Reinos germánicos

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LOS REINOS GERMÁNICOS
Constitución política territorial
Para la caída del último emperador romano en el año 476 ya existía el reino visigodo de Tolosa, los suevos
dominaban en Galicia, los vándalos, con algunos grupos de alanos, habían ocupado de forma estable zonas
costeras del norte de África, y los burgundios la parte oriental de la Galia. Su asentamiento había incluso
estado acompañado de tratados de federación con el Impero, antes de su desaparición. Los ostrogodos en Italia
y los francos avanzando por el norte de la Galia, mientras que los anglosajones iniciaban sus desembarcos en
Gran Bretaña, a finales del siglo V.
No eran los únicos, alamanes, bávaros y lombardos también se movían por entonces por las zonas limítrofes
de la actual Suiza, Baja Austria y Panonia.
Los visigodos, que también había sido los primeros en penetrar en masa en el Imperio romano, por la parte
oriental, para terminar asentándose en Aquitania Secunda, junto a la costa atlántica, al sur de la Galia, tras
haber saqueado Roma y penetrado en Italia. También habían estado en Hispania, intentando sin éxito pasar a
África, por el Estrecho de Gibraltar.
Todo esto ocurría entre el 397 y 416, año este último en el que se firmó en tratado de federación entre el
caudillo visigodo Valia (415−418) y el representante imperial Constancio, verdadera carta fundacional del
Reino de Tolosa, pues reconocía el asentamiento de los germanos en Aquitania Secunda y le permitía ampliar
sus dominios hacia la Narbonense Prima, donde se encontraba la ciudad que daría nombre al nuevo reino, al
convertirse en su capital.
La constitución de otros reinos, como los de los suevos, vándalos y burgundios, fue fruto de la ruptura del
limes romano en el Rin, el año 406, y de la penetración de estos pueblos por la Galia e Hispania. Los romanos
reconocieron a los suevos como federados hacia el 433−438, cuando éstos ocupaban la parte septentrional de
Galicia, territorio con el que se acabará por identificar su reino; allí también habían estado los vándalos
asdingos, pero lo abandonaron para dirigirse a la Bética, desde donde pudieron pasar a África, el año 429, y
ocupar violentamente importantes zonas de la antigua Cartago, hasta ser reconocidos por Roma, mediante el
consabido tratado de federación el año 435.
El reino burgundio es fruto de una ocupación de menor alcance, pues apenas pasaron del oeste del Rin, en la
antigua Germania II, donde el año 411 firmaron su primer tratado de federación; aunque más tarde
terminarían por asentarse mas al sur, en Spudia, entre la Suiza romanche y el sur del Jura francés,
conquistando Lyon y asentándose en la región del Ródano.
Después del 476 El vacío de poder en Italia fue llenado por los ostrogodos, bajo el gobierno de Teodorico el
Grande (500−526), que fue entronizado en Roma el año 500; mientras que los francos, dirigidos por Clodoveo
(508−511) se apoderaban de todo el norte de la Galia, donde eliminaron también a los poderes locales del
viejo orden romano. Después, poco a poco, estos últimos, los francos, dispuestos a apoderarse de toda la
Galia, atacaron a otros pueblos germanos como alamanes, burgundios y visigodos, que tuvieron que someterse
a los nuevos invasores o abandonar la antigua provincia romana.
Nació así uno de los más grandes y, a la postre, el más duradero de los reinos germanos de Occidente, el reino
franco de la Galia, bajo el gobierno de la dinastía merovingia; es decir, de los sucesores de Clodoveo, artífice
en definitiva de la conquista de los territorios que lo compusieron.
Derrotados en Voullé, el año 507, por los francos, los visigodos pudieron pasar a Hispania, lugar en que ya
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tenían abiertas muchas vías de expansión, y constituir allí un nuevo reino, al principio con la ayuda de los
ostrogodos de Italia, pero después consolidando su propio dominio sobre la península e instaurando su capital
o centro de poder en la ciudad de Toledo.
En realidad, a principios de siglo VI, el protagonismo correspondía a cuatro gran des reinos germánicos, de
los cuales dos, el de los ostrogodos de Italia y el de los vándalos del norte de áfrica, iban a desaparecer
bastante antes que mediara el siglo, como consecuencia de la contraofensiva bizantina en Occidente; mientras
que los otros dos, el de los francos en la Galia y el de los visigodos en Hispania, pudieron desarrollarse y
evolucionar política y territorialmente.
