El misterio del ataúd griego

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El misterio del ataúd griego
Queen, Ellery
Published: 2012
Categorie(s):
Tag(s): "Narrativa policíaca"
1
Prólogo
P
aréceme obra de especial interés prologar El Misterio del Ataúd Griego, por cuanto su publicación fue precedida por una extraordinaria oposición de parte de Mr. Ellery Queen en lo tocante a su
consentimiento.
Los lectores de Mr. Queen recordarán, posiblemente, por lo ya expresado en anteriores prólogos de otras novelas de Queen, que sólo por rarísima casualidad estas auténticas memorias del hijo del inspector Richard
Queen, luego de refundidas en el crisol de la novelística popular, fueron
entregadas a la avidez del público lector, no sin que antes los Queen se
retiraran a descansar en cierta asoleada región de Italia, para disfrutar de
sus laureles. No obstante ello, después de lograr persuadir a mi amigo de
dar a publicidad la primera de sus hazañas, el caso Queen inicial que gozó del honor de aparecer en forma de libro, todo se deslizó entonces en el
mejor de los mundos y no tropezamos con dificultad alguna en convencer a este simpático joven, a veces un tanto terco y difícil, de permitir la
novelización de sus fidedignas aventuras acaecidas durante la época en
que su señor padre actuó como inspector de la Oficina de Detectives del
Departamento de Policía de Nueva York.
A buen seguro que el amable lector se maravillará de la oposición de
Mr. Queen en dar su licencia para la impresión del caso Khalkis. Ello se
debe a una interesante dualidad de razones. En primer lugar, el caso
Khalkis ocurrió en las primeras etapas de su carrera como investigador
no oficial, protegido por el ala paternal de la autoridad del inspector
Queen; de hecho, Ellery no había cristalizado todavía en ese tiempo su
famosísimo método analítico deductivo. En segundo lugar –y barrunto
que esta razón es la más poderosa de ambas– Mr. Ellery Queen sufrió,
hasta el último momento mismo, una zurra formidable y altamente humillante en este resonante caso Khalkis. Ningún individuo, aun el más
modesto –y Ellery Queen como él mismo convendrá, no lleva ni pizca de
modestia en el espíritu– siente especial placer en mostrarle al mundo las
llagas de sus fracasos. Nuestro buen amigo fue avergonzado en público,
y la herida ha dejado sus cicatrices. "¡No!" –dijo categóricamente–. "No
me place la idea de verme vapuleado de lo lindo de nuevo, ¡ni siquiera
en letras de molde!"
Sólo cuando el editor y un servidor puntualizamos que el caso Khalkis
(publicado bajo el presente título de El Misterio del Ataúd Griego) comportó uno de sus más brillantes éxitos, y no un fracaso, como él parecía
imaginar, Mr. Ellery Queen comenzó a flaquear, a vacilar, a venírsele al
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suelo su decisión y, finalmente, levantando las manos hacia el cielo, se
entregó a nuestra amistosa pertinacia con armas y bagajes.
Albergo la firme convicción de que los sorprendentes escollos de que
estaba erizado el caso Khalkis condujo a Ellery por una senda que luego
le depararía infinitas victorias a cual más brillante. Antes de concluir este
caso, nuestro amigo sufrió la prueba del fuego y…
Pero juzgo cruel amargarte el placer, sibarítico lector. Acepta, eso sí,
mi palabra –la palabra de alguien que conoce cada detalle de todos los
asuntos en que Ellery aplicó la vibrante agudeza de su cerebro– de que el
caso intitulado El Misterio del Ataúd Griego es la más admirable aventura Ellery Queen.
¡Buena caza, lector!
J. J. McC.
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Personajes
Georg Khalkis, comerciante en artículos de arte.
Gilbert Sloane, gerente de las Galerías Khalkis.
Delphina Sloane, hermana de G. Khalkis.
Alan Cheney, hijo de D. Sloane.
Demmy, primo de Khalkis.
Joan Brett, secretaria de Khalkis.
Jan Vreeland, esposa de Vreeland.
Nacio Suiza, director de las Galerías Khalkis.
Albert Grimshaw, ex presidiario.
Doctor Wardes, médico oculista británico.
Miles Woodruff, abogado de Khalkis.
James J. Knox, multimillonario y amateur de arte.
Doctor Duncan Frost, médico de cabecera de Khalkis.
