ARACELI – Isabel Soriano

Anuncio
ARACELI
Isabel Soriano
Abril 2014
Nació de pies, según le dijeron. Por entonces, era símbolo de buena suerte. Quizás la
tuvo, solo que ahora, con la perspectiva que da el tiempo, no lo parece.
La primera de cinco, después vinieron otros hermanos: Fina, callada, tan distinta a
Araceli, vino al mundo apenas unos meses después del primer parto de Eustaquia; la
madre de ambas. Ellas fueron las mayores, las encargadas de atender a los siguientes;
pasados unos años nacerían las pequeñas: Amparo y Pilar y entre las dos, el único
varón: Fernando, el rey entre tanta mujer, el esperado hombre de la casa. Faltaba uno.
Al nombrar la fratría, los números no cuadraban. Seis fueron los partos y cinco los
hermanos. Faltaba Amparo, la tercera. Siempre, al nombrar la lista, todos la
recordaban. Tenía tres añitos cuando el cáncer de esa época, un simple sarampión, se
quedó con ella.
El nombre “Amparo” quedó sin dueña. Decidieron, en recuerdo, cedérselo a la siguiente
hija y así lo hicieron. Amparo heredó el nombre de su hermana y desde entonces cada
vez que la llamaban: “Amparo, ven que tienes que hacer un mandado” Araceli
recordaba a la hermana muerta y era la otra la que acudía corriendo, vital, en respuesta a
ese nombre compartido. La primera Amparo quedó en tres años. La segunda siguió
creciendo y con el tiempo fue poco a poco apropiándose del nombre completo, en su
totalidad, perteneciéndole ya sólo a ella.
Juan, el padre, trabajaba en las tierras. Sin fiesta alguna; de sol a sol, acudía sin falta a
su cita con el campo; hoy podría considerarse una virtud, lo que entonces era
necesidad: ser trabajador. Labraba viñas sin ser su dueño; podaba cepas, y cuando en
otoño cogía uva era con prisas, rezando que la lluvia o el frío tardasen en hacer su
aparición para no estropear la cosecha; que aguardara un poco hasta la vendimia. Si el
tiempo lo favorecía, entonces, y solo entonces podían respirar un poco, asegurando algo
de comida para el invierno. Eustaquia, la madre, en cuanto podía, y entre parto y parto,
trabajaba en el horno, sin sueldo, con Tía Cecilia, ayudando ambas a hornear pastelillos,
magdalenas y kilos de pan que se intercambiaban de acuerdo con unas normas
establecidas, que ya quisieran para sí mercaderes posteriores.
Todo el pueblo sabía el porcentaje justo, nadie nunca intentó trampear con ella. Era de
justicia: tortas de manteca, rolletes, panes amasados, de todo se quedaban parte. La
docenilla de magdalenas era sabido que quedaba en once, siendo el resto para las
horneras. De 20 rollos de pan, se restaba una pieza y si la cantidad era mayor también se
incrementaba como un tope la masa: hasta kilo y medio, así Tía Cecilia y Eustaquia
conseguían el pan suficiente para esquivar el hambre y alimentar a sus pequeños.
Al horno iban temprano, el trabajo no perdonaba por ello todos se levantaban pronto,
comían algo y salían juntos: al colegio las niñas, al horno la madre, al campo el padre.
La comida quedaba al fuego; luego era Araceli quien, ya moceta, en el recreo y entre
juegos iba a casa, removía el puchero y daba una vuelta para volver rápido a escuela,
no se le fuera a pasar el turno del juego y más importante, no fuera a empezar la clase
sin ella.
La maestra Dª Josefina –Josefina Herrera, la profesora de niñas- a veces observaba a
Araceli en silencio, tenía otras alumnas, estaba claro, pero ella era una de sus preferidas.
