Regencia de Isabel II

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REGENCIA DURANTE LA MINORÍA DE EDAD DE ISABEL II
Fernando VII, antes de su muerte, abolió la Ley Sálica mediante la Pragmática Sanción. Con esto pretendía
que su hija, Isabel II, pudiera acceder al trono aún siendo mujer. Sin embargo en 1833, fecha de la muerte del
monarca, los absolutistas se negaron a reconocer a su hija como legítima sucesora y se sublevaron contra el
gobierno de Maria Cristina de Borbón, que ejercía la regencia a causa de la minoría de edad de su hija, que tan
solo tenía 3 años.
Los sublevados proclamaron rey al infante Don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, confiando en
él la defensa de los valores del Antiguo Régimen (si no se hubiera abolido la Ley Sálica el monarca debería
haber sido don Carlos María Isidro, ya que como Fernando VII no tenía descendencia varonil el reinado tenía
que pasar a su hermano). De este modo comenzó una guerra civil que se liberaría principalmente en el País
Vasco, aunque se extendería también a zonas de Cataluña, Valencia y Aragón.
El carlismo tradicionalista y antiliberal, estaba compuesto por parte de la nobleza rural, el clero y una base
campesina de las zonas rurales del País Vasco, Navarra, Cataluña, Aragón y Valencia. La mayoría eran
pequeños propietarios o artesanos arruinados que veían con desconfianza la supresión del Antiguo Régimen y
la implantación de reformas como la igualdad jurídica, la separación de la Iglesia del Estado, las reformas
tributarias y la abolición de los fueros tradicionales.
Se unieron bajo el lema de Dios, Patria y Fueros estos defensores de la monarquía absoluta, representantes de
una sociedad arcaica para los cuales las doctrinas liberales eran perniciosas, contrario a sus costumbres y
creencias. (A pesar de que iba en contra de sus intereses la mayoría del campesinado se unió a este bando
porque obedecían ciegamente las órdenes de sus señores, los nobles y el clero).
Ante el levantamiento carlista, la regente María Cristina contó con el apoyo de parte de los absolutistas (alta
nobleza, financieros, jerarquía eclesiástica) que siempre habían sido fieles a Fernando VII y además, con el
liberalismo moderado, con los que pactó y les garantizó establecer ciertas reformas liberales a cambio de su
ayuda. Debido a la dureza de la guerra la regente se vio obligada a aceptar reformas más progresistas para
contar con más aliados como la base popular de las ciudades y las clases medias ilustradas. Así comenzó una
guerra de 6 años que enfrentó los carlistas con los isabelinos (una guerra que enfrentaba los partidarios de un
régimen tradicional con los partidarios de un régimen liberal). El enfrentamiento terminaría el 1839 pero se
sucederían más guerra por el mismo motivo a lo largo del s. XIX.
La guerra comenzó con el levantamiento de partidas carlistas en el País Vasco y Navarra. Sin embargo
Pamplona, Bilbao, San Sebastián y Vitoria permanecieron fieles a Isabel II. Los carlistas no contaban al
principio con un ejército regular pero gracias al apoyo popular en el norte del país, organizaron guerrillas. La
tardía reacción del gobierno permitió al gran dirigente carlista, el general Zumalacárregui, organizar un
ejército con unas 25.000 personas, mientras que el general Cabrera unificaba las partidas aragonesas y
catalanas. De este modo don Carlos entró en España, se puso al frente del ejército y avanzó hasta Madrid
aunque, finalmente, tuvieron que retroceder por su incapacidad de conquistar la capital.
Don Carlos recibió el apoyo a nivel internacional de potencias absolutistas como Rusia, Prusia, o Austria, que
le enviaron dinero y armas, mientras Isabel II pudo contar con el apoyo de Inglaterra, Francia y Portugal. La
muerte de Zumalacárregui, en 1835 durante el sitio de Bilbao, marcó el comienzo del declive de los carlistas
pues, un año después, el general liberal Espartero venció a las tropas carlistas en Luchana y puso fin al sitio de
la ciudad.
El último periodo del conflicto (1837−1839) estuvo marcado por la división ideológica de los carlistas. Los
transaccionistas pretendían llegar a un acuerdo con los liberales, mientras que los intransigentes eran
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partidarios de radicalizar la base campesina y continuar la guerra.
