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EL ETERNO FEMENINO
Fernando Márquez
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Colección Abyectos, dirigida por Luis Cayo Pérez Bueno
Título original: El eterno femenino
Diseño gráfico: G. Gauger
Primera edición: febrero del 2009
ElCobre Ediciones, 2009
c/ Folgueroles, 7, bajos 2ª - 08022 Barcelona
Maquetación: TGA
Depósito legal: B. xx.xxx - 20097
ISBN: 978-84-96501-xx-x
Impreso en España
Colección promovida por
Este libro no podrá ser reproducido,
ni total ni parcialmente,
s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.
To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .
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Índice
Obertura –en pequeño
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Mary Ann
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Complementos
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Antología sumarísima
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Obertura –en pequeño
Esther Peñas
Aunque todavía escasas en lo numérico, las obras que
van ataviando la colección «Abyectos», apadrinada
por el Comité Español de Representantes de Personas
con Discapacidad (Cermi) y cobijada en El Cobre Ediciones, se están convirtiendo en una delicada recompensa para el lector hostil a lo anodino. Desde su primer título, con la firma de Marcel Jouhandeau, se han
asentado en sus selectos butacones Kipling, Léon Bloy,
Chesterton —por partida doble—, John Donne, Shelley
y Dover, formando el club de las obras extrañas y brillantes. Deliciosamente «abyectas».
Cuando Luis Cayo Pérez Bueno, el director de la colección, coincidió conmigo en la posibilidad de incluir
en este notorio inventario a alguien patrio, coincidimos
en dos nombres que tienen mucho en común: Leopoldo
Panero y Fernando Márquez «El Zurdo». Réprobos y
malditos, pero sobresalientes e inclasificables ambos, al
primero lo descartamos por la facilidad de arribar a sus
textos, profusamente reeditados. Del segundo estuvimos hablando largo y tendido. Quede, pues, en estas líneas, concentrado mi agradecimiento a mis dos admirados: a Luis Cayo, por el encargo de este volumen y su
sostenida confianza; a Fernando, por la disposición y
su virtuosismo para con la selección.
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El eterno femenino
En este libro, uno puede disfrutar de una novela,
quizás la novela de Fernando, Mary Ann, así como de
un copioso y seductor compendio de textos que, a
modo de marginalia, rescatan escritos aparecidos, entre
1982 y 2006, en distintas publicaciones (ABC, O Marambo, El corazón del bosque —quizás el más sedicioso y fascinante de los fanzines que vio la luz en nuestro
país—, Amarillo Metropol, Discobarsa y Casatomada),
fragmentos de otras novelas suyas (—Fe Jones, Todos
los chicos y chicas y La canción del amor), piezas leídas
en RNE, Radio 5, durante su colaboración con el periodista Carlos Tena, entre 1989 y 1992, así como
muestras de su lírica al servicio de la música (letras de
canciones para La Mode, Kiki D’Akí o Vainica Doble,
entre otros).
Tratar de sintetizar el estilo, las inquietudes, las fobias y filias de Fernando Márquez «El Zurdo» (Madrid, 1957) es tarea tan compleja como inútil, porque
¿para qué reducir una realidad plural? ¿Por qué iluminar un ángulo del escenario si sobre las tablas suceden,
simultáneamente, otras perspectivas que completan y
enriquecen? ¿Cómo diseccionar una tormenta en todo
su esplendor orientando el bisturí hacia el espejismo del
relámpago?
Discípulo de las ambigüedades y desertor convencido de lo obvio, mentar su nombre es conjurar a Cirlot
(él me regaló el Diccionario de los ismos, todo un salvoconducto), a Hannibal Lecter (esa sofisticación por
lo delicado, por lo bello, por lo educado en tiempos de
coz y exabrupto), a Céline (el Céline febril y refinado de
Viaje al fin de la noche) y a Ayn Rand (doy fe de que, de
haberle conocido, Rand sabría que al menos alguien,
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Fernando, encarna sus ideales, los comprende, los glosa). Pero la esencia literaria de Fernando también concita a las Vainica Doble —él las rinde el merecido homenaje que restituye la injusticia a las que se vieron
sometidas en los últimos tiempos-, a Mina, a Patty Pravo (otra »alma prava» del Infierno que describiese
Dante), a Décima Víctima, Ilegales… Fernando Márquez es Kill Bill en estado puro. Y mucho más. Pero genuino. En él no hay pastiche, ni copia ni reproducción.
Es todo una personal degustación del límite.
Cuando leí por vez primera Mary Ann pensé que
otro mundo era posible, si se me permite la «perversión» de la frase pueril y nada bondadosa. La protagonista, una talidomídica con poderes mentales, con un
solo brazo (como una única ala tenía el ángel caído
Abezetibú), se erguía de entre sí misma para enfundarse el papel que exigía por derecho propio: el de heroína.
Me quedé perpleja. Más allá de la Marvel, una historia
así era inadmisible. Pero ahí estaba Mary Ann, «lo
mental no quita lo pedestre», un ser insólito por encima
de las personas «convencionales» (quienes «malgastan
sus cinco sentidos en ser uno entre los seres sin rostros»), que no soporta la conmiseración y que tiene
«una expresión dulcísima a pesar de ese rictus que le
cruza media cara bajándole un párpado y subiéndole
un extremo del labio».
En ella se hacía cierta la querencia por la gente
sincera «que ríe y llora», que odia «las máscaras de
piedad». En una sociedad —hablamos de 1979-1980,
cuando se escribió— que «no admite mutaciones»
(ahora aún le cuesta), Mary Ann irrumpe, y es la suya
una historia de humor, y de amor, y de vida. Mary Ann
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como el reflejo de la Garbo, ambas conformando al
dios Jano, el de los dos rostros, el de las dos mitades;
Mary Ann exprimiendo cada instante, condensando
cuanto merezca la pena, siendo; la Garbo como mito
conformado, la Garbo humana parapetada en su propia construcción, única y perfecta, aunque inalcanzable. El hombre moderno ya no las respeta. Por eso
«después de la Greta vino el diluvio de lágrimas y dudas». El hombre moderno teme a sujetos como Mary
Ann, que les recuerdan que son libres, y huye de seres
como la Garbo, que les propone el mito. El hombre
moderno se ríe de todo y pierde entonces lo sagrado.
Mary Ann es una novela punk a capítulos, excitante,
sugerente, voluptuosa, incorrecta toda ella. Por tanto,
casi treinta años después, late. Su protagonista es «la
voluntad hecha mujer».
De los complementos o marginalia, recalcar que retratan a un Fernando agitado, efusivo, gozoso y siempre vehemente. «Pueden pasar casi dos siglos sin ti y
volver a las andadas.» Las andadas de «El Zurdo» son
lo oportuno, lo contumaz, lo revoltoso. Se agradecen
textos más íntimos (¿alguno de los que aquí se presentan no lo es?), como la carta que le escribiese Cecilia, y
la introspección que provoca, su pequeño ensayo sobre
la cantante —breve sí, pero tan lúcido y acertado que a
ver quién se atreve a no calificarlo así, de ensayo urgente-, el texto dedicado a su querida Olga Barrio («el
agua/ separando el aceite/ de esta balsa conversa/ que
corrompe utopías») o la paráfrasis de la exquisita canción de Rodrigo, «María y Amaranta».
Lo extraordinario de estos textos es que, una vez que
el lector se adentra en ellos, va descubriendo diferentes
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ramificaciones argumentales que deparan otros nombres, ecos de otras pistas listas para ser seguidas, guiños
hacia un universo tan vasto como lúcido, resonancias
de hermanamientos a priori insólitos ante los que Fernando siempre encuentra un punto en común, un pasadizo comunicante. Eso hace de estas lecturas un mosaico de erudiciones, fascinaciones, entusiasmos... un
crisol renovado sobre el que volver y no cansarse.
Y ello con la desfachatez de quien no teme a nada ni
le preocupa que alguien se sienta incómodo, porque no
busca la recompensa necia del halago sino una lealtad
hacia sus convicciones, que pueden o no ser las nuestras,
pero a las que respeta, y eso hace que se las respete. Su
jornal es la búsqueda insaciable de la verdad, aunque
ésta magulle. No le estremecen tampoco las cicatrices.
Pero más allá del valor literario, Fernando Márquez
«El Zurdo» es, en sí mismo, un personaje fascinante.
Blanco continuo de sospechas, desacorde en los mentideros de los interesantes, se le ha confinado al ostracismo y desterrado al lazareto del silencio público, negándole todo lo que él ha aportado a la cultura de este país.
Las palabras suenan rimbombantes, pero son ajustadas. Sin él, la tan exprimida «movida» no hubiera sido.
O hubiese sido otra cosa. A él se debe el honor, junto a
Carlos Berlanga, Alaska o Enrique Sierra, de prender la
bengala de esa explosión artística que surgió a finales
de los setenta y que duró hasta que Mecano «profesionalizó» la música. Él, pues, es uno de los padres de la
criatura, si bien nunca quiso sacar los réditos que de la
misma otros succionaron sin arte ni parte.
Dibujante, músico, letrista, pero también un agitador intelectual. Aprovecha cualquier medio para per15
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turbar. Sus palabras, escritas o proferidas de viva voz,
desconciertan. Inquietan. Mas ni siquiera se le concedió
la distinción pública de ser una de las mentes más abyectas —por la combustión intelectual— y lúcidas. Tan
distintas. Fueron otros, licenciados en universidades
francesas, quienes recogieron esa prerrogativa —no
con falta de talento, pero en ocasiones sí con falta de
convicción. Bueno, y qué. Él siempre huyó de los zarcillos.
Se le ha tildado tan de cualquier cosa que quizás el
lector, adentrándose en estas páginas, quede desolado
no sabiendo qué pensar. Que piense; ése es el mejor regalo que le podemos hacer. Pensar por nuestra cuenta y
discurrir con lo propuesto. Que ustedes lo disfruten.
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Mary Ann
«La monstruosidad es un mito inventado
por las buenas gentes para explicar el raro
atractivo de los otros.»
Paráfrasis sobre una cita de WILDE
«El carruaje es la patente que autoriza a la mujer
a las máximas extravagancias.»
BALZAC
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Notas de posible interés
El capítulo III fue publicado previamente, con algunas mutilaciones, en la revista Zikkurat SF a fines de 1981 bajo el título de «Wild Side Story».
El capítulo I fue publicado previamente, también «aligerado», en la revista La Luna de Madrid en la primavera de
1984. Poco después quedó segundo en un concurso de cuentos organizado por la citada revista.
[Escrito entre noviembre de 1979 y marzo de 1980.
Revisado y corregido en septiembre de 1983.
Primera edición, Ediciones Libertarias, 1985.
Vuelto a revisar y corregir para la presente edición en otoño
de 2008.]
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I
Mary Ann es una chica adorable aunque algo extraña.
—Buenas, querría un jersey... Es para mi novia.
—¿Qué talla tiene?
—Pues...
—Aproximadamente.
—Uh, como usted... Un poco más... esbelta.
—¿Qué le parece éste? Pura lana virgen. ¿Le gusta el
color?
—Sí, de color está bien... pero...
—¿Qué?
—Le sobra algo.
—¿Algo?
—Una manga.
—¿Una m...? Oh, comprendo... Su novia es... Lo
siento.
—Pero también le falta algo.
—Claro, es una indelicadeza regalarle un jersey con
dos mangas si sólo puede usar una... Pobre chica.
—¿No tendría este mismo modelo pero con una sola
manga y, a la altura del nacimiento de la otra, una manoplita? ... No hace falta que tenga dedos.
—¿Cómo... cómo dice?
—Es que a Mary Ann no le gusta mostrar su mano
palmeada. Dice que resulta antiestético.
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—¿Pero... esa... esa mano... dónde la t..?
—Le nace del hombro. Sólo la utiliza para saludar y
despedirse.
—AAAAAAAH!!!
Sí, es difícil regalarle algo a Mary Ann... Aunque
quizás un poncho: así ocultaría su mano palmeada sin
necesidad de quitar mangas y añadir manoplas.
—Señorita, ya está. Me llevo un poncho. Así ahorraremos problemas. A fin de cuentas, el poncho ocultará
todo lo que ella desee ocultar. Aunque a mí no me gusta que oculte nada: es una chica tan maravillosa... Me
parece que en la cartera tengo una foto de cuando...
—AAAAAAAH!!! -Esta dependienta es algo histérica. Me empieza a cargar.
—Bueno, no sé dónde la he metido. Ande, envuélvame un poncho mono y no la molesto más... Está pálida... ¿Le ocurre algo?
Nunca he soportado a las dependientas que bizquean y emiten sonidos guturales cuando les hablo un
rato de Mary Ann. Si fuese un poco susceptible, me iría
sin llevarme el poncho.
Mary Ann tiene una expresión dulcísima a pesar de ese
rictus que le cruza media cara bajándole un párpado y
subiéndole un extremo del labio. Pero cuando no se excita se le nota menos. Además —qué caramba— eso le
hace el ojo derecho más grande. Y no es que Mary Ann
tenga ojirris de Valderrama, al contrario: su ojo normal
parece que se lo ha prestado la Sarandon.
El otro me recuerda a un primer plano de cierto comic truculento de los que censuraron en USA durante
los 50...
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Mary Ann
Pero qué pasa. Nunca me han gustado esas bellezas
perfectas, de muñeca, sin vida, sin chispa. Mary Ann tiene un rostro alegre, diverso, lleno de matices opuestos:
eso de que le hagan una foto y le pregunten con cierta timidez: «Señorita, eh... ¿le cojo el lado izquierdo?»; o
aquel conocido que me encontró en el parque paseando
a Mary Ann en su sillita de ruedas y, al ver los shorts de
los que no salía ni un mal muslo y la mano palmeada —
era verano y mi amada lucía una bonita t/shirt de Mrs.
Bates «alive» en satén violeta—, no se le ocurrió otra
cosa que soltar: «El rostro de tu amiga es perfecto»... Y
va Mary Ann y vuelve la cara para saludarlo, complacida por el requiebro... Pobre hombre, qué apuros pasó...
no dijo nada más... me hizo una seña ininteligible con
una mano y huyó disparado ante el pasmo de los hipopótamos, que se echaban el aliento en ese preciso instante... Luego, en el pub, lo que nos pudimos reír... Era recordar el apuro del tipo y llorar a carcajadas.
Y, cuando Mary Ann ríe hasta saltársele las lágrimas, su expresión es... inenarrable.
Mary Ann posee alguna otra peculiaridad, como usar
unas pequeñas gafas dodecagonales cuando hojea historietas ilustradas por Jack Kirby, o el color de su piel
—lo más blanco que se ha visto cubriendo un cuerpo
femenino. Me fascina ese color. Es como el que lograba
la Garbo tras horas de make-up, pero aquí, hala, al natural... Y el color de sus ojos. Tan grises. Como brumas
de otoño.
Yo más de una vez le he dicho a Mary Ann que por
qué no se dedica al cine: con esa planta podría ser... un
monstruo de la pantalla.
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Y Mary Ann canta. Su ilusión hubiera sido tocar la guitarra como los grandes bluesmen, pero el mundo del
rock es tan sexista... Las mujeres —you know what I
mean— no encuentran salida como instrumentistas.
Así que se dedicó a cantar. En veladas de amigos, fiestas privadas, alguna jam en clubs... No puedo olvidar
cierta velada en una cava de Argüelles: salió vestida de
María Antonieta, con un enorme polisón bajo el cual
iba la silla y, sobre los hombros —bueno, sobre el hombro y la mano palmeada—, una cazadora de cuero; los
que no la conocían se creyeron que andaba y cuando,
en un mal movimiento, se le desprendió el polisón y se
cayó de la silla, hubo hasta desmayos. Y es que el show
de Mary Ann cuando canta es fuerte de verdad.
Mary Ann me ayuda bastante en la elaboración de mis
panfletos filofascistas. Esto resulta, de vez en vez, bastante ingrato para ella. Una tarde, en una manifestación de minusválidos —ella no se siente impedida en
absoluto pero dice que hay que guardar las apariencias—, un poliomielítico troskista la intentó agredir
con las muletas porque había leído un articulo suyo sobre eugenesia en los casos de deficientes mentales por
herencia. El trosko, entre muletazo y muletazo, nos sermoneó sobre la necesidad de solidarizarnos con todos
los deficientes aduciendo que lo mental no quita lo pedestre. Mary Ann se encorajinó y le gritó que deficientes lo serían sus muertos, que ella sólo era algo especial
pero perfectamente capaz de valerse por sí misma y
que, si yo la acompañaba, era por llevar dos años de
noviazgo y por no dar demasiado cante una tía sin piernas y con una mano palmeada a la altura del hombro
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Mary Ann
izquierdo levitando por Madrid. Porque eso fue lo que
hizo: levitar. En medio de la manifestación. Varios amputados se pensaron que era la Virgen de Lourdes y
prorrumpieron en ensordecedor griterío tirando sus
bastones al aire —uno de ellos, por cierto, descerebró a
una anciana.
Y es que Mary Ann tiene un poder mental extraordinario: levita, lee el pensamiento salvo festivos y vísperas,
y hasta mueve objetos. Sobre esta última propiedad, recuerdo cierto sucedido: hace meses, en un mitin, se nos
acercó un joven de punta en blanco —bueno, mejor en
azul—, pelo engomado y Lucky Strike en los labios, y
quiso que le firmase uno de mis panfletos; a mí me pareció excesivo y le dije que la labor la compartía con mi
novia —a quien le presenté— y que, de firmar alguien
algo, firmaríamos los dos; entonces, el joven se puso
muy tieso y me contestó con impertinencia que nunca
pensó encontrarme del —único— brazo con una criatura tan monstruosa; ahí fue Troya... Mary Ann miró
fijamente cierto símbolo que colgaba en una de las paredes, lo lanzó contra nuestro defraudado admirador y
se lo clavó.
No quieran saber: parecía un san Sebastián, el pobre.
Mary Ann es la voluntad hecha mujer. Eso de tener una
supermente como la suya es fabuloso. Cuando preparamos la comida, resulta todo un espectáculo ver la danza de los cuchillos pelando patatas y cebollas a un tiempo, mientras ella repasa las notas para cierto artículo
que enviar a La Linterna, revista de cine. O, a la hora
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de voltear la tortilla, nunca he conocido a nadie que lo
haga con tanta limpieza. Yo, en cambio, sigo sin salir
de mi modesto lomo encebollado con soya y mis huevos revueltos —de bastante mal ver: como que, el primer día que los hice, Mary Ann, que cuando se pone
cáustica es de pegarse un tiro, sentenció «más que revueltos parecen devueltos», y ya la conversación tomó
un giro escatológico hasta quedarnos sin comer y darle
al siamés Rasputín los dichosos huevos. Pero no importa esta limitación culinaria: una vez al mes nos vamos
de picnic al híper y nos compramos dos carritos llenos
hasta los topes de conservas, especias, salsas, carne
congelada y zumos tropicales, y con ello tenemos para
distraernos a la hora del parte.
Hay tardes en las cuales Mary Ann se pasa horas junto
a la ventana arreglándose telequinéticamente las uñas.
Al tenerlas sólo en una extremidad —la mano palmeada es completamente palmeada—, puede dedicar más
tiempo al cuidado de sus cutículas que las chicas, digamos, convencionales. Yo, en esas tardes, me dedico a
escribir cosas sesudas. Al rato de viajar por lejanas galaxias del pensamiento me encuentro con el perfil de mi
compañera soplando sus uñas para que se sequen y me
siento feliz de vivir con ella. Inmensamente feliz. Y la
casa me parece menos asimétrica, redimida en su desequilibrio de líneas por la enorme atracción ejercida
por esta mujer que se recorta serenísima, superior, ante
la ventana. Y, de puntillas, danzando sobre la raída alfombra, me dirijo a la cocina y preparo una taza de té.
Y pienso que, si Mary Ann, sin perder un ápice de su
imán, tuviese otro brazo y dos piernas y borrase su ric24
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tus, sería demasiado hermosa para ser convivida por un
tipo como yo. Me haría perder la razón, me mataría entre espasmos de felicidad, disolvería mi identidad como
hacían las mujeres más bellas en sus tratos con los héroes arturianos.
Y, pensando en ello, un escalofrío misógino me deja
el lomo touché mientras endulzo las tazas de Hornimans y me siento a gusto de que todo sea así, sin aspirar a más. Porque más, en mi caso —y conste que
nunca he sido conformista—, significaría mi total autodestrucción frente a ese ser sublime que le da a la acetona en el cuarto vecino.
—Toma. No está muy caliente.
Mary Ann sonríe y pasa su mano por mis labios. Tras
una fortísima lucha interior, desecho la idea de comerme su deliciosa extremidad, porque la dejaría sin ocupación con que matar estas maravillosas tardes en las
cuales el tiempo pasa de puntillas, como atrezzistas en
un film de Lelouch.
La levanto de su silla y la recuesto entre los pufs. Su
maravillosa mano parece cubrir toda mi cabeza. No la
cubre: la violenta. La acaricia, la soba hasta el paroxismo: mesa mis greñas, magnetiza mis sienes, pellizca mis
orejas, camina por mi long and winding nose, me baja
los párpados, me los sube, me tira las lentillas, me rasca el occipucio, me rodea el cuello, trepa hasta mi boca
y su corazón e índice piden licencia para entrar... y entran, como lenguas finísimas, adorables, hipnóticas. Y
soy suyo.
Es ella quien está sobre mí. Ágil, culebreando, iniciando el más insólito strip-tease que ojos humanos han
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tenido ocasión de contemplar en esta época mediocre
sin duendes ni ninfas ni héroes ni mons... Me acuerdo
de los mitos femeninos que rodearon mi infancia:
la Medea de los argonautas, la Gorgona —hermosa
pero con un pequeño defecto capilar—, Madame
Hydra —aquel personaje de la Marvel que ocultaba la
mitad de su rostro por seguir manteniendo su orgullo—
, la Mujer Pantera creada por un tal Moreau y, ya de
mayor, las heroínas de Brian de Palma —Carrie, las siamesas o la misma chica de The Fury—, el transexual de
Cambio de sexo, la Greta Gustafsson oculta al mundo
y «redescubierta» ahora en unas afrentosas fotos, la paralítica que hacía Kim Darby en cierto episodio de «Baretta» —su hermano era Paul Williams, el cisne enano—, una deliciosa francesita manca que conocí en
Gandía... Mucho más atractivas que esas poupées lifesize, las cuales, por haber sido paridas, algunos creen
que son seres humanos, cuando, de existir una sub-humanidad, lo serían precisamente estas muñecas y muñecos de cabeza vacía y cuerpo «atrayente», una atracción transitoria, elemental, aborrecible a la primera
indigestión. Siempre he poseído una intuición especial
para distinguir a los patitos feos, a las larvas de diosas
que el Destino lastró con algún defecto o carencia para
que nunca se muestren en su plenitud.
Porque ese día todos los hombres moriremos o perderemos nuestras identidades en la mayor enajenación
que imaginarse pueda.
Como es lógico, en el instante en que mi imaginación
elabora párrafos tan elevados como el precedente, mi
soma se halla atareadísimo bajo el más hermoso peso
que existe: Mary Ann. Es seguir el itinerario que marcan
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sus blancas superficies, es dejar que su melena caoba me
llene la cara impidiéndome casi respirar, es levantar con
el pulgar y el índice su barbilla y descubrir en su rostro
una ausencia de complejos tal que ni el rictus puede empañarla, es descubrir que la línea divisoria entre un disminuido físico y un «normal» son el desprecio de éste y
las inhibiciones de aquél, trabas puestas al desarrollo psicológico de seres pensantes, muchos de ellos superiores
mentalmente a la media, precisamente por gozar de una
cadena natural que sólo pueden romper con la voluntad.
Una voluntad como la de Mary Ann, fuera de serie. Y
habrá quien piense que esto es literatura barata, populismo innoble, babeos demócrata-cretinos... Si supiesen
que la persona que más odia toda esta compasión excrementicia, que más se identifica con los gritos de Nietzsche, que más repugna los blandos razonamientos en torno a los minusválidos, que llegó a escribir a favor de la
eutanasia para los casos de deficiencias mentales irrecuperables es esta Mary Ann, dura, rebosando poder mental, lúcida, superior a tanto monigote sin seso ni voluntad, de los que malgastan sus cinco sentidos en ser uno
más entre los seres sin rostro que sostienen, levantan o
derriban su propia casa bajo el látigo de algún señor bajito y gordinflón al que temen porque demostró, al menos, tener más «rostro» —y cojones y narices y lo que
sea— que ellos. No sé quién dijo que cada pueblo tiene el
gobernante que se merece, pero esto es demasiado.
—¿Demasiado...? Yo no encuentro que sea suficiente... Vas a tener que tomar extracto de cantárida, mon
cherie.
Vuelvo. La contemplo. Hace rato que se desprendió
de toda su ropa: el kimono de seda sin mangas cubre la
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mesita de ébano con su violeta chillón; la camiseta azul
ha quedado colgada del flexo; los shorts, al lado nuestro, entre los cojines de skay; lo mismo que el pañuelo
que acostumbra a llevar al cuello. Su torso es esbelto,
tan elástico como el de una bailarina. Y es que los ejercicios de ballet —en cuanto a movimientos de cintura,
y cervicales— son para ella su habitual modo de locomoción cuando no tiene la silla al alcance y no desea
disponer de su facultad levitatoria. Sus pechos son pequeños, en perfecta armonía con la gracilidad del torso,
y duros como los de una quinceañera. Quién diría que
Mary Ann ha vivido treinta años plenos, ha visitado
media Europa, ha tenido unos veinte amantes, ha conocido a figuras del rock y del cine —pasó un verano
con Greta Gustafsson: algún día les hablaré de aquel
verano—, ha escrito mucho —casi siempre en publicaciones amateur y alguna colaboración esporádica en revistas de cine y literatura— y es el mito supremo para
un pequeño círculo de admiradores entre los dieciocho
y los veinticinco años que venderían su alma por estar
en mi pellejo.
Sigo con el dedo la curva de su cuello, el borde de su
clavícula hasta llegar a la mano palmeada. Es una extremidad diminuta: se adivinan los dedos bajo la membrana de cartílago pero no hay uñas ni impresiones digitales aunque en su palma se pueden leer algunas
líneas.
—Me gustaría leerte esta mano.
Se la beso. Es una mano extraña pero caliente, incluso algo sudorosa, que me reconoce y estima. Y siempre
se agita al despedirse o al darme la bienvenida. Yo amo
a esta pequeña y cariñosa mano, sin más cometido que
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la amabilidad. La busco, al volver de alguna parte lleno
de líos y al borde del stress, y hay veces que me emociono como un imbécil al vería moverse, lejana, tras el
balcón.
Mary Ann se pasa —las noches que vamos al Griffith o
a la Filmo a devorar algún maratón de cine brutal, terrorífico o guarrendongo: Hopper, De Palma, Castle o
Whale— mascando chewing—gum no sugar de hierbabuena. Y, cuando algún alegre descuartizador hace albondiguillas con la sesada de una mujer de la vida, ella
me come a besos de aroma campestre y picante sabor,
entre globos de chicle y alaridos disfrazados de carcajadas del público profano en las artes del cronicón de los
usos y hobbies de las bajas gentes del Deep South.
Mary Ann es una gran aficionada a este cine serie b de
los últimos años, lleno de sangre, miembros desperdigados, paisajes sacados de alguna viñeta de Creepy,
campesinos y otros miembros del enésimo estado en
pleno síndrome Hyde, entes ultraterrenos con el mismo
síndrome —con lo que se demuestra la baja extracción
social y moral del turismo galáctico que nos visita últimamente—, sierras más o menos mecánicas y otros
utensilios de alta cocina, y toda clase de animales de pésima compañía. Siempre que se halla inspirada, mi novia monta unos cirios impresionantes en los momentos
de mayor tensión fílmica. Como cierta vez que, en
plena proyección de The Texas Chain Saw Massacre,
cuando la cámara se pasea por la casa de los hermanos
matarifes y el zumbido de fondo se clava en las meninges del espectador, no se le ocurre otra cosa a mi querida Mary Ann que proyectar telequinéticamente sus
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amuletos y colgantes de pelo de mapache así como el
murciélago disecado delante de un pluscuamescandaloso grupito de macarras. Justo cuando la pantalla se llena de plumas y huesos, los macarras contemplan horrorizados cómo unos ovnis de suave tacto y animal
origen y un diminuto ratón volador de alas desplegadas
les golpean en las mejillas intentando introducirse en
sus abiertas bocas. El alarido se debió oír hasta en el
bayou.
Mary Ann tiene una especial antipatía por el inválido
obeso de la citada película. Dice que, de pequeña, conoció a muchos como él. Son seres comodones, abyectos, que intentan atraer a los «normales» moviendo sus
más bajos instintos de compasión, comportándose
como bebés, pero bebés —grotesco— de veinte toneladas, tarados y varados, que unen a sus deficiencias físicas un patológico comportamiento que los idiotiza y
también idiotiza a quienes los tratan. Son inválidos
egoístas, caprichosos, neurópatas: si, al menos, tuviesen la clase de Bette Davis cuando le da al grand guignol, se les perdonaría todo, pero qué va, encima son
mediocres y monótonos, justo como el gordo de la película. Una de las razones por las que le cae tan bien
Tope Hopper es ese reírse de los convencionales sentimientos a demostrar —a demostrar, no a llevar dentro— ante los indefensos, como niños y deficientes físicos, cuando muchos de estos seres son tan odiosos que
la repugnancia que inspiran es superior con mucho a
cualquier veta de compasión. Y que esto lo grite, rezumando desprecio, una persona mucho más marcada
que casi todos ellos pero con la cabeza en su sitio pese
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a todo, me demuestra que hasta en los indefensos hay
profundas diferencias: los que son como Mary Ann tienen muy poco de indefensos —»Hasta en eso somos deficientes», dice ella, y sigue traduciendo a Evola.
Mary Ann gusta de las largas tardes de otoño rodando
por veredas cubiertas de hojas de plátano oriental. Y de
reposar su divino coco sobre mis manos, que juegan a
piloto de la silla, la eterna silla a la que debe aferrarse
por miedo a la opinión de una sociedad que no admite
mutaciones. En estas salidas suele cubrir el rostro con
unas grandes gafas ahumadas y un pañuelo ocultando
su boca. Con lo que recuerda a la Greta Gustafsson que
ella conoció, en increíbles circunstancias, violando su
retiro nórdico. Llega incluso, en ocasiones, a encasquetarse un sombrerito de terciopelo negro que parece haber salido de alguna estampa de modas de los años 30.
Los escasos paseantes que gustan de mascar soledades
como quien le da al tabaco sienten un repeluzno de
emoción al contemplar esa fantasmal imagen de la sueca rediviva. A medida que oscurece, vamos internándonos más y más en el parque hasta aislarnos por
completo en algún rincón, bajo un árbol o junto al estanque. Entonces, saco a mi Greta de la silla y la deposito en el suelo entre apasionados tornillazos. Ella se
quita las gafas y lo mira todo con una expresión helada, reduciendo al mínimo la intensidad de su rictus,
como si juzgase lo que ve: el estanque, el palacio de
cristal, los cisnes bobos, la hierba, los árboles a medio
tonsurar... Y, paralelo a su expresión, un aura indefinible de «metros cuadrados», de sobres echados en el buzón de cierta casa lindante con la Castellana, de cami31
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natas por El Viso, de citas fallidas junto a Rocamar, de
singles prestados por la propia autora... Precisamente
la portada de uno de estos singles parece fundirse con el
instante que estamos viviendo ahora en el parque.
Sí, puede que sea el sombrero; o el pañuelo de seda,
desenrollado y cayendo por su regazo, donde apoyo mi
cabeza; o las ropas holgadas y de color chillón...
Nos hemos tirado por el parque hasta bien entrada
la noche. Cuando llegamos a nuestro expresionista cuchitril son más de las once. Hemos comprado unos platos preparados en el chino de la esquina y también una
monumental botella de sidra. Es lo más fuerte que bebemos. No somos dados al alcohol: a mí no me gusta y
Mary Ann abandonó el incipiente hábito ante el descangayante panorama de «beber sola». Decía haber
conseguido no depender de nada ni nadie para ahora
echarlo todo a rodar por unas copas. Así que ponemos
la sidra a enfriar y destapamos las guarraditas orientales dispuestos a llenar el buche tras una de las tardes
más maravillosas de nuestra vida en común.
Mary Ann hay noches que se torna melancólica y me
cuenta anécdotas de sus andanzas y vagabundeos por
Europa. Mira más allá de la pared y yo sé que echa de
menos algún extraordinario amante de lejano recuerdo.
Los cojines y mantas de colores no son suficientes para
amortiguar la profunda nostalgia que emborracha a mi
diosa particular. A veces me pregunto qué sería de mí si,
de repente, viniese a Mierdrid uno de sus galanes foráneos.
—Malcolm McLaren era un gilipollas. Me tenía celos y alejó de mí a... ¿Pero qué te pasa?
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—Echas de menos Londres, ¿verdad?
—Echo, de menos Europa... Si vieras: hay tanta gente lúcida.
—Ya.
—Oh, tienes celos. Celos de todo un continente.
—Mejor, de algunos sujetos de ese continente.
Hay tardes de invierno en las que nos dedicamos a trashumar por los pasillos y escaleras de las nuevas líneas
del Metro. Aprovechando el escaso tránsito, llenamos
estos ultramodernos espacios, aún no hollados por la
brocha del pegacarteles ni por el spray del hacedor de
grafitis, con delirios paranormales como invertir el curso de las escaleras mecánicas o jugar con la iluminación, sin olvidar happenings más serios: un jueves, en la
estación de República Argentina, Mary Ann dislocó
por completo los controles automáticos de taquilla, haciéndolos girar frenéticamente durante una media hora;
en otra ocasión nos pusimos a mendigar en uno de los
rincones más ocultos de la Avenida de América, para lo
cual Mary Ann se había cubierto todita de harapos que
permitían lucir bastantes centímetros de su blanquísima piel, provocando en el sorprendido transeúnte subterráneo una singular mezcla de horror, compasión y
deseo... Un ceñido bikini dejaba libres los muñones de
sus muslos al tiempo que sus pechos de bailarina asomaban mimosamente por una camiseta destrozada... la
mano palmeada no cesaba de moverse mientras que su
más afortunada compañera escribía en enormes trozos
de cartón una folletinesca trola que para sí quisiera algún telenovelista mejicano... finalmente, la mitad per33
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fecta de su rostro miraba con altanería a los compasivos que se acercaban y el lado marcado por el rictus imploraba perrunamente, con una expresión tan distinta
que, en realidad, parecían dos rostros confundidos en el
de aquella increíble pedigüeña... Yo colocaba los cartones en fila sobre el suelo, a medida que ella los iba llenando de embustes cuasi pánicos, y rogaba a quienes
pasaban «ayudasen a mi pobre hermana, embarazada
de dos meses de resultas de un atropello por cinco desalmados en saliendo del cementerio de la Almudena...»
En el momento de mayor expectación, cuando nos rodeaba una treintena de atónitos caritativos, apareció un
vigilante jurado... Mary Ann, poco amiga de dar explicaciones de sus actos a nadie, salió levitando a la velocidad de la luz conmigo agarrado de su gentil cuello...
Lo último que vi y oí, antes de llegar a casa, fue una interminable sucesión de desmayos y alaridos de terror. Y
es que salir del Metro sin las extremidades correspondientes, cubierta de jirones de ropa, con una sobrecogedora mueca recorriéndole el perfil, medio ahogando a
un joven «pariente», y todo ello por los aires, no es propio de una chica por muy dada al limosneo que sea.
Pero Mary Ann no es siempre tan atrevida. Estos happenings sólo los montamos cuando alguna oscura fase lunar
nos despierta atávicos modos de combatir la monotonía
de diciembre. Otras tardes de frío y lluvia paseamos por
el casco viejo: ella, embutida en gruesas pieles, bufanda y
gorros de lana, medio oculta en la silla—trineo; y yo, empujando lentamente, atento a sus menores indicaciones,
jugando a ser el mayordomo de quien necesita mucha menos ayuda que cualquiera de nosotros, los «normales».
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—Me gusta cómo se tambalea este armatoste al pasar por el empedrado.
—Yo lo notaría algo incómodo. Me haría polvo la
rabadilla.
—Es que tu rabadilla no es humana sino un resto de
pasadas especies. Hay que ver el susto que me pegué la
primera vez que hicimos el amor y te acaricié la espalda... Por un momento pensé que eras el demonio.
—¿El demonio?