También su hermana, pero con ella la maestra había tiempo se había resignado. Aun
recordaba cuando faltó a clase una mañana y al preguntarle al día siguiente respondió
que había estado “sacando rosa”, trabajando con su prima; lo prefería con mucho a estar
en la escuela. Fina no se quejaba porque no era su proceder, pero cuando le preguntaban
la lección no sabía ella por qué, siempre acababa castigada con los brazos extendidos,
con un par de libros en cada mano y de cara a la pared. Nunca aprendió a dividir, y a
multiplicar con dificultad; con las sumas y restas fue tirando y se convirtió en tan gran
experta que con el paso del tiempo consiguió sacar adelante su negocio con total
normalidad, buena clientela, mejores resultados y sin que ninguno de las clientas
habituales de la tienda llegase nunca a imaginar remotamente su falta de recursos
matemáticos. La maestra pendiente siempre de las niñas, sabiendo las dificultades
familiares y la buena predisposición de Araceli para el estudio, no quiso resignarse y, en
un intento frustrado, quiso convencer a Eustaquia y Juan, los padres de Araceli; se
decidió a hablar con ellos y les informó de la conveniencia de que la niña continuara sus
estudios, que ella gustosamente se ofrecía para ayudar. Juan, orgulloso de su
primogénita, y a la vez sabedor consciente de sus recursos limitados, le respondió:
-Gracias por el ofrecimiento, Doña Josefina, pero ella es la mayor, tenemos cinco y la
necesito para atender al resto. Cursará en la escuela del pueblo; a mayores no puede ser,
lo siento mucho.
Ese momento marcó su destino y con el paso del tiempo Araceli se preguntó a menudo
qué habría pasado si su padre, con su buen hacer, procurando por su familia, pero
ignorante de la importancia de los estudios, le hubiese permitido a ella continuarlos.
“Sería maestra”, contaba a sus nietos años después, “me gustaba aprender, me gustaba ir
la escuela” y por eso desde entonces no cejó hasta conseguir que si bien ella no había
podido, a los suyos no les faltaran oportunidades. Pero en esos momentos, el padre
mandaba, los niños obedecían y Araceli abandonó su querida escuela para pasar a las
faenas caseras y a los laboriosos trabajos del campo.
Desde entonces, compaginó esas labores propias de adultos con las de niña. Cuando
podía, tras cumplir sus tareas, le gustaba jugar con su hermana Fina y otras amigas.
Como no tenían muchos juguetes,utilizabanlos utensilios que tenían a mano y los
transformaban: con unas cuerdas de esparto y dos botes de tomate vacíos (pues no
estaban para derrochar) eran capaces de conseguir ganar altura, formando zancos que
utilizaban para observar a los demás desde arriba, muy superiores. Otros chicos de su
edad, más gamberros, buscaban nidos de pajaritos; cuando lo hacían no se paraban a
reflexionar si era decente o salvajada; solo lo hacían: cogían pardillos como reclamo;
con sosa caustica les provocaban un quemazón sobre los ojos, así conseguían quejidos
fuertes, cantos más llamativos y melodiosos, que atraían a otros pajarillos inocentes que
acudían a oírlos sin saber que los chavales estaban agazapados, esperándoles para
atraparlos y después vender. También a veces con su ingenio ideaban alguna trampa:
con un simple pegamento en un poco de esparto colocado sobre la tierra, los chavales
conseguían animales indefensos que quedaban atrapados sin remedio, pegados en el
suelo como en una ratonera mortal.
A Araceli, con sus amigas, les gustaba jugar con las muñecas, blandas, cálidas, eran
como pequeñas hijas. No tenían dinero para comprarlas, pero las niñas con telas viejas
inservibles eran capaces de fabricar muñecas nuevas muy apropiadas para el cariño,
merecedoras de la ternura que recibían de sus dueñas. Con un palmo de franela, restos
de esparto y la ayuda de alguna madre que procuraba guardarles algún retal, conseguían
crear tiernas muñecas de trapo, con remendones y las vestían con trozos de un viso
suave ya retirado, y con él hacían un bonito vestido, muy de domingo. Las niñas
cuidaban a sus muñecas más que a ellas mismas, por ello conociendo bien las
inclemencias del invierno en ese pueblo, almacenaban en la vieja caja de latón que a
menudo utilizaban para guardar juguetes, telas muy gruesas y si con suerte conseguían
algún botón o un pequeño imperdible, con ellos cosían un buen abrigo, o alguna capa
que protegiera de las heladas a sus muñecas.
