Interés que se duerme... La usura y el liberalismo en

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Interés que se duerme... La usura y el liberalismo en México.
Miguel Ángel Fernández Delgado
Investigador del INEHRM
El 15 de marzo de 1861, el presidente Benito Juárez promulgó un decreto que derogaba las
leyes prohibitivas del mutuo usurario, dejando a la voluntad de las partes contratantes fijar
la tasa a conveniencia. Con ello ponía fin a un encarnizado debate en torno a la usura, y
abría la puerta, en definitiva, al liberalismo económico en México. Pero, ¿en qué radica la
importancia de este decreto y por qué el partido conservador creyó que Juárez había
comprometido la salvación de su alma?
La usura, en sentido amplio, es el interés excesivo que se obtiene al realizar un préstamo.
En el recuento del pasado que Borges llamó historia universal de la infamia, los usureros o
agiotistas (del italiano aggio, añadido, refiriéndose a los prestamistas que obtienen
beneficios con el intercambio de monedas), ocupan un sitio especial como una de las
profesiones más odiadas a nivel global. En la Divina Comedia, Dante los colocó en el
séptimo círculo del infierno, sitio reservado al castigo de los violentos, ya que, en opinión
del poeta florentino, los usureros ejercían violencia contra la sociedad. Por otro lado, iban
en contra del orden de la naturaleza dispuesto por Dios, pues no vivían de acuerdo con el
mandato bíblico: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Génesis 3, 19). Estos
banqueros, como se les conocería después por despachar sentados en un banco, aun en el
averno llevaban atada a la cintura una bolsa o saquito con el escudo de la casa prestamista
para la que trabajaban.
La usura fue también objeto de análisis para Tomás de Aquino en la Summa Theologica (II,
II, c. 78). En su concepto cobrar interés por el uso de cualquier objeto se convierte en un
pecado de injusticia, pues viene a ser un cobro doble: por la cosa y por el uso de la misma.
Sin embargo, reconoce que hay ciertos objetos, como los inmuebles, que se pueden usar por
una persona a quien no le pertenece, sin llegar a consumirlo, y es justo que el dueño reciba
a cambio un pago o beneficio. En el caso del dinero, siguiendo a Aristóteles, como éste se
inventó principalmente para realizar cambios, su uso propio es el consumo o inversión; por
lo tanto, es lícito percibir un precio al permitir su empleo en préstamo. Del mismo modo
que deben restituirse las cosas injustamente adquiridas, igual hay que hacer con el dinero
que se ha recibido en calidad de interés. El Doctor Angelicus no señala porcentajes o
formas de estimar el pago de una usura justa. Sin embargo, de sus respuestas se puede
deducir que debía ser proporcional a la ganancia.
Otra evidencia del universal repudio a los usureros, puede hallarse en una disposición de las
Siete Partidas ordenadas por Alfonso X, el Sabio, en la que se previene que no sea
enterrado en camposanto el usurero que muera impenitente.
Conforme progresaron la economía y el derecho, la usura fue asociada con el contrato de
mutuo y se le llegó a definir como el interés que se lleva por el dinero o el género en el
contrato de mutuo o préstamo. Lo que no logró evolucionar fue el concepto de quienes
hacían de ella su modus vivendi. En la encíclica Vix pervenit (1 de noviembre de 1745), el
papa Benedicto XIV reiteró “que aquel género de pecado, llamado usura, que se halla
principalmente y tiene su lugar en el contrato de mutuo, consiste en que pretenda alguno,
que por razón del mutuo o empréstito, el cual por su naturaleza pide que solamente se
entregue lo que se recibe, se le haya de volver más de lo que entregó, esto es, alguna
ganancia por el mutuo, además del principal; por cuya razón todo este interés que se da
además del principal, es ilícito y usurario”.
Para evitar el anatema papal, el rey Carlos III de España, por real cédula del 13 de marzo de
1786, dirigida a la península y todas sus posesiones americanas, fijó el rédito o interés en
no más del 5% anual.
