Hno. NARCISO PASCUAL PASCUAL

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Hno. NARCISO PASCUAL PASCUAL
(1917-1936)
Nacimiento y primeros pasos
Narciso nace el 11 de agosto de 1917 en Sarreaus de Tioira (Orense), cuna de celosos
misioneros paúles. Sus padres, Juan Antonio y Pilar, celebraron fiesta el día del
nacimiento de su hijo, a quien llevaron a bautizar al día siguiente a la parroquia de Tioira.
Con el baño del segundo nacimiento, la renovación por el Espíritu Santo y con la fuerza
de los otros sacramentos que fue recibiendo al poco tiempo: la confirmación el 15 de
octubre de 1920; la penitencia el 14 de agosto de 1924, y la eucaristía al día siguiente,
fiesta de la Asunción a los cielos de Nuestra Señora la Virgen María, Narciso quedó
regenerado y fortalecido para la vida presente hasta que dio testimonio fiel, con
derramamiento de sangre, en 1936. Su fidelidad, fruto del Espíritu, se alimentaba de la
fe sencilla recibida en el bautismo y heredada de su familia.
La cercanía de Sarreaus de Tioira con el Santuario de Nuestra Señora de los Milagros,
del Monte Medo, atraía por entonces muchas vocaciones a la Congregación de la
Misión. Por el Santuario habían pasado excelentes misioneros, predicadores de la
Palabra de Dios, procedentes de distintos lugares de España, que suscitaban una santa
envidia en los aldeanos orensanos, hambrientos de cultura y religión. A eso se debe que
Narciso, a la edad aproximada de 14 años, pidiera entrar en la Escuela Apostólica de
Los Milagros. Aquí cursó los dos primeros cursos de humanidades. Pero viendo que el
estudio se le hacía cuesta arriba, decidió dejar las letras y dedicarse como Hermano de
la Congregación a las labores manuales a que acostumbraban, por lo regular, los
Hermanos. Decidido a no resistir más la voz interior que le llamaba a dejar padre y madre
y hermanos, siguió a Jesús, trabajador de Nazaret. Su hermano menor Pedro ocuparía
el puesto dejado por Narciso, ingresando en la Congregación de la Misión como clérigo
en 1947 y alcanzando el sacerdocio en 1955.
La decisión tomada por Narciso no le privó de ir con sus compañeros de los Milagros al
Colegio Central Apostólico de Guadalajara, para completar su formación y ser admitido
en el «postulantado», previo a la entrada del Seminario Interno, según consta en el libro
de comunidad de la antigua residencia de Guadalajara ya desaparecida. Tres meses le
bastaron para confirmarse en su decisión de ser Hermano participando del mismo
espíritu misionero que los aspirantes al sacerdocio. Su dedicación a los trabajos que se
le confiaran guardaban relación con la cocina, el comedor y la atención a la portería,
ocupaciones que pusieron de manifiesto su bondad y amabilidad, y su hondo sentido de
la responsabilidad, paciencia y espíritu de servicio. Tal comportamiento movió a los
superiores a darle el paso al Seminario Interno, donde tendría tiempo para madurar su
vocación de Hermano en la Congregación de San Vicente de Paúl.
Miembro de la Congregación de los misioneros paúles
Terminado el postulantado, los superiores de Guadalajara lo consideraron, en efecto,
maduro para enviarlo al Seminario Interno, ubicado en Hortaleza (Madrid), acto que tuvo
lugar el 26 de noviembre de 1933, víspera de la celebración de las Apariciones de la
Virgen Milagrosa. Le recibieron con los brazos abiertos el entonces superior P. Higinio
Pampliega y el director de novicios P. José María Aparicio, que pronto descubrieron en
el recién ingresado actitudes excelentes para ser un buen Hermano de la Congregación
y de la comunidad local. Narciso contaba con gran habilidad para solucionar problemas
prácticos relativos a la buena marcha de la casa: arreglo de puertas y ventanas, atascos
de cañerías, problemas de grifería, etc.