Y entre juego y juego vino la guerra. Araceli alternaba en su recuerdo los juegos
propios, los de la infancia, con los horrores yen esa mezcla agridulce, su memoria
entremezclaba cosas extrañas, muy dispares entre sí, desconcertándola, dejándole sin
saber dónde ubicar unos, los juegos inocentes de pequeña, y otros, los sucesos horribles
de la guerra. La lucha estaba lejana, en Teruel y desde allí transportaban a los heridos
del frente durante kilómetros hasta llegar al pueblo. Como un campamento improvisado,
utilizaban como hospital las viejas escuelas. Araceli recordaba cómo, de niña, una
mañana le despertó un gran alboroto que venía del exterior de la casa. Asomada a la
ventana distinguió muchos camiones, algunos de ellos particulares, pero no alcanzaba a
ver su interior. Al fin salió a la calle, con su familia y juntos vieron su contenido: en los
camiones, tumbados entre la paja, había hombres heridos, tapados con mantas sucias,
ensangrentadas y viejas. Situados como estaban al fondo del camión, de algunos se
adivinaban sus cuerpos, de muchos no podía verse la cara; lo que sí se distinguía
asomando fuera de las furgonetas, eran los pies. A Araceli le llamó la atención tantas
botas juntas, algunas de ellas agujereadas, otras desparejadas, todas muy sucias, con
nieve y fango mezclado. A cada par de botas le correspondía un cuerpo y a él, una cara.
Y en esos rostros destacaban los ojos, tristes, profundos. A pesar de que la mayoría eran
jóvenes, sus vivencias y miedos eran de viejos. Venían con apariencia de medio muertos
pero más que de heridas, lo estaban de frío. Helados por las nevadas, necesitan ropas de
abrigo, un buen fuego y sopa caliente; esos cuidados eran prioritarios, más importantes
que la propia atención médica, después ya vendría ésta. Estuvieron un tiempo, todo el
que duró la guerra; iban, venían, traían heridos, se los llevaban, venían otros. Se
restablecían allá en el pueblo, en el improvisado hospital y curaban sus heridas. Araceli
recordaba cómo algunos de aquellos heridos tenían dinero para comprar y les pedían a
los chavales hacer recados: “cómprame un bollo, cómprame queso” y ellos, iban
corriendo porque luego siempre les daban algunos céntimos para guardar. Esas propinas
eran un lujo, eran un sueño casi irreal. Araceli al recordarlo con la amargura propia de
su edad actual, veía la incongruencia de la alegría que le aportaba las propinillas de los
heridos con el horror de los sucesos que entonces su mirada de niña era incapaz de
captar.
En la guerra, aunque no llegó la lucha al pueblo, sí sus secuelas, cobrando víctimas sin
cesar. Algunos familiares de Araceli, hermanos de su padre, fueron al frente. Y no
volvieron. Se los quedó avara como siempre es, la guerra: no distinguía derechas ni
izquierdas, a todos los recibía. La guerra, generosa abría sus puertas, ampliaba límites,
aceptaba futuros muertos: rubios, pelirrojos, castaños y morenos; admitía nacionales,
también republicanos; no distinguía lugares de nacimiento; del pueblo y de capital, con
dineros y sin ellos, todos tenían cabida en la guerra. Y ella los encauzaba directos hacia
su cómplice hermana: la muerte. Muchos volvían del frente horrorizados; otros hubieran
querido, aunque aterrorizados, volver pero no pudieron. Eso pasó con Julián y con
Florencio, los dos hermanos de Juan, también con Pepe, el cuñado.
La historia de Pepe desató muchos rumores en el pueblo: hablaban las malas lenguas
que Luz, su mujer perdió un brazo por el disgusto. El médico, Don Ángel, siempre lo
negó: “estos incultos no saben nada, no entienden de medicina, no es posible lo que
dicen, no hay razones científicas”. “Sí, sí” afirmaban los del pueblo pero nadie los haría
retractarse de su idea. La noticia trágica de la muerte, inesperada y brutal provocó tal
reacción en su mujer que desde entonces su nombre pareció no corresponderle: Luz, ya
no fue ella, la claridad que significaba su apelativo se perdió a partir de entonces. La
noticia le pilló en los días de mujer y fue tal la impresión que acabó provocándole una
enfermedad, la gangrena, que le hizo perder un brazo, no pudo ser salvado; tuvieron que
arrancarlo para poder sanar el resto de su cuerpo, a pesar de que Don Ángel nadie sabe
por qué siempre renegó de esa versión y se cabreaba y discutía envalentonado contra
quien sugería ese hecho como causante de la enfermedad. “Pobre Luz.-decía Araceli- Si
sus padres hubieran sabido de antemano el futuro que le esperaba a su hija; si al nacer,
como en una hoja de ruta, hubieran estado resumidos los hechos que marcarían su vida,
quizá entonces no le hubieran puesto tan alegremente un nombre tan desafortunado, tan
poco acorde a las circunstancias que le tocó vivir. Pues el contrario “Tinieblas”
reflejaría mejor su final porque así fue, entre tinieblas, en Barcelona, junto a su hija y
sus nietas, en medio de un terrible incendio como la vida de Luz se apagó como su
nombre.”
