CIUDADANOS DEL MUNDO. LAS EXIGENCIAS DEL

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CIUDADANOS DEL MUNDO.
LAS EXIGENCIAS DEL UNIVERSALISMO ÉTICO
Adela Cortina
1. UNA DIMENSIÓN DEL PROBLEMA DEL MAL
La cuestión de los «universalismos éticos» está ligada de alguna forma al
problema del mal. Esta ponencia pretende establecer el vínculo que puede existir
entre estas dos cuestiones, de modo que ello nos conduzca a la noción de ciudadanía.
Con ese propósito, como hice en Ciudadanos del mundo1, retornaré a la célebre obra de H.G. Wells, La Isla del Doctor Moreau, obra que espero los presentes
conozcan. El doctor Moreau —recordemos— se propone convertir en seres humanos a los animales que captura en la isla y con este fin se esmera en corregir los
rasgos anatómicos y fisiológicos que los caracterizan convirtiéndolos en rasgos
humanos. Sin embargo, la tarea más difícil consiste, no en cambiar los rasgos físicos, sino la mentalidad y los sentimientos, cosa que Moreau pretende hacer utilizando un doble método, el de la ley y el castigo.
Cuantos conozcan la obra, bien directamente, bien a través de la célebre
película protagonizada por Burt Lancaster, recordarán cómo uno de los
«humanimales», el llamado «Recitador de la ley», reúne de tanto en tanto al resto
de los humanimales y —como su oficio exige— les recita de forma cadenciosa
una salmodia, que dice así:
No comerás a cuatro patas. Ésa es la ley. ¿Acaso no somos hombres?
No beberás sorbiendo. Ésa es la ley. ¿Acaso no somos hombres?
No comerás carne de otros animales. Ésa es la ley. ¿Acaso no somos hombres?
Y así continúa la letanía, añadiendo siempre el estribillo «ésa es la ley, ¿acaso
no somos hombres», ya que en definitiva se trata de convencer a los animales de que
son seres humanos porque tienen una ley humana, que es su propia ley. No son
heterónomos, sino autónomos: ésa es su ley.
1
A. Cortina, Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid, Alianza, 1997.
Laguna, número extraordinario (1999), pp. 47-55
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Y cuando el animal no parece muy convencido de que ésa sea su ley, cuando no
la reconoce como suya, queda una salida para persuadirle de lo contrario, que es el
castigo. La «Casa del Dolor» es el destino de los infractores, una casa en la que sufrieron ya las intervenciones que pretendían convertirles en humanos, con lo cual los
híbridos de animal y humano asocian el incumplimiento de la ley con el sufrimiento
corporal y espiritual.
A mi juicio, ese doble procedimiento para convertir al ser no humano en humano,
la ley y el castigo, conforma una parte importante del problema del mal humano. ¿En
qué sentido?
Calificaba Wells su obra como «grotesco teológico», pero hoy su texto parece
ampliable a la política, de suerte que vendría a componer un «grotesco político». A fin
de cuentas, en este año en que se celebra el cincuentenario de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, cuando se multiplican los encuentros y publicaciones sobre el tema, cabría preguntar si no estamos recurriendo a
«Recitadores de la Ley», que repiten persuasivamente:
Respetarás los derechos humanos. Ésa es la ley. ¿Acaso no somos hombres?
Optarás por la democracia liberal. Ésa es la ley. ¿Acaso no somos hombres?
Los infractores verbales —no los otros— son sancionados con esa «Casa del
Dolor» de la repulsa social, justificada en último término porque se supone que, dicho
en el lenguaje de la Ilustración, «ésa sería nuestra propia ley», la ley de seres autónomos. Sin embargo, el hecho mismo de que hagan falta recitadores de la ley y castigos
para los renuentes hace pensar que no es tan claro que sea la ley que se darían a sí
mismos, que si murieran los empeñados en mantenerla, como en La Isla del Doctor
Moreau muere el doctor, tal vez los humanimales volveríamos al estado originario de
animales, dirigidos, a lo sumo por el «interés más fuerte»2, que no necesariamente
vendría protegido por la defensa de los derechos humanos y la democracia liberal.
