctrica.
Hubo relámpagos, aunque no había nubes.
Cantaron los gallos en do sostenido menor.
Y la noche antes hubo un eclipse de luna, parcial en España y total en una
aldea del Camerún; ahora que allí, como todos son negros, ni se dieron cuenta
del eclipse ni nada. Y es que, ya se sabe, los negritos viven con los plomos
fundidos. El único que se dio cuenta fue el jefe de la Administración Colonial, que
era blanco, pero estaba borracho y se creyó que una mariposa le había apagado el
quinqué.
A Sebastián le trajeron en un coche celular, con dos guardias, dos loqueros y
un chófer que era de Villarrobledo, sólo que hacía muchos años que no iba por el
pueblo.
Fue un día sensacional y extraño. Al atardecer se llenó de nubes rojas,
afiladas como lanzas sangrientas. El horizonte parecía fusilado de gritos y hubo
una revolución en Guatemala, resultando triunfador el general Martínez, que era
masón.
Fue un día lleno de sorpresas y de calambres. Sor Herminia se cortó un dedo
sacando punta a los lapiceros del despacho. Los peces de la alberca, limón y
naranja, zigzagueaban espantados, como si al agua le hubiesen enchufado un
cable de alta tensión.
Los locos, felices en el nuevo orden social establecido por Tiberio, estuvieron
un poquito lacios, como flores de macetas sin regar.
Un día, en fin, lleno de presagios, de temblores, de expectación y de hambres.
Un día subrayado con lápiz rojo en el calendario sin hojas de los ángeles.
Un día con hipertensión.
Un martes.
Tiberio tuvo su alma en suspenso y el corazón le latía de puntillas haciendo
poquito ruido, igual que un reloj de señora. Por la mañana estuvo nervioso y
anhelante, cerrado a las nostalgias y clavado en tiempo presente, como un
bichito, con el alfiler de la espera.
El día que trajeron a Sebastián fue un día maduro y redondo.
Sebastián tenía un bigote caído que le ponía la boca entre paréntesis. Sus
ojos cortaban el aire, como alfanjes. Sus dedos huesudos se le ponían blancos de
engarabitados que estaban. Era moreno y mediano. Las venas de la frente eran
como los ríos de un atlas, pero no como ríos pequeños, no, sino como el Danubio,
el Nilo, el Mississipí o el Amazonas, con sus afluentes y todo. ¿Qué caudal de
violencias llevaban del corazón al cerebro? Los ojos, con los párpados hinchados,
eran como dos oes con el acento circunflejo de las cejas peludas y rizadas.
Cuando sor Herminia miró a Sebastián su pecho palpitó bajo las tocas
blancas, como si comprendiese, de repente, que un misterioso alarido alanceaba
al mundo. Y también como cuando uno siente, aun sin verlo, que algo está mal
colocado en una habitación que conocemos bien.
Tiberio está en la galería de cristales cuando llega el coche. Ve bajarse a los
guardias, con porras y pistolas, y luego a Sebastián. En el alma de Tiberio el
destino llama tres veces con nudillos de angustia, como dicen que hace San
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Roque, que si le rezas un Padrenuestro todos los días te avisa cuándo vas a
morir.
El alma de Tiberio se ha puesto pálida. El corazón se le detiene un momento y
luego se pone a hacer muy fuerte:
-Tras, tras; tras, tras...
Tiberio se vuelve atontado con las palmas de las manos hacia arriba:
-¡“Sencillo”! ¡“Sencillo”!
Se hace visible el ángel; llega de perfil y suavemente y su sonrisa ensombrece
la tarde y los pájaros de la huerta gorjean gozosos.
-¡Tengo miedo, “Sencillo”! ¿Te acuerdas? No hace mucho, aquel día que vino
mi familia, te dije que algo se había roto en mí, que me encontraba en blanco
como un niño que abre los ojos por primera vez. Ahora sé que aquel temblor de
mi alma era la expectación de este momento, de esta hora que ha llegado
despacio, sin prisas y silenciosamente, como el amanecer. ¿Qué pasará ahora,
“Sencillo”? ¿Por qué me tiembla hoy el alma, hoy, ahora, cuando ha llegado ese
hombre? No sé quién es; no sé nada de él; pero sólo al verle se me ha despertado
un sueño cauto y perdido que yo tenía en mi corazón sin saberlo. Para mí,
“Sencillo”, ya nada puede volver a ser. Se me han desvanecido los recuerdos
todos; ya no recuerdo ni siquiera este momento que vivo, y mi mente se ilumina,
como si alguien hubiese entreabierto en una rendija la puerta que guarda la luz.
Estoy estremecido y con fiebre; como un álamo que no sabe luchar contra el
viento.
-Los álamos, Tiberio, los álamos no luchan. Se inclinan, reverentes, cuando
los dobla el viento de Dios.
Tiberio siente que, de nuevo, vuelve a su corazón la paz. Poco a poco,
lentamente, como si despertara a un día tibio.
-No lucharé, “Sencillo” -suspira-; yo me doblaré como un árbol si es Dios
quien empuja.
-Ten ánimo -sonrió el Ángel, y toda la tarde se vuelve de color manzana, con
olor a manzanas-, porque esta hora te estaba esperando en el camino de tu vida.
Ha sido abierto arriba un libro misterioso de renglones de plata; cada palabra es
una música y un color cada letra. Lo que tú no sabes ni comprendes, está
esperándote; al final de un camino donde cantan mis ángeles hermanos.
Recorrerán tus pies la senda del Señor y se moverán tus brazos como alas; no
sentirás el peso de tu cuerpo y un aire desconocido hará leve tu paso.
Se calla el Ángel. Tiberio se pasa la mano por la frente ardorosa; detrás le
cruzan pensamientos dorados, como pececillos tras el vidrio de una pecera.
-¿He de decir algo para aceptar la voluntad de Dios? Siento, claramente, que
mi destino es vagabundo y flotante, igual que las hojas en el aire. No me apegaré
a nada humano, “Sencillo”; quiero estar transparente como un vaso de agua y
saciar la sed de aquellos que lleguen a mí con su boca seca.
-Él tiene sed -susurra el Ángel-, él tiene un infinita sed que no puede calmar
el agua de todas las fuentes del mundo; él se abrasa estéril como la arena del
desierto. Entre todas las criaturas de esta casa, de este mundo, Tiberio... es la
más desgraciada. Necesitará mucho amor, porque tiene el corazón llagado,
porque la espada de Aquel que no vino a traer la paz se ha clavado hasta el puño
en su cuerpo. Y va chorreando una dolorosa sangre, sin compasión de sí mismo.
“Sencillo” se ha fundido en la luz. Y Tiberio baja, emocionado y vehemente, al
patio donde juegan los locos. Sólo que hoy no juegan; están reunidos, en grupos,
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nerviosos e inquietos a algunos les tiemblan las aletas de la nariz como a canes
perdigueros. Hablan poco y en voz baja, pero manotean en el aire invadido en las
sombras primeras. La sangre les galopa en las venas:
-Tacatá, tacatá...
A Lorenzo se le pone una sombra, débil y roja, así, delante de los ojos.
-Es un hombre perdido. Es un criminal.
-Dicen -añade Alfredo- que tenía una pistola.
-Tiene las pupilas rojas -dice Nicolás-, rojas de minio y bermellón.
Nunca, nunca, desde la llegada de Tiberio se han sentido los locos así: tan
excitados, tan pusilánimes, tan miedosos.
Pablito tiembla de frío:
-¡A mí me ha mirado de un modo...!
Cuando llega Tiberio, todos se vuelven a él, anhelantes, asustados, ansiosos:
-¿Le has visto, Tiberio, le has visto?
-¿Al nuevo? -y Tiberio tarda un rato en contestar-. Sí.
-Se llama Sebastián -dice Pablito.
-¡Bah! -desprecia Fernando-. ¡Eso dirá él!
-¡Se llama Sebastián! -se excita Pablito congestionado-. ¡Se lo he oído decir a
las monjas!
-¡Tú qué sabes! ¡Si eres un pobre tonto!
-¡Y tú, y tú también lo eres! -chilla Pablito.
-¡Bah! ¡Yo soy un loco! ¡Pero tú eres tonto!
A Tiberio le sube una congoja desde muy hondo:
-¡Pablo! ¡Fernando!
-Es que no me creen. Y además... -murmura avergonzado el loquito-reloj, que
es un tipo mongólico, de ojos oblicuos y pómulos salientes.
-Todos somos locos; todos somos tontos. Pero, por amor de Dios, no dejéis
que la ira os apriete el corazón con sus tenazas. ¿No veis la tarde qué hermosa
está? Hay ángeles en la sombra apretando sus manos tristes. No, callad, amigos.
Nada puede romper la paz que ha puesto Dios en nuestra locura; nadie puede
asesinar vuestra calma, que es el éxtasis de Dios.
La voz de Tiberio se eleva dulce y llena de ternura. Salen los ángeles de la
sombra, con las palmas abiertas, y otra vez se posan con sus alas sobre el patio.
Los locos se sientan en el suelo, aún caliente, porque allí pega el sol todo el
día.
-¿Quién es, Tiberio; quién es ese hombre?
-No lo sé -murmura Tiberio, preocupado.
-Tú lo sabes todo. ¿No quieres decírnoslo?
-“Sencillo” no ha querido decírmelo. Es un hombre que está en soledad como
las águilas, como las fieras. Presiento que es un hombre que se revuelve a
mordiscos contra un mundo que no le comprende. Recordad, tampoco a nosotros
nos comprenden.
-Entonces... -inquiere tímidamente Alfredo-, entonces, ¿es de los nuestros?
-Sí; de los nuestros, pero todavía más solo, más perseguido, más desgraciado.
-Le querremos, le querremos, Tiberio -dice en voz baja Fernando.
-No sé si le bastará con nuestro amor. No sé si querrá amor de nadie. No sé si
sabrá qué cosa es amor.
-Yo sí lo sé; amor es tocar la flauta que tú me has hecho.
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-Sí, Fernando; para ti, amor es tocar la flauta. Es así como tú hablas con
Dios. Porque tú, Fernando, no sabes sino tocar la flauta.
-Pero la toco muy bien, ¿eh?
-Maravillosamente bien.
-Si no necesita amor -suspira Lorenzo, que ya no siente aquella venda
sutilmente roja ante su vista-, si no necesita amor, Tiberio, ¡qué desgraciado debe
de ser!
-Sí, Lorenzo. Porque dar amor es bello, pero necesitarlo es triste. Hubo un
héroe de un cuento antiguo, Prometeo, que robó al sol la antorcha del fuego y se
la entregó a los hombres. En castigo fue encadenado a la cumbre de una
montaña y, todos los días, aves voraces devoraban sus entrañas en vivo. No hubo
amor para aquel hombre, no hubo piedad.
-¿Y Sebastián?
-Tal vez ha robado un fuego sagrado; tal vez lo ha abandonado en medio de
los hombres. Pero, sin duda, encadenado está y devorándose a sí mismo,
insaciable. Hasta que un día, alguien rompa sus cadenas y encuentre la paz.
Fosforecen los ojos en la noche recién estrenada. Palpitan en la sombra
palabras idas, palabras muertas. Un cementerio de palabras fósiles blanquea en
cada rincón. Los locos suspiran y suena la campana de la cena, que hoy, con
tanto jaleo, tiene que tocar la hermana cocinera, porque a Pablito se le ha
olvidado.
Se levantan los hombres en una alegre desbandada.
Sólo Tiberio se queda en el patio, a oscuras, bajo la luz de las estrellas, que
dan chispas como un arco voltaico y encienden la verbena de la sombra. Tiberio,
que extiende sus manos hacia lo alto y suspira quedamente, angustiadamente,
como en una interrogación suplicante y misteriosa:
-Si no necesita amor...
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ANARKOS Y SU HISTORIA
El manicomio ha vuelto a su estado normal. Prosigue el benéfico influjo del
orden social y el director, en sus exámenes periódicos, va descubriendo que los
locos sanan; vamos, no es que se pongan cuerdos, ni falta que les hace, sino que
desaparecen los ataques, los tics nerviosos, la violencia y la fiebre.
El doctor, como no se atreve a confesar la realidad de lo que pasa en el
establecimiento, la auténtica causa de que aquello se haya convertido en un
celestial rincón de angelitos más o menos filarmónicos, está preparando una
comunicación para la Academia Nacional de Medicina, con el título de: “La
bicarbonatoterapia, procedimiento decisivo en la restauración psíquica del
individuo, según la teoría del doctor Quiñones y frente a los sofismas de
Kraussmenozekoff”. Le está saliendo de perilla.
Sor Herminia se pasea por las galerías con su chín-chín de llaves ya inútiles,
y Cecilio está ensayando con los muchachos eso de “Los sitios de Zaragoza”, que
es tan bonito, sobre todo cuando Cecilio dice:
-Ahora se oyen los cañones... ahora los fusiles... ahora las ametralladoras...
ahora la bomba de “driógeno”.
Y todos, catapán, chín, chín, tan tan, venga a hacer los ruidos esos que
parece una guerra de verdad.
Pero no todo es música celestial. Hay tres hombres en la casa que no
participan de la serena felicidad de los demás loquitos. Uno, es el doctor
Quiñones; otro, Tiberio; el tercero, Sebastián. Y todo por culpa de este último.
El doctor ha ensayado lo del bicarbonato con el loco nuevo, porque ya está
absolutamente convencido, después de tanta tesis, de lo científico de su sistema.
Pero se le fue la mano y en lugar de recetar veinticinco gramos, puso doscientos
cincuenta, y Sebastián no hacía más que levantarse por la noche y hacer ruidos
groseros; se ha quedado estropeadísimo.
A Tiberio le preocupa mucho Sebastián, que no quiere hablar con nadie;
contesta enseñando los dientes y gruñendo palabras feas y se pasa el día solo,
paseando, con la cabeza hundida en el pecho, que se va a hacer un agujero con la
barbilla en el esternón.
Los locos estuvieron cariñosos y atentos con Sebastián y trataron de atraerle
y de que participase en sus juegos, pero nada.
-Mira -le había dicho Leocadio-, aquí cada cual hace lo que quiere. ¡Anímate,
hombre!
-¿Ah, sí? -soltó Sebastián abriendo paréntesis de bigote-. Bueno, pues yo lo
que quiero es quemar esta casa con todos vosotros dentro. Conque... ¡dame
cerillas!
Leocadio se asustó tanto que tuvo que ir al médico a que le recetara algo para
los nervios. Se le calmaron con bicarbonato, así es que el doctor ya tiene pensado
el titulo de su segunda comunicación científica: “El bicarbonato, nueva y eficaz
terapia de choque en el tratamiento de la hipertensión nerviosa, según los
experimentos del doctor Quiñones y frente a los sofismas del doctor
Kraussmenozekoff”.
Pero a lo que vamos. En vista de lo brutísimo que se ponía Sebastián -¡por
algo le trajeron con guardias!-, los loquitos han decidido dejarle tranquilo y ni se
acuerdan de él. Nada, como si no existiera.
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Sólo Tiberio. Tiberio que está aprendido a sufrir. Tiberio que siente que su
serenidad se rompe ante su propia impotencia, ante este hombre que sufre tan
visiblemente, sin que nadie pueda ayudarle. Por primera vez en su vida Tiberio
siente que sus entrañas se le abren, desgarradas, en el parto de un sentimiento
nuevo: el Dolor.
Tiberio pasea por la huerta, silencioso y furtivo, detrás de Sebastián. El loco le
mira con una rabia sorda temblándole en el labio de abajo.
Pero no le mira a los ojos. Por eso, Tiberio no puede hacer nada, lo que se dice
nada. Si los ojos de Sebastián se alzaran hasta los ojos de Tiberio, un momento,
sólo un momento... Pero parece como si el loco se diera cuenta; el muy ladino
mira siempre a Tiberio a las rodillas o a los zapatos.
Tiberio ha intentado todo; desde ofrecerle la pera más gorda de la cesta que
mandó tía Evelina, hasta hacerle un espantapájaros o una cachimba de higuera,
que huelen que es una gloria. No olerlas, claro.
Sebastián, impertérrito, olímpico y tremebundo, y esotérico, que tampoco
suena mal, sigue paseando, las manos atrás y la barbilla hundida, sin más
interés que pisar bichos en el suelo.
Goza con cazar moscas y espachurrarlas con el tacón; con tirar piedras a los
gorriones que lanzan unos “pío pío” de socorro que parten el alma de Tiberio. Con
arrancar la fruta y tirarla al pozo; con decapitar flores con un palo. La huerta está
hecha una porquería desde que llegó Sebastián.
Cada vez que ve cómo corta una rosa y la pisotea, Tiberio cierra los ojos y se
le pone la carne de gallina. Indudablemente Sebastián está poseído de un
demonio violento. Y lo peor es que él, en el fondo, también siente dolor cuando
destroza algo. Pero es un dolor tan pequeñito que ni parece dolor ni nada; como si
no lo sintiera.
Tiberio ha visto en los ficheros del doctor la cartulina de Sebastián. Dice así:
“-RODRÍGUEZ PIÑERO (Sebastián).
-Treinta y ocho años.
-Hijo de Isauro y de Hermelanda.
-Natural de Erustes (Toledo).
-Sietemesino.
-PSICOFISIOGNOMÍA: Nariz oblicua, dura y angulosa, correspondiente al tipo
desequilibrado, desarmónico y duro; difícil catequización pedagógica.
-LÍNEAS DE HUTER: Eje de concentración, largo; eje efectivo, escaso; eje de
carácter, largo; eje de actividad, regulín regulán. Occipucio, feo. Nuca, flaca.
-OBSERVACIONES: Distimia depresiva con trastornos paranoides. Su padre,
además de Isauro, era epiléptico, alcohólico y escéptico.
-DIAGNÓSTICO: Parapatía anancástica; neurosis disfóricosensitiva y
psicasténica; propensión a la mitomanía psicoplástica que puede conducir a la
metamorfosis zoantrópica”.
Todo estaba escrito a máquina. Al dorso de la ficha, el doctor Quiñones había
escrito a mano:
-“No dice ni pío. Asegura llamarse Anarkos. Está como una cabra.
Bicarbonato y tratamiento Tibérico, a ver qué pasa”.
Todo esto, claro, de poco le sirve a Tiberio. Así que sigue dando paseos por la
huerta detrás del otro, isócrono, como un eco, como una sombra. Como una
sombra. Porque un día, Anarkos se paró en seco y se volvió a Tiberio:
-¿Tú eres tú o eres mi sombra?
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-Tu sombra -sonrió Tiberio.
-Ah, bueno...
Anarkos se encogió de hombros y siguió dando zancadas.
Al día siguiente, puso cejas circunflejas y miró a Tiberio; a los zapatos de
Tiberio, claro:
-¿Y te llamas Sombra o qué?
-Me llamo Tiberio.
Anarkos se sobresaltó:
-¡Arrea! ¡De modo que mi sombra se llama Tiberio! De la “gens Claudia”, ¿eh?
¡Cómo te cargaste al Agripa, so cerdo! Y a Germánicos, a Seyano, a Druso, a la
Agripina... Le pegaste la patada a Poncio Pilato y te quedaste más fresco que una
lechuga. Lo que tú decías: “Cuando yo me muera, que se hunda el mundo”. De
poco te valió, amigo. Te cascaron con una manta.
-No -sonrió Tiberio alegremente-. Yo no soy ése.
-¿Ah, no?
Anarkos le miró de través, apretó los labios sombríos y continuó su pasear
silencioso.
Lo menos pasaron diez días sin que Anarkos abriese la boca. Al cabo de este
tiempo, paseando por la galería, seguido de Tiberio y de “Sencillo”, que los traía
con la lengua fuera, se plantó en jarras y se volvió a su sombra:
-¿Sabes lo que escribió Dostoievski? Escúchalo: “Es muy fácil vivir haciendo
el tonto. De haberlo sabido antes me hubiese declarado idiota desde niño y puede
que a estas fechas fuese más inteligente. Pero quise tener ingenio demasiado
pronto y heme aquí ahora hecho un imbécil”.
Se sonó las narices y sonrió de lado, aviesamente:
-No está mal, ¿eh? ¡Algo así ha sido mi vida!