Mrs. Susan Morse, una vecina.
Jeremiah Odell, plomero.
Lily Odell, esposa del anterior.
Rev. John Henry Elder.
Honeywell, sacristán.
Weekes, mayordomo de Khalkis.
Mrs. Simms, ama de llaves de Khalkis.
Pepper, ayudante del fiscal Sampson.
Sampson, fiscal.
Cohalan, detective de la fiscalía.
Doctor Samuel Prouty, médico legista.
Edmund Crewe, técnico arquitecto.
Una Lambert, perito caligráfico.
"Jimmy", experto en impresiones digitales.
Trikkala, intérprete griego.
Flint, Hesse, Johnson, Piggot, Hagstrom, Ritter, detectives.
Thomas Velie, sargento detective.
Djuna.
Inspector Richard Queen.
Ellery Queen.
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Mapa de la casa de Khalkis
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Plano del 1er piso de la casa de Khalkis
A-Biblioteca de Khalkis.
B-Dormitorio de Khalkis.
C-Dormitorio de Demmy.
D-Cocina.
E-Escalera 2O piso.
F-Comedor.
G-Sala.
H-Vestíbulo.
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Plano del 2do piso de la casa de Khalkis
J-Cuartos de los sirvientes.
K-Baños.
L-Cuarto de los Vreeland.
M-Cuarto de los Sloane.
N-Cuarto de Joan Brett.
O-Cuarto del Dr. Wardes.
P-Cuarto de Cheney.
Q-Cuarto de huésped.
Altillo no dividido en cuartos.
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Libro primero
"En ciencia, en historia, en psicología, en todas las disciplinas Que requieren
aplicación de pensamiento ante la aparición de los fenómenos, las cosas no son, a
menudo, como parecen ser. Lowell, ilustre pensador norteamericano, decía: "Un
sabio escepticismo es el primer atributo de un buen crítico." Pienso que, precisamente, el mismo teorema puede ser planteado por el criminólogo…
"La mente humana es un ente aterrorizante y tortuoso. Cuando alguna parte
de ella se tuerce –aunque ello ocurra en grado tan infinitesimal que todos los instrumentos de la moderna psiquiatría no logran discernir esa desviación– el resultado es susceptible de tornarse confuso. ¿Quién podría describir un motivo?
¿Una pasión? ¿Un proceso mental?
"Mi consejo, la ríspida conclusión de quien sepultara sus manos durante muchos años, quizás más de cuantos quisiera recordar, en los inapresables vapores
del cerebro humano, es el siguiente: "Usad vuestros ojos, usad las diminutas celulillas gríseas que os diera Dios, pero manteneos siempre alerta. En la criminalidad existe trama, pero no lógica. Vuestra obra es dar coherencia a la confusión,
imponer el orden en el caos."
Alocución final del profesor Florenz Bachmann, en su curso de Criminología Aplicada, dictado en la Universidad de Munich (1920).
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D
esde el principio mismo, el caso Khalkis trasuntó una nota trágica.
Comenzó con la muerte de un anciano, hecho éste en extraña armonía con lo que le reservaba el porvenir. El fallecimiento de dicho anciano fue tejiendo su trama, a semejanza de una melodía de contrapunto,
al través de todos los intrincados compases de la marcha fúnebre subsiguiente, en la cual estaban ausentes los acordes correspondientes a seres
inocentes. En su parte final estalló en un crescendo de culpabilidad orquestal, un canto de muerte, macabro y horrible, cuyos ecos repercutieron
en los oídos de todo Nueva York mucho tiempo después que se apagara
el son de la postrera nota de tragedia y de horror.
Cabe aseverar que cuando Georg Khalkis falleció de un ataque cardíaco, nadie –y menos aun el propio Ellery Queen– sospechó que ese suceso
constituía el preludio de una Sinfonía de Crímenes. De hecho, es harto dudoso que Ellery Queen se enterara siquiera de la muerte de Georg Khalkis antes de que el suceso llegara a su conocimiento, poco menos que por
fuerza, tres días después que los restos mortales del anciano ciego fueran
inhumados, con el ceremonial de práctica, en el lugar en que todos creían
que sería su última morada.