—Un amante con rabo solamente puede ser demonio
o eslabón perdido de simios sudamericanos.
—Que yo sepa, no hay ningún sudaca en mi familia.
—Alguno habrá, aunque sea en el neolítico.
—Dejemos de especular sobre mi parentela... ¿De
veras te gusta este traqueteo...? Al cabo de un rato, tienes que acabar molida.
—Como carezco de piernas, mi equilibrio es mucho
menor y los meneos de mi pompis en la silla, mucho
más bruscos, ¿no?
—Más o menos.
—¿Y no te parece sensual?
—Me está bien empleado por preocuparme por tu
confort y bienestar.
—Vamos, no te enfurruñes... Admito que una hora
de empedrado puede cambiar la sensualidad por una
cierta molestia. Pero como la calle no es tan larga y el
pub que buscamos... Sí, allí está, en la esquina.
En efecto, en estas tardes de casco viejo recalamos
siempre en algún pub mal iluminado y casi vacío donde, tras un par de ponches con miel y coñac, repasamos
el material recogido para el próximo panfleto o escribimos alguna canción que luego será interpretada por
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uno de los tres grupos de nueva ola a los que proveemos habitualmente de material. Si el pub tiene piano,
Mary Ann se sentirá como en casa e incluso puede que
se anime a tocar algunas piezas clásicas de esas que parecen estar a punto de reunir, redivivos, a Billie Holliday del brazo de Eddie G. Robinson. Después, se toca y
se canta el «The End» de Morrison, Conrad y Coppola, o algo similar. El tío de la barra intenta seguir las
evoluciones de esa mano sobre el teclado, que suena
como... Mary Ann me hace una seña para que le pise de
vez en cuando el pedal de resonancia y eleva su maravillosa voz salmodiando las palabras de Morrison como
un clímax imposible de ser descrito en folios y Olivetti.
Los cuatro gatos del pub no beben, no hablan, no mueven un músculo... Pasa un cuarto de hora. Se acabó.
Mary Ann abandona el piano. Una cosa cheposa y barbuda se le acerca, con lágrimas en los ojos.
—¿Vivís juntos?
—Sí.
—Toma mi teléfono. Si alguna vez te quedas sola y
necesitas un fan competamente idiotizado por ti, llámame. Hace veinte minutos yo tenía varias amigas y un
«plan» serio: ahora sólo hay alguien en mi sesera, tú.
No entiendo cómo este tipo tuvo la potra de ser tu compañero.. No parece ni sobrehumano ni arcan-gélico...
Tras enjuagar sus pucheros en una servilleta y darnos repetidas veces la mano, el barbudo sale del pub
como una bala. Miro a Mary Ann: aún con la expresión de asombro en sus ojos, está a punto de llorar.
—Diantre de tío loco... Pues no se ha enamorado de
mí.
—Estás en un error de cálculo, querida.
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—¿Hmm?
—TODO EL PUB se ha enamorado de ti. Salgamos
de aquí antes de que suceda algo gordo.
Barbudo, espera sentado. El día que yo deje sola a
mi compañera seremos todos sobrehumanos y arcangélicos. Y tendré que luchar a brazo partido para evitar
que me la birle algún querubín.
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II
Soy una mujer mayor, digamos vieja. Setenta y cinco
años a mis espaldas. A veces me acaricio la columna y
recuerdo las crestas de los saurios que disecaban en
Hollywood para los turistas curiosos. Todo son huesos
y salientes. Y toco la arena con los pechos. Es reconfortante sentir la tibieza de la arena íntima en los pezones,
casi insensibles ya. Y el agua ruidosa, armando escándalo por escapar de la soledad a que he sometido mi
vida y paisajes.
Un pequeño cangrejo baila al compás de algún ritmo
privado, ajeno a mi presencia. Quizás sea muy joven
este cangrejo. Sí, tiene aspecto de teddy boy. Yo ya era
vieja cuando surgieron los teddy boys. Y ahora regresan, tras un paréntesis de pacifismo y falsas esperanzas... y yo estoy más vieja.
Los viejos no podemos hablar con los jóvenes, sean
cangrejos o no. Y yo no puedo hablar con los viejos
porque no me siento vieja. Son viejos los ignorantes, los
conformistas, los que juegan a aumentar su edad mental, a superintegrarse en una madurez errónea que acaba por consumirlos en un delirio senil. Yo soy vieja y
arrastro los pechos pero mi mente no se conforma, no
asume este proceso. Quiero sentir hasta el último grano
de arena calentando mi piel. Quiero ahogar al Tiempo
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en un cúmulo de obscenidades. Ser una nueva Maude
menos poética, más procaz.
A veces tomo el sol completamente desnuda, en ingenuo afán exhibicionista, a la disposición de cualquier paparazzi tonto. Quiero que el mundo sueñe
conmigo, se masturbe conmigo —mejor por mí: yo ya
no estoy para...—, sienta conmigo. No puedo soportar esa distancia entre yo hace cuarenta años y ahora.
La idiotez del mito me está haciendo difícil el diálogo
con mi propio pasado. Las trampas del mundo me están haciendo caer en la trampa de la senilidad. Y la
anestesia, que empieza a cubrirme como un traje horrible, esclerotiza mis sentimientos. Y me encuentro
ridícula desnuda al sol.
Si por lo menos estuviera Mary Ann... Era una muchacha inteligente, joven, bonita, tan bonita como yo.
Mirándola me recordaba a mí misma hace mil años: ese
orgullo, esa voluntad, esa especie de principio masculino en su carácter, esa ausencia de complejos... En ocasiones era mayor que yo. O puede que ambas fuésemos
una. Mitad y mitad, la ex actriz comida por los días y
el retiro, y la joven dama de compañía comida por la
talidomida y el rechazo de una sociedad que no admite
monstruos rebeldes a la compasión.
Me miro las manos: manchas en la piel, uñas ralas,
un montón de huesos... Soy la radiografía de mi pasado. Ah, el sol. Entorno los ojos. Dejo que el achaparrado teddy boy se pasee por mi cuerpo como por una antiquísima montaña. Noto sus pellizcos: ¿debo tomarlos
como una proposición? Un flirt con un cangrejo, a mis
años. Creo que debo ir pensando en suicidarme: antes
la muerte que sentirme vieja.
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Recojo la toalla y me cubro con el albornoz. No es
cuestión de pudor: al fin y al cabo, estoy sola. Pero
siempre he creído que el camino de la playa hasta casa
ha de hacerse con cierta distinción. Y una en esto es
muy conservadora, qué caramba: el nudismo fuera de
la arena, para las jovencitas. Por una vereda es de pésimo gusto ir arrastrando los pechos.
Mary Ann llegó a mi vida en un bote a motor. Venía de
Londres, huyendo de un manager marica que la intentó
tirar al Támesis en varias ocasiones por haberle «robado» el novio, un guitarrista de punk. Hay gente que se
mete con el punk. Yo recuerdo la tarde que asistí a un
concierto futurista en el 26, creo que fue en Nueva
York, y aquello sí que era ruidoso... y violento: cuando
el público empezó a patear, los músicos desalojaron la
sala a golpes de bate. Las letras eran parecidas a las de
los punks: ciudades, humo, coches, violencia, a veces
nihilismo, a veces esperanza... Y la música: ruidos, la
«melodía» del progreso. Los punks llevan el pelo corto
y visten de oscuro. Algunos se cuelgan la svástica. Los
futuristas alababan la guerra y despreciaban a la mujer.
Las mujeres punk toman roles «de hombre». Y hay gente que se mete con el punk...
Mary Ann me pidió trabajo. Yo la vi levitar: sin brazos
sujetando su silla, alegremente accionaba su única extremidad, mientras la mano palmípeda se sacudía con
intermitencias y de sus shorts no asomaba nada... En
realidad, a pesar de sus facultades telequinéticas, no era
muy útil para llevar una casa: sus conocimientos culinarios, más bien limitados; bastante descuidada en
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cuanto toca a limpieza; y sus ideas de bricolage, nulas.
Bueno, sabia escribir a máquina «sin dedos» con relativa rapidez, era culta y tenía una amena conversación.
Así que le ofrecí trabajo como dama de compañía.
Pasó a mi lado un mes. Luego regresó a su país prometiéndome que volvería. Aún la espero: tal vez flote en el
Támesis o yo la resulte aburrida... Fue un mes muy denso. Repasamos mis viejas películas, recorrimos la costa
en el bote, nos perdimos tres días en un espeso bosque,
hablamos de arte y política, nos pusimos tontas con las
confituras de la aldea vecina, yo hice el amor por última vez... También oímos mucha música, de todos los
tiempos: yo descubrí a un extraño ser llamado Eno y
ella al bueno de Frathing, el contrabajista seguidor de
Hulme.
Frathing, aquellos discos de los 30, pasado el aluvión vorticista, cuando los punks de la segunda década
—hoy todos muertos en sus camas— pasaron a servir a
los estados totalitarios... Y veíamos películas modernas, como ésa de los gamberros con bombín y un ojo
pintado. No recuerdo el título: ¿algo relacionado con
una fruta?
En la cocina hay cada vez más cebollas. No sé quién las
trae pero es absurdo: yo no suelo comer cebollas. Las
intento aprovechar en sopa, en salsas, a ver si me las
quito de encima. Nada: al día siguiente hay un nuevo
montón. Supongo que el exceso de cebollas no debe ser
bueno para el organismo pero me da pena tirarlas. Quizás las macere con aceite y las guarde en la despensa:
así las podría utilizar como condimento.
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Aún no las he aborrecido, aunque me intriga esa eterna provisión. A Mary Ann no le hacían demasiada gracia:
prefería la canela. Echaba canela en casi todos los platos.
A veces lograba resultados geniales; en cambio, otras, mejor olvidarlo —los arenques con canela y bearnesa no se
los recomiendo ni a mi peor enemigo, que quizá sea quien
me manda las cebollas. Debo ir pensando en la forma de
suicidio. Nada de sangre, por supuesto: no soporto el dolor físico. Lo más fácil es la sobredosis de somníferos.
Pero es tan vulgar... Y, la verdad, haberme retirado del
mundo para acabar de un modo tan «urbano»... He de
pensar en algo curioso, algo que el público pueda comentar: no voy a dejar que los paparazzi se salgan con la
suya... «La ex Divina ha sido hallada muerta de asco y
barbitúricos en su playa privada»... Los potingues sedantes están bien para chicas como Marilyn, de asfalto y plexiglás, pero yo soy más chic, casi kultur, y mi suicidio ha
de resultar sublime o escatológico, nunca decepcionante.
Algún rasgo de humor, sin caer en lo abiertamente cómico: soy una actriz, no un clown. Mi vida y mi muerte han
de estar orladas por el misterio y el charme.
Ojalá estuviera Mary Ann: a ella se le ocurriría algo
divertido, chocante. Toda mi existencia y mi carrera
han sido un continuo epatar. Debo seguir apurando la
capacidad de sorpresa del público... Esas fotos de paparazzi creen haber acabado conmigo... Ilusos.
Vaya, estoy llorando. A mis setenta y cinco años...
Igual que una cría. Serán las cebollas. O serán los recuerdos. O Mary Ann. Qué dulce muchacha, tan pálida, tan serena... Lo pasamos très bien juntas... Ay, me
corté. Esto de pelar cebollas es una pesadez. Puede que,
si me atraco de cebollas, palme de una vez. Una muerte
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bastante curiosa. En cierto modo, aséptica. No me van
a acusar de gula por morir tragando cebollas: la cebolla no guarda demasiada relación con el apetito, es más
bien un aditamento, un toque de sabor... Morir así es
como hacerlo por indigestión de perejil o comino.
Sí, me voy a hacer una sopa con todas estas cebollas.
Mary Ann me despertaba algunas mañanas entre batintines de estruendo. Levitaba por el conducto de la chimenea
y se presentaba ante mí como un ahumado Papá Noel. Su
regalo consistía en una rama de hierbabuena que traía
prendida entre los dientes y, después, un beso. Lo de la
hierbabuena era un poco manía: pasaba las horas mascando ramitas para «matar el aliento». Una noche me
confesó que le horrorizaba besar a alguien teniendo mal
aliento. Nunca me dijo el motivo de esta preocupación.
Una singular relación se estaba trabando entre ambas. Ella me expresaba de mil distintas formas su admiración, aunque jamás tocó el tema de mi retiro y siempre mostró una gran discreción sobre tales años, como
temiendo pulsar una tecla disonante. Yo, sin embargo,
no tuve tanta consideración con ella y la sometí a constantes interrogatorios sobre su historia y las razones de
su malformación. Debo admitir que no saqué nada en
claro: se escudaba en tópicos, en la talidomida, pero el
origen de sus poderes mentales... eso no conseguí sacárselo. Siempre acababa derivando la charla a temas impersonales e incluso me llegó a imponer silencio recostando sus veintisiete veranos sobre mi curiosidad,
embriagándome en el delirio de la Juventud y la Belleza.
Una tarde se me ocurrió disfrazarla de Margarita
Gautier. Desde el primer día me fijé en el parecido de
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nuestros rostros, así que, tras estudiar juntas varios primeros planos de mi caracterización en Camille, empecé
la transformación. Introduje algunas variantes, como
echarle parte de la melena sobre el lado «imperfecto»,
y creo que exageré un poco en el maquillaje al no tener
en cuenta su palidez natural, mucho más marcada que
la mía —al fin y al cabo yo era una sonrosada muchacha nórdica. De cualquier modo, el efecto fue inquietante. Quizás por narcisismo, pero el último brote de
pasión y sensualidad lo sentí al contemplar a «mi doble» estática, fría, más serena que de costumbre, como
asumiendo hasta lo más hondo su disfraz. Yo, saco de
huesos, hembra fósil, me estaba viendo en un cuerpo
atroz y, sin embargo, resplandeciente de atractivos. Fue
un goce narcisista, cierto: saber que, aunque la naturaleza «me» hubiese marcado con horribles rictus y mutilaciones, «yo» iba a seguir siendo bella... No lo pude
evitar: abracé aquel cuerpo maltratado, aquellos muñones, aquella absurda mano palmípeda, y besé a mi imagen sin espejo completamente borracha de plenitud, de
saber que Mary Ann era la plenitud, que yo en mi juventud fui ella, más que ella, sin mancha ni defecto. Por
un momento me puse en el pellejo de mis admiradores
y, admirándome, la admiré a ella. Caímos sobre la alfombra: en pocos minutos, la fiebre de aquel infantil y
ególatra deseo nos arrancó las ropas. Durante una hora
nos amamos hasta el agotamiento. Mi boca, mis ojos,
mis manos recorrieron a Mary Ann con un frenesí de
teenager. Mis ajadas mejillas se dejaron acariciar por la
insólita extremidad sin sentido pero capaz de expresar
los más sutiles afectos. Mis dedos se deslizaron por el
torso suave y elástico, perfecto en sí mismo, sólo nubla44
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do por la carencia de lo que, gracias a la mente, no necesitaba... Mi lengua cruzó y requetecruzó al otro lado
del espejo, perdiéndose en fantásticas plantaciones de
hierbabuena, en brillos de rosa casi blanco, en umbrías
ocultas entre muñones... El común sudor y todas las comunes secreciones de placer empaparon la alfombra y, a
su vez, el sueño nos empapó a nosotras: cuando abrimos
los ojos, habían pasado cerca de ocho horas.
Poco tiempo después de aquello, Mary Ann se fue.
En justicia, tuvo muchas razones para hacerlo. Y todas
relacionadas con lo mismo: defender su identidad de la
pasión que podía nacer entre nosotras —¿o debo decir
entre mí misma? Yo llegué a necesitarla, a precisar de
su compañía, pero en todo momento acechaba la sombra del común parecido, de mis pasiones narcisistas, de
intentar utilizarla en mi irracional batalla contra el
Tiempo: si ella hubiese tenido otro rostro...
La sopa ya debe de estar. Le he echado todas las cebollas. Si me tomo los tres litros de un tirón, quizás reviente de un colapso. O quizás sólo consiga un dolor de
estómago. Bueno, por probar...
Antes de mi última comida pasaré estas notas a limpio. Son una confesión original: no todos los dias se
suicida un mito del cine a base de sopa de cebollas y...
no sé si añadir unos cuantos valium. Vaya, no estoy segura. Esto de suicidarse es un arte complicadísimo. Y
me empieza a doler la cabeza. Me voy a tumbar un rato
y luego decido si sopa, valium o qué. Pero ahora tengo
que echarme. Estoy cansada. Muy cansada.
Soñaré conmigo. Con Mary Ann.
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III
—Malcolm, puta barata... ¿DÓNDE ESTÁ ELLA?
El club de los punkys enanos está a rebosar. Piso cabezas y cojones buscando a esa maricona de McLaren.
Las mesas de juguete vuelan al compás del pogo bailado por dos groupies de cabeza reducida —»pinhead
girls», en el original. Debo esquivarlas o alguna podría
destrozarme una rodilla. En la barra, de medio metro
de altura, el barman sin fémures prepara un combinado
terrorista, de esos con los que atenta diariamente contra el estómago de la pasma disfrazada de canalla del
East End. Me dirijo a él.
—¿Has visto a McLaren?
—No, todavía no ha aparecido. Y ojalá no lo haga:
desde que anda buscando gente para su banda de freaks
tengo a la clientela revolucionada. Llevo doce sillas rotas en lo que va de semana.
—Es que estos enanos son muy espitosos.
—Pues que se calmen o cierro el tinglado y me voy a
París, que allí seguro que necesitan un Toulouse—Lautrec para algún concurso de televisión.
—En París se hacen más cosas aparte de andar a la
caza de dobles de Toulouse—Lautrec.
—Me importa un coño de arzobispo. Mi especialidad es Toulouse—Lautrec.
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Mary Ann
Dejo al barman con su manía y me siento en un taburete microbiano en espera de que aparezca Malcolm.
Pensar en el placer que me producirá abrirle la cabeza a
patadas me levanta el ánimo. Me bebo las cervezas de la
mesa vecina, aprovechando que sus dos ocupantes se
andan haciendo la lobotomía con hojas de afeitar: algún
problema de «¿no te gusta mi cara, ein?» o parecido.
—Pepito... ¡Hey!
El barman me hace una seria. La maricona mayor
del Imperio británico hace su entrada triunfal en el pub.
No me levanto al instante: primero apuro la segunda;
acto seguido, parto el casco contra la frente de Cocoliso, el cabezón más borracho de Londres, y me planto
frente a Malcolm.
—Ho—hola, Pepito...
—¿DÓNDE ESTÁ ELLA?
—¿De quién hablas, Pepito?
Voy a estampar el casco de cerveza contra la jeta de
la maricona pero noto un cierto peso en el brazo: cinco
enanos y un poliomielítico se me han colgado de la
manga.
—No lo hagas, Pepito. Desde que lanzó al Podrido
tiene mucha influencia.
Las ruinas humanas tienen razón. Si le parto el morro a esta cabrona, lo mismo la propia Reina se lanza a
mi captura: no hay nada más asqueroso que un manager under metido a nuevo rico... De cualquier forma,
tengo que hacerle largar.
—¿No sabes dónde está Mary Ann, querido?... SI
TÚ LA HAS ECHADO DE LONDRES!!
He abandonado el casco. Me limito a apretarle el gañote con fuerza. Se va poniendo azul.
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—Malcolm, deberías verte en el espejo. Este make—
up natural te favorece mucho más que todos los polvos
y cremas del continente.
Todos los enanos, pinheads y caos reptantes ríen mi
gracia, pendientes del desenlace. Están hartos del asedio a que les somete esta loca para formar su maldito
combo de disminuidos físicos.
—Ella... ya no está... en la... ciuddd... ad... ni... en...
la... isillg...
—¿Dónde ha ido?
La lengua del putón está a punto de tocar el suelo.
Los mongólicos de las gillettes se sienten tentados a
practicar la cirugía con tan desarrollado apéndice.
—Especie de Calígula, me estás hartando. Dime
dónde ha ido Mary Ann o tus futuros pupilos van a hacer hot dogs con tu lengua.
—Y con la picha... Queremos la picha de McLaren
colgada junto a la bandera.
—Gabba, gabba, yeh... Gabba, gabba, yeh... —Uno
de los enanos remeda un pasodoble.
—La lengua y la picha... Sopa de rabo de manager:
le venderemos la receta a Campbell.
La Mari Malcolm empieza a sudar. Parece un semáforo: de azul a verde y luego a violeta.
—NO SÉ DÓNDE SE HA IDOOOOO!!!!
Le doy una manga de hostias para quitarle la histeria y lo echo a patadas del pub. Sí, es sincero: el hijoputa ha arrojado a Mary Ann del país y con ello habrá
quedado satisfecho. Me siento muy triste. Golpeo mi
cabeza contra los restos de una silla hasta hacerla serrín
mientras que Cocoliso, siempre consolador, vomita sobre mi codo izquierdo.
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El barman se acerca, comprensivo, y, tras limpiarme
la plasta de la cazadora, me sirve uno de sus combinados terroristas para hacerme reaccionar. Me lo bebo de
un trago y la catatonia me ataca por tres minutos, al
tiempo que mis tripas agonizan en pleno baño de nítrico. Oh, cómo echo de menos a Mary Ann: es la tía más
cojonuda que he conocido.
—Lo siento, boy. Ese Malcolm es un mal bicho.
Es la Dama Negra, la ex motorista que perdió la
pierna y el ojo izquierdos en un terrible accidente.
—Estuve por ella en más de una ocasión. Esperaba
una insinuación para tirármela. Pero tú eras su tipo. Fidelidad, así se llama lo suyo. Fue mujer de un solo hombre: tú. Nadie más la supo complacer.
La Dama está a punto de cumplir los cuarenta. Es bella pero muy lesbiana. A pesar de ello, una buena amiga.
Y eso que yo no soporto a las lesbianas. Pero ésta es especial: antes del accidente estaba enamoradísima de un
tío, un gilipollas de Chelsea; después, cuando estuvo en
el hospital, él no la visitó una sola vez —por lo visto, no
podía con los defectos físicos; al volver a la calle, la
Dama estaba física pero también moralmente destrozada; y empezó a comportarse como un tío, liándose con
putillas teen del Soho, dirigiendo una escuadra de skinheads neonazis, pero acabó pasando de todo y se refugió en este club de carrocerías averiadas. Hoy es la confidente-madre-padre-amiga-amigo de todos los asiduos.
—Estoy pensando en matar a McLaren.
—Es una locura. Esa basura est...
—No le llames basura. Basura somos nosotros. Él
nunca fue punk, sólo una loca de mierda, arribista y
burguesa.
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—Bueno, pues esa joya está muy bien protegida. Son
divisas, ¿comprendes? Matarlo es casi como matar a la
Reina.
—¡Dios Salve a la Reina!
—Pero no a McLaren.
—Desde luego.
—Matar a esa guarra no es fácil. De todos modos,
hay gente influyente que le tiene fila.
—Creía que todos iban por las divisas.
—Algunos ultras del Partido Conservador no le tragan.
—Ya, los fanáticos.
—Y qué más da. La cosa es tener guardadas las espaldas. No querrás ir a la trena por un cerdo.
—Anda, cuenta tu rollo.
—Yo aún tengo amistades entre los pelones fachas.
Para ellos, aunque me haya distanciado, sigo siendo un
símbolo. Ya sabes, a mí no me va putear negros, por lo
menos mientras haya gente que merezca mucho más ese
puteo.
—Como McLaren.
—Por ejemplo. De cualquier forma mi relación con
los fachas es un «live and let live»: seguimos teniendo
enemigos comunes y, cuando hay que dar palos a esa
gente, por supuesto que les apoyo.
—Estás hablando de llamar a los pelones para cargarse a McLaren.
—Nos proporcionarían una pantalla con los conservadores. Estaríamos protegidos en caso de que la policía investigase. Incluso gente de la pasma nos echaría
un cable.
—No sé. Me parece mucha mierda para matar a un
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simple tío. No me gustan los fachas ni los polis y no
quiero tener enemigos comunes.
La Dama me mira seria.
—Los enemigos comunes no se eligen... Pero olvídalo: era una simple idea.
Creo que la he herido.
—Hostia, perdóname. Te agradezco la intención
pero... Dejemos de hablar de esa puta de Malcolm. Que
se muera solo. Al fin y al cabo, un tipo así no puede durar mucho.
—Tienes razón... Eh, Toulouse, otro par de molotovs.
La desagradable sonrisa de la Dama me hace sospechar que sigue empeñada en su idea de mover fachas
para cargarse a McLaren. Me dolería que la acabasen enchironando pero, si se empeña en hacerme-se «un favor», nada ni nadie torcerán su voluntad. En fin, si la cogen, yo testificaré en su defensa o iré a la cárcel con ella.
Es una Dama y no merece pudrirse sola en una celda.
—Mary Ann: eso sí que es una tía. Brindemos a su
salud, dondequiera que esté, hey, Pepito...
—A su salud...
La Dama se va y yo me quedo hundido en la mesa
contemplando el vaso vacío. Suena en el tocata algo de
los Ramones. Las jóvenes oligofrénicas botan y rebotan
a mi alrededor como copos de maíz tostado. Me las tiraría a todas, pese a su tremenda fealdad, sólo para calmar este muermo. Y es que no puedo dejar de pensar en
Mary Ann. Recuerdo la primera noche que la vi. Fue en
una actuación nuestra. Iba cubierta de túnicas y bufandas: parecía una mezcla de beatnik y Miss Marple. Se
agitaba al compás de nuestro «Boredom Fire» como si
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llevase un cohete en el culo. Y en esto que empieza a levitar. Levitó hasta caer en mis brazos. Me tiró el micro
y me tiró a mi. Se produjo una ola de pánico en la sala
y todos los jóvenes punks arrasaron el local en busca de
la salida gritando: ¡Carrie, Carrie! Cuando el club quedó vacío no había nada sano sobre el suelo. El dueño
no nos quiso pagar y gritó que jamás volvería a contratar a un grupo de pelones, que prefería a los babosos,
tan quietos ellos, y a quienes se podía fumigar con matapiojos sin que se mosqueasen.
Pasando de aquel calvo, nos fuimos al apartamento
de Plaqueta, batera de las Paquiderma, grupo de tías
donde la condición para entrar era pesar más de doscientas libras. Llegamos y, cosa extraña, no había casi
nadie: sólo Plaqueta y Euripigo, su amante de cara de
pájaro. Estaban jodiendo, así que no les molestamos
demasiado. Nos metimos en la habitación contigua y
hablamos de la grandeza y miseria del punk durante
toda la noche, entre tragos de champagne —no le gustaba la cerveza local— y restos de pudding de avutarda,
una de las pasiones de las Paquidermas.
Ella resultó ser un poco facha, lo cual me pareció
insólito en una talidomídica. Hablaba de los demás inválidos como seres inferiores. Era divertido oírla. En
ocasiones me recordaba a la Dama pero otras era salvajemente dulce, tierna como esas heroínas cinematográficas del pasado. No se excitaba por nada, sino que
mantenía en todo momento una fría serenidad, como si
nos estudiase a todos. Sólo hay dos mujeres que han
conseguido helarme la sangre y dirigirme igual que un
caniche: la Dama y Mary Ann.
A eso de las siete, ya amanecido, no sabíamos de qué
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hablar. Los dos apestábamos a alcohol y pudding mal
digerido. Entonces me ofreció un chicle de hierbabuena. Yo, para demostrar que era muy punk, me lo tragué
con envoltorio y todo. Ella se rió y me explicó que mascaba chicle para tener un aliento fresco. Yo no entendía
lo del aliento y le dije que el aliento del punk es fétido y
que Johnny Rotten tenía los dientes verdosos. Ella hizo
un gesto de repugnancia y replicó que era una suerte escuchar a los Sex Pistols sin tener que oler el aliento del
cantante. Esto me cabreó muchísimo y, tras gritar
«VIVA EL MAL OLOR!!!», me di de cabezazos contra
la taza del váter, a ver si me la cargaba y nos llenábamos de mierda. Ella, muy suavemente, me pidió que dejara de hacer el imbécil y me portara como un caballero. Jamás en mi vida me habían pedido algo así, por lo
que, después de tropezarme con la enorme Plaqueta,
que dormía obstruyendo el pasillo, regresé al cuarto
donde Mary Ann acababa de desnudarse y me esperaba suspendida cerca del techo.
Hicimos el amor en extrañas posiciones, desafiando
la ley de la gravedad. Supongo que el Kamasutra habría
llegado a desarrollar algunas de ellas, de no haberse interpuesto en la historia el metomentodo de Newton.
Me dejaba llevar por las singulares movidas y sugerencias que ella inventaba a cada momento. Y aquella palidez suprema, nunca vista en otra tía, lo inundaba todo
con una luz como de láser. Lo único que había tragado
en toda la noche fue el champagne y el pastel de avutarda, pero me sentía completamente psicodélico: fue
terrible para mi reputación punkera. Mary Ann clavaba sus pezones chiquitillos en mi pecho como hipodérmicas de sexo y plus-sexo. Su mano de pato estaba dis53
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puesta a echar a volar en cualquier instante: tal era su
meneo. Y el rostro... Toda la noche dándole vueltas a
quién me recordaba y, justo en la primera trempada, lo
vi:
—TÍA, ERES IDÉNTICA A GRETA GARBOOOHI!!
No entiendo cómo, tras aquella hora de plus—sexo,
no encanecí del todo. Tanto placer no lo acabé de asimilar en dos semanas. Y dos semanas fueron suficientes
para que el manager más hijoputa del cosmos enloqueciera de celos. Era curioso el contrato de mi grupo con
McLaren: el sesenta por ciento de la pasta para él y,
además, yo. Tenía que tragársela al cabronazo para que
no perdiera el interés por nuestra «carrera». Tenía que
soportar su presencia, sus planes de «matrimonio», y
sonreír como una baby—doll pelona a todas sus insinuaciones. Pero cuando apareció Mary Ann aquello se
acabó. Y la maricona empezó el contraataque. No tengo ni idea de qué clase de armas se ha valido para
echarla. Lo único cierto es que no la volveré a ver. Ella
cantó éxitos de Ruth Brown para mí, acompañada del
piano eléctrico del chepa Hoggins. Apenas tocaba el teclado: jugaba mucho con la telequinesis. Y su voz era
potente, de las que acoplan micros sin esfuerzo. Una
madrugada hicimos una jam con gente de las Paquidermas y de los Agujeros Profundos. Empezamos recitando poemas de los Scaffold al ritmo de la balalaika de
Serge Schtroumpsky, bajista de los Agujeros. Para aumentar la comicidad de los textos, ya de por sí divertidos, añadíamos toda clase de morcillas y muecas. Hubo
un momento, al soltar Plaqueta lo de «amo tanto a los
tallarines que me gustaría ser como ellos», en que las
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carcajadas alcanzaron su cota más alta y estuvimos a
punto de perecer ahogados entre cerveza y emparedados de atún.
Después, nuestro batería propuso dar una vuelta
hasta el club de los Rinocerontes y seguir allí la bronca.
Este club era notable por sus platos de pollo a la canela y por poner los discos más estruendosos al más alto
volumen, provocando las protestas del teniente Riffleberry, militar retirado, quien, cuando su paciencia llega
al límite, no llama a la pasma —según él completamente ineficaz—, sino que se dedica a tirar granadas contra
el club, con tan mala puntería que siempre acaba reventando a alguna puta o a las viejas que buscan en los
basureros. Generalmente, a la tercera granada, los del
club bajan la música no sea que el viejo Riffles despanzurre a medio vecindario.
La cosa es que seguimos la idea de nuestro batería y
nos tiramos a la calle bien envueltos en abrigos de anfetamina y bufandas de licor, aunque las Paquis es obvio que no necesitan demasiado abrigo. Pierre Bataclán, teclista de los Agujeros, se había subido al moño
de Lucinda, guitarra de las Paquis, y desde allí dirigía
animados discursos a la calle vacía, mientras se medio
corría besando la melena turquesa de su montura. Era
como Stewart Granger a la caza del tigre... Al cabo de
media hora de caernos por el asfalto y meternos mano
las unas a nosotros, la gran cabeza iluminada del unicornio apareció como diciendo «Eh, tíos, seguid la juerga adentro, antes de que empiecen a llover granadas...»
No habíamos acabado de cruzar la puerta cuando vimos algo pequeño y redondo dirigirse hacia la pareja
Pierre-Lucinda. Estábamos demasiado borrachos para
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reaccionar: sólo pudimos gritar algo sin sentido. Plaqueta intentó empujar a Lucinda —sólo una paquiderma puede mover a otra: es una ley física— pero tropezó. En fracciones de segundo, justo cuando la piña
estaba a punto de volar la cabeza de Pierre, Mary Ann
movió la silla, alzó la vista y la clavó en el proyectil.
Éste, desafiando toda lógica, invirtió su trayectoria...
Una explosión lanzó por los aires buena parte del dormitorio del viejo Riffles, que consiguió salvarse precipitándose a la toilette, según declaró después a The Sun.
Durante unos minutos nos quedamos lelos, intentando
asimilar los sucedido. Al fin, en un ataque de histeria y
gratitud, Lucinda y Pierre se abalanzaron sobre su salvadora, comiéndosela a besos y caricias. Pronto la noticia se corrió por todos los clubs: mi chica favorita se
había convertido en una institución.
Hoy, todos los que la conocieron, no sólo la Dama y
yo, se sienten más vacíos, más pesimistas, más «no future». Las Paquidermas, en especial Lucinda, han empezado a perder peso y sus shows han decaído. Los
Agujeros se han ido a un tour por Europa, con la esperanza de volver con Mary Ann. En cuanto a nosotros...
Estamos hartos de McLaren, de la ciudad, de la isla, del
mundo... Sobre todo, yo.
—Eh, Toulouse... ¿A qué hora viene Buffo ?
Buffo es el proveedor habitual de heroína del barrio.
Su mercancía está siempre en tan pésimas condiciones
que sólo la compran los muy adictos o aquellos que deseamos acabar de una vez con todo.
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IV
—¿Quién es esa?
—¿La inválida?
—¿Quién es?
—Una amiga de la Murdock. ¿Te interesa?
—¿Cómo se llama?
—Mary Ann, creo.
—Vaya, apagaron las luces.
—Sí, y apaga tú también esa furia preguntona que te
ha dado de repente. Luego bajamos y os presento...
Mira, los Pegamoides han cogido un liricón. Lo que no
se les ocurra a ellos...
Servidor no prestaba la menor atención ni al liricón
de los Pegamoides ni al bajo ni al batería ni a nadie. Intentaba adivinar, entre la penumbra de las butacas,
aprovechando los giros de los focos, aquella cara pálida, aquel perfil de hielo, aquellas profundas ojeras y
aquel cabello liso, que parecían rodear de contrastes la
sonrisa esbozada, plena de escepticismo, de alguien
que, seguramente, tras el concierto, regresaría a su hogar en el Olimpo.
Pero nada: por más que me esforzaba, era incapaz de
distinguirla entre las manadas de punks que bramaban
obscenidades y despropósitos a la paciente Alaska.
—¿Me hacéis un sitio?
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Una voz rezumando madurez —y no esa «madurez»
grotesca que se usa como eufemismo para definir cortésmente a los viejos fetos malayos, sino la sublime, la
genuina— llenó la completa oscuridad del entresuelo,
aunque apenas si fue un susurro.
—Anda, pero si es Mary Ann.
Levanté la cabeza como movido por un resorte, sumergiéndome de lleno en la certeza iniciada por su voz.
Ella acercó su silla hasta mi altura, situándose entre mi
amigo y yo.
—¿No querías conocerla? Pues, hela aquí... Mary
Ann, Fernando...
—¿Qué hay?
Mis ojos no acababan de distinguirla entre la penumbra del palco. Iba cubierta con una especie de poncho y la melena lisa le cala por la mitad del rostro.
—Fernando es un admirador tuyo: no te ha quitado
el ojo en toda la tarde.
Le ofrecí la mano para saludarla. Hubo un momento de vacilación. Mi amigo me hizo un extraño gesto
con la mirada.
—¿No te importa estrechar la otra...? Es la única que
puedo ofrecerte ahora.
No sabía dónde meterme. Apreté su mano durante
un instante que me pareció una eternidad, trastornado
por la vergüenza y fascinado por sus facciones medio
iluminadas que me traían a la memoria otro rostro, otra
época... Ella sostenía mi mirada con una expresión de
comprensión infinita, como a la espera de mi próxima
reacción. Reacción que no tardó en producirse: en uno
de los cambios de luces, la penumbra del palco se hizo
claridad por unos segundos y vi aquella cara «por pri58
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mera vez»... Seguía apretando su mano. Fue instintivo:
la llevé a mis manos y lloré sobre ella. Era una mano
suave, caliente, cegadora en su rabiosa palidez. Una
mano que, tras la sorpresa, acarició mis párpados y secó
mis mejillas con dulzura. Mi amigo no sabía qué decir:
todo lo que estaba sucediendo era demasiado para él.