Se guardó el pañuelo y sonrió con sarcasmo:
-¡Y tan imbécil! Me fui de la lengua y mira, aquí me tienes encerrado. Con
esos pobres bobos, que se ríen de todo, los muy memos.
“Sencillo” le sopló algo a Tiberio. Este añadió con picardía.
-Sí, reírse de todo es propio de tontos, como dijo Erasmo, pero no reírse de
nada lo es de estúpidos.
Anarkos abrió la boca, asombrado.
-¿Sabes que eres una sombra bastante leída y escribida? No sé si mandarte a
freír espárragos o echarte a patadas.
-Nadie puede salirse de sí mismo.
-No -gruñó Anarkos-; de acuerdo, pero lo pueden echar a uno a patadas. Lo
pueden destripar como yo machaco a esta hormiga.
-Eso es crueldad.
-Soy cruel, luego existo -se rió el Piñero, tan bruto el tío.
Así, poquitos a poquitos, Sebastián Rodríguez Piñero, por otro nombre
Anarkos, iba abriéndose como un higo pasado, sólo que mucho más despacio. A
lo peor se estaba una semana entera sin hablar a Tiberio, quien tenía
descuidados a los locos, a las nubes y a las hormigas.
A medida que se abría Anarkos, Tiberio le hurgaba dentro como los pájaros a
los higos.
Anarkos movía los labios hablando para sí. Luego le arreaba una patada a la
pared:
-¡Hay que librar a las cosas de la servidumbre de un fin! -bramaba.
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Tiberio sonreía con una chispita de malicia, recordando a aquel juez que
había leído a Nietzsche:
-Eso no es muy original.
-Bah -despreciaba el otro-, yo puedo ser tan original como me dé la gana. Uno
puede ser original en cualquier cosa, menos a la hora de palmarla. Todo el
mundo se muere igual. Aunque cambien las circunstancias, la muerte es la
misma: abre uno la boca, resuella un poco, ¡zás!, se para el corazón y estira uno
la pata. Los ministros igual que los barrenderos.
-Eso sí es verdad.
-¡Verdad, verdad! -gruñía Anarkos-. ¿Y qué es la verdad?
-La verdad es blanca.
-¿Blanca?
-Sí, blanca y redonda. La Verdad se come, igual que las rosas, pero da la
felicidad. La Verdad está en un sitio silencioso donde arde una luz débil y hay
olor de lirios azules.
-¿Tú la has comido?
-Sí, muchas veces.
Anarkos le miró con curiosidad. Luego crispó las manos:
-Y aunque sea así. ¿qué dosis de verdad puede soportar un hombre?
-Como hombre, muy poca -meditaba Tiberio-; si la verdad fuese sólo luz, una
rendija, un solo rayo. Porque la Verdad mata al hombre humano. Pero después de
muerto le hace grande y bello; le llena de Dios. La verdad nos acerca a Dios y nos
acerca a los hombres.
-Bah, para amar a los hombres hay que huir de ellos. Si los conoces tienes
que odiarlos.
Tiberio chascaba la lengua.
-Si los conoces tienes que compadecerlos. Y la compasión es amor. ¿Tú no
compadeces a nadie?
-Yo -murmuró Anarkos sombrío, amenazador-, no he aprendido a
compadecer, sólo me han enseñado a maldecir -se volvió iracundo-. ¡Y si quieres
estar conmigo no me compadezcas!
-Hay una forma del amor que está muy por encima de la compasión -dijo
tímidamente Tiberio.
-¡Bah!
Elocuente, Anarkos se dio media vuelta:
-¡No turbemos la digestión de los tontos! ¡Amor! Eres una sombra bastante
ridícula. No me servirás de mucho cuando llegue la hora de mi revolución. Para
vosotros, la digestión tranquila es vuestra meta. Para mí, no; ni siquiera la
revolución es una meta, sino una transformación que no cesa. Ni siquiera la
anarquía es un fin. He leído alguna vez que la libertad engendra la anarquía, la
anarquía el despotismo, y el despotismo, otra vez la libertad.
-Entonces, la libertad es tu fin.
-Yo quiero la libertad para perderla; igual que quiero los cuartos para
gastármelos. Lo que quiero es la revolución; una revolución integral, vertical,
horizontal y oblicua; que nada, absolutamente nada, quede como está.
-Pero tú no puedes crear ni siquiera el desorden.
-No -gritó Anarkos con rabia-, no puedo crear. Pero puedo destruir...
Se echó la mano al estómago y barbotó:
-¡El bestia ese del doctor le va a dar el bicarbonato a su padre!
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Cuando se le pasó el retortijón, siguió triunfal:
-¡Yo puedo crear la destrucción! Lo estupendo no es hacer pompas de jabón,
sino pincharlas con un alfiler y ver cómo hacen ¡paf! ¿Comprendes? Bueno, pues
en lugar de pompas cosas y hombres. ¡Paf! Se les pincha un poco y se quedan
pachuchos y arrugados. ¡Yo sueño con una gran pira funeraria!
-Entonces -Tiberio parecía un gallo de pelea-, ¿por qué das esos gritos por la
noche?
-¿Yo? -abrió los ojos; casi se le salían de las órbitas.
-Sí, tú; te oigo todas las noches; me acerco a ti y estás temblando, lleno de
sudor, con las manos crispadas.
-Tengo pesadillas...
-Lo sé.
-Es raro; sé que estoy soñando... cosas... esas cosas... sé que grito, dormido;
me falla el aire, como si me ahogase, parece que me va a reventar el corazón... Y
de pronto, se calma todo; la pesadilla desaparece y noto que mi descanso es más
profundo, más suave...
-Mis manos -murmuró Tiberio con sencillez.
-¿Qué le pasa a tus manos?
-Las pongo en tu frente.
-¿Es así como...?
-Sí.
Anarkos se quedó turbado. Por su alma ruin pasó algo, tembló algo, como una
congoja, como un sollozo. Y por un momento, sólo por un momento, miró a los
ojos de Tiberio. Le dio un escalofrío; eran como espejos y se había visto en ellos;
sabía que aquella figura contrahecha, deforme y rojiza era la suya, su alma. Pero
había visto algo más: un fondo de blanquísimas alas electrizantes, una mansa y
llana blancura que, sólo por un momento, le produjo la sensación de una lluvia
fresca en un día de ardoroso verano.
Anarkos bajó la mirada; la detuvo en sus manos, poderosas y rudas:
-Mis manos asesinas -pensó, él mismo no sabía si con orgullo o con pena.
Se aclaró la garganta, volvió el rostro hacia la galería y balbució con voz seca:
-Tú..., ¿quién eres tú?
-Ya lo sabes -sonrió Tiberio-, tu sombra.
-Y... y... ¿estarás conmigo hasta el final?
-Hasta el final.
La voz de Tiberio llegó lejana y rotunda como un trueno amortiguado. Tiberio
supo que aquella voz había pasado por su garganta, pero venía de más lejos, de
muy lejos. Aquella voz estaba viniendo desde el principio de los tiempos como la
luz de algunos astros y acababa de estremecer a dos hombres.
Como en el primer día en el que aquella voz fue escuchada por oídos
humanos.
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ANARKOS CUENTA SU HISTORIA
Hacía ya ocho meses que llegó Anarkos al manicomio. Doscientas cuarenta
veces que amaneció; doscientas cuarenta veces que anocheció; cuatrocientos
ochenta prodigios de los que pocos se dieron cuenta.
Por noviembre, el cuadro artístico del manicomio puso el “Tenorio”; Jerónimo
terminó las “Novelas ejemplares” y anunció que empezaba a escribir los “Trabajos
de Persiles y Segismunda”. De menos nos hizo Dios.
Hizo frío, calor, otra vez frío y etcétera. Una vez llovió. Nevó dos veces. En fin,
la vida.
Anarkos y Tiberio se hicieron amigos.
Anarkos seguía con la vista baja y con las mismas ideas, eso sí, que era un
barbián de pelo en pecho. La huerta se había convertido en jardín de Academos,
donde los dos personajes charlaban y paseaban. Por lo menos, Anarkos dejó de
matar bichos, de decapitar rosas y de apedrear pájaros. Su mente se ocupaba
ahora en planes más serios: en destruir el mundo y cosas por el estilo.
A veces se extasiaba mirando al cielo:
-A ver si ahora, con la bomba de cobalto...
El portero le dejaba todos los días el ABC, y cuando leía que en la Anatolia
habían muerto seis mil personas en un terremoto, que el año pasado la cascaron
28.552 yanquis en accidentes callejeros o que un nuevo volcán había destruido
las islas Célebes, aquél era un día grande para Anarkos.
-Eso debe ser de nacimiento -pensaba Tiberio buscándole disculpas-. ¡Como
es sietemesino y zoantrópico!
-¡Inmolemos a la Humanidad en el altar de la catástrofe! -berreaba Anarkos,
después de leer que un tren había descarrilado cerca de Manchester y que
alrededor de trescientos hijos de la Gran Bretaña había muerto sin decir ni pío.
Un día, mientras Anarkos se sentía transportado de filantrópicos sueños, sor
Herminia le chistó a Tiberio desde una ventana:
-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Ven en seguida!
La monja le llevó a la sala de visitas; allí siguen Daoiz y Velarde en su marco
descolorido, con los pelos alborotados, las levitas descosidas y los espadines al
aire; continúan las manchas de humedad, sólo que más numerosas y más
grandes; siguen el mismo almanaque, el mismo bodegón y las mismas moscas;
todo igual que el año pasado cuando vino la familia de Tiberio.
No hay más que una cosa nueva; una mujer arrebujada en un mantón negro,
con un negro y largo vestido lleno de faltriqueras. Es una campesina, casi
anciana, arrugada como una haba seca y con el pelo tirando ya a cano.
-Esta señora -dice sor Herminia- es la madre de Sebastián. Yo le he hablado
de ti, le he dicho que eras amigo... bueno, el único amigo de su hijo. Y ella ha
querido conocerte.
Tiberio alza sus ojos límpidos y encuentra los ojos aguados, cansados, de la
mujer. Y contempla su alma, torpe, elemental y sencilla. Es un alma analfabeta y
ruda, pero la maternidad la ha rodeado de un suave contorno, como un halo.
En los ojos, casi invisibles de pequeños, como dos punzadas de alfiler sobre
una piel cocida a todos los soles y seca a todas las heladas, brilla una lejana
chispa. La mujer no sabe qué hacer con sus enormes manos tostadas y las
esconde en el mantón. Los ojos se le ponen tímidos y apocados.
-¿Está usté bien?
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Sor Herminia se ha marchado y Tiberio sonríe con dulzura, rompiendo la
tirantez del momento:
-Siéntese, señora... ¡No! Ahí no; esa silla tiene la pata rota; siéntese aquí, que
se está más blandito.
La mujer se sienta en el borde mismo del diván, desesperadamente incómoda:
-Pues como la Hermana me dijo que usté era muy bueno y que era amigo de
mi Sebastián...
Tendía hacia Tiberio sus manos huesudas:
-¿Cómo está mi hijo?
-Bien -sonrió Tiberio-. Está mucho mejor. Es... es un poco raro, pero...
La mujer rompió a llorar con un hipo que sacudía las paredes.
-...Pero lo importante es que está más tranquilo.
-¡Es un desgraciado! -suspiró la mujer, secándose las lágrimas-. Yo ya se lo
dije a mi Isauro, que en paz descanse y con los santos se halle; que ese hijo iba a
ser muy desgraciado. ¡Si por lo menos se hubiese estado en el pueblo! Pero se
vino a la ciudad y aquí me lo envenenaron... Y ahora, ya ve usté, ni ver a su
madre quiere, como si yo no le hubiese parido, como si no se hubiese criado a
mis pechos. Usté disimule la pregunta: ¿usté tiene madre?
Tiberio cerró los ojos con nostalgia:
-No. Murió cuando yo nací -y agregó con voz baja-: Mi vida por la suya...
-¡Pobre! Pero algún día sabrá usté lo que duelen los hijos; traerlos al mundo,
hacerlos hombres y luego... Usté tiene cara de bueno, señor. Me lo ha dicho la
Hermana. ¡No deje usté a Sebastián! En el fondo él también es bueno, sólo que
esas ideas... ¡No le deje usté!
-No le dejaré. Seré para él como... como... su Ángel de la Guarda.
De nuevo Tiberio se sintió estremecido, como aquella vez, meses antes, como
aquel día que hablaba con Anarkos en la galería. De nuevo sintió que aquellas
palabras últimas habían salido de sus labios, habían vibrado en su garganta.
Pero sintió la extraña sensación de que aquellas palabras no eran suyas, no
habían nacido en su cerebro. Habían resonado, sí, igual que un apagado trueno,
con el eco de una misteriosa voz de bronce; él quería decir algo así, pero las
palabras surgieron de su boca antes de haberlas pensado, antes de desear
decirlas.
Desconcertado Tiberio miró en torno suyo y suspiró anhelante, dolorido.
-¡“Sencillo”! ¡“Sencillo”!
Pero ya se levantaba la señora Hermelanda Piñero...
-Para lo que usté quiera mandar. Sabiendo que está usté con mi hijo me voy
más tranquila, aunque no ha querido verme. En Erustes tiene usté su casa. Hay
tren, ¿sabe usté? La estación está muy cerca del pueblo. Que Dios lo bendiga,
hijo.
Titubeó un momento y luego, impulsivamente, le dio un beso en la frente y se
marchó azorada con sus guardapieses y faltriqueras.
Tiberio se quedó inmóvil, contemplando las manchas que parecían figuras
vivas: un caballo, un mapa, un avión, un higo chumbo...
Así es que, ¿había llegado la hora?
El muchacho inclinó la cabeza, pero ahora no le llegaba ninguna melodía
interior. No oía sino el vuelo de las moscas que vibraban sordamente en el cuarto
solitario.
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En vista de eso, se fue en busca de Sebastián. Le encontró en la alberca,
tratando de pinchar a los peces con un alambre. Cuando vio venir a Tiberio tiró el
alambre al agua, se puso las manos atrás y levantó los ojos hacia las nubes:
-Buen día, ¿eh?
Tiberio no contestó; sentado en el borde de ladrillo, contempló largo rato a su
amigo; luego habló.
-¿Sabes con quién he estado?
-¿Con quién?
-Con tu madre.
Anarkos abrió la boca para decir algo, una burrada, seguro; pero se lo pensó
mejor y soltó un lacónico:
-¡Ah!
-¿Por qué no has querido verla?
-Porque no me dio la gana.
-No te pongas bruto.
Anarkos frunció el ceño, se mordisqueó los paréntesis y su rostro adquirió un
tono grave y sombrío:
-Si yo fuese... otro, no tendría nada contra mi madre. Es una mujer ignorante
y torpe; pero es que nadie la educó. Es buena; supongo que lo es.
-Pero...
-¡Pero yo soy Anarkos! ¡En torno mío sólo tuve odio! ¡Me han engendrado en
odio! Yo no pedí la vida; nadie me consultó si quería nacer. Por tanto, ¡no le
agradezco que me pusiera de patas en este asqueroso barrizal! ¡No agradezco
nada a nadie! -continuó, feroz-. ¡Ni siquiera te agradezco que seas mi sombra! ¡Yo
no quería nada de esto! ¿Quién señaló con el dedo a un poco de noche, de nube y
de asco y dijo: “Que de aquí salga Anarkos”?
-Dios.
-Tu Dios es un embuste. Y si existiera, tampoco tendría nada que agradecerle.
Hubo una larguísima pausa. Una abeja se cayó al agua, y Tiberio le puso una
ramita para que saliera.
Desde el patio llegaban las voces de los locos, que jugaban a las cuatro
esquinas y echaban a suertes, a ver quién era el que se quedaba:
China,
china,
capuchina,
¿en qué mano
está la china?
Cuatro patas
tiene un gato:
una, dos,
tres y cuatro.
Le tocó a Nicolás I, Rey del Azul Prusia.
Tiberio mordisqueó una hoja. Ya iba siendo hora de conocer la historia de
Anarkos. Así que decidió tirarle de la lengua.
-¿Por qué te fuiste del pueblo?
Anarkos sonrió sardónico:
-No me fui; me llevaron.
-¿Te llevaron?
El otro se levantó y dio unos pasos, agitado y ceñudo.
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-Pienso si la libertad no será un castigo.
-Lo es -chispearon los ojos de Tiberio-. Por eso los que están aquí son felices:
porque no tienen libertad; porque Dios y el doctor deciden por ellos; porque
nunca se encontrarán en una encrucijada ante la pesadumbre de elegir un
camino. Y ni siquiera tienen libertad para pensar, porque sus pensamientos no
son suyos; se los he dado yo.
-Sí -gruñó Anarkos-; a esa libertad me refiero: a la libertad de pensar. ¡Si
desde chico le pusieran a uno rejas en la cabeza...! Mi padre era un borracho;
tenía abandonadas la casa y la heredad; en cuanto lampaba un duro, se lo bebía.
Y yo...
-Y tú...
-Crecí como una ortiga salvaje y un poco venenosa. Mi madre se reventaba los
riñones cavando, sembrando, yendo tras el arado... Nadie se podía ocupar de mí,
por lo visto. Por entonces me alegraba de ello. Eso me daba... libertad. ¡Valiente
porquería de cosa!
-¡Es tan hermoso tener libertad y dársela a Dios! -suspiró Tiberio-. Decirle:
“Señor, llévate esta voluntad que me has dado y que de nada me sirve, porque un
día puede ser una mala voluntad; úneme a tu voluntad...”
-Yo era -continuó Anarkos, abstraído-, yo era... un retrasado mental. Algo en
mi cabeza estaba fuera de su sitio. No sé en qué misteriosas circunvoluciones
cerebrales se albergan el odio y el amor; no lo sé. Pero en mí se habían cambiado
de lugar. Fui a la escuela; había un maestro lo bastante burro como para afirmar
que la letra con sangre entra. Y sí, entraba... con sangre. Yo era un pobre
muchacho solitario y amargo. Durante catorce años tuve el honor de ser el tonto
del pueblo.
Anarkos hablaba con voz opaca y temblorosa.
-No era verdad; yo no era tonto, aunque sentía, a veces, que me sacudían
intensas ráfagas de violencia: me gustaba espachurrar cosas, romper cristales y
quemar los pajares para ver cómo los apagaban. Yo no era tonto, aunque hablaba
mal, me expresaba con dificultad y tenía los ojos de buey. Pero cuando se me
acercaba una de aquellas crisis, de aquellos ataques de odio, cuando me sacudía
el aura, yo era mucho más inteligente que todos; el más inteligente del mundo.
-Pobre Anarkos; en soledad.
-Sí; tal vez merezca compasión, aunque también odio la compasión, y no sé
por qué te la consiento a ti... Quizá porque sabes escucharme... Yo creo que, en
mi fondo, el niño normal que había en mí se estremecía de miedo, de pavor y de
locura ante aquella violencia que se hacía dueña de mi ser, que me poseía. Y aún
me estremezco de terror, por las noches..., tú lo sabes..., cuando monstruos
amarillos, pulpos sin párpados, algas como serpientes, ahogan mi cuello.
Anarkos se limpiaba el sudor, y gritó:
-¡Hay un mundo en torno mío! ¿No es así? ¡Hay un mundo con hombres y con
iglesias, con sopas de cuartel y coches americanos! ¡Hay un mundo que vive y se
divierte! ¿Qué ha hecho ese mundo tuyo por mí? ¿Cuándo me ayudó, cuándo
tuvo piedad de aquel niño aterrado que yo era, de aquella pobre bestia solitaria y
errante que sólo hubiese querido un poco de esa caridad de que el mundo habla
como un metal que suena o una campana que retiñe?
Temblaba, lleno de fiebre, ante los ojos humedecidos y angustiados de Tiberio.
De Tiberio, que sentía su corazón en cruz, despedazado y roto, sangrante y
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deshecho, como si una zarpa bestial le desgarrara las vísceras y un dolor, el
Dolor, sacudiera sus miembros en un espasmo.
-¡Me dejaron solo, solo, solo! ¡Con aquel odio agazapado en mi cerebro,
acechándome, cortándome de raíz todo sentimiento que no fuera la náusea! Esa
es la razón de mi vida: yo he nacido para odiar -iba serenándose-, como las
gallinas para poner huevos.
Suspiró.