Buscar caminos de mediación para conectar la ley humana y el sentimiento humano es sin duda tarea importante y tal vez uno de ellos podría contenerse in nuce en
el concepto de ciudadanía, que es uno de los «conceptos-estrella» en el ámbito de la
filosofía moral y política modernas. Ciertamente, el concepto de ciudadanía está en el
primer plano de la consideración, como en otro tiempo estuvieron los de «democracia» o «justicia», y merece la pena indagar cuál es su rentabilidad para conectar la ley
humana con el mecanismo humano. De ahí el título de esta charla «Ciudadanos del
mundo: las exigencias del universalismo ético».
Y la primera humilde propuesta de la charla consistiría en tratar de esclarecer si
una teoría de la ciudadanía nos podría ayudar para conectar esos dos lados, el de la
democracia y los derechos humanos con el lado de la razón y el sentimiento humanos,
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A.O. Hirschman, Las pasiones y los intereses, México, F.C.E., 1978.
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por ver si ésa es nuestra ley, si está en lo cierto la Ilustración con su idea de autonomía
o si, en definitiva, esas leyes son heterónomas, vienen de otro lugar, y sólo pueden
imponerse a la larga mediante la repetición y el castigo.
2. HACIA UNA TEORÍA DE LA CIUDADANÍA
Una de las razones por las que el concepto de ciudadanía se pone de actualidad
en la década de los noventa del siglo XX es la necesidad que experimentan las sociedades postindustriales de generar entre sus miembros un tipo de identidad en la que se
reconozcan y que les haga sentirse pertenecientes a ellas, porque este tipo de sociedades adolece claramente de un déficit de adhesión por parte de los ciudadanos al conjunto de la comunidad, y sin esa adhesión resulta imposible responder conjuntamente
a los retos que a todos se plantean.
Ya en los años sesenta y setenta señalaba Daniel Bell que en sociedades cuya
clave moral es el individualismo hedonista, resulta imposible superar las crisis. Los
individuos, movidos únicamente por el interés de satisfacer toda suerte de deseos sensibles en el momento presente, no sienten el menor afecto por su comunidad y no
están dispuestos a sacrificar sus intereses egoístas en aras de la cosa pública. La solución más aceptable consiste en crear «civilidad», en forjar ciudadanos capaces de
sacrificarse por su comunidad.
Para lograrlo Bell propondrá, entre otras cosas, promover la religión civil, la religión de los ciudadanos, como ya sugiriera Rousseau, y fortalecer el hogar público.
La religión civil —recordemos— no es la religión trascendente, sino la de la
comunidad política, la de la ciudad3. Es posible utilizar la religión trascendente y
hacer creer que es la de la ciudad, pero tal apropiación tiene el inconveniente de que
las religiones trascendentes —como el cristianismo— son universalistas y la presunta
apropiación acaba mostrando sus limitaciones: no es sólo la religión de esa ciudad,
sino también de otras, con lo que se muestra que no es un signo diferencial.
Es más seguro, pues, dotar a los símbolos de la comunidad política de una carga
trascendente, convertirlos en símbolos de una religión de la ciudad. Y así proceden las
comunidades políticas que dotan a su historia, su bandera, su himno, su fiesta nacional o su equipo de fútbol de un significado religioso, capaz de crear cohesión de
forma emotiva. Los individuos se sienten pertenecientes a esa comunidad a la que
estarán dispuestos a prestar su adhesión cuando sea preciso, a sacrificarse por ella4.
Y éste es sin duda el camino que toman los nacionalismos.
Sin embargo, reforzar la religión civil en exceso resulta bastante problemático
desde el punto de vista ético y político, porque puede funcionar como un nuevo «opio
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J.J. Rousseau, Du contrat social, L. IV, Ch. VIII.