La isla de Gran Bretaña fue ocupada en el centro por los anglos y fundaron los reinos de Northumbria, Anglia
Oriental y Mercia; los sajones en las regiones del Sur, constituyeron los de Essex, Sussex y Wessex; mientras
que los jutos en el Sureste dieron vida al de Kent. Los desembarcos germanos en la isla de Gran Bretaña no
terminarán hasta finales del siglo VI, y la resistencia bretona no será neutralizada hasta el siglo siguiente, cuan
además empiece un proceso de unificación del mundo anglosajón.
También durante la segunda mitad del siglo VI, entre el 568 y 572, se produjo la conquista de parte de Italia
por los lombardos, a costa del dominio bizantino, que había acabado a su vez con el dominio de los
ostrogodos. El reino lombardo de Italia tuvo una vida bastante agitada y una configuración política muy
inestable, condicionada siempre por la propia situación política y territorial de la Península italiana, donde
convivía la autridad imperial que dominaba en Oriente, que conservaba parte de sus dominios del Sur y el
Este; la máxima autoridad religiosa cristiana y latina en Roma: y un pueblo germano, el lombardo, integrado
tardíamente en el proceso de constitución de este tipo de reinos.
El factor religioso
Antes de que terminara el siglo IV, el cristianismo era ya la creencia mayoritaria entre la población
romanizada.
El factor religioso se convirtió de esta manera en uno de los puntos de contacto entre los nuevos dominadores,
la minoría germánica, y los dominados, la población preexistente romanizada.
No en vano, desparecido el Estado romano y destruido el orden clásico, la Iglesia se convirtió en la única
institución capaz de transmitir mucho de sus legados, al tiempo que asimilaba las aportaciones de los nuevos
pueblos cristianizados.
Bien es verdad, que esta integración de los germanos al cristianismo no dejó de presentar muchas dificultades
y peculiaridades, que a veces dificultaron más que facilitaron la convivencia inmediata entre unos y otros;
pero, al final, la religión resulto ser un punto de encuentro y la fuente de nuevos planteamientos, sobre la que
se sustentaría la nueva civilización europea (INCOMPLETO)
Gobierno y comunidad
Los conquistadores, más que gobernar, tratan de controlar la situación en su propio beneficio, dando
importancia tan sólo a aquello que pueda contribuir a consolidar su posición.
Se pierden o modifican las antiguas estructuras administrativas y provinciales romanas. Los reyes se rodean
de un séquito personal para su servicio, antrustiones, leudes o gardingos según la denominación de cada
pueblo, que son en realidad sus clientes o socios, comités al uso romano, a quines encomiendan labores de
carácter público y privado; más bien estas últimas que se confunden con las primeras.
Y es que los monarcas germánicos, grandes señores y propietarios, prescinden incluso de las asambleas
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características de sus respectivos pueblos, tal y como se celebraban antes de las grandes conquistas, e
instauran un régimen de gobierno personal más o menos limitado en sus planteamientos.
A partir de su poder real pleno y absoluto, el monarca germano, además de sus fieles más allegados, puede
buscar colaboración en otros personajes, como los obispos o magnates, creándose una oligarquía dirigente,
que en el caso de los visigodos se integró en la llamada Aula Regia. Así, junto a los miembros del Oficio
Palatino, que se preocupaban de los problemas inmediatos, los primates o señores palattii, podían asesorar al
rey visigodo en decisiones administrativas o políticas de mayor envergadura, que podía incluir la elección
real.
Gracias a este tipo de asambleas políticas, que podían acoger también a algunos representantes de la
Administración territorial, el reino visigodo alcanzó un importante desarrollo político, cuya máxima expresión
fueron los Concilios de Toledo. De naturaleza mixta, eclesiástica y civil, estos Concilios fueron la máxima
expresión de la intensa colaboración que los reyes germánicos llegaron a tener con las autoridades
eclesiásticas a la hora del gobierno de sus reinos.
En mucho reinos, sobre todo en los arrianos, los obispos católicos fueron más intermediarios que
colaboradores de la nueva realeza; en otros, a pesar de ser católicos, su influencia tardaría en notarse desde el
punto de vista político, por la falta de un verdadero desarrollo institucional.
En el reino franco, la administración central, o sea lo que rodea al rey merovingio, se limitó a los miembros
del servicio personal del monarca y de su guardia, como los senescales o mariscales, aunque no faltaron
servidores de origen romano que ocuparon los puestos de referendarios, condestables y chambelanes.