-Un día, a los catorce años, me fijé en los pájaros. Los odiaba, claro; pero
sentía una grande, una intensa envidia de sus alas. Ellos podían huir, podían
volar, podían alejarse... Entonces deseé ser pájaro. Pensé que si ellos movían
rápidamente las alas y se sostenían en el aire, yo también podría hacerlo. Subí al
segundo piso de una cuadra... y me tiré al suelo, moviendo los brazos
desesperadamente. Entonces fue cuando salí del pueblo... En una ambulancia.
Me había partido no sé cuántas costillas; fractura de la base del cráneo,
traumatismo general... Qué sé yo.
Habían enmudecido los pájaros de la huerta, desoladoramente tristes.
-Me trajeron al Hospital Provincial. Y me curé, dirías tú, milagrosamente.
Pero, lo que es más extraño, me desapareció aquella tiniebla del cerebro. Mis ojos
adquirieron una expresión normal; hablaba ya como el resto de los humanos. Ya
no era un retrasado mental. De algo me había valido mi deseo de ser pájaro. Volé
realmente; volé hasta mi verdadera edad mental, recorriendo de un salto trece
años de diferencia.
-¿Y...?
-Creí que mi salud era completa. Por vez primera en mi vida, al salir del
hospital, sentía gusto en mirar a las gentes, al sol, a los niños que jugaban en la
calle. No quise volver al pueblo; aquel vuelo me había llevado demasiado lejos
para resignarme otra vez a ser el tonto municipal del que se ríen las muchachas
histéricas. No. Me quedé en la ciudad. Sólo que aquí... Yo no sabía hacer nada,
no valía para nada. Así que a jorobarme y a cargar maletas en la estación, a la
llegada del Lusitania Exprés. Maletas de piel de cerdo, propiedad de tipos de piel
de cerdo. Uno no sabía dónde empezaba la maleta y dónde el dueño. Maletas de
diplomáticos bigotudos, negociantes flacos y zorras internacionales. Mis
contactos con la alta sociedad me produjeron lo suficiente para comer y un
reuma en la paletilla como una casa.
Se echó mano a la espalda:
-Por lo menos, me sirve para saber cuándo va a cambiar el tiempo.
Y siguió, ante la mirada alentadora de Tiberio:
-Una vez, una de aquellas zorras perdió el maletín. Gritaba en franchute como
una bellaca, igual que las cerdas moribundas. Decía que en aquel maletín llevaba
las alhajas, y que valían cuatro mil duros. Era una tipa flaca, que a lo mejor no
estaba mal; habría que quitarle toda aquella escayola para verlo. Acudió el jefe de
estación; acudieron los factores; acudieron los guardias. No acudieron el alcalde y
los bomberos por una casualidad, porque, desde luego, la tía aullaba como
cincuenta. Desde que empezó, yo me olí el tomate; ya sabía que las culpas las
llevaría un servidor. Sólo que en vez de salir pitando me quedé allí, como un
grandísimo bobo. El jefe le preguntó a la elementa que cómo había perdido la
maleta; ella dijo que un mozo se la había robado; levantó el dedo, empezó a dar
vueltas como una loca y, ¡catapúm!, me señaló a mí como Colón; lo mismo pudo
señalar a otro, pero para eso tengo yo una suerte más negra que nadie. De nada
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me valió jurar, como era verdad, que yo no sabía nada de aquella tipa, que yo no
le había llevado el equipaje. Yo sabía que era el Chepas el que había birlado el
bolso; pero no lo iba a decir, para que me llamaran chivato. Total, me echaron
mano, y mientras las cosas se aclaraban o no, me dieron una paliza monumental.
Luego resultó que todos se convencieron de mi inocencia; pero la paliza me la
tragué...
Anarkos se pasó los dedos por los cabellos.
-Aquellas malas bestias me dejaron en tal estado que tuvieron que llevarme al
hospital otra vez... Bueno; yo no sé si fue de la paliza o del berrinche. Lo que sé
es que mientras me llevaban me dio un ataque. Y otra vez, ¡otra vez! -silbó con
rabia-, sentí que mi cerebro se llenaba de una salvaje violencia, de un infinito
deseo de matar, de aplastar, de retorcer pescuezos. Otra vez me sentí lleno de
odio, de amargura y de asco.
Tres golondrinas cruzaron el cielo, y sonó en la calle el grito de un vendedor
ambulante. Anarkos respiró hondamente.
-Cuando salí del hospital -añadió-, lo primero que hice fue buscar al Chepas,
llevármelo a un desmonte, pegarle una paliza y pasarme una hora pinchándole
con una aguja, después de amordazarle. Creí que con aquello calmaría mi odio,
que bastaría para cobrarme la deuda que tenía pendiente con el mundo. Pero
después de pinchar al Chepas, después de verle ensuciarse de pánico, después de
contemplarle babeante y enloquecido pidiéndome perdón, comprendí que no, que
yo no podría perdonar nunca nada ni a nadie. Era para mí un sentimiento
prohibido. No; mi deuda no estaba cobrada; era demasiado antigua y demasiado
grande, y decidí dedicar mi vida a esa revancha.
Tiberio le contemplaba dolorido:
-Es una amarga historia, Anarkos; es una amarga vida.
Anarkos se rió de colmillos.
-Es sólo la mitad de la historia; la otra mitad, si algún día te la contase, verías
que es igualmente inmunda.
-Y cuando te trajeron los guardias...
-¡Bah! Le había pegado con una estaca a uno de ellos. Medio le desnuqué.
Pero ¿es que un hombre no puede vivir tranquilo? Quise huir de la ciudad. La
ciudad me corrompía; me hacía olvidar la razón de mi vida; me traía ideas
nuevas; ponía libros en mis manos... Entonces fue cuando decidí irme al otro
mundo.
-¡Anarkos! -el grito de Tiberio resonó desesperadamente-. ¿Quisiste...
intentaste acaso...?
-¡No, aún no! Lo que hice fue irme a vivir al cementerio. Llevaba una escala de
mano en el bolsillo, y así saltaba la tapia. Pude escoger libremente mi... hotel.
Tenía a mi disposición los más hermosos, bellos y monumentales panteones:
mármoles, bronces, estatuas... Elegí el panteón de un marqués que se murió
bastante viejo y bastante rico. Mejor dicho, lo mataron. Lo mató un jornalero con
una hoz. Era el panteón más lujoso, y, además..., el de un hombre que murió con
la levita y los chapines puestos; una víctima de la violencia.
-¿Y allí viviste?
-Como un rey, Tiberio; como un rey de la muerte. Por la noche leía el
periódico a la luz de los fuegos fatuos. Me instalé a conciencia; puse un colchón,
una estantería con libros y un retrato de tu viejo compadre Calígula; un gran tipo
ese emperador romano... Pero lo bueno nunca dura; se enteró un guarda, llamó a
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dos guripas y quisieron sacarme a la fuerza. Y lo que yo digo: a la fuerza, no; así
que le rompí la estaca al tío aquel en la cabezota. Mala suerte; hoy por ti, ayer por
mí. Lo que pasa es que acudieron más tíos, y así no hubo manera de hacerse el
héroe; me trincaron. Después de la paliza de costumbre, para abrir boca, un
médico dijo que yo era un irresponsable y que me internasen aquí. ¡Lo que me
extraña es que no me tengan encerrado!
-Yo le dije al doctor que te dejase libre, que no había peligro.
-¿Tú? ¿Por qué lo hiciste?
Suspiró Tiberio:
-No lo sé... Pero me hice responsable de ti.
Anarkos arrugó el gesto. Y chilló:
-¿Por qué, por qué, por qué? ¡Has hecho mal! ¿Qué tienes tú que ver conmigo?
Estoy harto de que me hagas favores? ¡Vete al diablo!
Tiberio alargó su mano cariñosa; pero el otro retrocedió como si viera un
ciempiés:
-¡No! ¡No me toques! ¡Ya conozco tus trucos! ¡No me toques! ¡Vete, vete de
aquí! ¡Dejadme en paz!
La voz de Tiberio estaba escalofriada de tristeza.
-Tú sólo sabes odiar; no es culpa tuya. Pero yo sólo sé amar, y tampoco es
culpa mía. No temas; no te tocaré. Eres una pobre estrella solitaria fuera de la
órbita de todo sistema estelar. Eres un pobre ser sin caridad. Pero no puedo
dejarte. ¿No ves que soy tu sombra? Soy la tierra que se adhiere a tus pies, el
polvo que cubre tus cabellos, el aire que te envuelve y te limita.
Anarkos tartamudeó:
-Lo siento; no quería decir... Sí, tú eres mi sombra; al menos, encuentro en ti
mi eco y el remedio a mi soledad. Pero no me compadezcas, no me toques, no
quieras que te mire, porque entonces me siento avergonzado y desnudo, sacudido
por un huracán invisible como un árbol niño en medio de la tormenta. Porque...
porque el odio es la razón de mi vida. Y si no lucho contra ti, tú asesinarás mi
odio.
Tiberio vio sonreír a “Sencillo”.
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SOMBRA DE ESTAS SOMBRAS
Nicolás ha terminado su obra cumbre: su Gioconda, su Capilla Sixtina, su
Conde de Orgaz. La ha titulado Sonata lírica en azul sostenido mayor, opus
magna, número 171.
Es un lienzo todo él pintado de azul, ni más ni menos.
Nicolás lo explica a los que no lo entienden:
-Vamos a ver. ¿Qué es lo más bello de la Creación? El cielo, ¿no es así? Todos
los grandes artistas hemos querido pintar el cielo: personajes o paisajes celestes.
Menos yo, todos fracasaron, desde el Greco a Salvador Dalí. Yo lo he conseguido.
Fray Angélico pintaba el cielo de rodillas; yo lo pinto cabeza abajo. Y cuando un
hombre se pone cabeza abajo, el cielo es, definitivamente, así.
-Pero...
-Ya sé -cortaba Nicolás, impaciente-; tú piensas que no hay ninguna figura.
Eso es lo malo de tantos pintores, que se empeñan en pintar algo, y luego, lo que
pasa... No; la misión del arte no es describir, sino sugerir. Y el cielo azul lo
sugiere todo. Yo he pintado el Todo.
-No veo nada -decía un loco tímido que pasaba por allí.
-Claro, hombre; el Todo está detrás del azul, que es la Nada.
... ... ... ... ...
Raimundo ha estado pachucho, el hombre. Parece ser que se ha tragado un
caballo. El doctor Quiñones quiso darle el bicarbonato, pero Raimundo se negó
rotundamente; dijo que el bicarbonato no le cae bien, que le produce aire y le
revuelve la vesícula; que era mejor que le operase.
En vista de eso, el doctor le metió en las narices el frasco del cloroformo y
mandó traer el viejo caballo del hortelano.
Cuando se despabiló y abrió los ojos, Raimundo movió la cabeza.
-No, doctor; el caballo que yo me he tragado es blanco, y éste es pinto. A no
ser -menea la cabeza dubitativo- que en vez de uno me tragase dos...
Como no se convencía, el doctor mandó recado a Tiberio.
-Pero ¿a quién se le ocurre tragarse un caballo? -le riñó Tiberio
cariñosamente.
-No sé, chico. Digo yo si sería en la sopa; no me di cuenta. Ya sabes; en las
cocinas de estos sitios son poco escrupulosos...
Miró, preocupado, a su amigo:
-¿Tú crees que esto será grave?
-¡No tiene ninguna importancia! Aquí donde me ves -le consoló Tiberio-, todos
los años, por el 30 de septiembre, yo me trago las mariposas del mundo.
-¿Todas, todas?
-Todas. Las tengo aquí para que no se hielen. Y las suelto cuando llega el 21
de marzo y emprende su viaje el Arcángel San Gabriel.
-Está bien eso -aprobó Raimundo-. Claro que un caballo no es lo mismo. Es
más grande y tiene huesos y herraduras; no como las mariposas, que son
blanditas.
-Sí, eso sí -admitió Tiberio-. Pero... ¿tenía silla de montar el caballo?
-No, no; no tenía. ¿Es importante eso? -preguntó ansioso el loco Raimundo.
-¡Huy, importantísimo! ¡Esencial! Si no tenía silla de montar, no te preocupes;
entonces no tiene ninguna importancia.
-¡Ah, bueno!
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-Nada, nada. Hale, levántate y vete a jugar por ahí. Y no te ocupes del caballo.
Ahora -le miró respetuosamente-, ahora... ¡eres un centauro!
-Sí -admitió modestamente Raimundo, pero con un brillo de alegría
intensísima en la mirada-. ¡Es verdad! ¡Ahora soy un centauro!
Se levantó y se fue al patio relinchando.
... ... ... ... ... ...
Pedro, que es un poeta cuadrado con la cabeza redonda, tiene pocos años y
bastantes ideas: lo menos dos o tres. Es muy amigo de Nicolás, y se pasan el día
charlando apaciblemente de literatura, de arte, de poesía y de mermelada de
calabaza, que les gusta a los dos como deben gustarles a ellos las cosas: con
locura.
Pedro está acorde con Nicolás en eso de que la misión del arte es sugerir. Y,
así, ha creado un nuevo movimiento literario: el sugerentismo. Con su manifiesto
y todo, claro, porque estos amigos o hacen las cosas bien, o, la verdad, no las
hacen.
Un día atacó radiante al doctor:
-¡He creado el sugerentismo!
-¿El migerentismo?
-No sea bobo, doctor; el sugerentismo es la salvación de la literatura.
En vista de que el doctor dijo que tenía mucha prisa, que tenía que comprar
unos zapatos y le iban a cerrar las tiendas, Pedro ha arrinconado a Jerónimo en
el patio y le ha largado el disco.
-Yo, Pedro, he creado el sugerentismo.
-Bueno -dijo Jerónimo, que no cree en los ismos, porque él es un clásico-. ¿Y
eso qué es?
-Una nueva expresión poética.
-¿Y qué?
-He suprimido la rima, porque se sacrifica la idea; he suprimido las frases,
porque la unión de las palabras es impura; he suprimido la metáfora, he
suprimido el ritmo, he suprimido la descripción...
-¿Queda algo?
-¡Sí! ¡La Poesía, con P mayúscula! La poesía, que debe ser sugerencia, y para
ello sólo puede valerse de palabras aisladas, de palabras puras. El valor de la
sugerencia es incalculable, es decisivo, es infinito.
-¡Ah!
-¿No lo comprendes? Hasta ahora, los puentes se hacían sobre los ríos; yo he
sido el primero en hacer un río sobre un puente.
-A ver si se cala el puente.
-Nada, nada; el sugerentismo es una realidad sólida, un fruto maduro, una
meta alcanzada.
-Bueno; seremos sugerentistas
-¡No! ¡Para ser fiel al postulado creador, el sugerentismo no puede ser un
huerto sin paredes donde entréis todos los robaperas! Es preciso no seguir
haciendo poesía sugerentista, porque eso ya no sería... sugerir. Por eso yo, que lo
he creado, detengo al sugerentismo y lo condeno a cadena perpetua. No lo mato.
Ahora puede ser aplicado a otros aspectos del arte: la ciencia, la cultura, la
economía, la industria, el comercio, el artesanado y la vida.
-Pues si ya no hay sugerentismo... -y Jerónimo hizo ademán de marcharse.
-¡El sugerentismo soy yo! Nadie debe seguirme.
93
-Bueno, bueno; pues no te seguiremos.
A Jerónimo se le quita un peso de encima.
-Y ahora -remacha Pedro- tendrás el privilegio de conocer un poema mío; se
titula Si, y dice:
Amor
campanas
cristales
violentamente
suprahumanizadamente
nada
infinitud
rojo
desierto
inundarte
viento
diente
luna
plenitud
uno
corazón.
-¿Qué te parece? -sonrió triunfal.
-Yo creo que mejor es que no me parezca.
-¡Sí, sí, opina!
-Allá voy. La rima no sacrifica, sino que sólo oculta, necesariamente, un
pedazo de la verdad artística; no se puede suprimir la frase, porque la palabra es
una nuez madura que se casca con el chisme ese de la idea...
-¡Protesto!
-Una sola piedra nunca fue un templo; ni un árbol, un bosque. Además, la
poesía es metáfora porque la vida es metáfora. La poesía es una trinidad: idea,
palabra y forma, sin pérdida posible.
-¡Protesto!
-El sugerentismo es, en realidad, un palabrismo. Acabas de ser padre de una
criatura tan vieja como el mundo; has hecho lo que Adán cuando extendió el
dedo: señaló a una cosa y dijo: “Árbol”. Tú eres como el niño que orina y grita
“¡Mamá, he hecho un río!”. Tu sugerentismo es una casa construida de latas
vacías de conservas. Has querido cubrir de sal a Cartago, inútilmente...
-¡Protesto!
-Tu palabrismo es un festín de criados a base de las sobras de los señores; un
intento de catedral con seis ladrillos viejos; la aspiración de una ojiva con sólo un
pedrusco; el sueño de una playa con cinco chinatos; un bosque con un clavel y
los cabellos cadáveres de una peluquería; una risa con sólo la letra jota.
Pedro palidecía mortalmente.
-Tu palabrismo es un señor disfrazado, con bigote de verbena, bebiendo
limoná. Mira, ahora mismo te hago un poema sugerentista que se titula Perico:
Gritos
esperanzadamente
chisporroteo
ayer
anteayer
94
trasanteayer
elotrodiaporlatarde
silencio
nada.
Jerónimo estaba inspirado y magnífico, rotundo y feroz. Merecía, de veras,
haber sido Cervantes.
Pero Pedro se indignaba:
-¡Tú qué sabes de esto! ¡No sabes nada de nada!
-¿Ah, no? ¡Yo he escrito el Quijote!
-Bueno, ¿y qué?
-¡Y las Novelas ejemplares!
-¿Y qué, y qué? ¡Haría falta saber si, de verdad, el Quijote es tuyo o es que se
lo has copiado a un novel!
Jerónimo palideció, perdió la calma y a punto estuvo de hacer perder la salud
a Pedro. Menos mal que al ruido de los gritos acudió Tiberio.
-¿Qué pasa, chicos?
-¡Se atreve a dudar de que yo he escrito el Quijote!
-Eso no ofrece duda alguna -sonrió Tiberio maliciosamente-. ¿No has visto,
Pedro, el manuscrito? Jerónimo lo tiene en su maleta, debajo de la cama.
-Eso sí... -gruñó Pedro, vencido por una razón tan clara y tan evidente; pero
continuó enfadado-. ¡Es que él se ha metido con el sugerentismo, se ha burlado!
-Tú me pediste opinión. Te la di en nombre de la verdadera poesía.
Se miraban como dos lobos hambrientos. Terció Tiberio:
-La poesía, chicos, es una gran cosa. Es un pedacito de la belleza, y ¿qué
forma tiene la belleza, qué forma tiene Dios? Cada cual puede imaginarse como
quiera el rostro de Dios según ese personal sentido de la belleza. ¿No creéis que lo
importante es que cada hombre sienta esa belleza y la exprese como pueda y
como sepa?
Los dos locos movieron la cabeza afirmativamente.
-Pues eso; tú sigue escribiendo tus obras clásicas y tú sigue creando poemas
sugerentistas. Eso es lo que hemos establecido aquí, con el nuevo orden social.
¿De acuerdo?
-Sí -respondieron, avergonzados, y a dúo, los dos poetas.
Y se fueron del brazo, amicalmente, hablando mal de los versos de don
Ramón de Campoamor.
... ... ... ... ...
Don Sabino es un hombre educadísimo y perfectamente normal, según
parece. Don Sabino no tiene más que una sola, insignificante y misteriosa manía:
escribir cartas. Recibe una correspondencia numerosísima, que va despachando
a lo largo del mes, y el día 5, cuando viene a verle una señora muy rica que es
prima hermana suya, le da un gran paquete de cartas para franquearlas y
echarlas al correo.
Tiberio ha descubierto que don Sabino es un filósofo amable y simpaticón,
dócil y sonriente, aunque ligeramente fúnebre. Porque don Sabino escribe cartas
de pésame, sólo cartas de pésame.
Todos los días lee las esquelas mortuorias de los periódicos y las señala con
lápiz rojo:
-R.I.P. El ilustrísimo señor don Prudencio de Lacalle, ex ministro de Hacienda,
ex diputado a Cortes, ex subsecretario de Marina, ex senador vitalicio...