Los periódicos olvidaron hacer resaltar, en sus primeras noticias de la
muerte de Khalkis, el detalle concerniente a la interesante situación de la
tumba del anciano. Ello traía a luz ciertos pormenores curiosos del viejo
Nueva York. El palacio de Khalkis, de frente parduzco, estaba situado en
la calle 54, este, elevándose junto a la tradicional iglesia de la Quinta
Avenida que ocupa la mitad de la manzana entre aquélla y la avenida
Madison, mientras que por el norte y por el sur está flanqueada por las
calles 55 y 54, respectivamente. Entre la mansión de Khalkis y la iglesia
se extiende el cementerio, considerado como uno de los más antiguos de
la ciudad. En dicho campo santo debían ser enterrados los restos mor-tales del anciano potentado. La familia Khalkis, que durante casi dos centurias había sido feligresa de dicha iglesia, no estaba afectada en modo
alguno por esa ordenanza municipal que prohíbe entierros en el corazón
de la ciudad. Sus derechos a dormir el último sueño bajo la sombra de
los rascacielos de la Quinta Avenida quedaron establecidos en virtud de
su tradicional posesión de una de las bóvedas subterráneas del
cementerio aludido. Dichas bóvedas eran invisibles a los transeúntes, por
cuanto sus túneles se hunden alrededor de un metro bajo tierra, y, por
ende, el suelo del campo santo no aparece quebrado por las sombras trágicas de las tumbas. El funeral fue tranquilo, sin lágrimas, y en privado.
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El cadáver, convenientemente embalsamado y vestido con sus prendas
de gala, fue depositado en un vasto ataúd, negro y lustroso, colocado sobre un catafalco que los empleados de la Empresa de Pompas Fúnebres
dispusieron en la sala del primer piso de la mansión. Elder, pastor de la
iglesia contigua, ofició los servicios fúnebres. No se advirtió señal alguna
de excitación o emoción, y salvo un sospechoso desmayo, representado
con vigor por Mrs. Simms, ama de llaves del difunto, no hubo ningún acceso de histerismo.
No obstante ello, como señalara luego Joan Brett, algo vidrioso cerníase
en la casa. Algo que atribuiríamos a la misteriosa intuición femenina que
las eminencias científicas tachan, precipitadamente, de tontería pura. Sea
como fuere, Joan describió ese algo como cierta "tensión en el aire". Desde luego, no atinaba a individualizar al individuo o a los individuos causantes de esa tensión… si ésta en realidad existía. Cumple subrayar que,
antes al contrario, todo pareció desarrollarse normalmente, y con ese toquecillo, conveniente de dolor íntimo, inexteriorizado. Concluidos los sencillos servicios fúnebres, por ejemplo, los miembros de la familia y un
puñado de amigos y empleados o colaboradores desfilaron ante el túmulo, dieron en silencio su postrer adiós al cadáver, y luego regresaron con
decoro a sus respectivos lugares. Delphina lloró, pero a la manera de los
aristócratas: una lagrimilla, un sollozo, un suspiro. Demetrios –a quien
ninguno soñaría siquiera en llamar por otro nombre que no fuera el de
Demmy– clavó su fija, y a la vez, ausente mirada estúpida en la faz fría
de su primo tendido para siempre en el ataúd. Alan Cheney, de rostro un
poco empurpurado, sepultó sus manos en los bolsillos de su jacket, esbozando muecas en el aire. Gilbert Sloane palmeó la mano regordeta de su
mujer. Nació Suiza, director de la Galería de Arte de Khalkis, correcto
hasta en el último detalle en su atuendo, aguardaba, con aire lánguido,
en un rincón. Woodruff, abogado del finado Khalkis, sonóse estrepitosamente las narices. Una escena por demás natural y correctísima. A continuación, el encargado del ceremonial fúnebre, un sujeto de expresión
preocupada y continente de enriquecido, de nombre Sturgess, puso en
movimiento a sus subordinados, y en un periquete la tapa del ataúd fue
atornillada. Sólo quedaba ahora organizar la postrera procesión. Alan,
Demmy, Sloane y Suiza se ubicaron junto al catafalco, levantaron el ataúd sobre sus hombros, bajo el severo examen profesional de Sturgess, y
las preces del reverendo Elder, y, finalmente, el fúnebre cortejo avanzó
en dirección a la calle.
Ahora bien, cumple informar a los lectores de que Joan Brett –como reparara luego el propio Ellery Queen– era una jovencita sagaz y sutil. Si
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