eclesiología de comunión y estructuras eclesiásticas

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RICHARD R. GAILLARDETZ
ECLESIOLOGÍA DE COMUNIÓN Y
ESTRUCTURAS ECLESIÁSTICAS
El Vaticano II dio un impulso decisivo a la eclesiología. El puesto que el concepto de
"Pueblo de Dios" obtiene en la Constitución "Lumen gentium", con el cambio de
perspectiva que ello significa (véase ST 121, 45-50), y el relieve que adquiere el
ministerio episcopal en la configuración de la Iglesia una y plural constituyen un paso
importante en la comprensión de la realidad de la Iglesia. Nada como la eclesiología
de comunión para expresar esa más profunda comprensión. Pero el postconcilio se ha
quedado a medio camino del ideal de un concilio cuyo principal objetivo era abrir
ventanas y señalar sendas para ulteriores desarrollos. Así lo muestra el autor del
presente artículo con amplia base documental y gran lucidez y acribía de juicio. Si la
relación entre los organismos vaticanos y los episcopados de las Iglesias locales no
mejora, o sea, si cada uno no realiza su propia misión, sin invadir las competencias del
otro, la eclesiología de comunión quedará en palabrería huera, sin que la Iglesia y el
mundo se beneficien del enorme potencial de acción y relación mutua que posee.
An Ecclesiology of Communion and Ecclesiastical Structures. Towards a Renewed
Ministry of the Bishop. Église et Théologie 24 (1993) 175-203
Una importante contribución del Vaticano II fue la restitución del ministerio episcopal a
un puesto más central en la Iglesia. La intención del Concilio fue reparar un
desequilibrio eclesiológico. En el Vaticano I sólo fueron promulgados los capítulos
sobre la Iglesia referentes al papado. De ahí que en los siguientes noventa años
dominase una eclesiología totalmente centrada en el Papa y una teología del episcopado
subdesarrollada. Desde el punto de vista eclesiológico, el principal logro del Vaticano II
consistió en haber dado un tratamiento más amplio y teológicamente más fundado al
episcopado. Conceptos como colegialidad y subsidiaridad se han impuesto en la
teología del catolicismo romano.
Pero, como concilio de transición que era y pese a haber recuperado una eclesiología
bíblica y patrística, el Vaticano II no pudo lograr una visión teológica coherente.
Conceptos como colegialidad y comunión sólo se desarrollaron a medias. Después del
concilio, mucho se ha hecho en orden a una eclesiología coherente. Han resultado
especialmente útiles los intentos de asumir la noción bíblica de koinonía o communio,
como base para una eclesiología más teológica. Baste pensar en los trabajos de
eclesiólogos pioneros como Yves Congar, Jerome Hamer y Ludwig Hertling. El
concepto de comunión se demuestra útil como punto de partida del diálogo ecuménico
sobre temas eclesiológicos. Este artículo examina cómo una eclesiología de comunión
desafía las prácticas eclesiológicas corrientes y las estructuras referentes al ministerio
episcopal. En la primera parte se reconsidera el ministerio episcopal desde una
eclesiología postconciliar de comunión y, en la segunda, la atención se centra en las
estructuras eclesiásticas en relación con el ministerio episcopal.
RICHARD R. GAILLARDETZ
I. EL MINISTERIO EPISCOPAL DESDE UNA ECLESIOLOGÍA DE
COMUNIÓN
Mucho del trabajo postconciliar en eclesiología ha versado sobre el concepto bíblico y
patrístico de communio o koinonía y ha intentado desarrollarlo en una coherente
eclesiología de comunión. Mientras ésta no quede del todo articulada, es posible sugerir
cómo una concepción de este tipo podría configurar una teología del episcopado. Esta
teología mira primero al obispo individual en relación con su Iglesia local y luego al
colegio episcopal en relación con la communio ecclesiarum (comunión de las Iglesias).
Obispo individual e Iglesia local
Poco después del período neotestamentario, la noción de comunión fue empleada menos
con referencia a la comunión con Dios y más para describir la interrelación de las
Iglesias locales, sobre todo con respecto a los sacramentos. Cuando, en el siglo III, el
papel del obispo se hizo más dominante, el concepto de Iglesia como comunión se
reflejó en la relación originaria del obispo con su comunidad eucarística y con los otros
obispos. Como presidente de la comunidad eucarística, el obispo se convertía en el
centro de la comunión. El era ordenado obispo para una comunidad concreta, de modo
que las ordenaciones desligadas de una comunidad fueron consideradas atentatorias del
fundamento eucarístico del ministerio episcopal y prohibidas por el Concilio de
Calcedonia. En realidad, primitivamente, el episcopado no se basaba primariamente en
la sucesión apostólica, sino en el liderazgo pastoral y en la presidencia eucarística.
Dentro de esa eclesiología de comunión, cada Iglesia local poseía una plena catolicidad,
entendida no como "universalidad" en el sentido geográfico, sino como la posesión de la
plenitud de la fe.
Al menos durante los cinco primeros siglos, el ministerio episcopal poseía cuatro
dimensiones que resultan instructivas para nosotros hoy. Primero, el obispo presidía la
celebración de la eucaristía. Segundo, ejercía un ministerio de representación. Tercero,
este ministerio de representación se realizaba en la comunión de la Iglesia local con las
otras Iglesias. La comunidad se reconocía en el obispo y se consideraba nacida en la
comunión fraternal del obispo con los otros obispos. Como en torno al altar del obispo
muchos se hacían uno, participando del mismo pan, de un modo semejante la
interacción del obispo local con los otros obispos manifestaba la comunión de muchas
Iglesias en la única Iglesia de Cristo. La actividad del colegio episcopal posee una
autoridad que tiene su fundamento en la sucesión colectiva de la autoridad de los
apóstoles y en el hecho de representar el pensamiento de la Iglesia en sus
deliberaciones. "La capacidad de los obispos de reflejar la mente de la Iglesia universal
condiciona su capacidad para reflejar la mente de las Iglesias locales y es condicionada
por ella. Se produce un cortocircuito en la estructura conciliar de la Iglesia cuando los
obispos o no pueden actuar o no actúan como las voces corporativas de sus Iglesias"
(Michael J. Himes).
