Hacia unos nuevos planteamientos de la actual “cultura trasvasista

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Hacia unos nuevos planteamientos de la actual “cultura trasvasista”.
Su impacto ambiental y económico
María Teresa Pérez Picazo. Fundación Nueva Cultura del Agua
Dos son los presupuestos conceptuales que han inspirado este texto y
la exposición que del mismo hice en Buendía (Guadalajara) durante las III
Jornadas sobre el Rio Tajo (15-17 de mayo). En primer lugar, la
consideración del agua como un recurso diferente a los demás, en segundo
los cambios introducidos recientemente en la noción de crecimiento.
Ambos están interrelacionados.
Respecto a la primera, se trata de un enfoque compartido por los
miembros de la Fundación Nueva Cultura del Agua y sobre el que existen
múltiples publicaciones, especialmente las de Aguilera, Arrojo o Naredo,
por no citar sino los nombres más conocidos. A Aguilera debemos la
definición del agua como un activo ecosocial, definición justificada por sus
múltiples funciones, en especial las vinculadas con los valores de vida, los
valores de servicio público y los económicos propiamente dichos, es decir,
los del negocio como tal, según la expresión de Arrojo. Esta última
dimensión, la más difundida, supondría, si llegara a imponerse de manera
exclusiva, la reducción el agua a un factor de producción.
Respecto al concepto de crecimiento, la economía de mercado ha
promovido históricamente la ilusión de una disponibilidad ilimitada no solo
de bienes y servicios sino de recursos naturales. Los avances tecnológicos
ligados a la revolución industrial alimentaron esta creencia y su corolario:
la posibilidad de un consumo también ilimitado. Tal ha sido el origen del
concepto de crecimiento sostenido, que sigue en la base de nuestra cultura,
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pese a su cuestionamiento por la crisis actual. Desde este enfoque, por
supuesto, el agua es solo un factor de producción.
Los avances experimentados por la economía ecológica nos han
llevado, hace ya bastantes años, a sustituir el concepto expuesto por el de
crecimiento sostenido. Una sustitución que supone el rechazo de la
sobreexplotación de los recursos naturales – todos ellos con fecha de
caducidad- y que defiende un desarrollo humano presidido por la
racionalidad económica en armonía con el medio natural. Huelga decir que
esta es la definición que mejor se corresponde con la nueva cultura del
agua.
A partir de estas ideas generales, voy a presentar una breve
panorámica de los problemas hidráulicos existentes en nuestro país y sobre
el origen de los mismos. Terminaré planteando algunas sugerencias sobre
las posibles alternativas al paradigma dominante.
I. La situación actual. Los problemas ambientales y económicos
I. 1. Los problemas ambientales
Existe una aceptación general sobre el mal estado ecológico de la
mayor parte de los ecosistemas ligados al agua. De hecho, en muchos casos
la acción humana ha comprometido su renovabilidad debido a la quiebra
del ciclo hidrológico, cuyo mantenimiento era defendido -en teoría- por los
que siguen creyendo en el carácter inagotable del recurso. No hay más que
leer las páginas relativas al tema en el PHN del 2000.
La realidad no confirma estas aseveraciones. En lo que se refiere a
las aguas superficiales, se detecta en todos los ríos españoles un descenso
de caudales, moderado en unos casos, pero espectacular en otros-por
ejemplo, en el Tajo Medio o en el Segura. El hecho ha sido reconocido -y
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medido- en todas en todas las cuencas hidrográficas pero las causas siguen
siendo discutidas- ¿excesiva extensión del regadío, repoblaciones
forestales, sobeexplotación, cambio climático?- En cualquier caso, la
corresponsabilidad humana en el problema no deja lugar a dudas; el mejor
indicador al respecto es el retroceso de la calidad del líquido elemento y la
presencia de de una contaminación difusa casi general en los ecosistemas
fluviales; algunos embalses como los de Mequinenza y Ribarroja en el
Ebro adolecen de los niveles de eutrofización más elevados de España. Ello
va acompañado de la pérdida de biodiversidad y, con harta frecuencia, de la
desaparición de los bosques de ribera y de la ocupación humana de los
llanos de inundación.