Un momento después, Mary Ann recuperó la compostura y nos empezó a hablar como si nada hubiera
sucedido.
—Estaba abajo, con Anne y algunos de los Magnolias. Te vi aquí arriba y se me ocurrió subir. Por si se
veía mejor.
Mi amigo sonreía forzadamente, intentando seguir
la conversación.
—¿Y... no suben ellos?
—Supongo que sí. Ya sabes cómo es Anne: se pone
en plan madre y parece que la única rolling soy yo.
—¿Rolling?
—Perdonad: aún no he logrado deshacerme del argot de Londres. Allí, los punks llaman a los inválidos
rollings. Por eso de ir siempre sobre ruedas.
—Pues no le veo la gracia: me resulta una...
Mi amigo se había indignado. O, al menos, puso
cara de estarlo.
— ... grosería?
—Qué va hombre: es un rasgo de humor. Me gusta
la gente que me trata con gracia, que se ríen y me hacen
reír. —Se volvió a mí—. Me gusta la gente sincera, que
ríe y llora: odio las máscaras de piedad.
Mi amigo empezó a incomodarse.
—Bueno, yo voy un momento al bar. Os traigo unas
cervezas, ¿vale?
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Nos quedamos solos en el palco. En el escenario, los
Pegamoides acababan su versión de la sintonía de cierto programa de Rodríguez de la Fuente.
—Perdona mi reacción de antes. He debido parecerte un histérico.
—Ojalá todos reaccionaran como tú. Ha sido encantador.
—El único encanto aquí eres tú.
Volví a jugar con aquella espléndida mano, que ardía entre las mías con una fiebre seca, como un mineral
arrojado por la lava.
—¿Desde cuándo estás en Madrid?
—Hará cosa de un mes.
—¿Eres familia de la Murdock?
—¿Quieres decir si lo nuestro es contagioso?
—Por favor...
—Era una broma. No, no somos parientes. Yo conocía a los Murdock desde la infancia. Anne fue para mí
como una hermana mayor.
—¿También eres escocesa?
—Sí. Pero dejemos de hablar de mi infancia... Ahora
cuéntame tú. O mejor, vamos a interrumpir la charla y
ver a los Pegamoides, que para eso he subido.
Mi amigo apareció con las cervezas.
—Anne y los Magnolias estaban en el bar. Ahora
vienen.
Dicho y hecho: al minuto, la juguetera hacía su entrada en el palco, seguida por el fiel Luiscar, que empujaba la silla, y por su hermana, haciendo equilibrios con
varias latas de zumo de piña. La diminuta Conchiri cerraba la comitiva, medio oculta tras una bolsa de patatas de tamaño familiar.
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—Los Pegamoides están magníficos esta noche,
¿eh?... Toma nota, Eulalia: separarnos ahora es una
tontería. Entre Conchiri, tu hermano y tú podéis rehacer la banda perfectamente. Es un buen momento para
Magnolias. La gente ha empezado a hablar de vosotros
desde la actuación de despedida. Y ya han pasado algunos meses...
—Anne tiene razón. Vamos, no os hagáis de rogar:
Mary Ann, que tiene experiencia, os puede echar una
man...
Mi amigo consideró que había metido la pata. Su
turbación fue respondida por una carcajada de las dos
inválidas. Al ver reír a Mary Ann, no sé por qué, recordé algo.
—¿Os gusta Lubistch?
—¿Decías?
—No, nada, nada.
La actuación de los Pegamoides había acabado. Mi
amigo desapareció poco antes, en pleno auge de las carcajadas, pretextando una excusa que nadie llegó a entender bien. Mientras salíamos hacia las escaleras y los
ascensores, Anne dio su rotunda opinión sobre el ausente.
—Ese tipo es cada día más idiota. Su «delicadeza»
ante una silla de ruedas me pone enferma. Espero que,
tras lo de hoy, se distancie de nosotras una temporada.
—Apoyo tu deseo.
Las dos escocesas pasaron a una charla privada en
inglés, que los Magnolias y yo, simples «coolies», escuchamos sin captar nada. No pretendo dármelas de agudo pero creo que el tema fui yo. Ya en la calle, Anne,
con su desparpajo habitual, nos invitó a continuar la
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velada en su casa. Yo me encargaba de llevar la silla
de... ¿Por qué esa asociación entre las carcajadas y Lubistch? La ranchera de los hermanos Del Pino esperaba
en una esquina, convertida en una nueva furgoneta
«Ironside» gracias a la habilidad manual de Luiscar,
cada día más entregado a la juguetera... y a todas las
amistades «similares» que ésta acogiese.
—Anne, en tu casa no vamos a caber todos.
—Sí, puede que tengas razón.
—Vamos al chalet: los padres siguen fuera.
—Llevan ya una semana, ¿no?
—Es que después de Berlín, se iban unos días a la
Selva Negra, que mamá tiene una fijación.
Cuando nos pusimos en marcha, la charla privada se
reanudó. Yo me concentré en la discusión que mantenían los Magnolias sobre la conveniencia de resucitar la
banda.
—Podríamos funcionar como trío: bajo, batería y un
piano eléctrico. Porque, después de la última, olvídate
de Néstor.
La «última» había sido la marcha del joven mago
del sonido a una facultad de Australia, donde quería seguir unos cursillos sobre música aplicada a experimentos de conducta animal.
—Pues Mary Ann de solista.
—No empecemos a elucubrar. Yo haría, durante
unos meses, un trabajo tranquilo, casi de aficionados:
sin Néstor, no lo olvidéis, vamos a partir de cero.
—De cero con cinco.
Era una conversación deprimente. Los Magnolias
habían sido un gran grupo, aunque bastante minoritario. Toda su grandeza y su declive se los debían a Nés62
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tor, el cual había dotado a la banda de complejos sistemas de sonido. Complejos y caros: tanto que no pudieron conservarlos por mucho tiempo, derrumbándose el
castillo de espléndidos conceptos en que se basaba el estilo de Magnolias.
Sin darme cuenta, el murmullo de la otra charla me
trajo la imagen de todo lo ocurrido en el palco. Me hubiera gustado volverme y sonreír a Mary Ann pero no
me pareció correcto. Con la nariz pegada a la ventanilla, me dejé llevar por las conversaciones y el rítmico
paso de las farolas de la autopista. Cuando llegamos al
chalet, estaba casi frito.
Serían las once, más o menos. La mole chata de la
hermosa casa parecía dormir, completamente oscura.
Alguna vez había ido al chalet, de visita y por la tarde.
Pero el pasar toda una noche allí, no sé, se me hacía extraño.
Los Magnolias entraron rápidamente, iluminando el
porche y el living. La juguetera se había rezagado y acariciaba un pequeño mastín de piedra rodeado de césped. De repente me vi empujando las dos sillas mientras
los cabellos de ambas escocesas se perdian entre mis dedos dubitativos ante aquel par de maravillosas nucas.
Al llegar al living, Luiscar rebuscaba entre un montón de discos, y las voces de Eulalia y Conchiri se oían
desde la cocina. Las dos sillas se escaparon de mi control: la juguetera se dirigió hacia donde creyó necesaria
su presencia —es una estupenda «femme de cuisine»—
mientras que Mary Ann se acercó al pick—up, curioseando en la selección que hacía Luiscar.
—¿Nada de blues?
—Sorry: lo más, soul blanco.
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—Bueno.
—Hecho.
Luiscar sacó la recopilación No Goodbyes. Tras un
cuchicheo con... —yo seguía dándole vueltas a Lubistch—, se decidió por el tema «Love You Like a Brother».
—Bueno, os dejo. Voy arriba a ponerme cómodo.
El hermoso y desgarbado Del Pino desapareció por
una escalera de caracol. La voz sugerente de John Oates, en elegante mezcla con la de su compañero, llenó el
salón de ritmo e imágenes de calor. Mary Ann parecía
escaparse con la música hacia algún rincón de su memoria. Yo seguía fascinado el movimiento de su cabeza,
sus ojos entreabiertos, su amago de tarareo...
—¿Os gusta la sopa de hierbabuena?
Anne, Conchiri y Eulalia hicieron su entrada triunfal
con un humeante cuenco de algo que pareció embriagar
de placer a la amante del blues.
—Oooooh, qué detalle... ¿De quién ha sido la idea?
La juguetera sonrió hermética mientras que las dos
Magnolias colocaban el servicio de mesa.
—De noche no hay nada como una sopa caliente...
No sé cómo algunos estropean sus pulmones con kif...
Hábito deplorable frente a...
No acabó la frase. Nos hizo una seña de atacar la
sopa y nadie dijo palabra durante la cena, como si la
fascinación emanada del puchero nos hubiese alcanzado a todos. Bueno, faltaba Luiscar, el cual debía estar
bastante cómodo en su cuarto, olvidándose del resto de
los mortales. Como a nada conducía preocuparse por
lo que ya era usual en su conducta, no se le extrañó en
la mesa.
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Mary Ann
Tras la sopa, Conchiri sirvió una ensalada de alcachofas y espárragos con bearnesa y, de postre, jalea de
grosellas rojas, inmoral de puro dulce.
—No os traguéis todo. Hay que guardarle un plato a
Luiscar.
Conchiri se arreboló diciendo esto. Seguía adorando
al maniático hermano de Eulalia, pese a que él sólo tenía ojos para la Murdock, aunque ésta era demasiado
inteligente para dejarse envolver en un amorío «summer of...».
—Lo mejor será que le subas ya la cena.
Conchiri se sintió acariciada por el guiño omnisciente de la juguetera.
—Eulalia y yo fregotearemos un rato... Eeeh, chitón:
mártires, no.
Un gesto de Anne cortó la protesta de Conchiri.
—Venga, sube... Otro día fregarás tú.
La diminuta teclista de Magnolias desapareció con
una bandeja repleta por la escalera de caracol. Anne y
Eulalia recogieron el servicio y se perdieron en la cocina, no sin antes hacernos la juguetera una sugerencia:
—Enséñale la casa a Mary Ann... Podéis ir al cuarto
de Alicia, por ejemplo. —El cuarto de Alicia era una
singular habitación, mitad dormitorio, mitad saloncito,
decorada exclusivamente con reproducciones de las famosas fotos de niñas de Lewis Carroll: una perversión
del padre de los Del Pino, por lo visto.
Al entrar en la estancia, Mary Ann se echó a reír de
una manera especial, como si recordase alguna broma
pesada. Pero sólo fue un momento: enseguida recuperó
su expresión serena y se dedicó a inspeccionar el cuarto
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con todo detalle. Yo retomé el hilo de la contemplación
estática en la que me había sumido antes de la cena.
Pasaron unos minutos o unas horas: la cosa es que
perdí la noción del tiempo. De improviso, me encontré
la mirada del palco pero mucho más fría.
—¿Te doy pena?
Había tal carga de odio en aquella pregunta que me
sobresalté. No era un odio nacido del rencor, sino más
bien algo desdeñoso, creado por el hastío de verse rodeada de inferiores. Me acordé de cierto personaje de
cómic que poseía esta misma clase de odio. También
me imaginé al demonio, en todo su poder, preguntándome aquello.
Ella se dio cuenta de mi estado y esbozó una sonrisa,
sin esperar respuesta a lo que no la tenía. Porque, ante
Mary Ann, la pena podía dar lugar a un diálogo para
besugos: no venía al caso... Cómo sentir pena de...
—NINOTSCHKA!!!!
Claro. Ahí estaba la asociación con Lubistch. Frente
a mí tenía a una Greta Gustafsson mutilada y deforme,
y sin embargo radiante de pura belleza. Como si ningún
defecto hubiese maltratado su físico. La revelación elevó en unos instantes la fascinación ejercida. Porque su
mirada, su palidez, ante aquella certeza, adquirían unos
tonos capaces de romper cualquier equilibrio.
Y, hablando de equilibrio, esto...
—No pongas esa cara de oligo: ¿nunca has visto levitar?
Poco a poco se fue despojando de todos los trapos
que la cubrían, hasta quedar como vino al mundo. A
pocos centímetros del techo.
—¿Qué es... eso que... te... sale del... homb..?
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Mary Ann
De nuevo la risa, al tiempo que descendía lentamente hasta mullirse en la imponente cama victoriana. Lo
que le salía del hombro no paraba de agitarse en frenéticos aleteos.
No paraba de reír. Su cuerpo terminaba a la altura
de la ingle. Toda su piel parecía cubierta por un maquillaje de clown: tal era su ausencia de color.
Reía y reía. Sus pechos pequeños y desafiantes coreaban también aquella imparable hilaridad. Y su cuello,
su vientre, sus caderas, todo era elástico, como los de
una contorsionista.
Caí en la cama a su lado. La contemplaba estúpidamente, con esa laxitud que da la saturación del éxtasis.
Nuestras lenguas estaban a escasos centímetros una de
otra: la suya, hiperactiva, chocaba entre los dientes, loca
por las carcajadas que la hacían vibrar; la mía, tímida,
lela, asomaba sin movimiento... En un instante se entrelazaron y, con ellas, brazos, muñones, cosas aleteantes,
pubis, jadeos, suspiros, secretos, restos de risa, voluntades, destinos, universos, unidades, decenas, centenas de
minúsculos paracaidistas, de gotas de sudor, de saliva
con aroma de hierbabuena... Millones de partículas de
amor activado que filtran el mundo para que los dos gocemos del sabor puro de...
—AAAAAAH!!!!
—¿Decías?
—Pues...
Era difícil mantener la conciencia del propio acto de
amor junto a aquella diosa primordial, tan irracionalmente femenina que se salía de su sexo, elevándose a
cotas sublimes, dando al encuentro primerizo una categoría de secuencia mística, algo tan lleno de efectos que
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buscarle un mero valor erótico carecería de sentido. Si
un hipotético voyeur hubiese sido testigo de la escena,
no habría recurrido a prácticas masturbatorias, sino
que, caído en tierra como un poseso, habría perdido
para siempre la noción de los goces sexuales, ciego ante
la visión de lo Tremendo.
La única realidad posible era que quien hubiese jugado al amor con Mary Ann quedaba seco para el resto de sus días, incapaz de sentir el imán de otras mujeres, las cuales encogerían en ridícula imagen ante el
recuerdo de la única piel blanca, de la única serenidad
sobrehumana, de la única capacidad de entrega que jamás llega a la renunciación total. Todos los misterios
que saben los grandes locos «d’amour», desde Carroll
hasta alguna gente que conozco, se resumen en el Misterio Supremo del encuentro inesperado, de la virgen—
macho llamando al claustro sacro del dios—hembra.
De Mary Ann, la cual, en su salvaje deformidad y
asimetría, era, es y será LA MUJER MÁS BELLA DEL
MUNDO. Así fue como la conocí.
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Flash-back (ápèndice al capítulo IV)
Estás tendida sobre el húmedo césped de los jardines
medio abandonados. El cosquilleo de las hormigas por
tu mano te va sumiendo en una lenta, inacabable modorra. Vas confundiendo la tristeza uniforme del cielo
gris con la pelambre del pastor irlandés que descansa a
tu lado. Sientes deseos de incorporarte pero es imposible: la sobrecogedora quietud de la tarde ha puesto sus
dedos sobre tu pecho aún inmaduro y se derrama en caricias de brisa tibia, en aliento del amante soñado por
las niñas habituadas desde la cuna a la soledad. Tu amiga hace un rato que se fue: prometió volver con la merienda. El recrearte en la imagen de su regreso, en lo
que traerá en la bandeja —tu amiga es una futura «femme de cuisine»—, en la atávica protección que te inspira tu edad —te lleva casi diez años—, todo ello aumenta la sensación de bienestar, de plenitud del orbe
íntimo, y así pierdes el sentido de la frágil realidad.
—Pssst...
Tu amiga te ha cogido en brazos y sentado sobre la
manta que oculta los motivos de tu invalidez. Sus manos grandes se han perdido por tus muñones mientras
que sus labios se posaban en tus párpados. Tú, envuelta en éxtasis de mimos, has estallado de amor en la breve dimensión de tus nueve años: has ronroneado por
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entre su pelo, has mojado de alegría sus mejillas coloradas, has besado hasta morder su cuello y hombros,
has apretado sus pechos como reclamando la satisfacción que se te negó al nacer, has sentido brotar en el pubis —sin extremidades que lo defiendan— ese escalofrío que sólo los niños conciben y que muchos mayores
cansados llegan a añorar con desesperación, y, finalmente, has acabado por empapar la manta con una
gran meada.
—Cada día que creces eres más niña.
Tu amiga no se enfada nunca. Está hecha de paciencia y amor. Dedicada a ti, aunque tú lo ignores —en el
limbo de tu edad— y la consideres, simplemente, tuya.
En compensación por todo lo que la vida te debe.
Tu amiga te ha sentado en la gran silla de enea, sobre
cojines de plumas de pato mandarín, ante la mesa con
tabla de mármol repleta de viandas. Tu vista se aturde:
diez clases diferentes de confitura —grosellas rojas y
negras, frambuesa, fresa, naranja dulce, lima, ciruela,
pera, sandía, melón; manteca de vaca, cabra y oveja;
cuatro variedades de membrillo; el monumental plumcake; y la hogaza de pan moreno; y, en el centro, el perol con té de hierbabuena y la jarra de leche.
—Vamos, mujer, empieza y deja de mirar...
Empezar, sí, pero por dónde: las mil y una delicias,
los mil y un detalles de afecto cubren la elipse veteada
en rosa y blanco. Es tan tierna, tan impagable esta indecisión ante tal cascada de pequeños placeres, de caprichos para llenar el estómago y la tarde, que tu ánimo
se muestra embriagado en la prolongación infinita de la
disyuntiva. Pero, al fin, por dar el primer paso en este
edén de sabores, hundes la cuchara en el bote de confi70
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tura de naranja. Tu amiga, entonces, se dispone a servir
el té —con leche y mucha, pero que mucha, simpatía.
El pastor irlandés se incorpora, al aroma de los mil
aromas, y traslada su sestear hasta los pies de la mesa,
donde recupera su señorial indolencia, en la seguridad
de que sus dotes de catador no serán desperdiciadas.
También las hormigas parecen darse cuenta de la situación y se cuchichean al oído la conveniencia de situarse
bajo la enorme elipse que tapa el cielo.
Tu amiga y tú apenas habláis mientras coméis. Para
qué vais a hacerlo, si habéis llegado al entendimiento
perfecto, en el que las palabras sobran como polizones
en alguna fiesta íntima. Porque eso es vuestra vida, una
constante, una perpetua fiesta íntima.
Poco a poco, entre vosotras dos, el perro y las hormigas vais dando cuenta de las casi diez libras de fantasía sobre pan, encantos para untar o, sencillamente,
fairy tales sacados de la despensa. Y, como, pese a todo,
tu capacidad digestiva se halla acorde con tu edad hay
un momento en que suspiras:
—Bffff... No puedo más.
Este suspiro es acogido con clarines y trompetas por
las hormigas y con un abandono de la indolencia por el
pastor, que espera atento el maná de las sobras.
Las caricias de la brisa se han vuelto punzadas de tiritera y tu amiga piensa que es tiempo de entrar en casa
y decir adiós al gris y al verde que limitan vuestra existencia. En sus brazos vas pasando a colores más cálidos
como el rojizo de la chimenea encendida o el amarillo
de las aves y murciélagos de cristal a guisa de lámpara.
Quizá cojas ese volumen de Lord Dunsany y, acurrucada junto al fuego, viajes por un rato a Carcasona, mien71
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tras que tu amiga vuelve la saqueada cocina a su primitivo orden.
—Good night, baby...
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V
Pobre Pepito. Está desecho. Y todo por esa hiena de
McLaren, que alejó la última esperanza de vida que nos
quedaba. Hoy este barrio parece más oligo que de costumbre. Ojalá que todos fuésemos microcéfalos como
las punkys del club. O enanos habituados al ras del parquet, incapaces de amar a quien no se merecen. Aunque
hasta sobre pinheads y blockheads ha caído el velo de
esta ausencia atroz, esta última trastada del Destino,
hoy vestido de maricona.
Me da mucha pena Pepito. Sería capaz de unir nuestras dos tristezas, olvidándome de esta fama de tortillera que me he hecho con el rencor, el parche y la pata de
palo, tan sólo por no verle hundido. Qué divertido: hasta tengo instinto maternal. Llorando en «mono» por el
amante de aquélla a la que amo. Y la verdad es que
siempre me conformé con verla feliz: los celos carecían
de base ante su encanto, su «no ser de nadie», su ilimitada comprensión de las tragedias próximas. Ella me enseñó en alguna conversación, en una breve caricia, en
sonrisas esbozadas, que podía confiar en su ánimo. Pero
sin dar paso a explosiones físicas porque en aquel momento lo que deseaba era jugar a «novia» de un punk.
Esta acera... a ver cuándo la arreglan. El día que me
caiga en uno de los hoyos no me levanta ni Dios con Su
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Infinito Poder. Y ya está mirando el cerdo de siempre.
No entiendo de qué vive: se pasa el amanecer, la mañana y la tarde asomado al balcón. Y por las noches dormirá, supongo. Claro que puede ser insomne. Aaaay,
que me vooooy...
—Eh, tenga cuidado. Esta calle no tiene carril para corsarias. ¡Ah, ah, ah!
Encima gracioso.
—¡Capón, malparido, que lo tuyo es desde la cuna!
Lo «suyo» es una obesidad porcina y una buena chepa.
—¡Puta, jodía coja!
—¡Tus muertos! ¡Tuerta, feto!
Uy, ¿pues no se me cabrea...? Bueno, la cosa es que
ya pasé los baches. Pero voy a tener que cambiar de recorrido o acabaré reventándole los sesos de una pedrada al...
—... aborto...
—... ese. Aún grita: parece que le ha dado fuerte.
Una buena apoplejía le vendría de perlas. Espero que
Pepito se haya animado algo: lo de matar a McLaren
no le ha hecho mucha gracia. Sí, tal vez me haya pasado.
—Hola, Dama.
—¿Y Pepito?
—Pueeees...
—¿Qué pasa?
—Lo han encontrado en un almacén cercano.
—¿Cómo?
—Le compró mercancía a Buffo.
—¡Oh!
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Me cuelgo de la barra. Toulouse me sujeta por los
hombros.
—Arriba, Dama. Tú no puedes abandonar.
Lo ha dicho con una voz extraña. Como guardándose la bilis. Me sonríe.
—Un molotov te dará cuerda.
—¿En qué hospital está?
No dice nada. Sólo prepara la bebida. Cocoliso se
me acerca.
—Lo han llevado al depósito.
Apuro el vaso de un trago. Debo mantenerme serena... ¿Qué quiso decir Toulouse con...?
—Arriba, Dama. Nosotros te ayudaremos.
—Voy... a verle.
—Espera. Cierro el local y te acompaño. No estás
para ir sola. Coco, echa a las pinheads.
El cabezón desconecta la música y saca fuera a las
cuatro oligos que bailaban sin mucho ímpetu. No piensan pero sienten: mierda de natura...
Toulouse se coloca la gorra y salimos a la calle.
—¿Estás mejor?
—¿Llamo a un taxi?
—No—no hace falta... El depósito está... cerca.
—Es lo bueno de este barrio: no hay drugstore pero
«eso» lo tienes al lado.
Cocoliso suelta un corte de mangas al ciclo. Vamos a
buen paso, dentro de nuestras posibilidades. La gente
nos mira: unos vuelven la cabeza para ocultar el repelús
y otros, conocidos, se acercan mohínos.
—¿Cómo fue?
—Yo acabo de enterarme.
—La noticia ha corrido como la luz.
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—Ya lo ves, Dama... Esto no puede quedar así.
La voz de Toulouse se me hace obsesiva. Varios amigos de Pepito se nos han unido y, cada pocos pasos, serios, espectrales, vienen más. Un denominador común
en la mirada: odio.
—¿Lo saben las Paquis?
—Están allí. Con el resto.
Llegamos. Un montón de punkies se agolpan a la entrada. Veo policías vigilando en la otra acera. Un tío de
bata blanca nos impide el paso.
—Esto no es un concierto: ¿qué os habeis creído?
—Le aconsejo que no haga chistes, si no quiere verse dentro como inquilino.
El que ha hablado es el batería del grupo de Pepito.
—Déjenos entrar. Somos sus amigos. Sólo queremos
verle un momento.
Logro convencerle. Entramos unos treinta. Una empleada bajita con pinta de comadreja nos lleva hasta la
habitación.
—Hace diez minutos, unas gordas estuvieron aquí.
Se pusieron histéricas y las tuvimos que echar.
Las Paquidermas... Mirando la escasa talla de la empleada y el aspecto apocado del tío de la puerta, no sé
cómo lo habrán hecho. Mover a una Paquiderma, encima histérica, no es tarea fácil.
—¿Por qué lo han desnudado?
—Es la costumbre... Bueno, les dejo. Y nada de gritos. A la primera pataleta, salen todos como balas.
La comadreja se va muy digna. Nos quedamos frente a Pepito. Está como vino al mundo, sin siquiera una
sábana. Parece un niño, flaco, pelón, sin apenas vello.
La muerte lo ha reducido a la mitad. Pero es tan her76
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moso. Tanto, que su desnudez me pone nerviosa. Blanco, completamente blanco.
Un ramalazo necrófilo me recorre el árbol de los deseos. Para apagarlo me dedico a mirar a los que me rodean: jovencitas de llanto mudo, punkies de labios y
puños cerrados a punto de desmoronarse, enanos olisqueando el cuerpo, alguna lesbiana arrepentida... Acaricio la fría figura. Todo es suavidad. Menudo punk estabas tú hecho... Mis dedos vuelan sobre el rostro de
mimo groggy. Bajan y se engarzan en el fino cuello,
tamborileando sobre la nuez.
—Dama, lo que haces no es...
—CHITÓN!!!
Sí. De nuevo Toulouse, imponiendo silencio ante lo
que está tomando para los presentes un cariz ritual: la
Dama Negra se despide del novio de su amada, ya que
no pudo hacerlo de ésta en su momento.
Las tetillas, el saliente esternón, el vientre hundido,
todo helado, todo blanco: Pepito, punk on the rocks...
Me fijo en el pubis, cubierto de vello negro, con un pito
triste, caído, efébico. Me gustaría besarlo, sentirlo en
los labios como un polo. Pero... hay mucha gente: los
enanos, que siguen sin pestañear el vuelo de mis dedos,
me franquean. Acabo apretando su mano derecha entre
las mías. Cierro los ojos: he olvidado de quién es el
cuerpo. Sueño.
—Recemos.
Toulouse, cómo no.
—Pepito Tormentas, cantante de punk, muerto de
amor a la edad en que está feo morirse, serás vengado.
Todo el mundo me mira. De acuerdo, yo tuve la
idea, yo soy la Némesis.
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—No tardará en llegar.
Unos cuantos se van. Sobre todo, chicas. Nos quedamos diez: la mitad, enanos.
—Dama, atenta.
Toulouse me lanza un bisturí.
—AAAAAAAAH!!!! QUIERO VEEEEERRRLOO!!!
Toulouse sonríe.
—DÉJENME ENTRAAAAAARRRR!!!!
Los compañeros del muerto sonríen.
—PEPIIIIITOOOOOOO!!
Todos sonreímos.
—NOOOOOOO!!!
McLaren entra. Se acerca histérico al cadáver. Intenta abrazarlo.
—¿CÓMO PUDISTE HACERLO? ¿CÓMMMMH?
Se le tapa la boca, mientras que los enanos lo atan
por los pies. En el forcejeo, intenta morder la mano que
lo amordaza...
—MMMMMMMGGGGGGUUUUUUUH!!!!
...pero falla.
—Oye, estás sangrando... ¿Te ha mordido?
—A mí, no. Pero est... DIOS!!!
—Tienes un pedazo de lengua en la mano.
—AAGH!!!
El trozo de lengua va a parar al suelo. Uno de los enanos lo recoge en un kleenex.
—Eso. Nada de huellas.
—¿Y el crematorio?
—Al final del pasillo. Yo vigilo... Ahora... Salid.
Sacamos al maricón, que sangra por la boca como
un gorrino y no para de moverse.
—Cabronazo, estate quieto... Te voy a dar así.
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—Eh, tú.
—¿Sí?... ¡Deja de moverte, mierda!
—Nada de hostias. Tiene que estar consciente todo
el rato. Toma, métele esta bayeta en la boca.
—¡Buuuuuf!... ¿Qué tiene esta bayeta?
La respuesta la da un enano abrochándose la bragueta.
—Hey Malcolm, espero que te guste este molotov...
Estamos ya en la habitación del crematorio. El Malcolm llora de dolor con su mordaza meada. Toulouse se
le acerca.
—Bueno, cherie: esto se acaba. Por tu culpa se nos
han ido, cada cual a su infierno, dos buenos amigos.
El mari manager extravía la mirada.
—Tú querías echarte al culo a Pepito. No le querías
más que para eso.
Empiezo a jugar con el cuchillo.
—Todos sabemos que Malcolm McLaren siempre
consigue lo que se propone. Eh, Cocoliso, un culo para
McLaren...
Uno de los compañeros de Pepito levanta a Cocoliso, que se ha bajado los pantalones, hasta la cabeza de
McLaren.
—Adelante, Coco.
Un chorro de mierda cubre la rizada melena.
—Bueno, babe, vamos a abreviar: recuerdos a la familia y todo lo demás.
—¿Qué le hago con el cuchillo?
—Dama, no me seás papafrita... Tenés poca imaginasión, ¿vitte?
Me coge el cuchillo. De un tajo, le arranca a nuestra
víctima los botones de la bragueta. Después, ris, ras...
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—MMMMMMMMGGGGGGGGH!!!
—Una promesa es una promesa. Este rabo decorará
el local.
Se acabó la diversión: McLaren se ha desmayado.
Entre varios, lo enfundamos en una sábana y lo metemos en el horno.
—¡Hey, apuraos, que viene la comadreja!
Volvemos al cuarto donde descansa Pepito. Toulouse se le acerca y «le habla» al oído.
—¿Qué le has dicho?
—Nada importante: que cuando se encuentre al cabronazo en el infierno, no ha de preocuparse; el rabo se
quedó aquí, «de recuerdo».
—¡Toulouse, eres genial!
—Y ahora al club, a remojarlo. Hay que preparar el
funeral.
—Algo principesco.
—Naturalmente.
La comadreja nos ve salir riendo a carcajadas.
—Estos punks... No respetan ni a sus muertos.
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Epílogo
Post-Greta
Dicen que Ella está vieja
Dicen que Ella está muerta
Dicen que Ella es de polvo
Dicen que Ella es finita
Pero hablan de Dios
Pero hablan de Ideas
Pero hablan de palomas blancas
Que iluminan la frente de los tardígrados
No discuten los dogmas de la sangre
Ni de la materia
Rojo y gris, respectivamente
Se reúnen en semicírculo para mandar a quien no obedece
Se rasgan las bragas y las puntillas por la tele
Lloran lágrimas de gin fizz por el Destino del Hombre
Luego sonríen, en pleno trance anfetamínico,
Y bailan el bugui de la confianza
Se puede creer en la eternidad del Supremo
Se puede creer en la eternidad de la Idea
Se puede creer en la eternidad del Santo Buchón
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El eterno femenino
Se puede creer en la eternidad de la sangre
Se puede creer en la eternidad de la materia
En tanto en cuanto dinámica de la Historia
Porque Dios no existe
Porque los comunistas son unos malvados
Porque la exacerbación nacionalista trae graves consecuencias
Porque hay que seguir al Papa Godzilla
Que vuela bajo los soles al grito de SRAZAM!!!
El lo sabe todo
El lo ha vivido todo
El está en todo
El es un sportman
El hizo de Anthony Quinn en cierta superproducción
Después de la Greta vino el diluvio de lágrimas y dudas
Mientras que Bette Davis rellena algún cadáver
Con nueces y almendras
Tomillo y romero
Jerez y Montilla
Después de la Greta vino Miss Marple a investigar
La gran estafa de la Cold War
Los mitos trastocados
Y la manipulación de polarizaciones
En nombre de la memocracia
Pero no descubrió nada porque así lo exigía el guión
Después de la Greta vino la catástrofe y el maremágnum
Antes nostrum
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Hoy no
Después de la Greta vino el tedio y el desamor
El racionamiento de la fantasía
El sexo multiplicado por mil, como esporas
Las dicotomías y los análisis
Quizás por eso esté más cerca de Lubistch
De John Gilbert
Y —cómo no—
De Ella
Quizás ahora alguien se atreva a canonizarla
Porque ya está bien de santas con bigote y verruguilla
Porque ya está bien de santos que, por el hecho de parecerse a Manuel Puig
Y no escribir como Manuel Puig, ya son santos
Eso es un escándalo
Eso es la debacle
Eso es la repera
La reoca
La repanocha —Tucker y Pavone juntas del brazo por
Velázquez
Después de la Greta vino la Guerra
Después de la Greta vino la Pazzzzzzzzzzzzzzzz
Después de la Greta vino la náusea
Después de la Greta vino la arcada del gordo aquel
Que vomitaba hamburguesas y blues mal digerido
Y también vino James Dean a vender pantalones pero
la Porsche lo saboteó
—malditos teutones!!!
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Freud vino después de la Greta
Porque... ¿a quién le importaba Freud cuando se estrenó Camille?
Después de la Greta vino 1984 y un nuevo siglo
Después de la Greta vino el XX y miedo —querrá decir
«medio»
No, señora, quise decir «tedio»
Después de la Greta vino Cristina Keller
Disfrazada de Modesty Blaise
Programada para cachondearse eternamente de Ramón
Novarro
Después de la Greta los huesos de Nietzsche estaban
más que lirondos
Porque él nunca la conoció
—¿O SÍ?—
Nadie sabe qué ha sido de Miss Gustafsson después de
la Greta
Después de la Greta vino Patti Smith meándose de gusto
Mujer—buitre enamorada de Rimbaud
Que, seguramente, en su vida ha visto un film de la Divina
Porque, en tal caso, cambiaría de estética y pasiones
Después de la Greta su imitadora se agostó
Sus facciones imperfectas de vieja prematura
Se cubrieron de otoños y make—up
Para disimular la sombra de la Ausente
Que envejecía, al tiempo, sin afeites
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Y que, en algún cine oscuro, se veía la última de la Dietrich
Después de la Greta vino Anthony Perkins disfrazado
de psiquiatra
Para redimir su pésima fama de chotacabras
Interrogando a sus pacientes sobre el vestido de mamá
Sobre las pasiones de la madrastra
Sobre el beisbol y la B. B.
Mientras que la Coward grita desde un armario:
HEY NORMAN, QUIÉN PUSO MÁÁÁÁ?
Después de la Greta todas las incipientes libertades
Se volvieron tolerancias
Y el monumento al Hipócrita Más Conocido
Sustituyó al de aquel joven soldado imposible de identificar
Después de la Greta vienen las grietas
En la memoria
En los muros
En los pechos
En los labios
En las arterias
En la vejiga, donde Randolph Carter encontró la piedra
lunar
En el corazón, sin anacronías que latir
Después de la Greta vino Ferry
Como redimiendo tanta mediocridad
Y Harley con sus muletas plateadas
Y su expresión hermosa, alucinada, enajenadamente lúcida
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Pero ni la locura vestida de cinismo de uno
Ni el cinismo vestido de locura del otro
Movieron nada
Dejémoslos girar en su fino mecanismo
Por el salón vacío
Después de la Greta vino la clase media
Y Hollywood se tiñó de realismo y antihéroes
Desplazándose hacia otros ejes
Olvidando las historias agridulces de Harold Lloyd
Y los dolientes misereres de Browning
Porque a la clase media no le interesa lo subhumano ni
lo humano
Mucho menos lo sobrehumano
La clase media aspira a UN MUNDO FELIZZZZZZ
VIVA LA CLASE MEDIA!!!
Después de la Greta vino la nada con sus apóstoles
El vacío con sus jinetes
Y los sentimientos se acolcharon como skay
Para no herir suspicacias
Buscándose la utilidad de los héroes
Buscándose la utilidad de los caballeros
Buscándose la utilidad de los artistas
Buscándose la utilidad de todo aquello que está más
allá de lo útil
Y así se pobló el mundo de mercenarios
Después de la Greta vino la razón
Pero se perdió el sentido común
Porque lo que hoy es común carece de sentido
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Al menos para nosotros
Para ti
Para mí
Y para ese chico triste que no duerme jamás
Y es que después de la Greta cayó el sentido de la armonía
Como un Ícaro descompuesto
Como un cisne tocado
Como ese majara sin rumbo que pasea por el puerto
Hablando de cosas que nadie entiende
¿Prometeo?