Cuarto y último, los obispos ejercen el ministerio del testimonio apostólico. Como jefes
pastorales y litúrgicos de sus Iglesias locales, fueron llamados a discernir lo que estaba
y lo que no estaba de acuerdo con la tradición apostólica. En servicio apostólico a sus
comunidades, recibían, verificaban y ratificaban las verdades de fe vividas y
proclamadas en sus comunidades eucarísticas. La relación del obispo con su comunidad
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eucarística era recíproca, caracterizada como estaba por una dinámica de proclamación
y recepción.
El carácter de esta reciprocidad es violado si se permite que dicha relación degenere en
una conceptualización lineal. Esto ocurre cuando la transmisión de la fe se concibe
como yendo del obispo al obispo por la consagración episcopal y comunicada
sobrenaturalmente de un modo casi gnóstico, prescindiendo de la vida de la comunidad
apostólica. La misma conceptualización lineal se da si se concibe la transmisión de la fe
como yendo de la comunidad al obispo de un modo delegado. Las dos concepciones
ignoran el carácter interactivo de la comunidad, que no ha de llevar a la anarquía. La
comunión de la Iglesia es una comunión estructurada. Los miembros del Concilio
insistieron en este punto, reafirmando que la Iglesia es una comunión "jerárquica".
Prefiero hablar de la Iglesia como de una comunión "estructurada", para evitar la
tendencia a ver la jerarquía como expresión de una ontología particular. W Kasper
considera la frase communio hierarchica como un ejemplo de una formulación conciliar
de compromiso "que apunta a una yuxtaposición de una eclesiología sacramental de
"comunión" con una eclesiología de unidad jurídica".
En una eclesiología de comunión, en la que lo universal se actualiza en lo local, el lugar
fundamental del diálogo es la Iglesia local. La dialéctica testimonio-verificación, que
Newman describió como la conspiratio fidelium et pastorum (aspiración común de
fieles y pastores), se alimenta dentro de la comunidad por obra del obispo como
centrum unitatis de la comunidad. El importante papel del sensus fidei (sentido de la fe),
tan central en la teología de Newman y recogido en la Lumen Gentium (n° 12), es parte
integrante de esta concepción del ministerio docente del obispo. Algunos teólogos han
sugerido la concepción de la enseñanza ordinaria del obispo como una forma
concentrada del sensus fidelium (sentido de la fe de los fieles).
El colegio episcopal y la comunión de las Iglesias
Para la primitiva Iglesia, la colegialidad era una expresión de la comunión de las
Iglesias y se manifestaba en los mutuos intercambios entre ellas. La "colegialidad" de
los obispos surgió, no de una teoría acerca del gobierno de la Iglesia, sino de una
convicción acerca de la comunión de las Iglesias, ya que la unidad de la sola Iglesia de
Cristo se manifiesta en cada comunidad eucarística. La trayectoria de la comunión y,
por tanto, de la colegialidad es más ascendente que descendente: el empeño por la
comunión se manifiesta ante todo dentro de la Iglesia local y se sacramentaliza en la
celebración eucarística.
En la primitiva Iglesia el obispo reconocía formalmente su comunión de dos modos
fundamentales. Primero, mediante su participación en la ordenación de los obispos
vecinos. Segundo, mediante su participación en los sínodos. Cuando los obispos
ejercían su autoridad colegial en el sínodo, este ministerio no se concebía como una
autoridad sobre las Iglesias locales, sino como un ministerio fundado en las Iglesias y
orientado hacia el testimonio de la tradición apostólica, preservada en la fe de la
comunidad. La extensión jurídica de la comunión constituía una convalidación de una
comunión más básica participada entre dos o más Iglesias locales. El movimiento hacia
el reconocimiento de la comunión eclesial no descendía de una superestructura eclesial
que representara a la Iglesia universal. La comunión no se imponía "desde arriba".
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Primero era reconocida teológicamente y luego extendida jurídicamente, por así decir,
"desde abajo".
La caracterización de los trayectos como ascendente y descendente no pretende sugerir
una prioridad ontológica de la Iglesia local o de la Iglesia universal respectivamente.
Hay que distinguir entre los caminos hacia el reconocimiento de la comunión y su
realidad ontológica. Una teología trinitaria de la comunión no puede ser trinitaria si da
prioridad a lo universal o a lo local. Se violaría la relación circular de las Iglesias
particulares como manifestación de la Iglesia universal. En este punto, la reciente
instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe, por lo demás teológicamente
rica, se queda corta. En el n°- 9 cita a Juan Pablo II en su discurso del 16.09.1987 a los
obispos americanos, en el que afirma que "la Iglesia universal no puede concebirse
como la suma o como una federación de las Iglesias particulares". Pero la instrucción
prosigue con una pretensión más problemática: "La Iglesia universal no es el resultado
de la comunión de las Iglesias, sino en su misterio esencial es una realidad ontológica y
temporalmente previa a cada Iglesia individual, particular". Luego emplea la imagen de
madre-hija para describir la prioridad de lo universal respecto a lo particular. Nada se
aclara cuando la instrucción justifica esta prioridad apelando al nacimiento de la Iglesia
en Pentecostés como el nacimiento de la Iglesia universal. Se podría fácilmente alegar,
como lo hizo un reciente documento ecuménico, que la asamblea de Pentecostés fue
también la manifestación de una Iglesia particular, así como fue una asamblea concreta
de creyentes en un lugar. Afirmar que la Iglesia universal o la local poseen una
prioridad ontológica o temporal puede sugerir que el concepto de "comunión" es una
cualidad meramente accidental de la Iglesia, más que un concepto reflexivo de una
ontología fundamentalmente relacional o comunitaria.
