2. Identidad heredada Cualquier texto literario

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2. Identidad heredada
Cualquier texto literario escrito por una mujer es susceptible de ser estudiado por
críticos y académicos desde la perspectiva del estudio de género. De alguna
manera, se ha considerado que estos textos han de tener como objetivo principal
que una voz intrínsecamente femenina reivindique el papel que juegan las mujeres
en el mundo, ya sea mediante una denuncia o mediante la creación de un mundo
ideal donde no haya discriminación. Los cuentos que Inés Arredondo escribió no
se han librado de este tipo de análisis. Y, sin embargo, más que denuncia o
reivindicación, su literatura nos proporciona una radiografía de un mundo donde es
el espíritu del ser humano el que se enfrenta a problemáticas que van más allá de
lo
que
significa
ser
mujer
en
un
mundo
patriarcal.
Sus
personajes,
independientemente del género, se encuentran inmersos en un universo donde
forzosamente tienen que dejar morir una parte de su ser a cambio de seguir
adelante. En la búsqueda del amor, de la venganza, de la pureza, van buscándose
a sí mismos y tratando de autodefinirse. Inmersos en un mundo hostil, muchos de
ellos huérfanos o sin ser capaces de establecer una comunicación real con sus
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progenitores, oscilan entre ser fieles a sí mismos o buscar su propia identidad por
medio de una mirada ajena.
Una de las frases con la que más frecuentemente se cita a Inés Arredondo
es aquella donde menciona que cualquier persona tiene distintas infancias de
donde puede elegir:
Como todo el mundo, tengo varias infancias de donde escoger, y hace
mucho tiempo elegí la que tuve en casa de mis abuelos, en una hacienda
azucarera cercana a Culiacán, llamada Eldorado, […] En Culiacán, en la
escuela, con mis padres, me sentía incrustada en una realidad vasta, ajena
y que me parecía informe. En cambio en Eldorado, la existencia de un
orden básico hacía posible entrar a ser un elemento armónico en el
momento mismo en que se aceptaba ese orden. En Eldorado se
demostraba que si crear era cosa de locos, los locos tenían razón
(Arredondo, Obras completas 3).
Y así como la propia Inés omite su infancia en la ciudad, viviendo los conflictos de
pareja de los padres, asistiendo a un colegio de monjas, para narrar cuentos
situados en Eldorado, sus personajes se ven forzados a decidir qué camino han
de tomar y hacia dónde, qué parte de su alma, qué sueño, qué apellido han de
mutilar para poder esculpirse tal y como ellos querrían ser.
Este capítulo pretende analizar los mecanismos mediante los cuales los
personajes construyen o modifican su percepción sobre sí mismos y sus nexos
con el contexto en el que se desarrollan sus acciones y relacionarlo con una
cosmovisión en donde la crueldad, la valoración ajena, la corrupción, hace
imposible una identidad verdadera.
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2.1. La locura como destino: “Río subterráneo”
En 1979 Inés Arredondo publicó el que sería su segundo volumen de cuentos: Río
subterráneo, en donde salieron a la luz 12 textos. El cuento que le da nombre al
libro se ha visto, en reiteradas ocasiones, como el ejemplo máximo de la postura
de Inés Arredondo frente a la locura y el sufrimiento humanos. La importancia de
esto reside en que la locura es un tema recurrente en su obra. “Río subterráneo”
es definido como aquel que: “ofrece el tratamiento por excelencia de este tema,
como si ahí la locura se mostrara en su estado más puro. Por eso, resume en sí
mismo lo esencial de lo que Inés Arredondo tenga que decir y haya dicho en otros
cuentos sobre la locura” (Bradu 47).
En él se nos narra cómo cada uno de los miembros de una familia va
cediendo a la demencia y terminan por morir debido a esa condición. En Luna
menguante, Claudia Albarrán dice que:
[En “Río subterráneo”] se intercalan al menos dos propósitos claramente
expuestos por la narradora: el primero, contarle a su sobrino (y a nosotros,
lectores implícitos) el desarrollo pormenorizado de esa locura que ha venido
contaminando a todos los miembros de la familia; y el segundo,
convencerlo de que no se acerque „al país de los ríos‟ (p. 134) y de que
permanezca en los límites de la ciudad que habita para que la enfermedad,
el río subterráneo de la locura, no pueda arrastrarlo (209).