Sí, ese
Hoy los paparazzi nos la muestran vieja
Muerta
Polvo
Finita
Pero no lo aceptamos
Nuestro egoísmo nos lo impide
Porque reconocer el «después» de la Greta
Es reconocer el final de todo
Y aún sentimos la locura en nuestras venas
Aún nos vemos con fuerza para desafiar al nihilismo
Para trastocar todos los órdenes
Para organizar los mayores escándalos
Para esperar entre las sombras lo inevitable
El Gran Milagro
LA RESURRECCIÓN DE LA FANTASÍA
LA PELÍCULA SIN FIN DE GRETA GARBO
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17 fragmentos para
un retrato de Mary Ann
Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo
ni siquiera dónde conocí a Mary Ann. Largos años han
transcurrido desde entonces y mi memoria no consigue
rescatar más que fragmentos aislados de un rompecabezas imposible. Mi mente se niega a proyectar una
imagen completa de Mary Ann, un recuerdo fuerte y nítido al que recurrir en las noches más negras, y sólo gotea trozos de un retrato borroso y mutilado que va
menguando sin prisa ni pausa.
Una y otra vez reordeno los flashes que aún iluminan su recuerdo y coloco las piezas, tratando en vano
de rellenar los espacios en blanco.
(1) Recuerdo que a veces aparecía de repente en mi
vieja, polvorienta y desordenada buhardilla; entraba levitando por una de las ventanas del tejado, dándome
un susto de muerte. Como el hombre murciélago, Mary
Ann siempre venía sin avisar.
(2) Recuerdo que, desde el principio, me encantaba
que leyera mi pensamiento, que peinara mis neuronas,
que jodiera mi mente. Creo que fue la única persona
que llegó a conocerme de verdad.
(3) Recuerdo que siempre estábamos ciegos: hongos,
LSD, mescalina, peyote aderezaban nuestras veladas
eternas, dando como resultado gloriosos coitos que nos
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fundían en un solo cuerpo; entonces éramos un hermoso monstruo de dos piernas, otras tantas cabezas, un
par de muñones, tres brazos… y dos extraños apéndices: uno fálico y otro palmeado.
(4) Recuerdo que le molestaba un poco mi fetichismo de pies, sobre todo cuando íbamos por la calle y me
comía con los ojos los deditos de las muchachas en
chanclas… entre otras cosas porque ella, por no tener,
no tenía ni piernas. Hasta que, cierto día que me estaba
acariciando, me leyó el pensamiento y se encontró con
la siguiente pregunta: «¿Quién quiere pies cuando tiene
esa manita palmeada, morbosa, aniñada, como de patita dibujada por Carl Barks, esa manita que, cual varita
mágica, siempre que me toca me convierte en cisne?»
(5) Recuerdo mis visiones de Mary Ann como top
model de una dimensión paralela, exhibiendo su inimitable belleza en la portada de Vogue. En esa dimensión,
a las chicas con piernas las llaman «discapacitadas».
(6) Recuerdo que entonces pensaba siempre en Mary
Ann cuando, por hache o por be, me veía obligado a follar con otras mujeres.
(7) Recuerdo que rara vez salimos juntos de mi buhardilla. De Pascuas a Ramos dábamos una vuelta a la
manzana. Sí, me gustaba empujar su silla de ruedas,
atropellando a veces a algún peatón desprevenido, pero
la nuestra fue una relación de interiores, egoísta, de espaldas al resto del mundo.
(8) Recuerdo el único acto social al que fuimos juntos: la inauguración de una exposición de Joel-Peter
Witkin en el Círculo de Bellas Artes. El fotógrafo, prendado de la rara belleza de Mary Ann, le ofreció hacerle
un retrato en el que aparecería desnuda, sobre una gran
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bandeja de plata, con una manzanita en la boca y una
bellota en el culo, rodeada de patatas cocidas, zanahorias y demás guarnición, como plato principal de un
banquete exquisito. Por desgracia, Mary Ann rechazó
la oferta con una excusa de jefe sioux: «Las fotos te roban el alma».
(9) Recuerdo, en el clímax de un colosal trip, su rostro explotando en mil colores sobre mi cara, resbalando como gotas de mercurio viviente sobre mi piel mientras su tronco se retorcía poseído por ondas multior
gásmicas.
(10) Recuerdo mi polla fundiéndose con su coño, o
su polla con mi coño… nunca estaba claro: siempre nos
intercambiábamos los sexos, los cuerpos, los cerebros,
los espíritus. Después, nos costaba un triunfo volver a
nuestro estado original. Teníamos que morder de nuevo la manzana.
(11) Recuerdo el morbo que me daba sentarme en
su silla de ruedas, completamente desnudo, y masturbarme ahí, sin mover las piernas, mientras ella improvisaba un ingrávido striptease a varios centímetros del
suelo.
(12) Recuerdo algunos de los discos que utilicé como
banda sonora de nuestros ratos de cama: Stainless Gamelan: Inside the Dream Syndicate, Volume III Selectes
Ambient Works Volume I, Loveless… Pero cuando pinchaba ella, siempre ponía el primero de Suicide o El
apóstol de la lujuria: decía que le gustaba follar a ritmo
de rock’n’roll. En una ocasión trajo una mochila llena
de viejos singles de rockabilly, con oscuras, aceleradas y
sudorosas grabaciones de John & Jackie, Ronnie Dee,
Peanuts Wilson, Elroy Dietzel o Freddie and the Hitch90
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Hickers. Al ritmo de aquella música sucia y salvaje, casi
prepunk, echamos el polvo del siglo.
(13) Recuerdo que, cuando follábamos, siempre eyaculaba en su interior. Nunca hablamos de métodos anticonceptivos, pero supongo que ella tomaba la píldora
o era estéril, no sé, el caso es que lo hacíamos a pelo.
Sexo salvaje, animal e inseguro.
(14) Recuerdo que, una noche, soñé que Mary Ann
engendraba una hija mía. Yo mismo atendía el parto,
vestido de sumo sacerdote encarnado como Cronenberg en «Inseparables. Con ayuda de un fórceps y una
ventosa, arrancaba del vientre de Mary Ann a una
niña de unos ocho años: tenía su mismo cuerpo hermoso e incompleto, pero en pequeñito; pero su cara
era mi vivo retrato. La pequeña me miraba fijamente,
con enormes ojos de manga, cubierta todavía por la
mucosa uterina, aún unida a su madre por el cordón
umbilical, y me decía, sonriendo: «Siempre te odiaré
por traerme al mundo».
(15) Recuerdo que, mientras yo trabajaba en mis
textos, Mary Ann se enroscaba en una esquina, entre
cojines, ronroneando como una gatita, leyendo tebeos
de la Marvel y de EC. Leyera lo que leyera, aunque fuera el más oscuro cuento de Gorey, siempre se reía como
si acabara de escuchar el mejor chiste del mundo.
(16) Recuerdo el día que se fue para siempre. Algo
enfadado, le pedí que, al menos, tuviera el detalle de
borrar su recuerdo de mi mente: «No quiero echarte de
menos el resto de mi vida, ¿para qué pasarlo mal cuando puedes hacer borrón y cuenta nueva? Si te vas, vete
también de mi cabeza». Creí que no se atrevería, pero
sí, lo hizo… a su manera: «De todos los recuerdos que
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tienes sobre mí, olvidarás uno al mes», dijo con el tono
frío de una bruja de cuento. Acto seguido, me tocó la
frente con su manita palmeada y se largó, dando un
portazo, a bordo de su silla de ruedas.
Ahora no sé que habrá sido de ella. Más de una vez,
yendo por la calle, me ha parecido verla, rodando en su
sillita de ruedas, pero el cruel espejismo desaparecía al
fijar la vista: no era más que otra inválida del montón,
gris, fea, sin ninguna gracia ni misterio.
Hoy ni siquiera vivo en el mismo lugar donde Mary
Ann venía a verme, y mis esperanzas de un reencuentro
se han agotado. Nunca volverá para levantarme el castigo o premio que yo mismo me gané. Por suerte o por
desgracia, me quedan sólo 17 fragmentos, 17 recuerdos, 17 memorias de Mary Ann. Si, como ella prometió, desaparece uno cada mes, aún me faltan 17 meses,
más de año y medio, para olvidarla por completo.
El último día sólo retendré el decimoséptimo recuerdo: su nombre, dos palabras vacías, siete letras huecas
que se irán escapando de mi mente.
(17) Mary Ann
Mary An
Mary A
Mary
Mar
Ma
M
Luis Landeira (también conocido como Dildo de Congost)
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«Amo Lo Femenino en los demás y en mí mismo.»
FERNANDO MÁRQUEZ
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En el criterio de selección para la presente marginalia he
procurado ajustarme lo más posible a la temática e inquietudes de lo que acaban de leer.
[Las fechas entre corchetes debajo de cada texto hacen referencia a su original publicación, lanzamiento o radiodifusión.]
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EL ETERNO FEMENINO
Mitos, mujeres, galgos y ciudades,
musas, pintores, gatos y novelas,
reinas, banqueras, hadas y estudiantes,
discos, estrellas, robots y japonesas,
sintes, hoteles, hormigas y serpientes,
indios, muñecas, películas y vídeos,
comics, revistas, literas en los trenes,
electrodomésticos y cajas de ritmo
tienen ese algo misterioso
que daba miedo a Leonardo y a Amiel,
que sólo las minorías entienden,
que hizo a Warhol esposo de su cassette.
[Incluido en el lp El eterno femenino.]
[1982]
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El eterno femenino
AQUELLA CHICA
La soledad envuelve a aquella chica
que está en la barra, medio tirada,
pendiente sólo de su pensamiento
que el diablo sabe en dónde está.
Los popis ni la miran y, si lo hacen,
sólo critican con ironía
y aquella chica sigue en su galaxia
la mar de triste
aunque no se note por su expresión.
Parece un osito de peluche
que sacó alguien de la basura,
la pisan sin querer y no responde,
no tiene huesos, es de algodón.
Qué terrible balance estará haciendo
si aún no ha cumplido los veinte años:
todo el mundo parece divertirse
y también ella
aunque no se note por su expresión.
No te preocupes por aquella chica:
todo es mentira, está actuando.
Hoy le tocaba el turno a Janis Joplin
y ella es esclava de su papel;
la gente son comparsas en su vida
que ella recicla a cada instante.
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Tendrías que verla sin maquillaje,
es tan distinta
aunque no se note por su expresión.
[Incluido en el lp El eterno femenino.]
[1982]
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MI DULCE GEISHA
Ella nació en el 60 en la ciudad de Osaka
y tiene entre sus parientes al señor Tanaka;
su hermano se fue de casa con Yukio Mishima
y se acabó suicidando cerca de Hiroshima.
Hoy ella vive en Madrid y estudia nuestro idioma:
cree que una buena prosodia no es cosa de broma:
pasa las noches metida hasta el cuello en Rockola
y escucha pop de vanguardia en su sanyogramola.
Ella, a veces, me habla si estamos en la cama
de sus paseos infantiles bajo el Fujiyama;
también me habla de lindos robots de bolsillo
que regirán Occidente con un nuevo brillo.
Ella es dulce, inmutable y muy patriota:
sabe que en cada europeo se esconde un idiota
necesitado de afecto, de luz y de guía
y es ese sol que renace la única vía.
Mi dulce geisha es sumamente amable,
tiene dos luces oblicuas que sonríen cuando mira,
le gusta el pescado crudo y sabe artes marciales
y su conducta amorosa es muy imaginativa.
[Incluido en el lp El eterno femenino.]
[1982]
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LA BELLA DURMIENTE
Quisiera ser un príncipe azul
por despertarte con un beso
y alzarte a mi caballo blanco
desde el césped en pendiente de noventa grados.
Quisiera ser más de lo que soy
por disuadirte con un beso
del batacazo ya premeditado
por el césped en pendiente de noventa grados.
Quisiera hablar con el tigre sobre cuál era tu olor
cuando tenías decidido tomar la ruta peor:
quisiera que sólo fuera una canción.
Y poseer alas de algodón
para volar hasta tu estudio
y quedarme inmóvil sobre un cuadro
esperando que mi gesto fuese de tu agrado.
Quisiera dejar esta ciudad
o, al menos, verla con tus ojos,
pisar donde tus pies hayan pisado
esperando que el encuentro fuese de tu agrado.
Quisiera empezar de nuevo la misma conversación
de hace casi treinta años en el mismo caserón:
quisiera que fuera más que una canción.
[Publicado dentro del libro Vainica Doble.]
[1983]
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LA RATA
El Flaubert
que leíste un día gris
te sentó
no muy bien, como verás:
tu mirada se ha perdido en la pared
del vacío que te sirve de salón,
los tapices son espejos
que no tienen valor.
El lograr
vivir como una madame
cuando aún
no has aprendido a mentir
es grotesco y te está haciendo sentir mal:
anteayer vestías uniforme azul,
las clases de BUP hoy son
poses de mujer fatal.
Fíjate
en la pared de cristal
donde hoy
te has querido esconder:
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no hay amor en tu reciclaje burgués,
tienes todo a cambio de transigir
a ser suya un par de veces
solamente al mes.
[Incluido en el lp 1984.]
[1984]
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EL FUTURO
A veces lloro
por una mancha en la pared
y me preocupa
llorar por una idiotez.
Mañana mismo
un balneario buscaré
a ser posible
en el Pirineo francés.
La luna llena
se vestirá como un galán
y pasearemos
y luego el sol llegará:
habrá pelea,
la luna se retirará
y es muy probable
que el sol me invite a nadar.
El futuro no es una mancha en la pared
ni más tardes mirando al mundo desde un canapé,
el futuro es ahogarse en vasitos de agua termal
apurando a sorbitos el momento estival.
Cuando regrese
ya no habrá mancha en la pared,
habrá una foto
en el Pirineo francés.
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En el invierno,
sentada en mi canapé
haré mis planes
y plaza reservaré.
El futuro no es una mancha en la pared...
[Incluido en el mini lp de Kiki D’akí.]
[1984]
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UNIDAD DE DESTINO
Es difícil que nos vean
como una canción de Abba,
es difícil que se crean
que entre ambos hay amor.
No parecemos la pareja ideal
para decorar portadas,
nuestra imagen es tan poco habitual
que a muy poca gente agrada
aunque somos la unidad,
unidad de destino en lo personal,
sí, somos la unidad,
en nuestro encanto extraño
late el yin y el yang...
Una unidad de destino:
no puede haber mayor desatino
que tú y yo.
Por encima de la ausencia,
de la hartura o del regreso,
más allá de la impotencia
ante un eventual desdén.
Puedo pasar casi dos siglos sin ti
y volver a las andadas:
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nuestros lazos no se entienden aquí
porque aquí no entienden nada
y es que somos la unidad...
[Incluido en el mini lp de Kiki d’Akí.]
[1984]
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ACCIDENTE
No tengo celos de ella:
es tan sólo un accidente
que cubrirá la marea,
que arrastrará la corriente.
No tengo celos, de veras,
no pienso darle importancia:
la olvidarás sin problemas
en cuanto no te haga gracia, sí.
Es una tormenta en una bola de cristal,
es ese tornado que limpia el polvo en tu hogar,
es el tonto incendio de un bistec a medio hacer,
es el gris naufragio de una tacita de té:
accidentes tan pequeños
no me pueden afectar
jamás.
No tengo celos, qué idea,
dime si encuentras motivo
para un dolor de cabeza
o perder el apetito, di.
Es una tormenta en una bola de cristal...
[Incluido en el mini lp de Kiki d’Akí.]
[1984]
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EL ORIGEN
Fe Jones nace en Gibraltar un 20 de noviembre de
1960.
Es una niña robusta: en la báscula de la Maternidad
dio cuatro kilos.
Su madre, Trini Balboa, muere en el parto.
Su tía, Almudena Balboa, es quien la cría.
Su padre, Howard Jones, tras dos años de luto, acaba uniéndose con su cuñada.
Es entonces cuando dejan Gibraltar y se establecen
en Marbella, donde compran un hermoso chalet bastante apartado del resto de urbanizaciones.
De cualquier modo, la estancia se ve constantemente
interrumpida por viajes a distintos países de Europa
motivados por la profesión del padre, periodista y escritor especializado en ensayos sobre arte y literatura
de los siglos XIX y XX.
La tía y madrastra es una colaboradora activa en estas labores, desde su licenciatura en historia de la literatura, y con la ayuda de profesores particulares, se encarga de la educación de Fe hasta su mayoría de edad.
Fe aprende a leer a los tres años.
Fe escribe su primer poema a los cinco años.
Fe habla desde pequeña cuatro idiomas: castellano,
inglés, francés y alemán.
Fe conoce a niños de varios países pero sólo se hace
amiga de tres.
Fe tiene los ojos azules y el pelo negro.
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Fe no está bautizada.
Fe solamente va a la iglesia por goce artístico y,
mientras las beatas salmodian sus oraciones, ella contempla los techos y vidrieras, altares y triforios.
Fe canta temas de la Velvet al oído de su perro dobermann: aún no ha cumplido los ocho años.
Fe lee cuentos del abuelo Kevin, el que se nacionalizó alemán y acabó pegándose un tiro en la Francia del
42.
Fe lee artículos del abuelo Héctor, el falangista que
rompió su carnet al dictar Franco la Unificación.
Fe no come carne ni bebe alcohol ni fuma pero mastica extrañas raíces del Oriente remoto y bullen aromáticas infusiones en las tardes hogareñas que la familia
Jones dedica a reposar y a estudiar viejos códices.
Fe visita Montségur antes de cumplir diez años; en
su mente, la imagen de Rahn, el Desconocido.
Fe se inicia en la psicodelia con una frialdad científica de la mano de su padre y madrastra.
Fe, a los siete años, en Turín, salva, a golpe de pistola, a un viejo escritor amigo de Gentile de ser apaleado
por troskistas: acto inútil pues, al dejar la familia Jones
esta ciudad, el anciano caería acribillado a balazos por
jóvenes «revolucionarios» que nada tenían contra él,
salvo que «les molestaba la presencia de un fascista en
su manzana».
Fe lee el Mein Kampf y escribe en su diario: «Un libro muy limitado. Es lógico que el Reich nacido de ello
llevase en sí los gérmenes de la derrota».
Fe es considerada hippie por el conserje de cierto hotel parisino: estamos en el 68.
Fe y su familia son mal vistos en las calles de Mála108
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ga por su «extravagante indumentaria»: túnicas, pañuelos, jeans, botas altas... Todo en rojo y negro.
Fe ha visto morir atravesado por unas tijeras de podar a su perro dobermann: junto al cadáver, una nota
en la que se «invita» a los defensores del amigo de Gentile a abandonar Turín en un plazo de dos días.
Fe no echa de menos a su madre: tal vez sea porque
Almudena es su gemela.
Fe no comprende la vida española en el franquismo
y, por eso, cuando está en la Península, prefiere lo atemporal de los espacios deshabitados, de las ruinas y los
viejos pueblos, al bullicio agónico y mimetizante del
Plan de Desarrollo.
[Capítulo de la novela Fe Jones.]
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LA MÁS GRANDE ESTRELLA
«Ni que decir tiene que no me disgustaría
ser rica y famosa. Eso entra de lleno en mis planes
y algún día trataré de conseguirlo; pero,
si eso sucede, quisiera llevar conmigo a mi ego.»
HOLLY GOLIGHTLY
Me la encontré en la escalera de incendios, acurrucada,
tan bizca y desgarbada como siempre, con su camiseta
índigo dada de sí, sus jeans descoloridos, sus zapatillas
de deporte. Tarareaba, acompañándose con su guitarra, una vieja melodía de Mancini.
De cuando en cuando, indolente, soplaba el flequillo
que se derramaba sobre sus ojos y, moviendo la cabeza
hacia atrás, agitaba la cola de caballo recogida con un
lacito lila. La luz del atardecer alteró su habítual palidez y le sacó los colores.
Su gato sin nombre seducía a maullidos quedos a
una minina forastera manchada de calicó. Los dos bichos sabían perfectamente cómo sacarle el jugo al melancólico tarareo ambiental. Benjie, el viejo negro de la
casa de enfrente, se asomó al patio y saludó. Después,
regó su bonsái: un ciprés del bayou chapoteando en un
orinal estampado con orquídeas.
Ella dejó de tocar. Sacó del pantalón un pitillo extralargo y un mechero de jade. El viejo Benjie reía a gritos.
Hablaba solo otra vez. O, quizá, con su arbolito. El pa110
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tio parecía completamente teñido de rojo. Miré el reloj:
Vera se retrasaba.
Ella lanzaba al cielo escarlata finas bocanadas de
humo. Yo reprimí un bostezo. Los gatos habían desaparecido. Nuestras miradas se cruzaron. Me saludó
apuntándome con su larguísimo índice. Le devolví el
gesto esbozando una mueca.
Sonó el timbre. Vera, seguramente. Di la espalda a la
ventana. Me topé con el espejo del armario, pero no me
vi. Ella reanudó su tarareo. Oí al viejo Benjie aplaudir.
No cabía duda: era la más grande estrella.
[Publicado en el diario ABC.]
[1987]
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A OLGA BARRIO
«Yo me difundí en el silencio...»
ROSA CHACEL
Olga Barrio nos mira
y nos asusta tanto
con su voz en los ojos
que se extiende hasta el tiempo
de soñar con Leticias,
chacelianos proyectos,
diosas inteligentes
que seducen pensando.
Olga Barrio nos habla
y nos hace balances
de la Historia inminente,
con sus ojos que dicen,
y se rompe la inercia
de banales servicios
con el tácito guiño
de su sola presencia.
Olga Barrio es un canon
de belleza escondida
en repúblicas muertas
que jamás existieron
salvo en las intuiciones
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de unos pocos maestros:
es la imagen discreta
que no admite cinismos.
Olga Barrio nos sume
en su hálito perdido
de heroína ilustrada
ajena al esperpento,
con la que hablar de mucho
sin sentirse frustrado
y dar a los silencios
categoría de Arte.
Olga Barrio es el agua
separando el aceite
de esta balsa conversa
que corrompe utopías:
y su sobria elegancia,
mucho más sugerente
que todas las muñecas
del pensamiento débil.
Olga Barrio, en su adentro,
quizás nos equivoque
y nos rompa el poema
y nos manche el retrato
escindiendo su fondo
de su iconografía
(o quizás no —quién sabe—
pero no viene al caso:
importa la mirada,
su fulgor chaceliano
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de diosa inteligente
que seduce pensando).
[Leído por Radio 5/RNE.]
[1989]
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A PATTI SMITH
Ella hunde la pluma entre las piernas
y, con tinta simpática, escribe una canción.
Ella muerde la lengua de la noche (oscuro cohombro
goteante)
y, retando a la lluvia (sin paraguas ni trinchera),
gritará su canción.
Ella se ha hecho todo encima, presa de una emoción incontinente,
al sentirse penetrada por mil gentes (hombres, mujeres
y niños),
que disfrutan escuchando la canción.
La Conciencia Universal es algo húmedo y tangible:
las secas abstracciones ocultan siempre un bluff.
[Leído por Radio 5/RNE.]
[1989]
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MARÍA Y AMARANTA (la prosa)
María y Amaranta viven en una buhardilla de la plaza
de Chueca. María y Amaranta viven en un palacete cubierto de hiedra. María y Amaranta viven en un apartamento cerca de los Nuevos Ministerios.
María tiene algo de más edad que Amaranta según el
carnet de identidad pero Amaranta es mucho mayor
que María según las trazas y el espíritu.
María es risueña y tendente al infantilismo. Su colección de muñecas causa pasmo a las visitas. También
adora los museos de autómatas. Le encantan los bombones de licor y no parece preocuparse lo más mínimo
por los michelines que, sin prisa ni pausa, asoman a su
cintura.
Amaranta es seria y prematuramente madura. Da excesiva importancia a todo y gusta de filosofar y comprometerse. Siente unos celos tremendos de los hombres
que requiebran a su amiga. Los insulta. Los amenaza.
Los maldice. Llora muchísimo en brazos de María. Ésta
abandona súbitamente su corteza de pepona y toma las
riendas por un rato de la situación.
María es más calculadora. Amaranta, más impulsiva.
María compra maría, que acaba fumando Amaranta. Y Amaranta aparece con coca, que apenas cata por
culpa de María.
Una es amoral. La otra, no. No es cuestión de calidades sino de temperamentos: ¿acaso la moral no es
otra cosa que un rasgo caracterológico?
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Amaranta y María viven de las rentas que dejaron
los familiares de la segunda: con ese dinero, Amaranta decidió abrir una librería dedicada a la literatura
fantástica. Ella se encarga de administrar el negocio.
María atiende a los clientes. Amaranta, en el vecino
despacho, se mortifica a veces cuando su amiga habla
largo rato con alguien. Una charla cordial, distendida,
con puñales de risa que desgarran el corazón de Amaranta como el de una Virgen Dolorosa. Hay ocasiones
en las que, azuzada por la angustia, irrumpe hecha
una furia por entre los estantes y espanta al moscón,
el cual, casi siempre, se va sin comprar. Entonces, María la reprende y se burla hasta que la celosa coge un
berrinche.
A María le excita sentir el tibio llanto de Amaranta
correr por su pecho hasta perderse en el ombligo y los
michelines. Hunde su indolente rubicundez en la fosca
melena que acaricia su cuello. Y la acuna. Y la consuela con frases llenas a la par de cinismo y ternura. Y
comprueba cómo se funden y confunden las respiraciones: una, poco a poco serenándose; la otra, a cada momento más agitada. Amaranta se diluye en un débil
ronroneo, abdicando de su rol de quijotesa hasta la siguiente jornada. María, en cambio, con la mirada brillante más allá de la pared, susurra al oído amigo planes completamente faltos de escrúpulos y llenos de
ambición, de egoísmo a compartir, de soberbia, de cuya
maternidad renegará convenciendo a Amaranta de «qué
buenas ideas tiene». Posteriormente, ésta los pasará por
el tamiz ético antes de llevarlos a cabo y de ese modo la
falta de escrúpulos, la ambición, el egoísmo y la soberbia menguarán y perderán su mordiente.
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Sobre el cristal, despacio, con deleite...
[Leído por Radio 1/RNE.]
[1990]
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NO EVITES A EVITA
«La justicia se ha de cumplir, cueste l
o que cueste y caiga quien caiga.»
EVA DUARTE
No evites a Evita, la Mujer Primera,
madre de las bilis de los niños pobres
en mañanas sepia (como en ciertos filmes),
de culos del mundo que a nadie interesan
bebiéndose el tiempo en charcos de diésel
frente a inaccesibles bungalows feudales
que Evita, imperiosa, humilla y derrota
en olor de bilis clamando justicia.
No evites a Evita, la Muerta de Todos,
de los locos tristes que inventan discursos
por las avenidas (como en ciertos tangos),
de obreros creyentes en dioses que vieron
mandar y perderse por mares de días
frente a inaccesibles palacios rosados
que Evita, triunfante, tiñe de revanchas
en olor de culos del mundo que gritan.
No evites a Evita, la Eterna Vengada,
que pasa en su haiga por todos los barrios
recibiendo flores de mayo en septiembre,
firmando mil bilis con una sonrisa,
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El eterno femenino
llenando de luz a los culos del mundo,
huérfanos que el Tiempo sorprenderá en armas
contra ese presente que les da de lado,
contra los espejos que siempre se burlan.
[Publicado en O Marambo.]
[1990]
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LA QUE HUYE
«Quo vos vi!... Quo vos vey!»
BERNANRD DE MARJEVOLS
La encuentran cazadores por el bosque desnuda,
Esclarmonde la llaman los árboles y pájaros,
las setas y las flores, los osos que la cuidan.
Los hombres la acosan, le tienden sus celadas,
sus redes y sus trampas. Las bestias la defienden.
Las armas han hablado: hay animales muertos,
hay luto en los aullidos de la dama salvaje
trepando hasta las peñas más altas sin descanso.
El olor del soldado, de arreos y armaduras,
la persigue sin tregua en la tarde que acaba:
han pasado seis siglos y todo se parece.
[Publicado en O Marambo.]
[1990]
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LATRÍA
«Tu cuerpo entre los ojos de los cielos...»
JUNA EDUARDO CIRLOT
En el centro del desierto
se alza un templo desprovisto de leyendas.
Por los muslos de la luna se derraman
miríadas de energías reflejadas.
La piel del mundo propio es más suave
que la de otros mundos.
Las vestales hieráticas esperan:
sus almas entornadas son nuestra nueva casa.
Abro la boca y mis palabras se retuercen
como sierpes a la luz de lo real.
Se me duermen las piernas, los brazos, los sentidos:
solamente los sueños me mantienen alerta.
¿En el quid del Universo
moran dioses que no entienden cuanto pasa?
[Publicado en O Marambo.]
[1990]
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LOS SUEÑOS
Suelo recordar los sueños,
suelo enlazarlos con otros ya soñados:
con Malicias de Beardsley
que nacieron con Carroll
como niñas atentas a mundos
que se ocultan del mundo
entre cuatro palabras
(= un cuento);
con instantes extensos
de intensidad difusa,
de intensidad confusamente inconfundible
como son las infancias,
como son las estancias
en parajes cerrados
a lenguajes adultos
ateridos de años
que jamás se han vivido
pues jamás se soñaron;
con visiones de hierro
mohoso entre las brumas
de bosques transitados
por locos mendicantes
persiguiendo quimeras
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tan ciertas como el Tiempo
(o más, por anteriores);
con extremos del plano en que nos viven,
con finales de la tierra ignorada
por tan sólo existir en la vigilia
cuando apenas se sabe lo que somos,
cuando llega a olvidarse Lo Sagrado;
con mujeres que aguardan
emboscadas en cuadros
de Rossetti, de Holman,
de Burne—Jones, de Millais,
despertando conciencias
embotadas, insomnes,
indemnes al asalto
de fuerzas invisibles
para los que no cierran
los ojos a las cosas;
y con... (también sueño con...)
Suelo recordar los sueños,
suelo enlazarlos con otros ya soñados.
[Creo que lo leí por una radio libre.]
[¿Comienzos de los 90?]
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BULIMIA
Ofrendamos al retrete y volvemos a la mesa
Un brote de agua entre los muslos del pastorcillo.
Con sus hojas y sus flores, un brote de agua sube
desde el mármol.
Ladrones de árboles, de ocasos: una sirena a lo lejos
y, luego, noche seca.
Como la sangre sucia de la tierra pegada a los zapatos.
Venas, venados, vinos y venus: el banquete comienza en la sala sin límites.
En algún rincón imposible no duerme (vigila) el pastorcillo.
Con su cascada de vida entre los muslos y los dedos
verso largo
rodeando el flautín de plata.
Su melena de mármol, alborotada en huracán perpetuo que nadie más siente.
El sol, con trazas de reloj, grita en el centro de la estancia.
Bajo las gotas de cristal y los fuegos trucados.
Las palabras de las paredes, la música del parquet, la
ética del salmón...
Se derraman por los manteles: sacra salsa imaginaria.
Un salmón de hielo se deshace sin prisa: dentro, sus
huevas esperan
las cucharas de jade y el chorreón agrio y las bocas y
gaznates largos.
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Un ramillete de buganvilias se improvisa entre los
muslos del pajecillo
(gemelo del pastorcillo salvo en no ser de mármol).
La mano de los príncipes acaricia su edad.
Los perfumes se mezclan y la sala se encoge y los límites van llegando
con sorbetes de arándanos para bajar las aves y deverso largo
jar paso a las huevas de salmón.
Los búcaros humanos de rango adolescente y su paciencia.
Sonrisas iluminan la cena última pero con visos de
eternidad.
La mesa del banquete es una línea recta sin principio
ni fin.
Seremos, lo menos, cien mil invitados.
Catedrales de langostas
simulando.
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OFENDEMOS A LOS NEGROS
SACROSANTOS DE ABISINIA
«La enfermera sostiene al niño, que no llega a los tres
kilos. Sus extremidades parecen palillos. La piel de su
vientre se halla tensa como un tambor. El niño mira
más allá de las moscas que beben de sus ojos, más allá
de la enfermera, más allá del desierto. La enfermera
introduce en la boca del niño gotas de líquido,
partículas de alimiento. Sabe que si se excede en
la cantidad, el niño vomitará y una risa tenebrosa,
de ecos demenciales, recorrerá las paredes vacías
de su aparato digestivo.»
AVANCE INFORMATIVO
El dolor de la piedra en los parques desiertos
se arrepiente de hallarse sin boca.
La copa del arbusto del cielo se abre
al mediar el día.
Las pústulas estallan:
razonan su presencia inaceptable
para los paseantes distraídos,
diminutos junto al lago de cristal.
La boca de los cuentos
se hiende silenciosa y nos confiere
su oscura realidad.
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CAÑERÍAS QUE NO ACABAN
DIGERIRÁN POR NOSOTROS
La reina de las proas de couché
despliega toda su sangre delgada como velas henchidas
por un viento desconocido.
Sus dientes iluminan las zonas residenciales
y enmascaran un aullido a medio exhumar.
Christo envolvió la ciudad en sus leotardos
y tiró la llave.
No concebimos a la reina inclinada ante nada,
ante nadie:
ella, la gacela soberbia que no admite apeaderos
y, sin embargo...
¿A qué sabrán sus lapsos,
sus llantos invisibles,
sus charlas al oído
de bocas siempre abiertas
que tragan lo que sea
sin preguntar jamás?
La reina de las fiestas de las flores de trapo
que se comen las ratas escapadas, con suerte,
de algún laboratorio de los muchos que hay.
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Devoraría en un tristrás
hasta el arco iris encerrado en una baguette.
La tristeza desnuda como el futuro
se arrojó desde un ático
con paraguas en las manos
y piraguas en los pies,
y gritaba menús de intenciones,
de deseos frustrados,
de escapadas de cepos,
de venganzas compradas
a dioses como pozos
que reciben sin dar.
Royendo situaciones, buscándoles la médula
pero siempre alguien se adelanta
y no deja ni rastro...
La reina se arranca vendajes, blindajes
(viejos o usados).
Sus dientes desgarran la tela.
Sin querer, se ha mordido y las vendas
nos turban con su rubor
monstruoso,
menstrual.
Desayunando en el Metro, entre dos andenes.
Trepidan las tripas de la madrugada:
todo es tibio, escamoso,
flatulento, fugaz
(mentira: es frío,
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húmedo pero frío:
la digestión de un cadáver).
La reina soñó que bailaba en la bahía. Sobre el agua de
la bahía.
Cerca de los colectores: donde el agua se vuelve iridiscente.
Donde el agua huele a carne podrida.
Una pareja de edad madura la observaba desde una
barca.
Una escalera de caracol brotó del agua y ella sabía que
conducía al faro del sol. verso largo
Intentó subir pero no podía sola: vértigo, timidez, sabe
Dios qué.
La sudadera de lana, completamente empapada, le pesaba muchísimo.
También los vaqueros le pesaban.
Sólo los pies desnudos parecían dispuestos a seguirla.
No veía el final de la escalera: el sol la cegaba.
La pareja, ahora ancianos decrépitos, continuaba obverso largo
servándola desde la barca.
De los colectores no cesaba de manar una sopa con
enormes tropezones,
todos muertos, todos podridos, todos deshaciéndose y
perfumando el agua.
Intentó subir a la escalera pero no pudo.
Sentía arcadas pero en su cuerpo no había nada que
arrojar.
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LA CIUDAD ES NUESTRO VIENTRE:
NECESITAMOS MÁS BOCAS
Salomé ha concluido su danza. Espera su premio.
Un mayordomo impecable presenta la gran bandeja
que ayer fue nido de pintadas, lecho para congrios,
cuna con jabatos
y hoy rebosa de silencio
(un hermoso silencio ensangrentado).
Salomé ha besado la carne blanca y fría del silencio.
Salomé ha mordido traviesa el silencioso perfil.
Salomé liba en la boca sin fondo y sin palabras.
Salomé va deglutiendo los jugos negros, fríos,
del silencio.
Salomé mancha su cuerpo con la tinta del manjar.
Suena música en alguna parte.
El padre filma la escena para el álbum familiar.
Pero Salomé escapa del plano
y, excusándose, se esfuma entre los comensales.
Al irse, todos se arrojan sobre la gran bandeja
pero no encuentran nada de su gusto:
tan sólo un cráneo
muerto de risa
ante miles de comensales chasqueados.