El desarrollo del ministerio del obispo de Roma se realizó como algo intrínseco a esta
eclesiología de comunión. El primado se fundamenta en el carácter episcopal del Papa
como obispo de Roma, Iglesia local, que por ir asociada al martirio de Pedro y Pablo,
había asumido un papel preeminente en la comunión de las Iglesias. Escribe J.M.R.
Tillard:
"Para el obispo de Roma, como, para todos los obispos, todo deriva del sacramento del
episcopado, de la misión de construir y conservar la Iglesia en comunión. Pero este
poder actúa de manera diferente, de acuerdo con el oficio de cada miembro dentro del
colegio episcopal. Para el obispo de Roma, la Sollicitudo universalis adquiere un grado
especial, aunque siempre permanezca dentro de la gracia sacramental del episcopado".
No hay, pues, nada en la doctrina de la Iglesia respecto al ministerio petrino que no
pueda situarse dentro de esta eclesiología de comunión.
II. RETOS DEL PLENO EJERCICIO DEL MINISTERIO
EPISCOPAL
Si, como sugiere la Lumen Gentium (n° 1), la Iglesia ha de ser signo e instrumento de
comunión, cabe esperar que incorpore la dinámica de comunión en sus estructuras
prácticas. Para la praxis eclesial, el papel del obispo es central. La cathedra episcopal ha
de ser imagen de la comunión eclesial. ¿Cómo la estructura canónica y eclesiástica
facilitan o impiden el papel del obispo? Hemos revisado antes una teología del
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ministerio episcopal, primero desde la perspectiva del obispo individual y luego desde
la del colegio episcopal. Seguiremos esa misma estructura en nuestro análisis de la
praxis de la Iglesia.
El ministerio pastoral del obispo en una Iglesia local
Uno de los desarrollos eclesiológicos más significativos del Vaticano II fue su clara
afirmación de la sacramentalidad de la consagración episcopal. Menos clara resulta en
él una teología sacramental que logre articular el carácter único sacramental de dicha
consagración, el cual no queda caracterizado adecuadamente remitiendo al hecho de que
el ordenando se configura con Cristo o se le otorga una potestad sacramental particular:
la potestad de ordenar. Estas teologías fallan, porque sucumben a una concepción
individualista de los órdenes, poco fundada en una teología de comunión. El teólogo
griego ortodoxo John Zizioulas, actualmente obispo metropolitano de Pérgamo, concibe
la ordenación, no como un privilegio, sino como una acción litúrgica que configura
sacramentalmente, dentro de la Iglesia, a cada creyente, de acuerdo con un ordo o
relación eclesial particular. Así, todos los creyentes son, en cierto sentido, ordenados, al
menos por el bautismo y la confirmación. Y son estas relaciones "ordenadas" las que
constituyen la comunidad, más bien que a la inversa. Se constata aquí la evidencia de
una teología profundamente trinitaria de los órdenes, en la que el verdadero ser de Dios,
constituido como relacio nal o tripersonal, da la base para la constitución de la Iglesia.
En primera instancia, este ordo episcopal se caracteriza por la función representativa del
obispo en la mesa eucarística, que representa a Cristo ante la comunidad y a la
comunidad ante Dios. Hasta aquí el papel del obispo es idéntico al del sacerdote. Lo que
le distingue de él es que el obispo posee el ministerio adicional de representar a la
comunidad ante el colegio episcopal, manifestando con ello a la Iglesia universal como
una comunión de comuniones. La teología tradicional de los órdenes, según la cual el
ordenando es configurado con Cristo, ha de ser resituada en un contexto eclesial: el
ordenando es configurado de acuerdo con una nueva relación eclesial.
Esta teología más relacional sugiere que el auténtico carácter sacramental de la
ordenación episcopal, en el fondo, consiste en que, al obispo, se le encomienda
pastoralmente una comunidad local. Sin un ministerio pastoral en una comunidad local,
es difícil que el obispo realice esa particular configuración relacional en la Iglesia.
Como miembro del colegio episcopal que es, el obispo local encarna simbólicamente su
Iglesia local ante el colegio. El obispo es así el punto focal de esa comunión eclesial, de
esa conciliaridad, que es lo que más a fondo caracteriza a la Iglesia.
1. Ordenaciones episcopales formales. Cuando el Vaticano II zanjó afirmativamente la
cuestión, hasta entonces abierta, de la sacramentalidad del episcopado, obraba en
consonancia con una eclesiología de comunión. Así dejaba a un lado la trayectoria
comenzada el siglo XI que separaba el episcopado del ministerio pastoral y lo
caracterizaba con categorías administrativas. La realización del carácter sacramental de
la consagración episcopal está hoy minada por la práctica de las ordenaciones formales,
o sea, las que no encomiendan el oficio pastoral de una comunidad local existente. Estos
obispos ejercen de nuncios, delegados apostólicos, prelados de las congregaciones
romanas, obispos auxiliares o coadjutores. Lo único que les resta como vestigio de una
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misión pastoral es la asignación de una sede titular, o sea, de una Iglesia ya inexistente.