El panorama no mejora si pasamos a ocuparnos de las aguas
subterráneas. Tanto en la España interior (La Mancha) como en la
mediterránea (Almería. Murcia, Alicante) ha tenido lugar una explotación
insostenible de los acuíferos, que ha evolucionado desde la salinización
(Campo de Cartagena, Marina de Alicante) al agotamiento (valles del
Guadalentín y del Vinalopó, la Mancha). El fenómeno ha sido propiciado
por una legislación decimonónica (Ley de Aguas de 1879) cuya reforma en
1985 sirvió de poco, y que en el transcurso del tiempo ha generado en el
agricultor una mentalidad minera. De ahí el uso y abuso de unos recursos,
dejados a la iniciativa privada y la falta de adecuación edafo-climática de
los cultivos, sobre todo en la Mancha.
De esta manera la “parte del agua” en la huella ecológica es hoy
considerable, tanto en extensión como en profundidad. ¿Ejemplos?: la
desaparición de los humedales en la Mancha (las Tablas de Daimiel) y de
centenares de manantiales aprovechados desde hace siglos en las regiones
mediterráneas.
I.2.Los indicadores económicos.
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La demanda creciente de agua en todos los sectores económicos y la
fe en el progreso tecnológico han sido satisfechas por doquier mediante la
oferta de nuevas estructuras hidráulicas. Nos encontramos, pues, ante un
buen ejemplo de la sujeción a las leyes del mercado, relacionado con la
obsesión-que hoy empieza a ser anacrónica- por el crecimiento sostenido.
Un crecimiento apoyado en el aumento lineal de la producción, medido
crematísticamente por el PIB.
Ahora bien, tanto en el caso de España como en los países de la orilla
Sur del Mediterráneo (Argelia, Marruecos, Túnez, Egipto) ha sido el
Estado el que ha respondido a esta demanda mediante una oferta creciente
de embalses y trasvases en la segunda mitad del siglo XX, todos ellos
financiados vía Presupuesto. En nuestro país el Índice de Explotación
Hídrica asciende al 33% (el tercero de Europa) y el número de presas llega
a 1200, cifra que lo coloca como uno de los que presentan un mayor grado
de regulación hídrica a nivel mundial.
Esta política hidráulica ha incurrido, aparte de su desconexión del
medio natural, en una serie de errores económicos de todo tipo cuyo
impacto estamos hoy en condiciones de apreciar:
A. Los cálculos sobre el déficit hidráulico. Solicitados a las
Confederaciones Hidrográficas en diversos momentos, han sido
utilizados para justificar los trasvases. Los datos- proporcionados con
frecuencia por las Comunidades de Regantes- no sólo se
“hincharon”, sino que por su misma existencia indujeron a sus
compiladores a una errónea identificación entre el déficit físico y el
socio-económico. En el PHN de 2000 se aceptaron esos cálculos,
tanto los procedentes de la Confederación del Ebro como de la del
Segura y se prometió que solo se trasvasarían los “sobrantes”. Pero
cuando se suman las peticiones de unos y otros con los recursos
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necesarios para asegurar el caudal ecológico del Ebro, resulta que
apenas queda agua para cubrir las necesidades de los regadíos
deficitarios y el abastecimiento de las poblaciones urbanas. Y, por
supuesto, no se han previsto los efectos del cambio climático. El
manejo de cifras se ha vuelto a repetir recientemente para defender
los desembalses del Tajo.
B. La perversión del concepto de demanda. La importante inversión del
Estado se ha justificado desde siempre aludiendo al “interés general”
de las obras, que en teoría se llevaban a cabo para satisfacer las
demandas de todos los ciudadanos. En realidad se está produciendo
una confusión interesada de los distintos usos del agua ya que sólo se
puede hablar de demanda en el sentido económico del término
cuando el uso del recurso se puede estimar de forma crematística.
Pero ¿cómo calcular en dinero el bienestar que produce en los
ciudadanos el disfrute de ríos limpios o de ecosistemas fluviales no
alterados? ¿O el derecho al agua potable?
C. El olvido interesado de los mecanismos del mercado. Tanto en la
Mancha como en Levante el afán de lucro de una minoría de
empresarios agrícolas y de empresas inmobiliarias han dejado de
tenerlos en cuanta en estos últimos años. En el caso de la Mancha, se
han agotado los acuíferos para introducir cultivos no sólo
desacoplados del medio natural sino excedentarios en el mercado
agrícola de la UE (el maíz. el girasol), por lo que han tenido que ser
subvencionados. Y en el Levante la expansión desordenada de los
frutales-en especial los cítricos- ha generado un auténtico proceso de
sobreproducción: naranjas y limones carecen de compradores y las
cosechas se deja en los árboles sin recoger. El fenómeno se repite en
la construcción de urbanizaciones turísticas, gran parte de cuyas
viviendas están cerradas y sin propietario a todo lo largo de la costa
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mediterránea. En ambos casos hay algo peor, aparte del derroche de
un bien escaso como es el agua: la destrucción de la “joya de la
corona” (la zona litoral) – y la desertización de parte del área interior
debido el arrastre de suelo fértil en las pendientes abancaladas y al
abandono de los huertos.