Con el Hno. Pascual habían ingresado para Hermanos, a lo largo del año 1933, otros
cinco más, de los cuales dos eran de su mismo pueblo. Ellos se animaban entre sí, y,
en privado, «falaban galego», porque en público estaba prohibido, lo mismo que el
euskera. Los actos de formación y de piedad eran comunes a los aspirantes al
sacerdocio y a los Hermanos. Todos recibían la misma atención espiritual y vicenciana
por parte de los superiores y directores, salvo en lo específico de sus misiones
correspondientes. Entre unos y otros sumaban un total de 42 seminaristas: 36 clérigos
y 6 Hermanos. El director P. Aparicio insistía delante de los clérigos y hermanos que
debían quererse, al decir de San Vicente, «al modo de amigos que se quieren bien» y
vivir harmoniosamente unidos en la oración y en el trabajo.
A la vista de todos estaba la devoción del Hno. Pascual a la Virgen María, aprendida ya
en Los Milagros; sus prácticas piadosas marianas destacaban durante el Seminario,
como también en los años futuros, estando en Cuenca y en Guadalajara. A Ella se
encomendaba en los momentos de apuro y desasosiego. A falta de otros ejercicios de
piedad, el rezo del rosario suplía diariamente otras formas de manifestar su devoción a
la Madre de Dios. Añádase su amor a la Eucaristía, inseparable de la devoción a la
Madre de misericordia, esperanza nuestra. Con frecuencia se le veía desgranando las
cuentas del rosario delante del Santísimo Sacramento. Consta que frecuentaba las
visitas al Santísimo, señal e índice de su amor al Señor. Tal era la piedad mariana y
sacramental que distinguía a este Hermano sencillo, trabajador, callado y efectivo en
sus tareas.
No había terminado aún el tiempo reglamentario del Seminario Interno en Hortaleza
cuando fue enviado a Cuenca, a mediados de 1935, al Seminario de San Pablo, donde
estaban congregados los estudiantes de teología. En Cuenca completó el tiempo de los
dos años de prueba o de Seminario Interno que le faltaba. En Cuenca emitió los votos
el día de la fiesta de la Virgen de la Medalla Milagrosa, el 27 de noviembre de 1935,
fecha elegida por el mismo Hno. Narciso. La ceremonia litúrgica fue solemnizada por los
estudiantes teólogos, siendo testigo el superior P. Julián Morales que celebró la
Eucaristía.
La velada cultural dedicada al Hno. Pascual por los estudiantes, en el día de su emisión
de votos, le hizo saltar lágrimas. Cortado por la emoción, el Hno. cedió la palabra al
superior de la casa, para que agradeciera, en su nombre, a toda la comunidad las
oraciones y muestras de afecto que habían tenido con él. Parte de ese día, el Hno.
Narciso no acertaba a salir de la capilla. En un papel encontrado dentro de un cuaderno
personal suyo dejó escrito que el Señor le había concedido muchas gracias a lo largo
de su vida, pero sobre todo el poder hacer los votos en un día tan señalado para la
Congregación, motivo por el que “no me cansaré de agradecer al Señor sus beneficios
conmigo”.
“Si me matan, muero por Cristo y por salvar a la Patria”
Entrado el año 1936, densos nubarrones persecutorios cubrieron la capital conquense
y el seminario de San Pablo, tanto que el 1 de mayo de dicho año, fiesta del obrero,
habían llegado a la comunidad amenazas serías por parte de elementos izquierdistas.
Urgentemente, la comunidad recibe aviso de que dejen, por orden gubernativa, el
seminario y huyan con la mayor rapidez posible a otro lugar más seguro. Ante tantas
amenazas y avisos, el superior de la comunidad, P. Julián Morales, da orden de salida
a todos los ocupantes del Seminario.
