Ética 2014-2015. Tema 1. La especificidad moral del hombre

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TEMA 1. LA ESPECIFICIDAD MORAL DEL HOMBRE
1. ¿Qué entendemos por acción humana?
Los fenómenos de la naturaleza están regidos por leyes naturales, la actividad animal por
pautas y rutinas, y la actividad humana por normas. La conducta normada es la forma de
conducta mediante la cual caracterizamos a los hombres frente al resto de los animales. El ser
originario del hombre consiste en un deber ser, porque su acción está canalizada,
constantemente, por normas (técnicas, sociales, políticas, etc.). Las normas nacen de rutinas
operatorias exitosas socialmente establecidas para configurar objetos o situaciones repetibles
(caza, producción de flechas, cocina, producción de vestidos, símbolos lingüísticos, deportes,
etc.). Las normas se fijan gracias al lenguaje y pasan a formar parte del repertorio de la cultura
del grupo.
Para que pueda hablarse de acción humana, la actividad normada debe formar parte de
algún plan, programa o fin previsto, como sucede en las técnicas, por ejemplo. Llamaremos
acción proléptica a toda actividad planeada, que necesariamente ha de serlo sobre
experiencias anteriores con capacidad de proyectarse en el futuro. El mayor desarrollo de las
facultades intelectuales (memoria, imaginación, inteligencia abstracta, etc.) y el lenguaje
permiten a los hombres ampliar el radio de la planificación. Además, todo plan es, en sí mismo,
una norma, porque establece qué debe hacerse para alcanzar el fin previsto y obliga a actuar
de una forma determinada. De esta manera, consideramos al sujeto humano como un sujeto
proléptico y normativo.
Aristóteles, al referirse al hacer específicamente humano, distinguió dos tipos: el
productivo y el práctico. El hacer productivo (poiesis en griego; facere en latín) consiste en la
transformación o fabricación normativa de objetos, bien en tanto que útiles, bien en tanto que
bellos. La virtud que lo regula es la técnica (techné en griego, de donde deriva la palabra
“técnica” en español, y que se traduce al latín por ars, de donde deriva la palabra “arte” en
español). El hacer práctico (praxis en griego; aguere en latín), por su parte, consiste en orientar
normativamente la acción hacia un fin juzgado como deseable. La virtud reguladora es la
prudencia (phronesis en griego, que se traduce al latín por prudentia, de donde deriva la
palabra “prudencia” en español). A este ámbito pertenecen la ética, la moral y la política.
En el caso del hacer productivo, aunque es constitutivo del ser humano como especie, basta
con que unos pocos expertos desarrollen las artes y las técnicas, y sus derivados: ciencias y
tecnologías, para que pueda beneficiarse toda la comunidad. Pero el hacer práctico es una
parte integrante, no de unos pocos “técnicos”, sino de todos los miembros de la humanidad.
Las acciones éticas y morales, que regulan el trato con los demás y hacen posible la vida en
sociedad, son constitutivas del ser humano (de todos los seres humanos) a partir de un cierto
momento de su desarrollo evolutivo. Sin ellas, el hombre, que es un ser social, no podría existir
como tal. La política, por su parte, organiza la vida de los Estados. Pero no todos los hombres
viven en Estados.
Esta doble dimensión constitutiva del ser humano, productiva y práctica, la dejó Platón
señalada en el conocido “mito de Prometeo”, donde relata que a Prometeo le debemos las
artes y las técnicas (el fuego) y a Hermes los saberes éticos, morales y políticos.
2. La especificidad moral del hombre
¿Cuál es la diferencia entre el ser humano y el animal? El funcionamiento de los instintos en
los animales les capacita para una rápida adaptación al medio. Los animales están “ajustados
al medio”, su manera de actuar está determinada por su naturaleza, por su programación
genética, diríamos hoy. Los animales también aprenden, pero la información que transmiten
por vía cultural es muy reducida en comparación con la que transmite la especie humana. Los
animales, al tener menos desarrolladas las facultades intelectuales y el lenguaje, tienden a
actuar movidos por estímulos y deseos presentes y relacionados con la satisfacción de alguna
necesidad básica. Las acciones concretas que realizan son el resultado de sus instintos y de los
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estímulos que proceden del medio. Un lobo famélico, al ver una presa, no puede hacer más
que intentar cazarla.
