Lamela o el desmantelamiento de lo público para

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Lamela o el desmantelamiento de lo público para hacer negocio con la sanidad
El Gran Wyoming…
19/05/2013
El hoy exconsejero madrileño de Sanidad tejió una compleja red de sociedades relacionadas
con la sanidad y es adjudicatario de lo que privatizaba. Los responsables de la Administración
se convierten en empresas de demolición que obtienen beneficios con la expoliación del bien
común.
“Yo hablo de sanidad sin apellidos”, contestó don Manuel Lamela a unos periodistas que le
preguntaban por la idoneidad de que un consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid,
como era su caso, dejara la política para entrar a formar parte de empresas cuyos ingresos
tuvieran una relación directa con su gestión de gobierno.
“Sin apellidos”, eso era antes. Ahora, gracias entre otros a él, podemos empezar a hablar de
“sanidad con nombres y apellidos”. Recuerdo un chiste que circulaba en el año 1975, cuando
Franco agonizaba, y en el Sáhara, entonces provincia española, el Frente Polisario se
enfrentaba a las fuerzas coloniales. Doña Carmen Polo de Franco, mujer del dictador, le
visitaba en el hospital y él le relataba sus preocupaciones sobre cómo se desarrollaban los
acontecimientos previendo que la colonia iba a caer en manos de Marruecos, su atávico
enemigo. Ella le respondía airada: “Te lo dije, haberlo puesto a mi nombre”.
Esta broma que sugería una exagerada y despótica manera de entender la relación de los
dictadores con los medios que administran, se ha convertido en una esperpéntica realidad que
amenaza con no detenerse hasta dejar absolutamente vacía la vitrina de las joyas de la corona.
A esa forma de “poner a su nombre” el patrimonio de los españoles, los neoliberales, con la
complacencia de los medios de comunicación, la llaman “privatización”.
Cuando uno observa que los presidentes de las principales empresas públicas de este país,
como Telefónica, Repsol, Argentaria… se quedaron en el cargo una vez privatizadas y, para
mayor escarnio del sistema democrático, resultaban ser amigos personales, en algún caso de
la infancia, del presidente del Gobierno José María Aznar –véase Juan Villalonga, Alfonso
Cortina, Francisco González o consejeros y asesores como Eduardo Zaplana, Ángel
Acebes....–, entiende que se trata de una verdadera incautación, que nada tiene que ver con la
transparencia y honradez que deberían presidir procesos de esta envergadura que, en ningún
caso, han aportado el menor beneficio, sino todo lo contrario, al interés general. Los principales
beneficiarios de estas operaciones han sido los cargos nombrados a dedo cuando eran
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empresas públicas que han acumulado, al hacerse copropietarios con la privapropiación,
descomunales fortunas.
De la austeridad al saqueo
Ahora asistimos con perplejidad al descaro con el que se derivan grandes partidas
presupuestarias desde la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid hacia empresas
privadas en cuya cúpula directiva aparecen los exconsejeros que adjudicaron esos recursos. A
simple vista parece un simple fraude para apropiarse de dinero público, cuando se dan las
explicaciones pertinentes se confirma. Son los casos del señor Juan José Güemes y del señor
Manuel Lamela. Protegidos y encumbrados por Esperanza Aguirre que ahora, con su
característica humildad se ofrece, desinteresadamente, para “regenerar la democracia”. Aznar
también urge en la necesidad de hacerlo: los que inventan las trampas se ofrecen para cambiar
las reglas del juego.
Ante tamaño atropello al sentido común y la honradez elemental, en estos tiempos de crisis en
los que a muchos ciudadanos se les priva de lo esencial, aquellos que predican e imponen la
austeridad, se dedican al saqueo. ¿Cómo reaccionan sus compañeros de partido? Salen en
tromba, en su defensa apelando a la legalidad de esas operaciones.
La legalidad se convierte en el manto que legitima toda clase de maniobras empresariales
llevadas a cabo desde la gestión pública y que tienen como fin el lucro personal. Hay un debate
al margen de los resquicios que permiten las leyes y que se refiere a la moralidad, la razón y la
justificación de esas acciones.