II¿Porqué hay tanta resistencia al cambio en la política del agua?
Un breve recorrido histórico pude ayudarnos a entender la
prolongada vigencia de este paradigma, cuyo portador se encuentra en el
Poder (con mayúsculas), es decir, en los grupos sociales y los partidos
políticos que lo encarnaron a lo largo del siglo XX. El punto de partida del
mismo se encuentra en la tendencia denominada “regeneracionista”,
surgida en las últimas décadas del siglo XIX y cuyo principal representante
fue el aragonés Joaquín Costa.
En una etapa de profunda crisis agraria, durante las décadas finales
del precitado siglo, Costa propuso como solución el abandono del
proteccionismo triguero y la búsqueda de nuevas producciones dotadas de
ventajas comparativas, como era el caso de las específicas del ámbito
mediterráneo, especialmente la vid y los cultivos hortofrutícolas. Pero la
expansión de estos últimos exigía la de las áreas regadas, de ahí la consigna
de “gobernar es regar”. Se trataba, según sus propias palabras, “de rehacer
la geografía de la patria para responder a la cuestión agraria y a la cuestión
social”. La opción tecnológica gana así protagonismo, ya que Costa
preconizaba la introducción de la gran hidráulica con el fin de conseguir el
aprovechamiento integral de los grandes ríos mediante la construcción
masiva de embalses y canales.
Ahora bien, dado que la iniciativa privada no se había movilizado en
esta dirección por falta de capitales, el protagonismo del Estado resultaba
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necesario. Era el único que podía financiar las obras a través del erario
público, como corresponde a una empresa que interesa a todos los
ciudadanos. Estos planteamientos iban a exigir un cambio de escala de la
gestión del agua, hasta entonces desempeñada por instituciones locales,
pero que a partir de ahora pasaría a manos del Estado; con tal fin se
crearon en 1926 se crearon las Confederaciones Hidrográficas. Restaban,
sin embargo, dos problemas y no pequeños: la financiación de las obras,
primero, y la aceptación de los agentes sociales implicados, después.
En lo que concierne a la primera, es bien sabido que impuso su ritmo
a la puesta en práctica de los proyectos de Costa. El nivel de recursos del
Estado español era muy bajo a comienzos del siglo XX, por lo que no se
pusieron realmente en marcha hasta los años 1920, bajo la Dictadura de
Primeo de Rivera, que admiraba al sociólogo aragonés y se consideraba a sí
mismo como “el cirujano de hierro” que el país necesitaba. Sus planes
hidráulicos fueron continuados durante la Segunda República a través de la
redacción del primer Plan Nacional de Obras Hidráulicas en 1933 dirigidos
por el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo. Fuerza es reconocer, sin embargo,
que en esto años la economía española era de dominante agraria y que la
agricultura estaba necesitada de nuevas obras de regadío y del
ordenamiento de los usos del agua.
Es durante la Dictadura franquista (1939-1975) cuando se alcanza el
punto máximo en lo que respecta a la política hidráulica de corte
regeneracionista. Y ello tanto en lo que se refiere a la centralización
administrativa, en detrimento de las instancias locales, como a la
construcción de grandes obras. La capacidad de retención de los grandes
vasos pasa de 40 a 40000 hectómetros cúbicos, la potencia eléctrica
instalada sube de 1.340 megavatios a 11.954 y la superficie de regadío se
duplica prácticamente (de 1,5 millones de hectáreas a 2,7). Hoy asciende a
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3´3, es decir, el 15 % de la superficie agraria útil. La obsesión por la
política hidráulica fue tal que en las primeras etapas se llegó a pensar que la
ampliación del regadío era la panacea de todos los problemas económicos,
desarrollándose así una especie de hidropopulismo. Sin embargo, no tardó
en cobrar importancia relativa la construcción de centrales hidroeléctricas
sobre todo en la España Húmeda. En 1970 el 70 % del agua almacenada
estaba destinada exclusivamente a la producción de energía.
El broche final del franquismo lo constituye el Travase Tajo-Segura.