En el ser humano, el ajuste al medio no se produce de manera tan directa, sino que exige un
largo proceso de aprendizaje y una fuerte dependencia social. El ser humano, por el hecho de
ser un animal, también es movido por sus pulsiones internas, que lo inclinan a actuar de una
manera determinada. Estas pulsiones, además, son reforzadas por estímulos externos, por lo
cual las tendencias, a veces, son muy intensas. Pero, a diferencia de los demás animales, el
hombre, gracias a su mayor inteligencia y al lenguaje, se distingue por poder hacer proyectos,
anticipar consecuencias, controlar deseos y necesidades vitales, y actuar de acuerdo a
patrones elegidos por él mismo. Esto es lo que da a su existencia un aspecto “abierto” y por
eso decimos que tiene libertad. La naturaleza nos ha dotado de cierta flexibilidad para actuar
en un sentido u otro; o no actuar, es decir, reprimir nuestras tendencias. Nuestra conducta,
pues, no está del todo preprogramada, las respuestas a los estímulos no están
predeterminadas de una forma única; ante nosotros se nos abres diversas posibilidades. Entre
nosotros y el medio hay una cierta distancia, no hay un encaje total; estamos “des-ajustados”
y somos nosotros, por tanto, los que nos debemos ajustar. Por eso mismo, se nos pueden
pedir explicaciones de las razones por las que hemos elegido este “ajuste” y no otro; es decir,
nos hemos de justificar.
El hombre es constitutivamente moral. Es responsable de todas las acciones que podía
haber hecho de otro modo; es decir, se le puede preguntar por qué las ha hecho y debe
responder de ellas. La moralidad consiste, precisamente, en esta exigencia u obligatoriedad de
responder de los actos. Puede hacerlo de una forma u otra, justificarse de maneras diferentes,
pero su actuación siempre tiene un porqué que le es imputable. Por supuesto, esto es así
siempre que haya sido consciente de sus acciones y no haya actuado obligado por otro. Es
decir, solo somos responsables de las acciones realizadas de forma consciente y libre.
Muchas de nuestras decisiones no tienen prácticamente trascendencia, es decir, ni nosotros
ni los demás salimos perjudicados. Sin embargo, hay acciones que sí tienen consecuencias
morales relevantes. Son esta clase de acciones las que comportan una responsabilidad moral y,
por eso, el fundamento de la moralidad se encuentra en el hecho de que somos responsables
de nuestros actos y, por lo tanto, también de las consecuencias que tienen.
¿Solo el hombre es responsable?
Han pasado los tiempos en los que se consideraba que la naturaleza tenía intenciones y
éstas debían ser contrarrestadas por magos y hechiceros. Es evidente que si un día un
relámpago mata a un animal o un terremoto arrasa una comarca con decenas de ciudades, o
unas inundaciones causan cientos de muertos, no se puede exigir responsabilidades a nadie.
La naturaleza no es responsable, porque actúa según leyes necesarias; es “indiferente”,
decían los estoicos. No es ni buena ni mala, ni moral ni inmoral. Inmoral es lo que va contra la
moral establecida, y moral lo que la satisface. Amoral, en cambio, significa que no se participa
de la moral. La naturaleza es amoral.
¿Qué hay de Dios? ¿Es Dios responsable? En la concepción aristotélica de Dios, Dios se
piensa a sí mismo y no se ocupa de los hombres, que son insignificantes para él. El hambre, el
dolor, el castigo de los inocentes, son problemas que no atañen a Dios. No tiene sentido el
famoso dilema “Si hay Dios, ¿por qué existe el mal?; y si existe el mal, ¿por qué existe Dios?”,
porque, como dice Voltaire, “¿Qué le importa al emperador turco que los ratones de las
bodegas de sus naves viajen cómodos o con necesidades?”