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-R.I.P. El excelentísimo señor don Felicísimo Martínez, prócer, Gran Cruz de
Carlos III, Gran Collar de Isabel la Católica, encomienda con placa de la Real
Orden de Don Ataúlfo I...
-R.I.P. El excelentísimo señor don Gregorio Nacianceno de las Batuecas,
duque de Bengala, marqués de Arañuelo, conde de Pérez, barón de Trifonte,
gentilhombre de Su Majestad con ejercicio y servidumbre...
-R.I.P. El excelentísimo señor don Juan Gualberto Gervasio, presidente del
Consejo de Administración de B.E.P.A.S.A., consejero delegado de la T.U.F.I.S.A.,
director de la M.I.P.O.S.A., principal accionista de la N.A.M.E.S.A.
-R.I.P. Don Jenaro Rodríguez, del Comercio...
-R.I.P. Don Norberto Sánchez...
Don Sabino escribe sus cartas, con pluma de palillero y escribanía de cristal,
en altos y severos folios de papel de instancia:
“...he sabido la grave pérdida de su difunto padre, que él gloria haya...”
“...en esta hora tristísima en que todos lloramos la venerable figura de aquel
hombre...”
“...sírvase, señora duquesa, considerarme como devoto amigo que en esta
amarguísima hora...”
“...aquel noble corazón donde toda libertad tenía su asiento y toda iniquidad
severa repulsa...”
Hay quien dice que don Sabino ni está loco ni nada. Sólo que su señora
prima, que estaba harta de tenerle en casa, de franquearle las cartas y, encima,
darle de comer y de vestir, movió poderosas influencias con cierto director general
para que se llevaran a don Sabino a un asilo, sólo que no había plaza libre en
ninguno, únicamente en el manicomio, y por eso le trajeron aquí.
Su señora prima le franquea las cartas -lo menos diez duros al mes en sellosy viene a verle, el día 5 de cada mes, y le trae en una cestita tres croquetas...
-que hicimos anoche y estaban riquísimas, tanto que Úrsulo se chupó los
dedos. Y dije, pues le voy a llevar al pobre Sabino estas tres croquetitas, que allí
no las catará...
... ... ... ... ...
El loco Lucas estudiaba para ingeniero industrial y era un empollón que
jamás usaba “chuletas” ni sobornaba bedeles para que le dejaran solo un
momento mientras iba a “Caballeros”.
Lo que decía Lucas:
-O estudiar y ser un ingeniero industrial que se coloque en seguida en la
Compañía Arrendataria de Fósforos, o nada, a vivir de la familia.
La segunda opción no valía, porque Lucas no tiene padre ni madre ni perrito
que le ladre; nada más que algunos primos cuartos o quintos. Así que, ¡Lucas, a
aplicar los codos!
Y lo que pasa, que al hombre, aunque era español, bachiller, tenía salud,
carrera de antecedentes penales, reunía todas las condiciones exigidas por las
leyes generales del Estado y había aprobado sucesivamente los grupos de ingreso,
le pasó lo que a don Alonso Quijano, que de tanto estudiar se le secó la
duramáter y se le quedó el cerebro como una nuez, con su cáscara, su membrana
y sus arruguitas.
Tanta Geodesia, tanta Fisicoquímica y Termodinámica, tanta Metalurgia y
Siderurgia y tanta Hidráulica, le volvieron loquito, y así está, el pobre, muy
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empeñado en organizar técnica e industrialmente la producción de palabras en el
mundo.
Se lo explicó un día a Tiberio:
-El mundo anda mal porque la gente habla demasiado. Yo he creado una
nueva especialización científica, la racionalización del esfuerzo laríngeo, en orden
a una más rigurosa y selecta productividad de la conversación humana.
Instalaré, Dios mediante, una gran fábrica de Palabras en Serie y organizaré unos
cupos de distribución para cada “quisque”. Habrá permiso de importación para
palabras, previo sacudido de los machacantes.
Porque en el manicomio se había vuelto así de soez y de ordinario.
-Cada individuo tendrá un cupo diario de cien palabras. Cuando se le acaben,
a callarse. Y si se pone tonto, restricciones, corte de fluido lingual seis días por
semana y multita en papel del Estado a abonar en mi casa. El papel del Estado lo
fabricaré yo.
No era tan loco, no.
-En cuanto la gente hable menos, ni guerras, ni huelgas, ni crisis, ni nada. Se
acaban los Parlamentos, los Senados, las Cámaras de Representantes, los
Consejos de Administración, las tertulias de café y los periódicos. Y el mundo,
arreglado.
Lucas tenía la chifladura de los antirrecords.
-Mira qué memez -le dijo un día a Tiberio enseñándole un periódico-; aquí
vienen los récords más estúpidos del año: un locutor de radio que habló cien
horas seguidas... ¿No te digo? Un estudiante de Michigan que se comió setenta y
ocho ostras; otro, doce docenas de salchichas; otro, cuarenta y nueve huevos
duros. Un holandés que se comió dieciséis periódicos bebiendo agua; una pareja
de bailarines que estuvo danzando cuatrocientas treinta y dos horas; un ama de
casa de cuarenta y siete años que se fumó un cigarro sin que se le cayese una
mota de ceniza; un yanqui que pasó ciento diecisiete horas en un mástil; un
bávaro que bebió treinta y tres jarras de cerveza... ¡Estúpidos! ¡Idiotas! Yo los
gano a todos; yo soy el “hombre antirrecords”. La gente: a ver quién hace más de
esto o de aquello. Yo gano al revés; yo soy el que hace menos de todo. Es más
cómodo, higiénico y social.
... ... ... ... ...
Roque es herborista y se titula a sí mismo “hombre de ciencia”. Tuvo una
tienda de tisanas, un herbolario, en la calle del Barquillo y le metieron en el
manicomio porque inventó un líquido, el “Líquido de Roque”, que lo sacaba de la
raíz de unos yerbajos, que en latín se llamaban Petroselinum sativum, planta
umbelífera, subclase de las arquiclamídeas -de corola diapétala-, clase
dicotiledóneas, subtipo angiospermas, tipo fancrógamas. El Petroselinum sativum
tiene inflorescencia en umbela y es planta inferovárica... La gente de la calle, que
es tan brutísima, lo llama sólo por su nombre corriente y moliente: “perejil”.
Don Roque fue inofensivo hasta lo del “líquido vital” “maravilla de la
naturaleza”. Hizo una campaña de propaganda fenomenal, inundando el país de
folletos y octavillas en los que don Roque contaba su genealogía: por parte de
padre, malagueño; por parte de abuelo materno, leonés; por su parte, de
Tarancón; Andalucía, León y Castilla en su sangre jaranera.
-Yo hice mi descubrimiento -confesaba a Tiberio con una desvergonzada falta
de modestia- influido por la fama y sabiduría de dos antepasados míos y
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parientes, el sabio Lenco y la sabia Eutiquia, naturales del Ponto Euxino.
También por mi tía Encarnita, que me inició en la Botánica.
-Vaya -decía Tiberio, ganándose el cielo.
-Yo me inicié en la bella tarea de arrancar a la Madre Natura sus áureos
secretos o materias primas, tan frecuentemente elogiadas por médicos,
industriales, laboratorios, ministros, Academia Sueca del Premio Nobel, Consejo
de Investigaciones Botánicas, veterinarios y farmacéuticos. Y eso que yo soy cojo,
como puedes ver, que es de nacimiento. Pero no he cejado en mi propósito de
facilitar a los ciudadanos y ejércitos de tierra, mar y aire los adelantos y hallazgos
de mi potentísimo talento. El nombre de don Roque -siguió- campea ya en las
crónicas, como mariposa en el páramo, junto a Monturiol, don Ramón y Cajal,
Peral, Torres Quevedo, Juan de la Cierva, Goicoechea, Pío del Río y otros insignes
patriotas, todos los cuales ofrendamos nuestro genio en el ara de la patria.
Porque el “Líquido de Roque” es modernidad, genio, audacia, seguridad y belleza,
y sirve para curar el tifus, el cáncer, la tuberculosis, la lepra, el constipado nasal
y otros azotes mortales, aplicado en finas y frías unturas segundos antes de
entregarse al benéfico descanso restaurador de las humanas energías.
Don Roque meneaba la cabeza:
-¿Querrá usted creer, amigo Tiberio, que se me ha combatido abiertamente, a
mí, benefactor primero de la humanidad? Se me acusó de curandero, cuando lo
cierto es que yo he recomendado como imprescindible, vital, mi líquido salutífero,
pero advirtiendo siempre que mi extracto de petroselinum de nada serviría si el
enfermo no visitase al médico y siguiese rigurosamente el plan terapéutico que
cada doctor estableciese.
Don Roque llevaba siempre los bolsillos atestados de un folletito instructivo,
destinado a fomentar la cultura, a fomentar el patriotismo y a fomentar el
“Líquido de Roque”. Allí se hablaba de la riqueza botánica española que, aunque
latente, es la primera de todas las potencias del universo mundial; dedicaba un
loor a Tarancón; incluía varias profecías, la biografía de Rockefeller y se declaraba
autor “en esta memorable fecha, cumbre de la civilización occidental”, del líquido
de marras, logrado “a costa de tantos sacrificios”.
Luego explicaba cómo se aplicó a sí mismo, por vez primera, el “Líquido de
Roque” con ocasión de una enfermedad que le produjo una erupción; todo su
cuerpo estaba “al igual que un cacho de bacalao o vianda rebozada con una
gruesa capa de huevo con harina; la descripción era patética; cómo se desviaron
de él sus “frágiles amistades”, cómo rezumaba “pestilente olor” por unos
“escalofriantes orificios”, arrojado de los lugares públicos, viajando solo en el
tranvía porque hasta el cobrador se arrojaba, aullando, a la calzada al verle.
Menos mal que se puso bueno con el perejil. Los folletitos terminaban con una
autobiografía, adjetivada de “sugestiva, breve, curiosa e interesante”, en la que se
hacía saber que don Roque había llegado a la pirámide del saber humano, él
solito, sin becas ni vitalicio, ahorrando céntimo a céntimo, hasta poder presumir
de “fe, genio, patriotismo y perseverancia tales, que me hacen acreedor, cojo como
soy, al laurel del Premio Nobel, honor que reivindico para mi persona y mi patria”.
... ... ... ... ...
Tiberio escucha, tercia, arbitra, sonríe, habla de las cigüeñas y las nubes,
pasa repartiendo amor, asiente, comprende, abre sus manos céreas, da la vida y
el júbilo de vivirla. Tiberio, sombra de estas sombras, se da todo y por entero. Y
es feliz: mejor dicho, sería feliz si...
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SE ATASCA EL UNIVERSO
Después de aquella expansión, cuando contó su vida a Tiberio, Anarkos se
puso bastante lacónico y se ha pasado una temporada sin abrir la boca.
Por fin, hoy ha estado un poco más locuaz. Se ha levantado con un extraño e
inquietante brillo en los ojos, palpitante la nariz, como si olisquease algo
extraordinario, algo sensacional.
El cielo está cubierto por un techo bajo de nubes densas y oscuras y el pulso
de la tierra apenas si se oye.
Es un día tristón y gris.
El viento hace girar y rechinar la antigua veleta que corona la espadaña y se
agita la esquila de bronce del tejado.
Los locos están hoy un poco deprimidos.
-Ha bajado el barómetro. Aumenta la presión -ha dicho el doctor a sor
Herminia-. Pida diez kilogramos más de bicarbonato.
A mediodía, uno de los locos se ha empeñado en bañarse en el aljibe y han
tenido que sacarle y llevárselo a la cama, tiritando de frío, con la carne de gallina
y la piel de color verde ceñida de ovas. En el fondo del agua, asustados, los
pececillos miran hacia arriba con sus ojitos saltones y sin párpados, con sus
ojitos de asombro.
Los locos juegan a la oca, al parchís o a las damas; algunos, al ajedrez; otros,
al bonito “juego del asalto”. Se aburren. El doctor no quiere que se aburran; ha
leído en el Medical Journal of America un artículo del doctor Myers que afirma que
el aburrimiento es la causa de la muerte de muchos miles de americanos al año,
aproximadamente. El doctor Myers ha fundado una escuela para enseñar a las
gentes a vivir sin hacer nada.
El director, olvidando por hoy sus trabajos sobre la “bicarbonatoterapia”, ha
mandado a los loqueros que hagan el payaso para ver si los locos se distraen.
Los loqueros cuentan chistes muy sosos, tan sosos que los locos están cada
vez más tristes, cada vez más tristes. Un loquero le ha pegado a otro un guantazo
de clown, sólo que, como no saben el truco, le ha sacudido de verdad; le ha
saltado una muela. Los locos se ríen y el doctor ordena tajante:
-¡Venga, a darse tortas!
Los loqueros se zurran de lo lindo y los locos están ya algo más animadillos.
Tiberio, que ha ido a la capilla a rezar un Padrenuestro, Ave María y Gloria
por todos los hombres que andan por el mundo y no saben por qué, ha estado
buscando a Anarkos, pero no le ha encontrado en la huerta.
Como el día está desapacible, Tiberio se ha ido a la sala grande, donde están
los locos.
Le sigue preocupando Anarkos, claro está. En los últimos días ha estado muy
deprimido, y esta mañana, en cambio, le ha encontrado cambiado, lleno de
energía, como si hubiese bebido un trago del “Líquido de Roque”, y se le hubiese
subido a la cabeza.
-Tiberio -le ha dicho esta mañana Anarkos-; la libertad es un castigo, de
acuerdo; pero estarse mano sobre mano cuando hay tantas cosas que destruir,
también es una tontería, ¿eh?
Lo que pasa es que Anarkos ha estado leyendo el ABC, que hoy trae un
artículo sobre el turismo, un editorial sobre la peseta, un anuncio de la venta del
duro y una información sobre la última depuración en Rusia, donde han cascado
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más de cinco mil hijos del Partido. Con esa mescolanza, piensa Tiberio, nada de
raro que Anarkos ande un poco excitado.
-La materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma -dice Tiberio, que ha
estudiado con “Sencillo” las teorías de Lavoisier.
-Bueno, llámalo hache. Yo lo que quiero entonces es transformar el mundo en
humo y tipos despanzurrados.
Hoy no se puede discutir con Anarkos, piensa Tiberio, así que lo mejor es
dejarle tranquilo a ver si se le pasa.
Tiberio se ha dejado ganar a todo, al parchís, al ajedrez, a la oca... El doctor
ha perdido seis duros al julepe con Alfredo y don Sabino, y está, sin embargo,
más campante que unas pascuas. Luego, todos han jugado al baile ese:
El señorito Leocadio ha entrado en el baile: “que la baile, que lo baile, y si no
lo baila medio cuartillo va; que lo pague, que lo pague; salga usté, que lo quiero
ver bailar, saltar y brincar con las piernas al aire. ¡Con lo bien que lo baila el
loquito, déjale solo, solito en el baile...”
Se corean con palmadas. Tiberio ha bailado también, atadamente, como un
Nijinsky, entre las largas filas de tíos berreantes. Después le ha tocado al doctor,
luego al hortelano y después querían hacer bailar a sor Herminia, y Jerónimo ha
hablado de que Santa Teresa bailaba y tocaba el tambor o no sé qué, pero sor
Herminia ha dicho que no, que no está bien que bailen las monjas y que lo de
Santa Teresa era otra cosa, que Jerónimo ha oído Santa Teresa y no sabe dónde.
Cuando estaba bailando don Roque -que aprovechaba la oportunidad para
distribuir su bonito y alentador opúsculo- ha pasado algo sensacional. Parece que
a Tiberio le ha dado un ataque; eso dicen Pedro y Raimundo, que estaban cerca;
que Tiberio se puso blanco, blanco, como si estuviese muerto; que cerró los ojos y
los puños y se clavó las uñas en la mano; que luego empezó a oscilar y se cayó,
pero sin llegar al suelo, porque cuando le faltaba medio palmo para darse el
tortazo se incorporó como si alguien le hubiese cogido en sus brazos. Pedro y
Raimundo afirman también que han sentido algo que les rozaba las mejillas, algo
suave y fino como unas plumas...
Lo cierto es que Tiberio estaba riéndose, viendo bailar a don Roque, con la
gracia de un oso, cuando sintió, brutalmente, un largo y agudo pinchazo en el
corazón; volvió el rostro y vio entrar a “Sencillo”, agitado, con el rostro
descompuesto. Y fue su grito lo que hizo desvanecerse a Tiberio.
-¡Anarkos se ha escapado!
Cuando se caía, los largos brazos de “Sencillo” han recogido a Tiberio.
Los locos están asustadísimos y el director mucho más. Todos se han
acercado al muchacho, solícitos:
-¿Qué te pasa, Tiberio?
-¿Te encuentras mal?
-¿Estás mareado?
-¿Te traemos café?
-¡Vamos a acostarle!
-¡Tiberio, Tiberio!
Pablito solloza en un rincón y sor Herminia viene corriendo con una inyección
de aceite alcanforado.
Pero Tiberio los detiene a todos con un gesto imperioso, enérgico; brillan sus
ojos con decisión sobre el rostro todavía pálido, blanco como el papel. Y llama al
director:
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-Quiero hablar con usted.
Se van a un rincón.
-Doctor, Anarkos se ha escapado.
Ahora es el médico el que está a punto de ponerse malo:
-¡No es posible! ¿Cómo lo sabes?
-Acaba de decírmelo “Sencillo”.
-¡No, no es posible! ¡Sor Herminia! -llama desfallecido. Y la monja acude con
la jeringa-: ¡Píncheme a mí!
-¿A usted?
-¡Sí, pronto, pronto!
Se levanta la manga de la chaqueta y sor Herminia le pincha. El médico
ordena:
-¡Que cierren las puertas! ¡Que busque todo el mundo a Sebastián!
-Es inútil, doctor.
-¡Dios mío, Dios mío, y mañana que viene la inspección! ¡Habrá que avisar a
la Policía! ¡Será un escándalo, me expulsarán...!
Tiberio le corta, tajante:
-Doctor, me voy.
-¿Qué? ¿Que te vas? ¿Adónde?
-A buscar a Anarkos.
-¡Imposible, imposible! ¡Serían dos fallas en vez de una! ¿No te he dicho que
mañana viene la inspección?
-Aunque venga. Tengo que irme, doctor. Es mi deber.
-¡No puede ser! Además... tú, Tiberio, tú no puedes irte, no puedes dejarnos.
-Intentaré volver, doctor; le traeré de nuevo a Sebastián.
El doctor está a punto de ceder, pero reacciona enérgicamente:
-¡No, no!
Baja las escaleras corriendo, y ante la mirada atónita del portero, echa el
cerrojo y la llave a la cancela. Tiberio, que ha ido detrás, le ve obrar con el
corazón angustiado.
Pero el doctor no mira, no quiere mirar a Tiberio. Marca un número en el
teléfono y pregunta nerviosamente:
-¡Oiga! ¿Es la Policía? Aquí el manicomio. Habla el director. Un momento...
Interrumpe la conversación para escuchar lo que le dice un loquero:
-Es verdad, doctor; el Piñero no aparece. Ha debido de escaparse...
-¡Oiga, oiga! -ruge el doctor-. ¡No, claro que no es un pitorreo! ¡Que le digo que
no! ¡Oiga, que se ha escapado un enfermo! ¿Cómo? ¡Sí, sí, un enfermo, y además
bastante violento! Nos lo entregaron ustedes mismos. Sí, Rodríguez, Sebastián
Rodríguez Piñero... Sí, les espero ahora mismo...
Tiberio no ha esperado el término de la conversación. Desencajado,
tembloroso, ha huido a refugiarse en la tranquila oscuridad del patio. Frías y
lejanas brillan las estrellas y el aire trae el sonido de una radio que emite la gula
comercial:
-“¿Mareos? ¿Vértigos? ¡Vertigosán, sólo Vertigosán, de venta en farmacias!
¡Atención, señoras, las mejores medias...!”
Tiberio solloza en la sombra, atónita de mariposas negras y golondrinas
desveladas. Es el suyo un dolor que estremece las entrañas del mundo y hasta la
muerte lo respeta, y en estos momentos ni un solo hombre se muere en la tierra.