S. Giner, «Religión civil», Diálogo filosófico, 21 (1991), 357-387.
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para el pueblo», o al menos como una suerte de linimento que se aplica a las heridas
de los injustamente tratados por la sociedad5. Valiéndose de una realidad tan palmaria
como que el ser humano es un animal simbólico, utilizan algunos grupos de poder el
simbolismo de la religión civil como ideología para convencer a los injustamente tratados de que de todos modos ésa es su comunidad, ése es su pueblo, aunque en él
Hacienda no seamos todos, sino unos bastante más que otros. Los pobres y los excluidos prestan entonces su adhesión a una bandera, una historia, unas proclamas que no
satisfacen sino su sed de arraigo, y les dejan sin embargo desprotegidos en sus necesidades económicas, sociales y culturales.
De ahí que desde las exigencias de justicia resulte bastante más satisfactoria la
otra propuesta de Bell en el mencionado libro: el fortalecimiento del hogar público.El
hogar público es el sector de la administración de los ingresos y los gastos del Estado,
que satisface las necesidades y aspiraciones públicas, y se sitúa más allá del hogar
doméstico y de la economía de mercado. Su promoción asegura una cierta economía
común, que incide en una más justa distribución de la riqueza, y ésta es la forma más
adecuada de generar civilidad, porque quienes se adhieren a la comunidad es porque
comparten una misma idea de la justicia.
Optar únicamente por la religión civil implica «tener raíces», pero a la vez descartar de facto a los excluidos y también caer en el «parroquianismo», acabar perdiendo la dimensión de la universalidad. Por contra, quien opta por el hogar público, por
una teoría de la justicia distributiva, se incardina en una sociedad a la que tiene por
justa porque también él comparte esa idea de la justicia y es ésta una forma de adhesión más racional, pero puede desembocar en un universalismo desarraigado.
Entiendo que las teorías liberales de la justicia han caminado fundamentalmente
en este sentido. Tras la publicación de Teoría de la Justicia de Rawls (1971), la década
de los setenta y los ochenta se caracteriza por la proliferación de publicaciones en
torno a la noción de justicia distributiva. Algunas de estas teorías intentan reforzar el
acuerdo entre los ciudadanos en torno a una noción de justicia, con el fin de fomentar
su sentido de pertenencia a una comunidad y su afán de participar en ella: con el fin
de fomentar su civilidad.
Ahora bien, en la década de los setenta las teorías liberales todavía subrayan
sobre todo la dimensión procedimental y universalista de su idea de justicia, alejada
de las comunidades concretas y las tradiciones natales. Su apuesta por el racionalismo
universalista desata las críticas de quienes entienden que el racionalismo y el
procedimentalismo no generan el imprescindible sentimiento de adhesión a las comunidades concretas. El liberalismo —ésta es la reiterada crítica de comunitarios y
hermeneutas— quiere renunciar a las comunidades adscriptivas y a las tradiciones,
quiere partir de cero y «servirse de su propia razón», cuando todo juicio parte de pre-
5
A. Cortina, Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1990, 134-143; La moral del camaleón, Madrid,
Espasa-Calpe, 1991, cap. 9.
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juicios, cuando el propio liberalismo se transmite históricamente a través de un conjunto de tradiciones liberales.
La cuestión estribaría entonces en averiguar si hay una tradición —la liberal—
que se caracteriza por dejar siempre abierta la puerta de la revisión y de la autocrítica.
Pero, en cualquier caso —prosiguen comunitarios y hermeneutas— nos encontramos
en el seno de un cruce de tradiciones6.
Éstas son algunas de las razones por las que en los años ochenta el movimiento
comunitario saltó a la palestra recordando la innegable importancia de la comunidad
para la vida de las personas, el peso ineludible de las tradiciones, de la historia, la
pertenencia y el arraigo7. Es imposible motivar la adhesión sin contar con el sentimiento de pertenencia.
En una ocasión, a lo largo de una conferencia, se preguntaba Alain Renaut si, a
fin de cuentas, es malo carecer de raíces, si es malo estar desarraigado, y él mismo
respondía que no lo es. Sin embargo, el comunitario entiende que carecer de raíces
significa ir componiendo esa figura del hombre sin atributos, que precisamente por
poder ser cualquiera no es nadie, no tiene existencia real y concreta.
