Era lunes, María se levantó de la cama de un salto. El despertador la había asustado, pero a ella no le molestaba, así nunca llegaba tarde. Como cada día, la misma rutina. Se vistió, se ató dos coletas en su castaño pelo, bajó corriendo a desayunar y tras un beso a su madre salió por la puerta camino a su colegio. De lejos, se la podía confundir por una mochila andante, ya que era casi más grande que la pequeña, pero se hacía reconocer por su peculiar manera de andar: siempre dando saltitos que se acompañaban por el movimiento de su pelo. Le gustaba ir al colegio, encontrarse con sus amigos, aprender y, como este año ya iban a tercero de primaria, tenían el lujo de subir al patio con los chicos mayores. Aún así, lo que más le gustaba eran las tardes. Cuando llegaba a casa merendaba, a veces con su madre y otras en frente de la televisión, y cuando terminaba de sus deberes salía corriendo a investigar su jardín. Había un rincón que ella apreciaba como nadie, estaba entre una gran barbacoa de piedra y una pared recubierta mayoritariamente por hiedras. Meses atrás, antes de empezar el colegio, había descubierto una especie de red transparente, casi invisible. Le llamó mucho la atención y desde ese día iba siempre a observarla. Semana tras semana, se dio cuenta que esa especie de hilo delgado que colgaba en medio del jardín iba creciendo. Una vez, mientras comprobaba su buen estado, se fijó en que más arriba había empezado a crecer otra igual, pero más pequeña. Nunca había desvelado su secreto a nadie, ni tan solo a sus amigos o a sus padres. Hace apenas un par de semanas, se percató de que esas redes se habían roto por el aire y solo quedaban hilos colgando sin sentido, sueltos, perdidos. Unos días más tarde, ese lunes, se maravilló otra vez. No solo había vuelto a aparecer ese tejido, sino que había crecido muchísimo más de lo que ella recordaba. Se acercó lentamente y con mucho cuidado, intentando no mover nada con su propia respiración. De repente se sobresaltó. Había algo raro pegado a los hilos, como pequeñas bolitas blancas. Se le ocurrió que podían ser huevos de algún animal, como habían visto esa mañana en clase. Entusiasmada por un posible nuevo descubrimiento, entró de nuevo en casa. Ya se había hecho de noche y era hora de cenar. Tras un rutinario martes, llegó la hora de observar su esquina del jardín. Para gran sorpresa, se encontró con el dueño, o más bien dicho la dueña, de esa malla gigante. Los huevos pertenecían a una gran araña de patas largas. María sonrío, sin temer al animal. Contenta, fue en busca de su madre para enseñarle, por fin, lo que tanto tiempo llevaba guardando. La niña le dijo que sabía que era una araña, que también había sus huevos y que la red transparente era una telaraña. Lo que ella no entendía era como había podido aparecer, nunca la había visto en construcción. Su madre le explicó el proceso e hizo que entendiera como un ser tan pequeñito podía crear algo tan voluminoso. Al día siguiente en la escuela, le preguntarían a María que quería ser de mayor. Esta vez podría contestar al “¿Por qué?” que venía después de cada “Yo de mayor quiero ser científica”, tenía la respuesta pensada: - ¡Científica! Para eso tendrás que trabajar mucho y muy duro, ¿pero por qué razón quieres serlo? - Quiero ser científica para aportar cosas importantes al mundo. Quiero descubrir para que nadie se pregunte algún día como es posible que aparezcan las telarañas, para enseñar que nada aparece solo y que siempre hay un razonamiento detrás de cada duda. Aunque podamos ser pequeños, también podemos hacer grandes cosas para el mundo, y yo de mayor quiero eso.