Los ciudadanos no pagan impuestos de forma voluntaria. Tampoco la cantidad a tributar la
deciden ellos. Es la distribución, el empleo de esos fondos públicos, es decir (usemos de nuevo
esa palabra que tanto a gusta a los neoliberales) “la gestión” de nuestro dinero lo que nos
escandaliza. Son muchos los millones de euros provenientes del trabajo de los ciudadanos
que, en lugar de invertirse en servicios necesarios, terminan en los bolsillos de los
administradores, al parecer, de forma legal. En otros casos de forma ilegal, pero con
prescripciones por medio, que devuelven al presunto su honorabilidad, y su condición de
ciudadano respetable y libre para disfrutar lo sustraído, compensando así los malos ratos que
la Justicia haya podido hacerles pasar con sus penosos tramites burocráticos.
El efecto de lluvia fina
¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar este estado de cosas? Viendo el énfasis con el que
defienden altos cargos de la Administración estas aberrantes conductas, podemos deducir que
quieren establecerlas como modelo. La primera vez que se descubre un caso de adjudicación
de fondos públicos por parte de un consejero a la que más tarde será su empresa, se produce
un escándalo, pero el goteo y la insistencia en la idoneidad de permitir a estas personas
buscarse un puesto respetable en la empresa privada, una vez que abandonan el cargo
público, produce el efecto de lluvia fina, y con ella este tipo de rapiña deja de ser noticia.
El listón de las tropelías va subiendo, cada vez pasa más basura por debajo, y con este
sistema de expolio de nuestro patrimonio, la calidad de vida de los ciudadanos desciende, se
les priva de la menor posibilidad de plantearse un proyecto de vida y desaparece la fe en el
sistema, que en un proceso de retroalimentación favorece su desmantelamiento por la
desafección de los beneficiarios hacia el Estado del bienestar. Los responsables de la
Administración se convierten en auténticas empresas de demolición que obtienen astronómicos
beneficios con la expoliación del bien común. Por eso, como decíamos, no se debe centrar el
debate en la legalidad de estas perversas maniobras de enriquecimiento personal, sino en cuál
es la misión para la que estos señores han sido elegidos y para qué le pagamos dinero
nosotros, los ciudadanos, que somos los que les contratamos.
La malicia de estas acciones queda aún más en evidencia si, como a ellos les gusta, llevamos
su “gestión” al terreno de la empresa privada que dicen entender muy bien. En unos casos, no
hacen más que derivar clientes a la competencia para luego pasarse a ella en claro delito
empresarial, pero en otros es aún más descarado, meten mano en la caja y reclaman la acción
de la Justicia como único foro donde dar explicaciones. ¿Único? Cuando a alguien le
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sorprenden robando en su puesto de trabajo, primero tiene que aclarar lo sucedido a sus
superiores y son estos los que le denuncian en la comisaría de turno si lo estiman oportuno.
En el caso de estos señores, se ahorran las explicaciones a los ciudadanos, en un desprecio
absoluto hacia las reglas del sistema, olvidando que trabajan para ellos y no para los jefes que
les nombran. Cuando se les llena la boca afirmando: “A nosotros nadie nos da clase de
democracia”, suena redundante, es obvio que ni las reciben, ni las recibieron cuando salieron
de aquel sitio para viajar al centro. Ese es uno de los principales problemas del partido que nos
gobierna y que como una legión de termitas, incansables, pertinaces, está desmontando el
Estado del bienestar.
El 'Caso Lamela'
Pero ¿quiénes son estos señores?
Analicemos el caso del señor Lamela. Veamos cómo se ha enriquecido desde que llegó a la
política.
Al señor Lamela no le gusta la “sanidad con apellidos”. Tal vez sea consecuencia del mal
resultado que le dio, desde el punto de vista mediático, no económico, la primera sociedad que
fundó: Lamela Campos SL. Cuando fue ascendiendo en su carrera política, algunos miraban
con malos ojos esa cohabitación de lo público con lo privado y decidió dejar el cargo de
administrador único de la empresa, para cedérselo a su madre, que junto a su padre
componían la totalidad del accionariado.