La locura es el destino de cada uno de ellos, no por herencia genética, sino por
intentar entender al otro, al hermano amado y enfermo de una angustia mortal. La
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narradora ha conseguido comprender cómo ha caído cada uno de sus hermanos
en esta locura y las estrategias que ha de utiliza para tratar de evitar ese
desenlace para ella misma. A pesar de lo cual, no es capaz, como ninguno de sus
hermanos lo fue, de escapar a su destino: “Yo tengo destino, pero no es el mío.
Tengo que vivir la vida conforme a los destinos de los demás. Soy la guardiana de
lo prohibido, de lo que no se explica, de lo que da vergüenza…” (Arredondo, Río
subterráneo 39).
Ella se ve a sí misma como una pieza más dentro del complejo
rompecabezas que constituye la casa que su hermano fue modificando como
forma de mantenerse cuerdo. El destino y la forma en la que ha de lidiar con él le
vienen por herencia, no por elección. Es lo que ha aprendido de sus hermanos
mayores lo que marca su rumbo y le brinda una individualidad de la que es
plenamente consciente: “…fue la primera vez que sentí que estábamos, yo
también, aparte, y que no podían tocarnos” (Arredondo, Río subterráneo 45).
La locura funciona para los hermanos como el destino inevitable cuyo
origen se desconoce y que es incontenible, el río crecido que ha venido a matar y
destruir para poder fertilizar la tierra y que la vida como se conoce pueda
continuar. Así, Sergio, Sofía y la narradora, analizan e intentan explicar la locura
de Pablo hasta el grado de experimentarla ellos mismos. Ellos son los depositarios
de la alegría convertida en violencia, de la cólera incontenible, del grito bestial que
se incrementa como el río crecido arrastrando lodo, animales, objetos. Debido a su
edad, la narradora no puede contarnos la evolución de la locura de Pablo, en vez
de eso, nos cuenta cómo éste contamina con su grito a Sergio, quién más
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adelante contamina a Sofía. Uno por uno, los hermanos cuya exaltación nerviosa
ha cruzado el límite de lo soportable, han sido encerrados en el cuarto artesonado
en donde originalmente fue encerrado Pablo. Los otros hermanos, aquellos que no
pueden sino estar permanentemente alertas, van cubriendo su vida, su propia
angustia, con palabras mesuradas, neutras, haciendo el menor ruido posible, para
mantener la locura bajo control: “…y así entre los dos buscamos las palabras
tibias
que
calientan
la
herida,
y
nos
prohibimos
cualquier
expresión
desacompasada, porque el primer grito dejaría en libertad a la fiera” (Arredondo,
Río subterráneo 49).
La narradora también, al escribir al sobrino, toma el papel que
anteriormente habían desempeñado sus hermanos: el explicar, a los miembros
menores de la familia, la locura y el modo en que ha de tratarse. Así, a pesar de
que la narradora insiste en que el sobrino no debe visitarlos, no debe amarlos, no
debe ir a la casa a contagiarse con el grito bestial, en otro nivel está cumpliendo la
misma función que Sofía cumplió con ella cuando le explicó que buscaba las
palabras precisas para no exacerbar a Sergio; la misma función que cumplía
Sergio cuando les daba a sus hermanas su opinión con respecto a la locura de
Pablo. Cada uno de estos tres hermanos se nos presenta calmado, controlad,
pero con cierta resquebrajadura que imita la mezcolanza del río crecido. Sergio
habla del desorden sagrado; Sofía obligó a Sergio a construir una escalinata tan
sublime como terrible; la narradora escribe una carta cuyas palabras
cuidadosamente elegidas y los acontecimientos rigurosamente seleccionados,
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contrastan con la falta de cuidado para ordenar cronológicamente los
acontecimientos:
En el cuento se establece, pues, un claro paralelismo entre el empeño, la
precisión de la dedicación que Sergio ha puesto en la construcción de la
escalinata, y el cuidado, la elección y la precisión de las palabras con las
que la escritora-narradora ha elaborado la carta para su sobrino. Ambos
personajes parten de un mismo supuesto: no se trata de acabar con la
locura o con el sentimiento de angustia que la produce; tampoco de
evadirse ni luchar contra ella. Se trata, más bien, de aprovechar ese vacío,
ese dolor, ese grito desacompasado que se ha apoderado de casi todos los
miembros de la familia para darle forma y crear una expresión bella y
armónica o, lo que es lo mismo, sublimarlo en el arte (Albarrán 210).
