Amar a Bruckner

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AMAR A BRUCKNER
Juan Miguel Hidalgo Aguado1
Quizá por mi nombre, algún lector ha podido reconocerme, soy profesor de piano en el
Real Conservatorio Superior de Música “Victoria Eugenia” de Granada, con cierta frecuencia
tengo el placer de actuar en público como intérprete y ocasionalmente, como compositor,
presentando mis obras. En pocas palabras, soy un apasionado y un devoto de la música clásica,
por no usar otras denominaciones.
Asiduamente tengo la oportunidad de asistir a la interpretación de la música
(principalmente sinfonías) de Anton Bruckner (1824-96); cuando llegan los meses de junio y
julio me siento especialmente emocionado ante la posibilidad de escuchar en el incomparable
marco que es el Palacio de Carlos V de la Alhambra granadina a grandes intérpretes poniendo
en escena grandes obras, la gran música en uno de los mejores escenarios posibles.
En una de las últimas ediciones del festival granadino pude escuchar el concierto que
ofrecían en el Palacio de Carlos V la Orquesta Staatskapelle Berlín dirigida por Daniel
Barenboim, su titular desde el año 2000. En programa dos sinfonías, quizá de las menos
conocidas, de Anton Bruckner, la número 1 y la número 2, ambas en la misma tonalidad, Do
menor, que Anton Bruckner volverá a utilizar en la que para mi es una de las más grandes
creaciones de la humanidad, su monumental octava sinfonía. Tuvimos ocasión de disfrutar de
esa catedral en el Festival de 2008, a los mismos intérpretes. Realmente podemos entender
como un privilegio el hecho de poder escuchar el ciclo sinfónico completo de este compositor
que ahora empieza a disfrutar del prestigio que nunca debió dejar de tener.
Por estos motivos y ante, en mi opinión, la injusta valoración que tiene o las opiniones
desdeñables que a menudo se vierten sobre la persona y la obra de este compositor de final del
XIX, doy el paso decisivo que es la publicación de este ensayo, para defender su credo creativo
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Profesor de piano en el Real Conservatorio Superior de Música “Victoria Eugenia” de Granada.
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y de alguna forma, justificar algunos aspectos técnicos que, creo, han influido de forma negativa
en la apreciación de su obra.
Ya en su vida, Joseph Anton Bruckner (Ansfelden, Austria 4 de septiembre de 1824,
Viena 11 de octubre de 1896) fue repudiado y vilipendiado públicamente. El mismo Johannes
Brahms fue uno de sus más firmes detractores. En parte es comprensible, el alemán era defensor
de lo que se consideraba música “pura”, es decir, el cuarteto de cuerda, el concierto para
instrumento solista y sobre todo la sinfonía, sin ningún elemento ajeno a la propia creación
musical, planteamiento defendido desde la visión del pensamiento y la filosofía por Eduard
Hanslick (1825-1904).
Frente a ellos se encontraban los creadores de la “nueva música”, aquella que seguía un
programa y que pretendía describir algo con notas musicales, casi siempre un cuadro, o un
hecho de la naturaleza. Esta forma de escribir música no era del todo nueva, basta recordar las
famosas “Cuatro estaciones” de Antonio Vivaldi (1678-1741) o la Sinfonía núm. 6 “Pastoral”
de Ludvig van Beethoven (1770-1827).
Anton Bruckner, retrato anónimo de 1876
Pero con Richard Wagner (1813-83) llegó la revolución. Ya antes Héctor Berlioz (180369) o Franz Liszt (1811-86) entre otros, habían iniciado el camino, un camino que el autor de
“Tristán e Isolda” llevó a su más encarnizado extremo; no sólo la música tenía un pro-grama
(algo que en la ópera siempre era así desde Claudio Monteverdi, 1567-1643) sino que también
el vestuario, la escenografía o la luz formaban parte de la historia que se contaba.
Wagner había ido creando poco a poco la “Gesamtkunstwerk”, la obra de arte total. Y
en medio de ese alocado y trasnochado final del siglo XIX encontramos a nuestro personaje: un
Bruckner tímido, apocado y no demasiado ilustrado, pero inmerso en esa doble corriente de
creación. Su posición fue la más inesperada de todas, se convirtió en fiel defensor de Wagner
usando para ello el género preferido por J. Brahms (1833-97) y L. V Beethoven: la sinfonía.
Cierto es que existen precedentes de sinfonías programáticas como la “Sinfonía
Fantástica” de Berlioz o la “Sinfonía Fausto” de Liszt. Pero en ambos casos el programa es
claro y reconocido además por sus creadores.
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En el caso de Bruckner no es así. Uno va escuchando su música y va sintiendo como
algo se va gestando en su interior, y a medida que vamos acercándonos hacia el final de sus
creaciones ese algo se torna en sagrado, casi divino.
La tercera sinfonía es conocida como “wagneriana”, aunque ya en la primera, esos ecos
son reconocibles. Ambas, a pesar de ser obras todavía inmaduras y con esas influencias, son
bastante superiores a la música de C. Saint-Saëns (1835-1921), A. Dvorak (1841-1904) o
incluso el gran P. I. Tchaikovsky (1840-93), en mi opinión.
Los motivos en los que apoyo esta afirmación nos llevarían a ocupar otro escrito, pero
baste decir, que estos últimos compositores adolecen de un concepto claro de forma musical: a
Tachikovsky le suele faltar alguno de los pilares de la forma sonata, normalmente algún tema de
la re-exposición, como ocurre en el primer concierto para piano en Si bemol menor op. 23 o en
la Sinfonía nº 6, “Patética”. Saint-Saëns es, a menudo, reiterativo a la hora de poner en liza sus
ideas musicales mientras que Dvorak (sobre todo en la primera parte de su producción) es
bastante caótico en cuanto a lo formal.