A pesar de no requerirle demasiado tiempo, ya que su dedicación a la política en aquellos años
noventa parecía exhaustiva, le fue muy bien. El objeto de la sociedad era amplio, entre otras
cosas, la actividad inmobiliaria y el asesoramiento en la fundación de empresas y, a pesar de
que, como decíamos, su dedicación no era exclusiva, consiguió elevar el capital social de la
sociedad de 500.000 pesetas con el que se fundó en 1992 hasta 1.013 millones en sólo diez
años, es decir multiplicó el capital social por 2.000. Cuando se cuestionó la legitimidad de este
tipo de enriquecimiento, enseguida se alegó que no tenía la mayoría del accionariado. Es
cierto, no podemos olvidar que también había dos socios, dos personas mayores, sus padres
que, a lo mejor, eran unos linces de las finanzas. En resumidas cuentas, estamos ante un
ejemplo de cómo compatibilizar la gestión pública con los negocios privados puede rendir
pingües beneficios. Claro que es difícil saber qué precio hacen las empresas a un consejero de
una comunidad autónoma cuando este, a título personal, contrata sus servicios. Pero
dejémonos de conjeturas y vayamos a los hechos.
Agricultura, Hacienda, Sanidad
Aclarado que es un gran empresario a tiempo parcial, siempre dentro de la legalidad vigente,
desembarca en el Ministerio de Hacienda de la mano de Rodrigo Rato. En esa época, gracias a
su dureza e intransigencia se creó fama de gran “solucionador de crisis”, aunque algunas las
fabricara él mismo, como veremos más adelante. De esta etapa es la polémica que se desató
durante el primer Gobierno de Aznar, cuando se acusó al saliente Felipe González de haber
creado una amnistía fiscal para favorecer a sus amigos –¿les suena?– por un valor de 1.200
millones de euros. El presidente Aznar fue el principal valedor de esta acusación con la que
fustigó a una perpleja oposición. Finalmente, se demostró que no existía tal amnistía, todo
quedó archivado, nadie se disculpó, y de la crisis salió un vencedor, el que parecía ser urdidor
de la trama, que rindió un gran beneficio político por aquello de “difama que algo queda”,
cuando se implantó ese sucio estilo del “todo vale” que tanto gustaba al héroe de las Azores.
Ese hombre en la sombra que empezaba a sonar en los pasillo se llamaba Manuel Lamela.
Esta manera tan efectiva de hacer política le llevó terminar como jefe de Gabinete de Rodrigo
Rato, entonces vicepresidente y ministro de Economía, y con el que volvería a coincidir años
más tarde en Bankia, mire usted por dónde.
Antes de Hacienda, pasó por el Ministerio de Agricultura donde, de nuevo, se vio envuelto en
varias crisis, la de las vacas locas, la del lino, la de un producto cancerígeno en un aceite de
orujo que provocó el descrédito de nuestra exportación y la indignación de los agricultores…
Allí donde hubiera un delito de corrupción económica o de salud pública, había un hombre
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capaz de resolverlo como fuera: nuestro hombre. Se autoadjudicó, con razón, esa medalla al
mérito de resolver lo irresoluble gracias a, como decimos, su dureza e intransigencia, pero
también y, sobre todo, a su falta de escrúpulos y su disposición a la fabricación de insidias para
obtener rendimiento político o económico… La historia le daría la oportunidad de demostrar
hasta qué punto era capaz de mentir sin parpadear, y de decir una cosa y su contraria sin el
menor rubor. Arte que, por desgracia, se ha instalado, extendido, convertido en rutina y trepado
hasta las más altas instancias de gobierno.
En el año 2003, de la mano de Esperanza Aguirre, entra en la Comunidad de Madrid como
consejero de Sanidad, donde enseguida descubrirá eso que ellos mismos bautizaron en la
convocatoria para capacitar a los empresarios de cara a la gestión de la sanidad pública como:
“Una gran oportunidad de negocio”. Entonces, como ahora, los responsables de la Comunidad
de Madrid negaban la más mínima intención de privatizar la sanidad pública, mientras se
sacaba a subasta en el mercado. De nuevo nuestro hombre se encargó de resolver el
problema de impopularidad que tal política suponía y para ello se valió de la estrategia más
miserable de la historia de nuestra democracia: dio crédito a una denuncia anónima que
acusaba a un equipo de médicos del hospital Severo Ochoa de haber asesinado a 400
personas.
Ataque al buque insignia de la sanidad pública
El hecho de que la acusación viniera de la propia Consejería aportaba credibilidad a la
denuncia ya que sería el propio consejero denunciante el responsable en última estancia de
estos hechos y, si esta fuera una democracia como las del resto de Europa, al darlos por
ciertos, debería haber presentado su dimisión. Todo resultaba muy extraño, y especialmente
traumático para los médicos denunciados que sufrieron un linchamiento social, mediático e
institucional, durante casi tres años.