Según los términos de la utilización conjunta de las aguas del Acueducto
Tajo-Segura, la tutela de las mismas correspondía al Estado, lo que iba a
facilitar la aplicación del principio según el cual los caudales fluviales
deben ser llevados allí donde su uso sea más rentable. El Estado se arroga
así el derecho de de repartir los recursos de una cuenca independientemente
de los datos físicos (de hecho, los trasvases se han hecho hasta ahora entre
cuencas deficitarias) y de los deseos de sus habitantes.
¿Cuál es el balance de este primer trasvase? En mi opinión, tres
puntos deben ser destacados al respecto.
-En primer lugar el coste de oportunidad de la obra: la importante
inversión realizada se llevó a cabo en un país cuya estructura
económica se había modernizado, por lo que el sector agrario había
perdido peso específico. Las prioridades eran otras, por ejemplo.la
reconversión industrial.
-Los daños sufridos en el medio ambiente, señalados por todos los
ecologistas.
-El escaso aprovechamiento práctico de las obras-“faraónicas-.
Según el proyecto inicial debían ser transferidos anualmente 600
hectómetros cúbicos, pero solamente se ha conseguido alcanzar una
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media de 120. Los cálculos de caudales se hicieron utilizando los
datos de pluviosidad de unos años particularmente lluviosos.
En cuanto al segundo aspecto, es decir, la actuación de los
representantes del poder, conviene destacar la rápida difusión de los
planteamientos regeneracionistas tanto en el espectro político español, de
entonces y de ahora, como entre las elites económicas. Ello pone sobre el
tapete la ambigüedad social del pensamiento de Costa, que facilitó el
mantenimiento de sus concepciones. Desde fines del siglo XIX hasta la
Segunda República tanto el partido conservador como el liberal las
apoyaron; más tarde, el hecho se repitió entre los representantes de
regímenes tan distintos como las dos dictaduras del siglo XX - Primo de
Rivera y Franco- y la Segunda República. En el momento actual, es lo que
ha sucedido con los Planes Hidrológicos propuestos por el PSOE y el PP.
En el caso del partido conservador decimonónico o de las dos
Dictaduras, una opción tecnológica como la indicada suponía una huída
hacia delante que les permitía soslayar las reivindicaciones campesinas, en
especial las referentes a la Reforma Agraria. En cuanto al partido liberal, la
Segunda República e incluso el PSOE, el regeneracionismo era
considerado como una ideología modernizadora que podía contribuir a
mejorar la sociedad española tanto desde el punto de vista económico como
del cultural. Como he indicado, el primer proyecto de trasvase se concibió
durante la República como parte integrante del Plan Nacional de obras
Hidráulicas (1933). Resulta por lo menos notable que se siguieran
aplicando importantes recursos financieros a las obras de regadío, mientras
que la Reforma Agraria, el gran proyecto social del régimen, languidecía
por falta de medios. Pero lo más destacable es la “resurrección” trasvasista
durante la democracia: el socialista Borrell diseñó el más ambicioso de
todos -que no pasó de Anteproyecto- en 1993 y, durante la etapa del PP se
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aprobó en el año 2000 un PHN que preveía un nuevo trasvase, esta vez
desde el Ebro, hacia los regadíos mediterráneos. Ambos se limitaban, en lo
esencial, a un catálogo de embalses y trasvases, mejor o peor justificados
mediante el recurso al “interés general” de las obras y a la existencia de
“recursos excedentarios”. Llama la atención, en el caso del segundo, el
impacto de las canalizaciones en zonas protegidas por la Red Natura 2000
y el grave peligro que los nuevos embalses hubieran supuesto para el Delta
del Ebro.
En cuanto a las bases sociales de esta política hidráulica, han estado
y están integradas por las elites económicas de uno u otro signo. Hasta los
años 1950-1970 aproximadamente, se trataba de los grandes terratenientes,
que miraban con buenos ojos un programa de obras que iba a ser pagada
con “pólvora del rey”, es decir, con recursos del Estado. Después, a medida
que la agricultura fue adquiriendo una fisonomía empresarial, fueron los
nuevos propietarios de invernaderos, con la mirada puesta en el mercado
europeo, los que defendieron a capa y espada las planificaciones
hidráulicas. Junto a ellos, y cada vez más, los representantes del sector
industrial comenzaron a alcanzar relevancia y, desde la Dictadura
franquista, las
empresas hidroeléctricas y las integradas en el sector
inmobiliario, aunque la edad de oro de estas últimas no se produjo hasta los
años 1990-2007.
