La ley de los pobres

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La ley de los pobres
Ángel Berrocal Jaime
La ley de los pobres
PRÓLOGO
Excmo. Sr. D. Luis Martí Mingarro
Decano Ilustre Colegio de Abogados de Madrid
Septem Ediciones
A Belén, mi esposa,
y a Gonzalo y Laura, mis hijos,
por su amor y paciencia
LA LEY DEL TESTIMONIO, LA POESÍA EN LA LEY
Rainer María Rilke sostenía que la poesía debía construirse sólo y
siempre sobre la experiencia propia, porque la autenticidad emanaba de
las vivencias, y no de la especulación intelectual. Algunos decenios más
tarde, Ernesto Cardenal habría de completar el planteamiento del sublime escritor checo afirmando que la verdad, cuando alcanza plasmación
escrita, es ya poesía.
La Ley de los pobres, del letrado Ángel Berrocal Jaime, es uno de esos
testimonios de la práctica profesional de la abogacía que desborda ampliamente el género jurídico, para abandonarse abiertamente al caudal
anchuroso de la vida, de los seres humanos concretos cuyas inquietudes
y problemas hallaron un día el consuelo sensible y la asistencia eficaz del
abogado.
De abogados como el colegiado Berrocal Jaime en la prosa ágil y
emotiva que el lector puede disfrutar en esta obra. Y, siempre, del hombre de leyes, del emisario de la serena firmeza del Estado de Derecho, del
primer custodio de los derechos y expectativas del ciudadano. De ese
héroe silente, de ese cotidiano campeón de las libertades, de ese profesional que dispone del arma más mortífera que ha conocido la historia: el
ejercicio de la razón a través de la palabra. Por eso este libro atesora
autenticidad. Y, también por eso, este libro alberga el lenguaje inconfundible de la genuina poesía.
El abogado que protagoniza la obra relata su experiencia en el turno
de oficio. Y, como él propio autor ha querido expresar en el prólogo, no
ha acudido a los casos penales, siempre más fácilmente susceptibles de
construcción novelada, sino al derecho realmente vivido, como hubiera
querido Francesco Calasso, a los casos de naturaleza civil y laboral, a la
experiencia del derecho que mejor denota la vida ordinaria de seres humanos que, por definición, son siempre extraordinarios, únicos e
irrepetibles.
Franz Kafka afirmaba que «el amor es un cuchillo con el que hurgo
dentro de mí mismo». No es posible escuchar el testimonio de los protagonistas de La Ley de los pobres sin experimentar una sentida cercanía a sus
protagonistas, sin escarbar en nuestros propios sentimientos, sin revisar
nuestro propio compromiso con el ideal de hacer del mundo, como mínimo, un lugar más amable, como exigía Esquilo. Y, por supuesto, más
justo. Que esa es la ambición, la honorable ambición, que nos condujo a
la abogacía.
Se suceden entonces los testimonios de Cristina, madre joven, abrumada de inquietud por el futuro de sus hijas; de Agustín, trabajador maduro, ubicado como Dante en medio del camino de su vida; de Milagros,
mujer de tristes destinos, desheredada camino de la ancianidad; de Juana,
una joven camarera brasileña, trabajadora en esta Europa materialmente
desarrollada y espiritualmente empobrecida: de Rebeca, enferma de epilepsia, hipoacusia bilateral severa y del síndrome de Usher, castigada por
la vida, pero decidida a ser útil a la sociedad, más allá de sus legítimos
derechos: incluso de Mateo, solterón y moroso, cuya proverbial impertinencia sólo manifestaba su patética inseguridad.
Enfrente y a su lado está Ángel Berrocal Jaime. Es un interlocutor
implicado, profundamente comprometido con sus patrocinados. Un hombre que actúa con honestidad y convicción. Con sentido profesional y
con humanidad, valga la redundancia. Un hombre que no vacila en mostrar sus propias vacilaciones, siempre consecuencia de su afán de prestar
al ciudadano la asistencia a la que tienen derecho.
La narración es vigorosa, muchas veces descarnada. Porque así es la
vida, que deja de sí «hasta en los mármoles señales», como decía el soneto de Francisco de Medrano. Pero de la vida emerge siempre la esperanza. Y de la relación de complicidad y de franqueza que se establece entre
el abogado y el cliente emerge siempre el proceso de civilización, ese
proceso que cuenta con la abogacía para la que la luz desplace a las tinieblas, y la experiencia humana pueda completar su itinerario hacia la verdad, la belleza, y la justicia.