Finalmente, el jefe de los transaccionistas, el general Marcito, acordó en nombre de parte del ejército carlista
la firma del Convenio de Vergara (1839) con Espartero. Las condiciones fueron mantener los fueros en el País
Vasco y Navarra, así como la integración de la oficialidad carlista en el ejército real. Sólo los partidarios de
Cabrera resistieron en el Maestrazgo hasta la total derrota en 1840.
Las guerras carlistas aceleraron la revolución liberal en España. El bando isabelino, con el objetivo de buscar
apoyo prometió una monarquía constitucional que reagrupara los absolutistas moderados con los liberales.
Martínez de la Rosa, al frente del gobierno, fue el encargado de acercarse a los liberales y promulgó un
Estatuto Real en 1834, que reconocía algunos derechos y libertades políticas pero sin aceptar la soberanía
nacional ni la división de poderes. Las Cortes votaban los impuestos, pero no podían iniciar ninguna actividad
legislativa sin la aprobación real. El estatuto ejemplificaba un liberalismo censitario, partidario de limitar el
poder del monarca pero sólo por parte de un parlamento representativo de los sectores responsables de la
sociedad. Es decir sólo los estamentos privilegiados podían acceder a la acción política, marginando a la
inmensa mayoría de la población.
Pronto se evidenció la insuficiencia de reformas del Estatuto para una parte de los grupos sociales que
apoyaban a Isabel II. Este hecho provocó la división entre moderados y progresistas. La corona y los antiguos
privilegiados apoyaban la postura moderada sin embargo, por la necesidad de conseguir apoyo en la guerra,
llevó a la Corona a aceptar gobernar con el sector progresista e implantar algunas de sus reformas.
Los progresistas, cuya fuerza provenía del dominio del movimiento popular y de su fuerte influencia en la
Milicia Nacional y las Juntas revolucionarias, protagonizaron numerosas revueltas urbanas debido a su
descontento por las tímidas reformas iniciadas. En Andalucía, representantes de diversas juntas provinciales
se revinieron en Andujar (Jaén) y se mostraron dispuestos a alzarse en armas. En Barcelona la revuelta
popular dio lugar a la quema de conventos, incendio de fábricas y culminó con la creación de una Junta
formada por elementos liberales que en la práctica asumieron durante semanas el gobierno del Principado. En
Madrid, los amotinados ocuparon el 16 de agosto los principales puntos de la villa y enviaron una petición a la
regente que expresaba: reunión de Cortes, libertad de prensa, nueva Ley electoral, desaparición del clero
regular, reorganización de la Milicia Nacional, leva de 200.000 hombres para enfrentarse a los carlistas, etc.
Ante esta situación María Cristina llamó a un liberal progresista, Mendizábal, para formar parte del gobierno.
Rápidamente inició un programa de reformas aunque bajo los límites que imponía el Estatuto Real. Decretó la
desamortización del clero para así conseguir recursos financieros y poder organizar y armar al ejército contra
el carlismo. Sin embargo esta decisión no gustó a los antiguos estamentos privilegiados que presionaron a la
regente hasta que se deshizo de Mendizábal. Tras su destitución el verano de 1836 comenzaron las revueltas
de los sectores progresistas y los pronunciamientos militares que demandaban un régimen Constitucional.
Finalmente María Cristina decidió volver a llamar a los progresistas al poder y restablecer la Constitución de
Cádiz después del levantamiento progresista de la guarnición de la Granja, residencia real de verano donde se
encontraba la regente.
Los progresistas, con Mendizábal a la cabeza asumieron la tarea de desmantelar las instituciones del Antiguo
Régimen e implantar un régimen liberal, constitucional y de monarquía parlamentaria. Su acción fue decisiva
para poder llevar a cabo una reforma agraria que incluía tres ámbitos esenciales y que consagraba los
principios de propiedad privada y de libre disponibilidad de la propiedad.
La disolución del régimen señorial se produjo por la ley del 26 de agosto de 1837, según la cual los señores
perdían su derecho de ejercer justicia pero conservaban la propiedad de las tierras que los campesinos no
pudieran acreditar como propias. De modo que los campesinos que tradicionalmente habían trabajado esas
tierras, perdían todo derecho y pasaban a ser simples jornaleros. El antiguo señor se convirtió en el nuevo
propietario agrario. En 1837 también se lleva a cabo la desvinculación de las tierras (supresión de los
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mayorazgos) y las tierras pueden venderse sin trabas. Enormes extensiones de tierra salieron al mercado para
ser compradas por el mejor postor.