Sin embargo, Leibniz, que sí partía de un dios providente (el del cristianismo), se vio
obligado a dar respuesta al problema del mal. Pero con otros razonamientos también libró a
Dios de la responsabilidad del mal en el mundo. Por una parte, decía, está el mal metafísico,
que corresponde a la necesaria limitación del mundo; solo Dios es perfecto. El mal físico, por
su parte, hay que interpretarlo como limitaciones, castigos y correctivos impuestos por Dios
contra los excesos del hombre, dentro de un plan global que es positivo. Y, en tercer lugar, el
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mal moral es el que desencadena el ser humano a través del pecado, dada su libertad; Dios no
es responsable.
La naturaleza es indiferente; Dios no tiene responsabilidad de los males. Descartados los
actos de la naturaleza y de Dios, solo nos quedan los actos de los animales que puedan ser
calificados de responsables. Como ya hemos explicado, no es éste el caso de los animales no
humanos. El oso que mata a los oseznos de un macho competidor no es malo, solo sigue los
dictados de su naturaleza. Diremos que ha actuado según sus instintos y que, en sus
circunstancias, no podía haber actuado de otro modo. Es cierto que los animales, en ocasiones,
pueden hacer cosas que nosotros consideramos buenas (cuidar de miembros de la manada
enfermos, etc.), pero no pueden representarse de forma abstracta qué es lo bueno y qué lo
malo, ni decidirse a obrar de forma permanente conforme a principios y valores morales. Los
animales no tienen moral.
Solo al hombre se le puede atribuir responsabilidad moral, porque solo él puede controlar
globalmente su actividad y darle un sentido propio. Desde la perspectiva de esta
responsabilidad que se reconoce al ser humano, las instituciones sociales imponen premios o
castigos en correspondencia con las normas y con las leyes; y desde el punto de vista personal,
calificamos nuestros actos de buenos o malos. Sin embargo, no siempre todo lo que está
permitido legalmente es considerado bueno, ni todo lo que creemos malo está penado
socialmente. Este desajuste evidencia las inconmensurabilidades entre la ética, la moral y la
política. Pero de esto nos ocuparemos algo más adelante.
3. Las “razones” contra la moral. El amoralismo
Realismo político
Fue Maquiavelo, un curioso florentino del siglo XVI, quien defendió que la política debía
independizarse de la religión y de la moral. Un gobernante, según él, no debe medirse por
criterios éticos -“bueno o “malo”- sino por su eficacia política -“útil” o “inútil”-. No se trata de
“gobernar” un convento de monjas donde actuaran todas con abnegación y amor fraterno,
sino de no permitir que naufrague la nave del Estado. Éste es el objetivo, éste es el fin
primordial y, ante esto, todo es válido: “El fin justifica los medios”, o como decía aquel rey
francés para excusar sus claudicaciones: “París bien vale una misa”: mentir, fingir, echar la
zancadilla, la intriga, el terrorismo, utilizar los medios más eficaces, la seducción, la
corrupción… todo esto puede ser válido si los resultados lo confirman.
El amoralismo de Nietzsche
Nietzsche, filósofo alemán del siglo XIX, fustigador de los valores europeos y cristianos,
destructor de las virtudes pasivas (sumisión, compasión, humildad…) y propugnador del
superhombre que está más allá del bien y del mal. La moral, ese invento del “feo y monstruoso
Sócrates” es solo para los débiles, nacidos para la docilidad y la obediencia. El superhombre se
mide por otros valores: rebeldía, autoafirmación, destrucción para crear de nuevo (“nihilismo
de los valores”).
La amoralidad fanática
Algunos grupos humanos se dan a sí mismos una “moral” que no solo contrasta o se opone
a la de otros sino que declara la muerte a los contrarios. El fanatismo religioso de los
fundamentalistas, los defensores de las guerras santas, las estrategias políticas de los
terroristas, los que aplican el exterminio étnico, los neonazis…, se sitúan por encima de la
discusión del bien y del mal e imponen su “idea superior” con el argumento de la muerte. En
nombre de razones políticas o religiosas defienden “sus ideas” sobre el exterminio del
contrincante. En estos casos no se trata solo de conductas inmorales, de errores de cálculo o
de perspectivas justificables en parte, sino de una pérdida de razón y sentido moral y un
abandono al lenguaje de las armas.