Decía Goethe que «en el principio era la acción». Y, cabe añadir, con
la acción, el afán de vivir recta y honestamente, no hacer mal a nadie, y
dar a cada uno lo suyo, como prescribía el ilustre jurisconsulto. Ángel
Berrocal Jaime pertenece, por derecho propio, a la estirpe indomable de
los verdaderos abogados. Yo he tenido la suerte de leer este libro. Incluso
tengo el honor de prologarlo. Pero, sobre todo, disfruto de la fortuna de
compartir profesión y compromiso con hombres íntegros, de valor y de
criterio, como Ángel Berrocal Jaime. Gracias a libros como La Ley de los
pobres, la abogacía sigue siendo la más hermosa profesión de este mundo.
Luis Martí Mingarro
Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid
PRESENTACIÓN
Escribo esta presentación gracias a la generosidad de Ángel, a quien
conozco desde hace 13 años, como preparador de opositores a la Administración de Justicia.
También como él, y antes de trabajar en Centro de Estudios Adams,
ejercí como abogada. Quienes hemos ejercicio en el turno de oficio sabemos hay muchos letrados —la mayoría jóvenes entusiastas y de buen
hacer profesional— que procuran poner al servicio de los más
desfavorecidos económica y socialmente los recursos profesionales que
el dinero les niega.
Ángel Berrocal nos acerca con sus relatos a seis historias personales y
sociales muy de actualidad: la inmigración, las separaciones, la discriminación de género y, en general, nos aproxima a los abusos que se cometen con los más débiles a través de los mecanismos injustos que están
instaurados.
En estos relatos cortos no sólo se refleja la gran experiencia que el
autor tiene en lo legal, como abogado en ejercicio desde 1992, sino que
nos describe con gran sensibilidad, riqueza de pensamientos y dominio
del lenguaje su visión de estos personajes y su entorno que es común a
tantos seres humanos. Quiero resaltar esto porque coincide con mi idea
del ejercicio profesional: lo que importa son las personas y sus circunstancias y a veces ni siquiera un buen abogado puede ayudarles a conseguir su propósito. Pero un buen abogado siempre podrá establecer una
relación humana y profesional con sus clientes, será capaz de darles dignidad para enfrentarse a situaciones adversas, apoyo y esperanza aunque
no siempre consiga las pretensiones legales.
Dignifica la profesión de abogado que tan alta o baja puede estar en
función de quien la ejerce, y del turno de oficio, frente a quienes piensan
que por no cobrar grandes sumas se ejerce con menor interés. El motor
del mundo no siempre es el dinero.
En uno de estos relatos se plantea una incógnita muy común al ejercer y también, por qué no, en la vida: ¿quién dice y dónde está la verdad?
Resulta inquietante, para quien cree que ayuda a hacer justicia, que no
siempre se sepa quién dice la verdad. También resulta muy común el
planteamiento general del autor: la justicia va por un lado y las leyes por
otro.
Ángel Berrocal no es sólo un abogado al uso. Es una persona sensible y observadora con otras inquietudes que le han llevado a publicar dos
libros de poesía y ahora se adentra en la narrativa con su primera publicación en prosa, con humildad pero también con maestría. Disfrutemos
ahora de estos relatos. Estoy segura de que más adelante nos brindará la
oportunidad de leer su literatura con nuevas publicaciones.
Eso espero y deseo.
María Jesús Pérez Ruiz de Valbuena
PRELIMINAR
La Ley de los Pobres es una obra que, ante todo, pretende
aproximarse a la realidad del Turno de Oficio. Concebida como
un libro de relatos, en cada uno ellos aparecen reflejadas diversas
historias, donde sus personajes plantean los problemas cotidianos
de la vida de principios del siglo XXI: el paro, la inmigración, las
crisis matrimoniales, la soledad…
Con frecuencia se suele identificar el Turno de Oficio con los
procedimientos penales, ignorándose que este servicio público se
presta igualmente en otras áreas del Derecho. En La Ley de los
Pobres he huido de la atracción que puede suponer para el lector
los temas penales y he optado por adentrarme en las grandes materias civiles y laborales, más cercanas al hombre corriente. Cada historia arranca de un hecho basado en la realidad (un despido, una
separación matrimonial…), al hilo del cual he podido fabular y
aproximarme a los sentimientos y percepciones de los personajes.
