[Título nivel 1]Luz

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[Título nivel 1]Luz
La casa era grande y llegó a acoger a tres generaciones al mismo tiempo entre sus
paredes. Pero los años pasan, implacables, y la casa se quedó prácticamente vacía.
Juana nunca olvidaría el día que, tras el entierro de su marido, se quedó sola en la gran
casa de azulejos claros y luminosos patios. Sus hijos ya tenían su vida, algunos incluso
lejos, muy lejos del pueblo. Sus nietos, que tanto la distrajeron y de los que tanto se
quejó, también se habían ido. Incluso la perra, Cuca, la habían enterrado hacía dos
años en el jardín trasero de la gran casa de su hijo Joaquín. Tan grande como aquel
pasillo blanco, como aquella cómoda butaca junto al brasero y aquella cama de
matrimonio, ahora de viuda.
Sólo necesitó tres días para darse cuenta de la terrible soledad que la amenazaba y la
aterraba. Al hacerse de noche el tercer día, Juana salió corriendo de la casa, aún con la
bata puesta.
Tras aquel ataque de pánico, su hermana Inés fue a vivir con ella. La verdad es que era
lo más lógico. Inés tenía unos cinco años menos que ella, pero había sufrido una vida
de soledad desde los veinte. Se enamoró, pero él se fue. La guerra, decía ella. «Tenía el
corazón y las piernas inquietas, no pudo quedarse en casa». Unas veces decía que fue
la guerra lo que lo alejó de ella, otras, un viaje a Marruecos. En el pueblo decían que
fue por otra mujer, de la ciudad, más rica y más mayor. Pero la gente dice muchas
cosas.
Inés nunca dejó de esperar a su amado, y se pasó la vida cuidando de su madre, que
también terminó por abandonarla. Y la muerte es así, no hay que echarle la culpa. Pero
de todos modos, si alguien sabía de la soledad, esa era Inés.
Era enero cuando el viento del mar bramó más fuerte que de costumbre y obligó a
Juana a quedarse en cama más tiempo del que quisiera. Para ayudarle a recuperarse,
su hermana iba todas las mañanas a comprarle churros que tomar con el café de leche.
Los compraba en aquella pequeña churrería cerca de la plaza de la Torre de la Merced,
desde donde se podía oler el mar.
Aquella mañana, Inés quiso ver el mar. Llevaba su pañuelo favorito, el morado, y el frío
húmedo le traía recuerdos de tardes paseando por la playa, del brazo de su único y por
siempre amor.
Pero aquella mañana los graznidos de las gaviotas no eran los únicos gritos que
rompían la paz. Dos hombres jóvenes mantenían una fuerte y acalorada discusión
junto a las olas. Inés detuvo su avance con cautela. Ya no le apetecía bajar junto al
mar.
La anciana reprimió un grito cuando uno de los hombres apuñaló hasta la muerte al
otro. Cayeron sobre el mar y la navaja se levantó una y otra vez mientras las olas
rompían contra las figuras. Cuando el asesino se levantó, empapado de sal y sangre, su
mirada se cruzó con la de la aterrorizada mujer. Tras unos segundos de miradas de
extrañeza, el hombre se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio aún con la navaja
en la mano.
Aquella mañana, Inés llegó corriendo a casa, con sus cansadas piernas ligeras como no
lo eran desde hacía años. Juana ya estaba levantada pero no preguntó nada.
Los días pasaron, pero Inés no podía olvidar la sonrisa burlona del asesino, la arena
manchada de sangre del otro, ni como las olas tiraban de él hacia dentro, como si
quisieran borrar los horrores de esa mañana.
Todo empeoró cuando apareció la esquela del difunto en el periódico. Pasaba por
entre los corrillos en las puertas de las casas como si hubiera sido ella la asesina.
Finalmente se confesó a Juana, pero ni esta ni los remordimientos consiguieron que
hablara con nadie más. Inés pidió a su hermana que no dijera nada, pero esta insistió
en que por lo menos fuera a confesarse.
El párroco estuvo de acuerdo con Juana: había que denunciar al asesino. Aunque no lo
conociera, podía ayudar a la policía a dar con él o por lo menos, dar un poco de reposo
a la familia.
Con el valor renovado, Inés salió de la capilla del brazo de su hermana y acompañada
del religioso, mientras discutían como proceder. Pero al salir al pasar por la capilla de
las cofradías enmudeció de nuevo. Uno de los cofrades la miraba con el ceño fruncido.
