Things I see - -“What are these pictures, I ask?

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Things I see -“What are these pictures, I ask?
-Oh, things I see.”
“Things I see”, responde ella, como una letanía, un leitmotiv, casi un canturreo que se lanza tras
una interjección y va rodando solo, sin necesidad de más impulso.
Las fotografías de Jessica Lange no necesitan cargarse de frases inútiles.
“Punto y línea sobre plano” son los elementos fundamentales de su escritura visual. Su léxico y su
sintaxis se reducen a concordancias temporales, como ecuaciones elementales que expresan lo
imperceptible.
Y si Kandinsky enunciaba el punto como la forma más concisa del tiempo y la línea como su
continuidad, estas imágenes en devenir, que se sitúan a la vuelta de apenas una centésima de
segundo, no dependen sino del “instante decisivo”; de su “instante decisivo”, sin concesiones, sin
arrepentimientos. La poesía no se caza, hay que esperarla, ya que, en caso contrario, se toma sus
rodeos, juega al escondite o nos burla cambiando de rumbo. Es por lo tanto gracias a esta fracción,
a esta ciega inflexión en el tiempo de espera, que sobreviene la imagen.
Rusia, Finlandia, Minnesota, Italia y Nueva York no son más que pre-textos que se enuncian y
anuncian antes de la imagen. Ahí están, ante sus ojos, poco importa su longitud y latitud, el mes o
el año, sólo dicen lo que es, en su permanencia.
Las fotografías de Jessica Lange son escollos sin más pretensiones que hacer visible el movimiento
de la vida. Esta frase de Stieglizt, ineluctable: “El arte es lo que da cuenta de la vida y la vida, o lo
que la significa, se halla en todas partes”. Jessica, en sus recorridos, se ha encontrado con ella,
aquí y allá, en lo sencillo, en lo común, en la ceguera.
Esa joven y su rostro de otro tiempo, que alza los ojos hacia el cielo, como trazando una línea
invisible hacia otro lugar, nos devuelve a una suerte de trilogía, de trinidad.
El interior de una capilla, bañada por esa luz lechosa típica de los países nórdicos, invadida por un
denso silencio, que se estremece en ese mismo instante por la discreta presencia de un individuo,
sentado al fondo, solo. Es el eco de Muchacha leyendo una carta de Johannes Vermeer (1657).
O también como los dos niños suspendidos en una barrera, balanceándose como notas musicales
que tararean sobre una partitura. Los blancos y negros están en equilibrio. Todo está ahí.
México,On scene
Y, de repente, el negro inunda la imagen, el grano estalla, las líneas se difuminan, le tela de la
pantalla se tensa.
México. ¡Que comience el espectáculo!
Furtiva, delicada, discreta, Jessica Lange entra en escena, está presente en la historia que nos
cuenta, lanzándose cuerpo a cuerpo con la realidad; puesto que se trata de eso y no de otra cosa:
del cuerpo. Ya no está en la espera, ni en la distancia; se instala en una continuidad, la de una
narración, de una película.
Para empezar, dibuja y delimita los espacios que atraviesa; se sitúa dentro de los mismos pero
manteniéndose a la vez separada. Separada del otro, en primer lugar, por ese deseo de soledad en
el que se envuelve; separada también de las miradas que no se cruzan, que se rompen en los
espejos, que se esconden detrás de una cortina de lluvia, o bien de las miradas de los enamorados,
perdidos y ebrios, que se cuentan, mirándose a los ojos.
Jessica Lange no se sitúa en la sombra, ni en lo invisible, sino que se queda en lo no visto. Está ahí.
Y, si el espacio se encierra en sí mismo, el tiempo y la luz también.
México revive en la hora del crepúsculo, en la penumbra, entre chien et loup, en ese lapso en el
que la realidad aplanada bajo una luz demasiado blanca, retoma aliento e exulta.
Los enamorados se reencuentran ante la iglesia de Santo Domingo, el baile en la plaza del Zócalo
inicia rondas sin fin, al son de las trompetas y de los tamboriles. El circo anuncia sus desfiles.
Es de noche, los cuerpos se confunden, se enlazan, se lanzan, o se abandonan, como coreografías
dirigidas por una mano invisible. Ella es quien las orquesta. Por sus propios movimientos, invoca su
coincidencia, y surge la imagen. Jessica Lange desvela lo que se escapa y hace subir a la superficie
de la noche, la luz de la sombra, como un pintor las formas de su modelo.
La profundidad de los negros, los blancos que restallan en el aire como latigazos, las materias
voluptuosas, sensuales, flotantes, el olor de la noche que cae, el alboroto de las músicas
populares. Más que una serie de fotografías, México es un paseo por el diario de impresiones de
Jessica Lange.
Anne Morin
Comisaria de la exposición.
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