Esta práctica arranca del siglo XII cuando, después de que los turcos conquistasen
amplias zonas del Mediterráneo cristianizado y de Europa, Roma continuó nombrando
obispos de las sedes bajo dominio turco y asignó estos obispos para asistir a ordinarios
de grandes diócesis en otras partes. En el siglo XVI el Concilio Lateranense V amplió
esta práctica, con el fin de asignar sedes extintas a todos los obispos sin Iglesia local y
corregir así, al menos de palabra, anteriores abusos en los nombramientos episcopales.
En 1882, en atención a los gobiernos de los países donde dichas sedes estaban situadas,
la Congregación para la Propagación de la fe cambió el nombre de "obispos en países de
infieles" por el de "obispos titulares". Actualmente hay más de 1.500 sedes titulares,
aunque algunas están siempre vacantes.
Otorgar sedes titulares a obispos que no servirán como líderes pastorales a una Iglesia
local socava una auténtica teología del episcopado. Y esto de dos formas. La primera,
porque trivializa la relación entre un obispo y su comunidad. ¿Cómo hablar de
"comunión" del obispo con una comunidad inexistente? La segunda, porque transforma
lo que es propiamente un ministerio sacramental dentro de la Iglesia en un título
administrativo u honorario. La estructura teológica y sacramental de la Iglesia como
communio hierarchica corre peligro de ser eclipsada por una estructura burocrática o
administrativa. Da la impresión de que tales estructuras eclesiales tienen más de
dominio que de servicio eclesial.
2. El nombramiento de obispos. La práctica de los nombramientos directos de la Santa
Sede ha sido común en USA por más de un siglo y así es fácil olvidar que éste no ha
sido siempre el caso en este país ni es la única manera contemplada por el Derecho
canónico. El canon 147 establece que puede hacerse de tres formas: por libre
nombramiento de la Santa Sede; por instalación, si el candidato fue presentado, en el
caso de los concordatos que permiten la presentación a los jefes de Estado; por
confirmación, si el candidato fue elegido. La primera es la más común. Respecto a la
segunda, la Christus Dominus, reclamó de los jefes de Estado la renuncia al derecho de
presentación, cosa que la inmensa mayoría hizo. El canon 377.5 prohíbe que en el
futuro se otorguen tales derechos. La tercera sigue siendo una opción canónica (canon
377.1), aunque sólo se ejerce en algunos países de habla alemana, en los que los
capítulos catedralicios, y no el laicado, participan en un limitado proceso electoral
sometido a la aprobación papal.
La posibilidad de la elección episcopal es a menudo condenada como un plano
inclinado hacia la "democratización de la Iglesia". Se la desestima como una de tantas
innovaciones que intentaría subvertir los fundamentos teológicos de la Iglesia por
modelos seculares de gobierno de la Iglesia. Sin embargo, el estudio de la Iglesia
primitiva muestra que la elección episcopal no es una innovación moderna. Que, en la
primitiva Iglesia, los obispos generalmente los elegía el clero, a menudo con una cierta
intervención de los fieles, lo ejemplifica Cipriano cuando escribe: "Procede de la divina
autoridad que un obispo sea escogido en la presencia del pueblo ante los ojos de todos y
que sea aprobado como digno y capacitado por juicio y testimonio público". Del siglo
III es el testimonio de las "Tradiciones Apostólicas" de Hipólito: "El obispo sea
ordenado después que ha sido escogido por todo el pueblo (...) Mientras todos dan su
consentimiento, los obispos le impondrán las manos".
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Existen pruebas evidentes de ordenaciones episcopales sujetas a una verdadera coerción
de parte de los fieles. La elección de S. Ambrosio constituye el ejemplo más famoso.
Pero hay que ser cauto en caracterizar la forma precisa de la participación de los fieles
en la elección de los obispos. No está siempre claro en los textos patrísticos dónde hay
una elección propiamente dicha o sólo una pública aclamación de un candidato. En todo
caso, hay amplia evidencia de una real participación de toda la comunidad.
En el siglo IV la nominación de candidatos episcopales por parte de los propios obispos
se convirtió en una alternativa práctica que competiría con la que subrayaba el papel del
clero y de los fieles. Atanasio recuerda que fue todo el pueblo el que le eligió. Yen el
siglo V el Papa León Magno escribe: "El que ha de presidir sobre todos ha de ser
elegido por todos". Pero en el siglo IX el otorgamiento del oficio episcopal se fue
deslizando progresivamente desde una elección a clero et populo hacia el nombramiento
por parte de los señores feudales. En el Este las tendencias teocráticas condujeron a la
intervención del Estado y en el Oeste la conversión de los francos y la influencia de los
modelos germánicos de gobierno transformaron los nombramientos episcopales en
premios a los señores feudales. De ahí la intervención papal que comienza con la
reforma gregoriana del siglo XI. Pero las autoridades seculares siguieron ejerciendo una
enorme influencia.
Aunque hay que ser cauto y evitar la falacia según la cual la práctica de la primitiva
Iglesia ha de ser normativa en cualquier instancia, es legítimo afirmar el desarrollo de la
praxis cambiante de la Iglesia, para evaluar la fuerza que motiva dicho desarrollo. En
este sentido, es difícil no concluir que los factores que alejaron a la Iglesia de la
elección episcopal a clero et populo fueron ampliamente políticos y culturales más que
teológicos.
El ordo episcopal se caracteriza por una doble relación representativa entre obispo y
comunidad. El Vaticano II proporcionó la base racional eclesiológica de esta
reciprocidad (Lumen Gentium, 33-34) con su afirmación de que el laicado participa de
la misión de la Iglesia en toda su amplitud. El Concilio distinguió ciertamente entre
cómo participa el laicado y cómo lo hace la jerarquía, pero, a no ser que esta
participación se trivialice, se exigirá una reciprocidad real de la relación entre el
conjunto de los fieles y el obispo local. Sustraer la participación real del conjunto de la
comunidad en el nombramiento de un obispo menoscaba esa recíproca relación, del
mismo modo que sustraer la participación de los obispos vecinos atenuaría la relación
de la Iglesia local con la Iglesia universal. El que la práctica corriente de la Iglesia tolere
el debilitamiento de la relación entre el obispo y la comunidad local, mientras vigila
estrechamente un debilitamiento de la relación entre el obispo local y la Iglesia
universal, evidencia que la práctica corriente de la Iglesia sólo ha interiorizado
parcialmente la dinámica central de una eclesiología de comunión.