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La ciencia y la neutralidad moral
Actualmente, otro intento de amoralismo puede provenir de la exigencia de “vía verde”
para que la investigación científica al servicio de intereses comerciales se desarrolle sin
vigilancia política o social. Pero, ¿la necesidad de la ciencia de investigar, probar y ensayar ha
de darse sin límites? ¿Tienen algún límite la experimentación con animales? ¿Puede el hombre
servir de cobaya? ¿Pueden los fetos ser utilizados sin control? ¿La manipulación genética no
debe estar siempre controlada? ¿La transmutación de especies, las armas químicas, la
clonación… no son tareas para decidir entre todos?
La economía y la neutralidad moral
La misma neutralidad moral que se reclama para la ciencia quiere imponerse a menudo
para la economía. Los bancos, las multinacionales, las empresas saben que el objetivo es ganar
dinero, multiplicar los beneficios. Todo ello no va acompañado de ninguna exigencia moral
importante. La “usura” puede ser traducida como “margen de mercado”, la “explotación”
como “rendimiento del trabajo”. Los beneficios, la rentabilidad, la competencia son los únicos
criterios válidos. Así, hacer dinero y ser moral son dos conceptos que no se convienen el uno al
otro. Primero vivir, después ser moral: primero crear riqueza, después ya habrá tiempo para
cuidarse de las reglas del juego social, porque el buen funcionamiento económico debe
aislarse de las problemáticas morales. El bien y el mal moral no afectan a la economía, que se
desarrolla en un campo aparte, neutral. Quien quiera hacer moral a la economía quiere, al
mismo tiempo, hundirla.
Esto es la neutralidad moral: una política neutra, un superhombre por encima del listón de
los valores morales, una economía y una ciencia “puras”, independientes, autónomas, más allá
del bien y del mal.
4. La imposibilidad de la amoralidad universal
Aunque haya actitudes personales y actividades grupales amorales, los hombres en su
conjunto no pueden ser amorales. En todos los pueblos existe una sanción, un castigo, una
zona prohibida que hay que respetar. Hasta los pueblos más primitivos respetan unas normas
colectivas, fruto del consenso social. Los valores morales se imponen a la racionalidad humana
como una condición indispensable de convivencia y relaciones mutuas.
Cuando en el siglo XVIII el capitán Cook descubrió que en las Islas Polinesias se vivía con
grandes “licencias sexuales” (cambio de pareja, pechos desnudos, etc.) y sin embargo tenían
prohibido comer en conjunto hombres y mujeres, pregunto la causa de esta aparentemente
absurda prohibición, y se le respondió escuetamente: “Comer juntos es ‘tabú’”
Tabú, prohibición, sanción o deber, obligación, son diferentes caras que reflejan la
convicción de la necesidad de un orden moral. Cada pueblo tiene distintos tabúes, que no son
compatibles entre sí. Para los musulmanes está prohibido comer carne de cerdo, los hindúes
no pueden comer carne de vaca, los occidentales rechazan comer perros y gatos. Sin embargo,
si bien existen múltiples valores, cabe decir que no todos son iguales. Existen valores
inestables y particulares. Estos son aquellos que no pueden universalizarse y, por tanto,
aunque puedan ser válidos para una comunidad determinada, o válidos en un contexto
histórico determinado, no pueden extenderse a otras comunidades o contextos diferentes. En
la medida en que los distintos grupos humanos, las distintas sociedades y los distintos Estados
entran en relaciones entre sí, se enfrentan con sus respectivos códigos morales pero, también,
no tienen otra opción de convivencia recíproca si no es defendiendo aquellos valores que sean
susceptibles de ser universales. No todas las morales son coincidentes y en esa medida
rivalizan unas con otras, pero será superior la que tenga mayor capacidad de ordenar la
convivencia justa bajo criterios más universales.
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