El hospital Severo Ochoa de Leganés era uno de los buques insignia de la sanidad pública
española. A pesar de cubrir dos áreas, es decir, tener asignados muchos más pacientes de lo
normal, había sido celebrado como uno de los de mayor calidad de asistencia de toda España.
No fue casualidad que el torpedo en la línea de flotación se lanzara, precisamente, contra este
hospital. Entonces no se entendía bien por qué se realizaba una acusación tan grave desde la
propia Consejería.
En primer lugar hay que tener en cuenta que la figura de una denuncia anónima no tiene el
menor valor jurídico en un Estado de derecho. Esa misma denuncia, que al leerla causa rubor,
ya había circulado con anterioridad por la consejería, y siendo consejero el señor José Ignacio
Echániz (también del PP), quiso zanjar este asunto enviando un equipo médico al hospital para
que investigara qué ocurría allí. Tras dos meses de averiguaciones concluyeron que no sólo no
existían irregularidades en el trabajo de sedación de los enfermos terminales, sino que
felicitaron al equipo por su buena labor terapéutica. Por eso es más sorprendente aún que
Manuel Lamela decidiera tomar de nuevo la denuncia y utilizarla, ahora en los juzgados, para
atacar a este grupo de médicos.
La funesta comparación con los nazis
A la vez que se detenía al doctor Luis Montes y salía en las portadas de todos los diarios
acusado de asesinar a cuatrocientas personas como si fuera un psicópata peligroso, se firmaba
en la sombra, sin el menor debate político o exposición de su contenido, los principios que
regirían la privatización de la sanidad madrileña que estamos pagando ahora. La subrepticia
introducción de la privatización de la sanidad en nuestras vidas, a espaldas de los ciudadanos,
quedó totalmente eclipsada por estos supuestos homicidios y su polémico desarrollo político,
mediático y judicial.
La cuestión se complicó sobremanera, porque por el normal funcionamiento de un hospital,
donde los equipos rotan, tienen turnos de asistencia, y los enfermos pasan por distintas
plantas, no podría llevarse a cabo tamaña historia criminal mantenida en el tiempo sin la
colaboración necesaria de decenas de profesionales, médicos, ATS, celadores… Para
completar el absurdo, era un delito sin víctimas porque las familias de los supuestos
asesinados no presentaron denuncia alguna, a pesar de recibir llamadas anónimas que les
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animaban a presentarse como acusación con lo que, decían, obtendrían cuantiosas
indemnizaciones.
Estas personas nunca se identificaban, pero tenían todo tipo de datos de los familiares de los
supuestos asesinados, no es difícil concluir de dónde salía la información. Lejos de eso, y a
pesar de no tratarse, en general, de familias que vivieran una situación económica boyante, se
negaron a denunciar a los médicos y manifestaron el buen trato que dispensaron en todo
momento a sus familiares fallecidos. Las autoridades de la Comunidad de Madrid, tuvieron la
desvergüenza de justificar esta ausencia de denuncias con el argumento de que se trataba, en
muchos casos, de familias de bajo nivel cultural a las que resultaba sencillo manipular, que
querían deshacerse de sus familiares mayores porque les suponían un estorbo en casa. Con
tan falaz justificación ahora el asesino pasaba a ser el pueblo de Leganés. Las manifestaciones
de apoyo al hospital y sus médicos se sucedían por las calles de la ciudad y el resto de la
Comunidad de Madrid, mientras desde las radios y periódicos de la derecha se compara a
estos médicos con los que dirigían los campos de exterminio nazi.
Sabía que eran inocentes
El señor Lamela se mantuvo firme en sus acusaciones y sostuvo la irregularidad de las
sedaciones, aunque a veces afirmaba no tener nada que ver con la causa y que todo aquel
embrollo era una cuestión judicial al margen de su competencia.
Como en anteriores ocasiones, la causa se archivó, pero el daño que causó a las personas
afectadas fue tremendo. Yo realicé un documental sobre este tema para la televisión y después
de analizar mucha información llegué a la conclusión de que en ningún momento el señor
Lamela creyó que estos médicos habían matado a un solo paciente. Entre otras cosas porque
no se les apartó de su servicio. Siguieron trabajando en el hospital, entrando y saliendo de los
quirófanos. Implicaría una enorme irresponsabilidad dejar que personas que han asesinado a
cuatrocientos pacientes sigan ejerciendo el oficio que les permite llevar a cabo sus planes
criminales. Él sabía desde el primer momento que eran inocentes, de ahí la amoralidad y
inmensa la crueldad de estos líderes políticos, dispuestos a lo que sea con tal de conseguir sus
fines, en este caso, como he visto después, económicos.