El eslogan "la Iglesia no es una democracia" contiene, como otros eslóganes, una media
verdad: que la Iglesia no puede sucumbir a una concepció n estrictamente democrática
de su constitución, de forma que toda la autoridad resida primero en el pueblo y luego,
de modo delegado, en el clero. Pero la elección no obliga a considerar al obispo como
un "delegado" del pueblo más de lo que el nombramiento papal obliga a verlo como
"delegado" del Papa. Siendo el Espíritu Santo el sujeto trascendente de la Iglesia,
teológicamente nada impide que pueda actuar por una forma de elección popular tanto
como por un directo nombramiento de la Santa Sede. Pero la participación local en el
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nombramiento no se ha de identificar con una elección que empalme con el liberalismo
político. Un compromiso eclesiológico en la participación local de los fieles requiere
una dinámica distinta. El pueblo de Dios se somete al Espíritu en un proceso de
discernimiento corporativo que intenta servir a la voluntad de Dios en la elección de un
candidato. Este proceso no está exento de factores "políticos". Como escribió el
periodista que con el pseudónimo de Xavier Rynne publicaba en el New Yorker sus
crónicas del Vaticano II, el Espíritu puede actuar aun en medio de manifestaciones a
veces escandalosas de intriga política.
Para evaluar el discernimiento de la comunidad local en la línea de la tradición
apostólica, esta elección ha de ser confirmada por representantes episcopales de las
Iglesias vecinas y por el obispo de Roma, principal garante de la unidad. Como la
elección se ritualiza durante la ordenación por el consentimiento del pueblo, también la
confirmación por parte de la Iglesia universal es ritualizada por la imposición de manos
de los obispos ordenantes y la lectura de la carta de la Santa Sede con el nombramiento
apostólico. La elección del obispo por la comunidad local, si resulta un modo
alternativo en consonancia con las tendencias democráticas de nuestro tiempo,
constituye mucho más una práctica que conserva nuestras más antiguas intuiciones
eclesiales respecto a la inserción del obispo en la comunidad local de creyentes.
3. Estructuras de comunión en la Iglesia local. Yves Congar ha insistido en que los
concilios ecuménicos no se han de ver como instrumentos pragmáticos para el gobierno
de la Iglesia, sino como expresiones eclesiásticas de la constitución básica de la Iglesia
como sinodal o conciliar. A la conciliaridad no le incumben, en primera instancia, las
exigencias jurídicas del colegio episcopal con su cabeza, sino la vida de la Iglesia en su
realización concreta. Ella representa el firme rechazo de entidades autónomas dentro de
la Iglesia y ha de encontrar expresión en la vida concreta de la Iglesia local bajo el
liderazgo pastoral del obispo. Como es legítimo reclamar la plena participación de los
fieles en la elección del obispo, lo es también exigir que la relación recíproca entre el
obispo y su Iglesia local continúe después de la ordenación. El art. 27 de la Christus
Dominus sugiere dos estructuras concretas que tienen el potencial de fomentar la
comunión a nivel local: consejos presbiterales y consejos pastorales. El Código de
Derecho Canónico de 1983 exige el establecimiento de consejos presbiterales
diocesanos y anima al establecimiento de consejos pastorales, tanto diocesanos como
parroquiales. En caso de crear consejos pastorales diocesanos, el canon 512 insiste en la
importancia de que los laicos, como representantes del pueblo de Dios, formen parte de
ellos. Los consejos pastorales poseen un potencial sin explotar para la comunión con la
Iglesia local, ya que proporcionan un medio por el que el obispo puede consultar e
instruir a los fieles.
Respecto al sínodo diocesano, mientras que el Código de 1917 disponía que fuera
convocado cada diez años, este plazo fue abandonado en el código de 1983, dejando la
frecuencia de la convocatoria en manos del obispo. El canon 460 del nuevo Código
define el sínodo como "un grupo selecto de sacerdotes y de otros fieles cristianos de una
Iglesia particular". El canon 463.2 enumera "los miembros laicos de los fieles
cristianos" entre los que han de asistir al sínodo diocesano. Tanto los consejos
pastorales como los sínodos diocesanos tienen la ventaja sobre las visitas episcopales de
proporcionar un contexto en el que cabe entablar un diálogo real y sostenido sobre todo
lo relacionado con la Iglesia local.
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4. La determinación de los límites de las diócesis. Según Hervé Legrand, la cuestión de
los límites de las diócesis, aparentemente más bien práctica, es teológicamente muy
significativa. La Christus Dominus enumera tres criterios. Según el primero, hay que
tener en cuenta la composición del pueblo de Dios y prestar especial atención a las
concentraciones demográficas y a las fronteras civiles. Legrand previene de los peligros
de un nacionalismo que diluiría el carácter contracultural de ese Evangelio que
relativiza todas las divisiones humanas. Advierte que para la primitiva Iglesia el factor
determinante para la creación de límites diocesanos no era la identidad nacional sino la
expresión jurídica de la competencia territorial del obispo con respecto a las necesidades
de su comunidad local. Mientras que estos límites coincidían generalmente con los
civiles, sobre todo cuando, al comienzo, las Iglesias locales eran mayoritariamente
urbanas, esta coincidencia respondía mas a una conveniencia que a una acomodación a
la influencia del Estado.