En la actualidad, la aceptación mayoritaria de estos planes se explica
por dos factores de distinta índole. Primero, la influencia en una opinión
pública deformada -y muchas veces manipulada, como sucede en Murciapor dos siglos de estructuralismo hidráulico. Después, la presión de los
lobbies de uno u otro signo, a los cuales una política del agua continuista
favorece a sus intereses en la medida que les permite seguir evitando la
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aplicación del principio de recuperación íntegra de costes por parte del
usuario, práctica actualmente fuera de toda controversia.
III. Crisis del modelo regeneracionista y formación del paradigma del
desarrollo sostenible
A parir del decenio de 1970 comienza a hacerse perceptible el
elevado coste de la herencia franquista, consecuencia directa de una
política de fomento de las estructuras hidráulicas que soslayó de manera
sistemática -al igual que los gobiernos que se han sucedido en la
democracia- sus costes ambientales, económicos y sociales. La respuesta a
una pretendida escasez a base de la oferta de obras hidráulicas financiadas
por el Estado incentivó unos usos extremadamente consuntivos, carentes en
muchos casos de racionalidad económica. Ello acrecentó todavía más el
déficit hídrico que los nuevos abastecimientos trataban de palia; la avidez
sin límites de extender el regadío y los asentamientos turísticos en zonas
áridas, con la consiguiente revalorización de los terrenos, es una de sus
manifestaciones.
En otras palabras, en el momento actual el principal problema que
afecta a los recursos hídricos en España no es la satisfacción en términos
absolutos de todas las demandas sino el establecimiento de mecanismos de
control que permitan vigilar el consumo y redistribuir los caudales de la
forma más justa y racional posible. De ahí el carácter perentorio que
presenta la puesta en pie de un marco institucional que armonice las
funciones enumeradas páginas atrás y cuyos puntos de apoyo podría ser el
Estado, el Mercado y las Asociaciones de usuarios, se llamen como se
llamen.
Respecto
al
Estado,
parece
evidente
que
el
grado
de
intervencionismo actual es excesivo. Pese a ello, la instancia de poder
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central desempeña un papel insustituible en tres tipos de temas. Primero, la
promulgación y defensa de una normativa –la trasposición de la DMA, por
ejemplo- que asegure el buen estado medioambiental del dominio público
hidráulico. Segundo, la introducción en el sistema educativo de aquellos
temas de estudio y aquellas actividades que ayuden a desarrollar en el
futuro ciudadano la preocupación por el medio ambiente. Tercero y último,
el desempeño correcto de trabajos estadísticos que proporcionen a los
investigadores y a los técnicos y unos datos fiables, tan escasos en el
momento actual que Naredo señalaba en un trabajo reciente (Sevilla, 2008)
la imposibilidad de introducir los mercados de agua propuestos por la
DMA mientras no se consiga “poner orden en casa” y acabar con la
connivencia del sector público con el privado.
El segundo gran mecanismo regulador, el Mercado, ha sido
defendido por la escuela neoliberal alegando que la aplicación de sus
principios podría contribuir a evitar la asignación ineficiente del agua y los
comportamientos dilapidadores. Estos razonamientos encierran ciertas
dosis de verdad a condición de no olvidar que la iniciativa privada puede
también dar lugar a conductas depredadoras y, sobre todo, que los criterios
exclusivamente crematísticos se oponen a la consideración del agua como
patrimonio y como activo ecosocial. La solución radica, probablemente, en
el equilibrio entre ambas instancias: el estado debe asegurar un nivel de
regulación sin asfixiar la iniciativa privada, pero resulta indispensable tener
en cuenta la evolución de los precios para determinar el tipo de cultivos y
el mayor o menor coste de oportunidad de invertir en determinadas
estructuras hidráulicas.
En cuanto a las asociaciones de usuarios, que han desempeñado un
papel tan relevante en la historia de los regadíos mediterráneos,
comenzaron a debilitarse tras la revolución liberal pero el golpe de gracia
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se lo dieron las Confederaciones Hidrográficas y el franquismo. No cabe
duda que la existencia de organismos comunitarios resulta necesaria si se
quiere sacar a los regantes de su pasividad actual, potenciar la toma de
decisiones-como prevé la DMA- y animarlos a la propuesta de mejoras.
Desde el punto de vista ambiental, además, la difusión de las
preocupaciones conservacionistas es más sencilla cuando el interlocutor es
un ente colectivo: las asociaciones constituyen unas cajas de resonancia
más efectivas que los individuos aislados.
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