La carta comienza con el final, es decir, explicando que Pablo y Sergio están
muertos, que Pablo quemó una casa que había edificado a su lado, que Sergio
nunca construyó en el terreno que le pertenecía. Van alternándose digresiones
con pequeñas anécdotas que describen alternadamente la locura de Pablo, Sergio
y Sofía, pero en un orden que no refleja el cuidado que resalta en la redacción.
La disposición cronológica de los eventos convierte a “Río subterráneo” en
lo que Anderson Imbert clasifica como cuento informal. En contraste con su
definición de cuento formal, en donde la anécdota es relatada linealmente y
principio, desarrollo y desenlace tienen una ilación causal:
La función del principio es presentar una situación. No sólo el narrador nos
describe sino que también nos indica en qué consiste el problema que está
preocupando al personaje. La función del medio es presentar los intentos
del personaje para resolver ese problema que ha surgido de la situación y
crece en sucesivos encontronazos con otras voluntades o con fuerzas de la
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sociedad o de la naturaleza. La función del fin es presentar la solución del
problema con un hecho que vinculado directa o indirectamente al personaje
satisface la expectativa, para bien o para mal, de un modo inesperado
(357).
“Río subterráneo” rompe el esquema creando una no correspondencia entre la
formalidad del discurso y la informalidad del cuento. El resultado es muy similar a
la descripción que hace Anderson Imbert del cuento informal en general:
La ausencia de exposición de antecedentes, explicaciones e informaciones
suele dar al principio de ciertos cuentos una forma de rompecabezas: el
lector está confundido, perplejo, perdido en la oscuridad y su pregunta no
es, como ante el cuento clásico, “¿qué ocurrirá en el futuro?” sino “¿qué
diablos significa este pasado?” Si toda la acción ya ha ocurrido, el principio
es una crisis final
el cuento es la gradual revelación de ese pasado
mediante espaciadas miraditas retrospectivas (358).
El cuento inicia con un enigma a resolver, pero no en el futuro de la anécdota, sino
en el pasado. Se saben ya algunas cosas que han sucedido, lo que hay que
descubrir a medida que avanza la narración es por qué Pablo quemó su casa, por
qué la tía se asume como la guardiana de lo prohibido, por qué Sergio nunca
construyó, por qué murió Pablo. El final del cuento, en vez de resolver una
problemática, deja al lector cargando con la intuición de que las cosas han de
repetirse, que por mucho que la narradora crea haber descubierto la forma de no
enloquecer, existe la posibilidad de que eso suceda, así como puede suceder,
también, que el sobrino se responsabilice de cuidar a la última tía loca: “No debo
[tratar de entender la locura] por ti, para que nunca tengas que venir, para que no
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te veas obligado a esta vigilancia que termina cuando no hay por quién resistir. No
vengas nunca.” (Arredondo, Río subterráneo 39).
El final abre la puerta a que la historia se repita en un círculo inevitable,
pero que atenta contra las acciones y las palabras de la narradora, quien ha hecho
todo lo que está en sus manos para evitarlo, incluyendo escribir la carta. Dos
fuerzas están en oposición: el destino contra las acciones preventivas de la
narradora. El cuento se cierra antes de que alguna de las dos fuerzas prevalezca
por encima de la otra. El final está muy lejos de resolver un problema, como
convendría a un cuento formal, en cambio, se adapta a la perfección a lo que se
esperaría de un cuento informal.
La narradora tiene que escribir su carta como un cuento informal porque es
lo que conviene a los parias. Como la representante de una familia de locos, de
quienes no pueden pertenecer a los demás, que no tienen lugar, que están aparte,
que no pueden ser tocados, ella, la depositaria sin nombre, escribe distinto a un
narrador cuya normalidad y adaptación a la sociedad no ha sido puesta en duda.
Para ejemplificar mejor la forma en la que los cuentos de Inés Arredondo se
desvían de la estructura del cuento moderno en general, comparo “Río
subterráneo” con “La caída de la casa de Usher”, debido a las múltiples
coincidencias temáticas, pero no estructurales, que existen entre ambos cuentos y
también debido a que Edgar Allan Poe es uno de los escritores más ampliamente
reconocido como un maestro en el arte de narrar cuentos cuyo estilo ha sido
modelo a seguir en incontables ocasiones.