Los vándalos en África y los ostrogodos en Italia, respetaron las estructuras administrativas tradicionales, por
las que se regían los romanos
Teodorico el Grande, rey de los ostrogodos, tuvo como consejero a Casiodoro, portavoz del pueblo romano,
siendo en buena medida artífice de la coexistencia entre la administración militar gótica y las oficinas del
Sacro Palacio de Rábena, capital del reino.
Los reyes vándalos por su parte también fijaron una capital, primero en Hipona y luego Cartago.
Lo que se impuso fue el mando militar de los duques y condes, que asumieron además, si es que lo hacían, la
administración de justicia.
Precisamente el patrimonio de la Corona, junto al Tesoro Regio, fue el verdadero sustento económico del
régimen impuesto por los reyes germánicos. Todos ellos poseían grandes dominios territoriales, provenientes
del fisco imperial romano y de las confiscaciones y apropiaciones sucesivas. Los siervos cultivaban las tierras,
pagaban rentas y realizaban servicios, siempre en beneficio de la realiza y de sus servidores.
Lo que en realidad predomino en los planteamientos administrativos fueron las relaciones de carácter privado.
Dique terminaron por ser el único fundamento de su estructura social e, incluso, de su régimen de gobierno.
Poder y sociedad
Se podría decir que en los reinos germánicos la estructura social casi coincide con la estructura política, al ser
el elemento fundamental de esta última la aristocracia; es decir, la clase social dirigente, un verdadera
oligarquía, dueña junto al monarca del poder y de la riqueza.
En su estrato superior, la aristocracia palatina constituyó un grupo de presión, una oligarquía dirigente, que
resultó decisiva en la vida de los reinos. Además de los seniores de estirpe germánica − la gens gótica de los
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visigodos−, pertenecieron a esta clase superior algunos miembros de antiguas familias romanas de la clase
senatorial, que pudieron mantener su influencia; así como individuos promocionados desde niveles inferiores.
No se trata de una nobleza de sangre, sino de una aristocracia de servicio al más alto nivel.
Como el rey, muchos miembros de la aristocracia dominante acaban teniendo su propio séquito de fideles o
comitivas militares, a los que pagaban su fidelidad con bienes y propiedades en una dinámica claramente
prefeudal.
Al mismo tiempo que los reyes merovingios perdía prestigio y riqueza, como consecuencia de sus continuas
divisiones, minorías, sustituciones y disputas, sus servidores las acrecentaron.
Desde el siglo VII, por lo menos en el reino franco, esta aristocracia llega a ser tanto o más poderosa que la
propia monarquía.
La Iglesia también recibe importantes y abundantes donaciones de suelo agrario. Mientras que las masas
campesinas, compuesta en gran número por hombres libres, comienza a entrar en vías de dependencia a través
de su encomendación a los nuevos señores de la tierra.
La vida campesina, a la que se integraron la mayor parte del germanos, pero compuesta sobre todo de un gran
número de pequeños propietarios libres de origen romano, sufrió las consecuencias del vacío de poder que
había dejado el Imperio.
Incluso muchos prefirieron dejar su condición de propietarios e integrarse en las explotaciones agrarias de los
señores, laicos o eclesiásticos, capaces de protegerles.
La fórmula ideal para esta integración fue la villa romana.
Se trata del proceso inicial de desarrollo del poder dominical, tan característico de la Alta Edad Media y
fundamentado, sin duda, en la evolución política y social de los reinos germánicos.
Muy pocos aspectos quedaron a salvo de esa transformación: desde el concepto de propiedad hasta la
sensibilidad artística, pasando por la lengua, y por supuesto la escritura, sufrieron ese proceso de
barbarización; del que no se libró ni siquiera la Iglesia.
A partir del siglo VII, muchos obispos eran ya de procedencia germánica: la dedicación episcopal, más que de
carácter pastoral, fue en muchos casos de tipo militar o político.
Desarrollo político e institucional
El desarrollo institucional y político de los renos germánicos de Occidente dependió fundamentalmente de dos
factores: en primer lugar del resultado final que tiene, en cada uno de ellos, la pugna entre el romanismo y el
germanismo; y, en segundo lugar, una vez más, del tiempo. Es decir, de la capacidad de asimilación de los
invasores por los invadidos, y del éxito de los primeros en su propósito por consolidar su dominio.
La monarquía visigoda que, como vimos, había iniciado por entonces, y bajo el gobierno de Leovigildo y
Recaredo, el camino de una importante reorganización política y religiosa, tuvo algo más de un siglo, desde el
reinado de Sisebuto (612−621) al de Rodrigo (710−711), para intentar llegar a un equilibrio en su desarrollo
como comunidad política.