En el pueblo, durante la guerra y aprovechando que el frente no estaba cerca, la gente
intentaba seguir con su vida, disimulando el terror; los disparos se sabían lejanos y ellos
aparentaban normalidad hasta que alguna noticia venida de fuera les hacía imposible
ignorarla. Los hombres, los que quedaban, iban al campo, los niños a escuela. A pesar
de sus horrores, algo hubo en la guerra que la gente del pueblo, orgullosos, quería
contar. Aunque tuvo sus miserias, era un pueblo pacífico, no hubo muertos en él, no en
sus tierras. Claro que fuera, allí en el frente muchos cayeron pero si de algo presumían
los lugareños del pueblo es de no haber permitido ninguna muerte. De eso tuvo su
mérito un buen alcalde. Sí que llegaron muchos prisioneros, Araceli recordaba una
treintena de presos de una vez, haciendo tiempo, esperando su final, pero el alcalde D.
José Calata puso dos guardias y lo impidió. No permitió morir bajo sus tierras, nadie
mató en su jurisdicción; luego, eso sí, a unos kilómetros, lo hicieron en el pueblo
vecino, pero eso ya era terreno de otra alcaldía; ya no era suyo. Ese suceso lo comentaba
con mucho orgullo Araceli “Mi pueblo es muy pacífico, nadie muere en estas tierras si
no es por causa natural, ni en guerra ni fuera de ella”. Una vez, al decir esto, enmudeció,
quedando pensativa, algo le vino a su mente, y al final, en voz muy baja añadió:
“Bueno,…no todos”
Quedó callada, ya no narró nada más, sólo pensaba al parecer en un suceso en que la
muerte no fue casual, sino buscada; fue una gran desgracia, la del “tartaja” Ocurrió
durante la guerra, pero sin relación con ella, sólo en el tiempo, pues fue a la vez: “Tuvo
problemas con el lenguaje, era tartaja y con mal carácter. Ni una cosa ni otra le impidió
casarse con una buena mujer y dos chiquillas nacieron de ese casamiento; eran felices o
al menos, vivían. Rivalizaba en sus malas formas con su padre: era una continua
competición. Siempre peleaban, con grandes voces, ambos iguales, discutidores,
irritándose uno al otro continuamente. Al parecer, en una ocasión hubo algo más que
una discusión y desde entonces al padre ya no se le vio. Al preguntarle los vecinos al
hijo, éste siempre decía: “ahora no está”, “está en la viña” “está en el campo” Se
rumoreaba que alguna noche, desde su casa, justo en el centro de la plaza principal, sacó
el macho, cogió el cadáver y llevó el carro lleno de paja tapando el cuerpo; el de su
padre muerto. Tras contárselo al enterrador, buen amigo suyo, éste cavó una fosa en el
cementerio; sin crucifijos ni sepelios, lo enterró a cambio de algún favor. Como era
guerra y había muertos, uno de más ya no importó. Nada se supo y con el tiempo,
llamaron al frente al tartamudo; allí le encargaron cavar trincheras. Y así, entre hoyo y
hoyo estuvo toda la guerra. Al licenciarse, una vez libre, decidió traerse del
campamento, más que un recuerdo, algo de provecho para usar en casa: las cacerolas, y
las sartenes o lo que pudo encontrar de utilidad, todo lo llevó al hogar. A su mujer le
vino bien: trajo unos cazos y unas cucharas y recipientes que ella empezó a usar. Y así
con la guerra terminada, se tornó a la normalidad, a casa, a trabajar”
“Pasó algún tiempo hasta que un día fue a su casa la Guardia Civil. El sorprendido, no
lo esperaba, y acabó acusándose de lo que pasó. Mató a su padre y así lo dijo con gran
sorpresa de los presentes. Los guardias rápidamente dieron parte a su superior muy
sorprendidos puesto que ellos solo acudían a averiguar qué había sido de los pucheros y
cacerolas que él robó. Y así, él mismo con su media lengua medio tartaja se delató. Si
hubiera sido mudo del todo, sin explicación, sin acusaciones no se hubiera provocado lo
que luego sucedió. Pues fue juzgado y condenado, cómo no. Por encubridor entró en
prisión su amigo el enterrador, su mujer por sabedora y su cuñado también por
conocedor. Ante tanta desgracia, insuficiente por lo visto, aun hubo más: su hermana
murió al conocer la noticia, algo le dio a su corazón. Y la madre, viuda, con el hijo
preso, la hija muerta y la nuera en prisión, pensó que era lo mejor tirarse al pozo y así
quedó. Y esta es la historia, la del tartaja, que por imbécil se auto inculpó”.
