En los últimos años las librerías se han llenado de libros dedicados a las mujeres. Libros que reivindican derechos para las mujeres, libros que se dirigen casi como único público a las mujeres, o libros que tratan sobre ellas y hacen a los hombres un guiño cómplice, asegurándoles que los van a ayudar a entenderlas. Es verdad que ellas también reciben promesas en forma de libro para facilitarles la comprensión de los hombres, al parecer tan difíciles de descifrar. En general, se diría que la mujer es, al tiempo, buen tema y buen público. Este libro no hablará sólo de mujeres; al hablar de ellas, tendrá que hablar también de hombres. Ellos y ellas buscan su identidad en una época que ha roto con unos esquemas en los que antes se movían y se reconocían, más o menos conformes, pero con la seguridad que da el terreno conocido. Como la guerra de los sexos se ha ido encauzando por recovecos insospechados, hoy no se puede decir que todas las mujeres sean así y todos los hombres de aquella otra manera. Hay muchas mujeres y muchos hombres. Y, aunque cada vez tendemos más a generalizar, en nuestro entorno conviven a gusto distintos tipos de hombre y de mujer. Hay que reconocer que en eso, como en tantas otras cosas, nuestro mundo ha cambiado deprisa: encontramos mujeres muy “femeninas” junto a mujeres más difíciles de encasillar, y otras mujeres que se apartan bastante del modelo que proponen las revistas. Junto a ellas, hombres de los de siempre, más parecidos al esquema de sus padres, junto a hombres más “femeninos”, menos ajustados a los patrones tradicionales de masculinidad. Lo cierto es que la frontera entre unos y otras cada vez es más relajada, tiene más puntos de encuentro. Todo esto se refleja en la lengua, que cambia para adaptarse a la realidad, y de eso se ocupan las páginas que siguen. Las mujeres y los hombres se diferencian a veces en su forma de hablar, pero, antes de empezar este libro, quisiera prevenir a quien lo lea contra el peligro de tomar al pie de la letra algunas de las generalizaciones que puedan aparecer —y que sin duda aparecerán— a lo largo de estas páginas. Las afirmaciones que haga siempre serán relativas y estoy segura de que casi todas se podrían matizar. Pero, aunque yo no crea que todos los hombres sean de Marte y todas las mujeres de Venus, sí creo que no siempre han crecido juntos, que casi nunca se han educado igual y, sobre todo, que se han socializado de forma diferente como grupo. Y eso influye en casi todo, también en su manera de hablar. No hay que insistir en que el panorama ha cambiado en los cincuenta últimos años y en que uno de los cambios más radicales del siglo pasado ha sido la incorporación de las mujeres a la vida pública. Y aunque muchas se quejan, con razón, de que esta incorporación todavía es poco más que simbólica si se mira lo que queda por conseguir, no se puede negar que la vida de una mujer urbana actual, cuando tiene un voto, unos estudios, un trabajo y un sueldo, es más parecida a la de un hombre de los años cuarenta que a la de otra mujer de aquellos mismos años. Además, hoy los lugares de relación entre los dos sexos son casi los generales, y ya no, como antes, sólo los de la familia y algunos actos sociales en los que pesaba un estricto protocolo. Siempre quedan restos de situaciones anteriores que pueden escaparse a estos argumentos — pensemos, por ejemplo, en las mujeres que viven en algunos pueblos aislados o en las que trabajan en la cumbre de los Consejos de Dirección de las grandes empresas, donde aún les resulta difícil hacerse escuchar—, pero en general hay menos lejanía, y se puede decir que ya no existen, tan separados como antes, un mundo de hombres y otro de mujeres. El mundo se ha vuelto casi uno y, en él, es fundamental la comunicación. Sin embargo, ahora que las vivencias parecen comunes, que se comparten intereses y aficiones, todos se quejan de que la comunicación entre los sexos sigue sin ser fácil. ¿Por qué, si la conseguimos fundamentalmente con las palabras? Hablar, que es el orgullo de nuestra especie, lo que nos diferencia y nos permite pasar a otras dimensiones —crear, amar, discutir, bromear, seducir, censurar, apoyar, ignorar...—, en vez de acercarnos, nos separa. Nadie podría decir en serio que los hombres o las mujeres tienen más o menos dificultades para usar el lenguaje por el hecho de pertenecer a un sexo o a otro. Pero son frecuentes las quejas femeninas sobre lo inexpresivos y lo poco comunicativos que pueden resultar los hombres y también arrecian los reproches por parte de ellos sobre lo agobiantes e imprevisibles que pueden llegar a ser las mujeres con su forma de hablar. Hablar, hablamos la misma lengua, pero no es tan seguro que usemos sus recursos del mismo modo. Y es que la lengua está relacionada con todo lo que somos desde la niñez, y en ella se mezclan —a los conocimientos heredados— nuestras vivencias, nuestros sentimientos, lo que vamos aprendiendo, lo que queremos ser o lo que querríamos parecer, y muchas otras cosas que escapan a nuestro control. Este libro no está pensado como un libro de autoayuda, pero sí quiere ser un libro que ayude a vernos a través de nuestra forma de hablar, de utilizar el lenguaje como personas y, por qué no, como mujeres o como hombres. Está escrito en España y eso condiciona en parte la realidad a la que se refiere, aunque es verdad que hoy nuestra sociedad, como cualquier otra sociedad occidental, está permeada por actitudes, informaciones y costumbres que no son exclusivamente nuestras. No intenta ser profundamente científico, por eso no da los aburridos tantos por ciento que llenan nuestros artículos de lingüistas, ni pone a pie de página las notas con la bibliografía especializada, pero conviene aclarar que se apoya en estudios y en conocimientos serios, y trata de divulgarlos. Porque, si somos capaces de observarnos con cierto humor y a cierta distancia, quizá podamos reconocer mejor a los demás en su forma de hablar y, al mismo tiempo, entender algo nuevo de nosotros mismos.