El pasmo de la creación ante el llanto del muchacho conmueve los cielos, y hay
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una lluvia de estrellas, como si Orión, la Vía Láctea o Andrómeda acompañasen el
sollozo convulso de Tiberio. Los ángeles, demudados, aletean en la noche,
desconcertados y tristes. Y la oración de Tiberio se eleva pétrea y maravillosa,
purísima y transparente como una estalagmita.
-¡Señor, apiádate de él! ¿Por qué ha huido, por qué, ahora que empezaba a
abrirme su pobre corazón de hombre perseguido? ¡Oh Señor! ¿No habrá para él
un rincón en tus bienaventuranzas? Es un hombre que sufre, un hombre poseído
por la violencia. Yo siento que él era mi misión en este mundo; yo he pasado por
el tiempo esperando la llegada de este pobre ser atormentado. Ahora veo que todo
en mí ha sido preparación de ese encuentro... ¿Qué puedo hacer yo, Señor, un
simple muchacho?
Durante unos minutos la tierra está quieta y la luna se detiene y todo el
incesante ritmo del universo se queda estático, pendiente de una respuesta. Los
astrónomos de todos los países corren azorados ante un extraño fenómeno que
inmoviliza sus aparatos; se agitan estupefactos consultando lentes y tablas
trigonométricas; rehacen apresurados sus cálculos porque, comprenden, el
universo se ha detenido.
Ellos no saben por qué; no saben que la causa de este asombro de los astros
es el espectáculo insignificante de este muchacho, que llora en la oscuridad
absorta en el patio de un manicomio. Que el universo se detiene siempre que un
hombre limpio eleva su corazón a Dios.
Tiberio está en el centro del patio, clavado en tierra como un ciprés, como un
chopo que alberga nidos de ruiseñores solitarios a las márgenes de un río. Eleva
sus brazos en súplica hacia las estrellas. La oscuridad empieza a esfumarse ante
la silueta fosforescente de “Sencillo”, que viene jadeante, como un mensajero.
-¡Señor, tú mismo has estado junto a mí; tú, que has tenido hambre y yo no
te di de comer; tú, que tuviste sed y yo no humedecí tu boca! ¿De qué me sirve
tener lengua de hombre y corazón de ángel, si mi voz es sólo bronce que resuena?
¿Para qué quiero conocer los secretos del mundo y tener la fe que traslada los
montes si no soy nada? ¿De qué me sirve no tener cosa mía y consumirme en
este fuego si no puedo volar? Aún soy niño, Señor, y hablo como niño, pienso
como niño, razono como niño. Sólo conozco en parte tu verdad. Pero todo me
estorba, Señor, si esa alma sufriente sigue en la soledad que le devora; si yo no
puedo llevarle una antorcha de tu fuego y llenarle del incendio divino de tu
caridad...
Miles de luciérnagas son como fuegos fatuos sobre la hierba del mundo. En
una remota iglesia un sacerdote anciano reza de rodillas; un niño tonto que
recoge boñigas alza sus ojos a las estrellas y contempla alegre una lluvia de
astros. Pero ya llega “Sencillo”, transfigurado, resplandeciente y magnífico,
calzado con sandalias de espuma, ceñido de vientos, coronado de luceros.
Tiberio se vuelve con voz doliente a su Ángel de la Guarda:
-¡Ha huido, “Sencillo”! ¡Y ya no podré ayudarle!
-¿Por qué no, Tiberio? -la voz del ángel trae resonancias lejanas, como si
hablase en el silencio hueco y vacío de una gran catedral en sombras.
-¿Tú crees...? -brillan rotos de júbilo los ojos de Tiberio-. Pero... ha huido y yo
no puedo seguirlo.
“Sencillo” posa su mano sobre el hombro del muchacho:
-¿Ya no quieres ser álamo y doblarte con el viento de Dios? ¿Ya no quieres
seguir buscando el silencio?
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-Sí; tú sabes que sí...
-¿No recuerdas? “Lo que no conoces está esperándote, te dije, al final de un
camino donde cantan mis ángeles hermanos. Tus pies recorrerán las sendas del
Señor y se moverán tus brazos como alas; no sentirás el peso de tu cuerpo y un
aire desconocido hará leve tu paso...”
-¡Sí, sí, “Sencillo”!
El ángel ha extendido su mano hacia la mano de Tiberio; su calor ha derretido
la angustia última en el corazón del muchacho. Y juntos despegan del suelo, se
elevan, cruzan la tapia y descienden sobre la ciudad.
Los hombres de ciencia respiran, aliviados. El universo ha recobrado su
ritmo.
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TERCERA PARTE
TODOS, MENOS TIBERIO, ESTÁN LOCOS
TIBERIO CONOCE LA CIUDAD
Aquella noche Tiberio y “Sencillo” intentaron dormir en un banco de la calle,
bien juntos, porque hacía un viento que pelaba. La ciudad, de noche y a oscuras,
parecía mucho más triste y lóbrega, mucho más fría y ceñuda.
Pasaba poca gente, pero no parecía gente. Parecían sombras, enfundadas en
abrigos y sombreros, soplándose las puntas de los dedos
-¡Concho, que frío!
Iban de prisa, con un trotecillo cansino y enfermizo, sin mirar a derecha ni a
izquierda. Sí, pasaban sombras: la de un estudiante de Filosofía y Letras que
estaba haciendo una tesis sobre la descendencia bastarda de Don Fernando V; la
de un jefe de Negociado, empleado en un Ministerio, que había salido a la
farmacia de guardia a por penicilina para el catarrito de su niño; la de un
empleado de Banca, que había estado hasta las tantas tocando la bandurria en
casa de un amigo; la de un dependiente de los Almacenes Cáceres, que se había
bebido en tintorro con tres paisanos gallegos, las sisas de un mes; la de una
mujer de esquina, una prostieso, que aquélla no era noche para andar
callejeando; la de un perro sin dueño, la de un autobús, la de un tranvía....
Una misteriosa, triste y yerrabunda fauna humana de la noche; seres
obsesionados por problemas menudos, problemas pequeñitos, problemas
insignificantes, mientras en Indochina los blancos y los amarillos andaban a tiros
y Rusia se negaba a asistir a una conferencia de los “Grandes”.
Desde su banco callejero, en el paseo de un bulevar, empezó a aprender
Tiberio que la vida es corta, pero ancha; que, aunque dure poco, está llena de
hombres que ríen y hombres que lloran, hombres que comen y hombres que
tienen calambres de necesidad en el estómago, hombres que viven de realidad
contante y sonante y hombres refugiados en la desoladora torre de la utopía.
Como se quedaban fríos, dieron una vuelta por la ciudad para entrar en calor.
Por una calle oscura, estrecha y con olor a coliflor cocida, desembocaron en la
Gran Avenida.
Era una calle rutilante y majestuosa, con edificios de diez, doce y hasta
quince pisos:
-Aquí -murmuró Tiberio, consolado- la gente vivirá bien, por lo menos.
-No; aquí no vive nadie -le informó “Sencillo”.
-¡Pero si es la calle más hermosa de toda la ciudad!
-Si; pero no vive nadie. Todos esos pisos que ves son oficinas.
-¿Oficinas de qué?
-¡Ah!, de todo. De viajes, de agencias, de empresas comerciales, de editores,
de vendedores por correspondencia, de turismo... De todo. Los pisos bajos son
también oficinas o cafés y cervecerías.
Tiberio lo encontraba absurdo.
-¿Y esos edificios grandes con letreros de luz?
-Son los cines.
-El cine, ¿qué es?
-Pues mira, no se ponen de acuerdo. Unos dicen que es un factor de
embrutecimiento universal; otros, que es un arte. La gente compra una entrada,
se sienta en una butaca y la luz se apaga. Entonces, sobre un gran lienzo blanco,
105
aparecen fotografías movientes: hombres, mujeres, niños; seres que aman, se
odian, viven y mueren.
-Como una vida, pero de mentira...
-Algo así. Pero mucho más torpe. Sólo de tarde en tarde, raramente, el cine
proporciona a las gentes un poco de la verdad que consuela. Pero, normalmente,
el cine refleja la miseria moral o material de los hombres.
-¿Compadezcamos al cine, “Sencillo”?
-Bueno.
Estuvieron un rato allí, quietos, compadeciendo al cine, fábrica de sueños,
espejo remoto de la vida.
-¿Ya?
-Sí.
Caminaron por la Gran Avenida, arriba y abajo. Guiñaban su luz roja y verde
los grandes rótulos luminosos; los escaparates de las tiendas, deslumbrantes,
con joyas y vestidos.
-Estos escaparates son más bonitos que los del pueblo. ¿Te acuerdas del
escaparate del boticario? Siempre estaba lleno de frascos de “Servetinal” y de
cajitas de “ungüento amarillo”. Pobrecillo el boticario.
-Se ha muerto.
-¡Anda! No me habías dicho nada...
-La palmó... -“Sencillo” sonrió un poquito avergonzado-; quiero decir que se
murió el mes pasado.
-¿Y...?
-Sí, tuvo tiempo.
-Menos mal. Espero que don Tomás le rociase bien con el hisopo. Las
manchas del ácido nítrico en el alma sólo se quitan bien con mucha agua
bendita.
Luego, Tiberio habló de otra cosa:
-La ciudad es hermosa, ¿eh? Aquí las gentes tienen que vivir bien.
Desde los cafés llegaba un rumor de voces y de cucharillas. A través de los
cristales empañados, turbios de vaho, se veían rostros blancos, exangües,
fláccidos, de hombres y de sueños, tras la gasa tupida, densa, de un sopor. La luz
les enflaquecía, les ponía la piel amarilla, roja y verde, según las bombillas;
entonces, aquellos seres parecían habitantes de astros lejanos, absurdamente
caídos en la Gran Avenida para tomar café, batido de fresa o tortitas con nata.
-¡La ciudad es hermosa -decía Tiberio-; la otra vez, cuando estuve con tía
Evelina, no pude ver nada. Como sólo estuvimos de tren a tren y la tía venía a ver
al especialista... Me gustaría vivir aquí.
-No. No te gustaría, Tiberio.
-¿Por qué no? Me gusta que la gente sea feliz, que esté contenta. Y estos
hombres, aunque flacos, parecen felices.
-No lo son, Tiberio. Mira, ¿ves aquel señor gordo? Si supiera lo que está
pasando ahora en su casa... ¿Y aquel joven del traje azul? Tiene una enfermedad
de hígado. Aquella mujer rubia no tiene dinero para cenar esta noche. Aquel
hombre del cigarro puro está tratando de vender su negocio al otro; si no lo
consigue, lo meterán en la cárcel...
-Si la gente no es feliz... -meditó Tiberio-. ¡Qué lástima! Yo creí que las
ciudades, tan bellas, tan suntuosas, con tantas comodidades, servirían para
hacer más apacible la vida humana. Si no es así, ¿para qué sirven, “Sencillo”?
106
-¡No lo sé, Tiberio, es una de las pocas cosas que no sé, que no pueden
comprenderse; la inteligencia humana practica, con cierta frecuencia, la
reducción al absurdo.
-Me parece que tienes razón. La ciudad es triste. Y esta calle, tan luminosa y
alegre, es la más triste de todas las calles. La otra vez que vine me di cuenta de
una cosa: hay hombres que riegan las calles, con una larga manga, como la de
Evaristo. ¿Para qué regarán? El suelo de la ciudad es seco y estéril. Nunca dará
hierba ni flores. Y a los árboles los tienes metidos en un agujerito pequeño, que
yo no sé cómo no se asfixian. Me dan pena estos árboles cautivos de la ciudad...
Siguieron recorriendo calles y más calles. Los serenos paseaban por las
aceras, con ruido de llaves; empujando las puertas a ver si estaban abiertas; no
sea que entrara alguien sin aflojar la peseta; daban con su grueso garrote en el
asfalto y gritaban estentóreos:
-¡Vááá!
En las escaleras del “metro” dormían gentes acurrucadas, tapadas con
periódicos viejos que traían un reportaje sobre la familia Rostchild, y el anuncio
de venta de un magnífico hotel en la sierra. Pasaban taxis renqueantes, de motor
asmático y fatigado, y un tranvía, con el “chin chin” de su campana, cruzaba
ruidosamente, con una exigua carga de hombres y mujeres pálidos y ateridos.
-¿Te acuerdas de Leocadio, que vendía sueños a estas gentes? Es verdad,
necesitan sueños -decía “Sencillo”-, necesitan evadirse de su triste y monótona
realidad cotidiana. Están aherrojados por su propia rutina. ¿Quieres creer que la
inmensa mayoría de estas gentes no se han preguntado nunca jamás, en toda su
vida, por qué han nacido, qué objeto tiene su existencia, qué pasará cuando se
mueran? No tienen tiempo, como si el tiempo se tuviera, como si el tiempo fuera
algo...
Caminaban en silencio. Tiberio, aunque se interesaba por las cosas, iba roído
por la preocupación.
-“Sencillo”, la ciudad es grande, demasiado grande... Aquí un hombre no tiene
importancia, no es nada... ¿Cómo podremos encontrar a Anarkos? ¡Me parece tan
difícil...!
-¡Te parecía difícil salir del Manicomio!
-Es verdad -se avergonzó Tiberio.
-Daremos con él, no te preocupes.
-Ahora, ¿a dónde vamos?
-A dormir. Tú necesitas dormir.
-Pero Anarkos puede huir... No, yo no quiero dormir.
-Ten calma.
Habían llegado ante un grueso muro coronado de fuertes rejas terminadas en
punta.
-¿Qué es esto?
-Un poco de campo.
-¿Y lo cierran con rejas? -se asombró Tiberio-. ¿Cómo entra la gente?
-Hay puertas. Pero por la noche están cerradas.
-Ponen puertas al campo, ¿eh? No, desde luego no quisiera vivir en un sitio
donde, para sentarse en la hierba, hay que venir con hora fija, como a los
comercios.
El ángel sonrió:
-Pero aquí no es posible sentarse en la hierba. No dejan.
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-Entonces... ¿para qué la quieren?
-De adorno. Tampoco se puede subir a los árboles. ¿No lo has visto nunca? La
ciudad está llena de letreros que indican lo que no puede hacerse: “Prohibido
subirse a los árboles”, “Prohibido fumar”, “Prohibido el paso”, “Prohibido fijar
carteles”, “Prohibido el estacionamiento de vehículos”, “Prohibido hablar”,
“Prohibido tocar las plantas”, “Prohibido tocar los cuadros”, “Prohibido entrar”,
“Prohibido apearse en marcha”, “Prohibido escupir”, “Prohibido asomarse al
exterior”, “Prohibido tocar el timbre de alarma”...
-¿Y qué es lo que puede hacerse?
-Se puede vivir, pero sin hacer ninguna de esas y de otras muchas cosas.
-Pero la gente, ¿no tiene ganas de hacer lo contrario?
-Te estás contagiando de Anarkos -sonrió el ángel-. No, la gente no tiene
ganas de hacer ninguna de esas cosas. Tuvo ganas el primero, pero la multa o la
cárcel son razones suficientes para disipar esas pequeñas rebeldías. Además...
-¿Qué?
-A la gente le resulta más cómodo no pensar. Aquí no hace falta. Hay otros
hombres que cobran por pensar por los demás.
-¡Santo cielo! ¡Pero eso es monstruoso!
-La humanidad está encasillada, cuadriculada y organizada. En cualquier
país hay más guardias que ladrones, más prohibiciones que permisos, más
señores que sirvientes. Es la civilización, Tiberio. Aquí, un hombre es abogado;
bueno, pues no sabe más que de leyes, sólo de leyes. Y el médico, sólo de
medicina. Y el mecánico, sólo de motores. Es la civilización.
-Pobre mundo, “Sencillo”.
-Aún te falta mucho por ver y por asombrarte. Pero dame la mano...
Asido a la diestra del ángel, Tiberio se encaminó hacia la verja. Se elevaron
por el aire y cayeron, limpia y aladamente, sobre un tapiz de césped, húmedo de
rocío nocturno.
Allí, sobre la boca de la tierra, junto al aliento de los árboles, arropado por las
cálidas alas de “Sencillo”, durmió Tiberio hasta que se encendió el lento magnesio
del amanecer; despertaron los pájaros -afortunadamente, pensó Tiberio, hay
pájaros en la ciudad, aunque también pálidos y canijos-, abrieron las flores las
copas de sus cálices y salió el sol.
Tiberio y “Sencillo” salieron del parque por el natural y humano sistema de la
puerta abierta. No sin asombro del guarda, disfrazado de montera de opereta, que
vio salir a aquel muchacho solitario y gesticulante. Pero cuando volvió de su
pasmo, la figura del chico se había perdido entre los edificios y las gentes.
La mañana se abría, un poco tristona y bastante malhumorada. Los hombres
caminaban, rígidos y veloces, trotones y jadeantes.
-¿Dónde van, tan temprano? ¿Quiénes son?
-Vendedores de tiempo. Van a trabajar. Han alquilado su vida a una oficina
cualquiera, que les paga mil pesetas con descuentos, por una tercera parte de su
vida.
-Me parece idiota. Y un abuso.
-Sí, no resulta caro; mil pesetas, ocho horas diarias; durante esas ocho horas,
estos hombres hacen como Nicolás: poner sellos; escribir a máquina las mismas
cosas; rellenar impresos con las mismas fórmulas; decir las mismas palabras
desde una ventanilla... igual que Esaú, han vendido sus derechos de
primogenitura por un plato de lentejas con bichos y, si acaso, un plátano de
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postre; han vendido su libertad. Esa es la razón oculta, desconocida incluso por
ellos, de esa tristeza que revelan sus ojos.
-Pues sus gestos no revelan tristeza, sino otra cosa; mira aquellos dos...
Eran dos tipos flacos y biliosos, vestidos con trajes deslucidos; el paquete del
bocadillo -media barra con queso en la mano, envuelto en papel del Ya...
-¡Caray con las prisas!
-¡Si no se pusiera usted en medio!
-¡Usted, que debe ser cegato!
-¡El cegato lo será usted!
-¡Eso no me lo dice usted en la calle!
-¡Se lo digo aquí y en Corea!
-¡Usted es un grosero!
-¡Y usted un animal!
-¡Eso de animal se lo va a tragar usted!
-¿Ah, sí? ¡Me gustaría verlo!
“Sencillo” le sopló a Tiberio:
-Ahora viene lo del taxi; verás.
Los dos flacos seguían en pie, frente a frente, rodeados de veinte o treinta
espectadores, insultándose irritados, aunque con un brillo de aburrimiento en la
mirada. Se veía que de buena gana dejarían la disputa, pero como cada uno
quería quedar encima...
-¡Lo que tiene que hacer es ver dónde pone las pezuñas!
-¡Las pezuñas son las suyas!
-¡Las de usted!
-¡Bueno, tengo prisa!
-¡Pues tome un taxi!
Efectivamente, ya salió aquello.
-Ahora se acaba la riña en seguida -dijo “Sencillo”.
Un hombre salió del corro:
-Bueno, bueno, déjenlo ustedes...
Los dos flacos se alejaron en direcciones opuestas. El ángel añadió:
-Faltan los últimos cohetes.
Diez metros más allá, el flaco moreno se volvió:
-¡Animal!
-¡Bestia! -contestó el flaco rubio.
Ya volvían la esquina, pero aún se volvieron:
-¡Caníbal!
-¡Cafre!
Se perdieron de vista. Tiberio se admiró.
-¡Qué listo eres, “Sencillo”, y qué bien conoces a los hombres!
-¡Imagínate, cuatro mil años de Ángel de la Guarda... A nosotros, los ángeles,
vuestra vida nos ha dado mucha experiencia.
Subía el sol, un sol linfático, esclerótico, que más que sol parecía una
bombilla. La calle se llenaba de gentes; hombres con gruesas carteras, guardias
de la porra, vendedores de periódicos y de cordones para los zapatos, churreras,
barrenderos, gente con cara de despiste, turistas, limpiabotas... Un tendero
limpiaba el cristal del escaparate; un cartero cogía un tranvía en marcha; unos
niños, con la criada, pasaban camino del parque...
109
-Tengo hambre, “Sencillo” confesó Tiberio, un poco humillado de tener
hambre.
-No te avergüences por eso -se reía el Ángel, alargando la mano-: Toma.
Sobre la palma abierta había un billete de cinco pesetas, nuevecito, flamante,
todavía con olor a tinta de imprenta celestial.
-Entra en ese bar y tómate un café con churros. Yo te espero aquí en la
puerta. Voy a dar unas voladitas a ver si se me desentumecen las alas.