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¡Qué voraz es la hija del Rey!
¿Dónde meterá todo lo que come?
[Publicado en El corazón del bosque; algunos fragmentos
aparecieron previamente en Amarillo Metropol.]
[1991/94]
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Madame Hydra
como símbolo iniciático
Descubriste a Madame Hydra en otoño del 69. Tenías
once años y, desde el verano, vivías en un mundo paralelo configurado por los comics de la Marvel (recién llegados a España). Cabe suponer que las difíciles circunstancias de un entorno familiar más cercano a ¿Qué fue de
Baby Jane? que a «Daniel el Travieso», un bienio relativamente traumático en un internado y los inevitables
cambios hacia la pubertad también influyeron, pero la
base para tal fascinación se hallaba en el perfecto acabado de aquel cosmos gráfico de mutantes (sufridos o diabólicos), sintozoides, afectados por rayos gamma, Parsifales extraterrestres, ciegos con radar incorporado,
magos psicodélicos, agentes de Inteligencia clavaditos
(con el añadido obvio de la hipertecnología) al sucio
Harry Callaghan, superhéroes descongelados tras la tira
de tiempo, dioses, etc. Todos ellos marcados por algo
que en anteriores comics de aventuras apenas sí aparecía:
la soledad de ser diferentes, especialmente resaltada en
los personajes con quienes más te identificaste, los mutantes y el sintozoide llamado La Visión; precisamente
éstos, cuya otredad les marcaba desde el nacimiento haciéndolos supermonstruos antes que superhéroes.
Poco antes de este descubrimiento habías comenzado a dibujar esbozos de historietas influenciado por
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una serie publicada en la revista Fotogramas: «Modesty Blaise». Hasta entonces, las historietas épicas
nunca te habían dicho nada, prefiriendo grafismos menos naturalistas (como los tebeos Bruguera de la transición 50/60, los álbumes de Tintín o algunas cosas yankees editadas aquí por la Novaro —«La zorra y el
cuervo», «La pequeña Lulú» o «Bugs Bunny»—): tanto
el Capitán Trueno como el Jabato o el Guerrero del Antifaz (y no digamos las «hazañas bélicas» del inefable
sargento Gorila) te producían un tedio espantoso.
En cambio, Modesty Blaise era otra cosa: británica,
sofisticada, transgresora de roles sexuales (ella llevaba
las riendas de la acción y su colaborador varón no pasaba de ser una mezcla de bibelot y perro de presa), tremendamente actual en un momento en que la actualidad resultaba atractiva y no repelente... A través de este
cómic y de la revista de cine que lo publicaba fuiste descubriendo el pop-art, la psicodelia, la contestación juvenil, el rock y la insumisión femenina cuando otra
gente de tu edad prefería el fútbol y los incipientes pavoneos machistas ante el sexo débil. En la clase de dibujo, en vez de copiar los inevitables jarrones y molduras de los manuales de texto, tú cogías los rotuladores
y recreabas a tu heroína ante el pasmo del profesor,
que, seducido por tu iniciativa, te daba una nota alta
por hacer lo que te salía de las narices.
Con Modesty Blaise sentiste tus primeros cosquilleos púberes: era afilada, activa, oscuramente hermosa
(jamás has podido comprender cómo la payasesca Monica Vitti pudo encarnarla en la pantalla; aún está pendiente la auténtica película sobre este personaje). Te reafirmó en tu convicción íntima de que la Mujer no es
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débil sino que se la obliga a sentirse así por diversos
condicionantes sexuales y sociales.
Pero no fue hasta encontrarte con Madame Hydra,
la reina del nihilismo, mala entre las malas, Lilith que
casi acaba con el indestructible y descongelado Capitán
América, pesadilla de falócratas (en su papel de jefa de
una organización de esbirros varones), poseedora del
látigo nietzscheano, que no descubriste a la mujer de tu
vida. Bajo los trazos mágicos del dibujante más psicodélico de la Marvel, Jim Steranko, te topaste de hoz y
de coz con la hembra más terrible, más fuerte, más fatal: cabellos hasta el culo como ala de cuervo, ojos oscuros y grandes, piel pálida, ceñidísimo uniforme de
cuero, guantes a lo Gilda, zapatos de aguja... En las
breves viñetas en las que recuerda su origen, se sugiere
su procedencia centroeuropea y zíngara (lo zíngaro
también tendrá su incidencia en otra supermujer, la villana reinsertada Bruja Escarlata).
En tus sueños, todavía a caballo entre el platonismo infantil y la humedad adolescente, tú te identificabas con Rick Jones, el compañero jovencito del Capitán América (y de Hulk y del Capitán Marvel y de Los
Vengadores; vamos, el efebo comodín de la Marvel y
alter ego obvio del lector). El capi te enseñaba a ser un
alevín de superhéroe y tú dabas los primeros pasos
embutido en el uniforme de otro efebo ya finado
(Bucky Barnes, anterior compañero de tu maestro y
muerto en la Segunda Guerra Mundial), trastabillabas
como un potrillo recién parido y acababas siendo
arrojado a un colector de alcantarilla por Madame
Hydra en el fragor de la batalla. En el cómic, el capi te
salvaba, pero la cosa cambiaba en tus sueños: en ellos,
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era la propia supervillana quien, apiadada por tu juventud e inexperiencia, te sacaba de la inmundicia y te
hacía su mascota.
Era el fin de la inocencia: la corrupción del menor.
Tiempo después entenderías (poniendo el entendimiento a la par con tu intuición) que Modesty Blaise no era
tan heroica ni Madame Hydra tan villana: la primera,
en tanto en cuanto agente por libre de inteligencia, tenía unos claros rasgos anarcas que trascendían el heroísmo unidimensional; la segunda era más luciferina que
perversa... Con seguridad, habrían hecho buenas migas, de encontrarse: el escepticismo de Modesty habría
templado la rabia de Hydra y, a su vez, ésta habría ayudado a la mamporrera de inteligencia a romper ataduras con el establishment. Una versión (más profunda y
atractiva, a tu juicio) de la mitificada Thelma y Louise.
Durante años olvidarías a ámbas, pero éstas se te colarían por mil resquicios de tu sensibilidad, asumiendo
nuevas encarnaciones: la Ligeia de Poe, la indómita
Emily Brontë, las replicantas de Blade Runner, la sombría Nadine Cross de La danza de la muerte, la Patti
Smith de Horses (aquella foto de Mapplethorpe te obsesionaba), Siouxie, algunas imágenes cinematográficas
(la Assumpta Serna de Matador y El jardín secreto, el
personaje de la Mujer Pantera, la sublime ambigüedad
de la Garbo, creaciones de Barbara Steele, la mirada
mórbida de la canadiense Carole Laure...), la sacerdotisa Magda Leticia...
Continuarías alumbrando compulsivamente comics
y sacando notas excelentes en dibujo. A finales del 70
dejaste de mezclar personajes Marvel con creaciones
propias y te planteaste una nueva historia, exclusiva136
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mente tuya: habías digerido lo bastante a tus superamigos para comenzar a superar la mímesis y añadir nuevas
influencias y estímulos, tanto artísticos (cómic experimental, recogido en aquellos extraños fascículos de Ed.
Buru Lan llamados «Drácula» o en reseñas sobre superheroínas psicodélicas de origen francés) como sociales
(muchos de los hechos traumáticos que vivió el planeta
en la turbulenta transición 60/70). Así me creaste. A bolígrafo. Con el aspecto físico que tú acabarías adoptando muchos años después (sin recordar para nada mi
existencia). Lo mejor que has hecho nunca en cómic. Tu
intuición era mediúmnica: en las reflexiones y peripecias
de Nicolás Sicodelo y su gente recordabas el futuro de
imágenes y lecturas que aún no conocías pero que, con
el tiempo, te dejarían una huella indeleble.
Después de alcanzar este techo, no volverías a dibujar una historieta épica: escribirías (relatos, canciones,
artículos) e incluso, eventualmente, harías chistes gráficos más o menos cercanos al underground, pero lo que
yo te pude aportar lo traducirías de espaldas a las viñetas de acción.
Te sientes frustrado por no haber encontrado una
mano afín pero mucho más diestra con la que recuperar el vértigo de las aventuras gráficas. Alguien que,
con la briosa habilidad de un Jim Steranko, me resucitase y me presentase en público, lejos de los bocetos a
bolígrafo y de la intimidad de un adolescente solitario.
Alguien que también haya compartido sueños cosquilleantes con Modesty Blaise y Madame Hydra (bien
deseándolas, bien identificándose con ellas).
En ocasiones de supremo cansancio, has pensado
que lo dejarías todo por dedicarte solamente a la músi137
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ca. Pero yo, que te conozco mejor que tú mismo, sé que
incluso este campo te resultaría fácilmente prescindible
si pudieses volver al cómic y continuar la tarea interrumpida un día de junio del 71.
[Publicado en El corazón del bosque.]
[1993]
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Al hilo de Orlando
(impresiones automáticas)
Leí el libro en el 83. Me lo dejó alguien de Mandrágora
y el Pirata (tal vez la propia Tessa). No me dijo mucho:
me pareció un batiburrillo de hechos insólitos en un número reducido de páginas. La verdad, no me puso los
dientes largos para continuar leyendo a V. W.
Tiempo después, tras divorciarme de mi anterior perfil, me encontré con sorpresa que mis facciones se acercaban mucho más a los arquetipos familiares (los maternos, pues a la familia de mi padre, como a él, no la
conocí nunca —por lo que sospecho que la nariz con la
que me parieron debió de ser un regalo paterno): ello me
llevó a soñar y fantasear situaciones orlandianas (especialmente motivado por el parecido que una parienta
me encontró con «mi tía Pili, la monja»); yo cambiaba
de sexo aunque manteniendo plena conciencia de mi estado anterior, lo que multiplicaba mi endeble narcisismo
por mil en estimulantes sesiones autoeróticas y me convertía a la vez en una lesbiana tremenda (ya que mis
apetitos por Lo Femenino se mantenían intactos); asumía físicos de mujeres famosas cercanas al patrón familiar (Romy Schneider, Jane Seymour, Connie Sellecca,
Siouxie Sioux...) y desde ese trampolín seducía a mansalva; lo más intrigante era que en ninguno de estos
momentos recordé para nada el libro de V. W.
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Ahora comprendía mejor por qué no lograba la menor excitación imaginativa (salvo raras excepciones) en
otras situaciones que no fuesen las de carácter lésbico o
de autoerotismo femenino (la canción de Rodrigo
«María y Amaranta», la Romy Schneider de La banquera —que me inspiró un guiño en la canción «El eterno femenino»—, Patricia Charbonneau en Media hora
más contigo o en Llámame —aquella espléndida escena
con las naranjas—, la dulce Suzannah York en cierta
morbosa joya de Aldrich, momentos de cálida intimidad femenina en obras de Mishima como El marino
que perdió la gracia del mar o El templo del alba...),
por qué mi relación con mujeres que rechazaban categóricamente cualquier veleidad sáfica siempre había resultado truncada desde el inicio, así como por qué
abundaban en mis relatos este tipo de ententes afectivas. Todo lo demás (y nunca mejor dicho) «me la traía
floja». Y me hizo mucha gracia el toparme con que Céline (uno de mis escritores de cabecera) era también
muy aficionado a este tipo de escenas y de ahí su apego
a las bailarinas (mundillo en el que, por lo visto, abundan las relaciones homófilas).
El trabajo de Sally Potter me ha reconciliado con
Orlando: encuentro la película superior a la novela (y
baso esta superioridad en su plástica, racialmente británica: la ambientación abigarrada —con un algo a lo
Greenaway—, la cuidada banda sonora, la fascinante
androginia pelirroja de Tilda Swinton —naturalmente
fresca en su adolescencia eterna—, la no menos graciosa ambigüedad de los hombres que la encandilan —el
Khan o el romántico Shelmerdine— o de la niña/mujer
que lacera su corazón —Sasha). El sprint final con al140
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gunos toques panfletarios de solipsismo feminista no
empaña el resultado global ni tampoco el saber que la
bonita canción última es obra del mediofeto ex líder de
los cCommunards (cuyo físico me resulta especialmente repulsivo).
[Publicado en El corazón del bosque.]
[1994]
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(Dos brindis)
DIL
Su desnudo integral no rompió el hechizo. Es un capricho de la naturaleza, un ave rara cuya femineidad no
merma por su rabito frontal (como no dejábamos de
amar a la niña loba —cuyo rabito dorsal intuíamos—
en aquel otro film mágico de Jordan).
Su voluntad moldeó las formas suaves, la tibieza de
la piel, el perfume delicado que traspasaba la pantalla.
Antípoda de Mishima, otra voluntad capaz de moldear
el propio cuerpo. Mishima, que amó a los fascinantes
actores onnagata, a su esposa Yoko (esposa de samurái,
asumiendo la complejidad sexual de su compañero) y a
su discípulo Morita (el cual le correspondió con su pasión adolescente, indiferenciada, de tesonero cadete y
devota prometida), habría paladeado la dulzura de este
gemelo invertido. Dil existe en todas las culturas como
ser mítico, vinculado al misterio: se le sacraliza y se le
ama porque su asunción del Eterno Femenino es más
completa que la de muchas mujeres. Dil surge como rareza natural y vive sus potencias con la valerosa naturalidad de toda heroína romántica, dispuesta a todo
por amor. A matar, inclusive: Dil disfrazado de hombre,
más femenino que nunca con un arma en las manos,
Némesis del negro gordinflas aniquilado por la falsa Ju142
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dith, la puta terrorista presuntamente realizada y espejo de tanta mujer contemporánea sin rumbo. Dil, vindicación sacra de Lo Femenino, mata a quien, por pobreza de espíritu, degradó su propia esencia.
Dil es la antítesis de la bizarría maricona, de las horrendas bufonerías que las decadencias excretan en su
desintegración: Dil, como Mishima, su gemelo invertido, supone otra manera (lírica y épica a un tiempo, jamás banal) de ahondar en los laberintos del deseo. Sin
la profanación del gregarismo lobbysta, las besadas públicas (caricatura laico—burguesa de celebraciones sublimes como las bacanales y aquelarres de otrora) o los
intentos patéticos de integración en un sistema antiutópico que niega, más que ningún otro, el «derecho a la
diferencia».
MADAME BUTTERFLY
Habría que mencionar de nuevo a los japoneses onnagata al pensar en la chinoisserie de «Madame Butterfly». Incluso pensar en el cuento corto que Mishima
dedica a este singular arte escénico. Y, desde luego,
también recordar un film anterior de Cronenberg con
Jeremy Irons duplicándose en alucinaciones ginecológicas y univitelinas, transformando los conocimientos
científicos en intuiciones mitológicas solamente traducibles por la racionalidad contemporánea en un término: locura. Irons estaba loco cuando diseñaba extraños
aparatos quirúrgicos para mejor aprehender los entresijos de Lo Femenino (como sólo puede ocurrírsele a un
cirujano especializado —ambiciosa, fáustica incompletez que nos recuerda, por sus fijaciones biologicistas, a
otra bastante más antipática, la encarnada por el doc143
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tor Mengele en Los niños del Brasil—). Irons también
está loco aquí al encontrar la mujer perfecta en una
criatura que, encarnando concienzudamente Lo Femenino según cánones ancestrales, no es una mujer. En
cierto modo, la historia de «Madame Butterfly» empieza donde acaba Con faldas y a lo loco: resonando sin
cesar en nuestros oídos, pero a cada momento más desprovista de jocosidad y cargada de nueva, oscura enjundia, la frase de Joe Brown «nadie es perfecto». Irons
ama una quimera. Todos los espectadores lo sabemos:
de ahí que, pese a la delicadeza de gestos de John Lone,
a su voz roncamente femenina a lo Marlene, queda claro desde el primer momento (y no sólo porque reconozcamos al último emperador) que es un hombre.
Pero también valoramos su arte, su artificio milenario,
en especial si lo contrastamos con la virago de comisaría política a quien debe rendir cuentas de las confidencias del vicecónsul: el sublime misterio del travestismo
tradicional, fijo ya en los íntimos rincones de la memoria colectiva, frente a la prosaica virilización de una
presunta mujer nueva revolucionaria (ahogada la primigenia transgresión prometeica, luciferina, en los estrechos cánones pequeñoburgueses de la masificación y
el igualitarismo).
A mis ojos, y teniendo en cuenta que me atrae la ambigüedad y no las obviedades (esto es, que no me gustan, a sabiendas, los hombres vestidos de mujer sino,
como a Irons, la quimera de Lo Femenino, esté o no encarnada en una mujer), solamente hay un instante de
completa belleza en el film: cuando el propio Irons recrea en su persona a la mujer amada, listo para la performance final; Irons, plásticamente, resulta mucho
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más hermoso, más convincente como mujer que Lone;
tal vez con ello se pretenda decir que la mariposa perfecta era una creación personal e intransferible de Irons
y que no podía descubrirla sino en su propio reflejo,
certeza dulce pero también letal.
Aunque uno piensa también que, sencillamente, no
halló a la «mujer adecuada»: la mujer perfecta, aunque
fuese encarnada en un hombre digno (la falta de dignidad: es lo que reprocha Irons —que traiciona a su país
por fidelidad a su corazón— a Lone —que traiciona a
su corazón por miedo a su país— en su último encuentro en el coche celular). Porque quizás en eso resida
toda la magia de Lo Eterno Femenino: en asumirlo (y
no importa nada la contingencia carnal que lo albergue) con dignidad.
[Publicado en El corazón del bosque.]
[1994]
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—Sellaremos nuestra mí—s—tica unión.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Lo haremos en una capilla abandonada donde florezcan y maduren los
triángulos verdes, donde el fuego queme como el
agua, donde ésta empape como el fuego.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—La lava de tu lengua correrá por entre mis surcos
agostando la tierra y preparándola para una nueva y
definitiva cosecha.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Ahorcaré un dedo con el anillo basáltico y tú, ante
el espejo, de negro hasta los pies vestido, serás al tiempo oficiante y esposo.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Yo abrazaré contra el pecho una orquídea carnosa
como el cadáver de la pureza y vestiré de rojo.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Por las losas de la iglesia se asolearán la serpiente
Lilith y el lagartijo Bill a la luz suave de las nubes negras.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Arrojada la túnica tras la doble afirmación, entre
tus muslos la coquilla de plata sonreirá con sarcasmo
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de gárgola y de su boca manará venenosa, vital, la saliva.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Entre dos nubes la luna de hiel nos mostrará su
rostro indescriptible y el haiga nupcial trucado como
vehículo fúnebre nos conducirá a alguno de esos lugares que no figuran en las guías turísticas: en el Pacífico
Sur, en Nueva Inglaterra, en el helado culo del mundo,
¿en Escocia quizás?
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Tremolaremos horizontales, en obscena tiritona,
sobre playas circulares de coral muerto, sobre tupidos
lechos de hojas grises a punto de fermentar, sobre el silencio congelado de un continente vuelto iceberg, sobre
las piedras agrestes que bordean un lago incógnito.
—. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Sementerios de sangrante saliva: así estallarán
nuestros cuerpos al sospechar el paroxismo.
[Capítulo de la novela La canción del amor.]
[1995]
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Norman se viste para la cena. Los negros hábitos que
acompañaron su llegada al balneario han dado paso a un
blanco smoking que perteneció al padre de Inés. De alguna manera, el aura religiosa de la indumentaria se mantiene: antes, la ensotanada figura de un clérigo integrista;
ahora, la deslumbradora imagen de un telepredicador
fundamentalista... Como nota de color, Norman altera la
inmaculada blancura con un pañuelo de seda con dibujos
marmóreos que, atado a la cintura, deja colgar sus extremos hasta el nacimiento del muslo. ¿De dónde ha salido
este pañuelo?: sólo Lilith y su dueño lo saben.
Norman ha esperado toda su vida para encontrar
una pareja como Inés. Vírgenes ambos hasta su encuentro: el retraso emocional de él, cuyo reloj amoroso
quedó parado en la adolescencia, se complementa idóneamente con la disciplinada castidad de la Villeneuve,
añejo barril de volcánica sensualidad aguardando la llegada de SU hombre, único, irreversible, definitivo...
Años y años de éxtasis solitarios, de entrever por las estrechas rendijas del ensueño el placer supremo, revelador, de las horas hoy recientes.
Norman se ha liberado de las pesadillas que le inspiraban esas mujeres horribles que visitaban su museo o
alquilaban habitaciones en el motel. Aquellas risotadas
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promiscuas, aquel olor fuerte mezcla de perfume barato y suciedad... El acto amoroso reducido a rutinaria
gimnasia sexual, sin ternura, sin afectos, de las coleccionistas de polvos... Norman era consciente de las miradas burlonas que le dirigían esas mujeres, del asco
que les producía su afición por la taxidermia, de su expresión al sorprenderlo en el taller con un animal a medio abrir, rodeado de productos químicos y terminando
el bocadillo de carne que le había preparado su madre.
No comprendían esta relación cotidiana con la muerte,
el almorzar entre cadáveres amigos.
Por la noche, las vaginas dentadas —como sonrisas
de Ann Blyth— perseguían a Norman para humillarlo,
destrozarlo, pulverizarlo, provocándole un auténtico
horror al coito. Él se despertaba gritando y trataba de
refugiarse en fantasías sobre «su mujer ideal»: una criatura que oliese «a emparedado caliente de queso», en
cuya serenidad y ternura cobijarse, que le condujese a
través del sexo a un conocimiento más profundo de la
naturaleza. Lejos de la miseria moral de las ciudades,
de los rincones mal alumbrados con luces rojas, del
amor como mercancía, de las caras maquilladas como
coches de alquiler... Sexo y Civilización: binomio abominable —como le comentaba el taxista Travis, lector
compulsivo de Mishima y asiduo visitante del museo...
Sexo y Naturaleza: binomio redentor que Norman anhelaba alcanzar de manos de una monja, una bruja,
una sacerdotisa serena, altiva, amable.
Inés: ella lo es al ciento por ciento. La sabiduría oculta
destilada durante siglos recorre su perfil de esfinge, sus
pechos pequeños y ligeramente caídos de vértices rosados, la flor gris de algodón que cubre su ecuador, sus lar149
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gos y blanquísimos muslos, con esa carne plena con leves
atisbos de decadencia que da a la mujer la pátina de la inmortalidad. Inés, cuya virginidad atípicamente dilatada
se rasga gozosa ante la curiosidad de Lilith, la serpiente
que alejará las vaginas dentadas. Lilith, el presente mistérico que su madre le hizo desde su vórtex mortuorio.
Envuelto en el torbellino de sus pensamientos, Norman desciende por la gran escalera de piedra hasta el
salón de Belisana. Inés y Malena ya han empezado a cenar, junto a la chimenea que brilla y crepita como las
fauces de un dragón amigo.
—Norman, acércate: las ostras están increíbles.
—Hace mucho la salsa. Va muy bien con el sabor
marino del molusco... La textura me recuerda a la mahonesa pero, al paladar, no la relaciono.
—Es una receta antiquísima, herencia del medievo...
Íntimamente vinculada con la fama afrodisíaca de estos
bichitos... Ya se lo explicaré en otra ocasión.
Inés sonríe arcana antes de apurar su copa de vino.
Malena pasa revista con aprobación a la nueva vestimenta de Norman, incluida la elegante metáfora de Lilith.
—Muchacho, estás de película. Ya me ha puesto al
día Inés sobre tu recuperación de identidad. Yo también voy aclarando mis empanadas en los días que llevo aquí.
—Brindemos.
—¿Por...?
—... la Iluminación.
Inés define el choque de copas.
[Capítulo de la novela La canción del amor.]
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(....)
—Mamá, ¿no es hora de aliñar el marisco?
Gillian, con su perenne expresión de malignidad, da
por concluida «la hora de las evocaciones» y apuesta
por derroteros más gastronómicos. ¿Solamente gastronómicos?: un silencio cargado de sobrentendidos va calando, en densas olas, el tuétano de los demás interlocutores a excepción de Malena y Pilar, que se miran sin
entender «dónde está el chiste». Inés se dispone a ilustrarlas.
—Malena, tú me preguntaste, cuando despedimos a
Norman, cuál era el secreto de la salsa que acompañaba a las ostras: yo me limité a señalarte la antigüedad
de la receta... Ahora serás testigo de su elaboración.
Con todos sus pormenores.
Mientras habla la dama rectora de Fontgrial, la melliza adolescente, con gesto mimoso, despoja a su padre
de la gran capa. El marqués queda entonces, ante los
alelados rostros de las dos novicias de la reunión, sin
más atavío que... la pipa de caña. La enhiesta verga,
con prestancia de saguaro, se eleva desde la canosa base
como desde un nido recubierto por el plumón de águilas impúberes.
—La salsa lleva ingredientes de lo más sencillo: acei151
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te, vinagre, miel, una pizca de sal marina y... lo más importante.
—Para lo que es imprescindible la siguiente operación, llamada tradicionalmente el ordeño del príncipe.
Nosotros, adaptándonos a la circunstancia —es decir, a
mi marido—, la hemos rebautizado el ordeño del marqués.
Eleanor envuelve el miembro del titular de la Casa
del Cristo Negro en una especie de condón de seda turquesa con una larga probóscide en el extremo, que comunica con una salsera de plata.
—A medida que el licor de vida va cayendo se añaden lentamente los otros ingredientes sin cesar de batir.
Malena casi no escucha las explicaciones de Inés: la
imagen de este hombre—león, de pelaje nival y piel cobriza, con la batuta a punto y capirotada como un halcón amaestrado se confunde en su cerebro con aquellos
míticos conciertos de piano sin manos que el difunto
Errol Flynn gustaba de brindar a sus invitados.
—Alguien ha de proceder al ordeño: propongo que
lo haga... Pilar.
Los aplausos del silencioso Dorian secundan con
efusión la sugerencia de su gemela. Ésta se restriega
cual gata en celo contra la turgente robustez de su rubia
preferida, la cual alberga serias dudas respecto a la realidad de la situación: ¿no se habrá traspuesto mientras
el marqués se explayaba sobre las batallitas del abuelo
Eugenio siendo las presentes escenas un nuevo sueño de
iniciación?
—Has estado muy acertada, muchachita: esto contribuirá a la integración de Pilar entre nosotros. Se la ve
un poco cohibida...
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Soñando o no, la brava nieta del legendario Yzurdiaga replica con presteza a la irónica Eleanor.
—Pienso que el estar aquí y no en una celda acolchada tras haberme zampado las mejores tajadas de mi
más querida amiga supone signo suficiente de integración en vuestra historia... Pero si opináis que el rascarle las pelotitas al señor marqués mejorará mi educación
iniciática, pues... adelante.
—Touché... Rubia, tienes clase y ovarios. Me reconforta comprobar el excelente tino de mis retoños en la
elección de sus objetos de deseo... Acércate, el marqués
es todo tuyo... Yo sostendré la salsera: Inés y Gillian,
preparaos para echar el resto de ingredientes... Y tú,
Dorian, bate.
Pilar se arrodilla detrás del aristócrata, quien, con
las piernas muy abiertas y los brazos cruzados, fuma su
pipa con flema olímpica. Todos se preguntan qué técnica de ordeño aplicará la chica: manual, feladora, estimulación testicular, masturbación directa... En los muchos siglos que se viene ensayando el rito, la inventiva
ha desplegado casi todo el abanico de posibilidades.
—Supongo que tendréis apetito, así que lo haré en
plan express...
La picardía que antes flotaba en la mayoría de las
caras se ha concentrado ahora en las facciones de Pilar.
Su índice derecho se hunde entre las nalgas del marqués
hasta detenerse en un punto situado entre el sieso y las
pelotitas.
—¿Listo, don Mateo?
—¿Eh,
qué...?
OOOOOOOOAAAAAAAAAHHHHMMMMMFFFFFFffff....
—Diana.
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Después de brincar un segundo, el flemático marqués descarga con furia de bisonte el ingrediente básico
para aliñar el marisco. A su esposa está a punto de caérsele la salsera y el desconcierto desbarata los pulsos de
tal forma que buena parte de la miel, el aceite y el vinagre acaba vertiéndose en las ropas de los pinches.
—Bate, Dorian, bate... o la salsa se... cortará.
La descarada y temperamental Pili Chevrolet parece
yuxtaponerse por unos instantes sobre la seria y circunspecta Pilar Sáenz de Yzurdiaga. Malena, que no
llegó a conocer esa faceta de su antigua compañera de
estudios, comparte el asombro general. El marqués, jadeante, con temblor de piernas y mirada errabunda, de
súbito se ha vuelto un anciano: el placer concentrado
en un lapso brevísimo produce estos efectos.
—Eleanor... Esta criatura es... terrible.... Me ha encontrado a la primera el... el punto exacto.... Es... es
una bruja.
—No desvaríes, corazón: la bruja soy yo.... Pero, sí,
admito que... no esperaba una destreza semejante.
—No tiene la menor importancia... Restos de mi libertinaje neonew: todo lo burgués, filisteo, intrascendente que queráis... pero un óptimo adiestramiento físico en materia de horizontales.
—Has debido repartir muchas dosis fulminantes de
placer entre los modelnos de Madrid... Lástima que no
fueses tan generosa con Evangelista.
Estocada certera de Gillian. Pili Chevrolet se desintegra ante sus palabras. Pilar resurge más abatida que
nunca.
—Un golpe bajo, muchachita.
—No ha sido gratuito, créelo... La antigua piel te es154
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taba envolviendo de nuevo: ufana, egoísta, caprichosa,
insustancial... Puede ser que yo no te parezca muy distinta a «la Chevrolet», que me veas como una Lolita sin
escrúpulos... No te equivoques: no confundas la espontaneidad NATURAL, dionisíaca, de una Mackendrick... Espontaneidad templada con la persecución, el
fuego y la tortura durante siglos... No la confundas con
la gimnasia erótica de una burguesita decadente amiga
del éxtasis de laboratorio.
—Lo nuestro es un Juego. Pero con mayúscula: si de
verdad estás dispuesta a integrarte en ello... sé rigurosa
contigo misma.
—Pero, Eleanor... yo había dejado completamente
de lado mis tics de antes... Estaba reencontrando a «la
Pilar más auténtica»... Pero, al provocarme ustedes,
con la tensión, afloró... Ha sido una reacción defensiva.
—Como te acaba de indicar mi hija, nunca hacemos
nada gratuito: se te está probando... Y nos gustaría que
dieses la talla: en sí, las artes amatorias que aprendiste
como Pili Chevrolet son perfectamente asumibles, no
tienen nada de malo... Son instrumentos, vías, métodos: lo esencial es la ACTITUD con que los apliques.
Eleanor observa fugazmente a su esposo, que, sentado y arrebujado en su capa, continúa soportando con
tristeza todo el peso del Tiempo.
—Tú, con esa eficaz técnica express, no pretendías
empatizar con el marqués, darle placer y aportar tu grano de arena al buen curso de la reunión... Tú querías
humillarlo, humillarnos a todos, con esa paranoia intempestiva de la niñata liberada con ribetes feministoides... Puedo asegurarte, querida, que aquí nos sobran
las lecciones feministas, la beligerancia sexual patatera
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y demás detritos burgueses. El concepto sobre las relaciones Hombre—Mujer que han defendido nuestras familias más allá de la Memoria contra vientos y mareas
inquisitoriales no necesita del visto bueno de una neumática neonew.
El marqués, todavía abatido, hace señas a Eleanor
para que modere su indignación.
—Mi marido no es un macho de mierda... Yo a los
machos de mierda me los como sin aliño alguno y los
vomito al segundo en la letrina más próxima... Mi marido es todo un Hombre: algo que tú no conoces o, de
conocerlo, no lo has sabido retener...
—Por favor, mamá, no sigas: mírala, está hecha unos
zorros.
En efecto: Pilar, con ese último rejón sobre la herida
abierta, se diluye en una copiosa llantina. Gillian y Malena la rodean tratando de tranquilizarla.
—Bueno, se acabó el psicodrama: todo el mundo a
comer.
El marqués, de repente, ha recuperado su porte habitual y, ayudado por Eleanor, sirve a los concurrentes
platitos de marisco aliñado. Los mellizos cambian zumbonas miradas de inteligencia con Inés en tanto que
Malena y la llorosa Pilar se pasman por enésima vez.
[Fragmento de capítulo de la novela La canción del amor.]
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Cincienta y uno
Cae la noche sobre el balneario. Pilar y Malena, en el
dormitorio de ésta, paladean unos batidos de fresa
mientras comentan «las incidencias de la jornada».
—Qué gente más increíble... Y yo tomándomelo en
serio y licuándome en berrinche monumental...
—Yo también me lo tragué: ¿cómo podía pensar que
la metamorfosis del marqués en primo hermano de Matusalén o el cabreo negro de Eleanor eran fingidos?
—Eso sí: los dardos contra mi antigua personalidad
eran pero que muy reales... Estos puñeteros Guevara lo
saben todo: menudo zarandeo emocional le dieron a...
«Pili Chevrolet».
—Un zarandeo de lo más oportuno, Pilar.... Creo que
me habría dolido bastante toparme contigo en tu etapa
neonew: hace unas horas despedías esa frivolidad egoísta y dura que tantas veces he sufrido entre los trepas del
canal privado... La soberbia, el sarcasmo, el deseo de humillar te... te volvían... repulsiva: una niñata repulsiva.
Malena, hecha una pelota sobre la almohada de la
gran cama, mira con tristeza la colcha al sincerarse con
su antigua amiga. Afortunada Malena, investida de una
envidiable dignidad natural, ajena a los autoengaños de
la sofisticación, oliendo siempre a paisajes sin hollar.
Como su madre.
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—Una niñata, una walkiria de plástico, sana, robusta, despierta... y chapoteando hasta el moño en el dorado orinal de las vanguardias urbanas... Practicando
ejercicios sexuales con mil hombres y sin sentir el más
leve apego por ninguno de ellos... Qué potra tienes,
amiga mía, por no haber perdido nunca la inocencia de
los orígenes.
Malena se conmueve ante los ojos húmedos, más
oceánicos de lo habitual, con que su ex compañera de
estudios la envuelve intentando recuperar los días de
aprendizaje, tratando de borrar un paréntesis que sólo
le ha dejado el aliento amargo que sigue a las borracheras profanas. Malena besa, bebe de esos ojos y obliga
dulcemente a la cabeza rubia a descansar entre sus muslos, sobre el fondillo de la camiseta en la cual Martin
Sheen y Sissy Spacek desafían con su gesto y su edad la
prisión ambiental de... las Malas tierras.
—Pero el tal Evangelista... significó algo para ti.
—«El tal Evangelista» era más alto, física y espiritualmente, que los demás. Pero yo no supe ver su encanto: lo traté como un objeto «a la medida», como
una prenda de vestir, unos zapatos, un nuevo peinado...
Era más alto, ¿lo coges?: al fin me iba a la cama con alguien de mi talla, dejaba de ser «la rubia gigantona»...
Evangelista «lucía bien a mi lado», «hacíamos una excelente pareja»: esto desbordó mi narcisismo... Lo
abrazaba a él y pensaba en mí...
—Hablas como si, en el fondo, los hombres no te...
—Puede que sea así: parafraseando a Piccoli en
aquella cosa de Ferreri, «los hombres son un epifenómeno».... La más promiscua de las chicas neonew, la
reina de la noche madrileña, no escapa a las paradojas
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de Marañón sobre Don Juan... Me viene a la memoria
una anécdota...
Los movimientos de cabeza de Pilar en el regazo de
su amiga han ido remangando la camiseta de ésta. La
nuca de la rubia acaba de captar un dato turbador: Malena no lleva bragas o, si las lleva, imitan extraordinariamente la suave textura del musgo pubiano.
—Una tarde, Evangelista y yo follábamos como descosidos. La tele estaba puesta y en pleno avance informativo. Tú te asomaste a la pantalla rutilante, como
una estrella de cine, puestísima: el make—up, los pelos,
la americana ligera sobre la piel insinuando las tetitas
en el pronunciado escote... Hablabas del premio Príncipe de Asturias concedido a un biólogo finlandés.
—Lo recuerdo: ha sido la ocasión en que estuve más
cerca en televisión de la divulgación científica y ya ves
lo que fue, un momentito.
—Yo no sabía de ti desde que se acabaron las clases
con tu madre... Me impresionaste mucho: habías crecido. Ya no eras el chicazo desaliñado de la adolescencia
pero, a pesar del maqueo, tampoco te habían vuelto
una muñequita parlante: tu presencia, tu voz, eran hermosas y nada convencionales... Había dignidad, distancia, misterio.