Como él mismo afirmó después de la sentencia absolutoria de los médicos: “Sólo se dimite
cuando alguien se equivoca”. En efecto, no se equivocó, la estrategia funcionó perfectamente,
su mentora Esperanza Aguirre le felicitó y le manifestó su incondicional apoyo en todo
momento, colaborando en la campaña difamatoria siempre que fue preguntada por el caso,
mientras duró el proceso. Para ellos, el quebranto causado a estos profesionales desde la
Consejería para la que trabajaban como médicos, era intrascendente, carecía de importancia, y
a pesar de que la sentencia ordenaba “limpiar cualquier sombra de duda sobre mala praxis en
el Hospital Severo Ochoa”, siguieron afirmando sin el menor problema de conciencia que,
simplemente, “esa mala praxis” que denunciaban no se había podido demostrar.
El señor Lamela, al conocer la sentencia, aprovechó para marcharse de vacaciones a esquiar.
No sentía que tuviera que dar explicación alguna a los ciudadanos por este embrollo que tuvo
en vilo a la sanidad y a la sociedad entera durante tres años. Esta costumbre de eludir las
obligadas explicaciones que merecen los ciudadanos también se ha instaurado entre la clase
gobernante.
23 cargos en empresas ligadas a la sanidad
¿Acabó este escándalo con su carrera política? No, como dice la canción: “Nada de esto fue un
error”. Lo réditos que rindió la estrategia son difíciles de calcular. A él le llevaron a ser
consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, y más tarde, como ya hemos dicho, a
consejero de Administración de Caja Madrid Cibeles (Bankia) con Rodrigo Rato y miembro,
agárrense los machos, de su Comité Auditor.
Mientras, puso en marcha un complejo entramado de sociedades relacionadas con la sanidad,
llegando a ejercer desde 2009 hasta hoy más de 23 cargos en distintas empresas del ramo.
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Ya lo ven, la capacidad de transformación profesional en función de la Consejería que se
preside es asombrosa. Ahora descubren, algunos con sorpresa, que es adjudicatario de
aquello que privatizaba.
Como el actual consejero de Sanidad, Javier Fernández-Lasquetty, defiende la gestión de
Lamela, al tiempo que afirma que no tiene por qué conocer ni investigar el accionariado de las
empresas a las que cede la gestión de lo público, o sea, no sabe ni le interesa a quién traspasa
tan espectaculares recursos económicos, da a entender que podría seguir los mismos pasos
de esa carrera ejemplar.
EL mayor de los negocios
Algunos ciudadanos, entre los que me incluyo, no la vemos ejemplar y menos aún teniendo en
cuenta que todos los informes técnicos de los profesionales de la medicina, tanto españoles
como internacionales, incluida la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertan contra esta
política de privatización concluyendo que no sólo es más cara sino que, además, baja
sensiblemente la calidad de asistencia. Llama especialmente la atención la situación de la
sanidad británica, donde se inició este tipo de política que ha costado, según datos por los que
se ha disculpado el propio primer ministro, al menos 2.500 muertes que podían haberse
evitado. Claro que estamos en manos de personas que no parecen dispuestas a dejar pasar lo
que ellas mismas bautizaron como “una gran oportunidad de negocio”.
Se equivocan, la salud, vista en términos mercantiles no es una oportunidad de negocio, es el
mayor de todos lo negocios imaginables.
Es muy grave que ante la situación de emergencia que ha provocado esta crisis económica,
algunos responsables de administrarla, en lugar de intentar paliar el daño que va a producir en
la ciudadanía se entreguen al saqueo de nuestro patrimonio con el aplauso encendido y
solidario de sus compañeros.
El Gran Wyoming (alías José Miguel Monzón Navarro), médico, periodista, actor y agitador cultural, es presentador
del programa satírico de televisión más popular en el Reino de España, cuyo profético nombre es El Intermedio
http://www.infolibre.es/noticias/politica/2013/04/11/lamela_desmantelamiento_publico_para_ha
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