Para dotar de realismo los diálogos y las descripciones he utilizado, en ocasiones, un lenguaje técnico jurídico —que supongo sabrá perdonar el lector— sin que con ello pretenda convertir la obra
en un tratado de Derecho. En realidad, La Ley de los Pobres no
pretende alcanzar ningún objetivo: ni moral, ni social, ni ético ni
político. Es sólo un mero testimonio de nuestra realidad actual,
con la que el lector se podrá sentir identificado y, en cierto modo,
comprendido y amparado. Si es así, me daré por satisfecho y mi
compromiso con el lector habrá quedado sellado con esa comunicación insonora que supone la escritura.
La Ley de los Pobres es mi primera obra extensa que llega al
gran público. Antes de ella le han precedido numerosas tentativas
que no llegaron a fraguar pero que me sirvieron para ejercitarme
en la difícil tarea del escritor. Fueron muchos años, muchas horas,
de escritura sin destinatario; de escritura oculta en los cajones de
mi escritorio. Creo que mereció la pena y el fruto de esa pasión
disciplinada son las páginas que le siguen a esta presentación. Ahora sólo espero que el lector descubra en ellas dicho esfuerzo y disfrute de la lectura del mismo modo en que yo he disfrutado al escribirlas.
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Quisiera terminar esta presentación expresando mi agradecimiento al Centro de Estudios Adams-Ediciones Valbuena y, muy
especialmente, a su Consejera Delegada, María Jesús Pérez Ruiz
de Valbuena, primero, por la buena acogida institucional que tuvo
este proyecto editorial en el seno del centro y por el apoyo incondicional y por las gestiones llevadas a cabo personalmente por María
Jesús para poder ver colmados mis deseos de publicar esta obra y,
en segundo lugar, por la desinteresada y cariñosa presentación que
ha tenido a bien brindarme, en la que ha logrado perfilar con maestría las líneas argumentales de la obra.
Asimismo quisiera extender tambiém mi más sincero agradecimiento al Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, al que me honro pertenecer desde hace más de una década y, en particular, a su
decano Excmo. Sr. D. Luis Martí Mingarro por el brillante p´rologo
que precede a estas líneas, que dota a la obra de una inmejorable
carta de presentación.
Ángel Berrocal Jaime
Madrid, octubre de 2004
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HISTORIA DE UNA SEPARACIÓN MATRIMONIAL
Nuestro primer encuentro fue telefónico. He de confesar —no
sin cierto rubor— que su voz me pareció extremadamente sensual,
lo cual no suele ser frecuente entre los clientes designados por el
turno de oficio, cuyo trato, a pesar de que, en la mayoría de los
casos, suele ser correcto, habitualmente es frío, desdeñoso y distante.
—Le han nombrado a usted para que me lleve la separación...
—afirmó con cierta solemnidad— ... pero necesito comentarle algunas cosas antes de que nos dé cita a mi marido y a mí —añadió
de forma misteriosa—. ¿Podría ser posible?
Le di cita para el día siguiente a las cuatro y media de la tarde.
Estaba intrigado sobre cuales podrían ser los motivos por los que
querría verme a solas sin su marido. Elucubré motivos peregrinos,
incluso surrealistas e irracionales, pero ninguno de ellos se aproximó a las verdaderas razones que habían impulsado a aquella mujer
a solicitar tan inesperada consulta.
Cuando al día siguiente la vi atravesar el umbral de la puerta de
mi despacho, mis sentimientos se convirtieron en sorpresa. Tenía
ante mí a una muchacha de no más de veinticinco años, de cabello
oscuro, ojos negros, tez redonda, exageradamente pálida, escasa
estatura y un grosor corporal tan inmenso, que la obligó a ladearse
para poder acceder al interior de la habitación con mayor comodidad. La invité a tomar asiento y le di la palabra:
—Pues verá —dijo sonrojándose— quería verle por lo siguiente: Hace tres años que me casé con Julián. Tenemos unas mellizas
de tres años. Como nos tuvimos que casar de penalti y no teníamos casa, nos fuimos a vivir con mi madre, que es viuda, y que vive
en casa de mis abuelos. Al principio todo iba más o menos bien
pero cuando nacieron las mellizas las cosas empezaron a torcerse.
Julián, que es albañil, se quedó en el paro y empezó a beber. Mi
abuelo le dijo que o buscaba un trabajo o se largaba de la casa, ya
que él no mantenía a vagos. A Julián le dio por beber más y más y
cada día llegaba más tarde a casa, hasta que descubrí que me ponía
los cuernos con otras chicas del barrio. Mi abuelo, harto de la si13
tuación, le ha echado de la casa hace unos quince días y ahora duerme en un banco del parque que hay enfrente de donde vivimos. Yo
le he dicho que nos vamos a separar y él dice que le parece bien
pero que no renuncia a ver a las niñas. Tengo miedo de lo que
pueda hacer con ellas. ¿Me las puede quitar?... ¿Habría alguna
posibilidad de que no las viera?...