El segundo criterio establece que el tamaño de las diócesis ha de posibilitar que el
obispo cumpla con su misión pastoral o personalmente o por medio de sus vicarios. Este
criterio apunta a uno de los más serios ejemplos de cómo una teología del episcopado
fundada en la communio y la realidad práctica concreta no van a una. Según la teología,
el obispo ha de estar ante la comunidad en su triple ministerio como imagen de Cristo y,
al mismo tiempo, ha de sumergirse en la vida de su comunidad como una encarnación
de la fe de la Iglesia local. Pero en la práctica, para el parroquiano medio, el obispo es
poco más que un burócrata distante que nombra al párroco, pide dinero y se presenta
para ceremonias extraordinarias y, una vez al año, para la confirmación.
La propuesta de reducir el tamaño de la diócesis media tiene sus dificultades, a las que
alude el tercer criterio. Según éste, el establecimiento de límites diocesanos ha de tener
en cuenta los recursos existentes dentro de estos límites para atender a las necesidades
espirituales del pueblo de Dios. Cierto que dividir el territorio en diócesis más pequeñas
implica multiplicar las administraciones. Pero hay ejemplos de innovación en la
participación de los recursos. Así, en París hay una reestructuración, por la que la
archidiócesis coincide con los límites de la ciudad y la banlieue (suburbios) está
dividida en diócesis más pequeñas. Para evitar duplicaciones, estas diócesis desarrollan
un sistema de colaboración en personal y recursos. Este sistema puede agilizarse
reforzando la función del arzobispo o, como en USA, creando conferencias episcopales
a nivel de cada estado.
El colegio episcopal y la comunión de las Iglesias
Se trata ahora de considerar las expresiones colegiales del ministerio episcopal. En una
eclesiología de comunión, el ministerio del obispo en su Iglesia local puede distinguirse
pero no separarse de su ministerio en la Iglesia universal, ejercido como miembro del
colegio episcopal.
Durante el Concilio y en los debates teológicos postconciliares sobresalieron dos
estructuras eclesiásticas: la conferencia episcopal y el sínodo de obispos. En el Concilio
algunos habían sugerido que sólo eran auténticas expresiones de la colegialidad
episcopal las estructuras de derecho divino, es decir, la primacía papal y el colegio
universal. Pero, ¿qué pensar de las instituciones de derecho eclesiástico: de las
conferencias episcopales nacionales o de los sínodos episcopales?
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1. La autoridad colegial de las conferencias episcopales. Las conferencias episcopales
actuales surgieron en el siglo XIX, aunq ue se encuentran estructuras similares ya en la
primitiva Iglesia. En las dos últimas décadas el significado eclesiológico de estas
conferencias se ha convertido en una seria cuestión teológica. Este tema surgió en el
Vaticano II cuando, en la Constitución sobre la Liturgia, los miembros del Concilio
concedieron autoridad a las conferencias episcopales sobre ciertas materias litúrgicas.
Esto, unido a la recomendación para el ulterior desarrollo de las conferencias
episcopales de la Christus Dominus y a la tendencia eclesiológica a reafirmar la
colegialidad y la subsidiaridad, reforzó las conferencias episcopales. Las respuestas
distintas de varias conferencias a la Humanae Vitae y el papel creciente de conferencias
como la de USA dio una nueva urgencia a la cuestión. En el Sínodo de 1985 los obispos
reclamaron un estudio del status y la autoridad de las conferencias episcopales, estudio
que culminó en el documento de la Congregación de los Obispos del 1988 sobre el
status jurídico y teológico de las conferenc ias episcopales.
Durante el Concilio, J. Ratzinger dio una importante conferencia sobre la colegialidad
en la que afirmó que en esta cuestión el status teológico de las conferencias episcopales
constituye una especie de piedra de toque o prueba crucial. Avanzaban los debates sobre
la Constitución Lumen Gentium y se llegó a una recuperación de la eclesiología
patrística de comunión. Ratzinger criticó una visión estrecha de la colegialidad que
encontraba su expresión en los actos formales de todo el colegio episcopal en comunión
con el obispo de Roma. En su lugar, remontó a la noción más fluida de colegialidad
manifestada en los sínodos regionales de la primitiva Iglesia. Toda relación entre un
obispo y otro era considerada una expresión de esa colegialidad. A los que pretendían
que la colegialidad sólo podía aplicarse al episcopado entero, respondía observando que
cada ejercicio de colegialidad no necesita ser un ejercicio de la suprema potestas,
atribuible sólo a todo el episcopado. Aquí Ratzinger se hacía eco de lo que otro teólogo,
el dominico J. Hamer, afirmaba: "Más bien habría que decir que el concepto de
colegialidad, junto con el oficio de unidad que pertenece al Papa, significa un elemento
de variedad y adaptabilidad que básicamente pertenece a la estructura de la Iglesia. La
colegialidad de los obispos significa que debería haber en la Iglesia una pluralidad
ordenada (...). Las conferencias episcopales son una de las formas de colegialidad que
se realiza parcialmente, pero en vistas a la totalidad".
Pero a mediados de la década de los setenta los puntos de vista de Ratzinger y Hamer
habían cambiado. Nombrados prefectos de la Congregación para la Doctrina de la Fe y
de la Congregación de Religiosos respectivamente, revisaron sus posturas y asumieron
el influjo de los escritos postconciliares de Henri de Lubac. Este, sobre la base de una
eclesiología eucarística, mantenía que el principio de comunión, la realidad común de
uno y muchos fundada en la Trinidad y sacramentalizada en la Eucaristía, permite sólo
dos expresiones fundamentales de la colegialidad: el obispo individual expresa la
colegialidad como obispo de una Iglesia local, y todo el episcopado expresa la
colegialidad como un colegio. La Iglesia es al mismo tiempo universal y local, pero
nunca intermedia, al menos en sentido teológico. De Lubac admitió que las conferencias
episcopales y los sínodos universales eran actos colectivos de los obispos, útiles, pero a
los que se resistió a conceder un significado teológico propiamente tal.
