El examen de la propia vida

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El examen de la propia vida
Muchas personas no saben de qué tienen que confesarse. No les satisfacen los esquemas
habituales para el examen de conciencia, en los que se sugiere todo lo que el penitente ha de
analizar de sí mismo. Algunos van enumerando los mandamientos y se acusan de haber
faltado a uno u otro. Pero, a la mayoría, esto le resulta demasiado superficial y esquemático.
Suele dar un buen resultado organizar la confesión en torno a estos tres aspectos: Mis
relaciones con Dios, mi comportamiento con respecto a mi mismo y mis relaciones con el
prójimo. El penitente puede revisar estos tres ámbitos y exponer cómo le ha ido en ellos, en
qué aspectos no está contento consigo mismo y que de qué se siente culpable.
Muchos aseguran no tener nada de qué confesarse. Ante todo, dicen, no hay nada en su vida
de los que deberían arrepentirse. Por aquí no se trata simplemente de condesar los pecados.
Ya es bastante que alguien reflexione sobre su propia vida y que la ponga sobre el tapete. Y
seguramente habrá aspectos o parcelas en las que uno no se sienta a gusto consigo mismo.
Por supuesto, es frecuente que uno no pueda determinar con total claridad si esas cosas son
pecado o si se trata simplemente de debilidades, descuidos, de las faltas cotidianas. Después
de todo, no es tan importante. De lo que se trata, es de tomar en consideración la propia vida
y de manifestar, al menos, lo que a uno le tiene inquieto. Cuando, por ejemplo, alguien
describe un conflicto que tiene con su padre o con su madre, con su jefe o con un compañero,
tan sólo tiene que contar cómo le afecta, cuál es la impresión que tiene acerca de su
comportamiento. De este modo, en el diálogo aparece claramente dónde está su parte de
culpa y qué es lo que, por su parte, podría cambiar. No tiene mucho sentido eludir, sin más, el
conflicto o tratar de resolverlo uno mismo de forma unilateral. En la conversación puede
mostrarse qué es lo conveniente. Tal vez necesite uno distanciarse interiormente un poco
más. En cualquier caso, durante el diálogo debería quedar claro que la culpa nunca es
exclusivamente de una sola persona, sino que siempre andan enredadas las dos partes. Y se
trata de deshacer este “enredo”, en el que las partes están implicadas, para poder considerar
al otro de manera más objetiva.
Hay gente que acude a la confesión con una culpa concreta, con aquello que en ese preciso
instante le aflige especialmente. Durante el diálogo se limitan a esa única cuestión. Esto es
algo comprensible. Confiesan solamente lo que en ese momento les oprime. Pero quieren
enfrentarse realimente con ese problema. Mientras cuentan en qué consiste su problemática,
el sacerdote puede preguntar cómo les afecta, qué podrían hacer de manera distinta, de qué
se consideran capaces y qué es lo que desearían poder cambiar o que sucediera. También
puede preguntar si están dispuestos a perdonarse a sí mismos esa falta. Pues de poco sirve
que el penitente se limite a acusarse, si no está dispuesto a creer en la misericordia de Dios y a
ser misericordioso consigo mismo. Las preguntas del confesor no han de responder a la propia
curiosidad, sino que han de ayudar al penitente a ser más explícito y a descubrir con mayor
claridad, en el hecho mismo de expresarse, dónde reside realimente el problema. Al hablar,
salen a la luz los propios sentimientos, de modo que pueden clarificarse más fácilmente.
Puesto que muchos tienen dificultades a propósito de qué han de confesar y acerca de cómo
hablar de sí mismos, querría ahora ofrecer algunas sugerencias. En cuanto a las relaciones con
Dios, uno puede hacerse las siguientes preguntas: ¿Qué papel juega Dios en mi vida? ¿Lo
tengo en cuenta? ¿Lo busco? ¿Vivo como si no existiera, dejándolo a un lado? ¿Cómo
comienzo cada jornada y cómo la concluyo? ¿Hago habitualmente algo que me recuerde la
presencia de Dio? ¿ME encomiendo a Dios por las mañanas y me pongo bajo su amparo? ¿Le
dedico tiempo a la oración, al silencio, a la lectura? ¿Mi relación con Dios se ha vuelto vacía?
¿Cuáles son mis aspiraciones al respecto? ¿Me sirvo de Dios para mis propios intereses o me
presento ante Él tal como soy? ¿Es Dios realmente la meta de mi vida y la fuente desde la que
vivo?
Todas estas preguntas no se ocupan directamente de la cuestión del pecado, sino de la calidad
de mis relaciones con Dios. Hablar de ellas me vuelve sensible a aquellos aspectos en los que
me cierro respecto a Dios. Y este cerrarse a Dios tiene que ver totalmente con la culpa, aunque
no esté incumpliendo ningún mandamiento. Se trata de preguntar a qué está apegado mi
corazón y qué es lo que lo determina.
En cuanto a la relación conmigo, puedo preguntarme cómo me trato a mí mismo. ¿Soy libre
interiormente o son otros los que llevan las riendas de mi vida? ¿Soy libre interiormente o me
vuelvo dependiente de otras personas, cosas o costumbres? ¿Cómo son mis hábitos de comida
y bebida? ¿Cuido correctamente de mi salud? ¿Qué es lo que hago para estar sano? ¿Cómo
son mis hábitos y costumbres? ¿Organizo mi jornada o vivo al día, a lo que salga? ¿Me juzgo y
condeno a mi mismo? ¿Me infravaloro? ¿Cuáles son mis pensamientos? ¿Qué sentimientos y
fantasías tengo? ¿De dónde provienen? ¿Cómo abordo estas realidades? ¿Qué relación tengo
con mi propio cuerpo? ¿Cómo es mi sexualidad? ¿Me dejo llevar por sentimientos depresivos?
¿Me recreo en la auto comprensión? ¿Me dejo hundir quejándome constantemente?
En cuanto a la relación del prójimo, puede uno empezar por aquellas relaciones que le pesan
especialmente. ¿Cómo veo el conflicto desde mi punto de vista? ¿Cómo le ha ido a la otra
parte en él? ¿Cuál es la historia anterior que conduce a ese conflicto? ¿Qué recuerdos me trae
el otro? ¿Por qué me resulta tan difícil aceptarlo? ¿Qué daño me ha hecho? ¿Cuál es mi punto
débil? Se trata de describir el conflicto sin echar o quitar culpas inmediatamente a nadie –
tampoco a uno mismo-. Al exponerlo, puede resultar claro cuál es mi parte de culpa y qué es
lo que puedo mejorar de mí mismo. Cuando reflexiono sobre mis relaciones con los demás,
puedo preguntarme de quién hablo más a menudo, cómo suelo hablar de los demás, si estimo
a los otros o los desprecio, si por dentro estoy juzgándolos y condenándolos constantemente,
si me pongo por encima de ellos. ¿Qué daño he podido causar a otros? ¿Me comporto
respetuosamente y cuidadosamente con los demás? ¿Me preocupa cómo les vaya o sólo me
ocupo de mí mismo?
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