Cuando sus miradas se encontraron, Inés pudo ver de nuevo aquella sonrisa de
demonio y aquel dedo que pedía silencio ante los ojos del mismo Dios.
Pero Inés no calló. Una vez localizado el presunto asesino, la policía no tardó en
apresarlo: se sabía desde hacía tiempo que entre ambos hombres había una fuerte
rivalidad, y más de una vez habían llegado a las manos. Tal y como dijeron todos en la
calle, eso era algo que se venía venir.
La tranquilidad duró poco. Dos semanas después de que el criminal fuera llevado a
prisión, Juana tuvo ciertas nuevas bastante desagradables para ella y su hermana.
Un lunes cualquiera, un joven apuesto y bien vestido la ayudó con el carrito de la
compra y se interesó por la casa. Al marcharse dejó un sobre blanco sobre la mesita de
la entrada. Traía una carta de un tal Ismael Sánchez para su hermana Inés.
Al abrirla, encontraron amenazas de muerte y de cosas peores que llenaban una carta
en la que parecía que hubieran escupido la tinta en vez de escribir con ella. El asesino
volvió a sus vidas como un tornado y las puso boca abajo. Horrorizadas, acudieron a la
policía, que tras asegurarles que no había nada que temer y que pondrían a algún
agente de guardia, las dejó solas de nuevo.
Durante días, semanas y meses, las hermanas fingían atarearse una con el ganchillo y
otra con la radio pegada a la oreja hasta altas horas de la noche. Ninguna quería
acostarse y dejarse a merced de la oscuridad de la noche. Dormían juntas pero casi sin
pegar ojo. Había un asesino que quería su sangre y sabían que si lograba entrar en la
casa, no habría nada que ellas pudieran hacer.
- Inés, vete a la cama ---dijo Juana quitándose las gafas y dejando la costura al lado---.
Vamos, subamos al cuarto.
Una vez consiguió que una temblorosa Inés se acostara en su cuarto en la planta de
arriba de la blanca pero cada vez más sombría casa, Juana fue al cuarto vecino, la
biblioteca de su difunto marido. La penumbra era enorme, con aquellas grandes
estanterías y los grandes butacones. Allí, apagó las luces y se sentó en el sierro del
balconcito, tapada con una manta y con una vela en la mano como única lumbre.
Desde allí vigiló la calle toda la noche, hasta que el día la descubrió aún despierta y con
los restos de una vigilante vela que habría que cambiar.
Muchas velas cambiaron con el pasar de los años. Noche tras noche, las dos hermanas
se turnaban para hacer su vigilia mientras la otra descansaba en el cuarto de al lado.
Todos los vecinos, tanto de la calle como del pueblo, conocían la luz vigilante de la
casa. Empezó a surgir una leyenda en el pueblo de que había un ángel guardián en el
hogar de las dos hermanas, a las que imaginaban teniendo un agradable reposo
nocturno. Pero fuera como fuera, con ángel o sin él, el asesino nunca volvió.
Juana murió unos cuantos años más tarde. Un catarro, la edad y las constantes vigilias
no tuvieron clemencia. Y curiosamente, Inés la seguiría tres días más tarde, justo el
tiempo que Juana estuvo sola tras enviudar.
Dicen que en el entierro de Juana apareció el novio perdido de Inés, en efecto casado
con una señora de la ciudad, rico y asquerosamente saludable gracias a los cuidados de
una renta elevada. Tambaleándose se acercó a Inés y le dio el pésame y dos fríos
besos. En silencio, se marchó de nuevo para no volver más.
Aquella tarde cuando, después del funeral, sus sobrinos fueron a buscarla,
encontraron a Inés muerta y fría sobre su colcha bordada y un álbum de fotos de un
amor que nunca existió.
La casa quedó vacía durante mucho tiempo. Propiedad de unos hijos que nunca
volvieron al hogar, permaneció entre dos casas que con el tiempo también quedaron
vacías. Aquella calle, ahora con tantas casas vacías empezaba a parecer poco
acogedora. Los vecinos no podían evitar sentirse intranquilos, sobre todo con el paso
de los años y con tantos ancianos viviendo prácticamente solos en una calle de casas
abandonadas y vacías.