Mientras Tiberio tomaba el desayuno, “Sencillo” volaba un poco; era su
gimnasia angélica. Pero estuvo a punto de darse con el cable de un tranvía, y
Tiberio se asustó y casi vertió el café.
-Chico -decía luego el ángel-, en la ciudad es difícil volar; todo está lleno de
cables y de obstáculos.
Subieron calle arriba, hasta una plaza. Un nutrido grupo de gente se
arremolinaba en torno a un hombre subido encima de un tabladillo.
-¡Mira, “Sencillo”, mira! -gorjeó Tiberio-. No todo es malo en la ciudad. ¿No ves
a aquel hombre hablando a las gentes? Ese no es un hombre pálido ni enfermizo:
mira con cuanta pasión habla, con cuanto arrebato. Su expresión es noble y
enérgica. Seguro que está diciendo algo importante, algo hermoso y
esperanzador... ¡Vayamos a oírle!
El hombre gritaba:
-¡Yo no soy un charlatán, no soy un embustero! ¡Yo no trato de robar a
ustedes un tiempo precioso! ¡Yo les he reunido para comunicarles algo
sensacional y definitivo, algo extraordinario y que parece absurdo! ¡Yo soy un
benefactor de la Humanidad, y como tal me dirijo a ustedes, porque...!
Tiberio sonrió triunfal:
-¿No ves, “Sencillo”, no ves?
Pero el hombre berreaba:
-¡Y como soy un filántropo, no puedo consentir que los ciudadanos aparezcan
deprimidos y tristes, inaseados ni indecentes!
Tiberio reventaba de gozo.
-¡No! ¡No puedo consentir que ustedes, caballeros que me escuchan, no
puedan ir limpia, higiénica y confortablemente afeitados! ¡Yo puedo remediarles a
ustedes con este sencillo, pequeño paquetito...!
Tiberio frunció el entrecejo. Aquello no marchaba.
-...¡Este paquetito de hojas de afeitar “La Guillotina” que voy a regalarles a
ustedes...!
Tiberio recuperó ánimos; como quiera que fuese, aquel hombre era generoso.
-...¡Que voy a regalarles a ustedes, sí! ¡Porque no voy a cobrarles diez pesetas,
como en cualquier tienda! Ni diez, ni nueve, ni ocho! ¡Ni cinco, ni cuatro, ni tres,
ni siquiera la despreciable suma de dos pesetas! ¡No, señores que me escuchan!
¡Yo les regalo este paquete de hojas de afeitar “La Guillotina...” por la absurda,
por la carcajeante cantidad de...! ¡Una peseta! Sólo una peseta, diez magníficas
hojas de afeitar, de la más acreditada marca...!
Tiberio y “Sencillo” se alejaron; bastante avergonzado, el primero. El
“benefactor de la Humanidad”, el “filántropo”, “el hombre generoso”, les había
salido rana. Qué rabia.
110
TIBERIO SE AVERGÜENZA DE SER HOMBRE
Tiberio y “Sencillo” andan recorriendo la ciudad como galgos en busca de
Anarkos. Pero ni rastro. Anarkos se ha fundido en el aire igual que un poquito de
humo, el muy zorro.
Lo primero que han hecho ha sido ir al Hospital, porque ya se sabe, si le
hubiesen trincado al loco, paliza al canto y hospital de resultas. Pero ni en el
hospital ni en sitio alguno les han dado razón del tío.
En vista de eso, esta mañana, cuando se han despertado, después del café
con churros del desayuno de Tiberio, y de los pétalos de pensamientos y la
angélica gimnasia del desayuno de “Sencillo”, se han ido los dos hacia el
Cementerio.
La mañana está fresca, pero apacible. El sol calienta poco, pero alumbra, y
eso ya es algo. Se va alzando la niebla de la noche que se posa cada crepúsculo,
como nubes bajas, sobre la pétrea armazón de la ciudad. Bueno, cualquiera sabe
si es que se posa o es que se alza; si son nubes que bajan hasta los edificios o es
una niebla hecha de humos de cocina, de vahos, de alientos, de bostezos, de
lágrimas y de gritos de la vida de la ciudad, que arroja al río, por los vertederos de
las cloacas, todos los detritus del día; de la ciudad que arroja hacia el cielo todos
los detritus inmateriales de sus veinticuatro horas.
Tiberio y “Sencillo” salen de la ciudad; han seguido una larguísima calle;
dejan al lado la Plaza de Toros y el Fielato Municipal y siguen por otra calle que
primero baja, luego sube y después tuerce a la derecha y pasa sobre un puente.
A los lados de esta calle hay docenas y docenas de establecimientos donde se
fabrican y venden lápidas y panteones.
-“Adolfo Matute. Lapidería en piedras finas para panteones de próceres”.
-“Guillermo Barbero. Trabajos para cementerios y monumentos. Especialidad
en granito berroqueño pulimentado”.
-“Felipe Gutiérrez. Sarcófagos garantizados para muertos nerviosos. No se
salen”.
-“Pastor Ortiz. Estatuas para sepulcros; una, quince mil pesetas; llevando
tres, rebaja del diez por ciento”.
-“Eutiquio Rivero. Mausoleos muy confortables. Agua, electricidad, luz y disco
con “La Danza Macabra”, de Saint-Saëns”.
-“Eulogio Chacón. Tumbas económicas. Al contado y a plazos. La tumba del
porvenir”.
A los lados de la calle figuraban bonitos anuncios alusivos.
-“¿Piensa usted morirse? Nuestros servicios le serán útiles. Enterradores
Reunidos, S. A.”
-“Juan Simón, maestro de la pala. Sepultamientos en veinticuatro horas.
Tarifas de urgencia para asesinos que no saben qué hacer con el fiambre”.
-“Muérase, hombre. Las Sepulturas Manolito le garantizan el eterno reposo”.
A Tiberio, toda esta fúnebre literatura sepulcral le revolvía el café con churros.
-¿Es que puede negociarse con la muerte?
-Sí, hijo, se negocia. Esos hombres que, como te decía, han alquilado un
tercio de su vida a una entidad cualquiera, necesitan para morirse el pasaporte
con visado de la sepultura. En cierto modo, compran su muerte. Por lo menos el
sitio donde se mueren y la losa que les cubre.
-¿El sitio también?
111
-Sí; por tres mil pesetas te venden una sepultura perpetua de cuatro o cinco
cuerpos. Es un buen negocio. Resulta a un precio que ni un solar en la Gran
Avenida.
-Vivir es caro -meditó Tiberio-, pero morirse es un auténtico lujo; ¿y el que no
puede comprar ese hueco de tierra?
-Va a parar a la fosa común.
-Parece mentira. ¡Vaya lío de huesos el día de la Resurrección de la Carne! Es
terrible, “Sencillo”, que le vendan a uno la muerte. Los escarabajos lo hacen
gratis y mejor. Claro que los escarabajos son criaturitas de Dios y estos
negociantes fúnebres no..., yo creo que no. La gente, “Sencillo”, no sabe lo que es
la muerte. Creo que si lo supiera, el mundo sería mejor y más habitable.
La conversación se ha puesto así de seria. Siguen caminando hacia la
necrópolis, bajo un sol ya más tibio, más humano, que templa la costra de la
tierra.
Llegan al cementerio.
-Pregunta al portero -dice “Sencillo”.
Es un hombre viejo, con bigote blanco y gorra de plato. Está sentado en una
silla, al sol, a la puerta misma del reino de la muerte. De ese reino al que él
mismo no tardará mucho en bajar, por una breve escalera de un solo peldaño.
Pero el hombre se lo toma con filosofía y ahí está, sentado, tan tranquilo, leyendo
la página de deportes del “Ya” y la crónica de Washington, que habla hoy del
Pacto del Atlántico y de cómo zumban árabes y judíos en Palestina.
-Perdone, ¿vive aquí Sebastián?
El portero se baja las gafas hasta la punta de la nariz, de un manotazo, y mira
con cara de juerga a Tiberio.
-Aquí, hijo de mi alma, aquí no vive nadie.
Se sube las gafas y de nuevo se enfrasca en el periódico; ahora es la crónica
de Londres, que habla de cómo se van a zumbar los rusos y los yanquies en el
Estrecho de Behring.
-Perdone -insiste Tiberio-; Sebastián vivía aquí.
El portero vuelve a mirar por encima de las gafas.
-Moría, hijo, moría. Y seguirá muerto si es que no ha llegado la hora del Juicio
Final.
-No, no; Sebastián está vivo; se escondía aquí, en el panteón de un marqués.
El portero cae por fin:
-¡A...cabáramos, hombre! Tú te refieres a aquel pobrecillo que... No; se lo
llevaron los guardias; por cierto que por bien poco no se cargó a uno de ellos. Se
lo llevaron; creo que está en el Manicomio.
-Estaba. Se ha escapado.
-¡Carape!
-Por eso vengo, porque a lo mejor ha vuelto.
El viejo se queda pensativo:
-¡Qué cosa! ¿Y es amigo tuyo ese bárbaro? ¡Je! ¡Bien puedes decir que es el
único tipo que vivía aquí! Si quieres, vamos a dar un vistazo, por si las moscas.
Van en fila india: el portero, Tiberio y “Sencillo”. Pero nada; el panteón está
vacío.
-Muchas gracias, y usted dispense.
-De nada, chico. Y... ¡a ver si no nos vemos! Es lo mejor que puedo desearte.
El muchacho y su Ángel vuelven hacia la ciudad.
112
-Un buen hombre, este hombre.
-Sí, pero no por mucho.
-¿Se...?
-Sí; la semana que viene.
-¿Por qué no se lo decimos?
-¡Nóóó! ¡Imposible! Ningún hombre debe conocer la hora hasta que llegue,
hasta que suenen las campanadas en el reloj de Dios.
Como la mañana está tan rica, se sientan a descansar un rato en un jardín
público. Juegan niños por las avenidas de arena; juegan al escondite entre los
setos de boj, bajo la sombra afilada de unos árboles falsos y artificiales. Tiberio
los contempla y se pone tierno.
Son unos niños blanquecinos, lechosos y un poco repipis; les falta ese aliento
vital de los chicos de campo, de los niños que intuyen la sólida realidad de las
cosas; el mundo tal como debe ser, no como lo ha modificado el hombre.
-¡Hola! -dice Tiberio a una niñita rubia de dulces tirabuzones y ojos garzos.
-¡Hola! ¿Tú quién eres?
-Un amiguito tuyo, ¿quieres?
-Bueno, aunque la Madre Rafaela dice que no hablemos con desconocidos.
-Pero yo no soy un desconocido. Yo te conozco y estoy viendo tu alma.
-¡Huy, señor, qué cosas más raras dice usted! ¡Me parece que tiene razón la
Madre!
Tiberio lo intenta de nuevo, con un chico de siete u ocho años ahora:
-¿Cómo te llamas?
-Niño.
-¿Niño? ¿Y eso qué es?
-Francisco de Asís Javier Adolfo.
-¡Ah, bueno! ¿A qué estás jugando?
-A las tiendas, con esas niñas. Yo soy el tendero.
Tiberio tiene un escalofrío.
-¿Tendero? ¿No te gustaría más jugar a la “chita paró”?
-¿Y eso qué es?
-Bueno, o a los bolindres.
-No sé.
-¿Y a la maricolla?
-No, tampoco.
-Veamos, ¿a qué sabes jugar?
-Pues... a muchas cosas... A tiendas, a hacer puentes y ríos y embalses, a
justicias y ladrones... a muchas cosas.
-Ya.
Tiberio se siente hecho polvo.
-¿Y no te gustaría más bañarte en un río y comer higos en una higuera, por la
mañana tempranito, después de refrescarlos en agua del pozo?
-No sé... Los higos no me gustan... ¡Yo voy todos los años a San Sebastián y
me baño en la Concha, que es una playa muy grande! Aunque hay mucha gente y
no se puede correr. Además, mamá no me deja que entre mucho en el mar.
Cuando el agua me llega a las rodillas, ya está mamá: “¡Niño!”. Y me tengo que
salir.
Tiberio hace un último, heroico y desesperado intento:
-¿Y qué te gustaría ser a ti? ¿Marino? ¿Capitán? ¿Jinete? ¿Aviador?
113
-No, dice papá que yo voy a ser notario.
“Sencillo” pone en las manos de Tiberio un puñado de caramelos y el
muchacho se los da a Niño.
-Muchas gracias.
-Repártelos con tus amigos.
-Bueno.
El chico se aleja. Pero se detiene un momento, se vuelve a Tiberio y pregunta:
-Usted perdone, ¿es usted de pueblo?
-Sí...
-Ya me lo suponía.
El Ángel se ríe de la cara de Tiberio. Pero éste se lamenta:
-¿Estos son los niños de la ciudad? ¡Qué lástima! ¡Un niño que quiere ser
notario! Compadezcámosle un poco.
-Bueno.
Cuando ya le han compadecido un ratito, Tiberio y “Sencillo” se marchan a
seguir deambulando por la ciudad.
-Tú no comprendes, Tiberio, que un niño no quiera ser jinete, que no le
apetezca comer higos con la fresca y que sueñe con ser notario. No comprendes,
con razón, que la ciudad aplaste el alma de los niños. Pero es lógico, porque la
ciudad impone un género de vida convencional, absurda y falsa. Mira, ¿ves aquel
señor del periódico?
-Sí.
-Es una típica víctima de la civilización artificial. Es una víctima del anuncio,
de las guías comerciales y de la publicidad en gran escala. Duerme en camas
“Toledo”, que son las que más se anuncian, aunque son incómodas; lleva
calcetines y ropa interior de Almacenes Pi, que sólo venden géneros de desecho,
pero que se anuncian como unos leones; va a ver la película que le aconseja la
radio; come en el restaurante de mayor publicidad; va a veranear a Fresnedillas,
porque se lo ha dicho el periódico. Es un hombre fastidiado y amargo, que ha
perdido la voluntad de escoger, de comprar donde quiera y de comer donde le dé
la gana: la de comer y la otra. No, este señor está esclavizado por la publicidad.
Razona elementalmente; cuando se tiene que comprar una gabardina, sólo se
acuerda de la marca “Chirimiri”, que lleva meses bombardeándole los oídos y los
ojos con sus supuestas excelencias. La publicidad es el arte de estafar a la gente.
Como decían tus abuelos, “el buen paño en el arca se vende”. La publicidad tiene
por objeto hacer que la gente compre aquello que uno no necesita, exactamente...
“Sencillo” se interrumpe bruscamente.
-¡Mira!
-¿El qué?
-Ese periódico abandonado. ¿No ves?
Bajo el título de “Sucesos”, el periódico publica una noticia: “Continúan las
pesquisas de la policía para dar con el paradero de los dos enfermos mentales
que se escaparon recientemente del manicomio Provincial. Según nuestros
informes, uno de ellos, el llamado Sebastián Rodríguez Piñero, está trabajando en
una fábrica de esta ciudad, naturalmente con nombre falso...”
-¡En una fábrica! Pero, ¿en cuál, “Sencillo”? ¡Habrá tantas en la ciudad...!
El ángel titubea y, por fin, añade:
-Vamos... Te ayudaré...
-¿Tú lo sabías?
114
-Sí, pero no puedo..., no debo ayudarte. Encontrar a Sebastián es misión
tuya; yo sólo tengo que acompañarte; sin embargo, haré una excepción...
La fábrica está allí cerca y tardan poco en llegar. Es un enorme edificio de
ladrillo desteñido y sucio, con dos altas chimeneas que siembran el cielo de
nubes negras y fétidas. Un ruido sordo, una vibración ciclópea, conmueve los
cimientos, y aun el suelo, en un radio de medio kilómetro.
Entran por una puerta cristalera, después de cruzar la verja. Una sala
vastísima, llena de aparatos que zumban, correas que giran sin fin, hélices que
vibran, armatostes que arman endiablado ruido. Algunos hombres manejan
palancas y ruedas, botones y cuadros de distribución con esferitas de cristal y
agujas inquietas.
Tiberio detiene a un hombre que pasa.
El hombre chilla, enfadado:
-¡Necesito los cuadros de producción, sea como sea! ¡Si no los encuentran,
que los pinten!
La voz se pierde entre el estrépito de las máquinas. El hombre se va, irritado.
-Bajemos -dice “Sencillo”.
Bajan a la nave por una escalerita de hierro. Tiberio se dirige a un hombre
vestido como todos los demás con un mono azul.
-¿Puede usted decirme...?
-¡Doscientos voltios! ¡Si el jefe no lo quiere creer, que venga y lo vea!
Y le da la espalda a Tiberio.
-Ensayaremos otro... -suspira el muchacho. Y se aproxima a un hombre
joven, también con mono, que está en pie, delante de un cuadro de distribución.
-Quisiera saber...
-¿Es usted el mecánico?
-No, yo soy...
-Lo que he pedido ha sido un mecánico; esta llave se engancha...
Se aleja dando gritos:
-¡Jacinto, afloja la presión, que la llave del tabulador no funciona!
-Lo mejor -dice “Sencillo”- es que busquemos por nuestra cuenta.
Correas que giran, hélices que zumban, motores que vibran... Tiberio siente
que le corre un sudor frío y que se le va la vista. Siguen recorriendo las naves,
donde hombres absortos manejan ruedas y palancas, olvidados de todo,
pendientes de su trabajo; alejados del mundo, de todo lo que no sea cifras y
máquinas: doscientos voltios, una llave que se engancha, unos cuadros de
producción que no aparecen.
Tiberio se indigna y grita al oído de uno de los hombres:
-¡Esto es absurdo, es inhumano esto...!
El hombre le mira, distraído, sin verle, y sigue musitando:
-Ciento diez, ciento veinte...
-Lo comprendo todo, “Sencillo” -dice Tiberio con los ojos húmedos y el corazón
helado-; lo admito todo; el mundo es un oscuro valle triste, una habitación en
angustiosa penumbra, una cadena que ata a los hombres... ¡Pero esto, no! ¡Estos
hombres esclavos de una cosa bestial y moviente, de una máquina horrible!
¡Estos hombres abstraídos y lejanos, moviéndose ellos mismos como engranajes
de esta terrible cosa! ¡Estos hombres desposeídos de su voluntad y de su
pensamiento! ¡Estos hombres, creados con aliento de Dios, por Dios! ¡La tierra es
suya; los árboles, los paisajes, la libertad, el mar, los ríos, la lluvia y el sol! ¡Estos
115
hombres que trepidan como sus máquinas mismas, que no saben para qué les
creó Dios, que Dios les hizo reyes de la tierra y no esclavos de sí mismos! ¡Cómo
me avergüenza ser hombre!
Está a punto de echarse a llorar. “Sencillo” le coge del brazo y salen al aire
libre.
-¿Te olvidas de que Dios fue Hombre?
-No, “Sencillo”; pero comprendo mejor el Amor de Dios; porque se hizo
hombre. ¿Por qué me has traído a este lugar monstruoso?
-¿No comprendes? Porque era necesario que tu caridad fuese menos ideal y
más real; porque así no sólo compadecerás a los hombres, sino que harás algo
más grandioso y más sublime, los amarás.
-Yo amaba ya a los hombres.
-Sí, Tiberio; en el amor de Dios. Pero ya los quieres por sí mismos, porque te
duele la vida. Ahora amarás a Dios en ellos.
-¿Cuándo encontraré el Silencio, “Sencillo”? Esta vida humana me hastía, me
hace sentirme huérfano de Dios. Quiero ir a Dios, “Sencillo”.
-Vas, puesto que vives. Este es el “camino mejor”.
-Sí, tienes razón. Pero aún tengo que encontrar a Anarkos.
-Ahora podrás encontrarle, porque ahora su lenguaje, aunque te siga
doliendo, será más comprensible para ti. Vamos.
-Sí; preguntaremos en la puerta.
Un hombre con gafas, tras una mampara de cristales, se le queda mirando:
-¿Desea usted algo?
-Sí; busco a un hombre... Es moreno, regular de alto, como yo, tiene unos
bigotes, así, caídos... Empezó a trabajar hace unos días.
-Ah, sí... No me acuerdo cómo dijo que se llamaba; no, no está aquí.
-Pero...
-No sé... Usted perdone; tengo que hacer.
-Por favor...