Araceli cuando recordaba su juventud, contaba con gran añoranza que no todo era
desgracias y trabajo; que los jóvenes, arañando al tiempo en su quehacer diario,
encontraban pequeños momentos de diversión. Iban al baile algunos domingos. Venía
Alfaro, un músico callejero. Era muy bueno: Tocaba el acordeón y con sus dos manos y
su instrumento conseguía muy buena música, logrando que la gente saliera rápidos a
bailar, disfrutando los tangos y en especial los pasodobles, las piezas preferidas por la
juventud. Los domingos por la tarde, justo a las cinco, empezaba. Las mozas se
engalanaban como podían, con sus mejores pendientes, ligeros toques de carmín y
pellizcándose las mejillas para conseguir mejor color, iban muy animosas y con ilusión,
pero no solas; alguna madre siempre acudía: ahí estaba la vigilanta para evitar el
deshonor, impidiendo con su presencia arrumacos demasiado efusivos o indecorosos
roces carnales.
A las fiestas acudía con frecuencia un chico, Agustín, que era pastor. A él le gustaba en
vez de nombres, ponerles motes a los demás, algunos con gracia, como al pintor
“Sorolla” que lo era de brocha gorda, al pelirrojo le puso “rochas”. Le decían que “la
boca la tenía mal”. Las chicas no le querían. Siempre en el baile le hacían trampas, le
daban el ocho, hacia el final.
Y es que guardaban turnos para los bailes. Los mozos pedían y si gustaba a la chica, ella
le daba pronto: “a la primera” “a la siguiente”, según el orden de preferencia en que le
gustara y las ganas que tenía de bailar con él. A Agustín todas le daban para el final.
Decían que tenían llena toda la agenda, lo retrasaban lo suficiente para no tener que
bailar.
Allá en el baile, las malas lenguas decían que un zagal con pretensiones en alguna
ocasión procuró aparentar más de la talla, e inventando un truco, con ayuda de una
mazorca bien colocada en un varonil lugar, daba impresión de muy machito,
provocando más de un susto de su pareja de baile, que, abochornada, se retiraba
dudando si la impresión era acertada o no. Tan conmocionada quedaba que después ni
se atrevía, por la vergüenza, a comentar entre las chicas si lo vivido era real, por ver si
otras también habían tenido la misma sensación. Y por no comentarlo, el chaval seguía,
domingo tras domingo, con su mazorca muy bien plantada, riendo y burlándose con los
amigos de los impactos que su disfraz conseguía provocar a las damitas. La broma le
salió mal, pues poco a poco las chavalinas le fueron dando muy mal lugar en el baile,
quedando justo para el final, junto a Agustín; ambos siempre quedaban y les llegaban
los turnos de baile ya cuando la orquesta era su hora de retirar.
Por entonces la gente joven, tras el trabajo buscaba formas de disfrutar y relacionarse.
Al atardecer, una vez finalizadas las tareas diarias, mozos y mozas iban a la fuente, a las
cuatro esquinas. Ellas, a llenar el cántaro; ellos a conquistar. Mediante el agua, la
necesaria para la casa, conseguían algún rato de conversación. Ellos les ofrecían ayuda
para llevar el cántaro y si ella accedía, ya podían hacerse ilusiones. Así las
acompañaban portando el agua. Debían tener cuidado porque si lo permitían más de dos
veces ya era señal que te agradaba. Algunas mozas, como querían estar más rato con sus
galanes, inventaban formas de prolongar la situación, llenaban agua allá en la fuente;
iban a la casa, la vaciaban justo en la esquina sin que las vieran y volvían rápido a
rellenar el cántaro para que su mozo las volviera a acompañar. Araceli muy recta, eso ni
lo pensaba; iba a la fuente lo necesario para buscar agua, no para flirtear.