Sin embargo, una noche alguien vio la luz.
Brillaba tenuemente en el segundo piso de la casa de paredes claras, allí donde
vivieran tantas familias y finalmente sólo Juana e Inés. La primera persona que lo vio
huyó asustada, pero pronto todos comentaban tranquilamente cómo el ángel salvador
de la casa seguía allí, velando por todos.
Los niños pasaban con respetuoso temor y algunas personas mayores se santiguaban
al pasar por delante del umbral. La familia nunca prestó atención a las historias y la
casa siguió vacía. Durante diez años, la luz siguió brillando en la ventana desde que el
sol se ponía hasta que volvía a asomar por encima del mar.
Finalmente la casa se vendió a una familia recién llegada al pueblo. Los papeles se
firmaron y el dueño, uno de los nietos de Juana, quiso despedirse de aquel lugar de su
infancia.
Según contó más tarde a su mujer, recorrió tranquilamente las habitaciones: la cocina,
el pasillo, el patio, el salón. Se quedó sentado pensando hasta que se le hizo de noche.
Decidió subir a cerrar las ventanas del piso de arriba.
Dijo que cuando subió, notó inmediatamente el frío. Un tranquilo viento movía las
cortinas de la terraza y de las ventanas del pasillo. Pero hacía frío, mucho frío. Algo
intranquilo, avanzó por el pasillo hasta la biblioteca. Cerraría la ventana y se iría.
Nunca pudo siquiera acercarse.
Nada más abrir la puerta vio la luz, suave como la de una luciérnaga pero brillante en la
noche como un faro. En una butaca junto a la ventana, una muchacha joven miraba
hacia fuera con una vela en una mano y una foto en la otra. Su rostro era triste pero
sereno, al mismo tiempo lleno de… ¿vida? Su cabello era blanco, aunque sus ojos
fueran los de una muchacha de veinte años.
--- ¿Ti… tita? ---Se arrepintió en cuanto lo dijo. ¿Qué se parecía aquella mujer a su tita,
la hermana de su abuela, muerta tanto tiempo atrás? Pero cuando ella se volvió supo
que no se había equivocado.
Agitado, contaría horas más tarde como ella se volvió y le sonrió. No vio nada más
porque salió corriendo, pero cuando estuvo en la calle pudo ver como la luz seguía en
la ventana.
Cuando volvió al día siguiente, angustiado por haber dejado la puerta de la calle
abierta de par en par y las llaves en algún lugar del piso de arriba, descubrió como la
puerta estaba apropiadamente cerrada, así como todas las ventanas, menos las del
piso de arriba, la de la biblioteca. Con un escalofrío encontró la llave sobre el quicio de
la puerta, como lo hacían cuando él era niño. Y en el patio, su chaqueta y las cosas que
dejara la noche anterior, perfectamente ordenadas. El timbre le indicó que los nuevos
vecinos llegaban, por lo que se volvió para recibir a los compradores de la casa.
Al irse, no pudo evitar mirar hacia la ventana de arriba. Y por alguna extraña razón, una
sonrisa tranquila se le dibujó en el rostro. No había nada que temer: la abuela y la tita
se encargarían de cuidar la casa y a los nuevos inquilinos. De eso estaba seguro.
Esta historia está basada en una leyenda urbana de la localidad de Rota, en Cádiz.
La leyenda de las dos hermanas, custodias de la casa aún tras la muerte, es aún hoy
mantenida entre los vecinos. El asesinato, las delatoras y la larga vigilia de las dos
ancianas son parte de la historia del pueblo. Sin embargo, la escenificación de Juana e
Inés --nombres ambos ficticios-- y todos los sucesos narrados, los cuento con total
libertad y ficción. Cualquier parecido con la realidad sería pura --y fantasmagórica y
preocupantemente-- coincidencia.
La casa sigue hoy en pie, habitada y en perfectas condiciones. Sobrevivió a la venta
inmobiliaria de sus vecinas y al paso de los años. Hace tiempo que nadie ha vuelto a ver
la luz, pero quizá sea por la vida que fluye por la casa. Sea como sea, la habitación de
arriba, la biblioteca, sigue siendo el cuarto más frío de la casa --seguramente por la
orientación… o eso espero-- y ningún mal ha entrado en ella desde entonces.
Las leyendas urbanas van de la mano de las coincidencias, pero… ¿quién sabe?
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