Al día siguiente, de madrugada, todos, vestidos pobremente, subían al tren con dirección
Madrid- Pamplona y Murguía (Álava), todos menos uno, el Hno. Pascual, que
habiéndose refugiado en casa de una familia amiga, permaneció en la ciudad. Al día
siguiente, se dirigió al Seminario, para ver en qué habían terminado las amenazas. En
el camino le dijeron que sus compañeros de comunidad acababan de salir,
aprovechando la oscuridad del amanecer. Los Seminaristas de Hortaleza habían hecho
lo propio, huyendo hasta Tardajos (Burgos). En poco tiempo se produjo un gran dispersit
de las casas de formación ante el temor de ser sorprendidos por los revolucionarios y
perseguidores y acabaran con todos los aspirantes al sacerdocio.
Desistió entonces el Hermano de proseguir su camino y se dirigió al Hospital de
Santiago y poco después a la Casa Beneficencia, donde pudo disfrazarse con el traje
de los asilados; con un ojo vendado, para más disimulo, enderezó sus pasos al Palacio
Episcopal donde se refugió. Las Hijas de la Caridad, responsables de esos dos centros,
le ayudaron a disfrazarse. En el Palacio Episcopal escribió una carta a sus padres, el 5
de mayo de 1936, que expresaba al vivo su personalidad cristiana, valiente y decidida:
“Me encuentro muy bien y sin novedad. A mí no me pasó nada, gracias a Dios. Los
estudiantes, Padres y demás Hermanos se marcharon a Madrid y hoy me dicen que se
marcharon a sus casas la mayor parte de ellos. Yo me he quedado solo en Cuenca, sin
novedad y muy contento. Yo si quisiera marchar, podría. Pero no tengo gana de
marcharme, y estoy contento”.
A continuación de la citada carta, el Hno. Narciso manifestaba sus excelentes
disposiciones para el martirio: “Supongo que no pasará nada. Pero si llega a pasar, Vds.
no tengan pena, pues yo, si me matan, muero por Cristo y por salvar a la Patria. Yo nada
más quiero que Vds. no tengan pena por nosotros, pues nosotros estamos bien. Yo no
tengo miedo a nada de eso que se dice. Estoy dispuesto a todo, porque si morimos,
morimos por la fe de Cristo y confesando a Cristo, y por nuestra amada Patria, en
defensa de su santo ideal; y así nos salvaremos. Lo que les pido es que no se preocupen
de nosotros, y que no tengan pena”. Tales eran los sentimientos que embargaban a la
gran mayoría de los futuros mártires, dispuestos a todo con tal de confesar su fe y amor
a Cristo y a su amada comunidad.
No obstante haber escrito que no quería marchar de Cuenca ni abandonar su refugio
del Palacio Episcopal, lo cierto es que, al cabo de muy poco tiempo, para mayor
seguridad llegó a la Casa Central de Madrid ante el temor de exponerse
imprudentemente a la muerte. Los Superiores Mayores, residentes en Madrid, pensaron
entonces que lo más conveniente era que fuese a Valdemoro a descansar y recuperar
las fuerzas perdidas, pues se le veía agotado y consumido de tantos sustos y huidas
precipitadas. Y a Valdemoro se fue con el hatillo al hombro, ligero de equipaje.
Recuperado físicamente, los Superiores le envían de nuevo a su antigua residencia de
Guadalajara, donde había hecho el postulantado, con la sana intención de que olvidara
los malos tragos pasados en Cuenca y cuidara materialmente de la comunidad; pero no
le fue mejor en Guadalajara, donde cayó prisionero con sus compañeros de comunidad
y murió fusilado, el 6 de diciembre 1936. Tenía 19 años y le acompañaba un cuerpo
resistente y una voluntad de hierro para trabajar y hacer el bien. Hoy gozan juntos de la
bienaventuranza eterna.
Aunque los testimonios a favor del Hno. Pascual son restringidos, ya que al llevar poco
tiempo en Guadalajara, la gente apenas si le conocía, no faltan, sin embargo, testigos
que le ponen de ejemplo por su abnegación y espíritu de trabajo en la casa y en la
cárcel, trabajando incluso en la cocina para servir a sus hermanos en desgracia.
Cuantos quisieron identificar su cadáver no lo lograron, lo mismo que al P. Vilumbrales.
Seguramente ambos fueron reducidos a cenizas, pues el número de cadáveres
superaba los cálculos de los enterradores de la dehesa de Chiloheches
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