Quizás en ese sentido, Bruckner no se libre de la quema, especialmente en lo relativo a
sus finales. La crítica se ha cebado especialmente con él, argumentando que los últimos
movimientos de sus sinfonías son en exceso largos, densos y complejos o que a menudo reitera
en el uso de la tónica (primer grado según la armonía tradicional) después de un pasaje que va
generando tensión a lo largo de bastantes compases. Respecto al primer punto, debo decir que
este fue un problema propio de parte del romanticismo (F. Chopin ,1810-49, decide escribir un
finale al unísomo, de poco más de un minuto de duración y sin una estructura aparente para su
Sonata en si bemol menor Op. 35) y que puede ayudar a entender parte de los procedimientos
usados por los compositores de esta época para terminar sus composiciones.
Respecto al uso de la armonía si manifiesto mi total desacuerdo, apoyándolo en dos
puntos: Bruckner era un gran conocedor de esta materia, como se desprende del análisis de sus
sinfonías. Igualmente y como constata J. L. Pérez de Arteaga2, ofrecía conferencias al respecto,
en la Universidad de Viena en torno a 1876. Esas famosas “tónicas” son para mí, la consecución
de un premio después de un largo periplo, de ahí ese goce y ese deleite; de ahí las dimensiones
de esos “clímax” sonoros. Más abajo se hablará más detenidamente sobre la armonía de
Bruckner.
Pero el autor continuó absorto en su trabajo y este, pronto empezó a dar sus frutos. La
cuarta sinfonía “Romántica”, le otorgó reconocimiento en gran parte de Europa y la séptima fue
recibida allá donde era interpretada como lo que es, una obra maestra; el propio Brahms tuvo
que rendirse ante el sublime Adagio de la séptima (esta fue la música que se interpretó durante
los funerales por la muerte de su autor, en un arreglo para instrumentos de viento) y el gran
Gustav Mahler (1860-1911) presentó al público de la Filarmónica de Viena la sexta completa
(Wilhem Jahn, 1835-1900, director de la Hofoper de Viena había dado a conocer dos
movimientos, el Adagio y el Scherzo con anterioridad).
Es en los movimientos lentos donde podemos apreciar verdaderamente el talento y la
profundidad creativa de Bruckner. Los de las primeras sinfonías son ya sublimes a pesar de las
influencias antes comentadas, el de la cuarta tiene las señas de identidad de su autor, el de la
quinta es, por sus dimensiones y por la naturaleza de sus temas una música sublime y original.
El de la sexta nos muestra a un hombre noble y atormentado. El de la séptima es, sencillamente
antológico. El de la octava es, si existe, la música del paraíso, con esa coda magistralmente
escrita para cuarteto de trompas, tubas wagnerianas y cuerdas…
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Pérez de Arteaga, J. L, Mahler, pág. 42 y sss. Fundación Scherzo, Madrid, 2007.
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El de la novena es, al fin, la música de un hombre entregado a su arte a través de la
beatitud, dedicado “al buen Dios” este movimiento hace dudar en lo relativo a la fe, a los
mismos agnósticos…
Igualmente, sus movimientos iniciales son altamente originales, con el novedoso
planteamiento tritemático (normalmente hay dos temas o bloques temáticos en Mozart y
Beethoven) o sus acercamientos a tonalidades alejadas (Do menor- Sol bemol Mayor en la
octava, o Re menor-Mi Mayor en la novena) el uso de lo que la armonía conoce como “enlaces
cromáticos” (aquellos que no se pueden explicar según las reglas de la tonalidad y que han
servido de base a muchas de las bandas sonoras del cine del Siglo XX) y que aparecen
constantemente en sus últimas sinfonías:
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También encontramos esta originalidad en sus Scherzos, los terceros movimientos
(segundos en las dos últimas sinfonías) aportan ideas frescas y jugosas, como tríos breves y
emotivos, trompas salidas del “bosque” o enlaces de acordes que rompen las reglas de armonía
precedentes (por ejemplo, sexta napolitana-tónica, sin mediar la dominante…) o Scherzos
demoníacos como los de las Sinfonías 7 y 9.
Sus tiempos finales, como se comentó más atrás, han sido el principal objeto de las
críticas, quizá por su excesiva duración (…), quizá por el peso temático; los últimos
movimientos de muchas sinfonías, conciertos u obras de cámara no tienen ese carácter ligero y
festivo que solían tener en el clasicismo. Esa es una asignatura pendiente de esta etapa de la
música. En cualquier caso, el final de la cuarta, con la recopilación de temas precedentes o el de
la octava, con esa lucha interna por mantener viva la llama del desenlace final (por sólo citar dos
de los más conocidos) salvan en mi opinión, a Bruckner del “purgatorio” al que había sido
sometido sin haber sido juzgado.
3
Final (Coda) del primer movimiento de la novena Sinfonía, comp. 531-539
4
Manuscrito del Finale de la octava Sinfonía.
No creo que la publicación de este trabajo sirva para desmontar esa “falsa” idea que
sobre la vida y la obra de Bruckner se tiene, pero si quiero aprovechar esa nueve corriente, en la
que cada vez se incluyen más personas, profesores, alumnos, melómanos en general y que
consiste en reconocer al compositor austríaco como uno de los más talentosos y originales de la
historia de la música.
--Si este artículo fuera sólo, un paso más en ese objetivo, me daría por satisfecho.
Granada 2013
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