En un excelente artículo sugieren Kymlicka y Norman con buen acuerdo que en
los años noventa el concepto de ciudadanía, de tan antigua tradición, vuelve a la palestra porque es capaz de sintentizar los dos lados de la cuestión, el de la justicia y el de
la pertenencia8.
Los liberales, y muy especialmente en la versión del liberalismo político, repetirán hasta la saciedad que les importa atender al «ciudadano», no tanto al hombre, y
que se trata de generar una teoría de la justicia, apta para cubrir mínimos deontológicos.
Por su parte, el comunitario también se interesa por el hacerse juntos de los ciudadanos en una comunidad fundamentalmente política, aunque recuerde el valor inapreciable de las comunidades adscriptivas9.
Una teoría de la ciudadanía, construida con esmero, podría constituir ese «tercero» hegeliano que conserva lo más granado de los dos anteriores, superándolos. La
ciudadanía sería entonces un concepto mediador, porque integraría exigencias de justicia y a la vez haría referencia a los que son miembros de la comunidad, uniría la
racionalidad de la justicia con el calor del sentimiento de pertenencia.
Por eso, sería uno de los retos de nuestro tiempo elaborar una teoría de la ciudadanía, ligada a las teorías de democracia y justicia, pero con una autonomía relativa
con respecto a ellas. Porque una teoría semejante podría ofrecer mejores claves para
sostener y reforzar una democracia postliberal también en el nivel de las motivacio-
6
A. MacIntyre, Justicia y racionalidad, Barcelona, Eiunsa, 1994.
M. Walzer, «La crítica comunitarista del liberalismo», La Política, 1 (1996), 47-64; A. Etzioni,
The New Golden Rule, New York, Basic Books, 1996.
8
W. Kymlicka y W. Norman, «El retorno del ciudadano», en La Política, 3 (1997), 5-40.
9
A. Castiñeira (dir.), Comunitat i Nació, Barcelona, Proa, 1995.
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nes: una democracia en que se den cita las exigencias liberales de justicia y las comunitarias de identidad y pertenencia. De hecho, en la década de los 90 las teorías de la
ciudadanía proliferan, ofreciendo a los «humanimales» de Moreau la posibilidad de
darse sus propias leyes.
Sin embargo, construir una teoría de la ciudadanía que satisfaga los requisitos
exigidos por nociones actuales de justicia y pertenencia, una noción de ciudadanía
capaz de motivar a los miembros de una sociedad a prestar su adhesión a proyectos
comunes sin emplear para ello recursos embaucadores, exige enfrentar un conjunto
amplio de problemas, heredados a menudo, y nuevos en ocasiones.
De exponerlos y tratarlos con detención me ocupo en Ciudadanos del mundo,
donde justamente intento mostrar un elenco de los problemas más graves que acechan
a la noción de ciudadanía10, y propongo una teoría de la ciudadanía que considere los
diversos lados de la misma. Los diferentes capítulos del libro tratan de estas distintas
dimensiones de la ciudadanía —legal, política, social, económica, civil, multicultural
y cosmopolita— y el último de ellos propone un modelo de educación en los valores
de la ciudadanía, ya que el ciudadano no nace, sino se hace. En lo que resta de esta
intervención abordaré únicamente uno de esos lados: el que hace referencia a la ciudadanía cosmopolita.
3. CIUDADANOS DEL MUNDO
La ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una
comunidad política, en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de
esa comunidad y le debe lealtad permanente11. El estatuto de ciudadano es, pues, el
reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que desde los orígenes de la Modernidad cobra la forma de Estado nacional
de derecho.
Ahora bien, el vínculo político en que consiste el lazo ciudadano constituye un
elemento de identificación social para los ciudadanos, es uno de los factores que conforman su identidad, y precisamente por eso en este punto tienen su origen la grandeza
y la miseria del concepto de ciudadanía. La identificación con un grupo supone descubrir los rasgos comunes, las semejanzas entre los miembros del grupo pero, a la vez,
tomar conciencia de las diferencias con respecto a los foráneos. La ciudadanía supone
entonces aproximación a los semejantes y separación con respecto a los diferentes.