La desamortización fue otra de las medidas que llevó a cabo Mendizábal. Decretó la disolución de las órdenes
religiosas (excepto las dedicadas a la enseñanza y a la asistencia hospitalaria) y la incautación por parte del
Estado del patrimonio de las comunidades afectadas. Los nuevos bienes fueron subastados para que los
particulares pudieran acceder a ellos. Las tierras podían comprarse con dinero en metálico o con títulos de la
Deuda. Mendizábal pretendía así conseguir recursos para la lucha contra los carlistas, recuperar vales de la
Deuda aminorando el grave déficit presupuestario y crear una base social de compradores que se implicaría en
el triunfo del liberalismo.
Además, una serie de medidas legislativas fueron creadas para completar la liberalización de la economía, la
abolición de los privilegios de la Mesta, el derecho a la libre explicación de montes o viñedos, la libertad de
arrendamientos agrarios, la de precios y almacenamiento y la de comercio interior de la mayor parte de los
productos. Por último la abolición de los privilegios gremiales y la implantación de la libertad de industria y
comercio, la eliminación de las aduanas interiores, así como la abolición de los diezmos eclesiásticos
completaron este objetivo.
El gobierno progresista, constituido en septiembre de 1836, convocó inmediatamente Cortes extraordinarias.
Tras casi un año de discusiones, las Cortes aprobaron una nueva Constitución, el 8 de junio de 1837.
Esta constitución significaba aceptar la tesis del liberalismo doctrinario (conservador) que confería a la corona
el poder moderador. Se introducían aspiraciones progresistas como la soberanía nacional, una amplia
declaración de derechos de los ciudadanos (libertad de prensa, de opinión, de asociación, etc.) así como la
división de poderes y la ausencia de confesionalidad católica del Estado. Pero se introducía una segunda
cámara (el Senado), de carácter más conservador, se concedían mayores poderes a la Corona (veto de leyes,
disolución del Parlamento, facultad de nombrar y separar libremente a los ministros) y además se trataba de
un sufragio censitario y extraordinariamente restringido (entre el 2 y el 4% de la población con derecho a
voto).
La crisis del progresismo: la regencia de Espartero (1841−1843). En las elecciones de septiembre de 1837 los
moderados obtuvieron la mayoría y pasaron a ocupar el gobierno. Algo no difícil de entender teniendo en
cuenta cuantos y quiénes eran los que votaban. En los años siguientes, los moderados intentaron, sin salirse
del marco constitucional, desvirtuar los elementos más progresistas y democráticos de la legislación de 1837.
Así, en 1840 prepararon una ley electoral que limitaba la libertad de imprenta y otorgaba a la Corona la
facultad de nombrar a los alcaldes de las capitales de provincia. Además comenzó un proceso que tendió a
devolver sus bienes al clero secular y a otorgarle, en parte, los bienes expropiados a las órdenes religiosas, y al
mismo tiempo que se preparaba la reimplantación del diezmo.
El apoyo de Maria Cristina a la política moderada provocó un enfrentamiento directo de los progresistas con
la Corona. Surgió un movimiento insurreccional que se alzó en numerosas zonas del país y provocó la
dimisión de María Cristina. Los progresistas volvieron sus ojos hacia el general Espartero, vencedor de la
guerra carlista y única autoridad con carisma popular que podía asumir el poder.
Espartero accedió al poder en mayo de 1841, pero su actitud fue de un marcado autoritarismo. Fue incapaz de
cooperar con las Cortes y se aisló cada vez más de sus propios correligionarios. En 1842 aprobó un arancel
que abría el mercado español a los tejidos de algodón ingleses, amenazando de este modo a la industria
catalana.
Esto provocó un levantamiento en Barcelona en el que estuvieron involucradas la burguesía y las clases
populares, que veían peligrar sus puestos de trabajo. Espartero mandó bombardear la ciudad hasta conseguir
su sumisión, colocando a Cataluña y a buena parte del partido progresista en su contra. Los moderados
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aprovecharon para protagonizar una serie de conspiraciones encabezadas por los generales Narváez y
O'Donell. En 1843 Espartero abandonó la regencia y se exilió a Inglaterra. Para no nombrar un tercer regente,
las Cortes decidieron adelantar la mayoría de edad de Isabel II, y la proclamaron reina a los trece años.
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