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“La caída de la casa de Usher” no necesita la informalidad de la que
hablaba al referirme a “Río subterráneo”, a pesar de que maneja elementos
similares: tanto Roderick Usher como la narradora de Arredondo, son propensos a
la locura, una locura a la que temen; ambos personajes comparten esa locura con
sus hermanos; a lo largo del cuento se hace mención a que la propensión a la
locura es una herencia familiar; esta sensibilidad que los acerca a la insanidad
mental ha producido obras artísticas; los hermanos viven en un espacio que limita
entre lo sublime y lo terrible y que viene a ser una extensión de quienes lo habitan;
en ambos cuentos el agua es un límite que colinda con la construcción y que, en
determinada circunstancia, se vuelve agua-sepulcro. Sin embargo, mientras el
narrador de “La caída de la casa de Usher” va aumentando su espanto, la
narradora de “Río subterráneo” no está dispuesta a exponer el miedo que sufre,
sólo es capaz de reflejarlo en la batalla entre prevenir la locura y vivirla.
En el cuento de Poe, la descripción que se vio anteriormente sobre el
cuento formal va cumpliéndose paso a paso. El principio describe el lugar desde
las primeras impresiones del exterior del castillo:
Miré el escenario que tenía delante – la casa y el sencillo paisaje del
dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y
siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados – con una
fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación
terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia
cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento,
un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún
acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime
(113-114).
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y exponer el problema que ha de ser el hilo conductor del cuento:
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas
semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres
compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde
nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una
región distinta del país – una carta suya-, la cual, por su tono
exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia
personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una
enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un
intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo
personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía,
algún alivio a su mal (114-115).
A partir de ahí, Roderick intenta mantener la cordura luchando contra fuerzas de la
herencia. A pesar de su esfuerzo, el avance es poco, especialmente a partir de la
muerte de su hermana Madeleine:
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un
cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus
maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus
ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso
presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido,
si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus
ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya
no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror,
caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé
que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que
luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en
cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables
divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras,
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en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido
imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me
inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se
deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y
contagiosas (128-129).
El final nos presenta la solución del problema al enterrar bajo los escombros a los
dos últimos integrantes de la familia; es decir, el narrador resuelve el problema con
un hecho que satisface las expectativas creadas por la diégesis. Después de la
caída de la casa, al lector no le cabe duda sobre el destino de los hermanos y el
problema queda clausurado.
En el “Río subterráneo”, Inés Arredondo no permite que haya tal clausura.
No solamente el final queda abierto, sino que la misma narradora no le brinda al
lector una frase de clausura o de valoración final, sino una advertencia cuya
descripción es tan plástica que al tiempo que previene al sobrino, parece también
una invitación. El sobrino, al final de la carta, ha sido ya tocado por la explicación
de la tía, que le ha mostrado lo sublime y lo horrible y cuya última palabra: “amor”,
trae a la superficie el lazo familiar que, muy a su pesar, los une tanto como la
herencia.
Dentro de la cuentística que Arredondo, este cuento parece ser el lugar en
donde confluyen la mayor parte de los ejes que motivan sus relatos. De hecho,
Graciela Martínez Zalce reconoce que la narradora de “Río subterráneo” podría
ser la voz del narrador implícito en toda la obra de Inés Arredondo. Dice:
En „Río subterráneo‟ encontramos, pues, el ideario más detallado que
dejara Inés Arredondo, en un relato sobre el acto de narrar. Temas (incesto,
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origen maldito, destino trágico, locura, espacios simbólicos, la búsqueda de
lo que está más allá de los límites, la trasgresión, lo demoniaco) y formas
recurrentes en uno de sus textos mejor logrados, „Río subterráneo‟ es la
suma de lo que Arredondo desarrolló en el resto de sus cuentos. La
creación de un mundo paralelo donde lo bello y lo sublime son posibles. La
recreación de cotidianidades distintas, habitadas por seres distintos, que
asumen su destino, se marginan y se encierran en un mundo aparte, son
los que deambulan en la mayoría de sus cuentos. Y la narradora, la
guardiana de lo secreto, de la exquisita y cruel vida en provincia, la voz que
recorre los caminos junto con ellos, inocentes, perversos, forajidos por
elección, tan bellos que cortan el aliento (27-28).