Al consumarse la independencia de México, siguieron en vigor las leyes de Indias en todo
aquello que no se opusieran a la legislación del país independiente, y mientras no se
dictaran disposiciones legales en la materia que regulaban. De este modo, la tasa de interés
del 5 % anual en los contratos de mutuo subsistió hasta bien entrado el siglo XIX.
La primera década de vida independiente fue difícil no sólo en la esfera económica. La
expulsión de los españoles, por leyes del 20 de diciembre de 1827 y del 19 de marzo de
1829, sólo agravó la bancarrota del país. Al año siguiente del último éxodo forzoso, durante
el primer periodo presidencial de Anastasio Bustamante, a propuesta del ministro de
Relaciones Interiores y Exteriores, Lucas Alamán, se creó el Banco de Avío para fomento
de la industria nacional, primer antecedente de la banca de desarrollo en México.
Capitalizado con fondos estatales, los particulares podían acudir a él para solicitar créditos
con el fin de realizar proyectos, especialmente dentro del ramo textil, además de préstamos
para adquirir maquinaria y toda clase de herramientas; incluso para cubrir los salarios y
jornales de los obreros. La institución también se obligaba a buscar y comprar todos los
instrumentos necesarios, sin importar su lugar de origen, para venderlos a sus clientes sin
ningún margen de ganancia; incluso se comprometía a traer técnicos extranjeros, cuando
fuera menester, para capacitar a los mexicanos. Los deudores no debían preocuparse por
pagar a tiempo, pues cobraba el tradicional 5 % anual sobre los créditos otorgados. Por
desgracia, el Banco de Avío desapareció en 1842, sin haber cumplido sus objetivos.
Cuando el vicepresidente Valentín Gómez Farías se hizo cargo del poder ejecutivo, en
ausencia del presidente Antonio López de Santa Anna, promulgó la legislación que
derogaba las leyes civiles prohibitivas del mutuo usurario, el 30 de diciembre de 1833,
sujetándolo a las leyes de convenios y contratos en general. El llamado patriarca del
liberalismo mexicano, con la colaboración del ministro de Relaciones Luis Gonzaga, se
atrevió a eliminar la tasa del 5 %, para dejarla a la voluntad de las partes, en apego a la
filosofía del laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar).
En el Congreso de la Unión hubo voces a favor y en contra del decreto. El diputado José
Matías Quintana consideró que era correcto que el mutuo usurario se sometiera a las leyes
de la oferta y la demanda, “pues el dinero no es más que un signo de cambio… cuyo valor
depende de la escasez o abundancia en que se hallan las plazas, y por esto el premio de su
cambio varía según el convenio de la mayor o menor estimación de los ajustes”.
La opinión contraria del grupo conservador, que dieron en llamar al liberalismo económico
un “mercantilismo protestante”, fue encabezada por el presidente del Congreso, Marcelino
Ezeta, que calificó al mutuo usurario como “cáncer maligno que todo lo consume”, “polilla
roedora de la riqueza pública”, “hidra insaciable de nuestra propia sangre” e incluso
“saqueo disimulado del tesoro público”. Aunque se le intentara “disfrazar y cohonestar”
llamándole “interés del dinero”, “siempre se descubre… aquella misma usura sobre que
descargaron sus maldiciones los libros santos y sus anatemas la religión”. De cualquier
modo, el llamado mutuo usurario subsistió y, al poco tiempo, todos sabían que el camino
más seguro para enriquecerse con facilidad era hacer préstamos con usura al empobrecido
gobierno. Este fracasado intento de liberalismo económico subsistió hasta el 21 de agosto
de 1839, cuando fue derogado durante el tercer periodo presidencial de Anastasio
Bustamante.