—Me alegro haberte causado tan grata impresión,
pero toda esa aureola era simplemente hartura, saturación, disconformidad con el trabajo... Estaba hasta el
coco.
—No importa lo que fuese: la coincidencia de encontrarte de golpe en televisión con un look rompedor
y comentando una noticia sobre biología me lanzó por
el tobogán de las nostalgias: durante unos minutos Pili
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Chevrolet hizo mutis y la empollona Pilar ocupó su
puesto... Pensé en tu madre, en ti... Y abracé a Evangelista con una ternura nueva y lloré como un grifo sobre
su espalda y mi cabeza volaba hacia otro tiempo, otro
lugar...
—¿Hacia «Don Froilán»?
Malena ha ido atrayendo con sus brazos la cabeza
de Pilar más y más hasta su centro. Al tiempo, sus muslos se entrecierran. La rubia se sumerge en el mar tibio
de su amiga al sutil compás de los recuerdos: la nuca se
funde en el latido y el hilillo caliente que atraviesa el
terciopelo; las mejillas se encienden al contacto de los
blancos muslos; y la barbilla, nariz y boca naufragan
sin pena entre los brazos.
—Oh, todavía puedes acord...
—«Don Froilán»: que, según tú, procedía del alemán fraulein y era por tanto «el justo apelativo ambiguo para una persona ambigua».
—Tú llevabas el pelo muy corto y yo te lo aplastaba
hacia atrás con agua. Y te pintaba un bigote finito, finito, a lo John Barrymore.
—Y me espachurrabas contra el gatito un plátano
maduro, casi pasado, y después de acariciarlo un poquito, lo sacabas y te lo comías.
—Y me sabía a plátano mojado en las aguas del Índico... «Don Froilán» era mi novio, mi hombre ideal: con
su piel suave y sus pezoncitos almendrados sobre brotes
de anémonas y sus caderas a medio formar y su pollita
de quita y pon, dulce y comestible... y se parecía tanto a
su madre. Eva Segura, de chiquita, ¿jugaría también a
«Don Froilán»?.... —Las manos de Malena, como migales cariñosas, exploran bajo la blusa de la rubia el te160
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rreno ardiente y sudoroso, las amplias cumbres erizadas
y sensibles, la laguna a la altura del ombligo...
—Y a «Don Froilán» le gustabas tú, mucho más flaca y desgarbada por entonces... Sin el menor aire de
walkiria: como una princesita de cuento centroeuropeo, tan rubia, con los ojazos gatunos y los brazos largos y dorados... Claro que ya en esa época «la princesita» le sacaba sus buenos diez centímetros a «Don
Froilán»: aunque entre las sábanas las medidas acaban
diluyéndose.
Malena ha dicho una verdad como un templo: en estos momentos, la «gigantona» Pilar se siente diminuta
rodeada por...
—«Don Froilán», qué noches nos regalamos: después
de una sesión maratoniana de prácticas en el laboratorio,
yo me quedaba a dormir en vuestra casa. Tu madre nos
colocaba frente a una suculenta cena: los escalopes de
lomo con patatas o el ragout o la tortilla a la payesa... y,
de postre, crema catalana o arroz con leche...
—Mamá me enseñó algo de «su magia de sartén»:
mañana le pediré a Inés que nos dejen un huequito en la
cocina y recrearemos uno de aquellos banquetes.
—Tras la cena, nos íbamos las dos a tu cuarto.... Había un montón de bichos en terrarios: hamsters, cobayas, culebras, un varano... Y la pareja de perros que
rondaba por la habitación.
—La dobermann Moira y el afgano Tadzio... Hace
pocos días Eleanor nos leyó un poema en el que aparecía otra Moira: ni sombra de relación con mi perrita.
—«Don Froilán» era un rato zoófilo: enseñaste a besar a los perros... Te lo montabas sobre todo con la
hembra: os dabais unos lotes de lengua...
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—Tenía más morbo que con el afgano: éste era más
abúlico, como un peluche... Pero meterle lo que se tercie a una dobermann entraña siempre ese estimulante
factor de riesgo: ¿empatía total o quizás le dé un pronto y me destroce la cara a dentelladas?... Cuando he visto en la telesesión de madrugada El beso de la pantera
lo asocié todo el tiempo a mis revolcones con Moira.
—Y disfrutabas metiéndote en el coño las crías de
los animales pequeños... ¿Cómo te decía yo?
—«Don Froilán, don Froilán, un tipo ambiguo y
marsupial.»
—Te ponías a cien sintiendo rebullir entre los muslos
los gusarapitos ciegos, que debían pensar que volvían
«al punto de partida»... Una noche incluso te desmayaste de placer: buen susto me diste.
—Fue cuando me metí un par de crías de Encarnación
Gutiérrez Bastida, la cobaya, y la puse a ella tumbada de
través para que «mis huéspedes», asomados, mamasen...
Encarnita me acariciaba con el rabito y su hociquillo nervioso justo donde ahora me rozan tus orejas...
El mar carnal de Malena se encrespa en torno a la
cabeza amiga.
—... y, mientras, las crías, como vibradores, se movían suavemente dentro de mí al mamar... Fue divino: y,
qué narices, me desmayé.
—¿Has abandonado esos hábitos?
—Lo bueno nunca se abandona... Últimamente es
Dorian quien acapara a mi actual dobermann, pero
como de todos modos el chavalín es más animal que
humano, para una zoófila resulta un primor.
—¿Qué le pasa? No habla nunca... ¿Es deficiente o
autista o...?
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—Frío, frío: controla cantidad, como el resto de su familia... Cuando conozcas mejor a los Guevara podrás
juzgar... Por cierto, la gemela está encoñadísima contigo.
—No sé qué busca... Me agobia un poco... Mujer, si
estoy intentando romper con «Pili Chevrolet», me niego a continuar en plan promiscuo, «nihilista calentón»,
«el sexo por el sexo» y tal.
Pilar cambia de postura y sus labios chocan en perpendicular con «la otra sonrisa» de la recién recobrada
compañera de juegos semipúberes.
—Quiero hacerlo solamente con categorías, con presencias llenas de significado: no más anécdotas, más
epifenómenos...
—Pilar, no desquicies las cosas: Gillian, y lo sé precisamente porque me siento muy unida a su hermano, no
tiene nada, pero que nada, de epifenómeno... Piensa un
poco en nuestras buenas noches con «Don Froilán» y
verás el asunto con más claridad... No hay nada de «nihilismo calentón» en esa chiquita: como tampoco lo ha
habido entre nosotras.
Pilar se incorpora inquieta.
—¿Qué miras?
Unas siluetas se agazapan en la ventana.
—Anda, hablando de barcos... Son los chicos... Hey,
entrad.
—«Pura casualidad», ¿no?
—Relájate: nada de suspicacias ni paranoias ni malos rollos... Confía en «Don Froilán» y déjate llevar.
Malena abraza con mimosa firmeza a su enfurruñada amiga. La ventana se ha abierto dando paso a los
mellizos y al joven dobermann. La pareja de hermanos
comparte procazmente un skyjama negro con ribetes
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dorados: Dorian malcubre sus tiernas vergüenzas con
la parte de arriba y Gillian exhibe su floreciente torso
embutida en el pantalón. La muchachita sostiene una
jarra llena de un líquido efervescente que, bajo la débil
luz de la estancia, adquiere reflejos verdosos.
—Malena, trae unos vasos... Este refresco nos pondrá
en situación casi instantáneamente... Ah, hola, Pilar.
El intencionado descuido de Gillian atrapa a la rubia, que la mira fascinada sin mover un músculo, como
un ciervo deslumbrado por el faro de una bicicleta. Dorian, en cuclillas junto a la cama, travesea con el cachorro. Malena se acerca con los vasos. Pilar, aún en guardia, se decide a hablar.
—¿Qué clase de refresco es éste? ¿Alguna droga?
—Pero, Pilar, ¿qué puede ser sino... agua solar con
una dosis extra de sal de frutas?
—¿Sal de...?
—Fuera con las inhibiciones, los malos humores...
Dentro de unos minutos, te sentirás limpia... de toda
esa mierda.
—Ooooooh...
Los gemelos y Malena tratan de contener las risas
ante el doble sentido de las últimas frases pronunciadas.
Pilar se derrumba en la cama, resignada a ser el altar vivo
de las escatológicas apetencias de Gillian: por lo visto,
«su iniciación» no ha concluido, ni mucho menos.
—Hmmmmmmm...
¿«Don Froilán» se ha transformado en Claire Bloom?: bueno, «dejémonos llevar»...
[Capítulo de la novela La canción del amor.]
[1995]
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La canción del amor
(Algunas notas sobre su elaboración)
Tras la publicación en 1986 de Relato secreto (emitido
previamente por Radio Nacional entre el 83 y el 84),
estuve pensando en desarrollar una historia mucho más
compleja con el personaje de Norman Bates. Me ayudaron, obviamente, los films que ya habían motivado
mi anterior obra (Psicosis y Psicosis II) más alguna otra
imagen «paralela» (el predicador de China Blue, por
ejemplo), sin olvidar el libro de Sprague De Camp sobre Lovecraft.
El personaje de Malena Bou me fue inspirado en un
principio por Concha García Campoy, aunque a medida que la Bou ganaba en complejidad y rebeldía existencial, las trazas de la Campoy se difuminaban y en su
lugar aparecía la figura de Olga Barrio (a quien siempre
he asociado con la «Ligeia» de Poe o con la Budur Peri
de la «Heliópolis» jungeriana —por aquello que el propio Jünger calificaba así: «Su saber no era una llave
para penetrar en las cosas, sino para entrar en sí misma.
La rodeaba como un nimbo, como un vestido cuyos
pliegues no hacen sino traslucir la armonía del cuerpo»).
Los primeros esbozos de la historia del balneario deberían haber dado pie a una narración en colaboración
(al modo de algunos cuentos de Lovecraft y sus ami165
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gos), pero la incompatibilidad entre los estilos de las
otras dos personas encargadas de continuar la trama
impidió que el proyecto en común se desarrollase.
Respecto al canibalismo: aparte de que el binomio
comida/amor, incluidas sus connotaciones antropofágicas, es algo habitual en mi narrativa, el banquete con
Silvana Delirio me fue motivado por dos circunstancias; por una ensoñación recurrente que ya había tocado en mi cuento «Acróstico» (publicado en el fanzine
La Campana de Lavapiés a finales del 79); y por la historia del japonés aquel que se preparó unos bistés sacados de las nalgas de su vecina holandesa. Toda la ola
caníbal que anega el hemisferio norte en los últimos
tiempos (descuartizador de Milwaukee, Hannibal Lecter, troceadores moscovitas, etc), pese a haberla seguido
con atención, no ha dejado huella en este libro por ser
posterior a sus capítulos más gastronómicos.
Las fantasías obsesivas en relación con el lago Ness
surgen tras la lectura del documentado trabajo del profesor Roy P. Mackal sobre el monstruo de marras. En
estas visiones recreo mi fijación infantil por los animales prehistóricos, los eslabones perdidos y los fósiles vivientes (fijación que en la adolescencia me llevaría a enamorarme de manera absoluta de los mutantes e
híbridos de los comics Marvel —paso éste que acabaría
uniendo mi primitiva zoofilia con la inminente aceptación de las doctrinas aristocráticas de Nietzsche, Jünger
y Mishima).
¿Por qué Mankiewicz y no otro director? Ignoro la
respuesta: en mis sueños, «el viejo cineasta» que «abría
los ojos» a Malena Bou era Mankiewicz. Puedo señalar
que dos films suyos se me han quedado muy grabados:
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De repente, el último verano y La huella. También me
impresionó bastante el ensayo que Carlos Fernández
Heredero dedicó al director.
¿Hay alguna relación entre David Lynch y esta obra?
Presumo que, de manera inconsciente, imágenes de sus
films han podido planear por mis ensoñaciones. Sí reconozco a la serie «Twin Peaks» como principal detonante que me animó a retomar y buscar una confluencia para las tres narraciones.
Hablaré un poco sobre el arcángel Adamantis. Se me
ocurrió en el verano del 86, en un intento de novela que
se truncó a las pocas páginas. Durante el 87, apareció
ocasionalmente en mi rincón de ABC ejerciendo como
«ángel custodio» del taxista Norman Travis. Al año siguiente escribí los capítulos iniciales de «Polvo de ángel» (capítulos que, en una primera redacción, fueron
emitidos como serial por la emisora de Carabanchel
RADIO 10). Como buen arcángel, posee multitud de
imágenes con las que soñarlo: esa mezcla de candidez y
firmeza que caracterizaba a Grace Kelly antes de convertirse en regia matrona monegasca; la aniñada sofisticación de Morgan Fairchild (mi rubia favorita); la picaresca frialdad de las hermanas Dorléac y Deneuve; y, ya
en el 91, en la metamorfosis última del personaje (cuando decide asumirse más como luciferino que como celestial), la malignidad reptiliana de Kirstie Alley.
A Inés, la última Villeneuve, la soñé con el aire de
una Greta Garbo ya en la cuarentena (entre La mujer
de las dos caras y sus primeras fotos «de incógnito»)
que fuese a interpretar a una monja exclaustrada: cabello canoso, sin afeites pero muy hermosa en su madura
plenitud...
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Respecto a la trinidad de sosias de Claire Bloom, había un montón de imágenes de esta actriz con las que
jugar para elucubrar personajes de diferentes edades: la
inocencia de Candilejas, la ambigüedad adolescente de
Los bucaneros, la tórrida ninfomanía de Confidencias
de mujer, el fanatismo de El espía que surgió del frío, la
madura sexualidad de El hombre ilustrado, la helada
serenidad de Retorno a Brideshead...
Pero no sólo las criaturas del cine y la televisión me
inspiraron: personajes como Silvana Delirio, Pili Chevrolet, Tito Astro o Verna Lubkowitz tuvieron su
germen en chicas y chicos de la movida que traté entre
comienzos y mediados de los 80. Cada cual sabrá reconocerse.
De Evangelista, diré que representa «ese hermano
que nunca tuve y me hubiera gustado tener»: fuertote,
un tanto simple en apariencia (discreto en realidad),
complementario de mis excesos y carencias. Con una
lealtad hacia mí digna de un pastor alemán. Se parece
físicamente a Rock Hudson porque este actor, en su
imagen juvenil de los 50, es quien más se aproxima a
ese «hermano ideal»: un espacio de salud, de pureza vital, de «aire libre» en contraste con la enrarecida artificialidad postmoderna.
En cuanto a la abundancia de anacronismos y elementos ancestrales «en un cercano futuro», siempre he
concebido lo por venir como una posible redención de
la Memoria frente a las cadenas del Progreso. De ahí
que me atraiga la indefinición temporal (de films como
Eraserhead, Dune, Blue Velvet, Drowning by numbers
o Delicatessen, de las novelas metafísicas de Jünger o
de los cuadros de Magritte) frente a todo tópico tecno168
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futurista (que me resulta tedioso). Pienso que el único
futuro digno de vivirse será aquel que nos permita mirar atrás y recuperar la médula de los recuerdos. Si las
cosas no fuesen así, supongo que mi única salida (aparte del suicidio) consistiría en enquistarme como «guardián de las imágenes perdidas» (al estilo de Edward G.
Robinson en Soylent Green).
[Publicado en El corazón del bosque.]
[1995]
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CARNE DE ULRIKE
Carne de mayo resuelto en flores negras.
Carne de muros mirando hacia el oeste.
Carne de luces, de voces, de problemas.
Carne de diosas con aliento a tabaco.
Carne de ruedas que no aceptan pretextos.
Carne de fuego estampado de estruendos.
Carne de sombras goteando futuros.
Carne de herrumbre más radiante que el oro.
Carne de bosques con pechos de pantera.
Carne de ecos, de obsesiones, de calma.
Carne de madres inventadas de pronto.
Carne de crimen necesario, tu carne.
Rezo en tus muslos, santísima blasfema.
Te odian los necios brindando eternidades.
Rojas Aureolas Fusilan el vacío.
[Publicado en El corazón del bosque.]
[1996]
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To d o s l o s c h i c o s y c h i c a s .
Visiones de un milenio bizarro
(fragmentos)
La tienda se llama Children Jewels. Se encuentra cerca
de la casita encantada de bizcocho y chocolate, en la vecina calle del Genil. En el escaparate se exhiben unos
extraños juguetes mecánicos de compleja y anticuada
factura, fotos con pátina de niñitas vestidas a la usanza
victoriana y grandes frascos de cristal con caramelos y
jarabes de empalagoso empaque.
En su silla de ruedas, una mujer camino de la cincuentena medita recostada sobre el mostrador. Su cara
agradable y colorada, rematada por un carnoso morrete, tiene un aspecto plácido sólo roto por los vivos y pequeños ojos de roedor alerta. Un pañuelo de seda negro
cae descuidadamente hasta la maxifalda de lana a cuadros escoceses. Lleva los hombros al descubierto: la
blusa de seda gris perla se anuda en la nuca, oculta por
una espléndida melena caoba veteada de blanco que
ofrece sus brillantes ondas al tenue sol del ocaso. El
ocaso de este atípico agosto...: coge una mañanita blanca y se la echa, moviendo la silla hacia la puerta. Abre
el cerrojo y cambia el OPEN por CLOSED. Después, regresa a su punto de observación y espera, con un libro sobre Crowley de la reputada bruja Eleanor Mackendrick. Para matar el rato.
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El interior de la tienda ha sido decorado con colores
neutros y grabados rancios en los cuales se ven toda
clase de pasatiempos cibernéticos: un pequeño zoo con
los animales en sus jaulitas montando los respectivos
pollos; una compañía de soldados que cambian de posición de descanso a la de «apunten» para acabar disparando contra una microscópica diana; un esturión
mecánico que nada en aceite... En la trastienda, a oscuras, ¿se encontrarán las réplicas reales de estos grabados? Aunque las maravillas expuestas no van para nada
a la zaga del zoo o del esturión: muñecas de porcelana
y ojos de vidrio que caminan con calculada indolencia,
hablan de incestuosas obscenidades, se echan a dormir
con seductor abandono o asen diversos utensilios con
sus manitas; trapecistas que saltan continuamente con
impulso propio; murciélagos que revolotean por toda
la tienda y acaban transformándose en Draculines, mediante una ingeniosa disposición de sus elementos... Y
así hasta más de treinta modelos diferentes.
Pero no sólo se venden juguetes mecánicos y golosinas (dignas de aquel bazar que solía frecuentar el profesor Rankin poco antes de perder su combate de esgrima contra el Tiempo): también pueden encontrarse
grabaciones a 78 rpm de melodías jamás pedidas por
nadie, juegos de azar entroncados con ominosas leyes y
oscuros presagios, y, desde luego, libros de ciencia oculta inhallables en cualquier otra parte.
—Hola, Anne.
Luigi entra, después de coger una de las patinadas
fotos de niñitas. El gato de cola anillada se enrosca morrongón sobre el cogote de la juguetera.
—¿Tienes nuevo género?
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—Bocato di cardinale veneziano.
—¿Escocesas?
—Naturalmente. Lo mejor para el señorito Dogson.
Luigi se ruboriza. Anne se lo comería a besitos. Pero
sabe que, a los peculiares ojos del muchacho, ella es
una anciana decrépita. Su único consuelo, verlo de vez
en vez y...
—Acércame esa carpeta... La cubierta con crinolinas.
Mientras Luigi le da la espalda, Anne aprieta un resorte y sale despedida de la silla hacia el techo, con gran
sobresalto del gato de cola anillada, que se refugia en
una repisa. Cuando va a caer, unos largos hilos salen de
su falda dejándola suspendida en el espacio. Lo más curioso: no ha perdido la posición de sentada, como si la
catalepsia hiciese presa en su cuerpo. Coge algunas cajas del estante superior. Vuelve a situarse en la silla sin
que Luigi, profundamente absorto en la contemplación
de la carpeta, se aperciba de lo sucedido. El gato de cola
anillada danza por techo y paredes como un ingrávido
Fred Astaire.
—Hay joyas como ollas... Esta criaturita pelirroja es
espléndida. ¿Por qué va vestida de araña?
—Ya te lo explicaré otro día.
Luigi se acerca pasando con delectación las hojas.
Anne, en tanto, ha abierto una caja decorada con espumillón y simula acunar en su regazo una muñeca clavadita a la «criaturita pelirroja» de la foto.
—Oh, cielos, la niña epeira...
La muñeca lanza unas sutilísimas hebras al torso de
Luigi y trepa hasta su boca hundiendo en ella la lengua
de trapo. Anne, simultáneamente, cae en trance y, con
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los ojos en blanco, babea y da la impresión de no pasarlo precisamente mal. Luigi, abrumado por la sorpresa, no puede por menos que rechupetear la estropajosa
lengua, la cual le sabe a pañal de bebé recién mojado.
—Voy... voy a vomitar.
Anne le ofrece solícita un elegante búcaro con motivos manchúes. Luigi, medio acogotado por la asfixiante pepona, arroja hasta la primera papilla.
—Fffff... Qué experiencia... ¿Cuánto pides por la
muñeca?
Anne sonríe enigmática.
—¿Te llevarás también algo de beber?
El gato de cola anillada va metiendo latas de Perrier
en la bolsa.
(. . .)
Las nueve de la noche. A La Mujer Realizada le queda
una hora antes del discurso de inauguración de las fiestas Rainbow Valley de este año. La plaza de Chueca
aún está casi vacía. Puede dar una vuelta hasta Colón.
Se había citado con Gracia y Fortuny. Pero se están retrasando.
—Por favor, ¿me puedes indicar? ¿La plaza de Chueca?
—¿Vas a las fiestas?
—Eeeeh, sí. Uuuuuy, perdona. He bebido un poquito, ¿sabes?
Se cae encima de La Mujer Realizada. Huele estupendamente, como a bebé (de pronto, La Mujer Realizada se arrepiente de haber participado —fue su primera campaña de concienciación— en las protestas contra
aquel anuncio de «Toda tú eres un culito»: una de las
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frases más sexys que jamás se han concebido —que se
lo digan a las noches que pasó, en su adolescencia, con
la mano en el mejillón y los ojos fijos en la modelo que
anunciaba pañales oculta entre los libros de texto).
—Lo... lo siento.
Intenta incorporarse. Viste un suéter cuello de cisne
negro sin mangas, unos pantalones de raso azul eléctrico y una cazadora púrpura con una leyenda a la espalda (algo en inglés, ¿MOONRIVER?). El pelo, hasta
casi la cintura, un Niágara ceniciento. Y unos pendientes enormes en forma de moscas o tábanos o algo por el
estilo. Los zapatos, de aguja, muy retro. Y el rostro...
buff: ojos almendrados de un color raro (¿por qué piensa de pronto en Liz Taylor?), ligeramente hundidos
bajo unas cejas sin depilar, con unas pestañas naturales
gigantescas (como antenas de polilla); facciones finas,
un perfil (¿retocado?) y un contorno de cara que a La
Mujer Realizada le trae al recuerdo cierta teleserie de
azafatas de su niñez (fue precisamente una de aquellas
aeromozas quien encendió su pasión por primera vez y
la obligó a reconocerse como distinta); una boca no
muy grande, excelentemente dibujada, de labios pintados con un incitante tono bermellón. En cuanto al cuerpo, delgado sin llegar a anoréxico, con pechos apenas
intuidos de colegiala y caderas escurridas... La Mujer
Realizada se toma la libertad de echar mano a la pitillera y ofrecerle un Coronitas.
—Gracias, no fumo. ¿A qué hora empieza la cosa?
—Falta todavía un rato. Nos da tiempo a tomar
algo. Vamos, si te...
—Oh, claro que sí, a ver si me animo. Que empiezo
a perder comba.
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Su delgado cuerpo se mueve como una culebra. De
cuando en cuando, se agarra al brazo de La Mujer Realizada. Luego, bruscamente, se suelta y camina unos
pasos por delante, para volver a agarrarse. La Mujer
Realizada, pendiente de la escurridiza e imprevisible
beldad, ahora es La Mujer Mareada.
Entran en un bareto ínfimo.
—Patatas bravas y un par de ribeiros... Llevo todo el
día sin comer, a base de margaritas y gimlets... Oh, pero
lo mismo tú querías otr...
—No, no, está bien.
Las patatas pican como condenadas. A la beldad la
curda le debe haber dormido las papilas porque las
come con la misma delectación que si fuesen pastelillos
de nata. La Mujer Abrasada, en cambio, palia los efectos de la salsa con miga de pan.
—¿Y tú quién eres? Una tía importante, seguro.
—Me llamo Viruca, Viruca Fuentes. Dirijo el cotarro
éste de Chueca.
—Qué bien. Suena como a serie de Barbara Stanwick,
a Rancho notorious o a Johnny Guitar. Tú, dueña y señora del cotarro... Lo que dije: una tía importante.
Stanwick, Dietrich, Crawford, stars en edad climatérica... La Mujer Avejentada no puede evitar una mirada
de soslayo en el espejo de la barra: ¿tan mal se ve?
—Oh, perdona... Piensas que te he cargado años de
más con mi comparanza cinematográfica.
—No me jubiles todavía... No soy tan mayor.
—No, pero las mujeres importantes envejecen antes.
—Eso es una afirmación sex...
—Desengáñate. Es la pura realidad... Te echo entre
treinta y cinco y cuarenta.
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—Treinta y siete.
—Yo tengo tres años más que tú. ¿Ves cómo tenía
razón?
La Mujer Realizada ahora es La Mujer Confundida.
—Me creías más joven, ¿verdad? Siempre me ocurre.
—Podrías pasar por... mi hija.
La huesuda mano de la muchacha acaricia la gruesa
nuca de La Mujer Desarmada.
—Sólo si admites el incesto.
La Mujer Encelada se ve a sí misma como una caricatura deprimente («ese damán de pelo amarillo que
suda en el espejo ¿seré yo?»), abrumada por la ola de
misterio que apenas si puede digerir.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Flow, Rondola Flow.
—¿Así te bautizaron?
—Dejémoslo en el nombre que me va bien.
—Camarero...
—Tranquila, invito yo. Me apetece invitar a una tía
importante. Me hace sentir... poderosa.
La Mujer Derrotada sale a la calle a tomar aire y ordenar un ápice su guirigay mental.
—Eres implacable, querida. Nunca me habían bajado los humos con tanto estilo.
—Me gusta humillar a una tía importante. Me pone
a cien.
La Mujer Mo(rdi)squeada. En el lóbulo de la oreja.
—¿Qui... quieres decir que te gust...?
—Te has puesto como un tomate, Viruquilla, y al
abandonar la mueca de tía importante, has perdido de
golpe quince años, por lo menos.
La Mujer Pellizcada. En el ruboroso moflete.
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—Ñññññ... Ahora tú pareces mi hija. Una hija rolliza y saludable... Me van las sobrealimentadas.
La Mujer Ilusionada y su traviesa pareja se enlazan
(imagen transexuada de Laurel y Hardy —one touch
of... Aldrich) en dirección a Chueca. Un pug pajillero,
en plena lamida de pelotas, las observa silente tras la
baranda de aquel balcón rebosante de petunias. Las
mierdas recientes de otros canes brillan como joyas de
Dalí al conjuro de la luna.
(. . .)
Miranda juega con su cuerpo mientras visiona diapositivas familiares. A su vera, un cuenco con yogur y miel
lleno de tropezones (fresas, plátano, albaricoque...) en
el que, de cuando en cuando, hunde sus dedos. En el
compact, Patty Pravo muriendo entre violetas.
Para no molestar tu sueño enteogénico, se ha trasladado al dormitorio de su socia. Las imágenes arañan su
corazón como cachorros de onza: Vincenzo Veronese y
Judith Shapiro cabalgando su Harley en pleno otoño
caliente de plomo niño y flores del mal (al fondo de la
plaza milanesa, un cine: Teorema en los carteles); papá
y mamá desnudos asando sardinas con Pasolini (también desnudo) en una ignota playa (una pareja de jóvenes pescadores —no menos desnudos— riendo en lontananza: uno de ellos acabaría asomando sus
espléndidas formas en Porcile); papá discutiendo con el
cineasta ideas para un futuro film sobre la RSI (en confesiones de Vincenzo Veronese a su hija, su amigo había
rodado su último trabajo con intenciones vagamente
suicidas: había fantaseado alguna que otra vez con el
descabello a manos de un amante jovencito —como
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Mishima, pero sin seppuku ni parafernalia heroica: le
obsesionaba en silencio la grandeza del escritor japonés
en su debate con los estudiantes aquella mañana de
abril del 69, así como su muerte un año más tarde; Saló
o los 120 días de Sodoma habría de ser el trapo rojo
destinado a convertir a un anónimo chaperito neofascista en ejecutor de las últimas voluntades de un genio
harto de este mondo cane; ¿que oscuros poderes se beneficiaron y teledirigieron esta muerte, como le comentaba Moravia a la Macchiocchi?: por supuesto —lo
verdaderamente atípico, dada la situación italiana de
entonces, hubiese sido un crimen puramente pasional—,
pero ello no anula lo anterior)...
Miranda evoca, con los labios chorreando fruta y
yogur, la primera vez que vio Teorema. Fue en una copia de vídeo, desayunando con sus padres en la cama.
Sus trece abriles fueron cáliz para las confidencias de
sus progenitores. También, contemplando al arcangélico Terence Stamp enfrentarse a polvazo limpio a toda
una familia de la alta burguesía hasta despertarla de su
letargo, se juramentó que, más tarde o más temprano,
se dedicaría al cine para poder recuperar aquella subyugante historia con una estética decente (Pasolini le
producía una cierta grima como creador de ambientes).
Como un sueño recurrente, en la pubertad había
dado mil vueltas a las imágenes de ese hipotético remake: ella para entonces mediaría la treintena y encarnaría, transexuándolo, el personaje de Terence Stamp y
concienciaría a polvos, lengüeteos y caricias a todo un
grupo familiar constituido por el padre (el suyo: Burt
Lancaster en plena madurez, El nadador como arquetipo), la madre (la suya: Diane Baker en Al este de Java),
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el hijo (el hermano que no tuvo y siempre soñó poseer:
Chano Fruta, aquel rubio condiscípulo del Liceo Adonais con quien gustaba de leer a Evola, Metafisica del
sesso) y la hija (ella misma frente al espejo explorándose con tibia morosidad)...
—A todo lo que se mueve...
Un brindis por Dennis Hopper. En vez de éter, fresas.
Y un reojo tierno al pene moteado que reposa en la estancia aledaña. Las diapositivas continúan y Miranda
juega ahora con su alma: Anna recién nacida en brazos
de la adolescente, altísima y desgarbada «tía Pili»; las
dos amigas con el rorro señalando muertas de risa al involuntario padre, ampliado en un primer plano de su
encarnación hirsuta y ceñuda como «hombre sin nombre» (el arquetipo que le consagró como actor, antes de
pasar del Colt a la Magnum); la doctora Segura, con su
espléndido aire agreste a lo Maria del Mar Bonet, mostrando a la cámara la probeta con la semilla que acabaría fructificando en la joven hija de sus amigos Vincenzo y Judith; éstos jugando con Anna junto a una piscina
adoselada con barrocos adornos... Miranda ríe para sí
al recrear el instante en que Pilar Sáenz de Yzurdiaga, a
la sazón una precocísima discípula de Eva Segura, le comentó que habían recibido varias muestras de esperma
de famosos: empezaron a fantasear y, poco a poco, fue
cristalizando en Miranda el anhelo de ser inseminada
con el contenido de uno de aquellos tubitos.
Miranda se ensombrece. Las diapositivas traen el
aliento helado del «espectro de las navidades futuras»
(aunque, en este caso, no haya nada de reversible en las
visiones): Anna muerta a los diez años en pleno sueño
(impotencia de los doctores ante un transtorno que sue180
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le afectar a niños más pequeños); Anna llevada a Fontgrial, bajo la supervisión del especialista Bates, buscando preservar su carne dorada para la eternidad; Anna
reposando en la cripta bajo los amorosos cuidados de
quien fue su canguro los dos últimos años de su vida, el
miembro de Magnolias Orientales Luigi T. Dogson (así
fue como Miranda trabó contacto con los Magnolias
hasta convertirse en su caterer y documentalista)...
Hoy bajará a la cripta con Luigi. Leerán a Anna alguno de sus relatos preferidos (un trallazo de Ellroy —
¿unos capítulos de Sangre en la luna?—, el «Ligeia» de
Poe o, quizás, «La mansión de los ruidos» de Shield).
Comerán junto a su figura inmóvil la merienda de verano que tanto le gustaba (gazpachuelo bien frío con
uvas, bocadillo de pimientos, crema catalana y una infusión enteogénica para bajar lo comido y elevar el
alma). Escucharán en el megaequipo pentafónico retazos de su hit/parade (Miranda repasa el montoncito de
discos ya seleccionado localizando los temas: «Never
turn your back on mother earth» de Sparks; «Fly
away» de Hotlegs; «Anna» de Lucio Battisti; «Si mi caballero» de Françoise Hardy; «Das lied von einsanen
madchens» en versión de Nico; «María y Amaranta»
de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán; «Riders on
the storm» de los Doors; «L’aigle noir» en versión de
Maria del Mar Bonet; «Walk on the wild side» en versión de Patty Pravo; y «Le petit prince» de Gerard Lenorman). Mientras suena la música, Luigi refrescará la
piel de Anna con esponjas marinas empapadas en agua
solar, la cambiará de vestido, peinará sus cabellos...
Miranda mira (los ojos húmedos) ese poster de Pepe
Isbert en cochecito de inválido. Y evoca las palabras
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siempre sabias de una genuina sobreviviente, Eleanor
Mackendrick:
—No abdiquemos nunca de nuestra libertad
(. . .)
La Mujer Condenada, en su escarabajo color cobre, se
aleja de la urbe sin rumbo fijo. Basureros, unidades vecinales de absorción, cementerios de coches, plantas
químicas, hedores de todo tipo rodean la capital como
una bufanda de mierda pura. Ha de reconocerse que la
enloquecida gestión del reconvertido Applebush ha recuperado para Madrid algo de la luminosidad inocente
que sólo quedaba ya en grabados añejos y películas de
Tony Leblanc. El contraste con los paisajes que quedan
fuera de su dominio es una prueba irrefutable de ello.
Las imágenes horrorosas de los alrededores cuadran
a la perfección con el estado anímico de La Mujer Condenada. Aparca en un inmundo callejón, junto a un bareto decorado con anacrónicos símbolos del Mundial
82. Aspira la peste aledaña de la fábrica de soylent green y comprende que no está sino oliendo su propio corazón. Sorbe ruidosamente y busca en la guantera un
paquete de kleenex con los que hacer frente a la torrentera lacrimal que nubla su panorama.
El retrovisor le muestra al damán de siempre, aún
más asqueroso: ojeras, los pelos azafranados tiesos en
la coronilla, el cutis embarrado del llanto mezclado con
la brisa poluta que ha ido tragando durante el trayecto
suburbial, los labios enfermizamente pálidos...
¿Qué ha hecho de su vida? ¿Era todo tan frágil como
para irse al carajo de una sola vez, en una puta noche
de festejos? Mira hacia atrás: a su adolescencia, a ese
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cocktail de sentimientos (vergüenza, orgullo, transgresión, empatía con los mutantes, dogmatismo de las capillas)... Nacimiento de un nuevo tipo de hipocresía,
pérdida de la imaginación y del humor: nuevas represiones...
—¡TODA TÚ ERES UN CULITOOOOOOO!
Los ojos arrasados se fijan en ese gorrión que vuela
asustado. Las manos gordezuelas se aprietan contra el
volante. El corazón, en el sprint de la taquicardia, pugna por ser libre. Un tipo de nariz cancerosa y boca sumida la observa desde el interior del bar. Alza su vaso
sonriente como si brindase por su berrido. La Mujer
Condenada se esponja por un instante, acariciada en el
lomo por el brindis. Un brindis que la lleva a recobrar
ese misterio llamado «calor humano» de los westerns
que gustaba ver de niña (siempre soñó con un padre
como John Wayne y se identificaba al milímetro con la
testaruda Kim Darby contratando a un Duque tuerto y
borrachín, o con Nathalie Wood dudando de si Wayne
la mataría en un pronto racista o la rescataría, o con
Brandon de Wilde —casi gemelo suyo en aquellos
años— llamando a «Shane» —aunque, en su imaginación, éste aparecía siempre como el leonino Wayne y no
como el bracicorto y cabezón de Alan Ladd, cuyo físico, tan semejante al de su padrastro, le repugnaba). Las
normas que el Tiempo la obligaría a cumplir señalaban
con un dedo rígido y enorme lo «políticamente incorrecto» de sentir apego por alguien tan patriarcal y fascistoide, machista impenitente, patriotero imperialista,
brutal amasijo de gónadas depredadoras... Y, a pesar de
todo, cuando inició la «toma de conciencia», John
Wayne se colaba una y otra vez en sus sueños para pro183
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tegerla de una madre/monstruo, tiránica, gorgónica,
tronada como la enfermera de Misery, la cual, impepinablemente, adquiría los rasgos de... ¡Lidia Falcón! Y,
siempre, siempre, terminaba por despertarse empapada
en angustia, culpa, pecado, impulsos antinaturales...