Ratzinger y Hamer han lamentado que el término "colegialidad" se emplea demasiado
imprecisamente en la Iglesia de hoy y han expresado su inquietud de que la importancia
creciente de las conferencias episcopales pueda llevar a un cierto nacionalismo de la
RICHARD R. GAILLARDETZ
Iglesia. Han insistido en la distinción verbal fundada en los documentos del Concilio
entre colegialidad y "espíritu colegiado", aplicado a los obispos reunidos en la
conferencia episcopal. Según esta revisión, la colegialidad y la comunión no sugieren
tanto la perichóresis 1 de uno y muchos, como la prioridad de lo universal sobre lo
particular. La particularidad se considera antagónica a la idea de colegialidad.
Una crítica atendible a las conferencias episcopales es que su trabajo resulta
eminentemente administrativo y así hacen poco para fomentar la comunión entre las
Iglesias. Unas reuniones relativamente cortas mal pueden abordar temas importantes y
deliberar adecuadamente sobre ellos. Los votos por correo no equivalen a la común
deliberación. La limitación a los obispos reduce la posibilidad de aportaciones por parte
de los fieles. Como respuesta, advirtamos que el código de 1983 aborda las conferencias
episcopales en la sección sobre las Iglesias particulares, después de tratar de otras
estructuras como los concilios particulares. Estos concilios, tan fundamentales en la
primitiva Iglesia y pese al auge que experimentaron en el siglo XIX, han cedido a favor
de las conferencias episcopales. Al tener un papel deliberativo e incluir al laicado,
pueden servir como una expresión más apta de la comunión eclesial entre las Iglesias de
una región. El carácter colegial del trabajo de las conferencias episcopales resultaría
más evidente si se realizase en conjunción con la frecuente convocatoria de concilios
plenarios.
De lo que, en definitiva, se trata en la cuestión de la autoridad de las conferencias
episcopales es del significado teológico de reuniones de Iglesias locales que distan de
ser una plena convocatoria de la Iglesia universal. Una eclesiología de comunión ha de
reconocer los modos diversos por los que puede manifestarse la naturaleza
esencialmente comunitaria de la Iglesia. Cuando la colegialidad está coordinada con la
comunión eclesial, se puede hallar el camino para una valoración más positiva del
carácter teológico de las conferencias episcopales.
2. La autoridad colegial del sínodo episcopal. El sínodo mundial de obispos es el fruto
de la experiencia positiva que muchos obispos hicieron de encontrar en el Vaticano II
un foro en el que tratar libre y abiertamente temas de suma importancia para la vida de
la Iglesia. Inmediatamente antes del Concilio, el card. Alfrink había ya propuesto un
cuerpo permanente de obispos para asistir en el gobierno de la Iglesia universal,
inspirado libremente en el modelo oriental. Durante el Concilio muchos obispos
pidieron la creación de un cuerpo permanente de obispos que participara con el Papa en
su ministerio universal. Era un reflejo de la convicción eclesiológica de que el colegio
episcopal, bajo el obispo de Roma, tenía suprema autoridad sobre toda la Iglesia.
Máximos IV patriarca de Antioquía abogó por esta propuesta y añadió que las
congregaciones romanas deberían someterse a este cuerpo. Antes de que esta última
propuesta pudiese ser considerada, Pablo VI se adelantó creando el sínodo mundial de
obispos en el motu proprio Apostolica Sollicitudo. De acuerdo con este documento, el
sínodo sólo es un cuerpo consultivo, aunque quede abierta la posibilidad de que la Santa
Sede le dé poder deliberativo.
El debate sobre el status teológico del sínodo de obispos es como el de las conferencias
episcopales. Los que no asignarán la colegialidad sino al ejercicio de todo el colegio,
tampoco atribuirían autoridad colegial al sínodo mundial. Otros, dadas las condiciones
que reunía el sínodo, lo consideraban como una participación en la primacía papal. En
cambio, algunos teólogos se mostraron más positivos e hicieron hincapié en el pasaje en
RICHARD R. GAILLARDETZ
que Pablo VI afirma que el sínodo ha de funcionar "en representación de todo el
episcopado católico". Estos teólogos sugieren que los actos de un sínodo episcopal
pueden considerarse verdaderamente colegiales en la medida en que el Papa acepte el
consejo del sínodo. Los argumentos en pro y en contra adolecen del problema de la
evaluación de la colegialidad estrictamente con criterios jurídicos. Cuando la
colegialidad se evalúa en relación con la comunión de las Iglesias, es posible definir los
actos colegiales como un servicio a la communio ecclesiarum.