Del mismo modo en que Sofía se sienta a explicar cuidadosamente cuáles son los
resortes del mecanismo en la locura a la narradora, que ella escribe para explicar
una vez más al sobrino, el cuento “Río subterráneo” cumple la misma función con
el lector al explicar los mecanismos mediante los cuales los personajes de ése y
los demás cuentos del volumen actuarán:
Para algunos protagonistas de Río subterráneo, el mal no sólo se ha vuelto
necesario para sobrevivir, sino que incluso resulta placentero en la medida
en que, al habitarlo y procurarlo, se está definitivamente fuera de peligro,
inmune, por fin, a las amenazas y a las tentaciones que la maldad producía
en quienes –como la Sunamita –permanecen temerosos, vigilantes para
que no llegara a contaminarlos (Albarrán 201).
En medio de una belleza artificial, creada a pesar de que resulte antinatural, los
cuentos de Inés provocan ese corte de la respiración a la que se refería la
narradora ante la belleza que conduce al vacío, el asombro ante la inmensidad
inesperada pero hermosa, ante el destino que aísla a los personajes y que se
pretende presentar como terriblemente hermoso.
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En este sentido, los personajes heredan su destino de locura-belleza en
una vida “cruel y exquisita” (Arredondo, Río subterráneo 39) que ella libremente
elige como destino. La narradora acepta su terrible destino, impuesto por sus
antecesores, porque eso le da una identidad. Asumiendo esa herencia es cuando
entiende que no puede ser como el resto de la gente y que pertenece
específicamente a esa familia donde la locura es el sello que les permite asomarse
a lo que ellos consideran sublime. Su herencia le dice cuál es su destino, quién es,
cómo debe comportarse y de qué modo ha de hablarle a su sobrino. El extremo
cuidado con el que elige las palabras, el tono mesurado de la narración, la
presentación de la locura como el desorden sagrado y de las obras de arte que
constituyen las edificaciones hechas por los hermanos locos, hacen que el cuento
se encuentre en una constante tensión entre el contenerse y el desbordarse. La
narradora acepta su destino como heredera de la locura, al tiempo que hace todo
cuanto está en sus manos para detenerlo.
2.2. La venganza: “La casa de los espejos”
El primer libro que Inés Arredondo publicó fue La señal. En él se reúnen 14
cuentos escritos a lo largo de varios años, algunos de los cuales fueron publicados
de forma independiente antes de conformar el volumen. En líneas generales se
puede decir que los cuentos ahí reunidos tienen como punto en común que:
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Su mirada está concentrada en el agusanamiento de las relaciones de
pareja, en la imposibilidad del amor, en la fuerza destructiva de la pasión,
en la triangulación del deseo, en los pequeños gestos y detalles cotidianos
que corroen las relaciones humanas (ya sea entre amantes, esposos,
novios, padres, hijos, parientes o amigos), en el instante en el que el
hombre comienza a perder ese idílico paraíso –llámese infancia, amor,
pasión, amistad, familia –que suponía eterno (Albarrán 164-165).
Uno de los cuentos publicados dentro de La señal es “La casa de los espejos”, en
donde Roberto Uribe Rojo, construye su vida alrededor de un destino impuesto por
la desgracia de sus antecesores, casi como en el cuento anteriormente analizado;
sin embargo, su herencia, en vez de la locura, es una casa que clama por
venganza:
Los tres espejos venecianos del siglo XVII, los pesados cortinajes que
testimoniaban la ampulosidad retórica de los tiempos del abuelo; la gran
cantidad de sillas austriacas y los veladores de seda desteñida, de mi
abuela; las porcelanas y el piano de mi madre, eran míos, no podían servir
a nadie más. Pasé el índice a la altura de mis ojos por el bisel de uno de los
espejos alargados, y luego fui bajándolo hasta encontrar la altura de mis
seis años. Entonces me pareció oír con claridad las notas del Carnaval de
Venecia y reviví la angustia infantil de oírlo repetir por horas y horas; vi a mi
madre reflejada en el espejo, con su largo vestido color miel y su cara
absorta e inexpresiva” (La señal 133-134).
Cada uno de los objetos y de los espacios de la casa que él conserva para sí
mismo, son un eterno recordatorio de que el único objetivo en su vida es hacer
pagar a su padre por el sufrimiento de su madre. Su madre sufrió hasta la locura,
pero no fue locura lo que Roberto heredó, sino sed de venganza, como ya se
anticipó. Así, fue construyendo una vida con el propósito de ver caer al culpable de
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tanta desgracia. Incluso, llega al punto de elaborar su plan de un modo en que la
sociedad le aplaude el gesto: “Tuve esa noche la satisfacción de comprobar que
había obrado de acuerdo con las reglas más entrañables de mi pueblo, porque
todos, desde el gobernador hasta el jardinero, se presentaron gustosos a
secundarme” (Arredondo, La señal 140).