Una de las primeras voces que se alzaron para denunciar los inconvenientes de permitir el
mutuo usurario en una sociedad sin una economía sólida, fue la de Mariano Otero. Al
mismo tiempo que resultó electo diputado al Congreso Constituyente de 1842, publicó el
Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la república
mexicana, en el que acude en ocasiones a una retórica que hace recordar las razones por las
que Dante condenó a los usureros al inframundo. Sin necesidad de apelar a razones morales
o religiosas, describió el círculo vicioso que hacía proliferar la “plaga funesta” de los
agiotistas en perjuicio de las fortunas particulares y las finanzas públicas. Esto ocurría
porque el gobierno, en época de escasez económica, recurría a prestamistas particulares, en
más de una ocasión coludidos con funcionarios públicos, obligándose después a pagar el
doble. El daño era tan evidente, que Otero no dudó en denunciarlos como una suerte de
vende patrias:
Esta profesión vergonzosa y eminentemente antinacional, de aprovecharse de las rentas
públicas, formó una clase atendida, considerada y solicitada; y corrompiéndose los altos
funcionarios se vieron esas fortunas escandalosas, adquiridas por el delito y ostentadas por
la imprudencia, y que sustituyendo a los principios políticos o administrativos que dividen
a los hombres únicamente el interés de hacer una fortuna rápida, nos han delegado hombres
para quienes cuanto hay de noble y santo no son más que palabras sin sentido, y que de
todos modos y bajo todos pretextos, no buscan siempre más que oro y oro.
Pero este problema, junto con muchos otros, pasó a segundo término en las dos siguientes
décadas, cuando la situación política interna y externa anegó la realidad del país. Al
concluir la guerra de los Tres Años, en plena euforia del triunfo liberal, Ignacio Ramírez,
ministro de Justicia e Instrucción Pública del gobierno de Benito Juárez, redactó el decreto
que sería promulgado el 15 de marzo de 1861, para derogar de nueva cuenta las leyes
prohibitivas del mutuo usurario, quedando la tasa o intereses “a la voluntad de las partes”.
Fue hasta la restauración republicana cuando Ramírez, autonombrado el Nigromante, tuvo
oportunidad de defender dicha disposición en un artículo aparecido en El Correo de
México, el 15 de octubre de 1867: Aunque algunas escuelas socialistas, antiguas y
modernas, afirmen que la usura no forma parte de la esencia del contrato de mutuo, es una
realidad que en la práctica nadie presta valores o dinero sin interés. La intención del
legislador no ha sido transformar el mutuo o préstamo en algo distinto, pues sigue siendo
gratuito por naturaleza. Lo que ha hecho es conceder amplia libertad para fijar los intereses,
no de una de las partes, sino de ambas de común acuerdo. Los jueces que han dictado
jurisprudencia diciendo que los intereses pactados por encima del acostumbrado 5 %
contradicen la esencia del mutuo, cometen un error, pues “la usura no es más que una
condición agregada a un contrato fundamental”, y puede incluso no exigirse si así se
acordó. Por otra parte, se pregunta, a falta de una tasa de interés, ¿cuál será la aplicable?:
los peritos deben fijarla según “el estilo del comercio”. Además, no conviene fijar un tope
legal a los intereses, sino dar absoluta libertad a las partes para disponer de lo suyo, pues
“fijar un máximum es volver al sistema desacreditado del derecho canónico”. Por último, si
alguna de las partes considera que ha sido víctima de un abuso, puede alegar lesión.
El Banco de Londres y México, establecido en 1864 por iniciativa del Segundo Imperio,
permaneció al triunfo de la República. Otros bancos aparecieron durante el Porfiriato, y en
ningún caso el legislador trató de regresar a la vieja escuela del 5 % de interés anual. Si esto
fue un triunfo o un fracaso, no corresponde a la historia juzgarlo. Lo cierto es que el clamor
actual de “pagar lo justo” en las tasas bancarias de interés, tiene un trasfondo histórico,
social y moral, más que simplemente religioso, que no deberían olvidar nuestras
autoridades.
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