Todo eran «impulsos antinaturales»: según un@s, era
antinatural asumir su lesbianismo; también, según
otr@s, lo era todo aquello que la asediaba por la noche
(John Wayne, la mujer/culito, la Falcón convertida en
gárgola de Wes Craven...) y de lo cual debía autocriticarse en la vigilia.
Finalmente, como en tantas otras ocasiones, las contradicciones se resolvieron en el sagrado culto a la pela,
mercantilizando la transgresión, stajanovizando su jornada de JASP, borrando las preguntas, las paradojas,
las dudas, adquiriendo los mismos defectos que la mayoría homófoba dominante pero, claro, «en clave rainbow», dispuesta a construir «imperios» (o «lobbys»,
como se llaman ahora). Doris, su novia taiwanesa,
miembro de la inefable R que R, la había plantado al
despuntar el nuevo milenio con el siguiente y duro epitafio: «Si la Thatcher fuese bollera, tú serías la Thatcher».
La Mujer Destruida se encuentra de pronto en un
bolsillo, mientras busca una pastilla de chicle antidepresivo, la servilleta en donde Rondola escribió una
cita en francés antes de su despedida a la ídem: «La séduction es toujours plus singulière et plus sublime que
le sexe, et c’est à elle que nous attachons le plus de
prix» (Jean Baudrillard). ¿A qué vendría eso? Desapareció, tras hundirle este críptico mensaje entre las tetas,
a poco de llegar a Chueca. ¿La ahuyentaría con su dis184
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curso inaugural de «tía importante»? La Mujer Abandonada no quiere ser más una «tía importante»: sólo
quiere recuperar esa mirada violeta, esos cabellos ceniza, esa figura andrógina, esa conversación ácida preñada de Mist...
[Fragmentos de la novela Todos los chicos y chicas: visiones de un milenio bizarro».]
[1997]
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Patty Bravo y Mia Martini:
colombianas por el lado salvaje
«¿Pero cómo, no sabías? Mia Martini se suicidó. Y
Patty Pravo se chupó su temporada de cárcel, por cosa
de drogas.»
No. No lo sabía. Me lo dijo Paco Clavel cierta noche de enero, mientras hablábamos de una común afición, la música pop italiana. Y la verdad es que me
quedé bastante shocking: Mia Martini y Patty Pravo
configuran, junto con Mina, mi tríada máxima de diosas de la canzone. A su lado, de damas de honor, me
atreveré a colocar a semidiosas menores como Antonella Ruggiero (la solista de Matia Bazar) o Anna Oxa. Y
a años luz, en el Erebo de la eterna plebeyez, a la insoportable Raffaella Carrà, cuyo único tesoro de auténtica clase se reduce al polvo que le echó Sinatra en sus
comienzos.
Lo que pueda sentir por Mina, en parte (y no pequeña), ya lo expresó Leopoldo Alas en estas mismas páginas hará cosa de cuatro meses. Así que, para no saturar
al lector, lo que me queda por expresar sobre la Tigresa
lo soltaré en algún próximo número.
Hoy me centraré en Patty y en Mia, frágiles súcubos
de andrógina y danzarina encarnadura, cuya vida (ciento por ciento italiana en su devenir trágico) llevó a una
a la cárcel por el estrecho puente de una jeringuilla y a
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la otra a la tumba por el no menos filoso sendero de la
depresión.
Como hermanas simétricamente opuestas, la platinada adolescente florecida en Venecia (¿dónde si no podía haber nacido una criatura así?) y establecida en la
Roma del Piper Club contrasta en su laxitud incipiente
de nínfula fatal con el arrebatador romanticismo de camafeo que supuso en sus inicios la segunda.
Patty Pravo
Patty Pravo, desde esa voz grave y llena de oscuras promesas, nos recuerda por un momento a otra presencia
también surgida de la dolce vita y la vorágine swinging
de los 60, la teutona Nico. Cambia la raza, que es mucho cambio. Y, pese a flirtear Nico con Fellini en aquel
film carismático y vivir el Londres de Blow up y la New
York de Edie Sedgwick, su aura de pecado tiene otro
tono al de la Pravo. Pese a ser ambas puntos luminosos
donde convergen el sofisticado celta Scott Fitzgerald
con el también celta, pero más primario, Neal Cassidy,
el brillo transgresor de la chanteuse de la Velvet es más
oriental, más bárbaro, más arcaico, más grave (en el
sentido físico de la palabra). Patty peca con más gracilidad, más urbanidad, más civilización: como una Colombina imaginada en alimónica y redonda coyunda
por Botticelli, Goldoni y D’Annunzio.
Ella empieza donde Mina madura: sin conocer la ingenuidad popolana, vitalista, explosiva, de «Tintarella
di luna», «Bravo», «Venus» o «Personalità», elevándose directamente en la concha con aroma de spleen y me187
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lancolía un pelín masoquista (y otro pelín utopista —
esa utopía de Francesco y Clara, pareja incestuosamente sacral paseando por el amor y la muerte, sobre la que
ensoñarían la Wertmuller y la Cavani en distintos momentos de su perpetuo y alucinado climaterio), una
concha desde la que, si nos aproximamos, podremos
escuchar «La bambola», «Concerto per Patty», «Sola
in capo al mondo» (mucho mejor oír a la venusina
Patty anunciar el Apocalipsis que al cenutrio castrato
de Demis Roussos —por muy «hijo de Afrodita» que se
pretendiese en sus comienzos), «Il paradiso» (de un
Battisti principiante pero ya poderoso en su expresividad) o «Un giorno come un altro» (lo dicho hace un
instante sobre el Apocalipsis pero ahora referido al san
José Obrero de los Bee Gees). Algo después, en el 71,
escenifica Los siete pecados capitales de Bertolt Brecht
y ruega, de la mano de Brel, que «no la abandonemos»
(aquí el ruego nos lo machacaría Mari Trini —y, qué
quieren que les diga, no es lo mismo): a partir de aquí
crece y la fatalidad hasta entonces mimada con histrionismo adolescente ahora se va haciendo vivencia íntima
y fatal.
La Patty plena, de vuelta de mucho (no de todo, pero
en eso se andaba la chica), va desgranando a lo largo de
los 70 una serie de álbumes antológicos: en el 73, Pazza idea (su primer latigazo destinado al gran público
tras la experiencia brechtiana), con hitos como «Morire tra le viole» (la canción favorita de Kikí D’Akí —
nuestra recoleta Patty salmantina, salvada, por su lado
chaceliano, del glorioso desastre existencial a que se
abocaría la italiana), como «Walk on the wild side» (a
mi juicio, la mejor versión jamás cantada del tema de
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Lou Reed, incluyendo la original —y desafío a todos
los Orlandos, woolfianos y kempianos a contradecirme), como «Poesia» (uno de los títulos más logradamente serenos del casi siempre desmesurado Richard
Cocciante) o como el corte que da nombre al disco (la
ambigüedad hecha canción: en realidad, el periodista
carpetovetónico que por aquellas fechas y aprovechando la inevitable visita al «Estudio Abierto» de Íñigo,
preguntó a Patty si era un travesti, no iba desencaminado dentro de su burricie; personalmente, y salvo Jaye
Davison en Juego de lágrimas, opino, y de nuevo reto a
los Orlandos que han sido y serán, que los mejores travestis son mujeres, llámense Patty Pravo, Siouxie o la
Vitorichi de Cambio de sexo, y es que ¿acaso hay mayor ambigüedad que una mujer con brillo de travesti?);
tras esa tontería impagable y exquisita, Patty, ya uncida
al caballo maldito, lanza su trabajo más beat en el 74,
Mai una signora, y, con un sonido menos sofisticado,
apoyándose en unos textos de Maurizio Monti y en melodías y arreglos de Giovanni Ullu, dejando la orquesta
por un grupo electroacústico, se recrea en la frescura de
«La valigia blu», el paroxismo rockero de «Carezze
tutti i giorni» (y es que Anna Oxa está muy bien pero
no ha inventado nada en cuanto a dar caña en italiano
—lo veremos de nuevo al hablar de la otra Colombina,
Mia Martini, en sus títulos más espitosos) o en la destilada y decidida maduración demostrada en «La prigionera», «Come un Pierrot» o «Quale signora»; al año siguiente, en pleno furor de los recitados post »je t’aime
moi non plus» (¿recuerdan a Manolo Otero, a Paco Valladares o al mismísimo Delon rijoseando al personal
con sus gargantas profundas?), Patty nos susurra su In189
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contro, que acompaña de un excelente puñado de temas («Roberto e l’aquilone», «Questo amore sbagliato», «Mercato dei fiori», «Le tue mani su di me»...)
dando la alternativa a nuevos autores como Francesco
de Gregori o Antonello Venditti o versioneando standars imperecederos como «Can’t get it out of my head»
(de la Electric Light Orchestra) o «Mandy». A partir de
los últimos 70, y frente a las compulsiones comilonas
de Mina, Patty se espiritará (aún más) en una senda
sórdida de agujas y trapicheos por mor del prohibicionismo siempre a punto para machacar a los disconformes con sus frutos de la no ciencia del mal y del mal (ha
de recordarse que, platineos, ambigüedades y glamoures aparte, Patty Pravo siempre ha sido una mujer muy
antisistema y, por tanto, susceptible de aniquilamiento
por quienes no perdonan que algunos espíritus no se
adecúen a la doma y pretendan ser algo más que meros
entertainers, que simples bambolas —un recuerdo a
Jean Seberg, ya que estamos). No obstante, y lo mismo
que Mina ha continuado erre que erre redimiendo en
algo la imbecilidad postmoderna con su voz y su clase
(vuelvo a remitirme al artículo de Leopoldo Alas), Patty
Pravo, semiahogada entre la tempestad, en ocasiones
saca la cabeza a la superficie y nos deja inspiraciones
tan cabales como Oculte Persuasion, lp en el que demostró saber perfectamente en qué año (el 84, nada
menos) estaba penando, sin sombra de anacronismo. Y
es que Patty siempre ha estado de vuelta de casi todo. A
fuerza de vivirlo.
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Mia Martini
Creo no está de más recordar dónde me topé por vez
primera con un disco de esta mujer. Fue en Discobarsa
(en su primera encarnación como tienda underground
—nunca mejor dicho, ya que estaba situada en los sótanos de la plaza de Canalejas): allí, junto a los míticos
invendibles (aquel doble de Magma cantado en esperanto o aquellos otros de Popol Vuh), la frágil Mia
«cantando en español», toda lánguida y encollarada,
con un vestido floreado y lleno de puntillas, me ofrecía
un nutrido puñado de canciones rotundamente orquestadas, buena parte de las cuales («Sola», «Minuetto»,
«La nave», «Un amor más» o «Piccolo uomo» —esta
última popularizada previamente en nuestro país por
los Pop Tops en el que sería su último éxito, «My little
woman»—) habían surgido de la fértil imaginación de
quien, con Battisti, considero la cumbre de la composición pop italiana, Dario Baldan (el cual, por esa época,
ya había brindado sus servicios a Mina como instrumentista —el álbum Amanti di valore— y como autor
—el tema «Eccomi»).
Todo había comenzado en el 73 con un par de singles («Sola»/«Piccolo uomo» y «Minuetto»/«Tu sei
cosí»). Una jovencita delicada con aspecto de bailarina
de tutú ornaba las portadas. Dentro, una voz delicada,
absolutamente opuesta a la de Patty Pravo, que en determinados clímax se endurecía recordando a una Rita
Pavone (pero más encendida, más dramática). Un fondo de órgano y piano (la impronta característica de Dario Baldan) complementado con una orquestación y coros grandiosos (bajo la batuta de Natale Massara).
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Acababa de surgir un nuevo carisma (tras el nacimiento neorrealista de Mina y el sesentayochista de Patty
Pravo), cuya circunstancia epocal podríamos calificar
como «de los años de plomo». Parece paradójico que la
imagen romántica de la Martini se vaya haciendo simultáneamente a las Brigadas Rojas, Potere Operaio,
Lotta Continua o Prima Linea (o tal vez no lo sea tanto: en el lp antes comentado, entre lamentos y lamentos
de corazón atormentado y sufrido, se incluye —clara
elección de la propia cantante, pues la letra en italiano
la firma ella— una potente versión del «Mother» lennoniano que nos asoma a una Mia Martini más fuerte
y oscura de lo que podríamos sospechar entonces por
su imagen y mayoría de repertorio). Esta etapa romántica, una de las más brillantes en cuanto a selección de
material de toda la historia del pop italiano, se cierra en
el 75 con el single «Inno»/«E stelle stan piovendo». La
cara a supone la última contribución de Dario Baldan a
la carrera de Mia.
Un par de años después, Mia inicia una nueva singladura más agresiva. Abandona la discográfica Dischi
Ricordi y pasa a Come Il Vento/RCA (donde también
estaba haciendo sus pinitos en solitario su ex mentor
Dario Baldan). Candidata a Eurovisión con «Libera»,
nuestra Colombina se destapa tanto de look como de
temática y, dejando las grandes orquestas, optando por
fondos mucho más rockeros y funkies (a cargo de arreglistas como Maurizio Fabrizio o Ruggero Cini —éste
último también director musical de la punketta Anna
Oxa), y eligiendo motivos donde las exigencias de insumisión femenina se repiten una y otra vez, en el 78 (en
pleno paroxismo de los años de plomo) mostrará toda
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su energía en el álbum Per amarti. Un crescendo de Richard Cocciante («Da capo») le permite, echando el
resto, hacer una réplica perfecta (por más elegante) del
desgarro histriónico del creador de «Bella senza anima». También son particularmente energéticas las versiones del «Somebody to love» de Queen y de «Give a
little bit» de los Kinks. La vena romántica, más curtida
y rebelde que en el pasado, se recoge en cortes como el
que encabeza el álbum, o en «Canto malinconico»,
«Shadow dance» (uno de los hitos de su carrera, misterioso y lleno de encanto) o «Sentimento». El feminismo
esplende en su suave panfleto «Ritratto di donna» y en
la narcisista «Innamorata di me».
Mi último rastro discográfico de Mia me lo daría un
single aparecido en el 81 («E non finisce mica il cielo»/«Voglio te»). El lado 1 lo firmaba Ivano Fossatti,
arreglista y autor con quien nuestra Colombina llevaba
haciendo cosas desde finales de los 70. La otra cara supone el primer título con letra y música de la propia
cantante (quien, hasta entonces, se había limitado a firmar las letras en italiano de algunas versiones de temas
anglosajones). Este disco parece situarse en una postura
de serena síntesis de todas sus épocas, menos marchoso
que los inmediatamente anteriores pero abordando el
desgarro amoroso desde un prisma más confidencial,
sin la grandilocuencia de la primera etapa.
Antes de las tristes revelaciones de Paco Clavel, recuerdo una conversación allá por el 90 con Carlos Tena
(quien conoció a la Martini breve pero intensamente,
según me dijo): de sus comentarios saqué el retrato de
una mujer socialmente comprometida, autoexigente,
insatisfecha, buscando siempre...
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¿Qué la llevaría a la muerte? ¿Una carrera descendente, una sociedad podrida, un desengaño amoroso?
Tal vez todo junto. Y perfectamente comprensible.
Al menos, para algunos.
[Publicado en Discobarsa.]
[1997]
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Nico: la belleza solitaria
Una de las piedras angulares de mi santoral es la cantautora y actriz Nico. A ella he dedicado algunas páginas en mi fanzine El corazón del bosque y, antes, por
Radio Nacional (en el aquel pequeño rincón de madrugada que el amigo Carlos Tena me concedió donosamente entre el 89 y el 91) dediqué cinco entregas de media hora, entre julio y agosto del 89, a conmemorar el
primer aniversario de su muerte.
¿Un buen modo de definir a Nico? Tal vez éste: un
Ernst Jünger transexuado y condenado a vivir en una
versión de Desayuno en Tiffany’s escrita por Céline. En
sus cincuenta años de existencia, Nico (nacida como
Christa Paffgen) tuvo tiempo para muchas cosas: dar
los primeros pasos y balbuceos en un III Reich todavía
pletórico en lo material (aunque ya abocado al desastre
por las pulsiones autodestructivas de quien dirigía el
cotarro); o sentir el eco cercano de los bombardeos
aliados sobre objetivos civiles (esos bombardeos que la
posteridad tratará con sordina pero que nunca podrán
borrarse del recuerdo de quienes los sufrieron); o ser espiada al orinar por «mongoles» del Ejército Rojo de
ocupación que estuvieron en un tris de violarla (al final,
el premio —¡una muñeca para el caballero!— se lo llevaría un sargento negro del también ocupante US Army
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cuando nuestra heroína rondaba los catorce años); o
deambular entre escombros y cementerios fumándose
las clases y soñando con ser estrella (émula gótica y precoz de Holly Golightly); o tratar de hacerse perdonar su
infancia alemana inventando mil fantasías en torno a
su origen (desgermanizando una y otra vez sus antecedentes —padre turco, padres judíos muertos en campo
de concentración, padre árabe «muy amigo de Ghandi», padres rusos...— en un afán, comprensible en la lógica de la supervivencia, por ser aceptada en el mundo
de los vencedores); o vivir el París de los 50 de Juliette
Greco y la haute coutoure (donde, al fin, sería lanzada
como modelo internacional y donde, en cavas de la rive
gauche, intervenía en discusiones sobre la independencia de Argelia tomando partido a favor de ésta bajo la
consigna —acuñada desde sus propias vivencias de infancia—: «Los invasores siempre me han disgustado»),
la Roma de La dolce vita (su primera incursión en el
cine, en una breve aparición que nos recuerda, con otro
sexo y otro perfil étnico, más «boreal», los papelitos
ornamentales de José Luis de Vilallonga) y el swinging
London (donde pudo iniciarse en sustancias prohibidas
y practicar el sexo anal y el sadomasoquismo con Brian
Jones —aunque no logró que éste la tomase en serio
como cantante); o quedar embarazada de Alain Delon
(quien jamás reconocería a su hijo Ari, pese a convertirse éste en su clónico a medida que crecía —y pese a
vivir largas temporadas con la hermanastra y la madre
del actor); o protagonizar un film erótico en el Caribe
(con el explícito título de Striptease); o conseguir ¡al
fin! un cierto reconocimiento más allá del rol de animal
de pasarela y couché publicitario gracias a Andy War196
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hol, que la convertiría en su consorte de la Factory durante años y le daría diversas oportunidades (como
cantante con The Velvet Underground y en los primeros escarceos musicales en solitario, y como actriz en
sus films experimentales); o ser tratada como una completa basura por Bob Dylan y Lou Reed (es muy apetitoso lo que se dice en el libro de ambos —y digna de
Drieu La Rochelle la cáustica frase con que Nico anuncia la ruptura de su breve aventura con el segundo); o
ser introducida en el misterio de la creatividad y la enteogénesis por Jim Morrison (sin él, es seguro que nunca se habría decidido a componer sus propias canciones); o desconfiar del hippismo (que definió con
maligna lucidez como una especie de «mercado negro
que le recordaba al de su adolescencia berlinesa») y reivindicar, como algo completamente distinto y mucho
menos coyuntural, la bohemia; o apostar por el situacionismo en las explosiones del 68 y, marcada de manera indeleble por la lectura del nietzscheano «más allá
del bien y del mal», definirse políticamente como «nihilista» (algo que le llevaría tiempo después a simpatizar profundamente con Andreas Baader y Ulrike Meinhoff, a quienes dedicaría algunas de sus canciones
—incluida su controvertida versión del «Deustchland
über alles»); o ser amada a distancia por Leonard Cohen, el cual, tras asistir a actuaciones suyas como chanteuse, se decidió a dar el paso ante el micro (recordemos la frase de Warhol: «igualito que Nico, pero
patilludo»); o iniciar una accidentada carrera como
cantautora, bajo la tutela productora de John Cale, que
le permitiría grabar espléndidos y herméticos álbumes,
recibir insultos de los freakies (mi primer contacto con
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Nico fue en el enrrolle de León en el 76, yo vendiendo
prensa marginal, ella tocando el «Deustchland...» y un
montón de peludos increpándola por «fascista» —pregunta del millón: ¿a qué se dedicarán hoy esos peludos
de antaño?) y también escupitajos de los punks, pero,
además, ser capaz de seducir a nombres clave del
pop/rock contemporáneo como Patti Smith (quien le
regalaría un armonio al enterarse de que le habían robado el que tenía), Iggy Pop (quien lamería devoto la
hidromiel de su hiperbóreo pubis) y Siouxie Sioux
(quien, como Cohen antes, también la tomaría como
influencia vocal y trataría de relanzarla ante nuevos públicos compartiendo conciertos —el resultado fue desastroso, según la propia Siouxie testimonia: «Fue horrible. El público no le dio ninguna oportunidad. En
general, en cuanto los medios de comunicación se hicieron con el punk, fue a peor. Fomentaba que se desatara ese elemento de pandilla. No eran más que un puñado de borrachos cabreados. Resultaba paradójico
que esa gente, que supuestamente representaba el movimiento punk, fuera tan estrecha de miras. Nico se
convirtió en la diana de toda su rabia, porque no se parecía a nada de lo que habían visto hasta entonces»); o
hacer cine y viajar to the end of the night en compañía
de Philippe Garrel (con el que rodaría varios trabajos
experimentales y se habituaría a la heroína, tratando de
conjurar la cascada de fantasmas que se le acumulaban
—muertos y más muertos a los que ella amó alguna
vez: Jones, Morrison, Hendrix, Sedgwick, Baader/
Meinhoff, Seberg, Warhol, su madre Grete Schultz...
— y de poner sordina a los reproches por no haber podido ofrecer una infancia plena a su hijo Ari); o perder
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buena parte de su precioso tiempo (que podría haber
dedicado a escribir canciones —hubo incluso un amago
de proyecto de reorganizar a los Doors con Nico sustituyendo a Morrison—, a perfeccionar su técnica como
organista, a grabar más discos y a disfrutar más de la
vida —incluido el reencuentro con Ari) no exactamente en el consumo de heroína, sino en la compra clandestina de dicha sustancia (que la obligaba a actuar por
razones meramente alimenticias —¡mil conciertos entre
el 81 y el 88!— dejando, pese a todo, buenas muestras
de su hacer en los numerosos álbumes en vivo que han
quedado para el recuerdo —¡hasta diez, incluido alguno doble, desde el 83!—, y a saltar de un país a otro en
busca de jaco) y en la ingesta ocasional de sucedáneos
criminales, incluida la embotadora metadona; o volver
mil veces a Ibiza (lugar que descubrió a comienzos de
los 60), donde acabaría muriendo y no precisamente
por sobredosis de heroína sino gracias a la negligente
asistencia hospitalaria local (las palabras de su último
manager, Alan Wise, son muy gráficas al respecto: «En
realidad, su muerte [se había despeñado mientras iba
en bicicleta por la empinada carretera de Ses Figueretes] fue un disparate que terminó en tragedia. Tres de
los hospitales no quisieron saber nada de ella, sólo porque les pareció una beatnik, así de sencillo. Luego, en el
cuarto, no había ningún médico de guardia y la enfermera diagnosticó equivocadamente una insolación; el
médico que le diagnóstico la hemorragia me lo contó.
Para cuando la visitó a la mañana siguiente, el derrame
cerebral ya era de consideración. Me horroriza saber
que sufrió una larga agonía. Si lo que quieres es una
moraleja, la única que se desprende de la vida de Nico
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es: «No te pongas enfermo en España». Su muerte no es
más que una clara denuncia del sistema de sanidad español»).
Nico deja una estela musical densa y melancólica
que, en mi experiencia, se ha traducido hasta la fecha en
álbumes como el primero de la Velvet, publicado originalmente en el 67 —edición española: Polydor, 1977 (en
el que mis cuatro temas favoritos —«All tomorrow parties», «Femme fatale», «I’ll be your mirror» y «Sunday
morning»— están interpretados por Nico; el último a
pachas con Lou Reed, quien impuso a última hora su
voz, preso de celos por el carisma de la teutona, a la que
acabaría prácticamente por echar de la banda en pleno
furor de estrellato); como su primer lp en solitario,
Chelsea Girl, aparecido en el 68 —edición española:
Polydor, 1977 (uno de mis discos fetiche de siempre, del
que me resulta difícil elegir títulos, pues todos me fascinan —tal vez dos más que el resto, «Little sister» y
«Winter song», ambos bajo la autoría de John Cale, el
mentor de la carrera en solitario de nuestra rubia triste);
como sus dos trabajos como cantautora en los 70, Desertshore —edición inglesa: Reprise, 1971— y The End
— edición española: Island—Ariola, 1974—, en los cuales desgrana, con su carismático armonio y los sutiles
fondos de Cale, títulos propios tan sobrecogedores
como «Afraid», «All that is my own», «Janitor of lunacy», «Abschied», «Secret side», «Valley of the kings»
o «We’ve got the gold», amén de las dos versiones más
importantes de su carrera, el «The end» morrisoniano y
el «Deustchland über alles» —motivo éste, junto con algunos de los antes citados, que dedicaría a sus compatriotas Andreas Baader y Ulrike Meinhoff, encarnacio200
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nes de lo más cercano que puede hallarse en Nico a un
compromiso político— como su último trabajo en estudio, Camera Obscura —edición USA: Beggars Banquet,
1985 (en donde, anticipando a su fiel epígono Leonard
Cohen —en «I’m Your Man»—, introduce elementos
tecno en algunos cortes y permite que la nueva década
permee con delicadeza su estilo de siempre, cuyo resultado son joyas como las versiones de «My funny Valentine» y de «Das lied von einsanen madchens» —homenaje a las canciones que acompañaron sus recuerdos de
postguerra— o temas propios como «Konig» —clásico
de sí mismo, que nos revierte a otros títulos de Nico en
alemán— o «My heart is empty»); o como sus recopilaciones de conciertos Behind the Iron Curtain (edición
francesa: Dojo, 1986) y Live Heroes —edición canadiense: Performance Records, 1986 (en las que he podido descubrir temas inéditos para mí —bien por no tener
los correspondientes trabajos en estudio bien por ser auténticas primicias alive—, caso de la versión del «Heroes» de Bowie o de temas propios como «Purple lips»,
«Procession» o «60/40» —de aire muy meridional, casi
rumbero en su ritmo, empapado del amor de Nico por
el sol ibicenco y que contrasta con las brumas habituales en su repertorio).
Su búsqueda musical, heredada desde Siouxie and
the Banshees a toda una serie de grupos de los llamados
«góticos» y «oscuros» (Joy Division, Deathin June, Sol
Invictus entre los punteros de una marea ingente), por
otras sensibilidades que, como nunca antes, convierten
en algo a compartir la definición que daba la Diosa de
la Luna a sus composiciones: «Yo quiero ir más allá de
la historia. Mis canciones son visionarias, son mitos».
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Búsqueda reflejada en las palabras de sus incondicionales («Nico tenía un estilo como de otro mundo,
acentuado por el carácter coral del órgano que tocaba.
Era como un ángel misterioso ya maduro» —Siouxie;
«Leonard Cohen solía sentarse entre el público a escribir. Ya en aquella época era un personaje apasionante,
un poeta que acababa de ver grabadas sus canciones interpretadas por Judy Collins. Saltaba a la vista que,
probablemente, debía de ser la persona más inteligente
y culta de toda la sala, un auténtico poeta. Solía dejarse caer para ver a Nico, noche tras noche, y hablaba
con ella y de ella con verdadera admiración» —Jackson
Browne; «Hungry as an archway trough which the troops have passed, I stand in ruins behind you. With your
winter clothes, your broken sandal/straps» —fragmento de una canción de Leonard Cohen dedicada a Nico).
Nico, si reflexionamos sobre su biografía, no pretendió otra cosa que continuar la bohemia que, antes del
triunfo hitleriano, había dado a la corrupta época de
Weimar su único perfil presentable: la mística expresionista, romántica y alucinada, de cineastas, dramaturgos, novelistas, ensayistas, esoteristas, vandervogel y
músicos. En su perenne diáspora buscó almas gemelas
con quienes redimir su germanidad del fraude mesocrático nazi (que pesaba sobre ella como una letra escarlata por mor de arbitrarias propagandas reduccionistas
de un claro racismo a la inversa —¿acaso debía pedir
perdón por su físico, por su acento, por su talante? ¿No
quedaba claro con sus opciones estéticas y vivenciales
que, de haber crecido en un Reich triunfante, su inconformismo la habría llevado a la misma situación de
marginalidad que sufrió en el llamado «mundo libre»?
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¿Hay diferencia entre el filisteísmo nazi y el de quienes
atacan a Nico por su excentricidad? ¿El calvario de su
muerte en Ibiza no resulta tan «eutanásico» como si lo
hubiese padecido en la Alemania de su niñez bajo el
Mengele de turno?) para recuperar la verdadera conciencia de su patria como hecho cultural en permanente subversión.
Y, como puede traslucirse en este artículo, está presente en mí: cada vez que pienso en ella con esa mezcla
inefable de envidia y deseo que no muchas personas me
inspiran; o cuando hilo unas páginas de narrativa en las
cuales, indefectiblemente, algún personaje femenino
(dominante, mágico, desasosegador, divinamente ambiguo) toma las riendas de la situación; o al escribir una
canción de espaldas a un público que, generalmente, no
se entera de nada.
(Muchos datos biográficos, así como las citas sobre
Nico, se han recogido del libro Nico de Richard Witts,
Ed. Circe.)
[Versión para Discobarsa del texto publicado previamente
en El corazón del bosque.]
[1997/98]
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Dos superestrella(da)s
Edie Sedgwick y Nico fueron, en la época dorada de la
Factory warholiana (1965—68), las reinas de ese microcosmos alucinante donde la vanguardia y la autodestrucción se vivían con todo el filoso riesgo con que
siempre se ha vivido la bohemia. Después, una feminista cabreada dispararía contra Warhol, éste se asustaría
de caminar por el lado salvaje y la factoría bohemia se
convertiría en empresa comercial expendedora de simulacros underground.
Veamos lo que dice el biógrafo Richard Witts (Nico,
Ed. Circe, Barcelona, 1995) sobre la pérdida de influencia en la corte warholiana de Edie Sedgwick a favor de Nico: «»Superstar» era un título, como «Lady»,
«Countess» o «Queen», y se concedía a todas las cortesanas leales y a las mujeres atractivas —rara vez a los
hombres— que acompañaban a Warhol a las fiestas y a
las inauguraciones de las galerías. Del mismo modo,
cuando llegaba el momento de librarse de la Superstar
reinante, se le retiraba el tratamiento. Y Warhol estaba
por destronar a una cuando Nico puso los pies por vez
primera en la Factory [...] Todos conocían a la señorita
Sedgwick como Edie, del mismo modo que conocían a
la señorita Päffgen como Nico. Era la perfecta mod, andrógina, de ojos enormes, de una delgadez anfetamíni204
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ca y cubierta de maquillaje («cara lavada, mal; maquillaje, bien»). Warhol comentó a propósito de ella: «Saltaba a la vista que tenía más problemas que la gente a
la que conocía o iba a conocer jamás». De ahí que Edie
fuera su perfecta Superstar».
Edie Sedgwick, pobre niña rica americana, huyendo
siempre de un padre patricio hermosamente monstruoso, narcisista y (por tanto, si hay hijos por medio) tendente al incesto, se lanzó a la vorágine neoyorkina a
base de estimulantes, bulimia anoréxica, crisis depresivas, inyecciones prohibidas (al principio, de vitaminas
—aquel mítico «Dr. Roberts» cantado por los Beatles;
más tarde, de heroína —de cabeza al «Chelsea Hotel»
cantado por Leonard Cohen y también por la propia
Nico, con palabras y música de Lou Reed, en su «Chelsea girls»), poco sueño y mucho sexo (sin amor —pura
gimnasia y «experimentación»), juegos frente a una cámara y un tremendo pánico a envejecer. Ciento por ciento norteamericana, abocada al diván del psicoanalista o
a la tumba temprana (en su caso, a las dos cosas incluidos también electroshock y pabellón de reposo—). Nada
creativa (salvo en su vivir —como aquellos suicidas lactantes del primer surrealismo que morían sin apenas
haber escrito una línea pero dejando una huella imperecedera en quienes los trataron), pura materia moldeable/sacrificial para que otros creasen/devorasen/vampirizasen a partir de ella. Prima hermana rica de otros
conflictivos pedazos de arcilla (Neal Cassidy, Marilyn
Monroe...) que, para mediados los 60, ya habían dado
lo mejor de sí.
Warhol dixit: «Nico correspondía al nuevo tipo de
Superstar femenina. Baby Jane y Edie eran las dos ex205
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travertidas, norteamericanas, sociables, brillantes, vivaces, parlanchinas... mientras que Nico era extraña y
taciturna. Le preguntabas cualquier cosa y, con suerte,
te contestaba al cabo de cinco minutos. Cuando la gente la describía empleaba palabras como «memento
mori» y «macabro». No era la clase de persona que se
pone de pie encima de una mesa y empieza a bailar,
como podrían haber hecho Edie o Jane. Habría optado
más bien por esconderse bajo la mesa que por bailar encima de ella. Era misteriosa y europea, el tipo Diosa de
la Luna de verdad». Warhol, al repudiar a la Sedgwick
por Nico, llegaba a la madurez en su estilo de luciférico
Pigmalión y pasaba del platinado vértigo de una remozada «nueva época Gatsby» a preludiar todos los goticismos que habrían de venir. Nunca el frívolo Andy demostró tanta profundidad en un gesto suyo como
cuando hizo de Nico su Superstar.
No me extenderé sobre Nico, remitiendo a quienes
me leen al perfil sobre ella que publiqué en estas mismas páginas en febrero del pasado año. Sí señalaré los
puntos en común biográficos con Edie Sedgwick, su antecesora en el rol de emperatriz warholiana.
Así, cuando definía a Nico en el citado artículo como
«un Ernst Jünger transexuado y condenado a vivir en
una versión de Desayuno en Tiffany’s escrita por Céline», podría decirse de Edie Sedgwick que sería más bien
la Mia Farrow de El gran Gatsby(acelerada de r.p.m.,
claro: aunque en la vida real parece ser que la Farrow de
entonces era bastante más frenética y «depravada» que
en sus películas) sin transexuar y condenada a vivir en
una versión de Desayuno en Tiffany’s escrita por Truman Capote (sí, pero el T.C. de Plegarias atendidas).
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Otro dato biográfico compartido por ambas superstars fue el ser tratadas como objeto de consumo sexual
por Bob Dylan (en el caso de Edie, el trato incluyó las
dedicatorias de «Blonde on blonde» y «Just like a woman» y, según Warhol, la iniciación en la heroína) y por
Lou Reed.
También ambas, en compensación, sedujeron con su
carisma a esa poetisa pansexual del rock llamada Patti
Smith, que las adoró platónicamente y, particularizando sobre la Sedgwick, quedaría un palpitante testimonio elegíaco, del que selecciono este fragmento: «oh it
inst fair / oh it inst fair / how her ermine hair / turned
men around / she was white on white / so blonde on
blonde / and her long long legs / how I used to beg / to
dance with her / but I never had / a chance with her...».
Nico amó a su antecesora en el trono de la Factory
desde la simetría de los complementarios (simetría de la
que trataré a continuación) y, cuando Edie murió en el
71 a la vez que la madre de Nico, que Jim Morrison y
que Jimi Hendrix, dejó patente ese amor con la siguiente frase: «En un año se han muerto cuatro miembros de
mi familia».