Por unos instantes quedé sobrecogido por la declaración que
acababa de escuchar pero de inmediato reaccioné, al notar que fijaba su mirada con cierta timidez en los papeles que tenía dispersos
sobre la mesa.
—Mira, Cristina —dije, tuteándola, puesto que su juventud me
impedía inconscientemente tratarla de otro modo—. Lo primero
que me tienes que indicar es si es firme tu voluntad de separaros y,
en tal caso, si lo que queréis es separaros de mutuo acuerdo o de
forma contenciosa. Si os separáis de mutuo acuerdo habrá de
redactarse un convenio regulador, en el que, entre otras cosas, podremos señalar libremente el régimen de visitas de las niñas con
Julián. En otro caso, si vamos por la vía contenciosa, las medidas
sobre el régimen de visitas serán fijadas por el Juez.
Cristina me miraba con atención, asintiendo con la cabeza como
prueba de que comprendía el alcance de mis palabras.
—Suponiendo que os separaseis de mutuo acuerdo, —proseguí— se me ocurre que podríamos estipular en el convenio regulador que cuando Julián esté con las niñas puedas estar tú también
presente. De ese modo evitaríamos que las pudieras perder de vista... porque ¿cómo trata él a las niñas?
—Las trata bien. Las coge de cuando en cuando, y juega con
ellas. A veces, también les hace alguna que otra carantoña… Aunque, a decir verdad, nunca se ha ocupado seriamente de ellas. Siempre he sido yo, con la ayuda de mi pobre madre, quien las he bañado, las he dado de comer, les he cambiado los pañales, las he sacado
a pasear, las he llevado al parque... ¡No puede usted imaginarse el
trabajo que dan las gemelas!
Sí me lo podía imaginar. Conjeturaba sobre el día a día de aquella joven madre inexperta y no podía evitar que me embargase una
sensación de misericordia y de tristeza. La imaginaba, ataviada con
un chándal de mala calidad, cubierto por un delantal grasiento,
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intentando satisfacer las necesidades básicas de ambas niñas. La
imaginaba, sumida en sus dudas y silencios, con la frente sudorosa,
atendiendo a aquellas indefensas criaturas, que sólo pretendían el
amor que a ella le faltaba, dispensando, sin esperar nada a cambio,
atenciones y obligaciones, que no sólo no lograba compartir con
su pareja sino que ni siquiera lograban alcanzar el necesario reconocimiento que elevase la autoestima que la incipiente maternidad
le había abnegado. En definitiva, veía ante mí a una mujer que,
renunciando a las esperanzas de su juventud, se había entregado a
una maternidad, tal vez indeseada, pero, en todo caso, generosa y
responsable.
Convinimos en que la separación se tramitaría de forma amistosa y que ella procuraría convencer a Julián para que así fuera.
Asimismo mostró su satisfacción por la propuesta efectuada sobre
el régimen de visitas y me comprometí a que en la próxima visita, a
la que deberían acudir los dos, intentaría convencerle de que esa
solución era la más adecuada para la protección de los intereses de
las menores.
—Sólo le pido una cosa más —dijo antes de marcharse—. Cuando venga con Julián no le diga que he estado aquí hablando con
usted.
Convoqué a la pareja diez días después de mi primera entrevista con Cristina. Con puntualidad británica, se personaron en las
dependencias de mi oficina en el día y hora señalados. Me llamó la
atención la extremada delgadez de él, a pesar de que los músculos
de sus brazos acreditaban el esfuerzo de muchos años en las labores de la construcción. Parecía algo mayor que ella, aunque luego
comprobé que tenían la misma edad, ya que los prominentes pómulos, erosionados por el sol, y las hundidas cuencas de sus ojos le
avejentaban exageradamente. Un pearcing, clavado en la punta de
la lengua, que distorsionaba sus palabras, convirtiendo los fonemas
en extraños sonidos metálicos, y un tatuaje descolorido en el antebrazo izquierdo, que representaba la cabeza de una inveterada pantera, dotaban a su triste imagen de un incomprensible aire de modernidad. Me estrechó su mano derecha, dirigiéndome una forzada sonrisa, que correspondí con un leve movimiento de cabeza.
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