Amar a destiempo - Fondo de Cultura Económica

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FRANCISCO REBOLLEDO
Amar
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Capítulo I
13 de diciembre de 1837
“¡Chingados!”, se dice al ver, tras el cristal de la barbería, la
blanquísima sábana extenderse por lo alto para ir a terminar su
vuelo alrededor del cuello seboso de don Odilón Grajales. De
reojo ve a Narciso, el otro fígaro, sentado en el fondo del recinto muy entretenido leyendo un folletín. Apresura el paso al
tiempo que vuelve la vista hacia el lado opuesto del establecimiento, donde se topa, vaya por Dios, con un deleitable sujeto
femenino que parece no decidirse a cruzar el umbral del zaguán con el número 8, justo encima del arco de medio punto.
Considerando que se encuentran en la calle de Plateros, esto
sólo puede significar que la bella dama (bella al menos en sus
partes posteriores, porque Nicolás no tiene forma de ver el rostro de la mujer, aunque sospecha que ese cuello tan grácil, que
esos cabellos tornasolados escrupulosamente recogidos en un
espeso chongo, amén de esa espalda enhiesta, delgada, que soporta con tanto donaire un par de brazos esbeltos y garbosos
como pocos se ven, y que culmina en unas nalgas recias, muy
prometedoras, según lo explica el satín que las cubre, pues sin
duda al brillo propio de ese tipo de tela habrá que añadirle una
muy agradable reverberación que no es resultado de su urdimbre, sino más bien de las sabrosas carnes que envuelve y que
continúan en unas piernas, largas como los brazos pero convenientemente rellenas; de otra forma no se explicaría que ese
reverberar tan sugestivo persista hasta las corvas, donde el vestido, que es de un azul oscuro y profundo, como las ojeras de
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un poeta, se abre cual abanico, lo que, por desgracia, impide al
observador catar la esperada contundencia de las pantorrillas y
la fragilidad coqueta de los tobillos, calzados por cierto en unos
simpáticos botines de media caña; todo esto hace sospechar a
Nicolás que el rostro de la mujer debe ser muy hermoso, para
poner así a salvo de cualquier recelo a la armonía, el equilibrio,
la simetría y demás valores que con tanta enjundia preconizan
los estetas); decíamos que, por el número y por la calle, la bella
dama se dispone a entrar nada menos que a la casa de don Atanasio Céspedes, y esto, quién podría dudarlo, violenta de manera harto sospechosa, por decir lo menos, el orden y el sosiego
que ese viejo viudo ha impuesto a su longeva existencia desde
los tiempos en que el general Calleja se enriquecía a costillas
de la Corona española con el pretexto de hacer la guerra a las
famélicas huestes de la insurgencia.
En efecto: durante más de veinte años don Atanasio Céspedes ha estado recluido en el caserón número 8 de la calle de
Plateros como un cartujo en su cartuja, la cual sólo abandona,
sin excepción, dos veces al día y en intervalos idénticos. La primera a las nueve de la mañana, cuando atraviesa, ya engalanado como un figurín con su traje negro de levita de altos vuelos,
algo anticuado pero soberbiamente ceñido a su robusto cuerpo, el empedrado de la calle para ir a ponerse en manos de
Narciso, el de mayor edad y, por ende, el más experimentado
de los tres fígaros que atienden la barbería Estambul, con mucho la mejor de esta calle, de lo que puede inferirse que también lo es de la ciudad, pues es bien sabido que Plateros cobija
en sus vetustas y aristocráticas construcciones a la élite del comercio y los servicios de la hasta hace poco Nueva España y
ahora novísima República mexicana.
A las nueve en punto de cada día (incluidos los domingos)
Narciso ya tiene dispuesta la blanca sábana de Holanda, inmaculada como una recién nacida y destinada exclusivamente a
rodear el grueso cuello y cubrir el amplio regazo de don Atana10
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sio Céspedes, que jamás, óigase bien, esa tela habrá de rodear
otro cuello ni cubrir otro regazo; caramba, no en balde el viudo
ha pagado sus buenos duros por ella; como asimismo ha pagado por todos los enseres necesarios para afeitar su rostro y
recortar sus cabellos, y que Narciso tiene dispuestos, junto con
la de Holanda, sobre la plancha de mármol del aparador de
caoba labrada que hay debajo del gran espejo que cubre la pared oriente de la Estambul. Así, la espigada botellita de cristal
cortado que contiene colonia de lavanda, tan inglesa como la
Torre de Londres; el jabón, de la misma esencia y el mismo origen, que Narciso comienza a espumar cuando escucha a las
campanas de La Profesa anunciando la novena hora; la navaja,
de mango de marfil chino y cuya hoja de acero toledano el fígaro desliza de uno y otro lado sobre el cincho de cuero —único objeto que no es para uso exclusivo del viudo— exactamente quince veces antes de llevarla a los carrillos sonrosados de
don Atanasio, para podar allí, con infinita delicadeza, los hirsutos pelos, albos como la sábana, que los pueblan en abundancia y que crecen con sorprendente vigor y celeridad si se toma
en cuenta la edad de quien los produce, pues Céspedes, notario retirado para más señas, hace un buen rato que ha franqueado la barrera de los ochenta; las tijeras, alemanas éstas, pero de
un acero que no le pide nada, en cuanto a ductilidad, filo y
dureza, al de Toledo, y los peines y el cepillo, de carey los primeros y de cerdas de jabalí y mango de plata el segundo; enseres que se alinean sobre el mármol, decíamos, puntualmente
dispuestos a las nueve de la mañana para acicalar al notario.