Hasta aquí, parecería que la venganza por el dolor y la indignación justifican
todo el tiempo que esperó pacientemente y lo cuidadoso que fue al controlar cada
detalle que pudo. Sin embargo, el final llega a destruir todo lo que él había
edificado, resquebrajando los mismos cimientos de su persona: “Ahí estaba toda
la historia, muerta, terminada. Ese nombre, esa historia, yo las había llevado sobre
mí, a eso se reducía toda mi vida, y no era más que un cadáver: mi propio
cadáver” (Arredondo, La señal 142).
La presencia de Gabriela en el funeral le hace ver una faceta de la realidad
que él había preferido ignorar:
…ella hubiera borrado las sombras y torcido ese destino. Si hubiera vivido
en esta casa, si unos hijos hubieran nacido en ella, si la locura de mi madre
hubiera dejado de ser el hecho solitario y único… Si Gabriela me hubiera
acompañado entonces no hubiera permitido la soledad en que se ha
incubado todo esto: no estaríamos velando ese cadáver (Arredondo, La
señal 142).
En un cambio completo de perspectiva, la identidad que él había construido se nos
presenta vacía de todo sentido y da a entender que la fidelidad al dolor, al orgullo,
al pasado no puede existir en un mundo en donde no constituyan el elemento
preponderante:
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Y ahí me quedé, parado, en mitad de la sala, oyendo crujir y desmoronarse
todo dentro y fuera de mí. Creí ver que los espejos estallaban. Mi alma y mi
nombre no eran más que ceniza. Hacía tiempo que no eran míos, que no
estaban vivos, que no eran nada. El sinsentido de cada una de mis
acciones, de todas, de todas las caras, las de mis hijos inclusive… el
sinsentido que yo les daba y al cual ahora no podía escapar. Lo había
hecho todo para alimentar la locura y el odio, y al final mi recompensa era
un cadáver hipócritamente honrado. Me sentía caer en pedazos, que todo
giraba deformándose con el movimiento hasta hacerse irreconocible, veía a
los espejos multiplicarse y estrellarse… (Arredondo, La señal 143).
No se puede ser coherente con el dolor ancestral y ser feliz al mismo tiempo, no
se puede construir una identidad propia si ha de estarse cuidando la herencia
emocional. Incluso, el final mismo del cuento parece apoyar esta imposibilidad y el
vacío de Roberto Uribe, al dejar un sentimiento de insatisfacción en el lector
cuando no permite que la venganza haga la justicia que el personaje presenta en
este cuento, son recurrentes dentro de su cuentística debido a que ella los vivió
como una condena permanente:
…ese profundo sentimiento de abandono, de tristeza, soledad y vacío que
la acompañó durante toda su vida como una especie de destino ineludible,
de niebla originaria que siempre cargó sobre sí. Este sentimiento también
está presente a lo largo de su obra. Inés intentó dibujarlo, detallarlo,
explicarlo de forma casi obsesiva en varios cuentos… (Albarrán 96).
Tradicionalmente, el género del cuento tiene finales que resuelven la tensión de un
modo definitivo, dando una sensación de descanso al lector al clausurar la
anécdota. Julio Cortázar lo comparó con un knock out. Se espera que el final sea
contundente, que caiga sobre la anécdota como realidad terrible o como solución
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liberadora, pero que clausure la problemática. Los cuentos de Inés Arredondo no
están construidos de ese modo. Sus finales, en contraste con los cuentos de
escritores como Horacio Quiroga o Julio Cortázar dejan al lector sin respuestas.
No hay una condena o una absolución, no hay fatalidad o esperanza, únicamente
una zona gris intermedia en donde sólo cabe el vacío que imita la desorientación
de sus personajes, como dice Claudia Albarrán:
Se trata de un arraigado sentimiento de soledad, de una suerte de
predisposición a la melancolía, a la angustia, que los psicólogos podrían
explicar como un síntoma común en los adolescentes, pero que, en el caso
de Inés, no comenzó ni terminó en la adolescencia (96).