Pero Nico, a diferencia de la pobre niña rica Edie
Sedgwick, era una teutona activa y testaruda, llena de
cosas que decir (tanto con su voz como con su anacrónico y chirriante armónium) y no mero pretexto para la
creatividad ajena (los egos masculinos —en su acepción
más donjuanesca y vituperable— solían verse heridos
por la fuerza de Nico tanto como reconfortados por la
debilidad de Edie —tal vez por eso, sólo desde la ambigüedad visceral de un Warhol o desde la honda sensibilidad poética de un Cohen, los hombres podían valorar
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verdaderamente a la Diosa de la Luna). La Sedgwick,
tan norteamericana en su dificultad para el crecimiento
emocional, murió ahogada en su cama como un bebé
(poco después de haberse inflado las tetas para «ser una
estrella de Hollywood» —ilusión concebida con el rodaje de su único trabajo serio tras sus escarceos pululantes por los cortos experimentales de la Factory, el
film Ciao Manhattan, biopic basado en jirones de su
propia vida, con Edie Sedgwick as herself) cuando su
organismo minado por el caballo tiró la toalla. Nico, en
cambio, trasegando mucha más heroína (sus íntimos se
asombraban de la fortaleza de su físico por no haber reventado ya), murió al despeñarse con su bicicleta por
un cantil ibicenco, como una labriega del lugar (o como
una campesina de su vaterland natal —en cualquier
caso, como una europea inmemorial surgida de un remoto pasado). No hubo suicidio como acto puntual en
ninguna de estas muertes. Tanto en Edie como en Nico
el suicidio había comenzado (como demiúrgica y trágica cuenta atrás) el mismo día de su nacimiento.
Una consideración final respecto a Edie Sedgwick
(quien, a diferencia de Nico —presente para la posteridad en sus múltiples grabaciones tanto en estudio como
en directo así como en diversos films, la mayor parte de
ellos con participación creativa como guionista—, no
dejó prácticamente obra alguna —salvo lo ya mencionado y fugaces testimonios en couché de su etapa como
pin/up swinging): en el film—fetiche juvenil de la transición 80/90, Solteros (encuentros y desencuentros
emocionales de especímenes de la generación X con la
escena grunge de Seattle como telón de fondo), hay varios guiños a su figura (tanto en referencias directas
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como en algunas reflexiones sobre la inseguridad femenina resuelta a través de la promiscuidad sexual y de la
silicona, además de por la estimulante presencia de su
sobrina, Kyra Sedgwick —versión cult de Julia Roberts,
según algunos, y una de las mejores actrices jóvenes de
esta década). Tal vez no sea mucho, pero si se estudia
en profundidad el personaje de Edie Sedgwick comparándolo con la juventud sin horizonte que enfiló la última vuelta de tuerca de este siglo, nos hallamos con que
su etopeya se nos antoja de una actualidad sorprendente (se recomienda para ello la biografía de Stein y Plimpton, Ed. Circe, Barcelona, 1988).
[Publicado en Discobarsa.]
[1999]
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The beat goes on
El pasado verano, por TVE—2, se emitieron un par de
biopics sobre sendas parejas de la llamada «música ligera» (Tina, sobre Ike & Tina Turner, y The beat goes
on, sobre Sonny & Cher), un reportaje en torno al grupo Abba (plagado de intimidades) y unas memorias de
infancia de Spike Lee (Crooklyn, escritas por Spike y
varios Lee más: ¿hermanos tal vez?). Con todo ello hay
pie para un artículo sobre las relaciones de pareja
(amor, competencia, tedio, odio, manipulación) en el
mundillo del pop-rock.
El perfil más simétricamente maniqueo (por sus
coincidencias y sus discrepancias) se da en los dos biopics: tanto los Turner como los Bono son pareja artística y sentimental; hay un común rasgo étnico en Tina y
Cher (la mezcla de sangre india); ambos dúos pasan en
algún momento por el planeta Spector (que unge a Ike
& Tina con el hit «River deep, mountain high» y a
Sonny & Cher con títulos como «Then he kissed me»,
«You baby» o «Why don’t they let us fall in love»; por
cierto, no habría desentonado un tercer biopic sobre la
pareja racialmente mixta Phil & Ronnie Spector, a caballo por sus tortuosas relaciones entre las dos citadas);
con el paso del tiempo los varones (que dirigen pigmaliónicamente el business y componen buena parte del
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repertorio) van eclipsándose en carisma e inspiración
frente al poderío interpretativo de sus respectivas cónyuges; y, por último, la atracción inicial se va degradando por cuestiones de competencia artística hasta llegar al crack total. En cuanto a las diferencias: un Ike
semifamosillo en el panorama negro de fines de los 50
elige a Tina de una especie de harén de fans a las que
trata con bastante displicencia, mientras que un Sonny
desconocido en el incipiente Frisco de los floreados 60
se pega a Cher convencido de haber hallado a la mujer
de su vida y la llave para entrar en el mundo del pop; la
prepotencia machista de Ike en su relación con Tina
(incluyendo infidelidades mil) contrasta simétricamente
con la condescendencia de Cher frente a Sonny (a quien
gusta de humillar en sus shows en directo por su menor
estatura, peor voz y presencia más bien penosa —no
queda muy claro en el biopic si el juego es mutuamente
consentido aunque se sospecha una vena masoquista
no pequeña del señor Bono, como parece explicitar la
reacción, tras encontrar a Cher holgando en la cama
con un técnico de sonido, de irse a dormir al sofá sin
decir ni mú); los chuleos económicos de Ike administrando arbitrariamente los bienes conyugales tienen su
opuesto en las disparatadas empresas de Sonny para tener a su esposa en el pedestal que se merece (la película
sobre Sonny & Cher realizada por el propio Sonny y
que no llegará a estrenarse en cines, o la casa enorme
que le compra para estar a la altura de las estrellas californianas, o el terminal show televisivo del 71); el terror de Tina ante las palizas de Ike no es, desde luego,
lo mismo que el tedio de Cher ante las muestras de adoración de Sonny, que ella acaba por considerar como
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una explotación mercantilista de sus relaciones de pareja; por último, el crack de Ike & Tina se resuelve en
amenazas de muerte por parte de él, en un surrealista
proceso en el que Tina reclama seguir utilizando el apellido de su ex como talismán para su nueva carrera en
solitario (una cierta muestra de alienación —pues, en
realidad, cuando la pareja se disuelve, a los ojos del público es ella el mito y Ike una reliquia del pasado), en el
triunfo esplendoroso de ella y en la condena carcelaria
de Ike por narcotráfico. El crack de Sonny & Cher se
resuelve de manera mucho menos traumática con el
abandono de la música por parte de él para dedicarse a
la política (alcalde y congresista republicano) y rehacer
su vida con otra mujer, y con la relativamente lenta (en
comparación con Tina) ascensión de Cher en solitario
al superestrellato (primero como cantante —«Gypsies,
tramps and thieves», «Dark lady», «Half breed»...— y,
tras las tropecientas operaciones de cirugía plástica,
como actriz —Las brujas de Eastwick, Máscara, Hechizo de luna...), para reencontrarse años más tarde en
un show de televisión y recordar los buenos viejos tiempos y, a la muerte de Sonny, glosar Cher a lágrima viva
al hombre que (al margen de cualquier otra consideración) más la valoró en su vida.
La tentación maniquea con visos racistas sobre los
comportamientos más o menos liberales y/o civilizados
de pareja en el mundo del pop-rock se agudiza si pasamos a reflexionar sobre los destinos de los dos matrimonios de Abba, que no sólo continuarían durante un
tiempo unidos artísticamente tras separarse en lo conyugal sino que incluso cantarían sin el menor rebozo
sobre estas separaciones en sus últimos años («The
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winner takes it all», «Happy new year», «When all is
said and done»...). ¿Hay una fatalista escala cromática
que va desde las palizas del oscuro y suburbial Ike a los
himnos divorcistas de los rubísimos y suequísimos
Abba?
Spike Lee, con su autobiográfica Crooklyn, parece
desmentir que la generalidad de las parejas afroamericanas sean como los Turner y deba considerarse un rasgo identitario obligado de la población negra el brear y
humillar a sus mujeres: en la familia descrita en este
film no hay un cabeza de familia sino más bien dos (tirando incluso el mayor componente de autoridad hacia
la esposa —más práctica y con trabajo fijo en la enseñanza—, frente al marido, músico y con frecuentes problemas de desempleo —quien, a diferencia de las paranoias de virilidad amenazada de Ike Turner, reacciona
ante la enérgica figura de su mujer con una actitud de
respeto y de creciente inseguridad por la propia valía).
Quizá una buena forma de terminar este artículo sea
con letras de canciones que creo vienen bastante al
caso: «I don’t wanna marry, I don’t want your money
but love’s come our way: just a warm companion is
what I want, honey. Life is complicated. Funny: love
can be that way when just a warm companion is what
I want, honey. A very special trust. A very special lust.
Walk inside the rain, laughter in the dark. That lovin’
lovin’ spark like the sky above me, like a bird born to
sing. Harmony: is what I want, honey, a very special
trust». («Companion», Laura Nyro.)
«I don’t wanna talk about the things we’ve gone
through. Though it’s hurting me: now it’s history. I’ve
played all my cards and that’s what you’ve done too.
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Nothing more to say, no more ace to play. The winner
takes it all, the loser standing small. Beside the victory:
that’s her destiny. I was in your arms: thinking I belonged there I figured it made sense building me a fence,
building me a home. Thinking I’d be strong there but I
was a fool playing by the rules. The gods may throw a
dice, their minds as cold as ice and someone way down
here loses someone dear. The winner takes it all, the loser has to fall: it’s simple and it’s plain. Why should I
complain. But tell me does she kiss like I used to kiss
you. Does it feel the same when she calls your name.
Somewhere deep inside you must know I miss you but
what can I say rules must be obeyed. The judges will
decide, the likes of me abide: spectators of the show allways staying low. The game is on again: a lover or a
friend, a big thing or a small, the winner takes it all. I
don’t wanna talk if it makes you feel sad and I understand you’ve come to shake my hand. I apologize if it
makes you feel bad seeing me so tense, no self—confidence, the winner takes it all.» («The winner takes it
all», Abba.)
«No existe el tiempo, no existe el tiempo: si no lo
cambias lo cambio yo. No me preguntes, no te contesto: las cosas salen si yo las quiero decir. No me defino,
nada es completo: soy como un árbol en invierno. No
finjo ideas que ya no pienso. No llevo ropas para otro
cuerpo...» (fragmento de «Bajo tus luces», Kikí D’Akí)
[Publicado en Discobarsa.]
[1999]
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Cecilia: la dama ausente
(Algunas notas sobre su elaboración)
«Vamos a buscar y a rescatar
cualquier dama ausente en cualquier lugar»
ROMÁNTICA BANDA LOCAL
Querido Fernando:
He leído tus cartas y tus poemas con mucha atención. No
soy crítico literario, por tanto no sé decirte si son buenos
o malos.
Te encuentro sumamente obsesionado por dar un cauce público a tus creaciones. Yo no estoy en una postura
como para poder ayudarte ya que en mi casa de discos
manda el director y, por otra parte, no me siento capacitada para producir. Como amiga y sabiendo lo que pasa
más o menos por tu cabeza, ya que en otro tiempo pasó
también por la mía, te diré que no merece la pena. El artista puede ser artista en su casa escribiendo o cantando.
El salir a la luz pública tiene muchas ventajas pero te aseguro que tiene muchos inconvenientes. No pretendo ser
pedante, sólo pretendo decirte que me resulta muy difícil
poder ayudarte.
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Un abrazo,
Cecilia
[Carta a un servidor en 1974.]
Navidades del 72. Una tienda de discos y libros (hoy
desaparecida) en Bravo Murillo esquina al callejón paralelo con Donoso Cortés. De allí salí con el disco de la
chica del guante de boxeo. La que por Los 40 Principales sonaba una y otra vez con su «Dama, dama».
La había descubierto unos meses antes en la revista
Mundo Joven. Un anuncio sin comentario alguno: sólo
la portada del álbum. Una chica dentona en camiseta y
vaqueros con un guante de boxeo. La foto, tamaño
póster, ocupaba toda la carpeta doble en vertical. Aquello parecía norteamericano (hasta la fecha, ningún interprete autóctono había sido puesto en órbita con una
carpeta así) y hacía pensar en muchas cosas (algunas de
las cuales no descubriría hasta mucho después): en las
riot girls, en Salinger, en Melanie, en Woodstock y
Wight, en otra foto carismática (Mapplethorpe en vez
de Ontañón) que cuatro años después también habría
de fascinarme (en esta ocasión, una buitresa escuálida y
de mirada obsesiva con pelo alborotado a lo paje —un
paje eléctrico, eléctrico— y vestida de hombre), en imágenes cantadas por Simon & Garfunkel, en Shelley Duval, en Altman, hasta en Woody Allen...
Hace unos meses le dije a una chica que me recordaba a Cecilia en sus rasgos. No pareció entender la lisonja («Pero Cecilia era muy fea»). Me quedé perplejo:
nunca he pensado en Cecilia como «fea». Siempre que
recuerdo su cara (y, por tanto, que recuerdo sus cancio216
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nes y la carta arriba mostrada) me siento bien, me esponjo por dentro, exactamente lo opuesto a lo que me
ocurre con determinadas «guapas» (Madonna, Leticia
Sabater, Courtney Love...) las cuales no me transmiten
el menor esponjamiento sino vacío (a su lado, la muñeca de Tamaño natural posee la profundidad de una
Emily Brontë) y un arribismo sin límites (exactamente
lo contrario de lo que expresa Cecilia en sus canciones
y en su carta). Incluso me ha ocurrido el hallar mucho
más atractiva a Lucía Dominguín que a su hermano
Miguel en tanto en cuanto la asociaba con Cecilia.
Por supuesto, traté de explicarle a esa joven que yo
no veía a Cecilia como «fea» sino como una cara que
me hace sentir bien (si eso no es belleza, no sé qué puede ser). La única manera de hacer efectiva mi explicación era, obviamente, tratar de compartir con ella todo
lo que guardaba esa cara (la voz, las melodías, las canciones). La cinta que le pasé la dejó bastante tocada:
presumo que, en el futuro, no considerará tan alegremente a Cecilia como «fea».
Pero retomemos el hilo en plan curricular. Eva Sobredo, hija de embajador, criada lejos de España y habituada al inglés tanto como a nuestro idioma (o tal vez
más), entra en el mundo de la música al iniciarse la década de los 70 de la mano del por entonces floreciente
movimiento «progresivo»: hizo coros con Los Canarios
(puede reconocerse su peculiar voz en algún corte del
Canarios vivos) y, con Julio Seijas, montó el grupo folkie/rockero Expresión. Ecos de esta impronta progresiva quedan en temas como la elegía beatlemaníaca
«Reuníos» (cara b de su primer single, aparecido en el
71 sin pena ni gloria), «Mi gata Luna», «Equilibrista»,
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la versión minimalista de «Dear Prudence» o algunos
cortes en inglés («Sister of the sand», «Between the
blinds») recuperados póstumamente en los 80.
En el 72, y tras el single de marras (cuya cara a, «Mañana», una balada amorosa, sin estar del todo mal, carece del carisma de futuras e inminentes creaciones y
suena en algún momento —concretamente el estribillo— al tópico folk universitario de postal de campus),
la recién creada CBS española apuesta fuerte por Cecilia
(nombre artístico en el que pueden intuirse tanto un homenaje a la canción de Simon & Garfunkel como un recuerdo a su hermana ciega —por aquello de la santa patrona de los invidentes). Resultado: el álbum del guante
de boxeo. Visiones satíricas de la alta sociedad que la
chica conoce a través de su entorno familiar («Dama,
dama», «Fauna», «Al son del clarín»). Recuerdos y gorjeos infantiles que asociamos inmediatamente en su melancólica dulzura con Melanie Safka («Mi gata Luna»,
«Portraits and pictures», «Mama, don’t you cry»). Reflexiones sentimentales de una inusitada amargura en
ocasiones («Llora», «Canción de desamor», «Señor y
dueño», «Fui»). Autorretratos demoledores («Nada de
nada»). Todo ello guitarreado acústicamente por Julio
Seijas y la propia Cecilia y orquestado (en, a mi juicio,
su mejor trabajo como arreglista) por un Juan Carlos
Calderón por entonces con arrestos para experimentar y
sacarle la lengua a la standarización. La batuta productora, a cargo de José Luis de Carlos (de cuyas hazañas
en la CBS hablé con delectación en mi artículo sobre Las
Grecas —ver Discobarsa, noviembre ‘96).
Al año siguiente aparece Cecilia 2, tras una polémica con la foto de portada (Cecilia embarazada) y el tí218
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tulo («Me quedaré soltera») inicialmente pensados,
todo ello tirado por la censura. Otros contratiempos
fueron la mala relación de Cecilia con el nuevo arreglista (Pepe Nieto), que, si bien no se trasluce en el resultado final (aunque se pierda el ambiente intimista
del primer álbum por un clima más ostentóreo y grandilocuente en la orquestación), sí fue recalcado por ella
en alguna entrevista. No es aventurado achacar a la,
por entonces, relación sentimental de Cecilia con el a la
sazón miembro de Aguaviva Luis Gómez Escolar, tanto
la elección del nuevo arreglista (habitual de Aguaviva)
como el aura descaradamente cercana a este grupo de
dos de los títulos («Un millón de sueños» —recuerdo de
nuestra guerra civil, con unos coros poderosos y una
improvisación final de la voz solista que se asocia también sin dificultades con otro tema arreglado por Pepe
Nieto prácticamente por las mismas fechas, el «Evangelio según San Lucas» de Vainica Doble— y «Andar»
—de resonancias machadianas). Estos temas señalan
un nuevo terreno de exploración estilística de la cantautora: las reflexiones sobre una España que ahora comenzaba a conocer como vivencia próxima y que parecen muy marcadas (se verá sobre todo en el disco
siguiente) por el 98. Las canciones en inglés desaparecen y la sátira social del primer lp aquí se limita a un delicioso apunte autobiográfico («Equilibrista», ornado
con los mágicos punteos del ex miembro de Canarios
Lennox Hollness) y a una protesta ecológica («Mi ciudad»). Para mi gusto, lo mejor del álbum (amén del
mencionado «Equilibrista») se halla en los temas de
amor y confidencias íntimas («Me quedaré soltera» —
la creación más climatérica de Cecilia, a caballo entre
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Mari Trini y las Vainicas—, «Si no fuera porque...» —
estremecedor relato secreto de sus pulsiones suicidas en
las horas más bajas—, «Con los ojos en paz» —un momento casi místico y, sin duda, de los más bellos del repertorio—, «Cuando yo era pequeña» —regreso al terreno tan querido de las exhumaciones infantiles—,
«Canción de amor» —uno de los hits del álbum junto
con «Andar» y su título más sensual— y «Me iré de
aquí» —la pollita que deja el nido y tal y tal).
En el 75 aparece el tercer trabajo de larga duración,
«Un ramito de violetas». Decorado con pinturas naif de
la propia Cecilia, es una obra, a mi entender, bastante
irregular y presagio de un futuro incierto respecto a la
creatividad de nuestra amiga (curiosamente, por la misma época, otra cantautora, Maria del Mar Bonet, había
pasado por una crisis similar con su tercer lp —el de la
portada de Miró—, lo que llevó a su productor, Alain
Milhaud, a reforzar las melodías del disco con la participación creativa de Hilario Camacho). Junto a títulos
que mantienen el alto nivel de entregas anteriores («Un
ramito de violetas» —trama rosácea que habría dado
pie sin problema a una dramaturgia de Edgar Neville,
José López Rubio o Víctor Ruiz Iriarte y que, tras el
éxito inicial de esta primera versión, reverdecería sus
laureles en el homenaje póstumo a cargo de Manzanita—, «La primera comunión» —enésima inmersión en
el fecundo océano de los retratos infantiles—, «Decir
adiós» —confidencia acibarada del estilo de «Nada de
nada» o de «Canción de desamor»— o «Nuestro cuarto» —pincelada intimista musicada a lo Jobim por Luis
Alfonso Méndez de Vigo y primer título original escrito en colaboración, tal vez confirmando, como ya dije
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antes sobre la Bonet, la pérdida de fuelle creativo—), el
resto del material resulta bastante flojo (por su tributo
excesivo a cantautores como Serrat o Víctor Manuel —
«Sevilla», «Esta tierra», «Don Roque»—, cuya impregnación en la sensibilidad de Cecilia no parece dejar tan
buenos resultados como los nombres norteamericanos
que ella mamó en un principio —empezando por Melanie o Simon & Garfunkel). Hay títulos intimistas («Tu
retrato», «Mi pobre piano») que son pálidos reflejos de
joyas de su primer lp (pienso en «Mi gata Luna» o
«Portraits and pictures»). Y, en cuanto al otro tema de
éxito de este último álbum, «Mi querida España» (en
realidad éxito póstumo pues se popularizó sobre todo
como sintonía en los primeros 80 de cierto programa
de televisión —no recuerdo ahora mismo si de Tola o
de Raúl del Pozo), cae peligrosamente en la standarización (uno se lo imagina mejor en voces de grupos tipo
Mocedades o La Pequeña Compañía). Juan Carlos Calderón vuelve a hacerse cargo de los arreglos pero (salvo
las excepciones antes mentadas) da igual: la magia del
72 se ha perdido. Resumiendo: la loable (desde el punto de vista vivencial) exploración noventayochista de
Cecilia no llega a superar estéticamente a su bagaje primero propiamente anglosajón. También puede ser que
influya en este dudoso resultado de «Un ramito de violetas» el que las tareas de producción que José Luis de
Carlos había desempeñado en los dos primeros lps aquí
las realiza un recién llegado Honorio Herrero (compañero de Gómez Escolar en los megaprogres Aguaviva y,
ya en el 75, mutado —con aquél y con Julio Seijas—
hacia las astracanadas monstruosas —«Saca el güisky,
cheli», La Charanga del Tío Honorio, Ernestito Blan221
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caflor y sus Mariposas Locas—, anticipo de lo que dos
décadas más tarde vomitarán con incontinencia digna
de Heliogábalo por la pequeña pantalla Navarro, Arús
y Sardá para elevar el gusto de la audiencia —como
dijo el otro, «¡Todo por la pasta!»—, sin olvidar a grupos musicales de tan exquisito gusto como Mojinos Escozíos —perdonen esta clorhídrica digresión pero siempre que me vienen a las mientes Honorio Herrero y/o
Luis Gómez Escolar me da el nervio, como diría Tony
Leblanc).
La standarización gira otra vuelta de tuerca con la
kafkiana presencia de Cecilia en el festival de la OTI
con un título, «Amor de medianoche», escrito a pachas
con Calderón y de un tópico subido. Uno ya no sabe si
es Cecilia quien canta o es Amaya o Mari Trini. Sé que
lo que voy a decir va a sonar muy duro pero, como en
el caso de Dean o de Marilyn, la muerte de nuestra heroína unos meses más tarde en accidente de tráfico nos
evitó tal vez sufrir la degradación de nuestra más interesante (con las Vainicas) cantautora exprimida por los
condicionamientos industriales hasta dejarla sin una
brizna de chispa ni personalidad (aunque tal vez —¿tal
vez?: quiero creer que con seguridad—, de tomar las
cosas ese sesgo, la autora de la carta del principio habría mandado todo a tomar vientos y se hubiese retirado del mundo musical).
No es de recibo que, tras el lanzamiento póstumo de
la sosita y no menos adocenada «Tú y yo» (la cara b,
«Una guerra», no es sino un remake algo pesado de
«Un millón de sueños»), el resto del material post—
mortem (el single «El viaje»/«Lluvia» —lanzado fantasmalmente a fines del 76 sin promoción alguna— y el
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lp Canciones inéditas —año 83) esté compuesto de canciones primerizas descartadas en su momento (y, paradójicamente, mucho mejores que buena parte del material aparecido en el 75).
Del álbum Canciones inéditas, destacar la cuidada
producción del ex Pasos Joaquín Torres (quien ya había
dejado muestra de su buen hacer en estas labores un
par de años antes con el segundo lp de Rodrigo García),
la excelente labor de conjunción de las bases originales
(Julio Seijas y Cecilia) con los fondos a posteriori (Juan
Carlos Calderón, Joaquín Torres, Tito Duarte, Fernando Sancho). Las canciones, mayormente, son de un nivel que se echaba de menos desde el Cecilia 2. Reaparecen títulos en inglés («Lady in the limousine»,
«Between the blinds», «Sister of the sand»), hay una
acertada adaptación de un poema de Valle—Inclán
(«Doña Estefaldina»), muchas referencias fúnebres
(«El testamento» —de aire quevediano y original de
Carlos F. Tejero, autor para el grupo La Compañía del
«Tema para Ana»: ¿amigo por tanto de Julio Seijas?—,
«Tocan a muerto» y «El juego de la vida» —en la vena,
respectivamente, de «El viaje» y «Con los ojos en
paz»), intimismos («Nana del prisionero», «Perdimos
algo»), lapidarios bufidos («Quiero vivir palabras»)...
Lo más flojito, el toque antimilitarista («Soldadito de
plomo») y el canto al ciudadano agobiado («¿Cómo
puede vivir?» —mucho más redondo, viniendo a decir
lo mismo, «El hombre que vivía en las nubes» de Don
Francisco y José Luis).
A fines de los 80 varios modelnos grabaron un lp homenaje versioneando temas de Cecilia. ¿Que cómo no
se me llamó, habida cuenta de lo leído en el presente ar223
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tículo? La verdad es que nunca hasta hoy he exteriorizado mi pasión por Cecilia (alguna vez en la radio pero
sin la insistencia con que me ocupé de, por ejemplo,
Vainica Doble); por otra parte, sospecho que, aunque
hubiese hecho pública tal pasión, cuando se estaba gestando aquel disco yo no era que digamos muy solicitado por la industria del pop (pero eso —como diría Dalton Trumbo en el Hollywood de los 50: jor, jor, jor, qué
malo soy— es otra historia).
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Te n í a u n a g a t a …
«Tenía una gata de nombre Luna, era de plumas de ruiseñor, sus ojos eran de vidrio verde, su hocico negro de
cartón. Murió mi gata de Angora blanca, murió mi trozo de ilusión y entre cuatro la llevamos envuelta en paño
de algodón. Cavé un hoyo detrás de un chopo, con mi
cuchara y mi tenedor, la he cubierto de arena fina y un
crisantemo en flor. La he rezado un padrenuestro, y he
llorado mi último adiós: qué sola muere mi gata Luna,
qué sola y triste vivo yo. » («Mi gata Luna.)
«Si es en el ayer donde pesan amores y amoríos, sinsabores, desvaríos, debes ser un amante competente,
pero un hombre vacío. Si es en el ayer donde se mienten
sentimientos, palabras, sentidos, debes ser un hombre
con pasado, no lo dudo, pero sin futuro. Te levantas silencioso, incluso así te veo partir, no volverás, qué pena
me da, tienes que marchar. Y te veo en el espejo detrás
de mí, no hay más que hacer ni que decir, qué pena me
da, tienes que marchar.» («Canción de desamor».)
«Si yo me quedara tranquila, y al acostarme en mi
cama, no hubiera nada que me preocupara, ¿cómo sería mi vida?, si vivir es morir cada día. Si yo me llamara profeta, poeta de causas perdidas, cantor de tristezas, cantor de alegrías, ¿cómo serían mis versos?, si
cada verso que escribo está muerto. Si yo no hubiera
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naufragado, cerrado mi puerta con llave, si no hubiera
heridas en las despedidas, ¿cómo diría te quiero?, si lo
digo y no me lo creo. Quién pudiera mirar con los ojos
en paz, y verme a mí misma por el mismo prisma que a
los demás.» («Con los ojos en paz».)
«Cae esa lluvia pequeña, menuda, que raya mis ventanales, lluvia en las ciudades. Cae esa rítmica lluvia
que baila en los asfaltos de estaño, espejo de mis años.
Lluvia de amores y encuentros, somos plumas leves, somos fuegos lentos. Cae esa tímida lluvia en los charcos,
a la vuelta del colegio, primera lluvia de invierno. Es
esa lluvia que hace canales a la salida de clase, hay ríos
en las calles. Lluvia de mares sin puerto, somos dos barquitos, somos marineros.
»Cae esa lluvia fría y callada que se enreda en mi
pelo, que resbala en mi cara. Y es esa última lluvia de
tarde que salpica mi impermeable según me alejo. Lluvia de adioses amargos, somos noches cortas, somos
días largos.» («Lluvia».)
«Jugar al juego—juego de la vida, una rueda triste,
una rueda amarga, cuando tú vienes al mundo lloras, y
cuando marchas el mundo calla. Jugar al juego—juego
de la vida, una guerra y mil batallas, un enemigo sin bandera que no da tregua, que nunca falla. Jugar al juego—
juego de la vida, un fuego lento de llanto y llama, te quema el cuerpo desde dentro, te abre heridas, te cierra el
alma. ¿Quién pudiera ser piedra en esta tierra? ¿Quién
pudiera no ser nada? Ser un viento tibio sobre el mar, ser
una brisa fría de mañana.» («El juego de la vida».)
[Publicado en Discobarsa.]
[1999]
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LINEALÍNEA DE SOMBRA
Dibujando fresones
en la madrugada:
pluma y carmín
sobre tu espalda.
No recuerdo tu nombre
ni de qué me hablabas
pero al dormir
rozo tu cara.
La noche sangra,
tu sombra se derrama
hasta empapar
toda mi cama.
La mar en calma,
ni una pizca de viento.
Ya no hay dolores,
tampoco hay deseos.
A través del espejo
tú me descubriste:
aún no lo sé
cómo lo hiciste.
El tablero cayó
con todas las piezas
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desde el peón
hasta la reina.
[Incluido en el cd «Sangre sabia».]
[2002]
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DESAYUNO CON DIAMANTES
Holly se pega
al escaparate
de la joyería
más famosa del distrito.
Cuando amaneció
ella estaba allí
antes de regar
las calles,
antes de que los barrenderos
apareciesen.
Holly no falta
a ningún party:
busca un millonario
que la redima
de tantos días grises
confiándole sus sueños
al gato.
Holly quiere ganar:
por eso juega.
Holly está en la ciudad
y sigue sus reglas.
[Incluido en el cd Sangre sabia.]
[2002]
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MOIRA TE ESPERA
Moira te espera impaciente en la esquina.
No es nada personal: no te guarda inquina.
Dice sólo que tu vida se termina.
Quizás siga algo mejor.
Moira te espera impaciente de noche.
Lleva un vestido negro y conduce un buen coche.
Guarda un poco de veneno en su broche
para echar en el champagne.
Moira te espera y tú tienes la culpa
por hacerla esperar.
Moira es tu novia y con ella una noche
tú te vas a escapar.
Moira te espera impaciente en la cama.
Con un dulce mohín se quita el pijama.
Tú la besas y piensas que ella te ama,
que no eres un hombre más.
Moira te espera impaciente en la meta.
Su piel parece mármol, sus ojos, violetas.
Tú la abrazas y ella ríe coqueta:
ha llegado tu final.
[Incluido en el cd Sangre sabia.]
[2002]
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Antología sumarísima
SUNSET BOULEVARD
Y la luz se marchará
por un rincón
y mil lunas quedarán
bajo la piel.
Canción que se diluye a través del tiempo:
mi pelo blanco y tu pelo azul.
Un día pasearemos
por Sunset Boulevard.
Allí duerme lo mejor
de lo mejor.
Tú eres Eva y yo, tu Adán,
y Dios no está.
Rockeros centenarios hoy seducen niñas
y en el solarium reposa la actriz.
Un día posaremos
en Sunset Boulevard.
Escalón tras escalón
hasta llegar
a la estrella que perdió
polvo y disfraz.
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¿Qué fue de aquellos nombres que ya no recuerdo?:
son el futuro de nosotros dos.
Un día pasaremos
a Sunset Boulevard
[Incluido en el cd Sangre sabia.]
[2002]
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ESPEJISMO
Desearía buscarte en la ciudad
y no sé dónde buscar:
laberinto que me trae a mal traer
porque no te puedo ver,
porque siempre te me vas,
cuando creo alcanzarte ya no estás, no.
Espejismo puñetero y cruel,
por favor, déjame en paz:
mi equilibrio está en la cuerda floja
y ya no puedo más.
Yo sé bien que nunca te tendré,
sólo te quiero olvidar,
déjame hacerme a la idea y vete ya,
oh, vete ya.
No quiero buscarte en la ciudad:
estoy harto de buscar,
que juegues al escondite con mi amor,
ya no juego, no, señor,
gallinita ciega soy
pero esto se acaba en el día de hoy, sí.
[Incluido en el cd Sangre sabia.]
[2002]
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NORMA KENNEDY
(There was a crooked woman…)
«Sé lo que hago. Sé lo que tengo que decir.»
(Recogido en La novela de Perón
de Tomás Eloy Martínez)
«O quizá simplemente le regale una rosa...»
(Leonardo Favio)
Anoche soñé contigo
tratando de recordar
ciertas líneas de Panero.
En la cárcel te escaldaron
tras la violación en masa:
resplandores irisados
se dibujan por tu piel.
Norma, tú,
madre de Norman,
feto de plomo alumbrado
una mañana de Ezeiza
entre disparos a dar:
supervillana menor
de la intrahistoria oficial,
las buenas gentes escupen
sobre tu vil trayectoria
de pasiones y revanchas
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(doppelgangster of Evita,
neurasténica Lilith).
Y tu tocaya Aleandro
no ha de performar tus pasos
y ni Serrat ni Sabina
han de ofrecerte, caprinos,
una balada de otoño
(pero ¿qué importa si aún late
en lo más hondo del pozo
la rosa de Juan Moreira
—florcita de celuloide
brillante como esos días
cuando ángeles y diablos
compartíais la esperanza?).
Jamás vi una foto tuya:
te reinvento cada noche
con esas mujeres raras
que me bajo de la Red.
Tras el indulto jugaste
a la Némesis okupa
conduciendo a los sin techo
al más completo desastre
(como John Brown con los negros
—tú, claro, con peor prensa).
Javier Iglesias me habló de ti sin odio,
con la suave conmiseración
que se dedica
a quienes,
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una y otra y otra vez,
meten la pata.
Norma, moira de plaza de Mayo
(nuestra señora del desastre
—la más cabal metáfora de tu país),
inasequible a la sobreactuación
desde tu oscura locura
(«locura, no: monstruosidad» corrige Panero
ante el espejo de aguas fecales),
más real que el resto,
eres de lo poco argentino
que todavía respeto.
[Publicado en Casatomada.]
[2003]
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UNA CICATRIZ
Una cicatriz
junto a la nariz
es la línea que quiero besar.
El pasado te
dibujó en la piel
algo que no quieres recordar.
El dolor ha vuelto a aparecer
en tus sueños vueltos del revés.
La ciudad te marca con la decepción
de lo que no fue,
sólo te lo pareció.
Un puñado de felicidad
que no existe más que en el papel.
La canción que un día se te prometió
se hace de rogar
y seca tu corazón.
[Incluido en el cd Mi colección de Kiki d’Akí.]
[2004]
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EN BLANCO
Ella es una chica de lo más vicioso:
destruye su vida de un modo espantoso.
Su cara parece un papel en blanco:
ella está de vuelta en todos los campos.
Ella empezó siendo la mar de sencilla:
ha cambiado tanto que me maravilla.
Lo ha probado todo sin comprender mucho
pero eso le pasa a casi todo el mundo.
Aunque va siempre de luto
siempre la encuentran en blanco
con la palabra en la boca
que antes había olvidado.
La soledad no es problema
si niega el significado:
es una chica sencilla
que siempre encuentran en blanco,
en blanco.
[Incluido en el cd Espejos de Bel Divioleta.]
[2005]
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CON PACIENCIA
Doblaré la esquina del silencio
recostado sobre tus sospechas;
soñaré con besos que no existen
hasta el día que a ti te parezca.
Y jamás diré lo que ya sabes:
mimaré cada uno de tus miedos
por si alguna vez quieres plantarles cara
y hacer tuyos todos mis deseos.
El tiempo pasa
pero no me importa:
me basta y sobra con tu presencia.
Esta partida
yo voy a ganarla
solamente con paciencia.
[Incluido como bonus en el cd Pop Deco.
La Exposición Internacional de los 80.]
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Por razones de espacio, y dada su mayor asequibilidad,
se han omitido en esta selección todos los textos escritos ex profeso para internet; quienes lo deseen, pueden
continuar la marginalia más allá de las páginas del presente libro explorando materiales acordes con su temática e inquietudes en los siguientes links:
http://shadowline1.com/lineadesombra/
http://elzurdo.blog.com/
http://zurdman.blogspot.com/
http://luminar21.blogspot.com/
http://dildodrome.blogsome.com/category/durmientesinvitados/
A quien, tras la lectura de esta marginalia, le interese
conseguir tanto la revista El corazón del bosque como
el libro La canción del amor, le remito a los enlaces incluidos en el portal de Línea de sombra.
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Este libro se terminó
de imprimir en Barcelona
en febrero del 2009
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