En la Estambul permanece el anciano casi una hora hasta
que Narciso, satisfecho con los resultados de su trabajo tras
observar el rostro y la cabeza de su cliente con la minuciosidad
de un entomólogo, se apresta a liberar de la blanca tela el cuello y el regazo de su cliente y, cuando éste ya se ha puesto en
pie, a desempolvar (¿o habría que decir “desempelar”?) la negra levita con los suaves brochazos de un cepillo bañado en
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talco, en este caso de cerdas de camello y mango de cerezo,
también, por supuesto, propiedad del octogenario. Complacido, don Atanasio se despide entonces del barbero, no sin antes
darle una jugosa propina...
Continuaremos más adelante la descripción de las dos salidas cotidianas que hace el notario, pues al mencionar esto
último, esto es, al indicar las jugosas propinas que el viudo
acostumbra dar al fígaro, hemos caído en cuenta de que nuestro relato se ha apartado notablemente de lo que nos habíamos
propuesto reseñar, que no era otra cosa que el malestar que ha
experimentado Nicolás al ver a Dionisio, otro de los barberos
de la Estambul, disponiéndose a afeitar a don Odilón Grajales,
el de seboso cuello, y que lo ha llevado a proferir, aunque para
sus adentros, una palabra altisonante, a saber: “chingados”.
Ocurre que Nicolás R. de Salvatierra también frecuenta regularmente la Estambul, aunque él no lo hace todos los días,
como el ex notario, sino solamente una vez a la semana, siempre los lunes. Y esto es así porque gusta de iniciar el nuevo ciclo de siete días con las mejillas pulcras y lozanas, el bigotillo
marrón de finas puntas convenientemente engominado y los
cabellos, marrones también y lacios y delgados como el pelaje
de una nutria, espectacularmente planchados sobre su hermosa cabeza. A esto habrá que agregar el fragante aroma que emana de su rostro recién acicalado, gracias a la colonia de azahares
(esta española y considerablemente más barata que la loción de
don Atanasio, pero, vaya, de que huele bien, huele bien) que el
bueno de Dionisio vierte generosamente sobre las partes que
acaba de rasurar. ¡Ah!, porque siempre es Dionisio, el más joven
de los tres fígaros de la Estambul, hasta hace poco todavía un
aprendiz, quien lo atiende. He ahí, precisamente, lo que provocó la molestia de Nicolás, molestia que lo llevó proferir para sus
adentros esa palabra tan fea y tan vulgar, más propia para estar
en los labios (o en la mente) de un pelado que en los de todo
un caballero, como el señor De Salvatierra se precia de serlo: al
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ver a su barbero iniciando un trabajo, concluyó que tendría que
aguardar casi una hora para que luego lo atendiera a él y, caray,
ése es un lapso que no había calculado que se le presentaría libre. Con fastidio comprende que sólo tiene dos opciones para
consumirlo: o bien, irse al café La Paz, y degustar un té hindú y
unos cuantos canapés mientras lee la columna de chismes de
El Universal o quizás mientras platica con algún conocido; o
bien, ponerse a caminar por Plateros hasta la Plaza de la Constitución, sentarse allí en una banca y disponerse a leer la columna de chismes de El Universal, eso con toda seguridad, porque es imposible que se encuentre con algún conocido en la
Plaza de Armas a esta hora. Ambas opciones lo contrarían.
Es muy probable que el lector que ha seguido atento estas
líneas se venga preguntando desde hace rato: “¿Y por qué diantres Nicolás, al ver desocupado al otro barbero, esto es, a Narciso, el de la amplia experiencia, no entró en el establecimiento y
se puso en manos de él, ahorrándose así de dilapidar una hora
que está claro no quiere desperdiciar? ¿Por qué en lugar de hacer esto último decide continuar su camino y aun volver la cabeza hacia el otro lado de la calle, con la finalidad, sospecho
yo, de no ser visto por los fígaros, o al menos, de fingir que él
no los ha visto?”