De ahí que el concepto de ciudadanía se genere desde la dialéctica «interno/
externo», desde esa necesidad de unión con los semejantes que comporta la separa-
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A. Cortina, Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, 35-38.
D. Heather, Citizenship, London/New York, Longmann, 1990, 246.
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ción de los diferentes, necesidad que al menos en Occidente se vive como un permanente conflicto. Las tradiciones universalistas —liberal y socialista— exigen encarnar
una ciudadanía cosmopolita, que trasciende los marcos de la ciudadanía nacional (propia del Estado nacional) y la transnacional (propia de las uniones entre los Estados
nacionales, como es el caso de la Unión Europea). Y, sin embargo, habida cuenta de
que la idea de ciudadanía nos liga especialmente a una comunidad política, la ciudadanía cosmopolita es un ideal en principio extraño, que exige superar todas las barreras, y que desde las tradiciones ético-políticas universalistas es el que sigue dando
sentido a todas las realizaciones éticas y políticas.
El universalismo cristiano recorre las venas del liberalismo y el socialismo, mostrando hasta qué punto las semejanzas entre todos los seres humanos son mucho más
profundas que las diferencias. Difícil resulta poner vallas al campo, como con tanta
lucidez mostró Rousseau en El contrato social, al distinguir entre el hombre (varón/
mujer) y el ciudadano, entre la religión del hombre y la religión del ciudadano.
La persona («el hombre») trasciende con mucho su dimensión política, que no es
sino una, por mucha relevancia que pueda tener para su vida. La persona es miembro
de una familia, de una comunidad vecinal, de una iglesia, de asociaciones en las que
ingresa voluntariamente, y en todos estos casos establece vínculos sociales con los
miembros de esos grupos, que son esenciales para su identidad personal. También es
miembro de una comunidad política, cualidad que le vincula a los que comparten su
misma ciudadanía, y que le presta asimismo otro rasgo de identidad. Pero es imposible reducir la persona al ciudadano, como resulta imposible reducir la religión de la
persona a la religión de la ciudad.
Las religiones griega y romana son religiones de la ciudad, nacionales, que unen
en torno a unos símbolos sagrados a los ciudadanos de esa comunidad y les separan de
los demás. El cristianismo es una religión de la persona que la vincula con un Dios
trascendente y con una comunidad universal, por eso es inevitablemente anti-nacionalista, por eso liberalismo y socialismo, herederos suyos, son inevitablemente cosmopolitas. Hacer de la ciudadanía una especie de religión cívica que combine el universalismo del cristianismo y el carácter cívico de las religiones nacionales es lo que pretendió Rousseau con escaso éxito12.
De ahí que cualquier noción de ciudadanía que desee responder a la realidad del
mundo moderno tenga que unir desde la raíz la ciudadanía nacional y la cosmopolita
en una «identidad integrativa», más que disgregadora, recordando, por otra parte, que
la persona no es sólo ciudadana.
Hace ya dos siglos afirmaba Kant en sus tratados de Pedagogía que no se debe
educar pensando en el presente, sino en una situación mejor, posible en el futuro. La
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R. Beiner, «Introduction», Ronald Beiner (ed.), Theorizing Citizenship, State of New York
Press, 1995.
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profecía que se cumple a sí misma vendría aquí a colación, porque no hay mejor modo
de materializar un ideal que educar para alcanzarlo, ayudando a convertirlo en realidad. Obviamente, ese ideal debe estar de algún modo entrañado en la naturaleza humana ya que, en caso contrario, mal podría extraerse de ella, por mucho que nos
esforcemos. Pero, afortunadamente, lo está y consiste en fraguar una ciudadanía cosmopolita, un mundo en que todas las personas se sepan y sientan ciudadanas.