En un cuento como “Emma Zunz” de Jorge Luis Borges, por ejemplo, el motivo de
la venganza es manejado de un modo similar al de “La casa de los espejos”. En
ambos casos, el lector es expuesto a una serie de recuerdos del protagonista que
justifican el deseo de venganza. Roberto observa los muebles de la casa, Emma
lee la carta que le habla del suicidio y ambos saben que tienen que hacer justicia;
él para su madre que enloqueció, que perdió toda su fortuna, que fue dejada en la
calle sin ningún tipo de vida o esperanza; ella, para su padre injustamente
acusado de un robo que no había cometido, purgando inocentemente una
condena que lo había orillado al suicidio.
Las cosas no son sencillas para ninguno de los dos. Cada uno por su parte
tiene que enfrentar obstáculos
y reaccionar ante situaciones que no son
exactamente lo que ellos habían previsto. A pesar de las similitudes entre ambas
narraciones, la forma en la que los dos ofensores se le presentan al lector, son
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distintas en los respectivos cuentos. El narrador de “Emma Zunz” no es capaz de
encontrar ningún atenuante en Loewenthal; mientras que, en “La casa de los
espejos”, muy a su pesar, Roberto tiene que reconocer que su padre es un
anciano sin fuerzas, consumido, en la pobreza, sin siquiera poseer una voz grave
que sea capaz de afirmar su hombría. Desde ese momento, los dos cuentos
comienzan a caminar hacia desenlaces construidos de un modo opuesto. Emma
consigue llevar a cabo su venganza, y las últimas líneas del narrador le dan la
victoria de un modo en el que al lector le queda claro que, independientemente de
todo, su objetivo se ha conseguido. En el caso del cuento de Inés, Gabriela viene
a echar por tierra la venganza duramente conquistada. Justo cuando Roberto ha
conseguido llevar a cabo su plan, ella aparece y pone al descubierto que él ha
elegido sufrir, cuando podría haber tenido una vida distinta, sin cargar el
sufrimiento y la sed de venganza sobre sus hombros. De este modo, la venganza
pierde sentido y, no sólo la venganza, sino la vida completa que ha construido: su
matrimonio, sus hijos, su trabajo… Las últimas líneas del cuento no son, como en
“Emma Zunz”, para avalar y otorgarle la dulce venganza a la protagonista, sino
para hacer lo opuesto, para despojar de todo sentido la búsqueda misma al hacer
recaer en él la responsabilidad de haber elegido el destino, elegido abrazar la
herencia de venganza. En “Emma Zunz” el narrador ha venido apilando uno tras
otro las ofensas y los ultrajes cometidos, ha ido justificando la necesidad de
venganza y, al final, resuelve toda esa tensión al avalar el resultado dando por
satisfecho el objetivo: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos,
porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el ultraje que había padecido;
sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios” (76).
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En “La casa de los espejos” no hay tal resolución satisfactoria. El final en
donde Roberto se sienta literal y metafóricamente para no volverse a levantar,
devolviendo el cuerpo a los verdaderos dolientes
y deshaciendo en parte la
venganza al rehusarse a continuarla, en lugar de marcar una victoria absoluta o
una derrota aplastante, le da al protagonista un vacío existencial que no ha de
poder llenarse, d modo tal que la tensión no se disipa nunca y el lector cierra el
cuento con un intenso sentimiento de irresolución, termina compartiendo con el
personaje ese sentimiento de insatisfacción y desesperanza.
De este modo, dejándole al lector el nudo todavía en el estómago, es como
Inés Arredondo, a través de sus tramas, cuestiona y hace tambalearse los motivos
más honorables, la sociedad patriarcal, el odio, la venganza. Expone la otra cara
de la moneda, una en donde no sólo una mujer, Gabriel, es la que tiene el poder
de desvalorizar todo aquello que la sociedad en general respeta y admira, sino
que se perfila como la representante de todos los valores femeninos que derrotan
aquella fuerza evidentemente masculina.
Gabriela, con su presencia, echa en tierra toda la herencia que tanto
Roberto Uribe como la narradora de “Río subterráneo” han abrazado. Abre la
puerta a una solución distinta: el amor puede borrar la herencia y permitir que una
persona se reconstruya a sí misma a partir de la felicidad. Gabriela hace que la
responsabilidad de aceptar esa herencia, ese destino, sea de cada uno al aceptar
cargar con ella; en vez de que sea una fuerza inevitablemente pasada de
generación en generación.
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