Los ojos de Tiberio miran al hombre, suplicantes, humildes. Aquel hombre se
siente conmovido por un extraño sentimiento de pena, de pena de sí mismo.
Levanta sus ojos cansados y sonríe amistosamente, tímidamente.
-No quise ser brusco. Pero le he dicho la verdad. Era un hombre violento y
tuvo una discusión bastante agria con uno de los capataces. Le echaron ayer.
Sólo ha trabajado dos o tres días. ¿Es usted pariente suyo? Creo que se trata de
un loco, huido del manicomio, o algo así. Hace un rato estuvieron aquí unos
agentes de Policía preguntando por él... Si quiere usted hablar con el gerente...
-No, gracias.
Tiberio y “Sencillo” se alejan otra vez hacia la ciudad. Tiberio se siente
cansado, pero lleno de ternura por la ciudad, por la gente de las calles y los
paseos. Se encuentra a sí mismo un poco cambiado, más maduro, tal vez más
humano que en aquellos lejanos tiempos del pueblo y aun del Manicomio:
-Sí, “Sencillo” -suspiró-; tienes razón; siempre tienes razón. Ahora los amo
porque me duele la vida.
116
“NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN”
Este incansable zigzag urbano les ha llevado hasta los límites de la ciudad,
más allá de unos raquíticos huertecillos que dan exquisitas coliflores y escarolas
porque allí pasa una de las cloacas que van a verter al río. Con ese agua, los
hortelanos riegan su tierrecilla. De vez en cuando, viene una epidemia de tifus
exantemático y las lechugas llevan los bacilos a los más honorables y
empingorotados estómagos de la ciudad. Ahora que, con esto de la cloromicetina,
los bacilos del tifus están quedando en el más lamentable de los ridículos.
Más allá de los huertos, al otro lado del río, hay unas chavolas construidas
con piedras, latas vacías, pedazos de uralita y ladrillos escamoteados de las obras
en construcción...
Tiberio y “Sencillo” han llegado hasta allí, como perros pachones, tras una
confusa pista de Anarkos. Como la tarde está buena, se sientan a descansar en el
suelo; un suelo seco y sin mantillo, mezcla de arena, cal apagada y pedruscos.
Algunas margaritas asoman, desesperadas, sus tallitos verdes y sus florecillas
gualda y blancas, en un espectacular esfuerzo por arraigar sobre aquel suelo
impotente. A la madre Natura, como diría don Roque, le cuesta mucho más
trabajo abortar aquí una margarita que dar a luz una cosecha anual de trigo en la
República Argentina. Con sus petalitos monjiles, la cara redonda y amarilla de las
margaritas tiene un patético gesto de auxilio, de S.O.S. urgente y conmovedor.
-“Sencillo”, me aburre el mundo. Me parece que ya me lo sé de memoria. Y
hasta me encuentro viejo...
-Tienes mis cuatro mil años de humana experiencia. Este es un excesivo peso
para ti, que tienes mucho de hombre. Porque los hombres están obsesionados,
tratando de encontrar la fuente de la juventud, el elixir de larga vida. ¡Vivir, vivir
más! ¿Para qué? ¿Para escribir más ensayos sobre el cultivo del algarrobo en
Alicante o las Ordenes Militares en el siglo XVII? ¿Para seguir rellenando
impresos, cavando surcos, hablando del tiempo, cortándose el pelo y curándose
catarros? Adán vivió novecientos treinta años; Set, novecientos doce; Malaleel y
Jared, novecientos sesenta y dos; Matusalén, novecientos sesenta y nueve; Noé,
novecientos cincuenta; Lamec...., bueno, Lamec era un crío cuando murió, en la
flor de la vida, a los quinientos noventa y cinco años... Yo conocí a muchos de
ellos; se aburrían como lo que eran, como unos patriarcas. Y como, además,
muchos eran perversos y sensuales, tuvo que decir el Señor: “No permanecerá
por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte
años serán sus días”.
-Pero ahora viven menos.
-Sí; se matan más. Viven insensatamente hacinados y revueltos; respiran el
pegajoso aire de las fábricas... Afortunadamente para ellos, viven menos.
Las chavolas se diseminan a lo largo del camino que va paralelo al río. En
algunas, dentro de vacías latas de sardinas, crecen geranios o enredaderas. La
ciudad se levanta, lejana, sobre las colinas.
Este lugar es tranquilo. A las puertas de las casas juegan algunos niños
sucios y lentos. Y un hombre viejo y barbado, vestido con un traje que se cae, de
puro asqueroso, viene por el camino con su rueda, porque es un afilador. Se
detiene a la sombra de la misma higuera que cobija a Tiberio y “Sencillo” y
enciende su vieja cachimba con un suspiro de satisfacción:
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-¡No hay nada como recorrer el mundo y fumarse una pipa a la sombra! ¿eh,
muchacho?
Tiberio le dirige una sonrisa simpática y acogedora:
-De muy lejos, ¿eh?
El viejo mordisquea, jovial, su pipa:
-Un poco... Desde el día de mi nacimiento, jovencito. Y sí que está lejos: ¡tengo
sesenta años!
-Cuando yo era niño -confiesa Tiberio- me gustaba mucho ver trabajar a los
afiladores, dar con el pie a la tabla de su rueda grande y sacar miles de chispas
con su rueda de pedernal. Y luego, tocaban un pito de pasta, verde o amarillo.
-Como éste... -el hombre mira a las nubes bonachón-. Bueno, yo soy un
afilador disfrazado.
-Disfrazado... ¿de qué?
-De afilador. Yo -baja la voz confidencial y alegre-, yo soy un vagamundos. Si
hubiese nacido ocho siglos atrás, yo hubiese sido Lancelot o cualquier caballero
de la Tabla Redonda. Y en vez de rueda de afilador llevaría caballo, adarga y
coraza. Pero me equivoqué de siglo, y tuve que cargar con esta rueda, porque, ya
sabes, ser vagamundos es un delito en todos los códigos penales del mundo. La
sociedad aplasta brutalmente todo brote de vagamundaje, como si fuésemos un
peligro.
-Yo también soy un vagamundos -dice Tiberio.
-Estupendo, compadre, chócala. Así me gusta. Gran cosa, ¿eh? Si nos dejasen
en paz, andar por la vida...
-Sí; somos un peligro; ponemos en peligro la siesta del mundo. Llevamos en el
corazón un brote de rebeldía contra el artificio de la vida humana; llevamos la
pesadumbre de la vida en común; pero llevamos una chispa de Dios, que, cuando
se hizo Hombre, también fue vagamundos hasta su Muerte.
-De acuerdo... ¿cómo te llamas? ¿Tiberio? Yo me llamo Baldomero, el
vagamundos Baldomero. Pues sí, Tiberio, estamos de acuerdo. Nosotros, los
vagamundos, vivimos la vida de Dios, la vida de los hombres libres y desterrados.
¡Me dan escalofríos esos hombres que nunca han tenido ganas de echarse a los
caminos a conocer la vida; andar por el campo, bajo la lluvia; dormir en un pajar,
con olor dulce de heno, o sobre el corazón de la tierra con los ojos en las estrellas;
ser señor de sí mismo hasta el fin; comer pan de hogaza, junto a una cuneta del
camino, sobre la hierba dorada del verano; hacer cometas para los chicos y
hablar de cosechas con los hombres...! ¡Esta es la vida! Pero hay que nacer; unos
nacemos vagamundos, como otros nacen para ingenieros del I.C.A.I.; es cuestión
de cuna; es cuestión de adivinar que, la vida, lo malo que tiene es que se muere
uno. Nacer es ponerse en peligro de muerte.
El viejo vacía la cachimba golpeándola sobre una piedra y la guarda con
parsimonia:
-En fin, hay que disimular que somos vagamundos; yo por eso soy afilador,
como otros son caldereros o saltimbanquis, peregrinos o mendigos, cómicos de la
legua o navegantes solitarios. ¿Y tú, Tiberio, qué eres tú? ¿De qué te disfrazas?
-¿Yo? De hombre.
-¡Hum! ¡No creo que te baste! ¡Cualquier día te echan mano los “guripas” de la
civilización! Vente conmigo, de ayudante, ¿quieres? Puedo comprarte una rueda
de afilador, y ¡hala!, a andar por ahí.
-No, no puedo; busco a un hombre.
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-¿A un hombre? ¡Puaf! Hay muchos; bullen como piojos.
-Busco a un hombre solo; a un hombre que también huye de la vida; a un
hombre que sufre.
-Déjalo; vente conmigo por ahí. Cuando llueva nos refugiaremos en un pajar,
bajo un árbol, en las ruinas de alguna pequeña ermita derruida... Y cuando
alumbre el sol, saldremos al camino, como los caracoles.
-Me gustaría mucho, Baldomero. Pero no es posible; tengo que seguir, con
“Sencillo” -mi Ángel de la Guarda, ¿sabes?-, buscando a ese hombre.
-Yo también tengo mi Ángel de la Guarda -declara, enfático, Baldomero-, se
llama Apolinar. Buen chico. Un poco... escrupuloso. Cuando veo una gallina por
ahí suelta, una gallina sin dueño, claro, y se me antoja comer pechuga, ya
empieza Apolinar a ponerse el hombre pesadillo: “Que no, Baldo, que no; que eso
está feo”. Total, que me quedo sin gallina.
-¿Has visto a tu Ángel?
-No; ¿cómo iba a verle? Cuando me muera le veré; sé que me estará
esperando al otro lado. “¡Hola, Apolinar!” le diré yo. “Baldo, muchacho, lávate la
cara y ponte los pingajos del domingo, que vamos a ver a Dios”. ¡Gran cosa ver a
Dios! -runrunea, lleno de satisfacción-. Yo creo que lo veré... eso espero... porque
procuro tener limpio el corazón. Claro que tengo unas ganas de comer pechuga...
Yo no sé si me las voy a aguantar siempre -se queja Baldomero-; ¡ya podía
Apolinar hacer la vista gorda aunque sólo fuese por una vez!
Tiberio sonríe. Se le hace visible Apolinar, que es un ángel rubiales, con piel
de musgo de terciopelo florecido y largas piernas de andarín; si no fuese tan
andarín, estaría listo. ¡Como Baldomero no para dos horas en ningún sitio...!
Hasta cuando duerme tiene el alma vagamunda.
-¡Hola! -saluda Tiberio, muy fino. Apolinar le sonríe y le hace un amistoso
ademán a su hermano “Sencillo”.
-¿Con quién hablas? -curiosea Baldomero.
-Con tu ángel Apolinar. Dice que bueno, que hará la vista gorda; pero sólo
una gallina, ¿eh? Mírala.
Ante ellos, bruscamente, aparece una gallina, gorda y blanca, bien cebadita
con trigo celestial. Baldomero abre unos ojos así de redondos y asombrados:
-¿Cómo lo has hecho? ¿Eres prestidigitador?
-No.
-¡Pues chico, harías tu fortuna en un circo! Y... y esta gallina, ¿es mía, es para
mí?
-Sí. Para ti. Comerás pechuga, anda...
Baldomero extiende la mano, codicioso y glotón.
Pero se detiene pensativo, frunce el ceño y luego menea enérgicamente su
peluda testa:
-No: creo que no...
-¿No?
-¡No! Definitivamente, Tiberio. Me parece... peligroso.
-¿Por qué?
“Sencillo” y Apolinar se tronchan de risa, aunque tienen un extraño y húmedo
brillo en la mirada.
-Mira, Tiberio. Yo no deseo nada en este mundo; nada..., excepto comer
pechuga de gallina. Es lo único..., lo único que puedo ofrecer, ¿comprendes?; mi
119
única renuncia...; por lo menos, la única que me cuesta trabajo, que tiene mérito
para mí...
-Baldomero... -la voz de Tiberio tiembla un poco, maravillosamente
comprensiva, y su mano desciende amigable hasta el hombro del afilador.
-Bah... -gruñe Baldomero, turbado en el fondo-. Es mucho más bonito tener
ganas de una cosa que poseerla. La posesión de algo, Tiberio, siempre desilusiona
un poco; era más bello el deseo, más bella la espera, que... En fin, cuando a uno
se le cumple un deseo siempre le queda a uno un posillo de tristeza... -el
vagamundo se echa a reír-. Además, si como pechuga..., ¿qué voy a pedirle a la
vida?
Se pone en pie, con la cachimba vacía entre los dientes.
-Ya me está hormigueando la sangre, muchacho. Me voy. Siento que no
vengas conmigo. Espero..., espero que nos veamos alguna vez.
-Seguro -promete Tiberio con los ojos dulces, pero con la voz extrañamente
firme, extrañamente seria. Y Baldomero, que es un limpio de corazón, siente la
deliciosa felicidad de la espera.
Se dan la mano, y Baldomero se aleja. Pero a los pocos pasos para su rueda y
se vuelve:
-Tiberio..., ¿tú crees que si voy al cielo alguna vez..., tú crees que me dejarán
comer pechuga de gallina?
-Las más exquisitas y tiernas pechugas de gallina - promete Tiberio
mansamente. Se dicen adiós, con los pañuelos al aire. Y Tiberio todavía grita:
-¡Adiós, Apolinar!
También ellos se ponen en pie y regresan hacia el río.
-¿En qué piensas, “Sencillo”?
-Oh, en Apolinar. ¡Es un ángel más bueno! Hacía rato que no nos veíamos.
Pues fue... verás; sí, en la batalla del Guadalete. Era el ángel de la guarda del rey
don Rodrigo. Entonces lo perdí de vista. ¡Como hubo aquel lío y don Rodrigo
desapareció...!
Camina en silencio. Tiberio va pensando, cariñosamente, en Baldomero.
-¿Sabes, “Sencillo”? -se le ocurre de pronto al muchacho-. Me nombro a mí
mismo Protector de las Mariposas Vagamundas y Gran Comendador de las
Encrucijadas.
-Bueno.
-Y otorgo el primer título de Gran Cruz con zafiros de cielo y rubíes de
crepúsculos a Baldomero, Gran Mariposa de los Caminos. Cuando le vean, los
niños de todo el mundo sentirán en sus corazones la oración de la primavera
recién llegada: “¡Mariposa blanca, sube al cielo y dile a Dios que me dé la buena
suerte!” ¿Te parece?
-Sí
-Y, además, creo la Gran Orden de los Zánganos. Le otorgo la Medalla de
Asfalto a la ciudad.
-Bueno.
-Y Grandes Cruces de hojalata al herrero del pueblo, a don Ganimedes, a don
Agapito, a Evaristo; a Alfonsa, la mujer de Práxedes; a don León..., y distintivo
café con leche a todos los hombres sedentarios del mundo que lo sean por
vocación.
-Confirmadas, Tiberio.
Se ríen los dos, cantarines, y el suelo va y se abre, y nace un manantial.
120
Siguen hacia la ciudad. Tiberio siente que su corazón de hombre le da un
brinco y se le sienta en el polvo.
-No sé qué me pasa, “Sencillo”...
El ángel despereza sus alas preocupadas. Pero guarda silencio. Han llegado
hasta una casita blanca, junto a la carretera, que tiene la puerta sombreada de
una bíblica parra. Racimos de oro y ámbar cuelgan de los nudosos troncos, y las
hojas dan sobre el suelo sombras de corazones.
La casa tiene un poyo en la puerta. Una muchacha está allí sentada, junto a
una arcillosa jarra que rezuma agua fresca, agua de pozo profundo y en sombra.
-¿Quiere darme un poco de agua?
La muchacha le tiende la jarra y Tiberio bebe ansiosamente, con una extraña
inquietud que le pone la carne de gallina, con misteriosos puntitos de escalofrío.
La muchacha es morena y de óvalo suave. Tiene unos ojos garzos y grandes,
tan grandes como un lago. Uno espera ver cisnes curvados en estos ojos,
bordeados del espeso bosque de las pestañas, que son como los rayos luminosos
de un sol.
Mientras bebe, Tiberio siente sobre sí los ojos dulces de la muchacha y le
tiemblan las manos que sostienen la jarra. Tanto, que la vasija resbala de sus
manos y se estrella violentamente contra el suelo.
-¡Oh, cuánto lo siento!
La muchacha mueve la cabeza y sus cabellos morenos le ondean al aire, como
algas oscuras.
-No se preocupe; no tiene importancia.
Se quedan los dos frente a frente y conmovidos.
-Es... un sitio muy tranquilo.
-Sí -se entornan los ojos de la muchacha.
-Me llamo Tiberio.
-Yo, Marina.
-Es bonito. Es nombre de acuarela.
-Tiberio es raro; pero suena bien...
Se abre una pausa larga, muy larga, durante la cual ambos oyen el rumor de
sus propios pulsos.
-¿Quiere sentarse?
-Bueno...
La tarde se abre en largos suspiros de silencio.
-¿Por qué me mira?
Ella enrojece:
-No..., no sé... Pensaba... ¿Es usted forastero?
-Sí; soy forastero... -Tiberio habla con acento soñador. Los ojos de la
muchacha están despertando un ritmo desconocido en su corazón. Siente, por
primera vez, que tiene venas; que por ellas le corre la sangre; que su sangre es
roja y cálida. Siente que es feliz sentado allí con Marina. Una poderosa tentación
le asalta: la tentación del descanso, de la tarde mansa bajo el emparrado, de
aceptar un papel de espectador junto a la carretera, por donde pasan hombres y
vehículos.
-¿Por qué me mira?
-Es usted extraño...
-Soy un vagamundos.
121
Le punza de repente el recuerdo de Baldomero. Quisiera irse, levantarse y
huir; llamar a “Sencillo”, que se ha esfumado sobre la carretera. Le asalta una
honda congoja, como si descubriera ahora mismo que su alma tiene raíces y que
esas raíces obedecen a un misterioso impulso divino y quieren ahondarse en la
tierra, clavarse en el suelo. Sí; se siente árbol con raíz, con deseo de tronco, de
hojas y de frutos; de dar sombra a sus retoños sobre este paisaje.
En los ojos de la muchacha hay un temblor de pestañas nerviosas. Y su boca
se le queda seca y ardiente.
-Tiberio, usted...
-Marina.
Es un nombre rítmico, melódico, que nace en los labios, se rompe en el
paladar y muere junto a los dientes:
-Ma-ri-na...
Sí, quisiera huir; pero otra oculta voluntad le ha nacido de no sabe qué
profundo desván del alma. Quisiera huir, pero quisiera quedarse: estar allí
sentado, al lado de Marina, tal vez tomar su mano fina y morena, tal vez oírle
decir:
-Tiberio...
Nunca le ha parecido tan bello, tan musical y tan triste su propio nombre. Y
se turba, confusamente. ¿Qué es esto que le arde dulcemente en la sangre, que le
clava alfileres de impaciencia y de temor sobre la piel, que le consume en una sed
desconocida?
-Ma-ri-na...
Es un nombre suave, para decirlo muy bajito, allí, junto a la muchacha, ante
la gloria del atardecer. Tiberio oye las voces y las risas de unos niños invisibles,
de unos niños morenos, de ojos garzos inmensos, como lagos donde uno quisiera
ver la blanca interrogación de los cisnes.
-Ma-ri-na...
La muchacha tiene los párpados cruzados de venas azules. Su cuello es largo
y delgado y en su nuca se rizan los cabellos cortos. Sus hombros son pequeños y
redondos. Hay en el cuerpo de Marina una comenzada serenidad de adolescente,
un contorno acogedor como una promesa, algo maternal y sencillo de cierva joven
y libre.
Tiberio se sorprende de sus propios pensamientos. ¿Qué es esto, Dios mío,
qué es esto que le invade, esta ternura distinta y melancólica, esta dejadez que
consume su cansancio y le hace sentirse con gozo de la vida?
Lejana, sobre el camino, ve Tiberio la figura débil y empequeñecida de
“Sencillo”. Su vida, la torre con cigüeñas, don Tomás sollozando en el presbiterio,
“Chicha y Pan” contando estrellas, tía Evelina regando sus rosales, sus locos
persiguiendo mariposas de cristal sobre el prado de la tarde, la ciudad, las
máquinas, los hombres, Anarkos...
-¡Anarkos!
Un grito le sacude el sopor del alma. El corazón le brinca y se le pone en pie.
Siente una remota llamada, una distante voz, una lejana angustia. Se estremece
Tiberio, vibran sus nervios electrizados ante ese oscuro mensaje que le sube a flor
desde el fondo sereno de su agua.