Un día en el baile, ella se sorprendió cuando Luis, un muy buen mozo, la sacó a bailar.
Y a medio tango, sin previo aviso, sin hablar antes, le dijo que quería salir con ella, de
novia formal, que lo pensara. Quedó extrañada, muy confundida y halagada a la vez; no
lo esperaba. A muchas chicas les gustaba: era tan guapo que ella no imaginaba ser la
elegida, teniendo tantas donde seleccionar; “algunas eran ricas”, añadía Araceli con
orgullo de haber conseguido tal galán.
Tras la sorpresa de la petición, tan inesperada, esperó impaciente volverle a ver. Y poco
tardó. A los cuatro días, acudió a la fuente. “Me quiso ayudar a llevar el cántaro”. Y así
iniciaron la relación: todos los días iba a la fuente, a compartir el cántaro mano con
mano, tardando en llegar, parando de tanto en tanto, alargando el camino para dar
tiempo a conversar. Y un buen día, él, muy pillín, le dijo algo en la esquina: “mira, tu
padre”. Al girar ella la cabeza asustada, buscando a su progenitor, él aprovechando el
descuido, la besó en la mejilla. Era mentira, no venía nadie, nadie a la vista y él se echó
a reír de su inocencia; estaba claro que ella, por sí misma, no iba acceder a cariñitos, no
fuera cosa que se llegase a dudar de su decencia.
No le hizo gracia la picardía pero sí el beso y después ya sin engaños, al despedirse, él
conseguía no sólo robarle beso sino que fuera ella la que los diera, al principio con
recelo, después con más seguridad, siempre con miedo a los vecinos, al qué dirán, a su
familia. De vez en cuando a Luis se le iba la mano, buscando lo escondido pero ya
estaba ella muy pendiente de devolverla a su lugar, al que tocaba, a sitio visible, donde
nadie lo pudiera malinterpretar.
Su madre se enteró por comentarios de la gente, y al decírselo a Juan, el padre, éste
comentó a Eustaquia: “Este muchacho no está muy acostumbrado a trabajar”. La madre,
Eustaquia, normalmente callada, aquí se impuso: “Deja a la muchacha que se case con
quien quiera. Es un buen muchacho”. Juan al final cedió y así quedaron. Salieron juntos
un tiempo acompañados, cómo no, de Pilar, la hermana pequeña, cuya presencia
impedía cualquier atrevimiento carnal. Luis, pícaro, conseguía alguna vez apartarla con
pequeños sobornos: apenas un caramelo bastaba para que el farol dejara de serlo y así
aprovechar los roces que le permitía su novia que, aunque no demasiados, le mantenían
con ilusión. Justo antes de ir a cumplir el servicio militar, entró en casa a despedirse,
solicitando el beneplácito paternal. Lo consiguió, y así, durante los permisos, en casa de
Araceli lo recibieron ya como novio formal.
Al parecer, al acabar la “mili”, la familia del novio hizo presiones para casarlo. Era
comprensible: su padre, quedó viudo muy joven con cuatro hijos: Petra, la hija mayor, y
después Luis, seguido de José y por último Rafín, con apenas doce años. Petra, la única
hija, se hizo cargo de sus hermanos y de su padre, lavar la ropa, hacer comidas, llevar la
casa. Cuando casó pasó a llevar dos familias: la suya propia con su marido “Piscas” y la
de su padre; por ello la situación era difícil, favoreciendo una pronta boda de Araceli,
tras volver Luis del servicio militar. La situación de Petra, la buena Petra también
propició después una nueva boda, la de su suegro en segundas nupcias, el padre de Luis,
pero eso es otra historia que no sé si contar.
Araceli y su marido fueron felices y trabajaron, pero sobre todo trabajaron. Y tuvieron
hijos: Juanito, el mayor, heredó el nombre del abuelo y cuando parecía que iba a ser hijo
único, le buscaron hermano, que con sorpresa, resultaron dos: los mellizos. Con la
impresión por la inesperada duplicidad, apresurados por bautizarles, decidieron
simplificar y, sin rebuscar demasiado en el santoral, utilizaron un solo nombre: LUIS
para los dos, en versión masculina para el varón y femenina para ella, completando así
la historia familiar.
Abuelo Juan y su nieto Juanito
Los mellizos: Jose LUIS
Maria LUISA
Descargar