Ya en tiempos de Suintila (621−632) se logró la unidad territorial, en el marco de la Península, al expulsar de
sus último reductos a los bizantinos, que desde hacía casi cien años se habían instalado en la Bética.
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Chindasvinto (642−653) y Recesvinto, el promulgador del Liber Indiciorumn intentaron neutralizar el poder
de la aristocracia y afianzar la función teocrática del rey, sin dejar de militarizar la administración y metiendo
al reino por caminos protofeudales.
Por esos mismos camino transcurriendo los reinados de Wamba, primer rey ungido, Ervigio (680−686), a
pesar de que, gracias entre cosas a la labor realizada por los Concilios de Toledo, que continuaron
celebrándose, el reino visigodo podría haber aspirado a mantener muchos de los planteamientos políticos de la
Antigüedad tardía.
Muy distinta, aunque de mayor proyección en el tiempo, fue la trayectoria política del reino franco, bajo el
gobierno más teórico que práctico de los reyes merovingios: Dagoberto (629−639) resultó ser el último
representante de esta dinastía, que gobernó de forma efectiva en todo el reino. Ninguno de sus sucesores, hasta
el cambio dinástico del 751, volvió a ejercer un papel político efectivo, hasta el punto de habérseles calificado
en algunas ocasiones como reyes holgazanes. El poder recayó en los principales representantes de la
aristocracia franca, en particular en los mayordomos de palacio de las principales demarcaciones de la
monarquía: Austrisia, Neustria y Borgoña.
Al principio fueron los mayordomos de Neustria los que intentaron ejercer un supremacía sobre el reino
franco; a partir de Pepino II de Heristal (687−714), mayordomo de Australia, correspondió a estos últimos ese
dominio, que habría de desembocar en la instauración de un nuevo régimen monárquico. Su hijo bastardo y
sucesor en el cargo, Carlos Martel (814−841), dio un importante impulso a este proyecto político, al afianzar
la labor realizada por su padre; sobre todo en lo referente al sometimiento de los distintos territorios que
componían la monarquía, e incluso a la incorporación definitiva de alguno nuevos, como el ducado de los
alemanes o Frisia.
No menos importante resultó su defensa del territorio franco frente a la invasión musulmana, que ya había
terminado con la monarquía visigoda: el año 732 Carlos consiguió rechazar a los ejércitos islámicos en la
batalla de Poitiers; lo que le abrió el camino para la disputa por su dominio y el de sus sucesores en los
territorios más meridionales de la Galia: Aquitania, Borgoña, y Provenza.
Detrás de los éxitos militares de estos mayordomos, verdaderos reyes francos, está la política de
afianzamiento de una nobleza de servicio, pagada con importantes beneficios, a costa incluso de los bienes
eclesiásticos.
N en vano, desde Roma, los papas adivinaron el porvenir y la fuerza que estaba cobrando la monarquía franca,
acudiendo a sus gobernantes para llenar el vacío que los bizantinos iban dejando en Italia, o para que
neutralizaran la influencia, mucho más perturbadora, de la presencia lombarda al Norte de esa misma
península.
El reino lombardo, con su centro de poder en Pavía, desde finales del siglo VI, se caracteriza por su falta de
consolidación territorial y política; incluso durante sus primeros momento de ocupación del Norte de Italia, en
plena lucha con los bizantinos, entre el 574 y el 584, sufrió un periodo de interregno en el que más de 35
duques, simple jefes de bandas guerreras, se dedicaron, sin apenas coordinación, al pillaje. La búsqueda de
botín, y no la creación de un espacio de dominio duradero, parecía entonces la única finalidad de un pueblo,
que amalgamaba en su seno resto de muchos otros, como sajones, gépidos y hasta eslavos o búlgaros.
Incluso desde el punto de vista religioso su posición fue particularmente conflictiva, como demuestra la
reacción arriana de mediados del siglo VII, y el permanente conflicto entre los seguidores de esta última
tendencia y los católicos.
La creación de los ducados de Espoleto y Benevento hizo particularmente difícil la situación del pontificado,
cuando el Imperio bizantino apenas podía ayudarle, aunque mantuviera algunos dominios en el sur de Italia.