Si esto se ha preguntado el lector, no nos queda más que
celebrar su ingenio y su perspicacia, porque, efectivamente,
Nicolás se siguió de largo y desvió la mirada (la cual, por cierto, se topó con una dama, hipotéticamente bella, que por fin se
ha decidido a cruzar el umbral de la casa del ex notario, ¡vaya
por Dios!) con la finalidad de no ser visto por los fígaros.
El cogollo de la explicación se encuentra precisamente en
las jugosas propinas que recibe el barbero. Para decirlo pronto,
Nicolás Rodríguez no estaba en absoluto dispuesto a ponerse
bajo la cuchilla de afeitar del experimentado Narciso, por la sencilla razón de que este fígaro, dada su posición de decano de la
Estambul, exige a sus clientes una propina por lo menos tres
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veces mayor de la que recibe Dionisio y por lo menos del doble
de la que se otorga a Simón, el tercero de los empleados del establecimiento. Y cuando decimos exige, lo decimos con toda
precisión, porque si bien es cierto que jamás se lo reclama de
forma explícita al cliente —cosa que, por otra parte, no puede
hacer—, este último sabe muy bien que, si se le niega la gratificación adecuada, Narciso se encargará, batiendo la lengua al
ritmo presuroso de las tijeras, y con la proverbial habilidad que
muestran los barberos para condimentar los chismes y las habladurías; se encargará, decíamos, de poner en la picota la reputación del avaro ante los oídos atentos de la selecta clientela del
lugar durante por lo menos una semana. Nada teme más el De
Salvatierra que ser protagonista de alguna de las deleznables
historias que fluyen pródigas de la lengua viperina del decano.
Cabría preguntarse nuevamente por qué nuestro personaje
no se decidió a entrar en el lugar para ponerse bajo la navaja
del hábil Narciso y darle, cuando el fígaro hubiese concluido su
labor, la triplicada gratificación, evitándose, de esta manera, ser
protagonista de una de las horribles historias que surgen del
mefítico aliento de Narciso, así como de malgastar los famosos
sesenta minutos (hecho que, de haberse realizado, hubiese tenido además una ventaja extra —ventaja que no se crean ustedes que no pasó fugazmente por la mente de Nicolás—: el sillón sobre el cual el decano ejerce su oficio es el más próximo
al gran ventanal que da a la calle. Sentado allí, el De Salvatierra
hubiese contado con una larga hora para observar el zaguán de
la casa número 8, donde, por cierto, la misteriosa dama del
vestido azul acaba de desaparecer, ¡vaya por Dios!).
La respuesta a esta pregunta la daremos con el mayor recato y apelando a la discreción y buen juicio del lector, pues vamos a revelar un secreto que el señor Rodríguez de Salvatierra
ha guardado celosamente (y no tienen idea de las dificultades
que ha tenido que sortear para lograrlo) durante los últimos diez
años: Nicolás es pobre como una rata. Aunque decir esto últi14
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mo no es del todo preciso: un pobre como una rata no podría
de ninguna manera ir una vez a la semana a la barbería más
cara de la ciudad y pagar la escandalosa cantidad de un peso
duro por el servicio, amén de los dos reales de propina que habría que darle a Dionisio.
No es nuestra intención confundir al lector; lo que ocurre
es que la situación en que vive nuestro personaje es en verdad
difícil de explicar. Pongámoslo de esta manera: Nicolás R. de
Salvatierra es un rico muy pobre, o, mejor aún, es un hombre
riquísimo a la vez que pobre como una rata. Estamos ciertos de
que la mejor manera de explicar semejante contradicción reclama que nos zambullamos profundo en el pasado de este singular personaje.
Pero eso lo haremos en el próximo capítulo. Permítasenos,
antes de cerrar el presente, ir tras de los pasos de nuestro héroe, quien, mientras intentábamos describir su especialísima
situación, se nos ha perdido de vista.
Vaya: allí está. Ha recorrido ya tres cuadras, ¡raudo trote el
de la juventud! Acaba de pasar a un lado del estanquillo donde
se vende, entre un mar de diarios, pasquines y revistas, El Universal. No lo ha comprado. Esto quiere decir que irá al café La
Paz, pues allí podrá leer un ejemplar sin que le sea necesario
adquirirlo; aunque, desde luego, tendrá que apoquinar lo menos un tostón por el té y los canapés. ¡Caro y muy frugal le va a
resultar el pan nuestro de este día!
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