Un ideal semejante parece contradictorio, como hemos dicho, porque los ciudadanos de una comunidad política se identifican precisamente por saberse diferentes
de los que no pertenecen a ella; y, sin embargo, desde la irrupción del universalismo
moral de la mano del estoicismo y del cristianismo fue haciéndose patente que una
semilla de universalismo está entrañada en los seres humanos, una semilla que ha ido
convirtiéndose en árbol a través de las tradiciones herederas del universalismo ético,
tanto religiosas como políticas (liberalismo, socialismo). Unas y otras convienen con
Kant en que la humanidad tiene un destino, el de forjar una ciudadanía cosmopolita,
posible en una suerte de república ética universal.
En esta línea es en la que Habermas entiende que las normas morales nos remiten
a una «república de ciudadanos del mundo», afectados por ellas y que, por tanto,
deben ser tenidos dialógicamente en cuenta a la hora de determinar su validez13. Y con
un propósito no muy diferente intenta Rawls con su método elusivo prolongar la tarea
de un ius gentium que vaya creando adhesión en torno a una idea de justicia, tal vez
escuálida en el presente, pero con ambiciones futuras14.
Las bases de un plan de educación han de ser cosmopolitas, como Kant sugería,
para ajustarse a ese «gen cosmopolita» que todo ser humano lleva dentro. pero son los
adultos a fin de cuentas quienes deben dar un Norte a esa educación proponiendo
proyectos comunes desde una razón diligente. Porque, a fin de cuentas, lo que construye comunidad no es sólo tener vínculos adscriptivos comunes, sino sobre todo tener una causa común. Por eso pertenecer por nacimiento a una raza o a una nación es
mucho menos importante que perseguir con otros la realización de un proyecto: esta
tarea conjunta, libremente asumida desde una base natural, sí que crea lazos comunes,
sí que crea comunidad.
4. CONSTRUIR LA CIUDADANÍA COSMOPOLITA
DESDE LA RAZÓN DILIGENTE
En la segunda mitad del siglo XX Hans Albert invirtió el orden de la implicación
kantiana «si debo es porque puedo», convirtiéndola en un evidente «lo que no se
puede, no se debe», consigna a la que puso el nombre de «principio de realizabilidad».
Frente a las utopías que invitan a realizar lo irrealizable y no provocan a la larga sino
13
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J. Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998, p. 173.
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frustración, injusticia y desánimo, recuerda el principio de realizabilidad que, antes de
afirmar que algo es obligatorio, es preciso averiguar si es posible hacerlo.
El principio de realizabilidad es sin duda fruto de un aplastante sentido común;
sólo que no aclara quién debe decidir qué es lo realizable, lo cual es de suma importancia. Porque hay quienes, haciendo uso de una razón perezosa, desalmada y sin
corazón, ven imposibilidades por doquier, mientras que otros, llevados por una razón
diligente, que «aprecia, ama y considera desde la reflexión», amplían de forma increíble el ámbito de lo posible. Por eso propuse en otro lugar apostar por esa razón diligente y cambiar el lema de Albert por otro bastante más diligente y realista que dice
así: «lo que es necesario es posible y tiene que hacerse real»15.
Y hoy en día es ya necesario en este sentido construir una república universal
capaz de satisfacer cuando menos aquellas necesidades humanas que en Declaraciones públicas se reconocen como exigencias de justicia: de justicia penal, en los casos
de crímenes contra la humanidad; de justicia intercultural en aquellos casos en que el
etnocentrismo niega a determinados grupos su propia identidad; de justicia social en
lo que compete al reconocimiento público de que la noción paradigmática de ciudadanía es la de ciudadanía social16, propuesta a mediados de este siglo por Marshall17.
Estas exigencias, que lo son del universalismo ético, llevan a una razón diligente a
esforzarse por una ciudadanía cosmopolita, que es el mejor camino para satisfacerlas.
14
J. Rawls, «El derecho de gentes», en Isegoría, 16 (1997), 5-36; S. Shute y S. Hurley (eds.), De
los derechos humanos, Madrid, Trotta, 1998, 47-86.
15
A. Cortina, Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Madrid, Taurus, 1998.
16
A. Cortina, Ciudadanos del mundo, sobre todo caps. 1 al 3.
17
T.H. Marshall y T. Bottomore, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998.
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