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El reino lombardo llegó a estabilizarse durante la primera mitad del siglo VIII, bajo el gobierno de Luitprando
(712−744), que sólo en parte acabó con las continuas guerras civiles que lo aquejaban. Pero su madurez
política y territorial nunca pudo parangonarse con la del reino franco, que sería a la postre el artífice de su
desaparición, con la esperada colaboración de la autoridad pontificia, como principal aliado.
La desaparición de los visigodos y lombardos, entre principios y finales del siglo VIII, y la consolidación del
reino franco en la Galia, con su tendencia expansionista hacia el Este y el Sur, puso fin a la época propiamente
germánica.
Existía, sin embargo, un mundo periférico, profundamente germánico. Se trata de los reinos anglosajones, que
dejamos constituidos por las invasiones marítimas sobre Gran Bretaña, y que a partir del siglo VII iniciaron un
importante proceso de reunificación, acompañado de cierto desarrollo político.
El rey Etelberto de Kent (560−616) fue el primero, en el ámbito anglosajón, en elaborar un código, similar a
los que se venían realizando por los reyes germánicos del continente; y, como aquéllos, este texto legislativo
presenta unos caracteres muy alejados de la tradición jurídica romana.
También fueron, como ya dijimos, Etelberto y el reino de Kent la puerta de entrada del cristianismo en los
dominios germánicos de Gran Bretaña, al recibir a los misioneros enviados por el papa Gregorio Magno y
convertirse al catolicismo. El futuro san Agustín de Canterbury era el jefe de esos misioneros, que
consiguieron extender su labor evangelizadora a otros reinos, como el de Northumbria en la zona más
septentrional de la ocupadas por los anglos; allí se constituyó la segunda gran diócesis británica, la de York.
Gracias a este proceso evangelizador, que también llegó al importante reino de Mercia, a mediados del siglo
VII, el mundo anglosajón comenzó a salir del aislamiento en que había vivido durante la época de las
invasiones, y a intensificar su relación con los reinos germánicos continentales; sobre todo con los dominios
merovingios en la Galia del Norte, donde los contactos además tuvieron carácter comercial.
También se intensificaron las relaciones con Roma, lo que sirvió al rey Etelredo de Mercia para obtener
apoyos exteriores a sus planes de unificación de los reinos anglosajones, llegando a someter Esser, Sussex,
Northumbria y Kent, con éxito relativo y poco duradero. Poco después fueron los reyes de Wessex los que,
entre el 689 y el 726, intentaron la reunificación de los reinos meridionales, al sur del Támesis, bajo su
hegemonía. El rey Ine (689−726), principal artífice de estos proyectos, amplió los dominios germánicos hacia
el Oeste a costa de la resitencia bretona, intensificó la política religiosa y promulgó un nuevo código que nos
describe una sociedad de hombres libres, con importantes vínculos de solidaridad y en proceso de
cristianización.
Todas estas iniciativas terminarán por dar vida al futuro reino de Inglaterra, que durante la segunda mitad del
siglo VII, tiene su principal valedor en el rey Offa de Mercia (757−796).
Arte y cultura
El proceso de barbarización tuvo consecuencias irreparables en el retroceso y desmembración de la cultura
antigua.
Se salvó la lengua latina frente a las habladas por los germanos, por su carácter de lengua escrita y su valor
literario; pero en una versión vulgar muy empobrecida.
No faltó tampoco una interacción lingüística en la que muchos vocablos germánicos se integraron en el latín
vulgar.
También la escritura latina, sufrió este proceso de desmembración: las llamadas escrituras nacionales
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−longobarda , benaventana, merovingia, etc.− sustituyeron a la minúscula romana, aunque contribuyeron a
mantener viva la cultura escrita en ámbito germánico.
Como en el caso de la lengua, la enseñanza clásica desapareció o quedó sólo accesible a pequeños grupos
aristocráticos. Se podría decir que fue la cultura cristiana la que vino a paliar las consecuencias del retroceso
cultural que aquejó a los reinos germánicos.
Solo en alguno casos, como el de Boecio (480−525) y Casiodoro, bajo la protección del rey ostrogodo
Teodorico, miembros de la antigua clase senatorial romana, colaboraron puntualmente, aunque de forma
decisiva, a la transmisión y conservación de los estudios antiguos.
La aportación cultural irlandesa es un fenómeno tremendamente original, que en principio surgió aislado con
respecto al resto de Occidente y en ámbito celta; pero que a partir del siglo VII comenzará a tener una
importante influencia en el mundo anglosajón y en el continente, a través de las fundaciones monásticas en
territorio franco o italiano.
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