La curia romana tiene demasiada influencia en la designación de los participantes y en
la determinación de la agenda. La práctica de que sea el Papa y no el sínodo el que
redacte un documento, como ocurrió en el Sínodo del 1974 sobre la evangelización,
menoscaba la dimensión colegial del sínodo. El sínodo ha sido muy orquestado, pero ha
sido muy poco apto para realizar las esperanzas de muchos de sus miembros. A este
respecto, Patrick Granfield ha propuesto una serie de cambios para mejorar las
deficiencias del sínodo, en las que voy a inspirarme:
a) Incrementar el proceso de consultas en la preparación de los sínodos. La consulta
efectiva queda comprometida cuando la muestra de los consultados se restringe de
acuerdo con una agenda preconcebida, teológica o política. En todo proceso eclesiástico
la consulta está condenada al fracaso, si no se acepta un pluralismo. La consulta no es
meramente un invento democrático moderno sino algo que deriva de una eclesiología de
comunión.
b) Mitigar la norma del secreto, con la que a menudo se da la impresión de que se
disuade el diálogo honesto. Actualmente el secreto sugiere coerción, falta de libertad,
paternalismo. Los concilios y sínodos no se han de ver como acontecimientos jurídicos,
sino como expresiones concretas de la naturaleza de comunión de la Iglesia.
c) Ampliar el número de miembros del sínodo para incluir no obispos. No parece bien
orientado suponer que el ministerio de fomentar la comunión es algo exclusivo del
obispo. Por su bautismo, todos los fieles están comprometidos en ello. Como asevera el
Vaticano II, el sensus fidelium ha de ser considerado como una fuente teológica
legítima. Luego no está fuera de lugar dar a los fieles la posibilidad de contribuir a la
actividad del sínodo.
d) Dar poder deliberativo al sínodo, tal como permite el canon 343. No se pretende
diluir la autoridad de la Santa Sede. Hacer del sínodo algo meramente consultivo mina
el movimiento hacia adelante, que va de una concepción monárquica de la Iglesia a una
Iglesia de comunión. En una comunión, como en un cuerpo, la cabeza actúa
concertadamente con aquellos con los que está en comunión. De hecho, el Derecho
canónico (cánones 129135) concede a todos los obispos un poder legislativo, por más
que, en la práctica, éste se haya visto muy menguado.
Para mostrar la diferencia entre el rol consultivo --basado en intervenciones escritas o
habladas- y el deliberatio -basado en el debate y las votaciones- B. Kloppenburg
propone el ejemplo del Vaticano II. Contra la comunión bajo las dos especies
intervinieron 30 Padres y votaron 58. A favor intervinieron 29 y votaron 2.242, una
mayoría aplastante. Y lo mismo ocurrió, por ej., con la liturgia en lengua vernácula. Si
el Concilio hubiera consistido en reuniones consultivas, hubiera sido difícil llegar a
nuevas conclusiones prácticas.
RICHARD R. GAILLARDETZ
Conceder poder deliberativo al sínodo exigiría replantearse el papel de la curia romana
y su relación con el episcopado. La Christus Dominus (n° 9) afirma que la curia actúa en
nombre del Papa y por su autoridad. No es cuestión de abolir la curia romana. Pero no
es ilegítimo cuestionar si las circunstancias históricas han conspirado para conceder a la
curia un poder más allá de una justificación burocrática o administrativa que a veces
amena za con suplantar la autoridad del episcopado. La curia romana nació el siglo XII
como una especie de corte papal. Desde su última reforma sustancial del siglo XVI, la
curia se ha mostrado muy reacia a su reforma. La curia romana mantiene un carácter
burocrático, cuyas estructuras básicas y amplio campo de autoridad muestran vestigios
monárquicos en contraste con una eclesiología de comunión.
Se requiere un ulterior estudio sobre el carácter teológico de los documentos de las
congregaciones romanas. Si la tradición mantiene que la curia puede participar en el
poder de jurisdicción del Papa, insiste igualmente en que el carisma de la infalibilidad
no puede ser delegado. Hay que calibrar hasta qué punto lo que afirma la curia es
enseñanza del Papa en sentido estricto. Dar poder deliberativo al sínodo de obispos
contribuiría a reorientar la curia hacia su propia tarea de asistir al Obispo de Roma y a
devolver al colegio episcopal su función de asistir al Papa en su solicitud pastoral por la
Iglesia universal. Así se corregiría la tendencia de la curia, que posee una autoridad
primariamente burocrática y administrativa, de usurpar la autoridad propia del colegio
episcopal.
CONCLUSIÓN
En la historia de la Iglesia encontramos, en la baja edad media, eclesiologías
hierocráticas que otorgaban al oficio eclesiástico un elevado status ontológico y, luego,
eclesiologías funcionalistas que despojaban al ministerio ordenado de su valor
sacramental. Partiendo de los fundamentos trinitarios de la Iglesia la eclesiología de
comunión las rechaza a las dos y proporciona una comprensión del episcopado
fundamentalmente relacional. Desde antiguo, el obispo es el lugar de comunión. Como
líder espiritual de la Iglesia local sacramentaliza la communio de la Iglesia local y como
miembro del colegio episcopal participa en la solicitud pastoral de la communio
ecclesiarum. Las reformas aquí sugeridas no introducen cambios externos en la Iglesia,
sino que conciben la renovación de la Iglesia como "un crecer en la fidelidad a su propia
llamada". Una seria reconsideración de muchas de nuestras actuales estructuras a la luz
de esta eclesiología de comunión contribuiría en alto grado a la realización de su misión
de ser "signo e instrumento de comunión con Dios y de unidad de toda la humanidad".
RICHARD R. GAILLARDETZ
Notas:
1
El término griego perichóresis (com-penetración, re-circulación) se convirtió en técnico
en teología trinitaria, para expresar el necesario "estar uno en el otro" de las tres
personas divinas, tal como consta en algunos pasajes del cuarto Evangelio (Jn 10,38;
14,10s; 17,21) y quedó formulada en algunos documentos conciliares (concilio de
Florencia [1442], Denz. 704). Con este "estar uno en el otro" se expresa a la vez la
unidad de naturaleza y la distinción de personas en Dios, mediante una respectividad
mutua meramente relativa. Aplicado por el autor a la Iglesia-comunión, el término exige
que no exista una prioridad de lo universal sobre lo particular, sino "un estar al mismo
nivel", conservando -eso sí- cada uno su propia función al servicio de la Iglesiacomunión. (Nota de la Redacción).
Tradujo y condensó: Teodoro de Balle
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