-¡Anarkos!
Es un grito “como bronce que suena o campana que retiñe”...
Y unas palabras llegan:
122
“Si alguno desconoce, él será desconocido...”
Tiberio se incorpora y corre, sin decir adiós a la muchacha, por la carretera
polvorienta. Su grito perfora el silencio y se clava como una saeta en la diana de
las nubes:
-¡“Sencillo”, “Sencillo”!
Corre, jadeante y sudoroso, tropezando en las piedras, cayendo y
levantándose, extendidos los brazos. Y cuando llega al lado del ángel ve la mirada
de “Sencillo” rebrillar de alegría y extenderse sus alas como una acción de
gracias. Los labios de Tiberio se entreabren, felices, en una oración que le llena
los ojos de lágrimas:
-“...Ten cuenta de mi vida errante; pon mis lágrimas en tu redoma. ¿No están
escritas en tu libro?... Porque tú me arrancas a la muerte, y arrancas mis pies de
falsos pasos, para que pueda andar en la presencia de Dios, en la luz de la
vida...”
123
TIBERIO ENCUENTRA EL SILENCIO
Ha amanecido este día sobre la ciudad.
La lluvia caída durante la noche esponja los árboles de los paseos y las flores
de los parques, y convierte el asfalto en un espejo, sucio y gris, donde se
contempla, narcisista, la chata y lóbrega arquitectura de la ciudad.
Tiberio y “Sencillo” han dormido en la sala de espera de la estación. La tarde
antes, Tiberio suplicó a su ángel:
-Quiero encontrar a Anarkos. No sé cuánto tiempo ha pasado, “Sencillo”; he
perdido la memoria de las calles que hemos recorrido, de los millares de
kilómetros que hemos saltado con nuestros pasos. Hemos buscado por toda la
ciudad. ¡No puedo, no puedo dejarle solo por más tiempo! Está acorralado, como
un pobre animal feroz; me despiertan por la noche sus terrores y sus gritos de
león solitario. Sé que le consume la violencia, que le deshace la ira; me da miedo,
“Sencillo”, de que no haya sitio para él en las bienaventuranzas de Dios...
-Estamos a punto de encontrarle, Tiberio. Han sido necesarias su soledad y tu
soledad. Ahora, sobre vuestros torcidos renglones humanos, va a escribirse la
recta y alta caligrafía de Dios...
-Entonces...
-Ahora, vamos...
Bajaron juntos por aquella calle ancha y llegaron a la estación. Los trenes,
inmóviles, dormían en la oscuridad una larga fatiga de rieles. A través de las
ventanillas se veían los asientos, con su forro de tela blanca, asientos fantasmas
y errabundos, que soportaban, día tras día, los cuerpos de hombres que eran
distintos y, sin embargo, tan iguales, tan monótonos; se respiraba en la estación
una atmósfera de carbonilla, de humos pegajosos, de grasa de engranajes, de
petróleo. Llegaban ruidos de cadenas; de vagones que chocaban, allá fuera, en
alguna maniobra; de martillos que golpeaban los ejes; de pisadas sobre la grava
menuda de las vías.
-¿Por qué venimos a la estación? -preguntaba Tiberio.
-Dormiremos aquí esta noche, en la sala de espera.
Una sala grande, democrática y espesa, albergaba a una docena de personas
inmóviles. Hombres y mujeres que parecían dormidos: algún soldado,
campesinas, algunos tratantes. Pesaba sobre la sala un frío solemne y silencioso;
se hablaba en voz baja, como en la consulta del dentista, o, mejor, no se hablaba.
Flotaba un aburrimiento letárgico y horadado de moscas; sobre los muros se
mostraba un mosaico de firmas y dibujos, más o menos groseros; generaciones de
hombres habían estampado allí algunas rayas; de hombres que ya nada tenían
que ofrecer a los gusanos, como no fuesen sus huesos mondos y lirondos.
Allí, con la cabeza en la pared, ha dormido anoche Tiberio. Después ha
amanecido. Un día glorioso, porque el alfanje del sol ha segado las nubes, y los
trenes, entre vías, muestran el brillo de sus dorados -Wagons Lits- y de los
cristales de las ventanillas.
Sí; el día está glorioso y solemne. Han salido un par de trenes; un corto y el
mensajero, que llegará a su destino dentro de algunos días, si es que llega; si no
llegase, tampoco importaría nada. Total, unas mujeres que salen del hospital,
unos soldados con permiso, algunos labriegos con enormes cestas...
Tiberio mira anhelosamente a aquella multitud abigarrada y hosca que llega y
que se va.
124
-¿Va a venir Anarkos?
-A las nueve y cuarto sale un mercancías. Viajaremos en él -“Sencillo” está
lacónico y serio, casi trascendente.
Dan la vuelta al tren para entrar por el otro lado. “Sencillo” descorre las
puertas correderas de un vacío vagón de ganados; suben y vuelven a cerrar
rápidamente. Se están quietos en un rincón. Tiberio casi no se atreve a respirar,
por si los ferroviarios.
Fuera se oye la voz de un hombre:
-¡No dejes de traerme la cesta de huevos! ¡Ah, y un par de conejos!
El tren recula; silva la máquina y, muy lentamente, a pequeños tirones que
hacen tambalearse a Tiberio, comienza la marcha.
Entonces, sólo entonces, se da cuenta Tiberio de que hay alguien que
comparte el vagón con ellos. Allí, en un rincón, fosforecen unos ojos y alguien
respira, rápida y entrecortadamente.
-¿Oyes? -cuchichea Tiberio al oído de “Sencillo”-. Hay alguien ahí.
-Espera -dice el Ángel- hasta que salgamos de la estación.
Transcurren unos minutos densos, en los que el corazón de Tiberio casi se
detiene. Luego, el Ángel descorre la Puerta y entra la luz y el aire fresco de la
mañana.
Casi al mismo tiempo, de la garganta de Tiberio brota un gemido apasionado:
-¡¡Anarkos!!
Sí, es él, enflaquecido y sucio, con la barba crecida señalándole los salientes
pómulos, con el cabello revuelto y lleno de polvo; con los ojos obsesos e inmóviles.
Se muerde un poco el bigote derecho, como si quisiera sonreír:
-Hola, Tiberio, mi vieja sombra.
-¡Anarkos! ¿Cómo estás aquí? ¿Cuándo has entrado?
Sebastián se pasa la mano -pálida y nudosa- por la frente húmeda.
-Llevo dos días aquí.
-¿Y ni siquiera has comido?
-Sí; robé algo de fruta.
Habla con una voz metálica, en la que hay un trágico poso de fatiga:
-Te sentí entrar; pensé que eras algún guardia. ¿Sabes que la Policía me
persigue?
-Ahora no pienses en eso.
-Luego, cuando vi que la puerta se cerraba -¿quién la cerró, tu ángel?-, pensé
que serías algún vagamundos, como yo, algún huido.
-Soy un huido y un vagamundos, como tú. Te hemos buscado, durante días y
días, por toda la ciudad; estuvimos en el cementerio; en aquella fábrica; luego en
las chavolas del río, donde decía el periódico que te ocultabas... Hemos vivido
unos angustiosos días, Anarkos, sin saber nada de ti.
-¿Qué podía hacer? -gruñe Anarkos con ferocidad-. ¡Los hombres a la caza del
hombre! Me han ido siguiendo, acorralándome como a un bicho venenoso y
maldito. He pasado días... no sé dónde; en los suburbios, en el campo, durmiendo en las cloacas que llevaban toda la porquería humana, toda la
humanidad podrida... Robaba para comer o no comía. Al fin, pensé que estaba
equivocado; ocultarse en la ciudad es más fácil, pero indigno. Prefiero que me
maten al aire libre, bajo el sol, a la luz del campo; la ciudad me parecía un
ridículo escenario para morir... Este tren, ¿dónde va?
125
-No lo sé, Anarkos -Tiberio se queda pensativo-, no lo sé. Ni siquiera sé si este
tren es real, si es que estamos muertos; si, tal vez, nos hemos helado de frío
alguna de estas noches y vamos ya camino de Dios...
-¡No! ¡No! ¡Todavía no! ¡Aún quiero herir, matar, hacer daño, incendiar,
destruir! ¡Aún quiero vengarme de esta mierda de mundo! ¡Alguna vez quiero ser
martillo y no yunque! ¡Después podré ir a tu Dios! ¡Le miraré cara a cara; podré
gritarle: “Tú has creado, pero yo he destruido tu obra”!
-Tú eres también obra de Dios, Anarkos -contesta Tiberio, gravemente-. No, ni
siquiera puedes destruir; es Dios quien crea y Dios quien destruye. Y nosotros
sólo somos brazos de Dios.
-¡No! ¡Yo sólo soy una verruga del mundo, una mísera excrecencia de la costra
terrena! Porque el mundo me ha aborrecido.
-¿Nunca leíste el Evangelio? “Si el mundo os aborrece, sabed que me aborrece
a mí primero que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero
porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os
aborrece”.
-¿Por qué me dices eso?
-Es Dios quien lo dice; Dios que vino al mundo y “el mundo no le conoció.
Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Antes que tú, Anarkos, hace ya dos
mil años, hubo un Hombre que era Dios encarnado en hombre; fue injuriado y
perseguido; se burlaron de él, le dieron bofetadas, le escupieron al rostro, le
dejaron sin sangre y sin vida. Y, al fin, fue colgado como reo, entre reos, para
vergüenza del mundo.
-¿Hizo Dios eso? ¿Y por qué no se vengó, destruyendo, aniquilando a ese
mundo?
-Tuvo legiones de ángeles que a un solo deseo suyo hubiesen borrado la
especie humana. Pero no vino para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea
salvado.
-O yo soy muy bruto... o Dios está más loco que yo.
-Alguien me dijo eso alguna vez -suspiraba Tiberio, buscando en el rincón de
los recuerdos-. Está loco, sí, porque los hombres han establecido una absurda
división tajante y llaman locura a todo lo que no comprenden, lo que no cabe en
sus pequeños cerebros; ¡como si pudiesen comprender a Dios!
-Entonces..., ¡Dios es de los nuestros! ¡Dios está con nosotros! Pero... pero...
yo no creo en Dios...
-Tú crees en Dios con la más hermosa y apasionada fe que he visto nunca.
Detrás de la corteza de tu odio está la realidad de tu amor. Detrás de tu negación
hay la más bella profesión de fe. Porque has luchado contra lo injusto y no era
estéril el grano seco de tu violencia. Porque has deseado un mundo donde los
pobres, los desheredados, los perseguidos, pudiesen poseer la paz. Pero la paz no
es de este mundo, Sebastián...
El tren cabecea lentamente; están cruzando campos sembrados donde ya
crece la mies y blanquean las margaritas.
Escucha Anarkos, jadeante, apagados los ojos, y Tiberio habla, transfigurado
y hermoso, mientras el viento que entra por la puerta descorrida le ciñe la cabeza
de banderolas y ráfagas.
-“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados;
bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
126
hartos; bienaventurados los que padecen persecución de la justicia, porque ellos
verán a Dios...”
Anarkos siente su boca seca y unos escalofríos le sacuden el cuerpo de arriba
abajo. Tiberio le mira, asombrado. Porque Anarkos está pálido, sombrío, casi
céreo.
-¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal?
Anarkos jadea y trata de sonreír con desdén:
-Bah, un poco de fiebre.
-¡Si tienes la frente ardiendo!
-Creo que... debí de enfriarme. Una noche que dormí sobre un banco.
Le castañetean los dientes con la calentura; ahora se va poniendo rojo,
congestionado, y le suena el pecho, al respirar, como un viejo órgano de fuelle.
-“Sencillo”-suplica Tiberio.
El Ángel mira al muchacho con gravedad, serenamente.
-Sí...
A Tiberio la mirada se le pone amarga, dolorosa, reconcentrada:
-¡Anarkos! ¡Anarkos! ¡Bajaremos en la primera estación! ¡Iremos a un médico
y te pondrás bueno!
Sebastián sonríe con tristeza:
-Tal vez..., tal vez no haya tiempo. Tal vez no haya ninguna primera estación.
Oye.... Tiberio... ¿Y dices que Dios fue perseguido..., odiado como yo?
-Como tú, Anarkos, pero aún con más odio, con más pasión, porque Él era
Dios.
A Anarkos se le van nublando los ojos; ve el rostro de su amigo a través de
una neblina, como una imagen desenfocada:
-Yo soñaba con una revolución, Tiberio.
-Soñabas con la revolución de Dios. Pero tampoco esa revolución es de este
mundo.
-Creo... Durante la mayor parte de mi vida no he sabido lo que decía, ni
siquiera lo que pensaba. ¿He sido un poseso, Tiberio? A veces..., cuando me
crecía aquí dentro un zumbar sordo, como una gran hélice... y mis oídos
ensordecían... y un odio espeso me llenaba de asco y de miedo. No siempre..., no
siempre mi voluntad obraba. Fui el tonto del pueblo..., ¿te acuerdas? Esta noche
también ha venido borracho mi padre... Está ahí, en la habitación, pegando
patadas a los baúles... Después..., ¿no oyes? Se ha quitado el cinturón, ancho
como un cincha..., ¡y viene, Tiberio! ¿No le sientes? Tengo que huir...
¿Funcionarán mis alas, Tiberio? Es fácil, muy fácil; los pájaros vuelan, los
pájaros huyen. Vamos, vamos... Ellos están en el cementerio; mira, los fuegos
fatuos...; vamos a leer el periódico... Aquella mujer, ¡gritaba tanto! ¡No he sido yo,
os digo que no he sido...!
Se le desorbitaban los ojos. Tiberio le retiene en sus brazos. Pero se le escapa
y trata de levantarse:
-¡Bienaventurados los que... padecen... persecución..., porque ellos... verán a
Dios...!
Un movimiento del tren lo derriba sobre el viejo y apolillado suelo de madera.
-¡Anarkos!
-¡Yo veré a Dios..., a tu Dios y mi Dios!
Durante un rato permanece en el suelo, caído, amodorrado, mientras sus
miembros se estremecen con espasmos convulsos.
127
Pero luego abre los ojos, tranquilos, apagados. Hay en ellos una resignación,
una dulzura que emociona a Tiberio; es una mirada infantil, de niño solitario, de
niño triste.
-Tiberio; me parece... que ya he encontrado la paz. Ya no siento hervir mi
sangre ni ese zumbar horrible que taladraba mi cerebro. Ni siquiera siento odio,
Tiberio. ¿Qué es el odio? ¿Puedo odiar a alguien? ¡Qué día tan hermoso, tan azul!
¡Aquí sí puedo morirme, viendo el cielo y el campo...! ¿Por qué brillas de ese
modo, Tiberio? Pareces de otro mundo.
El tren va ahora más de prisa; apenas se nota el salto de las ruedas sobre las
junturas de los rieles.
-¿Qué día es hoy, Tiberio?
-Tres de febrero... ¡Tres de febrero! -se exalta Tiberio-. Hoy vuelven las
cigüeñas, Anarkos. Vienen planeando sobre el aire con sus grandes y hermosas
alas; cuando la mies se aúpa sobre los surcos con pisadas de perdices y tibias
camadas de liebres.
-Me gusta, Tiberio; me gusta porque... Contéstame, Tiberio. ¿Voy a morirme?
Los ojos del muchacho sonríen ahora:
-Sí, Anarkos. Vas a morir, a morirte, a morir a ti. Vas a vivir a Dios.
-Pues me alegro de morirme hoy, cuando vuelven las cigüeñas... No sé rezar,
Tiberio.
-Ya has rezado; toda tu vida y tu locura, hasta tus mismas blasfemias, tu ira
y tu amargura, eran oración, Anarkos. Porque tú no eras culpable de ti.
Suspira Anarkos:
-Tiberio..., ya sé por qué fosforeces de ese modo; ya sé por qué brillas así; ya
sé por qué calmabas mis pesadillas con el contacto de tus manos; ya sé por qué
no quería mirarte a los ojos, esos ojos tuyos que dan la vergüenza y la paz. Ya lo
sé, Tiberio; es porque...
Tiberio pone su mano sobre los abrasados labios de Anarkos y sonríe:
-Calla, calla...
Los ojos de Anarkos se contraen; algo como una sombra entra en sus aguas
limpias, algo como un atardecer, como si una nube ocultara el sol y arrojara
sobre la tierra su espesa y movible sombra:
-Tiberio..., ¡sí! ¡La Verdad es blanca y redonda!... ¡Dios! ¡Dios!
Todavía un último grito sobrecoge la mañana:
-¡Dios!
Durante mucho tiempo Tiberio permanece inmóvil, igual que una estatua,
junto al cadáver de Sebastián Rodríguez Piñero, de treinta y ocho años, natural
de Erustes (Toledo), hijo de Isauro y de Hermelanda, neurótico disfóricosensitivo y
psicasténico... Anarkos ha muerto como vivió, dando gritos. Tiberio le baja los
párpados con dedos de caricia; los párpados, que caen sobre unos ojos inmóviles
que han ganado ya, definitivamente, la serenidad.
Luego, Tiberio suspira:
-“Sencillo”; ya está.
Chisporrotea la mirada del Ángel como un cirio que se consume:
-Hoy es tres de febrero, Tiberio. La eternidad es de día. Mira, hay un sol allá
arriba, inmóvil como una naranja. ¿No ves ya el futuro ante ti? Tiberio, nube mía,
hoy vas a llover sobre el mar.
Tiberio se pone en pie, electrizado, casi febril. Le cruzan relámpagos de alegría
por los ojos y el corazón se le pone a cantar como loco.
128
-¡¡¡“Sencillo”!!!
-Sí -y el Ángel toma entre las suyas la mano de Tiberio-; estás subiendo hacia
el Silencio. Querido, inolvidable Tiberio, error de Dios, que es perfecto y
maravilloso hasta en sus errores...
Un viento suave mece las campánulas doradas, las digitales y las grises hojas
de las encinas. Un aire que trae una inaudible melodía, que viene bailando en
torbellinos de polvo sobre los caminos del mundo.
-“Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo mientras yo voy a
Ti. Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado para que sean
uno como nosotros... Yo les he dado tu palabra, y el mundo los aborreció porque
no eran del mundo, como yo no soy del mundo... Santifícalos en la verdad, pues
tu palabra es verdad... Quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo,
para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la
creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí y
éstos conocieron que tú me han enviado...”
Hay sobre las nubes una apoteosis de ángeles jinetes que van al Afganistán.
De extremo a extremo de la tierra se tiende la señal de la amistad de Dios; un
arco iris, puerta de la gloria, por donde Tiberio y “Sencillo” acaban de entrar en el
Reino del Silencio.
Desde la tierra, un anciano sacerdote eleva sus ojos asombrados hacia la
torre de su iglesia, hacia las campanas, que están tocando solas entre una
bandada de cigüeñas. Y sus ojos se aguzan en la distancia, conmovidos, para ver
el más extraño de los prodigios, un Ángel y un muchacho que caminan por el
cielo. Su mano se levanta, trémula y suplicante:
-¡Tiberio! ¡Adiós, Tiberio!
ÍNDICE
PRIMERA PARTE: TIBERIO NO ESTÁ LOCO
Tiberio, Atila de las rosas
Tiberio va a la escuela
La infancia de Tiberio
El señor Pedro frente a la propiedad privada
“Chicha y Pan”
Por eso Tiberio ama a los niños
Limpieza municipal
De cómo Tiberio quiso ser ingeniero
Los dos iguales
San Andrés y Tiberio hacen un milagro
“Sencillo”
Tiberio, acusado de esquizoide
SEGUNDA PARTE: TIBERIO ESTÁ LOCO
Tiberio, peligro social
Tiberio es declarado oficialmente loco
Alfredo quiso cortar su sombra
El doctor es un pobre loco
El fabricante de sueños
Algo se ha roto en Tiberio
Locos bajo la lluvia
El director, Tiberio y sus muchachos
129
Hoy llegó Sebastián
Anarkos y su historia
Anarkos cuenta su historia
Sombra de estas sombras
Se atasca el Universo
TERCERA PARTE: TODOS, MENOS TIBERIO, ESTÁN LOCOS
Tiberio conoce la ciudad
Tiberio se avergüenza de ser hombre
“No nos dejes caer en la tentación”
Tiberio encuentra el Silencio
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